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Ante la muerte prematura del
rey y el hecho de que no hubiera dejado descendencia, surgió el
primer problema sucesorio de aquel reino en ciernes. Más de uno de
los hermanos del rey fallecido pretendió ocupar el trono vacante.
Incluso alguno de los condes castellanos puso su mirada en él. Ya
sabemos que el propio suegro de don García hacía muchos años que
maquinaba alzarse con el trono de Castilla. Ahora se le ofrecía una
preciosa oportunidad para proclamarse rey de todo aquel reino. Pero
pronto vinieron a desvanecer esos deseos las voces de todo el pueblo
leonés, que decidió aclamar a don Ordoño como su rey natural.
Aunque ya hacía alguna generación que se había establecido el
sistema hereditario en el trono de los reyes asturianos, sin embargo
aún no estaba del todo consolidado. No obstante, el pueblo de León
entendió que el segundogénito de Alfonso III el
Magno era el
heredero legítimo del trono vacante. Y así lo constató y lo
proclamó a los cuatro vientos.
Don Ordoño, que a la sazón
reinaba en Galicia con sede en Santiago de Compostela, aceptó de
buen grado su nombramiento como rey de León, aunque su coronación
no fue inmediata a la muerte de su hermano. Tendrían que pasar
todavía unos cuantos meses antes de que don Ordoño abandonara
Santiago de Compostela para trasladarse a León. Tal vez esta demora
se debiera a alguna campaña bélica del príncipe por tierras
extremeñas o a alguna enfermedad que le obligara a permanecer en
Galicia o a ambas circunstancias a la vez. Tras ser nuevamente
aclamado como rey a principios de diciembre en Santiago de
Compostela, don Ordoño convocó una asamblea general en la que fue
designado soberano por todos los magnates de España. En dicha
asamblea se reunieron todos los condes, obispos, abades y demás
aristócratas del reino, que lo proclamaron rey el 12 de diciembre
del 914. A partir de entonces reinaría en el trono de León como
Ordoño II. Con su nombramiento como rey de León, se vuelven a
reunir en su persona los reinos de León y de Galicia y bajo su
corona queda de nuevo unificado todo el reino, puesto que su hermano
don Fruela reconoce su supremacía y se declara vasallo suyo. Don
Ordoño confirma inmediatamente a León como capital del reino e
instala definitivamente su sede en ella.
El 12 de diciembre del año
914 León amaneció con un cielo completamente azul, como con tanta
frecuencia acostumbra a suceder en aquellas tierras. La helada
nocturna había sido intensa, pues no en vano las mínimas de la
noche habían llegado a rondar los siete u ocho grados bajo cero. El
barro de las calles era tan duro como el cemento. Tan sólo se
ablandaría a eso del mediodía en las zonas soleadas y resguardadas
del viento del norte. Sus habitantes ya estaban habituados a eso. En
las calles más estrechas de la ciudad y en los lugares donde no
entraba el sol en todo el día, aún se conservaban restos de la
última nevada caída quince días antes. Esta nieve se había
convertido en hielo por las bajas temperaturas, no sólo nocturnas
sino también diurnas, que hacían casi impracticable el caminar por
las calles. Pero los avezados habitantes de la ciudad estaban
acostumbrados a estos contratiempos que sorteaban estoicamente.
A primeras horas de la mañana,
cuando apenas comenzaba a asomar el disco solar en el lejano
horizonte y con unas temperaturas rayanas a los cuatro grados bajo
cero, una gran muchedumbre se agolpaba ya a las puertas de la
basílica de Santa María y San Cipriano, construida por el abuelo de
Ordoño II sesenta años antes sobre las termas romanas de la Legio
VII Gemina. El frío
era intenso. A pesar de ello, cada vez acudía más gente deseosa de
presenciar el que iba a ser para ellos el mayor espectáculo de su
vida. Pocas horas más tarde coronarían al que sería su segundo rey
y el primero en fijar definitivamente su sede en la ciudad. Ya hacía
muchos años que su padre, Alfonso III el
Magno, había
descubierto el potencial estratégico de la que con el tiempo
llegaría a ser la capital del reino más importante de la Edad
Media. Su propio hermano, el rey don García, había trasladado
definitivamente la corte a León, pero sin fijar aún su residencia
en la misma. Tendría que ser él, Ordoño II, el que diera el paso
decisivo para consolidar en ella la sede de su reino y que luego
continuarían sus sucesores.
El sol ya había comenzado a
elevarse en la bóveda celeste y las gentes cada vez se apiñaban más
en la entrada y alrededores de la iglesia. A medida que transcurrían
las primeras horas de la mañana y el sol dejaba sentir tímidamente
sus rayos, el ambiente se caldeaba más y más debido a la gran
muchedumbre que allí se había congregado. En el interior de la
iglesia ya no cabía un alma más. Su reducido espacio había sido
totalmente ocupado por los familiares del rey, la nobleza y el clero.
Pocos representantes del pueblo llano tuvieron el privilegio de
encontrarse dentro de su recinto.
A eso del mediodía no cabía
ya nadie más en las inmediaciones de la basílica. Tal era el gentío
que había acudido a presenciar la coronación de don Ordoño. Los
obispos de todo el reino y de otros reinos cristianos concelebraban
la Misa que santificaría el acto. El rey junto a su esposa la reina
doña Elvira ocupaban el palco real. Tras ellos se situaban sus
hijos, los infantes. El transepto de la basílica lo ocupaban los
duques y marqueses con sus cónyuges que asistían al acto. Las naves
del templo se habían llenado con el resto de la nobleza y el clero
asistente a la ceremonia.
El obispo Cixila II, titular
de la diócesis de León, tuvo el honor de presidir la ceremonia. Fue
auxiliado por los obispos de Astorga y Zamora, Genadio y Atilano,
respectivamente. En el momento más álgido de la ceremonia, el
mitrado leonés ciñó la corona de oro y piedras preciosas en la
frente del nuevo monarca. En ese instante, los prelados y clero
asistente entonaron el Veni
creator Spiritus para
dar gracias a Dios por el nombramiento del nuevo rey y pedirle que
inundara de sabiduría su mente y su reinado. El frío tanto en el
interior como sobre todo en el exterior del templo lo llenaba todo,
pero el público no lo sentía absorto como estaba en la ceremonia de
la coronación. Finalizada ésta, el rey con sus invitados se
dirigieron al palacio real para sellar con un opíparo banquete su
coronación, pero era tal la muchedumbre que apenas les permitían
avanzar. Con gran esfuerzo por parte de la guardia real, lograron
abrirse paso entre todo aquel gentío que no cesaba de aclamar al
nuevo rey y que todo el mundo quería ver en primera línea, lo que
provocó más de un herido por aplastamiento. Ya hacía horas que la
comitiva real disfrutaba del copioso banquete en el palacio, cuando
los últimos concentrados despejaban las inmediaciones de éste y de
la basílica. El sol se acababa de poner y la temperatura comenzó a
caer en picado. Poco a poco los más reticentes abandonaron aquel
espacio para refugiarse en sus humildes moradas. La mayoría de ellos
se iban sin haber podido ver al rey y a su familia.
Los faustos por la coronación
del nuevo soberano se prolongaron a lo largo de todo el mes. En todo
aquel período de tiempo no dieron tregua los banquetes, así como
los bailes y actos de diversión de los invitados. Exhaustos por
tanta relajación, algunos invitados decidieron regresar a su lugar
de residencia antes de dar por finalizada oficialmente la ceremonia
de la coronación, principalmente los obispos y alto clero. Don
Ordoño no había escatimado gastos para tener contentos a sus
súbditos desde el primer momento de su reinado. Con aquel dispendio
quiso granjearse las simpatías y el beneplácito de todos los
magnates del reino y de los otros reinos cristianos.
© Julio Noel
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