jueves, 9 de mayo de 2019

LOS AVATARES DE UN REINO. 2ª. PARTE. Capítulo 10


                                                                 10


Cansado el emir Abd al-Rahman III de los fracasos de sus generales en las fronteras cristianas de los reinos de León y de Pamplona, el verano del 920 decidió reunir un gran ejército para llevar a cabo personalmente una aceifa en la frontera norte de su reino. Para ello no dudó en congregar un gran número de tropas provenientes de la propia Andalucía y del norte de África, donde había enviado a sus alfaquíes para reclutar a todos aquellos que quisieran luchar contra los cristianos a cambio de tierras o de un sustancioso botín.
Reunido, pues, un ingente ejército cuyo número apenas permitía el avance a través de los caminos, el emir abandonó Córdoba el 4 de junio para dirigirse a Toledo. No cabe duda que a lo largo del camino sus tropas seguirían incrementándose con todos aquellos que se quisieran incorporar atraídos por la recompensa de un sustancioso botín. Desde Toledo se dirigió hacia Madinat Salim (Medinaceli) a través de Aranjuez, Al-Qu’laya (Alcalá de Henares) y Sigüenza. Desde este punto podía haber seguido camino hacia Zaragoza a través de la calzada que unía esta ciudad con Mérida, pero prefirió continuar por la vía romana que unía Madinat Salim con Wakshima (Osma). Allí conquista, incendia y saquea una serie de plazas y castillos recién abandonados por sus ocupantes y por el conde que antes había prometido someterse al emir si respetaba sus tierras, sembrando desolación por doquier. Desde tierras castellanas ordenó un nuevo giro a sus tropas para atacar los castillos de Calahorra en La Rioja y Cárcar en Navarra. Con estos ataques y saqueos el emir quería infligir un duro golpe a sus dos principales enemigos, Ordoño II y Sancho Garcés I. Desde Cárcar siguieron el curso del río Ega para atacar el castillo de Monjardín. Pero antes de efectuar su ataque, decidieron acampar en el paraje que los cronistas denominan Dachero o Dixarra con el fin de esperar al grueso de las tropas sarracenas mandadas por el emir. Entonces la caballería musulmana, al mando del gobernador de Tudela, recibió un ataque por sorpresa de las tropas de Sancho Garcés, que se lanzaron sobre ella desde las laderas del Montejurra antes de que llegara el emir con sus refuerzos. Los ismaelitas rechazaron el ataque de los cristianos, al que lograron vencer ocasionándole numerosas bajas y obligando a Sancho Garcés y a los pocos supervivientes a refugiarse entre los desfiladeros y las montañas de las cercanías.
Abd al-Rahman III conoció en aquel mismo lugar la unión de las tropas de Ordoño II a las de Sancho Garcés I, por lo que a partir de ese momento se vio obligado a cambiar de estrategia. Sabedor de la fuerza de sus dos máximos enemigos, no dudó en tomar precauciones para seguir su avance entre aquellas intrincadas montañas. Ordenó a sus hombres que estuvieran expectantes y no descuidaran ninguno de los flancos de su ejército, pues podían sufrir un ataque sorpresa de los cristianos en el lugar y momento más inesperados. No en balde los cristianos se dejaban ver en lo alto de las montañas, desde donde se precipitaban sobre el ejército sarraceno con gran ímpetu y vocerío para infundir pánico en éstos. A pesar de ello, los árabes lograron enviar algunos hombres a las cimas más altas, que obligaron a los cristianos a huir por las lomas y laderas hasta ponerse a salvo en Andía. Finalmente, el ejército sarraceno logró llegar a Yerri, donde estableció su campamento en el lugar denominado Muez.

Poco después de la consagración del abad Fortis como nuevo obispo de Astorga, le llegaron noticias a Ordoño II de la aceifa que dirigía personalmente Abd al-Rahman III por tierras de Castilla. Informado de los múltiples saqueos llevados a cabo por los musulmanes en tierras castellanas y del ingente botín del que se habían apoderado, no dudó en partir inmediatamente en persecución de los bárbaros infieles. El 10 de julio parte don Ordoño de León al frente de un numeroso ejército que acababa de reunir. Acompañado por los obispos de Salamanca y Tuy, Dulcidio y Hermogio, respectivamente, pone rumbo a Burgos y desde allí a tierras de Álava, pues en la ciudad castellana le informan que las tropas árabes desde Osma habían puesto rumbo a tierras de La Rioja y Navarra. Antes de abandonar la ciudad castellana, impartió las instrucciones correspondientes para que los condes de Castilla se sumaran a su ejército con sus huestes.
Ordoño II no dudó un instante en seguir los pasos del ejército andalusí, pero un emisario de Sancho Garcés le obligó a desviarse por una ruta al norte del Ebro para evitar así el encuentro directo con el ingente ejército del emir. De esta manera se dirigió hacia Álava por tierras de La Bureba. Después de haber dejado atrás las llanuras de Vitoria, marchó hacia Salvatierra. En este lugar decidió hacer un alto para aguardar a que se le unieran las tropas castellanas, con las que esperaba incrementar significativamente su ejército formado por tropas leonesas y los alaveses que pudo recoger en el camino. Espera vana, ya que después de una semana de permanencia en aquel lugar, don Ordoño, muy contrariado, tuvo que dar la orden de partida hacia tierras navarras sin el auxilio de las huestes castellanas. El enviado de Sancho Garcés, buen conocedor del terreno, consiguió guiarlo por aquellos escabrosos pasos hasta el lugar donde estaba acampado el ejército navarro, en las proximidades de Muez. Mas su llegada no se produjo con la celeridad que hubiera deseado el rey de Pamplona, cuyo ejército había recibido un duro descalabro en las laderas del Montejurra dos días antes. Reunidas por fin las fuerzas de los dos reyes cristianos, decidieron lanzar el ataque definitivo al ejército árabe que había plantado sus reales en las riberas del río Ubagua.
En la madrugada del 26 de julio, poco antes del alba, los ejércitos de Ordoño II y de Sancho Garcés I de Pamplona, después de ser fuertemente arengados por sus jefes y por los obispos Dulcidio y Hermogio, se precipitaron con gran denuedo por las laderas abajo al encuentro de los infieles. Marchaba en primer término la caballería del rey leonés lanza en ristre dispuesta a arrollar al enemigo. El estruendo de los tambores, las voces de ánimo y los gritos de guerra llenaban todo el valle de montaña a montaña. Los seguía la exigua caballería del rey navarro, que había sido diezmada dos días antes en la batalla del Montejurra. Tras ellos avanzaba con ímpetu y decisión la infantería de ambos reyes cristianos. Entretanto, el ejército sarraceno había cruzado el Ubagua por varios puntos y su caballería se encaminaba al encuentro de la del rey leonés. El resto de las fuerzas árabes permanecía expectante y pronto a intervenir en caso de necesidad. Pero no fue preciso, pues no tardaron en descubrir que su caballería era superior a la de los cristianos. Éstos, sorprendidos en un estrecho valle, no tenían defensa ni espacio para maniobrar, por lo que su derrota fue fulminante. Al verse abatidos, huyeron a la desbandada, momento que eligieron las tropas andalusíes para desplegarse por toda la campiña y perseguirlos con gran estruendo y gritería. Los cristianos caían sin cesar heridos por el hierro y la furia de los infieles, que sembraron los campos de Valdejunquera de cadáveres decapitados y los regaron con la mucha sangre allí derramada. Los sarracenos no cejaron de perseguirlos hasta la noche cerrada dando muerte a cuantos cristianos cayeron bajo sus lanzas.
A pesar de todo muchos cristianos se salvaron gracias a la estrategia de sus reyes y a la accidentada orografía del terreno. Los reyes cristianos, al ver que la victoria se decantaba a favor de los sarracenos, no dudaron en dar la orden de retirada. De esta manera lograron que muchos de sus soldados pudieran alcanzar las montañas de Andía y refugiarse en los valles que hay detrás de ellas, escapando así a una muerte segura en manos de los infieles.
Cuatro días tardaron los árabes en arrasar todo cuanto había en aquellos contornos. No dejaron una sola cosecha en pie ni piedra sobre piedra. Todo sucumbió al imperio del fuego, la rapiña y las armas. De regreso a sus tierras aún tuvo tiempo el emir para tomar el castillo de Viguera, que, abandonado por sus habitantes, lo arrasó y destruyó por entero. Después regresó a Córdoba por el camino que había seguido en la ida, donde llegó a principios de septiembre con un espléndido botín. Llevaba consigo como cautivos a los obispos Dulcidio y Hermogio.

Tras la decepcionante derrota, refugiados en los profundos valles navarros, don Sancho no dudó en pedirle a don Ordoño que regresara inmediatamente a León para rehacer sus huestes. Después del descalabro recibido, era lo más sensato para los dos.
No debes permanecer más tiempo aquí, Ordoño. Tal como han quedado nuestros ejércitos, nada podemos hacer más que retirarnos a nuestros feudos. Ya habrá otras oportunidades para enfrentarnos al cordobés. Demos gracias a Dios por haber salido los dos con vida para contarlo. Mucho peor hubiera sido que ambos hubiéramos sucumbido en la refriega.
Tienes razón, Sancho. Ahora debemos rehacernos para presentar nuevas batallas a ese infiel que nos acosa desde Córdoba. ¡Lástima haber perdido esta oportunidad! ¡Esos malditos condes castellanos que me han jugado una mala pasada! Si no hubiera sido por su traición, hoy podíamos haber escrito una de las más bellas páginas de nuestra Historia. En cambio, por su deslealtad y felonía, posiblemente sea la más amarga de cuantas se han escrito. Hoy hemos dado un paso atrás muy aciago para la reconquista de España.
No te pongas tan melodramático, Ordoño. Tiempo habrá para recuperar lo que hoy hemos perdido. No debes olvidar que unas veces se gana y otras se pierde.
Cierto, Sancho. Pero esta derrota significará un retraso de siglos en la reconquista de España. Si hoy hubiéramos vencido al emir, nuestro avance hacia el sur habría sido imparable. Tal vez en unos meses hubiéramos podido conquistar Toledo y fijar nuestras fronteras con el mahometanismo en el Tajo. Una vez situados allí, el cerco sobre Córdoba se iría estrechando y las posibilidades de expulsar a los sarracenos de la Península hubieran sido muchísimo mayores. En cambio, con la derrota todo este sueño se ha venido abajo.
No te preocupes, Ordoño, todo se arreglará con el tiempo. Ahora debes regresar a León por donde has venido y allí rearmarte para próximas contiendas. Reúne lo que te queda de tus tropas y parte inmediatamente para tu reino. No pierdas más tiempo.
Gracias, Sancho. Siento de veras lo ocurrido.
Ambos monarcas se estrecharon fuertemente antes de partir para sus lugares de origen. Con el amargo sabor de la derrota y la desolación que cubría todos los campos a su alrededor, reunieron los despojos que quedaban de sus tropas para partir en silencio hacia sus reinos con el corazón roto y el alma compungida. Aquel día se pudo haber dirimido el poder sobre la Península Ibérica con el enfrentamiento de los tres grandes monarcas que la gobernaban. Pero no fue así. Los dos reyes cristianos lograron sobrevivir milagrosamente a la gran derrota.


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