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Cansado el emir Abd al-Rahman
III de los fracasos de sus generales en las fronteras cristianas de
los reinos de León y de Pamplona, el verano del 920 decidió reunir
un gran ejército para llevar a cabo personalmente una aceifa en la
frontera norte de su reino. Para ello no dudó en congregar un gran
número de tropas provenientes de la propia Andalucía y del norte de
África, donde había enviado a sus alfaquíes para reclutar a todos
aquellos que quisieran luchar contra los cristianos a cambio de
tierras o de un sustancioso botín.
Reunido, pues, un ingente
ejército cuyo número apenas permitía el avance a través de los
caminos, el emir abandonó Córdoba el 4 de junio para dirigirse a
Toledo. No cabe duda que a lo largo del camino sus tropas seguirían
incrementándose con todos aquellos que se quisieran incorporar
atraídos por la recompensa de un sustancioso botín. Desde Toledo se
dirigió hacia Madinat Salim (Medinaceli) a través de Aranjuez,
Al-Qu’laya (Alcalá de Henares) y Sigüenza. Desde este punto podía
haber seguido camino hacia Zaragoza a través de la calzada que unía
esta ciudad con Mérida, pero prefirió continuar por la vía romana
que unía Madinat Salim con Wakshima (Osma). Allí conquista,
incendia y saquea una serie de plazas y castillos recién abandonados
por sus ocupantes y por el conde que antes había prometido someterse
al emir si respetaba sus tierras, sembrando desolación por doquier.
Desde tierras castellanas ordenó un nuevo giro a sus tropas para
atacar los castillos de Calahorra en La Rioja y Cárcar en Navarra.
Con estos ataques y saqueos el emir quería infligir un duro golpe a
sus dos principales enemigos, Ordoño II y Sancho Garcés I. Desde
Cárcar siguieron el curso del río Ega para atacar el castillo de
Monjardín. Pero antes de efectuar su ataque, decidieron acampar en
el paraje que los cronistas denominan Dachero o Dixarra con el fin de
esperar al grueso de las tropas sarracenas mandadas por el emir.
Entonces la caballería musulmana, al mando del gobernador de Tudela,
recibió un ataque por sorpresa de las tropas de Sancho Garcés, que
se lanzaron sobre ella desde las laderas del Montejurra antes de que
llegara el emir con sus refuerzos. Los ismaelitas rechazaron el
ataque de los cristianos, al que lograron vencer ocasionándole
numerosas bajas y obligando a Sancho Garcés y a los pocos
supervivientes a refugiarse entre los desfiladeros y las montañas de
las cercanías.
Abd al-Rahman III conoció en
aquel mismo lugar la unión de las tropas de Ordoño II a las de
Sancho Garcés I, por lo que a partir de ese momento se vio obligado
a cambiar de estrategia. Sabedor de la fuerza de sus dos máximos
enemigos, no dudó en tomar precauciones para seguir su avance entre
aquellas intrincadas montañas. Ordenó a sus hombres que estuvieran
expectantes y no descuidaran ninguno de los flancos de su ejército,
pues podían sufrir un ataque sorpresa de los cristianos en el lugar
y momento más inesperados. No en balde los cristianos se dejaban ver
en lo alto de las montañas, desde donde se precipitaban sobre el
ejército sarraceno con gran ímpetu y vocerío para infundir pánico
en éstos. A pesar de ello, los árabes lograron enviar algunos
hombres a las cimas más altas, que obligaron a los cristianos a huir
por las lomas y laderas hasta ponerse a salvo en Andía. Finalmente,
el ejército sarraceno logró llegar a Yerri, donde estableció su
campamento en el lugar denominado Muez.
Poco
después de la consagración del abad Fortis como nuevo obispo de
Astorga, le llegaron noticias a Ordoño II de la aceifa que dirigía
personalmente Abd al-Rahman III por tierras de Castilla. Informado de
los múltiples saqueos llevados a cabo por los musulmanes en tierras
castellanas y del ingente botín del que se habían apoderado, no
dudó en partir inmediatamente en persecución de los bárbaros
infieles. El 10 de julio parte don Ordoño de León al frente de un
numeroso ejército que acababa de reunir. Acompañado por los obispos
de Salamanca y Tuy, Dulcidio y Hermogio, respectivamente, pone rumbo
a Burgos y desde allí a tierras de Álava, pues en la ciudad
castellana le informan que las tropas árabes desde Osma habían
puesto rumbo a tierras de La Rioja y Navarra. Antes de abandonar la
ciudad castellana, impartió las instrucciones correspondientes para
que los condes de Castilla se sumaran a su ejército con sus huestes.
Ordoño II no dudó un
instante en seguir los pasos del ejército andalusí, pero un
emisario de Sancho Garcés le obligó a desviarse por una ruta al
norte del Ebro para evitar así el encuentro directo con el ingente
ejército del emir. De esta manera se dirigió hacia Álava por
tierras de La Bureba. Después de haber dejado atrás las llanuras de
Vitoria, marchó hacia Salvatierra. En este lugar decidió hacer un
alto para aguardar a que se le unieran las tropas castellanas, con
las que esperaba incrementar significativamente su ejército formado
por tropas leonesas y los alaveses que pudo recoger en el camino.
Espera vana, ya que después de una semana de permanencia en aquel
lugar, don Ordoño, muy contrariado, tuvo que dar la orden de partida
hacia tierras navarras sin el auxilio de las huestes castellanas. El
enviado de Sancho Garcés, buen conocedor del terreno, consiguió
guiarlo por aquellos escabrosos pasos hasta el lugar donde estaba
acampado el ejército navarro, en las proximidades de Muez. Mas su
llegada no se produjo con la celeridad que hubiera deseado el rey de
Pamplona, cuyo ejército había recibido un duro descalabro en las
laderas del Montejurra dos días antes. Reunidas por fin las fuerzas
de los dos reyes cristianos, decidieron lanzar el ataque definitivo
al ejército árabe que había plantado sus reales en las riberas del
río Ubagua.
En la madrugada del 26 de
julio, poco antes del alba, los ejércitos de Ordoño II y de Sancho
Garcés I de Pamplona, después de ser fuertemente arengados por sus
jefes y por los obispos Dulcidio y Hermogio, se precipitaron con gran
denuedo por las laderas abajo al encuentro de los infieles. Marchaba
en primer término la caballería del rey leonés lanza en ristre
dispuesta a arrollar al enemigo. El estruendo de los tambores, las
voces de ánimo y los gritos de guerra llenaban todo el valle de
montaña a montaña. Los seguía la exigua caballería del rey
navarro, que había sido diezmada dos días antes en la batalla del
Montejurra. Tras ellos avanzaba con ímpetu y decisión la infantería
de ambos reyes cristianos. Entretanto, el ejército sarraceno había
cruzado el Ubagua por varios puntos y su caballería se encaminaba al
encuentro de la del rey leonés. El resto de las fuerzas árabes
permanecía expectante y pronto a intervenir en caso de necesidad.
Pero no fue preciso, pues no tardaron en descubrir que su caballería
era superior a la de los cristianos. Éstos, sorprendidos en un
estrecho valle, no tenían defensa ni espacio para maniobrar, por lo
que su derrota fue fulminante. Al verse abatidos, huyeron a la
desbandada, momento que eligieron las tropas andalusíes para
desplegarse por toda la campiña y perseguirlos con gran estruendo y
gritería. Los cristianos caían sin cesar heridos por el hierro y la
furia de los infieles, que sembraron los campos de Valdejunquera de
cadáveres decapitados y los regaron con la mucha sangre allí
derramada. Los sarracenos no cejaron de perseguirlos hasta la noche
cerrada dando muerte a cuantos cristianos cayeron bajo sus lanzas.
A pesar de todo muchos
cristianos se salvaron gracias a la estrategia de sus reyes y a la
accidentada orografía del terreno. Los reyes cristianos, al ver que
la victoria se decantaba a favor de los sarracenos, no dudaron en dar
la orden de retirada. De esta manera lograron que muchos de sus
soldados pudieran alcanzar las montañas de Andía y refugiarse en
los valles que hay detrás de ellas, escapando así a una muerte
segura en manos de los infieles.
Cuatro días tardaron los
árabes en arrasar todo cuanto había en aquellos contornos. No
dejaron una sola cosecha en pie ni piedra sobre piedra. Todo sucumbió
al imperio del fuego, la rapiña y las armas. De regreso a sus
tierras aún tuvo tiempo el emir para tomar el castillo de Viguera,
que, abandonado por sus habitantes, lo arrasó y destruyó por
entero. Después regresó a Córdoba por el camino que había seguido
en la ida, donde llegó a principios de septiembre con un espléndido
botín. Llevaba consigo como cautivos a los obispos Dulcidio y
Hermogio.
Tras la decepcionante derrota,
refugiados en los profundos valles navarros, don Sancho no dudó en
pedirle a don Ordoño que regresara inmediatamente a León para
rehacer sus huestes. Después del descalabro recibido, era lo más
sensato para los dos.
—No debes permanecer más
tiempo aquí, Ordoño. Tal como han quedado nuestros ejércitos, nada
podemos hacer más que retirarnos a nuestros feudos. Ya habrá otras
oportunidades para enfrentarnos al cordobés. Demos gracias a Dios
por haber salido los dos con vida para contarlo. Mucho peor hubiera
sido que ambos hubiéramos sucumbido en la refriega.
—Tienes razón, Sancho.
Ahora debemos rehacernos para presentar nuevas batallas a ese infiel
que nos acosa desde Córdoba. ¡Lástima haber perdido esta
oportunidad! ¡Esos malditos condes castellanos que me han jugado una
mala pasada! Si no hubiera sido por su traición, hoy podíamos haber
escrito una de las más bellas páginas de nuestra Historia. En
cambio, por su deslealtad y felonía, posiblemente sea la más amarga
de cuantas se han escrito. Hoy hemos dado un paso atrás muy aciago
para la reconquista de España.
—No te pongas tan
melodramático, Ordoño. Tiempo habrá para recuperar lo que hoy
hemos perdido. No debes olvidar que unas veces se gana y otras se
pierde.
—Cierto, Sancho. Pero esta
derrota significará un retraso de siglos en la reconquista de
España. Si hoy hubiéramos vencido al emir, nuestro avance hacia el
sur habría sido imparable. Tal vez en unos meses hubiéramos podido
conquistar Toledo y fijar nuestras fronteras con el mahometanismo en
el Tajo. Una vez situados allí, el cerco sobre Córdoba se iría
estrechando y las posibilidades de expulsar a los sarracenos de la
Península hubieran sido muchísimo mayores. En cambio, con la
derrota todo este sueño se ha venido abajo.
—No te preocupes, Ordoño,
todo se arreglará con el tiempo. Ahora debes regresar a León por
donde has venido y allí rearmarte para próximas contiendas. Reúne
lo que te queda de tus tropas y parte inmediatamente para tu reino.
No pierdas más tiempo.
—Gracias, Sancho. Siento de
veras lo ocurrido.
Ambos monarcas se estrecharon
fuertemente antes de partir para sus lugares de origen. Con el amargo
sabor de la derrota y la desolación que cubría todos los campos a
su alrededor, reunieron los despojos que quedaban de sus tropas para
partir en silencio hacia sus reinos con el corazón roto y el alma
compungida. Aquel día se pudo haber dirimido el poder sobre la
Península Ibérica con el enfrentamiento de los tres grandes
monarcas que la gobernaban. Pero no fue así. Los dos reyes
cristianos lograron sobrevivir milagrosamente a la gran derrota.
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