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A pesar de su deteriorada
salud, don Ramiro quiso realizar un viaje por tierras asturianas.
Hacía tiempo que se lo había prometido a su esposa doña Urraca y
siempre había tenido que posponerlo por las circunstancias del
momento. Se proponía visitar las posesiones de sus antepasados en
tierras asturianas y orar ante sus tumbas en la catedral de Oviedo.
Pocas veces había atravesado don Ramiro la cordillera Cantábrica.
Asturias, desde el traspaso de la corte a León, había quedado
relegada a un segundo término en los planes de los monarcas
leoneses. Constituía un reducto difícil de expugnar por el enemigo
infiel por su propia situación geográfica. La cordillera Cantábrica
por el sur y el mar Cantábrico por el norte la convertían en una
fortaleza natural. Los reyes tenían poco que temer de un potencial
ataque. El flanco más débil en ese sentido lo podía constituir el
mar, pero para eso disponían de varios castillos estratégicamente
ubicados a lo largo de la costa que le servían de defensa. Los
monarcas leoneses consideraban aquella parte de su reino
completamente segura y tranquila.
Los reyes llegaron a Oviedo a
principios de diciembre. Al cruzar la cordillera Cantábrica, el rey
se había sentido algo indispuesto. El intenso frío había reavivado
las dolencias que arrastraba desde la batalla de Talavera. Nunca les
había dado mayor importancia, aparte que durante aquellos meses
parecían haber remitido. Pero ahora, justo al atravesar aquellas
cumbres nevadas, volvieron a aparecer las molestias en el pecho.
Los reyes habían visitado ya
el complejo del valle de Boides, el Aula Regia de Santa María de
Naranco, el castillo de Gozón, varias iglesias y monasterios del
interior de Asturias. Habían orado más de una vez ante las tumbas
de sus antepasados ubicadas en el Panteón de los Reyes de la
catedral de San Salvador. Habían transcurrido algo más de tres
semanas desde su llegada a Oviedo. Se acercaba la Navidad. Don Ramiro
y doña Urraca hubieran querido pasarla en León con toda la familia,
pero una fuerte nevada les obligó a demorar su regreso a la corte.
El rey cada día se encontraba más débil y delicado.
—Si no nos damos prisa, no
sé si podré regresar a León con vida.
—No digáis eso, Señor. Ya
veréis cómo se os pasan esos dolores en cuanto crucemos la
cordillera. Estoy convencida que se deben a la humedad de esta
tierra. El propio físico no lo ha descartado en ningún momento.
—El galeno puede opinar lo
que quiera, pero estos dolores no se deben a la humedad. Hace meses
que los padezco, aunque es cierto que últimamente parecía que
habían remitido. Señora, debemos regresar a León lo antes posible.
—Ya he dispuesto nuestro
regreso, esposo mío, mas este tiempo no nos permite partir. Los
expertos dicen que el puerto está cerrado y que permanecerá así al
menos durante una semana, eso si el clima es favorable.
—Me hago cargo de la
situación, pero quiero partir en cuanto surja la más mínima
oportunidad. Si he de morir, quiero que la muerte me halle en León
donde deseo ser enterrado. Allí se hallan mis padres y hermanos y
quiero que mis restos descansen junto a ellos.
—Señor, se respetará
vuestra voluntad, pero no seáis agorero. No os vais a morir, al
menos por ahora.
—Muy segura de eso estáis,
Señora. Yo no lo estoy tanto. Nadie mejor que yo sabe lo que me
pasa. Siento cómo mis fuerzas me van abandonando día a día. Mi
vitalidad se escapa como el hilo de agua cuando cortan el suministro.
Ya apenas siento la sangre en mis venas. Mis miembros se entumecen
por momentos. No soy más que una sombra de lo que fui.
—Señor, no digáis eso. Me
asustáis. Deberíais ser fuerte, como lo habéis sido siempre, para
superar el mal momento que estáis pasando.
—Esa fortaleza ya no depende
de mi voluntad. Por más que lo intento, mis fuerzas me han
abandonado.
En Oviedo el cielo seguía
encapotado. Hacía días que no cesaba de llover sobre los valles y
montañas de Asturias. El agua corría por todas partes formando
regatos por doquier. Las nubes bajas se confundían con la niebla que
cubría hasta media montaña. Un grupo de jinetes abandonaba la
ciudad por la puerta sur. La calzada estaba cubierta de charcos y de
barro. Los jinetes fustigaban sus caballos para que aceleraran el
paso. Tenían que llegar a los pies de la cordillera antes del
anochecer. Al día siguiente se levantaron temprano. Apenas clareaba,
pero había que darse prisa. Los días eran muy cortos y era
necesario atravesar la cordillera antes de que se echara la noche de
nuevo encima. No sabían con lo que se podían encontrar en ella. Uno
de los servidores reales les había asegurado que el puerto estaba
expedito, pero nadie podía garantizar que no se volviera a cerrar
con una nueva nevada. Al mediodía ascendían la cordillera
Cantábrica. Poco antes de llegar a la cúspide se despejaron las
nubes dando paso a un día radiante. El blancor cubría las cumbres
de la cordillera. La calzada, en cambio, estaba libre de nieve,
aunque el barro lo llenaba todo. Los caballos luchaban con gran
esfuerzo por superar las duras rampas. Más de una vez estuvieron a
punto de dar con su cuerpo y con su preciada carga en tierra. Por
fin, lograron rebasar la cumbre. El sol estaba a punto de ocultarse
detrás de las montañas. Había que apresurarse si querían llegar a
la próxima posta antes de que anocheciera. La reina pidió que
hostigaran más a sus caballos. El rey parecía empeorar por
momentos. El pesado viaje y el frío helador del puerto habían
agravado sus dolencias. Tenían que llegar pronto a Gordón. El sol
ya se había puesto y las sombras de la noche comenzaban a abrazarlo
todo. Finalmente, llegaron a la posada. Minutos más tarde el rey
descansaba sobre un lecho con fuertes dolores, mucha fiebre y la
respiración entrecortada. Al día siguiente de madrugada reanudaron
el viaje hacia la corte. Pasado el mediodía llegaron al palacio
real. Don Ramiro fue trasladado de inmediato a sus aposentos. Los
físicos lo examinaron detenidamente y nada bueno dedujeron de su
exploración. La salud del monarca estaba muy deteriorada.
—Debe permanecer en absoluto
reposo. Como tiene mucha fiebre, es conveniente que le refresquéis
la frente y las sienes con paños húmedos. También será bueno que
le aliviéis el exceso de calor todo lo que podáis.
Cuando el galeno se disponía
a abandonar la alcoba real, llegó la reina. En un aparte la puso al
corriente del estado de su esposo.
—Señora, debéis prepararos
para lo peor. Vuestro esposo está muy débil y si no hay algún
milagro de por medio, no saldrá de ésta.
—¿Tan grave está?
—Sí, Señora. Su estado es
muy grave. Debemos esperar a ver cómo evoluciona en los dos o tres
próximos días, pero su estado es crítico. He dado algunas
recomendaciones al personal de servicio y he dejado unas
instrucciones para que el boticario le prepare algunos remedios que
se le deben administrar inmediatamente, pero no creo que sirva de
mucho. El estado de su enfermedad está muy avanzado. Los físicos
poco o nada podemos hacer por detenerlo. Es todo lo que os puedo
decir.
—Así, pues, ¿no hay
ninguna esperanza?
—Ninguna, Señora. Siento
tener que ser tan sincero.
La reina se acercó a la
cabecera de su esposo con el rostro cubierto de lágrimas. Tal vez si
no hubieran ido a Asturias el rey podría gozar aún de buena salud.
Fue una imprudencia por su parte haber llevado a cabo aquel viaje.
Podían haberlo aplazado para cuando hubiera hecho buen tiempo, pero
en el buen tiempo siempre surgían otras obligaciones. Ahora ya no
había remedio. El rey había enfermado y no había esperanzas de que
sanara.
Tres días más tarde,
concretamente el cinco de enero del año 951 el rey pareció gozar de
una mejoría transitoria. Momento que aprovechó para hacer pública
su abdicación a favor de su hijo don Ordoño. Después hizo que lo
trasladaran al monasterio de San Salvador, contiguo a su palacio,
donde se despojó públicamente de sus vestiduras reales y derramó
cenizas sobre su cabeza, como símbolo de su renuncia a su dignidad
real y a todo lo que ésta representaba. Ramiro II el
Grande puso fin así
a su largo y fructífero reinado, que tanto había supuesto en la
expansión y afianzamiento del reino de León. Poco después entregó
su alma al Señor.
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