jueves, 9 de mayo de 2019

LOS AVATARES DE UN REINO. 2ª. PARTE. Capítulo 11


                                                                 11


El carácter duro y adusto de los castellanos no se avenía con el más suave y conciliador de los leoneses desde tiempos inmemoriales. Tal vez se debiera al distinto origen de unos y otros o a los diferentes elementos repobladores en los inicios de su consolidación como territorios diferentes, várdulos y vascones en Castilla, mozárabes en León. El caso es que su rivalidad comenzó a hacerse patente ya en aquella lejana época.
En cuanto el reino de Asturias comenzó su expansión al sur de la cordillera Cantábrica, entre el oriente de Cantabria y el occidente del País Vasco, se iniciaron las rivalidades entre esos primeros habitantes y los del resto del reino. Los diferentes reyes asturianos se vieron obligados a nombrar condes de su entera confianza para someter aquel pueblo austero y rebelde o a sofocar los distintos conatos de rebelión que se produjeron en su minúsculo territorio. El propio Alfonso III el Magno tuvo que fraccionar el pequeño territorio en varios condados para debilitar así el poder que estaba adquiriendo.
Pero la diferencia entre leoneses y castellanos no era sólo de carácter o temperamento. Ambos pueblos empleaban lenguas distintas para comunicarse. Los castellanos usaban una lengua más evolucionada, pero con unos sonidos mucho más estridentes que los de los leoneses. La fonética castellana era tan dura y áspera como su propio carácter. Cada uno de estos dos pueblos se regía por cuerpos jurídicos diferentes. Los leoneses se regían por la tradición visigoda y el Forum Iudiciorum, mientras que los castellanos se regían por el libre albedrío, que sentenciaba por fazañas. Con todo, eso no era lo más grave. A los castellanos les molestaba sobremanera tener que desplazarse a la ciudad de León para dirimir sus litigios. Por eso terminaron por rebelarse contra el orden establecido, para lo cual decidieron ser juzgados en su territorio por cuatro alcaldes nombrados al efecto.
Todo ello había ido creando a lo largo de los años un clima de rebeldía, que estalló en la confabulación de los tres condes castellanos contra Ordoño II para no acudir a la batalla de Valdejunquera. Después de su regreso de la fatídica batalla, el monarca leonés convocó a los condes castellanos en el lugar del Tejar, a orillas del Carrión. Al lugar indicado acudieron Nuño Fernández, Abolmondar Albo, su hijo Diego y Fernando Ansúrez. Cuando se hallaban allí reunidos, Ordoño II ordenó detenerlos y conducirlos a León.
¡Aherrojadlos! Estos traidores van a pagar muy cara su felonía. Por su causa hemos sufrido la mayor derrota que los mahometanos nos han deparado desde su invasión. Y lo que es peor, en la batalla de Muez perdimos la oportunidad de reconquistar España entera en muy poco tiempo. Con su deslealtad la reconquista total de nuestra patria se demorará siglos.
Señor, nuestra intención no era traicionaros a Vos, sino la de no ayudar al rey de Pamplona por entender que sus intereses chocan con los nuestros.
¡Cerrad la boca, Nuño, si no queréis que mi enojo recaiga sobre vos con más ira si cabe! Sois mis vasallos y como tales estáis obligados a acudir siempre que os lo demande. No hay excusa ninguna por vuestra parte. Por vuestra culpa me demoré en prestar la ayuda a Sancho, que tanto la necesitaba, y sin el refuerzo de vuestras huestes nuestra inferioridad ante el enemigo fue crucial. La abrumadora superioridad de los sarracenos dio al traste con todos nuestros sueños. Pero no os preocupéis. Ha llegado la hora de haceros pagar por tan alta traición. ¡Lleváoslos!
Don Ordoño había ordenado encerrar en las mazmorras anejas a su palacio a los condes castellanos. Tenía intención de trasladarlos en breve al castillo de Luna, la fortaleza más grandiosa de todo el reino de León, cuyas formidables torres imponían a todo el que las contemplaba. En sus mazmorras dejaría que se pudrieran el resto de sus días.
No puedes encerrarlos en esa fortaleza, Ordoño. Se rebelarán todos los castellanos.
Que se rebelen, Gutierre. Estoy presto para sofocarlos.
Ya sé que lo estás, Ordoño. Pero eso no resolvería nada.
Aprenderán la lección y en el futuro se mostrarán más dóciles.
¿Tú crees? —inquirió con gran dosis de incredulidad don Gutierre.
Pues claro que lo creo.
Te equivocas, Ordoño. Eso no haría más que exasperarlos y enfurecerlos mucho más de lo que están. Lo que hoy podría parecer una victoria para ti, mañana se volvería en tu contra. Debes actuar con más cautela, querido cuñado, y no dejarte llevar por el sentimiento de la venganza. Hoy podrías acabar con ellos y reprimir a todo el pueblo castellano, pero eso avivaría en él la llama del odio y de la discordia y tarde o temprano se levantaría contra ti. Te aconsejo que los pongas en libertad cuanto antes.
¡Que los ponga en libertad! ¿Sabes lo que me estás pidiendo? Por culpa de esos traidores perdimos la batalla de Muez. Por su felonía perecieron allí más de dos tercios de mis soldados. Por su infamia perdimos la oportunidad de ganar aquella batalla y con ella, tal vez, la oportunidad de haber doblegado a ese soberbio emir cordobés. Con la euforia que esa victoria podía haber infundido en nuestras tropas, podríamos haber conquistado medio al-Ándalus en poco tiempo y haber trasladado nuestras fronteras hasta el Tajo por el sur. ¿Te parece poco lo que ha supuesto su traición y aún me pides que los perdone?
No me parece insignificante su traición, pero su condena podría reportarte muchos más perjuicios que beneficios. Tarde o temprano tendrás que nombrar a otros condes para gobernar Castilla si no los dejas a ellos en libertad. En ese caso, ¿quién te garantiza que esos nuevos condes te serán siempre fieles? Piensa que tendrán que convivir con una población hostil si te son fieles. Si, por el contrario, quieren ganarse esa población, tarde o temprano tendrán que volverse contra ti. Piénsalo bien, el problema no son los condes, el problema son los castellanos. Deja a los detenidos en libertad y trata de apaciguar las aguas. Es lo mejor que puedes hacer.
Don Ordoño cerraba con fuerza los puños y se mordía los labios mientras recorría la estancia a grandes zancadas. Los condes merecían un castigo ejemplar, pero su cuñado tenía razón. El problema no eran los condes, que lo eran, sino los castellanos. Aquel pueblo indócil, rebelde, reacio, rudo, orgulloso, que a toda costa quería vivir con independencia de León. Hacía mucho tiempo que luchaban por su autogobierno y no cejarían hasta lograrlo. Pero él no iba a ser quien se lo concediera.
Aún transcurrió más de un mes antes de que don Ordoño dejara en libertad a los felones condes castellanos. Durante todo aquel tiempo tuvo muchas discusiones con su cuñado y con la propia reina. Tanto don Gutierre como doña Elvira eran partidarios de que los dejara en libertad. Tal vez por proceder de otra parte del reino con aspiraciones también separatistas, vieran más acertada la puesta en libertad de los condes que su encarcelamiento. Éste no serviría más que para exasperar aún más los ánimos del pueblo castellano, que era lo último que debería perseguir el rey leonés. Si quería seguir con su magna obra adelante, no se podía permitir el lujo de dividir su reino. Antes al contrario, su obligación era mantenerlo unido y cohesionado entonces más que nunca. Los castellanos le habían fallado una vez, pero si los perdonaba, podían avanzar juntos en el gran objetivo final de la reconquista de toda España. Era cierto que habían perdido una gran oportunidad, pero también era cierto que juntos podían llegar a lograrlo algún día. Era necesario que los perdonara y que se reconciliaran para que las aguas volvieran a su cauce. El rey, por fin, decretó su libertad y nombró a Nuño Fernández conde de Castilla.


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