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Tras
la muerte del emir Muhammad I de Córdoba, el reino de Asturias gozó
de un largo período de paz que el rey aprovechó para afianzar sus
fronteras y fijar población en sus dominios. Para ello creó nuevos
monasterios o ayudó a reforzar y consolidar los ya existentes.
Alfonso III el
Magno, como ya se
le apodaba por aquella época, aprovechó también aquel momento de
paz para dar un nuevo impulso a la cultura. Así, además de los
monasterios, erigió nuevas iglesias y se preocupó por afianzar el
estudio de las artes y de las ciencias. Su biblioteca real se hallaba
repleta de numerosos manuscritos y pergaminos, en los que se
recopilaba una buena parte del saber de la época. Entre ellos se
encontraban La
Crónica Albeldense y
La Crónica
profética. Asimismo,
su propia crónica, la que se conocería como Crónica
de Alfonso III, ya
formaba varios volúmenes. También se interesó por otras parcelas,
como el arte de la joyería, al que no escatimó recursos económicos.
—¿Cómo
va esa crónica, Dulcidio?
Fray
Dulcidio se sobresaltó. Estaba tan ensimismado en su trabajo, que no
se percató de la presencia del rey hasta que le formuló la pregunta
a modo de saludo. El monje trabajaba quince y dieciséis horas
diarias en la biblioteca real. La mayor parte del tiempo lo dedicaba
a la recopilación de datos para la redacción de la Crónica
de Alfonso III,
aunque no descuidaba otros trabajos y dedicaciones, como la
instrucción de los propios hijos del monarca.
—Muy
bien, Majestad, aunque el avance es muy lento. Son muchos los
documentos que tengo que consultar antes de constatar cualquier nuevo
hecho.
—Eso
es lo que quiero, fray Dulcidio. La crónica no debe contener ningún
hecho apócrifo. Por encima de todo me interesa que revele la verdad
histórica.
—Descuide,
Majestad. Por mi parte pondré los cinco sentidos para que así sea.
—Lo
sé, Dulcidio. Confío plenamente en ti y en tu rectitud, no de otro
modo desempeñarías este cargo. A todo esto, ¿en qué momento
histórico te hallas ahora?
—Estoy
a punto de terminar el reinado de don Rodrigo. Ya lo llevo bastante
avanzado, pero aún no he llegado a la batalla de Guadalete. No
obstante, creo que antes de un mes habré terminado su reinado.
—Tómate
el tiempo que necesites. Yo nunca te presionaré para que termines la
obra en una fecha determinada. Prefiero el trabajo bien hecho antes
que las prisas y los errores que conllevan.
—Sí,
Majestad.
Don
Alfonso echó una ojeada al pergamino que caligrafiaba Afrodisio.
Después de leer su contenido y admirar la letra visigótica con que
lo adornaba, elogió el hermoso trabajo realizado. Realmente
constituía una bella obra de arte de la que estaba muy orgulloso.
—Fray
Dulcidio, ¿qué me dices de la educación de mis hijos?
El
rey había encomendado una buena parte de la educación de sus hijos
al docto monje. Le había encomendado la magna obra por el prestigio
intelectual que tenía no sólo en Asturias, sino en todo su reino.
Por lo que no iba a desaprovechar sus conocimientos para que
instruyera a sus propios hijos. Uno por uno habían ido pasando por
su escuela. Él fue quien les enseñó a leer y a escribir. De él
aprendieron las artes liberales. Con él se sumergieron en el arduo
estudio de las declinaciones y conjugaciones. Con él bucearon hasta
lo más profundo de la aritmética y de la geometría. Gracias a él
gozaron de la belleza de la retórica y de la dialéctica y llegaron
a disfrutar de la música y de la poesía. Él les enseñó a
descubrir el maravilloso mundo del saber.
—Van
muy bien, Señor. Gonzalo y Ramiro son muy despiertos y Sancha ya
comienza a deletrear.
—Espero
que sigan los pasos de los mayores.
—No
se preocupe, Señor. Estoy seguro de que los seguirán.
—Yo
también estoy seguro de ello.
Los
dos mayores ya hacía años que habían dejado las enseñanzas de
fray Dulcidio. El mayor para ir a León en representación del propio
rey. Don Ordoño había sido enviado a completar su formación en
Zaragoza, con la familia Banu Qasi, dadas las excelentes relaciones
que ésta mantenía con la familia real asturiana por el enlace
matrimonial de Oneca, hermana de doña Jimena, con Musa ibn Fortún.
Fruela era el último que había abandonado las lecciones de fray
Dulcidio. Ahora sólo quedaban los más pequeños, que seguirían los
pasos de sus hermanos.
—Don
Gonzalo muestra indicios de tener vocación religiosa. Deberíais
tenerlo presente, Señor.
—Lo
tendré presente, fray Dulcidio, aunque no entraba en mis planes que
un miembro de mi familia pudiera dedicarse a la vida clerical.
—Son
los designios del Señor, Majestad.
—El
tiempo dirá. El niño es aún muy pequeño para saber lo que quiere.
Si en el futuro persiste en su idea, no lo contradiremos. Y ahora
continúa con tu trabajo. No quiero entretenerte más.
-
Sí, Señor.
Fray
Dulcidio hizo una reverencia a don Alfonso en señal de despedida. El
rey lo dejó solo para que volviera a enfrascarse en su trabajo.
Entretanto echaría una ojeada a la biblioteca para valorar su mejora
que se notaba de día en día. La mayor parte de sus estantes ya
estaban llenos de manuscritos, que procedían en buena parte de
adquisiciones hechas por el propio monarca. También iban en aumento
los de cosecha propia, pero éstos lógicamente constituían una
mínima parte de los volúmenes allí albergados. El rey se sentía
satisfecho de su gran obra cultural.
Poco
después los reyes almorzaban tranquilamente en la intimidad de su
palacio.
—Señora,
¿tenéis alguna noticia de nuestro hijo Ordoño?
—No,
Señor. Hace ya más de quince días que no hemos recibido noticias
de él. Los correos entre nuestros reinos son muy lentos y las
noticias se dilatan en el tiempo.
—Deberíamos
mejorar ese sistema de comunicación, pero hay muy poca gente
dispuesta a realizar ese oficio.
—Pues
deberíais estimularlo, Señor.
—No
es mala idea, Señora, pero son muy pocos los que están dispuestos a
correr los enormes riesgos que conlleva el puesto. Son muchos días
de viaje llenos todos ellos de percances y peligros. No son pocos los
correos que han dejado la vida en el ejercicio de su misión. Unos la
han perdido por llevar noticias comprometedoras. Otros la han
malogrado a manos de simples salteadores de caminos. Los hay que lo
han hecho por accidentes inevitables en el viaje, como caer del
caballo porque éste se ha espantado, despeñarse por un precipicio,
ahogarse al atravesar un río. Mil y un incidentes que pueden acabar
con la integridad física del interesado. No es fácil encontrar
hombres dispuestos a llevar correos.
—¿Y
no se podría mejorar el sistema?
—Lo
dudo mucho, Señora. Esta mañana he visitado la biblioteca. Las
mejoras en ella se aprecian a simple vista. Ya casi no quedan
estantes libres. Si seguimos así, pronto habrá que ampliar sus
instalaciones. También he estado examinando los avances de la
crónica. Van despacio, pero van por el buen camino. Estoy plenamente
satisfecho de ella.
—Me
alegro, Señor.
—Por
cierto, me ha dicho fray Dulcidio que nuestro hijo Gonzalo quiere
dedicarse a la vida religiosa. ¿Qué opináis, Señora?
—Ya
conocía sus inclinaciones desde hace algún tiempo. Creo que no
debemos poner ningún obstáculo a su vocación.
—¿Y
Vos estáis conforme en que se haga religioso?
—Si
es su deseo y la voluntad del Señor, que así sea.
—Bien,
respetaremos su voluntad, pero en estos momentos me parece que es muy
prematuro darlo por hecho. Es todavía un niño y con los años puede
cambiar de parecer.
—Si
cambia de parecer se lo respetaremos, pero hoy por hoy está
totalmente decidido a seguir esa vida. Así que será mejor dejarlo
que prosiga el camino que ha elegido.
El
almuerzo de los esposos reales continuó en completa armonía. Los
dos eran creyentes y respetuosos con el orden establecido. Así que
no pensaban influir en la decisión que parecía haber tomado ya uno
de sus hijos, que era la de ingresar en la vida religiosa. Si
persistía en esa idea, no tardarían en internarlo en el monasterio
de San Vicente. Allí podría seguir su vocación y no estaría lejos
de ellos. Era el monasterio donde se había formado fray Dulcidio,
que era una de las personas más doctas del reino, así que en él
recibiría una buena formación. Pero los reyes no contaban con la
opinión de su hijo, que no mucho más adelante decidió formarse en
la escuela episcopal. No tenía intenciones de encerrarse en los
muros de un monasterio, sino dedicarse a la clerecía secular. Le
atraía el mundo de la Iglesia y de los ritos sagrados. Cuando
asistía a los actos religiosos, se quedaba cautivado por los
ornamentos del obispo y de toda su curia al igual que por las
ceremonias que realizaban. Le fascinaba verlos en lo alto del altar.
El obispo con su mitra, su báculo y su larga capa magna, rodeado por
toda su curia revestida a su vez con sus capas pluviales verdes,
blancas, doradas, bordadas con numerosas filigranas de oro. Se
quedaba embelesado contemplando todos aquellos adornos, el brillo del
oro y de las piedras preciosas de los vasos sagrados, las
genuflexiones del obispo y de los sacerdotes, el vaivén del
incensario, la consagración del pan y del vino, los cánticos
religiosos en loor de Dios, de la Virgen y de los santos. Todo lo
deslumbraba. Aquellas ceremonias le parecían de ensueño. Prefería
la serenidad de los actos religiosos y del culto divino al fragor de
las batallas. Por eso decidió que aquélla y no otra sería su vida.
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