miércoles, 8 de mayo de 2019

LOS AVATARES DE UN REINO. 1ª. PARTE. Capítulo 22


                                                                 22



          Tras la muerte del emir Muhammad I de Córdoba, el reino de Asturias gozó de un largo período de paz que el rey aprovechó para afianzar sus fronteras y fijar población en sus dominios. Para ello creó nuevos monasterios o ayudó a reforzar y consolidar los ya existentes. Alfonso III el Magno, como ya se le apodaba por aquella época, aprovechó también aquel momento de paz para dar un nuevo impulso a la cultura. Así, además de los monasterios, erigió nuevas iglesias y se preocupó por afianzar el estudio de las artes y de las ciencias. Su biblioteca real se hallaba repleta de numerosos manuscritos y pergaminos, en los que se recopilaba una buena parte del saber de la época. Entre ellos se encontraban La Crónica Albeldense y La Crónica profética. Asimismo, su propia crónica, la que se conocería como Crónica de Alfonso III, ya formaba varios volúmenes. También se interesó por otras parcelas, como el arte de la joyería, al que no escatimó recursos económicos.
—¿Cómo va esa crónica, Dulcidio?
Fray Dulcidio se sobresaltó. Estaba tan ensimismado en su trabajo, que no se percató de la presencia del rey hasta que le formuló la pregunta a modo de saludo. El monje trabajaba quince y dieciséis horas diarias en la biblioteca real. La mayor parte del tiempo lo dedicaba a la recopilación de datos para la redacción de la Crónica de Alfonso III, aunque no descuidaba otros trabajos y dedicaciones, como la instrucción de los propios hijos del monarca.
—Muy bien, Majestad, aunque el avance es muy lento. Son muchos los documentos que tengo que consultar antes de constatar cualquier nuevo hecho.
—Eso es lo que quiero, fray Dulcidio. La crónica no debe contener ningún hecho apócrifo. Por encima de todo me interesa que revele la verdad histórica.
—Descuide, Majestad. Por mi parte pondré los cinco sentidos para que así sea.
—Lo sé, Dulcidio. Confío plenamente en ti y en tu rectitud, no de otro modo desempeñarías este cargo. A todo esto, ¿en qué momento histórico te hallas ahora?
—Estoy a punto de terminar el reinado de don Rodrigo. Ya lo llevo bastante avanzado, pero aún no he llegado a la batalla de Guadalete. No obstante, creo que antes de un mes habré terminado su reinado.
—Tómate el tiempo que necesites. Yo nunca te presionaré para que termines la obra en una fecha determinada. Prefiero el trabajo bien hecho antes que las prisas y los errores que conllevan.
—Sí, Majestad.
Don Alfonso echó una ojeada al pergamino que caligrafiaba Afrodisio. Después de leer su contenido y admirar la letra visigótica con que lo adornaba, elogió el hermoso trabajo realizado. Realmente constituía una bella obra de arte de la que estaba muy orgulloso.
—Fray Dulcidio, ¿qué me dices de la educación de mis hijos?
El rey había encomendado una buena parte de la educación de sus hijos al docto monje. Le había encomendado la magna obra por el prestigio intelectual que tenía no sólo en Asturias, sino en todo su reino. Por lo que no iba a desaprovechar sus conocimientos para que instruyera a sus propios hijos. Uno por uno habían ido pasando por su escuela. Él fue quien les enseñó a leer y a escribir. De él aprendieron las artes liberales. Con él se sumergieron en el arduo estudio de las declinaciones y conjugaciones. Con él bucearon hasta lo más profundo de la aritmética y de la geometría. Gracias a él gozaron de la belleza de la retórica y de la dialéctica y llegaron a disfrutar de la música y de la poesía. Él les enseñó a descubrir el maravilloso mundo del saber.
—Van muy bien, Señor. Gonzalo y Ramiro son muy despiertos y Sancha ya comienza a deletrear.
—Espero que sigan los pasos de los mayores.
—No se preocupe, Señor. Estoy seguro de que los seguirán.
—Yo también estoy seguro de ello.
Los dos mayores ya hacía años que habían dejado las enseñanzas de fray Dulcidio. El mayor para ir a León en representación del propio rey. Don Ordoño había sido enviado a completar su formación en Zaragoza, con la familia Banu Qasi, dadas las excelentes relaciones que ésta mantenía con la familia real asturiana por el enlace matrimonial de Oneca, hermana de doña Jimena, con Musa ibn Fortún. Fruela era el último que había abandonado las lecciones de fray Dulcidio. Ahora sólo quedaban los más pequeños, que seguirían los pasos de sus hermanos.
—Don Gonzalo muestra indicios de tener vocación religiosa. Deberíais tenerlo presente, Señor.
—Lo tendré presente, fray Dulcidio, aunque no entraba en mis planes que un miembro de mi familia pudiera dedicarse a la vida clerical.
—Son los designios del Señor, Majestad.
—El tiempo dirá. El niño es aún muy pequeño para saber lo que quiere. Si en el futuro persiste en su idea, no lo contradiremos. Y ahora continúa con tu trabajo. No quiero entretenerte más.
- Sí, Señor.
Fray Dulcidio hizo una reverencia a don Alfonso en señal de despedida. El rey lo dejó solo para que volviera a enfrascarse en su trabajo. Entretanto echaría una ojeada a la biblioteca para valorar su mejora que se notaba de día en día. La mayor parte de sus estantes ya estaban llenos de manuscritos, que procedían en buena parte de adquisiciones hechas por el propio monarca. También iban en aumento los de cosecha propia, pero éstos lógicamente constituían una mínima parte de los volúmenes allí albergados. El rey se sentía satisfecho de su gran obra cultural.
Poco después los reyes almorzaban tranquilamente en la intimidad de su palacio.
—Señora, ¿tenéis alguna noticia de nuestro hijo Ordoño?
—No, Señor. Hace ya más de quince días que no hemos recibido noticias de él. Los correos entre nuestros reinos son muy lentos y las noticias se dilatan en el tiempo.
—Deberíamos mejorar ese sistema de comunicación, pero hay muy poca gente dispuesta a realizar ese oficio.
—Pues deberíais estimularlo, Señor.
—No es mala idea, Señora, pero son muy pocos los que están dispuestos a correr los enormes riesgos que conlleva el puesto. Son muchos días de viaje llenos todos ellos de percances y peligros. No son pocos los correos que han dejado la vida en el ejercicio de su misión. Unos la han perdido por llevar noticias comprometedoras. Otros la han malogrado a manos de simples salteadores de caminos. Los hay que lo han hecho por accidentes inevitables en el viaje, como caer del caballo porque éste se ha espantado, despeñarse por un precipicio, ahogarse al atravesar un río. Mil y un incidentes que pueden acabar con la integridad física del interesado. No es fácil encontrar hombres dispuestos a llevar correos.
—¿Y no se podría mejorar el sistema?
—Lo dudo mucho, Señora. Esta mañana he visitado la biblioteca. Las mejoras en ella se aprecian a simple vista. Ya casi no quedan estantes libres. Si seguimos así, pronto habrá que ampliar sus instalaciones. También he estado examinando los avances de la crónica. Van despacio, pero van por el buen camino. Estoy plenamente satisfecho de ella.
—Me alegro, Señor.
—Por cierto, me ha dicho fray Dulcidio que nuestro hijo Gonzalo quiere dedicarse a la vida religiosa. ¿Qué opináis, Señora?
—Ya conocía sus inclinaciones desde hace algún tiempo. Creo que no debemos poner ningún obstáculo a su vocación.
—¿Y Vos estáis conforme en que se haga religioso?
—Si es su deseo y la voluntad del Señor, que así sea.
—Bien, respetaremos su voluntad, pero en estos momentos me parece que es muy prematuro darlo por hecho. Es todavía un niño y con los años puede cambiar de parecer.
—Si cambia de parecer se lo respetaremos, pero hoy por hoy está totalmente decidido a seguir esa vida. Así que será mejor dejarlo que prosiga el camino que ha elegido.
El almuerzo de los esposos reales continuó en completa armonía. Los dos eran creyentes y respetuosos con el orden establecido. Así que no pensaban influir en la decisión que parecía haber tomado ya uno de sus hijos, que era la de ingresar en la vida religiosa. Si persistía en esa idea, no tardarían en internarlo en el monasterio de San Vicente. Allí podría seguir su vocación y no estaría lejos de ellos. Era el monasterio donde se había formado fray Dulcidio, que era una de las personas más doctas del reino, así que en él recibiría una buena formación. Pero los reyes no contaban con la opinión de su hijo, que no mucho más adelante decidió formarse en la escuela episcopal. No tenía intenciones de encerrarse en los muros de un monasterio, sino dedicarse a la clerecía secular. Le atraía el mundo de la Iglesia y de los ritos sagrados. Cuando asistía a los actos religiosos, se quedaba cautivado por los ornamentos del obispo y de toda su curia al igual que por las ceremonias que realizaban. Le fascinaba verlos en lo alto del altar. El obispo con su mitra, su báculo y su larga capa magna, rodeado por toda su curia revestida a su vez con sus capas pluviales verdes, blancas, doradas, bordadas con numerosas filigranas de oro. Se quedaba embelesado contemplando todos aquellos adornos, el brillo del oro y de las piedras preciosas de los vasos sagrados, las genuflexiones del obispo y de los sacerdotes, el vaivén del incensario, la consagración del pan y del vino, los cánticos religiosos en loor de Dios, de la Virgen y de los santos. Todo lo deslumbraba. Aquellas ceremonias le parecían de ensueño. Prefería la serenidad de los actos religiosos y del culto divino al fragor de las batallas. Por eso decidió que aquélla y no otra sería su vida.

            © Julio Noel 

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