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El carácter duro y adusto de
los castellanos no se avenía con el más suave y conciliador de los
leoneses desde tiempos inmemoriales. Tal vez se debiera al distinto
origen de unos y otros o a los diferentes elementos repobladores en
los inicios de su consolidación como territorios diferentes,
várdulos y vascones en Castilla, mozárabes en León. El caso es que
su rivalidad comenzó a hacerse patente ya en aquella lejana época.
En cuanto el reino de Asturias
comenzó su expansión al sur de la cordillera Cantábrica, entre el
oriente de Cantabria y el occidente del País Vasco, se iniciaron las
rivalidades entre esos primeros habitantes y los del resto del reino.
Los diferentes reyes asturianos se vieron obligados a nombrar condes
de su entera confianza para someter aquel pueblo austero y rebelde o
a sofocar los distintos conatos de rebelión que se produjeron en su
minúsculo territorio. El propio Alfonso III el
Magno tuvo que
fraccionar el pequeño territorio en varios condados para debilitar
así el poder que estaba adquiriendo.
Pero la diferencia entre
leoneses y castellanos no era sólo de carácter o temperamento.
Ambos pueblos empleaban lenguas distintas para comunicarse. Los
castellanos usaban una lengua más evolucionada, pero con unos
sonidos mucho más estridentes que los de los leoneses. La fonética
castellana era tan dura y áspera como su propio carácter. Cada uno
de estos dos pueblos se regía por cuerpos jurídicos diferentes. Los
leoneses se regían por la tradición visigoda y el Forum
Iudiciorum, mientras
que los castellanos se regían por el libre albedrío, que
sentenciaba por fazañas.
Con todo, eso no
era lo más grave. A los castellanos les molestaba sobremanera tener
que desplazarse a la ciudad de León para dirimir sus litigios. Por
eso terminaron por rebelarse contra el orden establecido, para lo
cual decidieron ser juzgados en su territorio por cuatro alcaldes
nombrados al efecto.
Todo ello había ido creando a
lo largo de los años un clima de rebeldía, que estalló en la
confabulación de los tres condes castellanos contra Ordoño II para
no acudir a la batalla de Valdejunquera. Después de su regreso de la
fatídica batalla, el monarca leonés convocó a los condes
castellanos en el lugar del Tejar, a orillas del Carrión. Al lugar
indicado acudieron Nuño Fernández, Abolmondar Albo, su hijo Diego y
Fernando Ansúrez. Cuando se hallaban allí reunidos, Ordoño II
ordenó detenerlos y conducirlos a León.
—¡Aherrojadlos! Estos
traidores van a pagar muy cara su felonía. Por su causa hemos
sufrido la mayor derrota que los mahometanos nos han deparado desde
su invasión. Y lo que es peor, en la batalla de Muez perdimos la
oportunidad de reconquistar España entera en muy poco tiempo. Con su
deslealtad la reconquista total de nuestra patria se demorará
siglos.
—Señor, nuestra intención
no era traicionaros a Vos, sino la de no ayudar al rey de Pamplona
por entender que sus intereses chocan con los nuestros.
—¡Cerrad la boca, Nuño, si
no queréis que mi enojo recaiga sobre vos con más ira si cabe! Sois
mis vasallos y como tales estáis obligados a acudir siempre que os
lo demande. No hay excusa ninguna por vuestra parte. Por vuestra
culpa me demoré en prestar la ayuda a Sancho, que tanto la
necesitaba, y sin el refuerzo de vuestras huestes nuestra
inferioridad ante el enemigo fue crucial. La abrumadora superioridad
de los sarracenos dio al traste con todos nuestros sueños. Pero no
os preocupéis. Ha llegado la hora de haceros pagar por tan alta
traición. ¡Lleváoslos!
Don Ordoño había ordenado
encerrar en las mazmorras anejas a su palacio a los condes
castellanos. Tenía intención de trasladarlos en breve al castillo
de Luna, la fortaleza más grandiosa de todo el reino de León, cuyas
formidables torres imponían a todo el que las contemplaba. En sus
mazmorras dejaría que se pudrieran el resto de sus días.
—No puedes encerrarlos en
esa fortaleza, Ordoño. Se rebelarán todos los castellanos.
—Que se rebelen, Gutierre.
Estoy presto para sofocarlos.
—Ya sé que lo estás,
Ordoño. Pero eso no resolvería nada.
—Aprenderán la lección y
en el futuro se mostrarán más dóciles.
—¿Tú crees? —inquirió
con gran dosis de incredulidad don Gutierre.
—Pues claro que lo creo.
—Te equivocas, Ordoño. Eso
no haría más que exasperarlos y enfurecerlos mucho más de lo que
están. Lo que hoy podría parecer una victoria para ti, mañana se
volvería en tu contra. Debes actuar con más cautela, querido
cuñado, y no dejarte llevar por el sentimiento de la venganza. Hoy
podrías acabar con ellos y reprimir a todo el pueblo castellano,
pero eso avivaría en él la llama del odio y de la discordia y tarde
o temprano se levantaría contra ti. Te aconsejo que los pongas en
libertad cuanto antes.
—¡Que los ponga en
libertad! ¿Sabes lo que me estás pidiendo? Por culpa de esos
traidores perdimos la batalla de Muez. Por su felonía perecieron
allí más de dos tercios de mis soldados. Por su infamia perdimos la
oportunidad de ganar aquella batalla y con ella, tal vez, la
oportunidad de haber doblegado a ese soberbio emir cordobés. Con la
euforia que esa victoria podía haber infundido en nuestras tropas,
podríamos haber conquistado medio al-Ándalus en poco tiempo y haber
trasladado nuestras fronteras hasta el Tajo por el sur. ¿Te parece
poco lo que ha supuesto su traición y aún me pides que los perdone?
—No me parece insignificante
su traición, pero su condena podría reportarte muchos más
perjuicios que beneficios. Tarde o temprano tendrás que nombrar a
otros condes para gobernar Castilla si no los dejas a ellos en
libertad. En ese caso, ¿quién te garantiza que esos nuevos condes
te serán siempre fieles? Piensa que tendrán que convivir con una
población hostil si te son fieles. Si, por el contrario, quieren
ganarse esa población, tarde o temprano tendrán que volverse contra
ti. Piénsalo bien, el problema no son los condes, el problema son
los castellanos. Deja a los detenidos en libertad y trata de
apaciguar las aguas. Es lo mejor que puedes hacer.
Don Ordoño cerraba con fuerza
los puños y se mordía los labios mientras recorría la estancia a
grandes zancadas. Los condes merecían un castigo ejemplar, pero su
cuñado tenía razón. El problema no eran los condes, que lo eran,
sino los castellanos. Aquel pueblo indócil, rebelde, reacio, rudo,
orgulloso, que a toda costa quería vivir con independencia de León.
Hacía mucho tiempo que luchaban por su autogobierno y no cejarían
hasta lograrlo. Pero él no iba a ser quien se lo concediera.
Aún transcurrió más de un
mes antes de que don Ordoño dejara en libertad a los felones condes
castellanos. Durante todo aquel tiempo tuvo muchas discusiones con su
cuñado y con la propia reina. Tanto don Gutierre como doña Elvira
eran partidarios de que los dejara en libertad. Tal vez por proceder
de otra parte del reino con aspiraciones también separatistas,
vieran más acertada la puesta en libertad de los condes que su
encarcelamiento. Éste no serviría más que para exasperar aún más
los ánimos del pueblo castellano, que era lo último que debería
perseguir el rey leonés. Si quería seguir con su magna obra
adelante, no se podía permitir el lujo de dividir su reino. Antes al
contrario, su obligación era mantenerlo unido y cohesionado entonces
más que nunca. Los castellanos le habían fallado una vez, pero si
los perdonaba, podían avanzar juntos en el gran objetivo final de la
reconquista de toda España. Era cierto que habían perdido una gran
oportunidad, pero también era cierto que juntos podían llegar a
lograrlo algún día. Era necesario que los perdonara y que se
reconciliaran para que las aguas volvieran a su cauce. El rey, por
fin, decretó su libertad y nombró a Nuño Fernández conde de
Castilla.
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