jueves, 9 de mayo de 2019

LOS AVATARES DE UN REINO. 2ª. PARTE. Capítulo 6


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Ante la muerte prematura del rey y el hecho de que no hubiera dejado descendencia, surgió el primer problema sucesorio de aquel reino en ciernes. Más de uno de los hermanos del rey fallecido pretendió ocupar el trono vacante. Incluso alguno de los condes castellanos puso su mirada en él. Ya sabemos que el propio suegro de don García hacía muchos años que maquinaba alzarse con el trono de Castilla. Ahora se le ofrecía una preciosa oportunidad para proclamarse rey de todo aquel reino. Pero pronto vinieron a desvanecer esos deseos las voces de todo el pueblo leonés, que decidió aclamar a don Ordoño como su rey natural. Aunque ya hacía alguna generación que se había establecido el sistema hereditario en el trono de los reyes asturianos, sin embargo aún no estaba del todo consolidado. No obstante, el pueblo de León entendió que el segundogénito de Alfonso III el Magno era el heredero legítimo del trono vacante. Y así lo constató y lo proclamó a los cuatro vientos.
Don Ordoño, que a la sazón reinaba en Galicia con sede en Santiago de Compostela, aceptó de buen grado su nombramiento como rey de León, aunque su coronación no fue inmediata a la muerte de su hermano. Tendrían que pasar todavía unos cuantos meses antes de que don Ordoño abandonara Santiago de Compostela para trasladarse a León. Tal vez esta demora se debiera a alguna campaña bélica del príncipe por tierras extremeñas o a alguna enfermedad que le obligara a permanecer en Galicia o a ambas circunstancias a la vez. Tras ser nuevamente aclamado como rey a principios de diciembre en Santiago de Compostela, don Ordoño convocó una asamblea general en la que fue designado soberano por todos los magnates de España. En dicha asamblea se reunieron todos los condes, obispos, abades y demás aristócratas del reino, que lo proclamaron rey el 12 de diciembre del 914. A partir de entonces reinaría en el trono de León como Ordoño II. Con su nombramiento como rey de León, se vuelven a reunir en su persona los reinos de León y de Galicia y bajo su corona queda de nuevo unificado todo el reino, puesto que su hermano don Fruela reconoce su supremacía y se declara vasallo suyo. Don Ordoño confirma inmediatamente a León como capital del reino e instala definitivamente su sede en ella.
El 12 de diciembre del año 914 León amaneció con un cielo completamente azul, como con tanta frecuencia acostumbra a suceder en aquellas tierras. La helada nocturna había sido intensa, pues no en vano las mínimas de la noche habían llegado a rondar los siete u ocho grados bajo cero. El barro de las calles era tan duro como el cemento. Tan sólo se ablandaría a eso del mediodía en las zonas soleadas y resguardadas del viento del norte. Sus habitantes ya estaban habituados a eso. En las calles más estrechas de la ciudad y en los lugares donde no entraba el sol en todo el día, aún se conservaban restos de la última nevada caída quince días antes. Esta nieve se había convertido en hielo por las bajas temperaturas, no sólo nocturnas sino también diurnas, que hacían casi impracticable el caminar por las calles. Pero los avezados habitantes de la ciudad estaban acostumbrados a estos contratiempos que sorteaban estoicamente.
A primeras horas de la mañana, cuando apenas comenzaba a asomar el disco solar en el lejano horizonte y con unas temperaturas rayanas a los cuatro grados bajo cero, una gran muchedumbre se agolpaba ya a las puertas de la basílica de Santa María y San Cipriano, construida por el abuelo de Ordoño II sesenta años antes sobre las termas romanas de la Legio VII Gemina. El frío era intenso. A pesar de ello, cada vez acudía más gente deseosa de presenciar el que iba a ser para ellos el mayor espectáculo de su vida. Pocas horas más tarde coronarían al que sería su segundo rey y el primero en fijar definitivamente su sede en la ciudad. Ya hacía muchos años que su padre, Alfonso III el Magno, había descubierto el potencial estratégico de la que con el tiempo llegaría a ser la capital del reino más importante de la Edad Media. Su propio hermano, el rey don García, había trasladado definitivamente la corte a León, pero sin fijar aún su residencia en la misma. Tendría que ser él, Ordoño II, el que diera el paso decisivo para consolidar en ella la sede de su reino y que luego continuarían sus sucesores.
El sol ya había comenzado a elevarse en la bóveda celeste y las gentes cada vez se apiñaban más en la entrada y alrededores de la iglesia. A medida que transcurrían las primeras horas de la mañana y el sol dejaba sentir tímidamente sus rayos, el ambiente se caldeaba más y más debido a la gran muchedumbre que allí se había congregado. En el interior de la iglesia ya no cabía un alma más. Su reducido espacio había sido totalmente ocupado por los familiares del rey, la nobleza y el clero. Pocos representantes del pueblo llano tuvieron el privilegio de encontrarse dentro de su recinto.
A eso del mediodía no cabía ya nadie más en las inmediaciones de la basílica. Tal era el gentío que había acudido a presenciar la coronación de don Ordoño. Los obispos de todo el reino y de otros reinos cristianos concelebraban la Misa que santificaría el acto. El rey junto a su esposa la reina doña Elvira ocupaban el palco real. Tras ellos se situaban sus hijos, los infantes. El transepto de la basílica lo ocupaban los duques y marqueses con sus cónyuges que asistían al acto. Las naves del templo se habían llenado con el resto de la nobleza y el clero asistente a la ceremonia.
El obispo Cixila II, titular de la diócesis de León, tuvo el honor de presidir la ceremonia. Fue auxiliado por los obispos de Astorga y Zamora, Genadio y Atilano, respectivamente. En el momento más álgido de la ceremonia, el mitrado leonés ciñó la corona de oro y piedras preciosas en la frente del nuevo monarca. En ese instante, los prelados y clero asistente entonaron el Veni creator Spiritus para dar gracias a Dios por el nombramiento del nuevo rey y pedirle que inundara de sabiduría su mente y su reinado. El frío tanto en el interior como sobre todo en el exterior del templo lo llenaba todo, pero el público no lo sentía absorto como estaba en la ceremonia de la coronación. Finalizada ésta, el rey con sus invitados se dirigieron al palacio real para sellar con un opíparo banquete su coronación, pero era tal la muchedumbre que apenas les permitían avanzar. Con gran esfuerzo por parte de la guardia real, lograron abrirse paso entre todo aquel gentío que no cesaba de aclamar al nuevo rey y que todo el mundo quería ver en primera línea, lo que provocó más de un herido por aplastamiento. Ya hacía horas que la comitiva real disfrutaba del copioso banquete en el palacio, cuando los últimos concentrados despejaban las inmediaciones de éste y de la basílica. El sol se acababa de poner y la temperatura comenzó a caer en picado. Poco a poco los más reticentes abandonaron aquel espacio para refugiarse en sus humildes moradas. La mayoría de ellos se iban sin haber podido ver al rey y a su familia.
Los faustos por la coronación del nuevo soberano se prolongaron a lo largo de todo el mes. En todo aquel período de tiempo no dieron tregua los banquetes, así como los bailes y actos de diversión de los invitados. Exhaustos por tanta relajación, algunos invitados decidieron regresar a su lugar de residencia antes de dar por finalizada oficialmente la ceremonia de la coronación, principalmente los obispos y alto clero. Don Ordoño no había escatimado gastos para tener contentos a sus súbditos desde el primer momento de su reinado. Con aquel dispendio quiso granjearse las simpatías y el beneplácito de todos los magnates del reino y de los otros reinos cristianos. 

© Julio Noel 


          

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