En pos de un sueño

 

1




        La había visto durante un paseo. Me había quedado algo rezagado atándome el cordón de un zapato. Cuando elevé mis ojos para incorporarme, la vi frente a mí apoyada en la verja de su jardín. La mirada perdida en el mar, su larga y sedosa cabellera esparcida por la espalda, su rostro marfileño tintado de un rosa suave, su figura esbelta, como la de una ninfa mitológica. Aquel éxtasis duró breves instantes. De repente se desvaneció como sutil aparición. Tuve la impresión de haber vivido un hermoso sueño.

Mi amor crecía de día en día. Era un amor extraño, pues mi amada ni siquiera conocía mi existencia. Yo, en cambio, no la podía olvidar. Mientras los demás estudiaban o rezaban, mi loca imaginación revivía los dulces instantes en que la conocí. Poco a poco me fui forjando un mundo de ensueño en nuestro derredor. En derredor mío y de mi dulce amada, de la que no conocía su nombre. ¿Cómo había de saberlo? Por eso tuve que inventarme uno. La llamé Rosa del Mar.



2




        Su casa era una preciosa villa situada en la falda del Igueldo. Me acerqué a ella. Rosa del Mar se apoyaba en la verja del jardín, con la mirada perdida en el mar, como la primera vez que la vi. Sin duda debía de sentirse cautivada por él. Aquel mar tan fiero, tan cruel a veces. Me detuve a su altura mirando a la vastedad de las aguas. Poco a poco fui girando la vista hacia su esbelta figura, hasta que se cruzaron nuestras miradas. En ese momento se desprendió una dulce sonrisa de sus labios. De los míos no sé qué. Creo que le correspondí con otra sonrisa también, porque mi corazón rebosó de alegría y me sentí desfallecer.

Cuando recobré la serenidad, Rosa del Mar había desaparecido. Mis ojos escudriñaron en vano la verja y el jardín en derredor de la casa. La hermosa doncella ya no estaba allí, pero dentro de mí permanecía su adorada imagen.

Me quedé en aquel lugar cierto tiempo soñándola. Después me alejé despacio por la carretera que circunda el monte. De cuando en cuando el ronroneo de un coche me sacaba de mis pensamientos. Luego volvía la calma y con ella mi soñar. Al llegar a un recodo me desvié de la carretera. Seguí avanzando por una estrecha senda entre pinos. En las profundidades del abismo se oía el rítmico rumor de las olas que rompían contra los acantilados. Los pajarillos revoloteaban entre los árboles y llenaban el aire con sus gorjeos.

Dejé atrás el bosque de pinos. La senda se hacía cada vez más tortuosa hasta desaparecer en las escarpaduras. Con no poco esfuerzo pude alcanzar una roca aplanada. Bajo mis pies se abría un enorme precipicio que me producía escalofríos al contemplarlo. Allá abajo, a muchos metros de profundidad, las incesantes olas rompían una y otra vez sobre las rocas. Grandes crestas de espuma se elevaban a gran altura para caer de nuevo sobre los humedecidos farallones. Parecían gaviotas que revolotearan unos instantes en el aire para posarse de nuevo. Más adelante un chorro de agua surgía de una roca profunda cada vez que rompía una ola. Ocurría a intervalos regulares. Rompía la ola, transcurrían unos segundos y aparecía el surtidor. No sé cuánto tiempo permanecí contemplándolo, pero cuando tomé conciencia de mí mismo, el fenómeno había desaparecido. La marea había descendido y ya no cubría la roca. Extendí la vista a los lejos. Una neblina difuminaba la contemplación del horizonte, donde el cielo y el mar parecen fundirse. La plateada superficie se rizaba de blanca espuma. Un barco pesquero se dirigía hacia alta mar. Un poco más adelante se divisaba una vela zarandeada por las olas a su antojo. A lo lejos un buque mercante surcaba las agitadas aguas.

Desde el lugar donde me encontraba no se veía la ciudad ni la playa. Un promontorio lo impedía. Veíase, en cambio, parte del monte Urgull y del Ulía. La acantilada costa se extendía a izquierda y derecha como larga línea grisácea.

Un inoportuno ruido me apartó de aquella maravillosa contemplación. Un impertinente guijarro pasó rodando justo a mi lado. Rebotó dos o tres veces en la roca y se precipitó al vacío. Poco después se estrelló contra los escollos del precipicio. Me giré hacia la senda y vi a un hombre algo turbado a unos metros de mí. El individuo, después de saludarme, me pidió perdón por el susto que me había dado. Luego se alejó. Parecía más confuso él que yo.

Contemplé unos instantes más el mar. Aquel mar fiero, duro, bravío, amenazador. El monótono murmullo de las olas semejaba una amenaza continua de aquel monstruo implacable. Su incesante batir sobre los acantilados era como una lucha constante por vencer aquella resistencia y adueñarse de la tierra.

A lo lejos la bruma se hacía más densa. Me incorporé para retroceder sobre mis pasos. Al ponerme en pie una sensación de vértigo recorrió todo mi ser. Sin volver la vista atrás efectué la corta escalada que me separaba del bosque de pinos. Cuando me pude apoyar en uno de los árboles, mi pecho se dilató y respiré con cierta satisfacción. Creo que llegué a sentir un poco de pánico al retirarme. Mi audacia me había llevado al borde del abismo.

Más sosegado me introduje en el pequeño bosque. Una sensación de paz me inundó por completo. No se oía más que el sordo murmullo de las lejanas olas y el canto de los pajarillos. Un gárrulo ruiseñor no cesaba de desgranar sus notas al viento. Me apoyé en un árbol inclinado para gozar mejor de aquel paraje solitario y acogedor. Mi mirada se perdió entre el follaje que me rodeaba y comencé a soñar. No sé cuánto tiempo permanecí así. Cuando volví a la realidad, unos niños retozaban por aquellos alrededores. Corrían, saltaban, jugueteaban por la hierba. Sus caras se mostraban risueñas y coloradas como amapolas. Un poco más abajo dos señoras aún jóvenes mantenían una animada conversación. Debían de ser sus madres.

Con pasos lentos me alejé de aquel lugar de ensueño. Al salir a la carretera dudé el rumbo que iba a seguir. Después de unos momentos de indecisión, inicié el ascenso hasta lo más alto del monte. La carretera era tortuosa y en algunos trechos bastante pendiente. Yo subía despacio. No tenía prisa por llegar.

En uno de los recodos me detuve unos instantes para contemplar la ciudad. Desde allí se abarcaba una amplia panorámica de la misma. El cuadro que se ofrecía a mis ojos era fascinador. La Bella Easo parecía más hermosa contemplada desde aquel privilegiado lugar. Miré hacia la falda de la montaña por ver si descubría la casa de Rosa del Mar. El follaje de los árboles estorbaba la visibilidad. Caminé unos pasos hasta encontrar un ángulo que me permitiera ver la base del monte. Un claro del bosque me ofreció una bella perspectiva. Diseminadas por la montaña se divisaban unas cuantas villas de tejados rojos, que contrastaban maravillosamente con el verde de la vegetación. Procuré localizar entre todas ellas la de mi adorada. Intento vano. Desde aquella altura todas parecían iguales.

Proseguí mi paseo hacia la cima, pero a los pocos pasos me topé con una verja que cortaba la carretera. Prohibido el paso, rezaba un cartel. Forcejeé la cancela, pero no cedió, por lo que, algo decepcionado por no poder llegar hasta lo más alto de la montaña, inicié el descenso. Bajaba sin prisa. De cuando en cuando me detenía para solazarme con el bello paisaje. El sol se infiltraba por entre el follaje de los pinos. Aquel contraste de sol y sombra formaba en el suelo figuras caprichosas y fantásticas. En más de una ocasión me entretuve en descifrarlas.

Al llegar frente a la mansión de Rosa del Mar, me detuve unos instantes. Deseaba encontrarme de nuevo con ella, aunque sólo fuera para cruzar nuestras miradas otra vez. Mi corazón me decía que la hallaría donde antes. No fue así. No se veía a nadie en el jardín ni en los alrededores de la casa. Aguardé un poco con la esperanza de que se dejara ver, pero fue en vano. Compungido por el contratiempo, me alejé del lugar.






3



Me hospedaba en una vieja pensión enclavada en el barrio antiguo de la ciudad. La entrada, lúgubre, producía escalofríos. Una semiderruida escalera conducía hasta la primera planta, donde se hallaba la pensión. El primer escalón era de granito. Los demás de madera vieja y carcomida. Al pisar en ellos, se quejaban lastimeramente. De madera apolillada era también la balaustrada que protegía el hueco interior, húmedo y lóbrego. Faltaba el tercer balaustre. Los demás estaban completamente carcomidos por la polilla. De un ángulo superior pendía una telaraña. La humedad era patente por todas partes. Grandes manchones cubrían las paredes produciendo figuras fantásticas, como la quimera que se podía ver en el rellano de la posada.

El aspecto interior de la hospedería no era tan tétrico como el de la escalera, pero no derrochaba lujo. Mi aposento era muy sencillo. No había más que un decrépito armario, una cama y una silla. Ni una simple mesa para leer o escribir.

Los huéspedes solían reunirse en el salón, que, al mismo tiempo, hacía las veces de comedor. Única dependencia algo mejor decorada. El centro de la sala lo ocupaban una mesa alargada y media docena de sillas. Como la estancia era amplia, en los lados había algunos sofás y butacas. En ellos se acomodaban los huéspedes para compartir sus ratos de ocio en amena camaradería.

La pensión era de tipo familiar. No tenía capacidad más que para media docena de personas. La hospedera era una mujer joven, casada con un bala perdida. Tenían cuatro hijos, todos pequeños. El menor de dos años. La madre de la hospedera vivía con ellos. Una mujer ya entrada en años y en carnes. Ayudaba a su hija en los quehaceres de la casa.

La familia hacía vida aparte. Tenían dependencias independientes y nunca comían con nosotros. En realidad yo aún no conocía a todos sus miembros. Al marido no lo había visto nunca. Entre los huéspedes se comentaba que no hacían buen maridaje. Se decía que él pasaba casi todas las noches fuera de casa y que ella tenía por amante a uno de los pensionistas. No quiero hacerme eco de la maledicencia, aunque sí era cierto que uno de los huéspedes tenía acceso a sus dependencias y solía comer con la familia. Era un individuo de unos treinta años, con el que tan sólo me había cruzado un par de veces.

El resto de los huéspedes estaba formado por dos asturianos, un navarro y un andaluz. No parecían malas personas, aunque era muy pronto para hacer un juicio certero de ellos. Tan sólo llevaba una semana hospedado allí, por lo que apenas había tenido tiempo para relacionarme con los demás. Mis preferencias parecían inclinarse hacia los asturianos. Eran dos fornidos mozos del mismo pueblo, parientes, aunque con un parentesco algo lejano. El navarro era un hombre serio. Parecía muy asentado. Trabajaba en el puerto pesquero. El andaluz era un individuo de una edad indeterminada. Podría frisar los cuarenta. Alegre y más amigo de la juerga que del trabajo. Era peón de la construcción.

Había llegado temprano a la pensión. Como todavía faltaba bastante para la hora de cenar, me encerré en mi cuarto. Allí, tendido sobre la cama, podía pensar sin que nadie me lo estorbara y dar rienda suelta a mi imaginación.

Por el vano de la ventana apenas entraba ya luz. Aquella ventana se abría a un patio interior, que de por sí era ya bastante oscuro, y a aquella hora avanzada de la tarde lo era más aún. El aposento estaba envuelto en sombras. Poco después se encendió una luz en la ventana de enfrente y un débil resplandor penetró a través de los frágiles cristales. La bombilla que pendía del techo proyectó su sombra alargada sobre la pared. Lo mismo ocurría con los demás objetos de la habitación.

Tendido en la cama, con la nuca apoyada en mis manos entrelazadas, contemplaba el techo y las sombras de la habitación. El silencio reinante y la penumbra que me rodeaba eran propicios para dar rienda suelta a mi loca imaginación. Vino a sacarme de mis pensamientos un sonido melodioso y dulce que producía un violín. Imaginé la diestra mano que lo tañía. No podía pertenecer más que a una bella mujer. Aquella delicadeza con que lo tocaba parecía indicarlo así. Sus tonos agudos penetraban en mis oídos y me producían un cosquilleo agradable que hacía vibrar todo mi ser. Corrí a la ventana y la abrí de par en par para percibir mejor tan deleitosa melodía. Mis ojos recorrieron una por una todas las ventanas del patio, tratando de descubrir de dónde procedía aquel delicioso son. Salvo la que tenía enfrente, todas las demás permanecían con la luz apagada. En la cuarta planta descubrí una con las hojas entornadas. Presté atención y deduje que de allí salía aquel dulce son. Apoyé los antebrazos en el alféizar con la esperanza de ver quién tañía tan maravillosamente el violín. Mi espera fue vana. Al cabo de un rato dejó de oírse sin que pudiera ver al dueño de aquella mano que hacía vibrar con tanta destreza sus cuerdas. Durante unos segundos siguieron sonando en mis oídos sus dulces notas. Luego, golpearon mis tímpanos ruidos disonantes. Eché una ojeada al patio y vi que de casi todas las ventanas surgía luz. Miré hacia arriba. Un velo negro cubría la bóveda celeste. Desde allí no se podía ver ninguna estrella por impedirlo el resplandor de las luces que iluminaban el patio. Junté los batientes de mi ventana y ajusté la falleba. Después encendí la luz y cerré los postigos. Por mi mente discurrían mil interrogantes. ¿Quién sería la persona que tan diestramente tocaba aquel violín? ¿Sería una joven y bella mujer? ¿Una doncella? Sin duda se trataba de un alma delicada y un espíritu sensible a la belleza.

Se acercaba la hora de cenar. Como no sabía qué hacer, me fui al comedor. Allí me encontré con el navarro y el andaluz. Después de saludarlos me senté en el butacón más próximo a la puerta. Ellos contestaron a mi saludo y prosiguieron con su charla. Hablaban de nimiedades. De cosas sin importancia que les habían ocurrido durante el día. Poco después el andaluz se dirigió a mí.

¡Oye, compare! ¿No te habrá comío la lengua er gato?

Lo miré entre enojado y avergonzado. Me parecía demasiado prematuro por su parte para que pudiera tomarse esa libertad conmigo.

No, no, en absoluto —contesté yo.

No te ponga nerviosiyo, hombre, que no e pa tanto —comentó él con su característico acento andaluz, suprimiendo las eses finales o aspirándolas y abriendo las vocales correspondientes.

En la comisura de los labios del navarro se dibujó una leve sonrisa, que podía ser de lástima o de complicidad. Yo me sentía un poco incómodo. Una desazón recorría todo mi cuerpo.

¿Cómo te yama, que todavía no no lo ha disho? —insistió el andaluz con su peculiar pronunciación de la che a la francesa.

Raúl. Me llamo Raúl para servirles a ustedes —contesté con cierta timidez.

¿Hah oío, Carmelo? Dise que pa servirnoh a nosotro —comentó con chanza el andaluz, explotando en una estridente carcajada—. Eso ya se verá, mushasho. —Nueva carcajada.

En medio de aquella situación tan embarazosa me hizo gracia la pronunciación de la palabra muchacho por el andaluz. ¡Sonaba tan distinta a como la había oído yo siempre…!

Bueno, jovensito, bueno. Pue yo me yamo Antonio pa lo que guhte. ¡Choca eso sinco! Aquí tiene un amigo.

El andaluz se había acercado a mí y me tendía la mano. Yo me sentí un poco remiso en ofrecerle la mía.

¡Vamo, hombre, no te lo tome asín! No me haga caso, que a mí me guhta reírme hahta de mi sombra —añadió aspirando las eses implosivas.

Vencido mi recelo, le ofrecí mi mano también.

¡Asín me gustan lo hombre! —exclamó apretando mi mano hasta hacerme daño. Mira —me dijo señalando hacia el navarro y sin soltarme—. Ése e Carmelo. Un navarro noble. De pura sepa. Puede confiar en ér como si se tratara de tu propio padre.

—No exageres, Antonio —comentó el navarro con cierto aire de modestia.

No exahero. E la pura verdá. Eh er hombre de mejor corasón que hay en er mundo. Cuando te encuentre en argún apuro, no tenga reparo en acudir a ér.

Eso, sí, pues. Aquí tienes un amigo pa lo que gustes —corroboró el navarro.

Después de estas palabras, el andaluz soltó mi mano y tornó a sentarse en el asiento que había dejado momentos antes. Poco después entraron los dos asturianos. Después de darnos las buenas noches se sentaron en sendos sillones hasta que nos sirvieran la cena. La verdad que no eran muy caseros. Se pasaban el día en el trabajo y el tiempo libre en los bares. A la pensión no iban más que a las horas de comer y a dormir.

Mis compañeros continuaban charlando amigablemente. Yo seguía someramente su conversación. En más de una ocasión me dejaba guiar por mis propios pensamientos y perdía por completo el hilo de su charla.

¿No te parese, Raúl?

Me sobresalté un poco y quedé confundido. No sabía a qué podía aludir el andaluz con aquella insinuación.

Ehtá un poco dehpitaíyo.

Todos rieron su gracia. Hasta la madre de la hospedera, que era quien nos servía la cena y acababa de entrar en aquel momento.

¿No le parese a uhté, señá María?

Claro que me lo parece —asintió ella moviendo convulsivamente su enorme papada por efecto de la risa.

Mientras reían yo permanecía con el semblante serio. Se habían propuesto pasar una noche divertida a mis expensas y lo estaban consiguiendo. Había que dejarlos. Ya se cansarían.







4




A la mañana siguiente me levanté temprano. Llevado por mi impaciencia salí con presura a la calle. En mi interior sentía una especie de cosquilleo que no me dejaba parar. Mis pies parecían trasladarme con más celeridad que de costumbre. En pocos minutos me hallé en la falda del Igueldo. A medida que me acercaba a la casita de Rosa del Mar, mi corazón latía con más fuerza. Temí que en algún momento pudiera saltárseme del pecho.

Ya vislumbraba el tejado rojo por encima de unos setos. Las celosías de sus ventanas permanecían cerradas. Sólo uno de sus balcones estaba entreabierto. Avancé un poco más y di vista a la casa entera con su jardín. Pero, ¡oh desilusión!, no había nadie. Me detuve unos instantes para contemplarla con más detenimiento. Quería cerciorarme de mi primera impresión; pero no me había equivocado. La reina de mis sueños no estaba allí. Quizá me estuviera observando a través de alguna de aquellas celosías. Me alejé pesaroso. Una nube de incertidumbre cruzó por mi mente. La deseché al instante. No quería desvanecer aquel dulce sueño.

Caminaba despacio por la orilla de la carretera. Un viejo automóvil pasó a mi lado con un ruido estremecedor. Dejaba tras de sí una estela de humo negruzco y acre. Después retornó la tranquilidad y el silencio. A unos pasos de mí dos gorriones picoteaban algo. Al acercarme a ellos dieron dos o tres saltitos para alejarse después volando. Poco más adelante me desvié de la carretera. Me acerqué a un mirador que había allí para contemplar el maravilloso paisaje. Un velo azulado impedía ver con nitidez la ciudad y la playa. Era el vaho de la mañana.

Abajo, al pie del monte, donde termina la carretera que bordea La Ondarreta, un chicuelo buscaba algo. Con una piedra picaba en las rocas. A veces introducía sus brazos desnudos en el agua, como si tratara de capturar algún molusco o algún pez. Vestía unos simples harapos. Un pantalón andrajoso y una camisilla llena de jirones. El mozalbete saltaba de roca en roca como un gamo. En cierta ocasión estuvo a punto de caer al agua. Mi corazón dio un gran vuelco al contemplarlo. En aquel instante rompía una ola de considerables dimensiones. El rapazuelo no pareció conceder demasiada importancia al incidente. Siguió saltando y brincando por entre las rocas totalmente ajeno al peligro. Más tarde se alejó con una bolsa de plástico en la mano silbando una tonadilla.

El mar estaba algo embravecido. Su oleaje azotaba las rocas sin cesar. Una blanca espuma se formaba al chocar en ellas, salpicando toda la orilla. El rumor de las olas llegaba hasta mí como un himno misterioso. Parecía como si el mar quisiera comunicar algo. Entonces la mirada de mi fantasía se perdió en las profundidades del océano para tratar de desvelar sus misterios.

No sé cuánto tiempo permanecí así. Debió de ser bastante. Cuando tomé conciencia de mí mismo, el sol ya estaba próximo a su cenit. Dejé el mirador para retroceder sobre mis pasos. Un anhelo impetuoso embargaba todo mi ser.

Al llegar frente a la villa mi desilusión fue muy grande. No vi en toda ella más que a una mujer de mediana edad. Por sus trazas deduje que se debía de tratar de la sirvienta. Me senté unos momentos en el muro de la carretera con la esperanza de ver a Rosa del Mar. La mujer no reparaba en mí. Su incesante ir y venir de la casa al jardín y de éste a la casa transportando un cubo de agua, me hizo suponer que se entretenía en regar las flores y las plantas. Me desesperaba su parsimonia. Llegué a pensar que Rosa del Mar no se dejaba ver por estar ella allí. Absurdo pensamiento. En el colmo de mi enojo concebí la idea de preguntarle a la infeliz mujer por ella. Más calmado, desistí de ello. ¿Con qué derecho podía preguntarle? No, no. Era un verdadero desatino.

Decepcionado por la infructuosa ronda me alejé del lugar. Por la tarde volvería otra vez por allí. No quería dejar pasar el día sin verla, aunque sólo fuera un breve instante. Lo necesitaba tanto como el aire que respiramos.

Al dejar el paseo de la playa para adentrarme en las calles que me conducirían a la pensión, me encontré con los dos asturianos. Ellos también iban para la posada.

¡Hola, Raúl! —me saludaron.

Hola.

Encuéntrote algu triste —me dijo Manolo, el mayor—. ¿Pásate algu, ho? —me preguntó con su característico acento asturiano.

No, no —me apresuré a contestarle yo.

Los dos compañeros guardaron silencio. Quizá quisieran respetar con ello mis sentimientos. Me hubiera gustado contarles lo que me sucedía. Tal vez me hubiera servido de alivio. Pero era demasiado pronto para participarles mis interioridades. Hacía muy pocos días que nos conocíamos para confiarles mis sentimientos.

Caminábamos sin prisa. Los asturianos no tenían que trabajar aquella tarde. Me invitaron a que la pasara con ellos. Se lo agradecí sinceramente al tiempo que me disculpaba por no poder aceptar. En aquel momento llegábamos a la puerta de la pensión. Al entrar en la hospedería me encerré en mi cuarto y me dejé caer en la cama. A pesar de no estar muy cansado, pronto se apoderó de mí un sopor. Permanecí reposando varias horas. Cuando desperté era más de media tarde. De un salto me puse en pie. ¡Insensato de mí! Había perdido casi toda la tarde. Salí precipitadamente de la pensión, pues tenía que llegar al Igueldo antes de que anocheciera. Con las prisas casi atropello a un individuo que subía por la escalera. Le pedí disculpas y me alejé sin detenerme. Él quedó murmurando algo.

A la puesta del sol llegué a dar vista a la villa de Rosa del Mar. Mi corazón latía con violencia; pero no era tanto por la emoción como por el esfuerzo realizado. Antes de dejarme ver, traté de reposar un poco.

Ya más tranquilo, llegué a la altura de la villa. La casa estaba desierta. Las puertas y ventanas cerradas. Supuse que sus moradores habrían salido de paseo. La tarde se mostraba muy propicia para ello. Decidí permanecer por aquellos alrededores, por parecerme la hora apropiada para regresar a casa.

Me senté en el muro de la carretera. Poco a poco las sombras se iban adueñando del campo, de la ciudad, de la playa. Hacia el saliente el cielo se iba cubriendo de un manto oscuro, grisáceo. Algunas estrellas más refulgentes ya comenzaban a brillar. Paulatinamente se iban encendiendo las luces de la ciudad y del paseo de La Concha.

Un rumor hizo que me sobresaltara durante unos instantes. Alguien se acercaba. Se oía el murmullo de voces humanas. Con gran celeridad me alejé unos pasos de aquel lugar. No quería que me sorprendieran allí. Las voces se aproximaban cada vez más. Pronto descubrí que se trataba de un matrimonio con un chiquillo. Pasaron a mi lado y se perdieron en la oscuridad de la noche. Después todo quedó de nuevo en silencio.

La noche ya se había adueñado de todo el firmamento. En lo alto el cielo aparecía tachonado de estrellas y abajo la ciudad desbordaba luz por todas partes. Y la pequeña villa no se iluminaba.

Permanecí todavía un rato más por aquellos contornos. Con el corazón compungido tuve que alejarme para regresar a casa. Aquel día no había tenido la dicha de ver a mi adorada ni un solo instante.

Entré con cuidado en la pensión. No quería que notaran mi presencia. Necesitaba pasar cierto tiempo a solas en mi habitación. Había sido un día de grandes decepciones para mí. Me encerré en mi cuarto y me acosté, aunque apenas pude conciliar el sueño.

Todo el día siguiente lo pasé en casa. No me sentía con fuerzas para salir. Además necesitaba poner en orden mis ideas. Fue un día de reposo absoluto.






5




Habían transcurrido dos días desde mi última visita al Igueldo. El primer día no había acudido por decisión propia. El segundo, una leve indisposición me tuvo postrado en cama sin poder salir.

Cuando me vi libre de tan inoportuna dolencia, salté alborozado de la cama. No quería perder un solo instante. Una fuerza poderosa me impulsaba hacia la falda del monte. Mi corazón latía con violencia. Algo en mi interior me decía que me iba a encontrar con ella. Rebosaba alegría por todos los poros de mi piel. Hasta el día me parecía más hermoso que los demás.

Mis premoniciones me habían engañado como otras veces. En la villa no se veía a nadie. Como no tenía prisa, me senté en el lugar de costumbre. Desde allí contemplaba la isla de Santa Clara. Pintoresco islote, cancerbero de la bella ensenada. Un golpe seco me sacó de mi contemplación. Giré la vista como movido por un resorte. Todavía llegué a tiempo de columbrar la blanca mano que acababa de abrir una celosía. El corazón me dio un sobresalto. Tenía que ser ella. Me habría visto allí y, para llamar mi atención, habría golpeado la pared con la persiana.

Me puse en pie. Estaba algo nervioso. Con las manos en los bolsillos comencé a dar pequeños paseos frente a la casa. No apartaba la vista de ella. Temía que Rosa del Mar pudiera salir sin que la viera. Pasaron unos minutos. Nada. Fue pasando el tiempo. Los minutos se me hacían interminables, eternos. Ya habría transcurrido alrededor de una hora desde el incidente de la ventana. Desde entonces nadie había vuelto a dar señales de vida en la casa. Algo exasperado, me alejé del lugar. Sin duda, aquella chicuela se estaba burlando de mí.

El paseo que di hasta los escollos de La Ondarreta me sirvió de sedante. Más tranquilo, a media mañana decidí efectuar otro escarceo por los contornos de la villa. Al acercarme al lugar descubrí, ¡oh, bendita visión!, la esbelta figura de Rosa del Mar. Se apoyaba donde otras veces y su mirada, como de costumbre, se perdía en el inmenso mar. Al notar mi presencia miró hacia mí y me sonrió. Yo le sonreí también y me acerqué a la verja.

¡Hola!

¡Hola! —me contestó ella con dulce voz.

Un momento embarazoso surgió entre ambos. Con no poco esfuerzo logré romper aquel enojoso silencio.

¿Te gusta el mar? —esbocé yo más como aseveración que como pregunta.

Me encanta.

Por primera vez pude ver sus dientes, sus diminutos dientes. Muy bien proporcionados. Formaban como una pequeña hilera de blancas perlas engarzadas en su fresca boca. También pude apreciar el color de sus ojos. Eran verdes. Un verde mar muy intenso.

No me extraña. Lo llevas encerrado en tus ojos.

Me respondió con una delicada sonrisa.

¿Cómo te llamas?

Sus rojos labios iban a moverse, pero yo se lo impedí.

No me lo digas.

¿Por qué? —preguntó ella sorprendida.

Porque para mí tú siempre te llamarás Rosa del Mar.

Una sonrisa encantadora se dibujó en sus labios.

¿Y por qué Rosa del Mar?

Porque tu cara es como una rosa. La rosa de las rosas. Y a esta Rosa la he conocido siempre con su mirada perdida en el mar. Tú serás siempre para mí Rosa del Mar, porque este nombre me evoca el primer momento en que te vi.

¿Y cuándo ocurrió eso?

¿Qué importa?

Una voz lejana se dejó oír en el interior de la casa.

Me tengo que ir.

Quise retenerla a mi lado.

Quédate un poco más.

No puedo. Me llaman.

¿Me prometes al menos que podré volver a verte?

Una sonrisa entre irónica y esperanzadora fue su respuesta. Se alejó dejándome en la incertidumbre. Un perfume exquisito impregnaba el ambiente. En mis oídos resonaba aún el eco de su voz. Me separé de la verja con el corazón henchido de felicidad. La había visto y me había hablado. ¿Qué más podía pedir?

Todos mis poros debían de exudar alegría y felicidad, pues le hice varias fiestas a un chicuelo que paseaba con su madre no lejos de allí. No sé qué pensaría la madre. Posiblemente que estaba loco. Loco no, enamorado. Enamorado locamente de la joven más bella del universo. Porque eso era Rosa del Mar para mí.

Por la tarde tuve intenciones de volver a la falda del Igueldo. Después desistí de ello. No era bueno tentar la suerte. Era más prudente dejarlo para el día siguiente a pesar del enorme esfuerzo que tendría que hacer.

Para que no se me hiciera tan larga la espera, decidí dar un paseo. Encaminé mis pasos hacia la montaña que daba comienzo allí mismo, al pie de la pensión. Fui dejando atrás la encrucijada de calles, hasta alcanzar la carretera que lleva al seminario. No tardé en llegar a su altura para rebasarlo poco después. La carretera subía serpenteando por la montaña. Poco a poco las villas se iban espaciando. El paisaje urbano cedía en favor del rural. Las villas se habían trocado en caseríos y por todas partes se descubría el verdor de los prados y de la vegetación. Los almiares se dispersaban por la montaña como orondos gigantes. Extensos pomares cubrían el fondo y las laderas de los valles, remontándose en ocasiones hasta su cima. Las higueras extendían sus retorcidas ramas por doquier.

Desde lo alto del monte pude ver cómo se extendía la ciudad por los distintos valles que forman las montañas. Parecía un pulpo gigante con los brazos extendidos. Y más allá el mar, como una inmensa mancha verdeazulada. Desde allí no se podía oír el rumor de las olas. Pero se adivinaba.

Mi mirada se detuvo en el Igueldo. Intenté localizar la villa de Rosa del Mar. Propósito vano. Era mucha la distancia que había como para distinguirla.

El ocaso estaba próximo. Inicié el descenso. Quería llegar a la pensión antes de que anocheciera. A medida que descendía crecían las sombras. Los últimos destellos solares se despidieron de los picos más altos de las montañas. Cuando llegué a la posada, el velo de la noche se extendía por toda la ciudad.

Me encerré en mi cuarto. Necesitaba descansar del largo paseo. Acostado sobre la cama, cerré los ojos y comencé a soñar. Recordé con delectación el delicioso encuentro de la mañana. Allí, tendido encima de la litera, me parecía más encantador aún. ¡Y qué bonita era ella! La había encontrado más hermosa que nunca. Sus ojos, su nariz, su boca, sus labios, sus dientes, su larga cabellera. Todo era delicioso en ella.

Un dulce sonido interrumpió mis sueños. Era el tañido del violín. Comenzó con algunos titubeos. Poco a poco fue tomando cuerpo su melodía. Al principio bulliciosa y alegre. Luego se tornó triste, como si quisiera llorar. Sus lastimeros lamentos penetraban en lo más profundo de mi ser. Y casi me hicieron llorar. ¿A qué se debía aquel contraste con el día anterior? ¿No sería la misma mano la que tocaba? Sin duda lo era. Había algo en su forma de tocar que la hacía inconfundible. Entonces, ¿por qué aquella melodía dolorosa? No pude explicármelo. Me apoyé en el travesaño de mi ventana y esperé. Mi espera tampoco tuvo éxito. Se apagó la música sin que pudiera descubrir a su ejecutor.

Al día siguiente me levanté temprano. Con el corazón rebosante de felicidad me acerqué a la casita de Rosa del Mar. Estaba cerrada. No era extraño. Era una hora demasiado intempestiva. Mi bella durmiente estaría soñando dulces sueños en los brazos de Morfeo.

Me alejé por la carretera con pasos lentos. Quería saborear el delicioso nacer del día. Los rayos del sol bañaban ya casi toda la ladera del monte. Las mustias hierbas y hojas se desperezaban al recibir las caricias del sol. Pequeñas gotitas de rocío, como transparentes perlas, se deslizaban de cuando en cuando por ellas. Los pajarillos, como acción de gracias por el nuevo día, elevaban su canto al cielo, llenando el paraje de infinidad de trinos y melodías.

Aquel dulce despertar nada lo interrumpía. Los ruidos de la ciudad quedaban muy lejanos y el murmullo de las olas era como un suave arrullo. El mar aquella mañana estaba casi en calma.

Mi paseo fue largo. Cuando me acerqué de nuevo a la villa, Febo ya había recorrido un buen trozo de su arco. Los postigos y celosías de las ventanas ya estaban abiertos. Mi corazón dio un vuelco en mi pecho. Me detuve unos momentos frente a la casa. Como no vi a nadie, comencé a pasear por las proximidades de la misma. No tardó en aparecer Rosa del Mar. ¡Qué bonita estaba!

¡Hola! —le dije aproximándome a ella.

¡Hola! —me contestó esbozando una sonrisa.

¡Estás encantadora!

¿De veras?

Me sonrió dulcemente.

Tus ojos son como dos esmeraldas y tus labios… Tus labios no sé qué tienen que, cuando sonríes, me cautivan.

¡Uy, qué cosas tan bonitas dices!

No tanto como tú.

Enmudecimos unos instantes. Nuestras miradas, elocuentes, se cuidaban de llenar aquel silencio.

¿Por qué no me acompañas hasta ahí? —le insinué indicando un punto del muro que contenía la carretera—. Desde el otro lado podremos contemplar mejor el mar.

Nos verían mis padres.

¿Y qué importa? Además aquí también nos pueden ver.

Pero aquí no es lo mismo.

¿Y por qué no es lo mismo?

No sé… Porque aquí es como si estuviera en mi casa y del otro lado de la carretera no.

Pues no veo la diferencia.

Tú puede que no la veas, pero mis padres sí que la ven. Además apenas nos conocemos. Ni siquiera sé tu nombre.

—Raúl —me apresuré a contestarle yo—. No es un nombre muy bonito, pero es el que tengo.

Sonrió de nuevo.

No será bonito según para quien. Con todo es más bonito que el mío. Y si no, compara tú mismo.

No, por favor, no me digas tu nombre. Ya te dije que para mí tú siempre serás Rosa de Mar. No quieras desvanecerme esta ilusión.

¡Bueno! Si te empeñas…

Los nombres nos son impuestos por nuestros padres cuando nacemos. Procuran ponernos el nombre más bonito que encuentran, el que más les gusta. Pero no suele ser el que más nos gusta a nosotros. Si de nosotros dependiera, muchos cambiaríamos de nombre.

Puede que tengas razón.

El silencio volvió a interponerse entre los dos. Rosa del Mar había bajado la vista al suelo. Una voz se oyó en el interior de la casa.

Me llaman. Me tengo que ir.

¿Podré seguir viéndote?

Tardó unos segundos en contestar.

Espero que sí. Pero tendríamos que intentar vernos en otra parte. Aquí nos vigilan constantemente. Mamá no se aparta de detrás de los visillos. Te lleva espiando desde el primer día que te ha visto rondar por aquí.

Así que…¿lo sabe todo?

Pues claro.

En aquel momento se oyó de nuevo una voz. Una voz de madre un poco autoritaria y algo airada. Rosa del Mar se despidió con una dulce promesa. Yo abandoné aquel lugar no sin algún esfuerzo.

Por la tarde me acerqué de nuevo por allí. Mi impaciencia era tan grande, que no podía esperar hasta el día siguiente. Me senté en el muro de la carretera. De cuando en cuando dirigía una furtiva mirada a la casa. Todo estaba en calma, como si no hubiera nadie dentro de ella.

Abajo, en la playa, algunos bañistas madrugadores se tendían en la arena para sentir las caricias del sol. Alguno más atrevido se introducía en el agua. El sol llegaba a molestar. Pero aún era pronto. Estábamos a finales de abril.

Los pajarillos cantaban sin cesar. Sus cantos apenas se veían interrumpidos por el ruido esporádico de algún coche que acertaba a pasar por allí. Un jilguero hacía las delicias de mis oídos con sus melodías.

En una de mis ojeadas a la casa pude ver que alguien se ocultaba con celeridad tras un visillo. Me incorporé con sobresalto. ¿Sería la madre de Rosa del Mar que me espiaba? Me retiré unos pasos hasta quedar fuera del ángulo de visibilidad del balcón. Allí esperé unos minutos por si bajaba Rosa del Mar. Como tardaba, decidí marcharme. Quizá hubiera cometido una impudencia.

Descendí hasta el pie de la montaña y seguí la carretera que bordea La Ondarreta. Me detuve junto a los escollos. Las olas, incesantes, rompían una y otra vez sobre ellos. El agua entraba por todos los escondrijos. Escudriñaba todos los rincones. Y llenaba los agujeros de las rocas de blanca espuma. Luego, se retiraba otra vez. Entre dos rocas se veía una caracola. Posiblemente estuviera muerta.

A mi lado pasaron dos enamorados. Sus brazos se entrelazaban estrechamente. Su caminar era pausado. Se detuvieron poco más adelante de donde yo me encontraba. Un prolongado ósculo unió sus labios. Tiernas caricias lo acompañaban.

Aparté mi vista de los enamorados y la dejé vagar. Pronto se perdió a lo lejos, entre la bruma del mar. Mi imaginación me trasladó junto a mi adorada y comencé a soñar. Dulces sueños debieron de ser aquéllos. Cuando desperté los enamorados ya no estaban allí. Las olas del mar seguían estrellándose contra las rocas, pero ya no se veían los escollos. En la playa apenas quedaba gente. El sol estaba a punto de ocultarse. Una última mirada a las olas fue mi despedida. Después me alejé poco a poco de la escollera.

A la mañana siguiente volví a la falda del Igueldo. Era algo más tarde que otros días. A medida que avanzaba, recordaba la escena del día anterior. Un desagradable escalofrío recorrió todo mi cuerpo.

Rosa del Mar estaba apoyada en la verja del jardín. Me acerqué a ella. Sus hermosos ojos despedían fuego. Su semblante aparecía hosco.

¡Estúpido! Por poco lo echas todo a perder —me lanzó de sopetón y como saludo.

¿Por qué? ¿Qué ha pasado? —le pregunté yo con cierta ingenuidad.

¿Por qué volviste ayer por la tarde?

¡Toma! Porque quería verte y estar contigo.

Pues no ha faltado nada para que no volviéramos a vernos. Mamá te estuvo espiando todo el rato y se puso de un humor de perros. Cuando se pone así no hay quien la aguante. Te llamó de todo y me prohibió que volviera a verte. No me dejó salir de casa en toda la tarde por temor a que pudiera encontrarme contigo. Por la noche, un poco más tranquila, llegó a ceder un poco en tu favor.

¡Lo siento! No era mi intención enojar a tu madre.

Ya lo sé. Pero tenemos que tomar algunas precauciones si queremos seguir viéndonos. No debes frecuentar tus visitas por aquí.

¿Y qué quieres que haga?

Vernos en otro lugar.

¿Dónde?

Ya pensaremos en algún sitio.

Guardamos unos momentos de silencio.

Ahora tenemos que dejar pasar unos días sin vernos. Así puede que mamá se olvide un poco de lo de ayer.

¿Pretendes que no nos veamos en varios días?

Creo que no tenemos otra elección.

¿Por qué?

Porque ahora mamá está al tanto de todo lo que hago. En estas circunstancias no podría escaparme un momento sin que ella se diera cuenta.

¡Qué fastidio! —exclamé yo emitiendo un profundo suspiro.

Nuestras voces enmudecieron.

Ahora tienes que irte —dijo Rosa del Mar—. Mamá ha salido y puede volver en cualquier momento. Si nos encuentra aquí, ¡adiós todos nuestros sueños!

Pero antes de irme tendremos que llegar a un acuerdo. ¿Dónde y cuándo nos volvemos a ver?

El próximo lunes a las seis de la tarde donde termina la carretera que bordea La Ondarreta.

¿Y no podría ser antes?

No.

El sábado, por ejemplo.

Ya te he dicho que no. Aun el lunes es demasiado pronto. Conviene que pasen unos días para que mamá pierda toda sospecha. Y ahora vete.

Me separé de ella con el corazón afligido. ¡Cuatro días sin poder verla! ¿Cómo lo podría soportar?





                                                                             6




        Era el tercer día de la tregua. Ya no sabía qué hacer. Aquellos dos días se me habían hecho tan largos como dos años. ¡Y pensar que aún faltaban otros dos! En más de una ocasión sentí el impulso de acercarme al Igueldo, de merodear por los alrededores de la villa. El segundo día incluso llegué hasta la playa de La Ondarreta. Desde allí di la vuelta arrepentido. No convenía quebrantar el pacto y menos que la madre de Rosa del Mar me viera por allí.

Desesperado daba vueltas encima de la cama. Tenía un libro en mis manos abierto por la misma página desde hacía más de una hora. No conseguía leer dos líneas seguidas sin distraerme. Mi imaginación se había vuelto indómita y vagaba libremente como potro salvaje. Unos golpecitos en la puerta me devolvieron a la realidad. Me apresuré a abrir. Era Manolo.

¿Vienes, ho?

¿Adónde?

A tomar unos vasinos. —Me dieron ganas de darle con la puerta en los morros—. ¿Qué dices, ho? Hoy ye sábadu. Ye día de ronda.

Te lo agradezco, Manolo, pero no me encuentro con ánimo. Además ya viste lo que me ocurrió el sábado pasado.

Eso ye la falta de costumbre. ¡Ya verás cumo esti sábadu nun te pasa, ho!

A punto estuvo de convencerme. Con cierta habilidad logré rechazar su invitación. De nuevo solo en mi cuarto, reanudé el hilo de mis sueños. No bien había empezado cuando me interrumpió una melodiosa voz. Era una voz de mujer. Entonaba canciones de la época y he de confesar que no lo hacía mal del todo. Su voz era agradable. Un poco chillona en los altos. En un principio supuse que se trataría de la misma persona que solía tañer el violín. Luego dudé de ello. No conjugaba muy bien aquel tipo de canción ligera con la gravedad de la música del violín. Poco después lo pude comprobar desde la ventana. Aquella voz procedía de diferente piso que la música del violín. «¡Vaya! ¡Estamos rodeados de cantores y músicos!», pensé.

Se aproximaba la hora del almuerzo. Ordené un poco mis cosas antes de ir al comedor. Al llegar al salón observé que no había nadie. Sentí cierta turbación por ser el primero. Estuve a punto de regresar a mi habitación, pero me contuve. Vencida mi indecisión me arrellané en un sofá. Había varias revistas atrasadas encima de una consola. Tomé una en mis manos y comencé a hojearla. Su contenido era banal. La dejé a un lado y tomé otra. Era de idénticas características que la primera. Las demás parecían tratar poco más o menos de lo mismo. Como no tenía prisa las fui hojeando una a una. Embebido en esta tarea estaba cuando entró la madre de la hospedera.

¡Buenos días, señorito Raúl!

Buenos días.

¡Está usted muy solo!

Un poco.

No se preocupe. Pronto llegarán los demás.

No sé quién le podía haber dicho que yo estaba preocupado por estar solo. La mujer disponía los cubiertos para el inminente almuerzo. A pesar de su obesidad se movía con cierta soltura.

¡Bueno, ya está dispuesta la mesa! —exclamó al finalizar.

Se fue presurosa por donde había venido. El comedor quedó otra vez en silencio. Sólo lo perturbaba el hojeo continuo de las revistas. No tardó en entrar alguien. Era el individuo con el que me había topado pocos días antes en la escalera. Me saludó secamente y se retiró al instante. «¿Quién será este tipo?», me pregunté yo. Apenas había terminado de hacerme esta pregunta cuando entró el navarro.

Hola, Raúl.

Hola, Carmelo.

¡Hoy paice que has madrugao un poco, pues! —me dijo mientras tomaba asiento en un butacón frente al mío.

Eso parece —le contesté yo.

¿No has querido salir, pues?

No. No me encontraba animado.

Bien, hombre, bien.

Tomó una revista en sus manos.

Vamos a ver qué nos cuentan aquí, pues —comentó al punto de abrirla.

El silencio se interpuso entre ambos. No tardó en interrumpirlo la llegada del andaluz.

¡Bueno día tengan lo señore!

Buenos días —le contestamos nosotros.

¡Qué! Ehperando er jalá, ¿no?

¡A ver! ¿A ti que te paice? —apostilló Carmelo.

El andaluz se sentó junto a mí.

Te encuentro argo trihte —me dijo—. ¡A ti te pasa argo, mushasho! ¿No ehtará enamorao?

Negué rotundamente, como si se tratara de un crimen. Al mismo tiempo noté que se me encendían las mejillas y que me alteraba un poco. El andaluz tenía la virtud de exasperarme.

¡Uy, uy, uy! ¡Uy, uy, uy! ¿Ha oío, Carmelo? El mushasho ehtá enamorao. Tendremo que vigilarlo.

Una carcajada estrepitosa brotó de su garganta. Su aliento hedía. ¡Dios sabe qué habría comido y bebido por los bares ya!

¿Y quién e eya? —inquirió con guasa—. ¡No será arguna prinsesa!

Volvió a reír desaforadamente.

¡Deja al pobre chico, Antonio! Siempre te estás metiendo con él.

De arguna manera tenemo que pasar er tiempo, ¿no cree, Carmelo?

Si, pues. Pero no va a ser siempre a costa del mismo. Vas a cansar al pobre muchacho.

El andaluz se dirigió de nuevo a mí.

¡Oye, Raúl! Dime si te he molehtao.

Yo guardé silencio. No quería provocar un altercado. Seguí hojeando la revista que tenía entre las manos sin ver lo que había en sus páginas. La verdad, estaba algo molesto. Las bromas del andaluz me resultaban un poco pesadas. Estaba colmando mi paciencia y no sabía si podría aguantar mucho más.

La madre de la hospedera volvió a entrar en aquel momento. Portaba una pila de platos.

Buenos días.

Buenos días, señora María —le contestaron.

Veo que ya están casi todos. ¿Quieren que les vaya sirviendo la sopa o prefieren esperar un poco más?

No, ehperamo un poco, señá María —contestó el andaluz por todos.

La oronda mujer distribuía los vasos en la mesa.

—¡Buenas nos dé Dios! —saludó Manolo al entrar.

¡Santa y buena!

El andaluz estaba siempre dispuesto a contestar.

¡Mira qué bien! —Exclamó la señora María—. Ya está aquí Manolo. ¿Ha venido Luis con usted?

Sí, entró un momento a la habitación.

Bien, entonces voy a servir la sopa.

El almuerzo transcurrió en armonía. Apenas hablábamos. El que se mostraba más locuaz era el andaluz, como de costumbre. No podía estar callado dos minutos. Los demás de tanto en tanto reíamos alguna de sus gracias. Apenas habíamos terminado los postres cuando se marcharon los asturianos. Mientras comíamos me habían invitado a que los acompañara. Pero decliné su invitación. Prefería quedarme en casa.

—¡Hasta luego a todos! —saludaron mientras abandonaban precipitadamente el comedor.

—¿Adónde vai tan deprisa? ¡Dejái a uno con er úrtimo bocao en la boca!

Vamus a divertinos.

¡Haséi bien! ¡Aproveshar ahora que soi jóvene!

No bien habían marchado los asturianos cuando entró en el comedor el tipo de antes. Nos saludó lacónicamente. Se acercó al mueble que llenaba el fondo del salón como para buscar algo. No tardó en retirarse despidiéndose con un breve saludo.

—¿Qué se le habrá perdío a éhte hoy por aquí?

¿Y quién lo sabe?

Eh ehtraño que ande por aquí a ehta hora.

No es muy normal, pues, no.

Yo seguía el comentario de mis dos compañeros sin acertar a descifrarlo del todo. Intuía que se trataba del marido de la hospedera. ¿Quién otro podía ser?

¡Vaya vida que yevan! Er tío no duerme casi nunca en casa. ¡Meno mal que la mujer tiene al otro pa consolarse!

Sí, la pobre Anita ha debido sufrir mucho. Aunque no sé yo, pues, quién tendrá la culpa.

¡La curpa e de ér, hombre! Ér e un bala perdía. ¡Mira que no le fartaba má que un curso pa terminar la carrera de medisina y lo dejó!

Él creo que ejerce, pues, ¿no?

¡Qué va a ejerser, hombre, qué va a ejerser! Mientra no tenga er título no puee ejerser.

¡Sí que es lástima, pues!

Claro que e láhtima. Pero er tío eh un vago que no quiere haser na. Se casó con la mujer pa que lo mantuviera.

¡Qué cara!

—¡Digo! ¡Hay tío con suerte! Ahora que meno mal que su mujer eh una santa. Ha cargao con todo er peso de la casa a su ehparda.

¡Hombre, una santa, una santa…! No diría yo tanto, pues. Él se la pega a ella, pero ella tampoco se queda de brazos cruzaos.

¿Y qué quiere que haga, Carmelo? Si ér la abandona, eya hase bien buhcándose otro.

¡Hombre, no sé, pues! En mi tierra eso no está muy bien visto, pues.

¡En tu tierra porque son toos uno santurrone!

Yo había seguido con cierto interés la conversación. No es que me importara la vida de los hospederos. ¡Allá ellos con su conciencia! Era simple curiosidad. Quizá una curiosidad malsana. Pero tampoco había sido yo quien había provocado aquella charla.

Me despedí de los dos compañeros antes de retirarme a mi habitación. Ellos continuaban comentando la vida de los hospederos. Tendido en la cama, acudieron a mi mente un sinnúmero de reflexiones acerca de aquel incidente. No comprendía cómo podían llegar a tal extremo dos personas que se amaban, si se amaban realmente. Era casi imposible. Claro que los sentimientos tampoco tienen por qué ser eternos, ni constantes. Mi mente no admitía tan fácilmente una rotura así. ¿A qué se podía deber tal situación? ¿A un simple cambio de sentimientos? Tal vez no. Yo más bien lo atribuiría a la falta de amor sincero. A una falta de comprensión mutua y una auténtica sinceridad entre ambos. No de otro modo se pueden explicar estas situaciones.

¿Y los niños? ¿Cuál era la situación de los hijos en aquella familia destruida por la base? Supongo que no muy buena. Mientras no se dieran cuenta de lo que pasaba, muy bien. El problema vendría más adelante. Cuando empezaran a comprender lo que ocurría entre sus padres. ¿Qué sucedería entonces? Mejor no pensarlo.

Inconscientemente comencé a pensar en Rosa del Mar. ¿Nos ocurriría a nosotros lo mismo si nos casáramos alguna vez? Era imposible predecirlo.

A media tarde salí a dar un paseo. Me sentía agobiado de estar en mi habitación. Necesitaba salir a la calle. Respirar aire puro. Verme y sentirme libre.

Para no caer en la tentación de acercarme al Igueldo, inicié mi paseo en sentido contrario. Seguí la carretera de Madrid hasta dejar la ciudad atrás. La circulación era bastante intensa. El ruido de los coches resultaba muy molesto. Al llegar a la altura de un angosto camino me desvié por él. No tardé en hallarme lejos de la carretera y sus ruidos. Dejé transcurrir las últimas horas de la tarde paseando entre prados y huertas. Horas interminables, aburridas.

Cuando el sol se ocultaba entre las montañas, inicié el camino de regreso a casa. Al llegar a la pensión la noche se había adueñado ya de todo. Una suave brisa hería mi cara.

Me encerré en mi habitación y allí permanecí hasta la hora de cenar. Mientras cenábamos Manolo me convenció para que los acompañara al cine. Me llevaron a ver una divertida película de Cantinflas. Un Quijote sin Mancha creo recordar que se titulaba. La entretenida comedia hizo que me olvidara de mí mismo. Al finalizar la función los asturianos me animaron a seguir la juerga.

¡Pa dónde quieres dir, ho? —Inquirió Manolo—. ¿Nun me digas que ya quieres dir pa la cama?

Bueno…, yo…

—¡Nada, nada! Hoy ye sábadu y hay que lo aprovechar. ¿Pa dónde vamos, Luis?

Vamos pa la Parte Vieja.

Los asturianos me condujeron a la zona indicada. Nada más llegar entramos en uno de los muchos bares que por allí había.

¿Qué vas a beber, ho? —me preguntó Luis.

Me da igual —contesté yo por no decirle que prefería no beber nada.

¿Apetezte una sidrina, ho?

Ni una sidrina ni nada. Pero acepté.

Bueno —musité con indiferencia.

¡Ponnos una sidra de Villaviciosa! —gritó Luis al camarero.

Aquí sólo tenemos sidra del país, caballero.

¡Meca, ho! ¡Nun tienen sidra de Asturies…! Bueno, ye igual. Ponnos una botella de la que tengas y un vasu grande. Tengo ganes de beber unus culines.

Descorcharon la primera botella y comenzamos a beber. Luis se cuidaba de escanciarla. Y en honor a la verdad tengo que decir que lo hacía muy bien, como buen asturiano. La botella en alto, por encima de la cabeza, y el vaso bajo, asido con la otra mano. Tenía cierto arte aquello.

Gústate cómu lo fago, ho?

Yo lo contemplaba extasiado.

Si quieres puedes probalo tú también.

No, no. No caería una sola gota en el vaso.

Tien ciencia facelu, nun creas —comentó Manolo.

Terminamos aquella botella y Manolo pidió otra. La abrió y comenzó a escanciar su contenido. Quedé asombrado. Si Luis lo hacía bien, Manolo diría que lo superaba.

Toma, prueba esti culín a ver si sábete igual que los otros.

Degusté la sidra que Manolo me ofrecía sin notar diferencia alguna con las anteriores degustaciones.

¿Sábete mejor, ho?

Hice un gesto ambiguo.

¡Meca! ¡Tú nun sabes lo que ye buenu! ¡Debes tener el gustu atrofiau, ho!

Escanció otro poco.

¡Pruébala tú, Luis, a ver si notes la diferencia!

Ta mejor, sí, ho —comentó Luis después de apurar el contenido del vaso de una vez—. Tú siempre has sabido tirar bien la sidra.

Los asturianos seguían escanciando sidra y bebiendo. Yo me había negado ya en varias ocasiones. Mi cuerpo no admitía más. Cuando abandonamos el local, quedaban cuatro botellas vacías sobre la barra. De aquel bar pasamos a otro y de éste a otro y a otro y a otro. En total no sé cuántos recorrimos. Ocho o diez por lo menos. Los asturianos en todos ellos bebieron su parte. En mi vida había visto beber tanto. Y no estaban ebrios. Un poco alegres, eso sí. Pero nada más. ¡Qué resistencia la suya!

De madrugada regresamos a casa. Mis piernas casi no me sostenían. Me encontraba cansado y rendido por el sueño. No hice más que entrar en mi cuarto y acostarme.

A la mañana siguiente me desperté tarde. Era casi mediodía. Me levanté con la boca seca y amargosa. La lengua blanquecina. El semblante pálido. Era evidente que mi organismo no estaba hecho para la bebida.

Salí de mi habitación sólo para comer. Después del almuerzo me encerré en mi cuarto otra vez. No me sentía con ánimo para salir a la calle. Me acosté sobre la cama y poco después me quedé dormido. Cuando me desperté era media tarde. Me arreglé un poco antes de salir a tomar el aire.

Comencé a caminar sin rumbo fijo. Cuando quise darme cuenta estaba al pie del Igueldo. Una terrible lucha se desencadenó en mi interior. Sentía en mí algo superior a mis fuerzas que me impulsaba a seguir adelante. Por otra parte mi razón me decía que no debía continuar. Así permanecí largo rato. Al final venció la misteriosa fuerza. Me puse en camino hacia la villa de mi adorada. Avanzaba con pasos sigilosos, mirando hacia todas partes, como ladrón que trata de hurtar algo. Ya próximo a la villa quise retroceder, pero una fuerza interior me obligó a seguir adelante. Cuando comencé a vislumbrar la casa, extremé mis precauciones. Todo fue en vano. Sus puertas y celosías estaban cerradas a cal y canto. No se veía a nadie por sus alrededores.

Proseguí mi camino hacia delante. Poco después me recosté sobre el muro de la carretera y durante horas, antes de regresar a la pensión, dejé que mi vista se perdiera en la inmensidad del mar y mi imaginación en el piélago de mis pensamientos.




                                                                               7




        Al día siguiente me presenté en el lugar de la cita. A fuer de sincero, llegué unos minutos antes de la hora convenida. Mi corazón latía con violencia. Con el ánimo agitado comencé a pasear para que no se me hiciera tan larga la espera. El mar estaba casi en calma. Las olas rompían monótonamente sobre los escollos de la orilla. Su rumor era como un sedante para mi estado de ánimo.

Ya pasaban unos minutos de las seis y Rosa del Mar no acudía a la cita. Mil interrogantes revoloteaban por mi mente. A todos trataba de darles respuesta, pero ninguna me satisfacía. El implacable reloj no se detenía. Los minutos transcurrían sin descanso. Y mi adorada Rosa no aparecía. Mis pasos eran cada vez más agigantados. Las expresiones y el color de mi rostro cambiaban por momentos. No veía ni distinguía nada en mi derredor. Y mis oídos se habían hecho sordos al suave murmullo de las olas.

Poco antes de las siete llegó Rosa del Mar. Yo casi había perdido toda esperanza.

¿Al fin has llegado?

¡Y gracias que lo he conseguido!

Sus mejillas semejaban amapolas.

Temí que no vinieras.

Pues a punto he estado de ello.

Y eso ¿por qué?

¿Por qué? Porque mamá no me deja ni a sol ni a sombra. Desde el otro día sigue todos mis pasos. Vuelta que doy yo, vuelta que da ella. Salgo al jardín, al jardín sale ella. Entro en casa, mamá detrás. Doy un paseo, mamá a mi lado. Parece mi sombra. Esta tarde me he visto en prisas para poder despistarla. Menos mal que apareció una visita inesperada. Gracias a ella pude burlar la vigilancia de mamá.

¡Pues sí que estamos bien!

Rosa del Mar se había apoyado en el muro de la carretera. Me acerqué a ella. Su rostro seguía teñido de carmesí. Sus labios hacían juego con su rostro, como dos corales en él engarzados. Sus ojos, como dos esmeraldas, jugaban inquietos. En su semblante aún se dibujaban las huellas del pasado malhumor.

¿Estás enfadada?

Antes de contestarme se giró hacia el mar.

Pero no contigo.


Tenía los brazos apoyados en el muro y la mirada perdida en el mar. Yo me situé a su lado. Tan cerca que casi sentía el calor de su cuerpo.

¡Estás encantadora!

Giró su rostro hacia mí con una dulce sonrisa en sus labios. Me hubiera gustado apagársela con un beso. Mi natural timidez me lo impidió. Temía que con ello pudiera perder lo hasta allí conseguido. Su vista se perdió de nuevo en el mar. En aquel mar que ella tanto adoraba.

Estás enamorada del mar, ¿verdad?

Sí que lo estoy. El mar es mi consuelo. Cuando tengo alguna pena se la cuento a él. Él siempre me escucha y me comprende.

Pero, ¿acaso tienes penas tú?

¿Y por qué no? ¿No soy mortal como los demás?

Por desgracia sí.

¿Por qué por desgracia?

Porque yo quisiera que no lo fueras. Quisiera que fueras una ninfa. Más aún. Quisiera que fueras una diosa inmortal. Así podría contemplarte siempre cual ahora eres.

Una sonrisa pagó mi exaltación. Luego el silencio se interpuso entre ambos. Sólo el rumor de las olas dejaba oír su monótona voz, como un continuo canto a la naturaleza.

Si hubieras nacido lejos del mar, ¿lo amarías tanto?

No lo sé. Nunca me he parado a pensar en ello.

¿Y si te pararas a pensar?

¡Quién sabe! Quizás no lo amara. Dicen que sólo se ama lo que se conoce.

Podrías amar un mar imaginario. Un mar quizá mucho más bonito que el real. Un mar de ilusión y de fantasía.

Rosa del Mar no me contestó. En aquel momento miraba al mar sin verlo.

¿Te gusta soñar?

Cuando estoy dormida.

¿Y cuando estás despierta?

A veces.

¿A veces sólo?

Bueno, realmente me gusta soñar con bastante frecuencia. Es como un pasatiempo para mí. Cuando me siento triste o deprimida me suelo refugiar en los sueños. ¡Te puedes imaginar mundos tan bonitos!

Las sombras ya se habían apoderado de la playa, de la ciudad, de la isla de Santa Clara, de gran parte del Urgull.

Se está haciendo tarde. ¿Quieres que nos vayamos?

Por mí no. Mamá me estará buscando, pero ahora es igual.

Si quieres podemos dar un paseo.

Comenzamos a caminar. Íbamos muy próximos. Nuestros cuerpos casi se rozaban. Yo sentía algo inefable en mi interior. Una dicha sin fin embargaba todo mi ser.

Nuestro paseo no fue muy largo. Fuimos bordeando La Ondarreta hasta el límite de la misma. Al llegar allí un cierto escalofrío recorrió mi cuerpo. No me atrevía a cruzar el túnel que nos separaba del paseo de La Concha. Fue como si una fuerza invisible me impidiera avanzar. Cruzar el túnel en aquel momento era como abandonar nuestro reducto propio, como entrar en campo abierto y enemigo.

¿Nos detenemos aquí?

Sí, Raúl. Me da miedo seguir adelante.

Nos apoyamos en el antepecho de la balaustrada del paseo. A nuestras espaldas los coches pasaban rugiendo como fieras. De frente teníamos la playa. Estaba desierta. Las olas barrían a intervalos regulares la arena. Rosa del Mar contemplaba ensimismada sus movimientos.

Es bonito ver desde aquí cómo rompen las olas.

Yo estaría horas enteras contemplándolas. ¡Es un espectáculo tan bonito! Parece que siempre es igual y, sin embargo, siempre es distinto. Cada ola realiza movimientos peculiares. Nunca se repiten dos exactamente iguales.

¿Y cómo sabes eso?

Por las muchas horas que he pasado observándolas. Recuerda que desde niña he vivido al lado del mar.

Las olas proseguían con su movimiento. Unas se acercaban más, otras, menos. Pero siempre aquel continuo batir. Poco más abajo los acantilados que separan La Concha de La Ondarreta se iban cubriendo.

Parece que está subiendo la marea. Fíjate cómo se van cubriendo los acantilados.

Hace rato que me he dado cuenta de ello.

¿Nos vamos?

Sí. Hoy mamá me va a echar una buena bronca.

Las sombras de la noche ya se extendían sobre la ciudad cuando llegábamos a la villa de Rosa del Mar. Al lado de la verja del jardín nos despedimos con sinceras promesas.

¿Cuándo nos volvemos a ver?

Mañana en el mismo sitio y a la misma hora.

¿Serás puntual?

Espero que sí, aunque tengo que contar con la vigilancia de mamá.

En aquel momento se oyó el ruido de una puerta.

¡Márchate ya! Ésa seguro que es mamá que sale a buscarme.

Me alejé de allí con el corazón arrepentido. No debí haberme arriesgado tanto. Si la madre de Rosa del Mar nos había descubierto, podía costarnos caro nuestro atrevimiento.

Al llegar a la posada me encerré unos minutos en mi cuarto antes de reunirme con mis compañeros. Quería descansar un poco para sosegar mi ánimo.

Buenas noches —saludé al entrar en el salón.

Buenas noches —me contestaron los demás.

Era el último en llegar. Me hundí en un butacón con intención de pasar desapercibido. Pero el andaluz no parecía estar de acuerdo con mis propósitos.

No te ehconda, jovensito, que no te va a morder nadie.

Carcajada general. Por mi rostro cruzó una oleada de fuego.

¿De dónde vendrá ehte lebrel? Seguro que de ver a la novia. Vamo a tener que vigilarlo un poco.

El fuego de mi rostro se cambió en ira. No estaba de humor para soportar las burlas de aquel petimetre. La entrada de la hospedera en el comedor vino a poner fin a los incisivos comentarios del andaluz. Era la segunda o tercera vez que la veía. Disponía la mesa con donaire. Su figura era gallarda. A pesar de tener cuatro hijos, se mostraba aún joven y esbelta.

La cena transcurrió sin mayores incidentes. Al terminar me despedí de todos y me encerré en mi habitación. Deseaba estar a solas conmigo mismo. Necesitaba pensar y reflexionar.

A la mañana siguiente me levanté temprano. Mi estado de ánimo me obligó a abandonar pronto el lecho. Salí a pasear por los alrededores de la pensión. Poco más tarde me hallaba en plena montaña, respirando el aire puro de la mañana. Como no tenía prisa, prolongué el paseo hasta bien entrada la mañana.

Por la tarde, a la hora convenida, me presenté en el lugar de la cita. La tarde era desapacible. El sol apenas brillaba. Espesos nubarrones se lo impedían. La mar estaba picada. El oleaje era fuerte y continuo. Su constante batir sobre las rocas producía un ruido ensordecedor. A los lejos, hacia el poniente, el cielo estaba encapotado. En cualquier momento podía desencadenarse una tormenta.

Me separé del muro que contornea la carretera. Una lluvia fina procedente de las olas y arrastrada por el viento iba empapando el muro y la acera. El viento arreciaba por momentos. Tuve que abandonar el lugar y buscar un refugio que me protegiera del fuerte temporal. Me cobijé al amparo de unas rocas, pero me vi obligado a abandonar el refugio porque la tormenta estaba a punto de estallar.

Amainada la borrasca volví a merodear por el lugar de la cita, aunque estaba convencido que no hallaría allí a mi dulce amada. Con pasos lentos e indecisos fui dejando atrás los acantilados y La Ondarreta. Por mi mente fueron desfilando mil maquinaciones. Me hubiera gustado acercarme a la morada de Rosa del Mar y llamar a su puerta. Pero eso hubiera dado al traste con todos nuestros planes.

Tres días habían transcurrido desde el último encuentro con Rosa del Mar. Tres inacabables y angustiosos días. Día a día había asistido al punto indicado de nuestra cita y día a día había visto desvanecerse todas mis esperanzas. Cuando al fin nos encontramos, yo ya estaba casi al borde de la desesperación.

¿Qué ha pasado? —pregunté con impaciencia cuando Rosa del Mar se acercó a mí.

¿Qué quieres que pase? Que mamá no me deja ni un momento. Parece mi lazarillo.

¿Te dijo algo el otro día?

Me echó una buena regañina por haberme escapado y llegar tan tarde a casa.

¿Descubrió nuestro encuentro?

No, pero sospecha que nos hemos visto. Está muy enfadada. Ayer me amenazó con decírselo a papá. Dice que soy muy niña para salir con chicos. Y eso que ya voy a cumplir los dieciséis.

En efecto. Rosa era una niña. Una niña encantadora con amagos de mujer. Estaba preciosa aquella tarde.

No sé qué podremos hacer para seguir viéndonos. Tu madre no nos facilita mucho el camino.

Me había acercado tanto a ella, que nuestros alientos se mezclaban.

No te preocupes. Ya verás cómo se arregla todo.

Fijó sus ojos en los míos. Nuestras pupilas se encontraron. Sus labios deliciosos y provocativos estaban tan próximos a los míos, que me aventuré a depositar un beso en ellos. Fue un beso fugaz, casi furtivo. Nos separamos unos instantes para volver a juntar nuestros labios en un beso prolongado, intenso. Fue nuestro primer beso de amor. A él siguieron otros y un sinnúmero de caricias y promesas. Después volvimos a la realidad. Por primera vez pudimos darnos cuenta de que no estábamos solos. Un par de ancianos nos contemplaban a corta distancia. Posiblemente estuvieran recordando sus primeros amoríos. Al mirar hacia ellos se alejaron poco a poco dejándonos solos.

El mar estaba algo agitado. Las olas rompían con cierta violencia en las rocas, levantando chorros de agua y espuma. Un barco pesquero se acercaba lentamente a la bahía. Nuestras miradas confluían en él.

¿Te gustaría hacer un viaje por mar?

Es mi mayor ilusión. Me gustaría hacer un crucero por el Mediterráneo.

¿Por qué por el Mediterráneo?

—No lo sé. Tal vez porque es un mar más tranquilo que éste.

¿Lo has visto?

No. Nunca he salido de aquí. El viaje más largo que he hecho ha sido a Zarauz. Fue hace dos años. Fui a la primera comunión de una prima que tengo allí.

Zarauz es una población encantadora. Su playa es una de las más bonitas del Cantábrico.

Mis tíos están enamorados de tan maravilloso lugar. Dicen que por nada del mundo vendrían a vivir a San Sebastián.

Una ola rompió con tanta fuerza, que nos salpicó un poco. Nos retiramos del muro y comenzamos a pasear por la carretera. El sol ya estaba a punto de ocultarse.

Me voy para casa. No quiero llegar tan tarde como el otro día, si no mamá me volverá a reñir.

Te acompaño.

Bueno. Pero un poco antes de llegar a casa nos separamos. Mamá podría vernos y lo estropearíamos todo.

Un dulce beso fue nuestra despedida. Yo permanecí en el lugar hasta que la vi desaparecer en un recodo de la carretera. Después, con el corazón rebosante de felicidad, me alejé de allí. La quería y ella me quería a mí. ¿Qué más podía pedir?






8




        Habían transcurrido casi dos meses desde nuestro primer beso. Aquel beso de amor sincero y apasionado. Nuestras relaciones habían ido en aumento. Bien es verdad que no todo había sido de color de rosa en nuestro camino. También nos habíamos encontrado con más de una espina. Espinas que sembraba la madre de Rosa del Mar.

Era una espléndida tarde de finales de junio. El sol brillaba en el cielo azul. Un azul que no acostumbraba a verse allí. Esperaba la llegada de Rosa del Mar junto a la estación del funicular que asciende hasta lo alto del Igueldo. Un mar de gente circulaba en mi derredor. La mayor parte eran turistas extranjeros. Esos turistas que visten pantalón corto y camisas de colores chillones. Mi vista no se cansaba de observar a unos y a otros. Los había de todas las razas y colores, desde el moreno y pequeño japonés hasta el alto y rubio nórdico. Predominaban los europeos, altos y rubios, al igual que las mujeres que los acompañaban. Yo me sentía insignificante ante ellos.

En esta contemplación me hallaba cuando llegó Rosa del Mar. Tan embelesado estaba, que ni siquiera advertí su presencia.

Hay unas cuantas rubias donde elegir, ¿verdad?

Me volví sobresaltado.

Perdona, cariño. No te he visto llegar.

Ya me he dado cuenta de ello. Con este plantel que tienes aquí…

No es lo que te imaginas.

¿Ah, no?

Me daba la sensación de que estaba algo disgustada. Tal vez celosa.

No, Rosa. Nunca me he sentido atraído por esas rubias tan desorbitadas.

Deposité un cálido beso en sus labios. Guardamos unos segundos de silencio. Ella fue quien lo rompió.

¿Nos vamos o quieres que nos quedemos aquí toda la tarde?

Podemos subir al Igueldo. Hace unos momentos estaba pensando en ello.

No me hace ninguna gracia. Hoy estará aquello que no se podrá dar un paso.

Tienes razón. Hay demasiada gente.

—Nunca me han gustado las aglomeraciones. Siempre tienes que ir a empellones y no disfrutas de nada. Vamos a la ciudad —me dijo.

Casi sería preferible ir a la playa. ¡Vaya calor que hace!

Ya iremos otro día. Hoy yo no vengo preparada.

En verdad que no apetecía salir de la fresca sombra del Igueldo. El sol calentaba con fuerza. De cuando en cuando llegaban unas oleadas de aire tórrido del sur, que sofocaban a uno aún más. Las playas estaban abarrotadas de gente. Apenas se descubría un hueco libre en la arena. El agua también estaba plagada de bañistas.

¿Aquí querías venir tú? —insinuó Rosa con cierto tono de mofa.

¿Y por qué no?

¡Si no se puede dar un paso! No hay sitio ni para sentarse.

Desde luego. Pero si queremos venir no nos queda más remedio que aceptar esto.

Ya te enseñaré yo un sitio donde no nos molestará nadie.

Sin darnos cuenta nos hallamos ante la iglesia de Santa María, construida a mediados del siglo XVIII. Rosa del Mar quiso que entráramos a verla. Una vez dentro me fue dando una serie de explicaciones de su valor escultórico y arquitectónico. Confieso que me dejó maravillado. No conocía aquella faceta de mi novia.

¿Dónde has aprendido todo esto? —le pregunté al salir a la calle.

Lo he estudiado en arte. El profesor que tuve nos llevaba a visitar los distintos monumentos y museos de la ciudad. Decía que sólo así se podía aprender lo que no enseñan los libros.

Y no le faltaba razón.

Si quieres podemos ir al museo de San Telmo. Está aquí cerca.

Hicimos una visita al museo. En el transcurso de la misma Rosa del Mar hizo gala de todos sus conocimientos artísticos. Después proseguimos nuestro paseo hasta el puente de María Cristina. Uno de los más artísticos que hay sobre el Urumea. La marea estaba subiendo. Grandes espumarajos flotaban en la superficie de la negruzca agua del río, que en absoluto hacía allí honor a su nombre.

¡Qué agua más sucia y más pestilente lleva siempre este río!

No me lo digas a mí que he vivido varios años al lado de él.

¿Y cómo hacías para aguantar este olor?

Soportarlo.

Yo no sé si hubiera podido. Acabamos de llegar y ya me dan náuseas.

La atraje hacia mí y le dije quedo al oído.

Te hubieras acostumbrado, amor mío.

Dejamos el puente de María Cristina atrás y seguimos hasta la desembocadura del Urumea. Allí el negror de las aguas del río se iba perdiendo lentamente al mezclarse con las verdosas del mar.

Poco a poco nos fuimos acercando al rompeolas que hay detrás del Urgull. Recostados sobre el muro contemplábamos el mar. Estaba casi en calma. Las olas rompían una y otra vez en los bloques de hormigón. Parecía que luchaban contra ellos como si se tratara de intrusos o enemigos. Las gaviotas revoloteaban bulliciosas por encima de las olas. A veces se posaban en el agua para capturar algún pececillo. Dos balandras y algunas velas surcaban las tranquilas aguas. A lo lejos se divisaba una gran columna de humo producida por un pesado trasatlántico.

Si no fuera tan tarde subiríamos hasta el monumento del Sagrado Corazón.

Otro día lo haremos, cariño.

Nuestras miradas se dirigieron hacia el poniente. El sol estaba a punto de llegar a su ocaso. El mar se extendía majestuoso ante nuestra vista. Su color verdoso se tornaba plateado por el reflejo de los rayos solares. Las crestas de las olas se confundían con blancas gaviotas. El disco solar se volvía rojizo por momentos. Su tamaño parecía aumentar. Estábamos asistiendo a una fascinante puesta de sol sobre la superficie del mar.

¡Es preciosa esta puesta de sol!

Sí que lo es.

¿La habías visto en alguna ocasión?

Sí, más de una vez.

¡Qué maravilla! Fíjate cómo desciende. Parece que se lo va a tragar el océano. Mira, ahora se refleja en el agua.

¡Uf! Casi me deslumbra.

Rosa del Mar se llevó las manos a los ojos en ademán de protección. Los rayos del sol doraron durante unos minutos la superficie del mar. Poco a poco su fulgor fue desapareciendo. Tonalidades más oscuras se adueñaron del agua. Del ocaso tan sólo quedaba un tono anaranjado en el poniente.

¡Qué bonita puesta de sol!

¡Preciosa! Pero más bonita eres tú.

La atraje hacia mí y nuestros labios se unieron en un tierno y apasionado beso. Alguien carraspeó a nuestro lado. No estábamos solos. Varias personas paseaban cerca de nosotros o disfrutaban del bello atardecer.

¿Nos vamos?

Sí. Hoy mamá me va a echar una buena reprimenda. Me dijo que a la puesta del sol estuviera en casa y mira dónde estoy.

No te preocupes. Ya verás como es condescendiente.

Ya bien anochecido llegamos a su casa. Rosa del Mar se despidió presurosa de mí. Yo no hice nada por retenerla. Era demasiado tarde.

Por la mañana me despertaron algunas voces no habituales en la pensión. Pasos rápidos se percibían en el pasillo. Cuchicheos, prisas, cierto estrépito. No sabía a qué atribuir aquel desorden. Quise salir al pasillo para ver lo que pasaba. Pero me abstuve de hacerlo. Nadie había solicitado mi presencia.

Los cuchicheos y prisas cesaron poco a poco. Sólo se oía un rumor lejano. Parecía provenir del comedor. A pesar de ser bastante temprano opté por levantarme. El reciente alboroto y aquel lejano rumor me habían puesto algo nervioso.

Al entrar en el salón me encontré con un nutrido grupo de personas. Hablaban en tono bajo. Estaban presentes la patrona, la madre de ésta, el navarro y ocho o diez personas más que no conocía. Luego me enteré que eran vecinos de la casa. Me acerqué al navarro, por ser con quien tenía algo más de confianza, y en voz baja le pregunté qué significaba aquello.

Antonio, pues, que le ha dao un ataque —me contestó él algo impresionado todavía.

Pero, ¿un ataque de qué?

Un inflarto.

«Será un infarto de miocardio», pensé yo. Permanecimos unos instantes en silencio.

Los infartos suelen ser peligrosos —comenté—. ¿Hace mucho que ocurrió eso?

Ya hace un ratico, pues. Hará una media hora que se lo han llevao pal hospital.

¡Pobre Antonio!

¡Qué le vamos a hacer! Así es la vida, pues. Ayer tan contento, gastando bromas a unos y a otros, y hoy, ya ves, a punto de irse pal otro barrio. ¡No somos nada, Raúl!

Aquellas palabras del navarro me impresionaron hondamente. A pesar de que la hora no era nada propicia para tales reflexiones, me retiré a mi cuarto para meditar un poco sobre la muerte. ¡Qué misterio aquél! En más de una ocasión me había parado a pensar en ello y nunca había llegado a una conclusión satisfactoria. ¿Podría existir la vida si no existiera la muerte? ¿Son consecuencia o complemento una de la otra? Es cierto que para morir hay que nacer. Pero ¿acaso no es menos cierto que para nacer hay que morir? Si no existiera la muerte habría que inventarla. Es, pues, necesaria. Y si es necesaria, ¿por qué temerla tanto? ¿Qué es lo que nos aterra más, el hecho de morir o la existencia de otra vida?

A la hora de comer me enteré por Carmelo que el estado del andaluz había evolucionado favorablemente. Dentro de la gravedad casi había desaparecido el peligro. Había superado la crisis y se recuperaba paulatinamente.

Deberíamos ir a visitalo —insinuó Luis.

Hoy no admiten visitas, pues —musitó Carmelo—. Quizás mañana.

Apenas se hablaba. Sólo se hacían escuetos comentarios. Las circunstancias nos impedían ser más elocuentes.

Por la tarde me reuní con Rosa del Mar. Mi semblante debía de ser el claro reflejo de mi alma.

¿Qué te pasa? Pareces un muerto.

Hoy nos ha dado un susto de muerte uno de los compañeros de la pensión. Ha sufrido un infarto de miocardio y a poco más las diña.

La atraje hacia mí y la oprimí contra mi pecho.

¿Has pensado alguna vez en la muerte, cariño?

Nunca se me han ocurrido tan horribles pensamientos.

Era lógico que pensara así. Sus recién cumplidos dieciséis abriles no le permitían pensar de otra manera. Amaba la vida y en aquel corazón joven no había un solo rincón para la muerte. Tiempo habría para pensar en ella.

Pasamos la tarde en el Igueldo, no lejos de su casa. Yo no me sentía con ánimo para ir a otra parte. Fue una tarde aburrida. En mi mente había una idea fija que no me abandonaba. Por más que Rosa del Mar hizo por distraerme, no lo logró.

Una semana había permanecido el andaluz en el hospital. Cuando regresó a casa parecía más un cadáver que un ser vivo. Había perdido algunos kilos de los pocos con los que ya contaba. Su cara, pálida y demacrada, era la propia imagen de un difunto. Los pómulos salientes, la piel amarillenta, los ojos hundidos. Inspiraba lástima su figura. Cuando entré a verlo le hacía compañía Carmelo.

Hola, Antonio. ¿Cómo van esos ánimos?

Pue mira, asín, asín —me contestó con un hilillo de voz.

¡Nada, hombre! De aquí a unos días a correr por ahí otra vez.

¡Ya veremo!, ¡ya veremo!

Su voz era apagada. Como si saliera de una caverna.

¡No faltaba más, pues! Ya verás como antes de quince días estás como nuevo.

¡Qué má quisiera yo, Carmelo! Pero no va a ser tan fásil. Casi no tengo fuersa ni pa hablar.

Era cierto. Su voz era muy débil y resollaba al hablar.

Será mejor que no lo molestemos —insinué yo—. Podría perjudicarle.

No, si no me molehtái. Ar contrario, me haséi compañía.

A pesar de todo procuramos guardar silencio. No convenía que hiciera muchos esfuerzos. Minutos más tarde abandoné su cuarto. Una fuerte impresión llevaba en mi ánimo. Tenía razón Carmelo: «¡no somos nada!».






9



        Esperaba a Rosa del Mar al lado de la verja de su jardín. Era un día espléndido de verano. El sol brillaba intensamente en lo alto del cielo.

Rosa no se hizo esperar. Se acercó a mí saltando como una gacela con la cara rebosante de felicidad. Por todos sus poros parecía exudar alegría. Sus ojos brillaban inquietos como dos finas esmeraldas engarzadas en su faz de marfil. Sus rojos labios, como dos apetitosas fresas, resaltaban aún más el blanco de su cara.

Vamos —me dijo.

Había prometido llevarme a un lugar desconocido para mí. Descendimos hasta la base del Igueldo, para tomar a continuación la carretera que asciende por el lado opuesto a los acantilados. Fue mi primera sorpresa.

¿Adónde lleva esta carretera?

Ya lo verás. No seas impaciente.

Confieso que era la primera vez que había visto aquella carretera. Rosa del Mar observó mi asombro con cierta satisfacción. En su cara se dibujaba una maliciosa sonrisa.

¿Por qué no me lo dices?

¡Uf, qué impaciente! No tardarás en saberlo.

Ascendíamos asidos de la mano. Hacía un calor sofocante. A nuestro lado pasaban los coches con gran estrépito. La circulación era más intensa que en la otra carretera. Cuando llegamos a la cima, pude ver que conducía a las atracciones del Igueldo.

¡Ahora me lo explico todo! —exclamé saliendo de mi asombro.

¿Qué es lo que te explicas?

Que apenas haya circulación por la carretera de los acantilados y que arriba del todo la tengan cerrada con una verja.

Rosa del Mar sonrió.

¿Aquí es donde querías venir?

No, aquí no. Ahí.

Señaló hacia abajo. Una pequeña ensenada rocosa se abría a nuestros pies. El rumor de las olas apenas llegaba hasta nosotros.

¡Es precioso todo esto!

Pues aún te gustará más cuando lleguemos abajo.

Comenzamos el descenso siguiendo una escarpada pendiente. A medida que descendíamos, el murmullo de las olas se hacía más intenso. El agua con sus lenguas de espuma lamía sin cesar el áspero lomo de las moles de granito. Al llegar a las primeras rocas nos detuvimos.

¿Sabes que es un lugar muy bonito?

Ya te lo anuncié.

¿Dónde nos ponemos?

Donde quieras.

Buscamos un rincón soleado y protegido por una roca. Desde allí se podían ver las olas y escuchar su eterno gemido. El paraje estaba casi solitario. Sólo se veía algún que otro amante de la soledad y de la naturaleza.

Vamos al agua. Tengo ganas de refrescarme un poco.

El agua estaba deliciosa. Nadamos en las pequeñas balsas que se forman entre las rocas. Rosa del Mar reía y disfrutaba como una chiquilla. Se zambullía en el agua y hacía mil piruetas en ella. No sabía que nadara tan bien. Era como si se encontrara en su elemento.

Sentada en una roca contemplaba mis movimientos.

No te falta más que la cola para ser como una sirena. —Una dulce sonrisa afloró a sus labios—. ¡Estás encantadora!

Embustero —susurró ella en tono condescendiente.

Después del delicioso baño nos tendimos al sol. Rosa extrajo una crema bronceadora de su bolso y comenzó a extendérsela por toda su piel. Yo seguía con atención cada uno de sus movimientos.

¿Quieres que te la extienda por la espalda?

¡No te pases de listo!

Bueno, si te pones así… Conste que no te lo decía con mala intención.

A veces las buenas intenciones son las que nos pierden.

No quise insistir. Podíamos terminar mal si seguíamos por aquel camino. Me tendí a su lado y dejé que los rayos solares fueran acariciando mi piel. Entre los dos se había interpuesto una barrera de silencio. El sol quemaba ya mi piel. Pequeñas gotas de sudor cubrían todo mi pecho. Poco a poco se iban agrandando hasta formar una gota más grande que resbalaba por mi cuerpo. De mi frente descendían varios reguerillos. Sin poder resistir más me zambullí de nuevo en el agua. A mi regreso Rosa se incorporó para ponerse más crema.

—¿Estás enfadado?

¿Por qué había de estarlo?

Por lo que te dije antes.

Eres muy dueña de hacerlo.

Siguió extendiendo la crema. Después, tendida en sentido prono, me invitó a que le ungiera la espalda. En un principio estuve a punto de no hacerlo. Vencido mi amor propio accedí a ello. El contacto de mi mano con su piel me excitó en gran manera. Era la primera vez que acariciaba su dorso desnudo. ¡Qué suavidad! ¡Qué delicia! Me demoré bastante. Ella parecía no advertirlo. Sin separar mi mano de su dorso, acerqué mis labios a los suyos para unirlos en un prolongado beso. Al separarlos le susurré muy despacio al oído:

¿Me quieres?

Un ligero tinte de carmín tiñó sus mejillas. Pareció titubear unos instantes.

¿No lo sabes?

Quiero oírtelo de tu propia voz.

El carmín se hizo más intenso.

Te amo —me dijo con voz casi imperceptible.

No. No quiero que me digas te amo. Suena un poco a novela rosa. Prefiero que me contestes con un sencillo te quiero.

Te quiero, Raúl —me dijo aproximando sus labios a los míos.

Yo también te quiero, mi adorable Rosa.

Un nuevo beso selló nuestra declaración de amor.

Apolo, en lo alto, presidía nuestro abrazo de amor. Su fuego venía a incrementar nuestro fuego. El mar también era testigo de nuestros sentimientos. El rumor de las olas se había hecho casi imperceptible. Su suave murmullo respetaba nuestro silencio. Las rocas, silenciosas, guardaban el secreto de nuestro amor.

Con los últimos destellos solares rompimos aquel idilio. La tarde se despedía con oro y púrpura. Mientras ascendíamos la pendiente, nuestras manos entrelazadas se decían mil cosas de amor.

A la mañana siguiente fuimos a la playa. Era una hora bastante propicia. Algunos heliófilos madrugadores ya tendían sus miembros para que Febo se los dorase. No tardarían en hacerlo muchos más y pronto aquella dorada y tranquila playa se vería inundada por un mar de cuerpos, ávidos de las caricias del sol. Algún que otro bañista impaciente se sumergía en el agua y luchaba con las olas.

Como había previsto, no tardó en llenarse la playa. Poco a poco nos vimos rodeados por una multitud de cuerpos semidesnudos. Algunos se disputaban su metro cuadrado de arena. No lejos de nosotros se produjo un fuerte altercado entre dos familias. Se habían anticipado un par de chicuelos de unos cinco a siete años para reservar sitio. Poco después una familia invadió su reserva. Los niños miraban con recelo a aquellos intrusos que les habían arrebatado sus dominios. Dada su inferioridad no se atrevían a decirles nada. Pero no tardaron en llegar los mayores. La escena que allí se representó fue digna de un entremés del Siglo de Oro. Rosa del Mar y yo decidimos marcharnos por no presenciar tan desagradable espectáculo. Apenas habíamos abandonado nuestro lugar, cuando cayeron sobre él como aves de rapiña.

¡Qué barbarie y qué falta de educación! —exclamé yo.

Desde luego.

Parece mentira que estemos en un país civilizado.

¿Tú crees que está civilizado?

No lo sé. Viendo esto es para dudar de ello.

El sol se dejaba sentir con fuerza. Hacía un día espléndido. Con lentos pasos nos acercamos hasta la verja del jardín.

¿A qué hora quieres que venga esta tarde?

Me da igual. Estaré esperándote.

Acerqué mis labios a los suyos para darle un beso. Ella me lo rechazó con suavidad.

Aquí no, Raúl. Mamá nos puede estar viendo desde dentro.

¿Y qué importa?

Mucho. Mamá sabe que salgo contigo, pero no sabe que nos besamos. Si lo llegara a sospechar tan siquiera, cortaría nuestras relaciones por completo.

Guardé silencio. Mi mirada se perdió en el jardín. Miraba sin ver. En mi mente bullían mil ideas. Todas sin concierto.

¿En qué piensas, Raúl?

En nada, cariño.

No trates de engañarme. Te conozco muy bien. Cuando te pones así sé que maquinas algo.

No tiene importancia, Rosa. Al menos no se la des. No queramos hacer una montaña de un grano de arena.

Pero te has enfadado, ¿verdad?

No, amor mío. Es sólo que no comprendo por qué tu madre no aprueba nuestras relaciones.

Rosa del Mar guardó silencio. No sabía o no quería decirme los motivos que su madre tenía para no dar su conformidad a nuestro noviazgo.

Tienes un jardín muy bonito —comenté yo para romper aquel silencio.

Sí. A mamá le gusta tenerlo bien cuidado.

Hay en él unas cuantas flores y rosas, de las que ni siquiera conozco su nombre. Algunas, incluso, no las había visto hasta ahora. Aquélla, por ejemplo —señalé una de color rojo.

¿Cuál?

Aquella roja de allí.

Es una peonía. Sus pétalos son de color carmesí.

Como los pétalos de tu cara.

Una dulce sonrisa afloró a sus labios.

¿Y éstas de aquí?

Son narcisos.

¡Así que éstos son los narcisos! Son muy bonitos.

Sí que lo son.

¿Conoces la leyenda de Narciso?

No.

Cuenta la mitología que esta flor procede de la metamorfosis de Narciso. Éste, después de haber desdeñado a la ninfa Eco, que se transformó en una roca, fue un día a beber a una fuente y, al verse reflejado en el espejo del agua, se enamoró de sí mismo. Al no poder conseguir el objeto de su amor, se fue consumiendo poco a poco de inanición. De esta manera, quedó transformado en la flor que lleva su nombre.

¡Qué interesante!

El sol alcanzaba ya su cenit. Nos despedimos hasta la tarde. Rosa desapareció dejando un hálito en pos de sí. Yo abandoné el lugar no sin cierto esfuerzo.

Por la tarde regresé con prontitud al chalet de mi adorada. Iba alegre y despreocupado. Pero, ¡oh, desilusión!, cuando llegué a la morada de mi dulce amor, hallé todas sus puertas y ventanas cerradas. Mi mente comenzó a cavilar. No comprendía el significado de todo aquello. No podía imaginarme qué había pasado. En un principio pensé que habrían salido de paseo. Pronto deseché tal idea por absurda. Era muy temprano para pasear. Posiblemente se tratara de un viaje imprevisto. Originado tal vez por una mala noticia. De no ser así Rosa del Mar me lo hubiera dicho.

Desconsolado y deprimido, me alejé del Igueldo en dirección a la ciudad. La tarde era calurosa, sofocante. Las playas estaban inundadas de gente que buscaba los halagos del sol y las refrescantes caricias del agua. Seguí el paseo de La Concha hasta las proximidades del Puerto Pesquero; pero antes de llegar, me desvié por una calle y luego por otra y otra, deambulando sin rumbo fijo. Pasé por delante de la catedral del Buen Pastor, pero no me sentí con ánimos para entrar a visitarla. Sin pretenderlo me encontré al lado del Urumea, no lejos de su desembocadura. Varios individuos pescaban pacientemente en sus aguas. Me detuve a pocos pasos de uno de ellos para observar su destreza. No bien había llegado, cuando alguien de la orilla opuesta capturaba un bonito ejemplar. Mi vecino de cuando en cuando arrojaba parte del cebo al agua. Intentaba atraer así los peces. Ellos no parecían mostrar mucha atención al cebo, ni complacer al paciente pescador. El agua era de un color negruzco, consecuencia de las abundantes industrias que hay en buena parte del curso del río. Grandes espumarajos se formaban por todas partes. No comprendo cómo podían pescar en aquellas pestilentes aguas.

Como los peces parecían no mostrar demasiado interés por el cebo y la tarde era larga, decidí continuar mi paseo. Así que crucé al otro lado del Urumea con propósito de subir al monte Ulía. Había oído decir que desde allí se obtenían las mejores vistas de la ciudad. Y quise comprobarlo. El sol, aunque había descendido un poco, se dejaba sentir. A medida que ascendía por la montaña, un copioso sudor bañaba mi frente y mi rostro a la vez que empapaba todo mi cuerpo. De buena gana hubiera descendido hasta los acantilados para refrescarme con un baño.

Al llegar a media montaña me detuve unos instantes para recuperar fuerzas. Ante mis ojos se ofreció una maravillosa panorámica. No mentían los que afirmaban la belleza de aquellas vistas. El sol, de frente, me deslumbraba un poco. No obstante, constituía un espectáculo fascinador contemplar la ciudad desde allí. El ensanche siguiendo ambas márgenes del río. La Parte Vieja apiñada al pie del Urgull, como abrazándolo para que no se escapara. A continuación la preciosa bahía de La Concha con la isla de Santa Clara en medio. Y en el fondo del hermoso cuadro, el Igueldo.

Continué el ascenso por el Ulía. Pronto perdí de vista gran parte de la ciudad. La carretera me había llevado hacia el mar. El eterno rumor de las olas llegó hasta mis oídos a pesar de la distancia. Aquel monstruo verdeazulado no guardaba reposo ni un solo instante. Sentado a la sombra de unos pinos, intenté abrazar con mi mirada aquel gigante embravecido. Su contemplación era como un sedante para mí. Así permanecí hasta que Apolo desapareció con su carro de fuego en las profundidades del océano, momento en el que inicié el regreso a casa.






10




        Hacía una semana que Rosa del Mar y su familia no daban señales de vida. No había día que no rondara por delante de su casa. Lo primero que hacía al levantarme era acercarme hasta la hermosa villa del Igueldo. Y no había día que regresara a casa sin haber efectuado la correspondiente ronda vespertina. No sabía a qué atribuir aquella súbita y prolongada desaparición que me tenía desconcertado, y moral y sentimentalmente deshecho. Un sinfín de ideas discurrían por mi mente. Todas se me presentaban razonables, para volverse después completamente absurdas. No acababa de entender aquella desaparición, a no ser que se tratara de una treta de la madre de Rosa del Mar.

Hundido en un butacón del comedor hojeaba una revista. Estaba solo. Era un poco pronto para que llegaran los demás. Mi vista pasaba por las hojas sin ver lo que había en ellas. Mi pensamiento estaba muy lejos de allí, pero de pronto un ruido seco me sacó de mi abstracción. Era la patrona que entraba a disponer la mesa.

Buenos días, señorito Raúl.

Buenos días —le contesté sin apenas fijarme en ella.

Mi vista se volvió a perder entre las entintadas páginas. Sin mirar observé que la patrona demoraba mucho su retirada. Hasta me pareció advertir que me dirigía alguna que otra ojeada fugaz. Sin darme cuenta de lo que hacía, alcé los ojos y me encontré con su mirada. Avergonzado bajé la vista de nuevo sobre el papel. Una oleada de fuego recorrió mi rostro. Poco después me atreví a alzar la vista otra vez. La patrona limpiaba la mesa de espaldas a mí. Su falda dejaba gran parte de sus blancos muslos al descubierto. Aparté rápidamente mi vista de allí. Pero, como hombre, no pude resistirme a la tentación de volver a mirar. Sus muslos, redondos y bien torneados, se ofrecían tentadores a mi vista. Una fuerte sacudida recorrió todo mi ser. Ella volvió entonces su rostro hacía mí y me hizo un guiño bastante elocuente. Yo debía de estar semiaturdido y muy alterado. Poco después se marchó. Volvió a hacer varias entradas y salidas al comedor, pero ya no volvió a insinuárseme.

En el momento de finalizar la comida me entregaron una carta. Yo me sobresalté un poco. No había más que una sola persona que conociera mi dirección, Rosa del Mar. Lógicamente, no podía ser más que de ella. La carta venía sin remite y no pude comprobar en aquel momento si era suya o no. La guardé en mi seno para leerla con más tranquilidad en la habitación. Me despedí de mis compañeros casi con los postres en la mano. Mi impaciencia no me permitía permanecer un segundo más en el comedor.

Ya en mi cuarto, abrí la carta y lo primero que miré fue su firma. Efectivamente era de Rosa del Mar. Me apresuré a leer sus líneas, que bebía ávidamente.


Zarauz, 4 de julio de 1966



Adorable Raúl:


Ya perdonarás mi repentina desaparición. El día que ocurrió no tuve tiempo de comunicártelo. Mamá me esperaba hecha un basilisco. Nos había estado espiando desde el balcón y observó tu intento de besarme. Sin esperar a más me obligó a preparar la maleta y acto seguido emprendimos la fuga. Me ha amenazado y me sigue amenazando con mil desafueros si continuamos viéndonos. Papá no está del todo conforme; pero deja hacer a mamá. Siempre ha hecho lo mismo.

No sé hasta cuándo me tendrán aquí. Mamá parece echarlo para largo.

No te doy mi dirección porque no conviene que mamá descubra una sola de nuestras cartas. Contéstame a Lista de Correos de Zarauz.

Recibe mi amor y mi cariño.

Tuya siempre,


Rosa del Mar.



He de confesar que la lectura de esta carta me exasperó en extremo. Ya me estaba temiendo que todo había sido obra de su madre, la muy… No quise ofender a la que podía llegar a ser mi madre política. No estaría bien hacerlo. Pero ¿qué le había hecho yo a aquella buena señora para que se portara así conmigo?

Durante los primeros momentos no supe cómo reaccionar. Mil cavilaciones e ideas estrambóticas acudieron a mi mente. Poco a poco fui tomando conciencia de la realidad del caso. Lo primero que tenía que hacer era no precipitarme. Con calma y tranquilidad vería las cosas más claras.

Después de releer la carta un par de veces, me dispuse a darle contestación. Escribí cuatro líneas y tuve que rasgar la cuartilla. Aún no estaba lo suficientemente calmado como para escribir. Lo dejé por el momento y decidí salir a dar un paseo. Al llegar a la puerta de la calle di media vuelta. El calor era agobiante. En vez de tranquilizarme, me exasperaría aún más. Regresé a mi habitación y me tendí sobre la cama. Así, con la nuca apoyada en mis manos y la vista clavada en el techo, podría calmar mis nervios.

No sé cuántas horas transcurrieron. Muchas. A punto de morir la tarde me devolvió a la realidad la dulce melodía del violín. Empezó con unos acordes preparatorios. Poco a poco fue tomando cuerpo. Tocaba una alegre sinfonía. Muy parecida a la de la primera vez. Era emocionante oír aquella melodía casi celestial. ¿Quién podría ser el dueño de aquella mano que tocaba tan bien? Me asomé a mi ventana por ver si descubría algo. ¡Qué raro! La ventana de donde procedían tan dulces notas permanecía entornada como meses atrás. ¿Qué podía significar aquello? No pude obtener respuesta a mi pregunta.

Desvanecida la música, me propuse escribir la demorada carta. A lo largo de la tarde le había dado varias vueltas en mi mente. Tomé papel y pluma y comencé a escribir.



San Sebastián, 7 de julio de 1966



Mi idolatrada Rosa del Mar:


Tu carta ha venido a despejar en mí la incógnita de tu súbita desaparición y al mismo tiempo ha creado un mar de incertidumbre en mi alma. Por lo que me dices, deduzco que estás ahí como raptada y además «sine die». Yo no puedo permanecer con los brazos cruzados hasta que tu madre se digne levantar el destierro. Mi temperamento y el amor que te tengo no me lo permiten. Dime a vuelta de correo dónde y cuándo podemos encontrarnos.

Tuyo hasta la muerte,


Raúl.



Doblé la carta y la guardé en un sobre. Al día siguiente a primera hora la depositaría en el buzón más cercano. Tenía que llegar pronto, muy pronto, a su destino. De ella dependía en gran parte mi felicidad.

Me pareció que era hora de cenar. Me acerqué al comedor. En él me encontré con los dos asturianos.

Buenas noches.

Hola, Raúl —me contestaron.

Me senté al lado de Luis. Manolo quedaba enfrente.

Encuéntrote algu triste —me dijo Manolo después de unos instantes de silencio—. Lleves unus dies que nun tas muy finu, ho.

Eso ye por causa de la novia —comentó Luis—. A les muyeres nun hay que faceles casu, ho. Si no llévente por mal camín.

¡Meca, ho! Nun me digas que tas triste por culpa duna muyer. ¡Eso ye lo último! Después de cenar vamos dar una vueltina por ahí p'alegrate un pocu.

¡Para vueltas estaba yo! Hice un gesto ambiguo. En realidad no me atreví a darles una negativa. Eran dos buenos compañeros. Más aún, dos grandes amigos. Algo brutos, eso sí. Pero nobles de corazón.

¿Y merez la pena esa mocina, ho? —me preguntó Luis después de una pausa.

Emití un profundo suspiro.

¡Meca! —exclamó Manolo—. Paezme que tas perdiu por ella.

¿Ye guapa la mozuca, ho?

Para mí sí —me atreví a responder.

Manolo explotó en una sonora carcajada.

Eso ye lo que dicen toos los namoraos —comentó—. ¡Ten cuidau con les muyeres, que van volvete llocu!

En aquel momento entró el navarro. Venía de visitar al andaluz.

¿Cúmo ta Antonio? —le preguntó Luis.

¡Vaya! Se va recuperando poco a poco. Hoy lo encuentro más animao, pues. Si sigue así, no tardará en venir a cenar con nosotros.

Después de cenar los asturianos me arrastraron tras de sí. Entre la bebida y el calor que hacía regresé a casa medio mareado. Los asturianos, en cambio, volvían tan frescos. ¡Cómo envidiaba su naturaleza!

Hacía una semana, una larga semana, que había depositado mi carta en el buzón de correos. La respuesta se demoraba ya demasiado. Aquel compás de espera estaba a punto de terminar con mi paciencia. Me pasaba los días sin apenas salir de la pensión. Dejaba transcurrir la mayor parte del tiempo encerrado en mi cuarto. A veces me acercaba al comedor o hacía unos minutos de compañía a Antonio.

Hola, Antonio. ¡Veo que ya se encuentra muy valiente!

Un poquiyo sólo.

Se había levantado por primera vez después del ataque. Ocupaba un sofá del comedor.

Ya verá como no tarda en encontrarse totalmente restablecido.

No lo crea, Raúl. De éhta ya no sargo.

¡Sí, hombre, sí! ¡No faltaba más!

Nada, hombre. A mí éhta me yeva p'al otro barrio. Sólo yo sé lo que hay aquí dentro —señaló el pecho con la mano.

¡No sea tan pesimista, Antonio!

No e pesimismo. E presentimiento.

Me senté frente a él. Su aspecto había mejorado algo. Ya no tenía las ojeras de los primeros días. El color de su piel también había vuelto a su tono normal. Hasta parecía que se le había llenado un poco la cara.

¡Qué calor hace! —exclamé mientras me sentaba.

Hase un calor que no se puee aguantar. ¡No sé cómo aguanta aquí enserrao todo er día! Si yo ehtuviera bien, ¡aquí me iba a ehtar!

Se hace uno a todo. Cada cual se adapta a su estado de ánimo.

En eso tiene rasón. No siempre ehtá uno de humor pa todo.

Charlamos unos minutos más. El andaluz se retiró pronto a su cuarto.

¿Quiere que lo acompañe? —me ofrecí cuando se marchaba.

No, no, grasia. Puedo haserlo yo solo.

Me quedé solo en el comedor, pero no tardó en entrar un individuo. Era el huésped casi desconocido. Pocas veces me había encontrado con él. Se llamaba Víctor. Por lo que tenía entendido era periodista, escritor y filósofo. Un poco de todo y nada de nada. En aquel momento decían que estaba escribiendo un libro sobre los orígenes del hombre. Según referencias se trataba de una auténtica revolución.

Buenas tardes —me dijo al entrar.

Buenas tardes —le contesté yo.

¿No has visto por aquí a Ana Mari?

Ana María era la patrona.

Pues no.

¿Dónde se habrá metido? Hace media hora que la estoy buscando y no la encuentro.

Sin decir más se marchó. Yo me retiré también a mi habitación.

A la mañana siguiente recibí carta de Rosa del Mar. En ella me decía que me abstuviera de ir a Zarauz. No serviría más que para empeorar las cosas. Era una población no demasiado grande y nos sería muy difícil vernos sin ser vistos. Por lo que no convenía arriesgarnos.

Haciendo caso omiso de sus recomendaciones, aquel mismo día me desplacé hasta Zarauz. Mi primer problema al llegar fue encontrar a Rosa del Mar. ¿Cómo podría dar con ella si no tenía su dirección? Tendría que dejarlo a la casualidad y así lo hice.

Transcurrió el primer día sin resultado. A eso de la media tarde del segundo día, cuando iba a hacer entrada en una plazoleta, descubrí una jovencita acompañada por una señora de mediana edad. La joven era Rosa del Mar. La señora que la acompañaba supuse que sería su madre. Retrocedí unos pasos para no ser visto y desde un soportal espié sus movimientos. Se habían detenido ante una tienda de regalos. No parecían tener mucha prisa. Yo dudaba entre dejarme ver o seguir oculto en el soportal. Después de algunas vacilaciones, opté por permanecer oculto. No podía exponerme a ser reconocido por la madre de mi prometida.

Pasaron unos minutos. Minutos interminables. Por fin se decidieron a abandonar aquel lugar. Tomaron rumbo por una callejuela adelante hasta salir a otra más amplia. Yo las seguía desde lejos. Se detuvieron ante una tienda de confecciones y poco después entraron en ella. Desde fuera pude observar que trataban de comprar algo. Permanecí en el exterior hasta que hicieron ademán de salir. Al girarse, Rosa del Mar me descubrió a través de los cristales. Entonces me retiré con rapidez para ocultarme en un portal cercano. Poco a poco se fueron alejando calle adelante. Yo las seguí de nuevo a prudente distancia. No tardaron en detenerse ante un pequeño chalet, en apariencia lujoso. Gesticularon breves segundos. Después la madre penetró en su interior mientras Rosa del Mar retrocedía sobre sus pasos. Cuando ya estaba próxima a mi escondite, salí a su encuentro. Ella me hizo gestos para que retrocediera.

¡Loco, más que loco! —me dijo al llegar a mi lado—. Has estado a punto de que te descubriera mamá.

¿Y qué importa? Así podría comprobar lo que te quiero.

Un apasionado beso apagó la frase de réplica.

¡Anda, vámonos de aquí! Mamá podría sospechar algo y salir a merodear por estos alrededores.

Caminamos unos pasos en silencio.

¿Cómo se te ha ocurrido venir hasta aquí? ¡Mira que si te descubre mamá…!

¡Dale con que si te descubre mamá! He venido porque no podía soportar por más tiempo tu ausencia.

Un nuevo beso unió nuestros labios.

¿Adónde vamos?

Te llevaré a un sitio donde creo que no nos descubrirá nadie. Allí estaremos tranquilos.

Era un pequeño soto no muy alejado del pueblo. El lugar era tranquilo y encantador.

¿Te gusta?

Mucho.

Nos sentamos en un viejo tronco de árbol.

Ahora cuéntame con todo detalle el motivo de esta fuga.

¡Si ya te lo he dicho!

Bueno, pero quiero oírlo de tu viva voz.

Rosa del Mar repitió lo que ya me había dicho en su primera carta con algún detalle más. Para terminar me dijo:

Y ahora ya lo sabes, Raúl. Es mejor que te vayas. Deja que pase algún tiempo. Ya verás cómo vuelven las aguas a su cauce.

Así, ¿tú crees que es preferible que me vaya?

Sí, Raúl, es preferible. Si mamá se enterara que has estado aquí, ya podríamos despedirnos para siempre. Mientras no se entere aún nos queda una esperanza.

Pero ¿es realmente tu madre la que se opone a nuestras relaciones?

¡Cómo te atreves a dudarlo!

No sé qué me digo. Perdona.

Nuestros labios se fundieron en un prolongado y ardoroso beso.

Charlamos espaciosamente. Los dos necesitábamos desahogarnos. Poco antes de la puesta del sol regresamos al pueblo. No convenía infundir sospechas en la madre de Rosa del Mar. Al día siguiente de madrugada inicié el viaje de regreso. Cuando abandoné Zarauz mi corazón sangraba.







                                                                                   11




        Mi tedio era inmenso. Los días me parecían monótonos e iguales. Apenas salía de casa. ¿Para qué iba a hacerlo? Sin Rosa del Mar todo me parecía absurdo, hasta la vida misma. Todavía no podía explicarme por qué se oponía su madre a nuestras relaciones. ¿Qué motivos tendría? Momentos hubo en que llegué a dudar de la sinceridad de Rosa. Pronto desechaba tales dudas por infundadas y absurdas.

Cansado y aburrido de la larga permanencia en mi cuarto, me acerqué un momento al comedor por variar. Había allí un estante de libros que pocas veces me había atrevido a ojear. No había gran surtido. Algunos volúmenes de medicina y no más de media docena de obras literarias. El Quijote, La Celestina, El lazarillo de Tormes eran algunas de ellas. Se notaba cierto gusto y cierta formación literaria en su dueño. A pesar de todo se echaba en falta la ausencia total de obras poéticas.

Tomé El Quijote en mis manos y me senté en uno de los sofás. El calor era sofocante aquella tarde bochornosa de finales de julio. Abrí el libro por el capítulo VIII de la Primera Parte, en el que se describe la descabellada aventura de los molinos de viento. Después de leer la referida aventura pensé si no sería más sinrazón aún mi aventura con Rosa del Mar. En estas reflexiones me hallaba cuando hizo su aparición en el comedor la patrona. No sé si fue simple coincidencia o adivinó mi presencia en el salón. El caso es que allí estaba.

Buenas tardes, señorito Raúl —me dijo con voz algo afectada.

Buenas tardes —le contesté yo con cierta frialdad.

Seguí leyendo las aventuras de Don Quijote. La patrona permaneció unos momentos en el comedor y se retiró. Yo respiré tranquilo. Iba a incorporarme para abandonar la estancia cuando volvió a aparecer. Me pareció observar que había cambiado de indumentaria. Vestía una corta falda y una blusa semitransparente. A través de ella se podían adivinar unos senos turgentes. Una sonrisa maliciosa apareció en sus labios cuando mi vista se clavó en ella. No cabía duda de que se proponía algo. Al pensarlo cierta turbación se apoderó de mí. ¿Sería cierto lo que decían de sus relaciones con Víctor? Pero ¿por qué se fijaría en mí? ¿No le bastaba con un amante?

Bajé la vista a las páginas del libro. No podía resistir su mirada. Mi cara despedía fuego. Un frío sudor empapaba mi cuerpo. Leía sin enterarme de lo que leía. A través de las líneas notaba su presencia. En cierta ocasión me atreví a elevar la vista hacia ella. La muy pícara esperaba aquella mirada. De espaldas a mí y sin dejar de mirarme, hizo como que limpiaba la mesa. Poco a poco se fue inclinando sobre ella. A medida que realizaba el movimiento se elevaba su falda. Quise retirar mi visa de allí, pero una fuerza superior me lo impidió. Noté que mi pulso se alteraba y que mi corazón latía con violencia. Mis sienes parecía que me iban a estallar. Un fuerte impulso —hasta entonces desconocido para mí— dominaba todo mi ser. Casi me era imposible mantenerme en mi asiento.

Sus muslos, redondos y bien torneados, se ofrecían tentadores a mi vista. Ella, advirtiendo mis reacciones, se inclinó más aún. Una oleada de fuego inundó mi cabeza. La patrona no llevaba nada debajo de su falda. Entonces perdí por completo el dominio sobre mí mismo.

Encerrado en mi cuarto recordaba horrorizado mi primera experiencia sexual. Acababa de ser seducido por una mujer. Mi conciencia comenzó a atormentarme. Mil escrúpulos me acosaban. ¿Cómo podría presentarme sin remordimientos, sin una cierta vergüenza ante mi dulce adorada? Ante los ojos de mi conciencia me había vuelto indigno de ella. Había perdido mi pureza que con tanto esmero guardaba para mi cándido amor.

Rehíce en mi mente todos y cada uno de los pasos de la seducción. ¿Cómo era posible que hubiera caído en ella? Pude haberla evitado si hubiera actuado a tiempo. ¿No sería que en el fondo la deseaba? Era algo a lo que no podía contestar con certeza.

Tendido en la cama intenté relajarme. Todos mis esfuerzos eran vanos. Mi conciencia no cesaba de atormentarme. Entonces comenzó a sonar la tranquilizadora música del violín. Fue como un bálsamo para mi agitado espíritu. Di las gracias a aquella mano maravillosa que tan oportunamente había comenzado a tocar. Su música era deliciosa. Iba envolviendo mi alma en una agradable y tenue niebla. Tuve la sensación de ser transportado a un mundo de ensueño y fantasía. Un mundo en el que todo era bello y bueno. En el que no existía la maldad ni la impudicia. Los seres que lo habitaban eran completamente felices. La felicidad era su insignia.

Mi mundo de ensueño se desvaneció como por encanto. Había cesado la música. La amarga realidad volvió a presentarse cruda ante mis ojos. De nuevo el gusanillo del remordimiento comenzó a atormentar mi conciencia.

Después de cenar decidí dar un paseo. Necesitaba respirar aire puro. La noche era calurosa. De cuando en cuando sentía en mi piel la suave caricia de la brisa del mar.

El monte Urgull, el Igueldo y la isla de Santa Clara ofrecían un maravilloso espectáculo. Los tres aparecían completamente iluminados. El verdor de su vegetación destacaba en el fondo negro de la noche. El Urgull descollaba por el monumento al Sagrado Corazón que lo coronaba como áurea cúpula.

Me acerqué al paseo de La Concha para contemplar mejor aquel bello panorama. Apoyado en el antepecho de la barandilla, dejé vagar los ojos de mi imaginación a su capricho. No tardaron en trasladarme a Zarauz. Entonces reviví las dulces horas que había pasado allí con mi adorada Rosa del Mar. Unas palabras groseras e incoherentes vinieron a sacarme de mi delicioso sueño. A mi lado un borracho profería blasfemias e imprecaciones. Ora se dirigía a los vehículos que pasaban por la carretera; ora se encaraba con la playa o el Urgull; ora se dirigía a mí. Un sentimiento de compasión y de lástima me suscitó aquella desdichada figura. ¿Cómo sería posible que la persona humana se degradara hasta tal extremo? No podía explicármelo. Tal vez sea porque nunca me he sentido atraído por la bebida. No lo sé.

La esquelética figura se alejaba dando traspiés. Los pantalones caídos y la camisa a medio vestir. Inspiraba lástima de veras. Las voces de aquel infeliz se iban perdiendo en el silencio de la noche. Lo seguí con la mirada hasta que se perdió de vista. Después, sin saber cómo, me olvidé de él.

El paseo de La Concha estaba semidesierto. Consulté el reloj y observé que era muy tarde. Con pasos lentos me encaminé hacia la pensión. Iba ensimismado en mí mismo y no advertía lo que pasaba a mi alrededor. Una idea fija atraía mi atención. Hacía cuatro días que había escrito a Rosa y aún no había recibido respuesta, lo que no era normal, pues sus cartas solían tardar un par de días desde que cursaba las mías. Su demora me inquietaba. ¿Le ocurriría algo? ¿Habría interceptado su madre alguna de nuestras misivas de amor? Inmerso en estos pensamientos llegué a la pensión. Aún tendrían que transcurrir varias horas antes de que me quedara rendido en los brazos de Morfeo.

A la mañana siguiente me levanté un poco tarde. Dos círculos amoratados rodeaban mis párpados. No había pasado la noche muy bien. Varias pesadillas me habían despertado sobresaltado en más de una ocasión. En una de ellas soñé que Rosa del Mar se alejaba vertiginosamente de mí. Corríamos uno al encuentro del otro por un prado sembrado de narcisos y margaritas. Ella vestía toda de blanco. Próximos a nuestro encuentro advirtió algo en mí. Entonces dio media vuelta y en carrera desenfrenada se alejaba cada vez más. Yo hacía esfuerzos sobrehumanos por alcanzarla, pero ella se distanciaba más y más. De pronto vi cómo se precipitaba en un abismo sin fondo. En ese preciso instante me desperté. Un fuerte nudo atenazaba mi garganta. Y mi frente estaba cubierta por un frío sudor.

Poco antes de comer me entregaron una carta. Era de Rosa del Mar. En ella me decía que llegaría muy pronto, al día siguiente.

Por la tarde no pude resistir la tentación de acercarme hasta el Igueldo. Sabía que hasta la tarde siguiente no vería a Rosa del Mar, pero era igual. Quería recordar aquel viejo y entrañable lugar. Las puertas y ventanas de la villa permanecían cerradas. Los postigos entornados. Al verlo un cierto estremecimiento recorrió todo mi cuerpo.

Cobijado bajo la sombra de los pinos dejé pasar la tarde. Con las primeras sombras de la noche inicié el retorno. Al pasar frente a la villa de Rosa del Mar descubrí luz en su interior. Quedé perplejo. ¿Se habrían adelantado a la fecha indicada? Posiblemente. Amparado por la oscuridad de un seto, me dispuse a descubrir lo que ocurría. No bien habían transcurrido cinco minutos cando vislumbré tras los visillos la figura de una mujer. Debía de ser la madre de Rosa. Con el corazón lleno de felicidad abandoné el lugar. Rosa del Mar ya estaba en San Sebastián.





12



        Rosa del Mar se apoyaba en la verja de su jardín. Al verme subir por la carretera se dirigió a mi encuentro.

¡Rosa!

¡Raúl!

Nuestros labios se unieron en un apasionado beso.

¡Al fin juntos!

Sí, Raúl. Pero será mejor que tomemos precauciones.

¡Precauciones, precauciones! ¡Como si nuestro amor fuera un crimen!

La besé otra vez.

Basta ya, Raúl; pueden vernos. Vámonos de aquí.

Nos alejamos carretera abajo. La mañana era espléndida.

¿Adónde vamos?

A cualquier parte con tal de alejarnos de aquí.

Rosa del Mar parecía alegrarse a medida que nos distanciábamos de su casa. Su rostro era una bella amapola que se abría al sol.

¿Cómo has adivinado que estábamos aquí?

Anoche pasé por delante de tu casa y vi luz dentro. Por cierto, ¿cómo es que habéis adelantado un día el regreso?

Papá no se sentía a gusto en Zarauz. Por él hubiéramos venido hace ya quince días. ¡Añoraba tanto San Sebastián…! Al fin pudo convencer a mamá para que regresáramos ayer. Recordó que hoy se celebraba una reunión muy importante a la que no quería faltar.

¡Ya podía haberse celebrado antes esa reunión!

No grites tanto. Mamá estuvo a punto de dejarlo venir a él solo y quedarnos nosotras todo el mes de agosto allí.

¡Sólo habría faltado eso! Pero, ¿qué le he hecho yo a tu madre? ¿Por qué me odia tanto? Tú lo tienes que saber. ¿Por qué no me lo dices?

Ya te lo he dicho, Raúl. Mamá no te odia. Lo único que quiere es que yo no salga con chicos aún.

Sin darnos cuenta habíamos llegado a las proximidades del Puerto Pesquero. Poco a poco nos fuimos acercando a él. Su mundo multicolor ofrecía un cuadro único a nuestra vista. Barcos de diversos colores y de escaso calado se hallaban amarrados a los muelles. Nuevo San Vicente, Gaztelu, Ntra. Sra. de Aranzazu, rezaban algunos rótulos. Las viejas y típicas casas adosadas al Urgull constituían el plano de fondo.

¡Qué bonito es todo esto!

Precioso.

Caminábamos por entre una multitud curiosa y desocupada. Paulatinamente nos fuimos acercando al Aquarium. Rosa del Mar me invitó a verlo. Recorrimos una por una todas sus dependencias deteniéndonos en cada acuario. Los peces, como ignorando nuestra presencia, no se inmutaban al vernos ante ellos. Después de una prolongada visita abandonamos el recinto. Fuera el sol calentaba con fuerza.

¡Qué calor! Podíamos ir a la playa.

Claro que podíamos ir, pero no vengo preparada. ¿Por qué no subimos hasta el Sagrado Corazón?

Iniciamos el ascenso sin prisas. La carretera serpenteaba el monte rodeada de árboles. A través de su tupido follaje apenas calaban los rayos del sol. Un delicioso frescor hacía más suaves aquellas rampas. De cuando en cuando nos deteníamos para contemplar la bella panorámica.

¡Qué bonito es todo esto!

Sí que lo es.

Pero más bonita eres tú.

¡No seas adulador, Raúl!

No es adulación. Es la pura verdad. Eres bella como una rosa. Por eso te puse ese nombre.

Una dulce sonrisa se asomó a sus provocadores labios. Yo me apresuré a apagarla. Tomamos asiento en un banco.

Te quiero, Rosa.

Yo también te quiero a ti, Raúl.

Entonces, ¿por qué no ponemos fin a esta situación? ¿Por qué no nos presentamos a tus padres y les pedimos que autoricen nuestras relaciones?

No sé, Raúl. Me da miedo. Papá puede que no oponga resistencia, pero mamá…

¿Por qué me odia tanto tu madre? —le susurré al oído.

Las mejillas de Rosa del Mar se tiñeron de vivo carmín.

Ya te lo he dicho más de una vez.

Eso no me convence, cariño. Una madre, por muy puritana que sea, debe comprender que su hija tiene derecho a enamorarse. No puede interponerse en su vida. Tiene que haber alguna otra razón de más peso y me temo que tú la sabes.

¿Yo? ¡Pobre de mí!

No finjas, Rosa. Tu cara te delata.

Tenía entre mis manos las suyas. Las acerqué a mis labios y las besé.

Anda, Rosa, cuéntamelo todo por duro que sea. ¿Acaso crees que no es más duro vivir con esta incertidumbre?

Si insistes, te lo diré. Pero luego no quiero que me reproches nada.

Descuida.

Rosa del Mar tosió un par de veces. No sabía cómo empezar. Al fin se decidió.

Mamá no quiere que salga contigo, porque no te conoce de nada. No sabe quién eres ni de dónde procedes. Dice que Dios sabe de qué familia serás. Si tu familia será buena o mala. Si gozará de buena posición o no. Que por qué no te dejo y me voy con los de mi clase. Y otras cosas así. Cada vez que se entera que he salido contigo me pone la cabeza como un bombo.

Me lo imagino. ¡Si no fuera porque es tu madre…!

¡Qué!

Nada, nada. Será mejor no hacer comentarios.

Un largo silencio se interpuso entre ambos. Yo reflexionaba sobre sus palabras. Una congoja se fue apoderando de mí. Un fuerte nudo atenazó mi garganta. Quise odiar a su madre y no pude. Tenía la sensación de que al odiarla, odiaba a Rosa también. Poco a poco logré superar aquel estado de ánimo. Traté de olvidarlo todo. De olvidar lo que me había dicho Rosa, lo que yo había pensado. Incluso traté de olvidar que existíamos. En aquel momento me hubiera gustado comenzar una nueva vida. No saber nada uno del otro. Acabar de conocernos. Quizá hubiera sido más bonito así.

¿En qué piensas?

En nada.

No me lo creo. Cuando te quedas así sé que piensas en algo. Te conozco muy bien. Estoy segura que estabas pensando en lo que te he contado de mamá. ¿Me equivoco?

Ya te dije antes que era mejor no hacer comentarios. No volvamos a liarlo todo.

Perdona. No he querido molestarte.

No me has molestado, Rosa. Pero es mejor que lo olvidemos.

Un pajarillo revoloteaba entre la fronda. Parecía un pardillo. La espesura del follaje me impedía reconocerlo. Ora se posaba en una rama. Ora saltaba a otra. Tan pronto se vislumbraba por algún hueco, como se ocultaba tras alguna hoja. Cansado de reconocer la enramada, se alejó apresuradamente de allí.

¿Continuamos hasta el Sagrado Corazón?

Como quieras.

¡No me digas que ahora no te apetece subir! Tú fuiste la que lo propusiste.

¿Y quién dice que no me apetezca?

Subimos en silencio el trecho que nos faltaba. Al llegar arriba nuestra conversación se animó un poco. A medida que recorríamos el monumento Rosa se hacía más locuaz. Me explicaba todos los detalles de la estatua.

¿Sabías que está enclavado en el Castillo de la Mota?

Pues, no, no tenía ni idea.

—Los restos del castillo están formados por este muro más viejo de piedra que ves aquí y que constituye el asiento de todo el monumento. Como puedes ver, sobre el castillo construyeron una base, que funciona como capilla, y sobre ella levantaron la estatua del Sagrado Corazón.

—Es muy interesante.

—¿Cuánto calculas que mide todo el monumento?

—No tengo ni la más remota idea, pero por decir algo, unos quince o veinte metros.

—Pues mide casi treinta.

—¿Tanto?

—Sólo la base ya mide dieciséis metros y la estatua doce y medio.

—Pues a simple vista no lo parece.

Rosa del Mar siguió dándome más detalles del monumento mientras lo circundábamos. Finalizado el recorrido nos detuvimos en la parte posterior. El mar se ofrecía a nuestros ojos en toda su grandeza. Los dos teníamos perdida nuestra mirada en él.

¿Qué misterios guardará el mar en sus entrañas?

—No lo sé, pero me gustaría conocerlos. ¡Debe de ser tan maravillo ahí abajo…!

Estábamos tan próximos que nuestros alientos se entremezclaban. Sus verdes ojos se clavaron en los míos con una mirada de hechizo.

No sé para que quiero asomarme al mar si lo puedo contemplar en tus ojos.

¡Exagerado!

Nos acercamos más. Nuestros labios se unieron apasionadamente. Permanecimos largo rato unidos en un abrazo de amor.

Rosa, te quiero. Te quiero con locura. Tú lo eres todo para mí.

Yo también te quiero, Raúl.

No permitiré que te arrebaten de mi lado. No podría vivir sin ti.

Mi declaración era sincera. Pero a lo lejos se extendía una sombra que la empañaba. Era la sombra de su madre. Al rememorarla, un profundo escalofrío recorrió todo mi ser.

¿Qué te ocurre, Raúl?

Nada, cariño.

He notado algo extraño en ti.

Habrá sido la emoción.

Sin prisas fuimos dejando atrás el monumento al Sagrado Corazón. El sol se acercaba ya al cenit. El calor era sofocante.

¿Vamos a la playa esta tarde?

No me hace mucha gracia, Raúl. Está siempre tan abarrotada, que no puedes dar ni un paso.

¿Adónde quieres que vayamos entonces?

No lo sé. Podríamos ir a las rocas…, o a la montaña… ¿Por qué no damos un paseo por la montaña?

No me apetece. Hace demasiado calor para caminar.

Guardamos silencio. Yo llevaba a Rosa asida por el talle y ella a mí por el mío.

¿Quieres que vayamos al cine? —insinué con débil voz.

No creas que se estará muy bien allí con este calor.

Podemos ir al Astoria. Tiene refrigeración.

¿Qué programa hacen?

¿Arde París?

¿De veras hacen ¿Arde parís?

Sí. Lo he visto esta mañana en el periódico.

Pues ésa no me la pierdo.

Dicen que es muy buena.

Eso tengo entendido. Dura unas tres horas.

¿De qué trata?

Creo que de la Segunda Guerra Mundial. De cuando entran los alemanes en París. Pero eso ya lo veremos.

El sol se filtraba por entre las ramas de los árboles. Formaba en la carretera un maravilloso claroscuro.

¿No te parece bonito esto, Rosa?

¡Maravilloso!

Nos apoyamos un momento en el muro que contenía la carretera para contemplar el paraje. Abajo, como empotradas en la base del monte, se veían las viejas casas del Puerto Pesquero. A su lado los barcos se bamboleaban suavemente, como si interpretaran una consabida danza. Poco más adelante se extendía la playa, cual gigantesca concha dorada.

¡Qué poético es todo esto! –exclamé casi para mí.

Sí que lo es.

Rosa del Mar se había girado hacia mí. Mi mirada se perdió en el piélago de sus ojos.

¿Te gusta la poesía, Rosa?

Mucho.

¡No me digas! No sabía que te gustara.

No hace mucho que empezó a gustarme. Todo ocurrió el año pasado cuando estudié literatura. El profesor que nos la daba era un enamorado de la poesía y a él le debo mi afición hacia ella —permaneció unos instantes en silencio antes de continuar—. Pocos eran los días que no nos leía un poema de algún laureado poeta. Ponía el alma entera en ello. Más que leerlos parecía que los vivía. Le gustaba mucho leernos trozos o poemas enteros de San Juan de la Cruz, Fray Luis de León, Bécquer, Antonio Machado y otros. Por Juan Ramón Jiménez sentía una cierta predilección, aunque decía que era un poco oscuro para entenderlo.

Nuevo silencio. A nuestro lado pasó una pareja de mediana edad.

Él fue quien nos enseñó a leer la poesía, a entenderla, a comprenderla. Él despertó en mí tan bellos sentimientos.

Rosa del Mar guardó silencio. Nuestras miradas se cruzaban tratando de escudriñar hasta lo más profundo de nuestros ojos.

Algún poeta ha dicho —creo recordar que fue Bécquer— que la poesía es la mujer y tenía razón. Contemplándote a ti no puedo dudar de la veracidad de esta afirmación, porque toda tú eres pura poesía. Tus ojos son dos pozos profundos, pero diáfanos cual la luz del sol. Son dos mares totalmente transparentes. Son dos brillantes esmeraldas que embellecen aún más tu hermosa cara. Quien te ame a ti no tiene más remedio que amar la poesía.

Un largo y apasionado beso apagó mi voz. Después proseguimos el descenso. Se acercaba el mediodía y a Rosa se le hacía tarde. Abandonamos el Urgull y con él el Puerto Pesquero.

Por la tarde fuimos al cine como habíamos planificado. Después acompañé a Rosa del Mar hasta su casa. Cuando llegábamos al Igueldo se desvanecía ya el crepúsculo. El lucero de la tarde hacía su presencia en el firmamento. Una suave brisa mecía las hojas de los árboles y refrescaba nuestros ardientes rostros.

¡Qué agradable brisa! Invita a quedarse aquí.

De buena gana me quedaría si no fuera por mamá.

¡Qué le vamos a hacer!

Un profundo suspiro surgió de mi garganta. En aquel instante llegábamos a la verja de su jardín. La noche ya se había adueñado de la ciudad y de la montaña. El rostro de Rosa del Mar aparecía más hermoso que nunca a la luz de una farola.

¡Qué bonita eres, Rosa!

Ella me sonrió. Luego juntamos nuestros labios para fundirlos en un prolongado beso de amor.

Si me separaran de ti no sé si podría vivir.

Yo creo que tampoco podría vivir sin ti.

Tenemos que hacer algo para convencer a tu madre.

No sé qué.

Un ruido en uno de los balcones de la casa nos obligó a ponernos en guardia. No vimos a nadie. Pero allí mismo pusimos punto final a nuestra conversación.

Hasta mañana, Rosa.

Hasta mañana, Raúl.

Vi cómo desaparecía cruzando el umbral de la casa. Después me alejé de allí.

Al entrar en el comedor de la pensión encontré a todos los compañeros sentados a la mesa. La madre de la patrona servía la sopa en aquel momento.

¡Vaya! ¡Sí que ha sido puntual, señorito Raúl! Si se descuida un poco más se queda sin sopa.

Mi respuesta fue un saludo general.

A éhte lo traen loco lo amore de esa shica.

El andaluz ya hacía días que se sentaba a la mesa con todos. Aunque ya no era el de antes, había recuperado en parte su humor.

¡Ah, pero ¿ tiene novia el señorito Raúl?

¡Pue claro que tiene novia! ¿No se lo nota uhté en lo ojo, señá María? ¡No hay má que mirar pa ér!

¡Vaya, vaya! ¡Qué callado se lo tenía!

Los comentarios se intercambiaban entre la madre de la hospedera y el andaluz. Los demás no intervenían. La señora María se retiró. En el comedor sólo se oía el ruido que producían los cubiertos en los platos.

Al entrar en el comedor había observado la presencia de Víctor. Era extraño. En todos aquellos meses que llevaba en la pensión era la primera vez que lo veía sentado a nuestra mesa. Noté que apenas se hablaba durante la cena y de cuando en cuando el andaluz cambiaba alguna mirada significativa con el navarro. Los asturianos se mostraban algo más locuaces entre ellos, aunque también guardaban cierto comedimiento.

Terminada la cena, Víctor se esfumó como una exhalación. Los asturianos tampoco se demoraron.

¿Ha vihto, Carmelo? Ése casi no ehpera ni por lo pohtre.

Sí, pues. Paíce que lo persiguiera el diablo.

Er diablo sí que lo persigue, pero eh er diablo que yo me sé. ¡Si huebiera oío ehta mañana er ruío que se ha armao por aquí…! Ehto paresía un infierno. ¡Había que ver a la do muhere contra er carsonaso der marío!

Así, tú lo viste todo, pues.

No. Yo ehtaba en mi cuarto. Desde allí lo oí todo y pude imaginar lo que ehtaba ocurriendo. Ana Mari le contehtaba, pero la que má le gritaba era la vieha. ¡Madre de mi arma, cómo lo puso! Ahora que no crea, ér se defendía. Ar final casi logró imponerse. Desía que no quería ver má a ese tipo por aquí, que si lo veía le arrancaría la piel a tira. Aluego se marsharon y ya no pude oír má.

Así, paíce que lo ha descubierto todo, pues.

Eso parese.

¡Ya era hora! Porque esto era un escándalo, pues.

Lo que hase farta e que ér cumpla con su deber de marío.

Ahora cumplirá, Antonio.

¡Ya veremo!

Sí, pues. Ahora cumplirá por la cuenta que le trae.

Yo prestaba atención a la conversación de Antonio y Carmelo sin intervenir en ella. Parecía que la crisis familiar había llegado a su cúspide. Era de esperar que se normalizaran sus relaciones y volviera la paz y la calma a aquel hogar.

Bueno, Carmelo y compañía, sos dejo.

¿Qué prisa tienes, pues?

Prisa ninguna. Pero ya va siendo hora de que me vaya pa la cama. Er médico me dise que debo guardar musho reposo.

¡Hala, pues, Antonio! Hasta mañana y que descanses.

Lo mismo sos digo. ¡A la buena noshe!

Carmelo y yo nos quedamos solos en el comedor. Un silencio incómodo se interpuso entre ambos. Ninguno de los dos sabíamos qué decir. Por fin el navarro trató de romper el hielo con una frase tópica.

Hace calor, pues.

Sí que lo hace.

Nuevo silencio y nueva situación molesta. Ni uno ni el otro queríamos hablar de aquel tema que aún se respiraba en el aire y tampoco acertábamos a iniciar otra conversación.

Se va haciendo tarde, pues. Habrá que ir pensando en acostarse.

Sí que se está haciendo tarde.

Como movidos por un resorte, nos levantamos los dos a un tiempo dispuestos a abandonar el comedor. La verdad que para mí no era demasiado tarde. Pero prefería encerrarme en mi habitación a seguir representando aquel bochornoso papel. Y creo que otro tanto le ocurría a Carmelo.





13




        Quince días habían transcurrido desde el regreso de Rosa del Mar. Nuestras relaciones proseguían con normalidad. Su madre parecía no interponerse ya en nuestro camino. Me alegraba de ello, aunque estaba algo receloso. Detrás de aquella aparente calma podía desencadenarse la tempestad.

Esperaba a Rosa sentado en un banco del paseo de La Ondarreta. Habíamos quedado de encontrarnos allí. No tardó en llegar. Se acercó a mí con la cara risueña.

¿Hace mucho que esperas?

Acabo de llegar.

Un fugaz beso fue nuestro saludo.

¿Sabes? Tengo un plan para esta tarde.

¿Y cuál es?

He pensado que podemos pasar la tarde en la casa de campo.

Pero ¿tenéis una casa de campo?

Sí. No te lo había dicho nunca, ¿verdad?

Que yo recuerde, no.

Pues sí, tenemos una casa cerca de Hernani. Antes de venir para San Sebastián vivíamos allí. Es la casa de mis antepasados.

Pero ¿vive alguien en ella?

No, ahora no. Ahora está completamente deshabitada. Bueno, algunos fines de semana los pasamos allí.

¡Ahora me explico por qué he encontrado tu casa cerrada varios fines de semana!

¿Te apetece la idea de conocer la vieja mansión?

Sí, claro que me apetece.

Pues vamos.

El autobús nos dejó cerca de la casa. Un camino algo descuidado conducía hasta ella. Acá y acullá surgían pequeñas villas de rojos tejados que destacaban en medio del verdor. Viejos caseríos, diseminados por todas partes, sembraban los valles y las pendientes de las colinas. El paisaje que se ofrecía a nuestros ojos era de ensueño, como sacado de una película.

Cuando nos acercábamos a la vieja mansión detuve unos instantes a Rosa del Mar. Quería observar la villa antes de entrar en ella. Una pesada verja de hierro labrado cerraba el paso al recinto de la misma. Estaba bastante descuidada. Había perdido parte de la pintura y poco a poco se iba apoderando de ella la herrumbre. En el centro del arco que cubría la verja se veía un letrero forjado en una lámina de hierro. En él se podía leer no sin cierta dificultad VILLA ANITA. Sobre el deteriorado letrero había dos soportes. En otro tiempo debieron de ser el sostén de algún farol que serviría para alumbrar durante la noche la entrada a la villa.

La tapia que circundaba la vieja mansión también estaba semiderruida. Por todas partes crecían zarzas y yerbajos que trepaban por la pared hasta apoderarse de ella. El interior tampoco parecía presentar un aspecto muy halagüeño. Desde allí se podía ver toda la parte frontal de la casa. Era una vieja construcción de dos siglos atrás por lo menos. Tenía cierto aire de nobleza. El edificio era de piedra. Tenía una cúpula en su parte central y dos pequeñas torres en los extremos.

¿Te gusta? —me interrogó Rosa del Mar con cierto recelo.

No está mal. Pero parece muy abandonado todo esto.

Sí. Desde que nos fuimos a San Sebastián apenas nos hemos vuelto a ocupar de ella. Pero, vamos a ver su interior.

Rosa del Mar abrió la verja con una vieja llave. La reja rechinó antes de dejarnos el paso libre. Una magnífica finca se ofreció a mi vista. ¡Lástima que estuviera tan abandonada!

¿Sabes que es una finca estupenda? ¡Qué pena que no esté cultivada!

Que yo sepa nunca ha estado cultivada. Nosotros, cuando vivíamos aquí, dedicábamos parte de ella a jardín.

Antes de entrar en la casa recorrimos parte de la finca. Estaba muy descuidada. Luego entramos en la vieja mansión. Un laberinto de vestíbulos, pasillos, dependencias y salones formaban la planta baja. Casi todos estaban vacíos. Únicamente el comedor conservaba algunos muebles y decorados. Una gran mesa de caoba ocupaba el centro de la amplia dependencia. Sin duda había sido puesta allí para recibir a gran número de comensales. Dos deterioradas sillas de la misma madera eran testimonio de tiempos mejores. En el centro del techo aún se conservaba el soporte de la que debió de ser una gran lámpara. Un voluminoso mueble de caoba forrado de satén ocupaba toda una pared de la dependencia. Antaño debió de guardar valiosas vajillas, hermosas cristalerías, bellas porcelanas, juegos de café y té… En el centro tenía varios estantes para libros llenos de polvo y telarañas. Las paredes restantes estuvieron tapizadas en marrón tal vez oscuro. El paso del tiempo lo había desteñido. Numerosos jirones colgaban por todas partes. Un retrato amarillento, semiborrado, de un hombre de facciones proporcionadas, bastante elegante, altivo y dominador, parecía presidir el comedor desde la pared frontal.

¿Quién es ése? —pregunté a Rosa señalando el retrato.

Fue el fundador de esta casa. El tatarabuelo de mi bisabuela.

Pues no va poco lejos el parentesco!

Guardamos silencio. Yo seguía contemplando aquellos objetos de museo.

Por lo que veo, todo esto tiene un aire señorial. ¿No serían nobles tus antepasados?

A decir verdad, sí. Ese señor que ves ahí —señaló el cuadro— era dueño de un señorío en estos contornos. No te puedo dar muchos detalles, porque yo misma los desconozco. Sólo sé que mis antecesores vivieron de rentas hasta no hace mucho. Fue con mi abuela con quien terminó de derrumbarse el patrimonio.

¿Y cómo fue eso?

Es largo de explicar. ¿Por qué no vamos al salón de la planta alta? Allí te lo contaré.

Abandonamos el destartalado comedor. Rosa del Mar me condujo por pasillos y escaleras hasta la planta alta. Parecía estar mejor cuidada que la anterior. Entramos en el salón. Varios butacones y sofás lo amueblaban. Las paredes estaban revestidas de tapiz color granate. Las adornaban algunas reproducciones de cuadros famosos. La Maja desnuda, Las Meninas, El caballero de la mano al pecho. Del centro del techo colgaba una gran lámpara antigua, digna de un museo o de una casa de antigüedades. El suelo lo cubría una alfombra descolorida ya. Dos grandes cortinas a juego con el tapiz cerraban el decorado.

¡Esto ya es otra cosa! Pensaba que iba a estar todo como lo que hemos dejado ahí abajo.

Cuando venimos a pasar algún fin de semana, hacemos vida en esta planta. Por eso la tenemos algo más cuidada.

Nos sentamos en uno de los sofás. Rosa del Mar estaba encantadora.

¿Sabes? Estás muy guapa.

¿De veras?

¡Eres la chica más bonita que hay bajo el sol!

No seas embustero.

Nuestros labios se fundieron en un ardiente beso de amor.

Sería maravilloso vivir aquí los dos juntos, sin que nadie nos molestara, apartados de todos los ruidos, casi aislados del mundo.

Me daría miedo.

¿Por qué?

No sé. Me entran escalofríos sólo de pensarlo. ¡En esta casa tan grande nosotros solos por la noche! No podría dormir.

Me tendrías a mí siempre a tu lado.

Rosa enmudeció. Su mirada se había clavado en el suelo, en algún punto fijo de la alfombra. Tomé su barbilla con los dedos índice y pulgar y con suavidad le obligué a girar su rostro hacia mí. Luego rocé ligeramente sus rojos labios con los míos.

—Cuéntame esa historia de tu abuela. Recuerda que me lo has prometido.

Tienes razón. Ya casi me había olvidado. —Carraspeó varias veces como tratando de aclarar su voz—. Mi abuela —comenzó— fue hija y heredera única.

Igual que tú, entonces.

No me interrumpas y escucha —hizo una pequeña pausa—. Todo marchaba bien en la casa. Mi abuela crecía. Mis bisabuelos ya le habían buscado un pretendiente. Todo iba de mil maravillas. Pero un día a la abuela le dio por enamorarse de otro hombre. Fruto de aquellos amores románticos nació mamá. Los bisabuelos, al enterarse, creyeron enloquecer. Tengo entendido que el bisabuelo era un hombre muy recto. Cristiano viejo y fiel observador de los preceptos de la moral católica, no pudo sobreponerse a aquel disgusto. El nacimiento de mamá supuso para él la deshonra de su casa. Desde aquel día ya no volvió a ser el mismo. Cuentan que la pena y la vergüenza lo llevaron a la tumba. No sobrevivió un año al nacimiento de mamá.

Hizo una pequeña pausa, como si tratara de coordinar las ideas.

Con la falta del bisabuelo la casa comenzó a decaer. Muchos de los renteros dejaron de pagar las rentas. La abuela trató de imponer su autoridad. Pero no logró nada. A medida que la casa se venía abajo, se fue quedando sin servidumbre. Cuando murió la bisabuela ya no quedaban más que el ama de llaves, una sirvienta y el jardinero. Desde entonces cada vez ha venido a menos. Cuando se casó mamá, ya no les quedaba más que esta casa y esta finca, que es lo que ahora tenemos.

¡Es una verdadera lástima!

Desde luego. Pero así es la vida.

Guardamos silencio. Rosa del Mar miraba al suelo. Yo tenía una de sus manos entre las mías.

Ahora comprendo por qué tu madre se muestra tan obstinada contra mí. Desciende de familia noble y no quiere mezclar su sangre con la de clases inferiores.

Sí, mamá tiene mucho orgullo. Aún no se ha hecho a la idea de que tenemos que vivir de lo que gana papá. En más de una ocasión me contó la abuela que mamá se había casado por el dinero de papá, no por amor. Habían llegado a una situación extrema. Ya no recibían rentas ni beneficios de ninguna clase. El servicio había quedado reducido a una vieja sirvienta, Casandra, que no tenía adonde ir. La abuela era ya de avanzada edad para comenzar una nueva vida. Mamá no sabía ni quería hacer nada. «Antes morir de hambre que trabajar», decía. Así, pues, la única salida era el matrimonio. Había que «cazar» a un hombre que las sacara de aquella miseria e indigencia en que habían caído.

—Y ese hombre fue tu padre.

En efecto. Papá solucionó el problema económico. Su sueldo no es despreciable. Es el director de uno de los principales bancos de la ciudad. Gracias a él podemos vivir con cierta holgura. Incluso nos podemos permitir más de un capricho. Pero mamá no se ha hecho aún a la idea. Sigue considerando a papá como inferior a su clase. En más de una ocasión he tenido que presenciar las humillaciones que le hace.

Claro. Y a ti te considerará como legítima heredera de su honor y de su condición, ¿no?

Por desgracia, sí. Más de una vez me ha dicho que yo no me casaré si no es con un hombre de noble alcurnia.

Y tú, ¿estás de acuerdo?

Ya sabes que no, Raúl. Seré tuya o de nadie.

Atraje su mano a mis labios y se la besé. Luego nuestros labios se unieron en un apasionado ósculo. Apolo asomaba su cara por el balcón. Sus dorados rayos inundaron de luz el salón.

Espera un momento. Voy a correr las cortinas.

Rosa del Mar se acercó al balcón. Estaba realmente hermosa.

¡Qué bonita eres! —le susurré al oído al regresar junto a mí. Ella me sonrió halagada. La estreché entre mis bazos. Su delicado cuerpo se estremecía de emoción. Mis labios acariciaban su cuello de marfil y el delicado lóbulo de sus orejas.

No por favor… No sigas, Raúl… Por favor…, déjame ya —me suplicaba entre suspiros y frases entrecortadas.

Su respiración agitada era indicio de su incontrolada pasión. Mis labios buscaron sus ardientes labios. Nuestras bocas se fundieron en una sola. Nuestros pechos palpitaban con violencia. Entre los dos comenzó a arder la llama de la pasión.

Te quiero, Raúl.

Y yo te adoro. Prometámonos en este instante amor eterno.

Te lo prometo, Raúl. Seré tuya y sólo tuya hasta que la muerte nos separe.

Un nuevo beso selló nuestra promesa. A continuación Rosa del Mar se puso en pie. Yo imité maquinalmente su movimiento. Con cierta morosidad me acerqué al balcón. Ella, entretanto, arreglaba el sofá.

¿Quieres que bajemos a pasear por el jardín? —me dijo acercándose a mí.

Como quieras.

Dejamos el viejo caserón para pasear por el jardín. Mi espíritu se consternaba ante aquel abandono. Por todas partes se veían yerbajos, zarzas, ortigas… El seto se había perdido. Los parterres dedicados al cultivo de rosas y flores estaban casi borrados. Las calles entre unos y otros, desaparecidas.

—¡Debió de ser muy bonito todo esto!

Mucho, aunque yo ya no lo conocí en su esplendor. La abuela no se cansaba de describírmelo. Decía que era el gozo de los moradores de la mansión y la admiración de estos alrededores. Un seto de arbustos perfectamente alineados y podados con esmero rodeaba toda la cerca. De trecho en trecho había alguna figura geométrica. En la entrada principal el seto formaba dos grandes esferas. En él se podía admirar la destreza y pericia del jardinero. Paralelo al seto había un paseo formado por dos hileras de árboles. Como puedes comprobar, han desaparecido casi todos. El resto del jardín estaba dedicado al cultivo de rosas y flores de todas las especies. Había rosas de variadas formas y colores: blancas, amarillas, rojas, rosadas. Las flores presentaban infinidad de variedades y colores: alhelíes, pensamientos, claveles, begonias, hortensias, petunias, orquídeas y otras más, distribuidas en pequeños parterres rodeados por setos circulares, triangulares, en forma de estrella, de corazón. El jardinero hacía gala de su arte aquí.

Habíamos llegado a la parte superior de la finca. Desde allí se podía dominar todo el edificio. Ciertamente tenía un aire señorial. El sol avanzaba en su recorrido. No tardaría en llegar al ocaso. Dimos media vuelta para regresar sin prisas a la mansión por el antiguo paseo de árboles.

Está muy abandonado todo esto.

Sí. Ahora nadie se cuida de ello. Mamá quisiera tenerlo como antaño. Todo lleno de rosas y flores. Pero papá se opone. Dice que el presupuesto no llega para tanto. Así que, a medida que pasa el tiempo, esto ofrece un aspecto cada vez más sombrío y desolador.

¡Es una lástima! Pero hay que pisar en la realidad. Poderoso caballero es don dinero.

Por desgracia, así es.

Llegamos a la puerta principal. La tarde se nos iba y nosotros decidimos marcharnos con ella. Después de cerrar la vieja verja, Rosa del Mar me preguntó en tono meloso.

¿Lo has pasado bien?

Muy bien, cariño. Ha sido una tarde inolvidable.

¿Te ha gustado la villa?

Mucho. ¡Lástima que esté tan abandonada! Me gustaría poder arreglarla algún día.

Te iba a llevar mucho dinero.

Eso ya lo sé, pero no importa. Sería un dinero bien invertido. ¿Sabes, Rosa? Siempre he anhelado vivir en un sitio así. ¡No te puedes imaginar cuánto daría por lograrlo! Una casa de campo tan próxima a una ciudad. ¡Qué ilusión! Sería maravilloso.

—A mí también me gustaría, pero no tan grande. Ésta me da miedo.

Rodeé su frágil cintura con mi brazo. Ella hizo otro tanto conmigo. Después nos alejamos despacio por el camino viejo en dirección a la parada del autobús. Los últimos rayos del sol doraban los picos más altos de las montañas que nos circundaban.





14




        Contemplaba tranquilamente la playa desde el paseo de La Concha. Aquella tarde no esperaba a Rosa del Mar. Habían ido a pasar el fin de semana a Zarauz con sus familiares.

La playa estaba abarrotada. Me apoyé en la barandilla para contemplar mejor el panorama. No se veían más que cuerpos humanos por todas partes. No comprendía cómo podían disfrutar en aquella aglomeración. Era un hormiguero de gente.

De cuando en cuando alguna nube aislada velaba el sol. Al principio su interrupción duraba breves segundos. Poco a poco fueron aumentando las nubes hasta cubrir gran parte de la bóveda celeste. Por la parte del mar el cielo se volvió de un gris oscuro. El viento arreciaba. Y las olas aumentaban. Entre los bañistas y amantes del sol cundía el desconcierto. La playa era un caos. Yo decidí regresar a casa.

Momentos antes de llegar a la pensión comenzó a llover. Las gotas eran gruesas y espaciadas. Permanecí unos minutos contemplando cómo caía la lluvia. Pronto comenzaron a correr torrentes de agua por todas partes. El agradable olor a tierra mojada impregnó la pituitaria de mi nariz.

Ya en mi habitación, tomé un libro de poesía en mis manos y me senté en el borde de la cama. Era una antología de Antonio Machado. Abrí el libro y leí: Yo voy soñando caminos / de la tarde. Me dejé caer en la cama. «Yo también voy soñando caminos, don Antonio», me dije para mis adentros. «También a mí me gusta soñar y más en una tarde de lluvia como ésta. Estas tardes así producen cierta melancolía en mi alma y traen a mi mente recuerdos de mi infancia. ¡Infancia, dulce infancia! ¿Quién te pudiera recobrar?». La lluvia azotaba los cristales. Su ruido producía un goce inefable en mi espíritu. Cuando era niño me gustaba observar la lluvia a través de los cristales. Me pasaba horas enteras viendo deslizarse las gotas por ellos. En otras ocasiones me entretenía en verlas avanzar por los hilos del tendido eléctrico. Me recordaban las cabinas de un teleférico.

Posé de nuevo mi vista en el libro y seguí leyendo. Su lectura era como un sedante para mí. No había transcurrido media hora cuando comenzó a oírse la música del violín. Era suave y triste al mismo tiempo, como si quisiera ir al unísono con la melancólica tarde. Interpretó varias piezas y guardó silencio. La lluvia había cesado casi por completo. Me acerqué a la ventana para echar una ojeada al cielo. En aquel momento vi cómo se abría la ventana de donde procedían las notas musicales. Mi corazón se sobresaltó. Al fin iba a conocer a la persona que tan diestramente ejecutaba aquellas maravillosas melodías. La ventana se abría muy despacio. Yo, un poco azorado, me retiré hacia atrás. Amparado por el postigo, esperé con paciencia el desarrollo de los acontecimientos. Paulatinamente fue apareciendo en la ventana un horrible rostro humano. En mi vida había visto un ser tan monstruoso como aquél. Apoyó sus manos en el alféizar de la ventana y, con extremada lentitud, logró asomar su deforme cabeza al exterior para mirar al cielo. Permaneció unos instantes así y luego, con la misma lentitud, se retiró. Minutos después se volvió a oír una agradable melodía.

«¿Es posible —me pregunté— que un ser tan monstruoso pueda interpretar tan bellas melodías? La naturaleza es sabia y compensadora. No cabe duda que a este cuerpo horrendo le ha proporcionado un alma hermosa».

Por la noche los asturianos me invitaron a dar una vuelta. A pesar de mi resistencia, no logré disuadirlos.

¡Vamos, ho! —Me decía Luis en el pasillo—. ¡Nun seas así! Paeces un ermitañu.

¡Anímate y vamos tomar unus vasinus de vinu por ahí! —insistió Manolo.

¡Malditas las ganas que tenía yo de salir y menos aún de beber!

¡Anda, ho, olvida la mocina y vamos divertinos un rato! —prosiguió.

No, si hoy no está —me atreví a decir yo.

¡Meca, ho! Entos, ¿qué facemus aquí?

Me asieron por los brazos y me arrastraron fuera de la pensión. Ya en la calle me dejaron libre.

Ahora si quieres puedes volvete pa casa —me dijo Manolo al soltarme.

Encaminamos nuestros pasos hacia la Parte Vieja de la ciudad. Cuando avanzábamos por el paseo de La Concha, nos cruzamos con dos jovencitas que iban en sentido contrario.

¡Mirar qué mocines más guapes vienen por ahí! —exclamó Luis—. ¡Hola, bombones! ¿Queréis acompañarnos?

Las dos chicas nos esquivaron con un rápido movimiento y se alejaron con pasos precipitados. Nosotros seguimos adelante hasta dejar el paseo y perdernos en la encrucijada de calles del barrio viejo de la ciudad.

No sé cuánto líquido ingirieron aquella noche mis dos compañeros, pero no fue poco. Recorrimos cerca de una veintena de bares y en todos ellos bebieron su parte. Yo me abstuve desde los primeros momentos. No quería que me ocurriera lo de otras veces. Conocía muy bien las amargas consecuencias de tales desmanes.

El domingo me levanté tarde. Estaba a punto de terminar de arreglarme, cuando se oyeron unos golpecitos en mi puerta. Me sobresalté. «¿Quién podrá ser a tales horas?», me pregunté. Al abrir me encontré con la patrona. Noté que se me encendía la cara.

Buenos días, señorito Raúl.

Buenos días —contesté yo con cierto embarazo.

¿Me permite pasar a arreglarle la habitación?

De momento no supe qué contestar. La turbación me lo impedía. Poco después reaccioné con cierta torpeza.

Sí, sí, por favor. No faltaba más —le dije tartamudeando.

Ella entró en la habitación. Yo me quedé en la puerta sin saber qué hacer. Tuve deseos de escapar corriendo y dejarla allí. Ya iba a despedirme de ella, cuando me insinuó con cierta ironía:

¿No va a cerrar la puerta, señorito Raúl?

Una oleada de fuego cubrió todo mi rostro.

Sí, claro —balbucí.

Cerré la puerta y me quedé apoyado en ella. Ana María comenzó a hacer la cama. Retiró las sábanas hacia atrás para mullir el colchón. Se movía con presteza. Finalizado el ahuecado extendió una sábana sobre el colchón. La estiró primero de un lado y después del otro. Mientras realizaba la operación, sus muslos se ofrecían incitantes y tentadores. Luego, con un movimiento bien estudiado, se inclinó tanto sobre la cama, que quedó casi tendida sobre ella mostrándome sus redondos y torneados muslos. Quise cerrar los ojos, pero no pude. Quise huir, pero una fuerza misteriosa me lo impidió. El deseo dominó sobre la voluntad y me perdí.

Más tarde, con la cara hundida en la almohada, sentí vergüenza de mí mismo. Por segunda vez había sido juguete de aquella mujer. Por segunda vez había mancillado el amor que existía entre Rosa del Mar y yo. Mi conciencia me remordía. Me sentía indigno de la que reservaba para mí todo su amor.

El fin de semana fue largo. Rosa del Mar no regresó hasta el martes. En algún momento llegué a temer que se tratara de una nueva fuga. Por ventura no fue así. Cuando el martes por la mañana llegué a dar vista al chalet del Igueldo, Rosa del Mar me esperaba apoyada en la barandilla del jardín. ¡Qué bonita estaba! Al verme se precipitó sobre la escalerilla y corrió a mi encuentro. Nuestros pechos se unieron en un intenso abrazo. Un dulce beso fue el saludo de bienvenida. Después nos alejamos carretera abajo camino de la playa.

Te he echado mucho de menos.

Y yo a ti.

Temí que tu madre hubiera vuelto a hacer otra jugarreta.

No, esta vez no.

—¿Cómo es que no regresasteis ayer?

Bueno, los tíos se empeñaron en que nos quedáramos con ellos unos días. Por no agraviarlos, nos quedamos ayer allí.

¡Menos mal! Me llevé un buen susto.

Nos acercamos hasta los escollos de La Ondarreta. El mar estaba algo agitado. Las olas rompían infatigables sobre las rocas. Rosa del Mar y yo apoyamos nuestros codos en el muro del rompeolas. Nuestras miradas seguían el movimiento del incesante oleaje.

Casi nunca he visto este mar en calma.

Yo lo conozco desde pequeña y me parece que no lo he visto nunca calmado.

Cuando se enfada es terrible.

Dímelo a mí. ¡Menudo susto dio a la ciudad hace un par de años! Se levantaron unas olas que saltaban por encima de estos muros. El paseo del Sagrado Corazón quedó deshecho.

¡No me digas! Pues, ¡menudas olas tenían que ser!

Eran por lo menos de ocho o diez metros. Infundían pavor incluso vistas desde casa. Y no digo nada el ruido que hacían. Aquellas noches apenas pude dormir.

El sol comenzaba a calentar. La Ondarreta se iba llenando de gente.

¿Vamos a la playa?

Rosa del Mar hizo un gesto de desaprobación.

No me apetece. A donde me gustaría ir es a la isla de Santa Clara. He sentido muchas veces el deseo de ir, pero nunca lo he podido llevar a cabo.

Pues eso tiene fácil arreglo. Podemos ir esta tarde. ¿Te atreves a ir a nado?

¡Estás soñando! ¿Tú has visto la distancia que hay?

Claro que la he visto y la he comprobado. He cruzado a nado varias veces hasta allí.

¡Embustero!

Bueno, si no quieres creerlo…

Tres jovenzuelos se dirigían hacia donde estábamos. Traían dos cañas de pescar y un bote lleno de cebo. Al pasar a nuestro lado el mayor de ellos murmuró algo entre dientes. Los otros dos rieron la gracia. Unos metros más adelante saltaron a las rocas por las que descendieron como gamos. Poco después lanzaban sus anzuelos al agua en busca de apetecidas presas. Los contemplamos unos instantes. Después abandonamos el lugar.

Por la tarde alquilamos una barquichuela para ir a la isla de Santa Clara. Una vez allí no tardamos cinco minutos en recorrerla. Rosa del Mar quedó prendada de ella. Permanecimos más de una hora en aquel hermoso lugar. Luego regresamos al Puerto Pesquero. Era media tarde. Demasiado pronto para volver a casa.

—¿Adónde podemos ir a estas horas?

Al cine.

En una sala proyectaban La cabaña del tío Tom. Entramos a verla. Rosa del Mar, emocionada, vertió más de una lágrima a lo largo de la proyección.

¿Te ha gustado la película? —le pregunté al salir.

Mucho. Pobrecitos negros, ¡cuántas les han hecho pasar!

Y las que les harán, que aún es peor.

Sin demorarnos nos fuimos acercando a su casa. La noche estaba muy próxima. El crepúsculo, a punto de morir ya. La ciudad se iba iluminando por todas partes. Cuando llegamos al Igueldo era noche cerrada.

Te dejo, Raúl. Se ha hecho muy tarde. Ya sabes que a mamá no le gusta que me retrase tanto.

Antes de dejarla irse la acerqué hacia mí. Nuestros labios se buscaron en las sombras de la noche para unirse con pasión.

Te quiero, Rosa.

Yo también te quiero, Raúl.

Rosa del Mar se retiró presurosa. Yo la contemplé hasta que atravesó el umbral de su casa. Después me alejé de allí.





                                                                                15




        Tarde dorada de septiembre. El sol, mortecino, apenas calentaba. Algunas nubes blanquecinas lo ocultaban de cuando en cuando. Las gaviotas revoloteaban entre el Igueldo y la isla de Santa Clara. Un barco pesquero maniobraba para salir del puerto. Yo esperaba a Rosa del Mar en el lugar de costumbre.

Hola, Raúl.

Hola, cariño —nuestros labios se rozaron ligeramente—. ¿Quieres caminar un rato?

¿Por qué me lo preguntas?

Porque mientras te esperaba se me ha ocurrido que podíamos ir a la montaña.

Me parece una idea estupenda.

Pues en marcha.

Tomamos la carretera que conduce a la pequeña ensenada rocosa. Al llegar a la cima del monte, seguimos la carretera que se internaba en la montaña. A nuestra derecha se extendía la superficie plateada del mar. A la izquierda, las verdes ondulaciones de las montañas.

¿Sabes, Rosa? Todo esto es maravilloso.

Ya lo sé. Pero no me habrás traído aquí para decirme eso.

Por supuesto que no.

Caminábamos asidos de la mano. El sol de cuando en cuando se ocultaba entre las nubes.

¿No lloverá hoy?

Elevé la vista al cielo antes de responder.

No creo. Estas nubes no amenazan lluvia.

Éstas no. Pero detrás de éstas pueden venir otras.

Y detrás de ésas, otras y otras.

No te burles de mí.

No me burlo. Sólo trato de constatar un hecho meteorológico.

Nos detuvimos un momento. Habíamos caminado bastante. La ciudad quedaba ya lejos, a nuestra espalda. Rosa se sentó un momento en la hierba.

¿Hasta dónde quieres llegar?

—No lo sé. Me gustaría subir hasta lo más alto de esa montaña que hay ahí.

¡Estás loco!

¿Por qué?

Porque no estamos ni a mitad de camino.

Me senté a su lado.

¿Estás cansada? —le susurré al oído.

Un poco.

Si lo prefieres damos la vuelta desde aquí.

No, no. Podemos continuar un poco más.

Estaba realmente hermosa. Su rostro, encendido como las brasas. Su largo y sedoso cabello le caía como una cascada por la espalda. Sus ojos, serenos como dos mares tranquilos. Sus rojos labios, deliciosos y provocativos.

¡Estás encantadora!

Quiso decirme algo, pero se lo impedí. Mis labios se apresuraron a sellar los suyos. Nuestros pechos, unidos, se comunicaban lo que no podía expresar nuestra voz.

Reanudamos la marcha. La tarde era joven aún. No tardamos en llegar a la base del Mendizorrotz, que era la cima más alta de aquellos contornos.

¿Subimos? —insinué yo.

No creas que me apetece. Pero, ya que estamos aquí, vamos a subir.

La pendiente era pronunciada. No nos fue nada fácil llegar a la cima, pues a Rosa del Mar le flaqueaban las fuerzas. A medida que ascendíamos, la ciudad, los valles, las otras montañas se quedaban abajo y se ofrecían cada vez más pequeñas a nuestros ojos. Una sensación de grandeza y de dominio parecía apoderarse de mí. El mar, allá abajo, se mostraba menos fiero, menos amenazador. El rumor de sus olas ya no llegaba a nuestros oídos.

Al fin lo hemos conseguido. Ya estamos en la cima.

¡Uf, menos mal!

¿Estás cansada?

¿Cansada? Estoy que no puedo dar un paso más.

Pero merecía la pena.

¡Ay! No lo sé todavía. Déjame repirar.

Sentados junto a las ruinas del fuerte, una bella panorámica se extendía en nuestro derredor. El mar, las montañas, la ciudad en lontananza. ¡Qué maravilla!

Rosa del Mar se había tendido sobre la hierba. Estaba encantadora. Sus ojos reflejaban el verde del mar y del paisaje que nos rodeaba. Sus mejillas eran como la púrpura. Sus labios, como dos corales. Sus dientes parecían perlas engastadas en su seductora boca.

—Estás preciosa.

Lo que estoy es que no puedo más con mi alma. Si llego a saber esto... —Apagué sus palabras con un apasionado y prolongado beso en sus labios.—Si lo llego a saber no vengo —dijo cuando logró desasirse de mis brazos.

¿Tanto te decepciono?

No es eso, Raúl. Es por la caminata tan grande que nos hemos dado. ¡Y pensar que aún tenemos que desandar lo que hemos andado!

Bueno, pero ahora iremos cuesta abajo y eso nos hará más liviano el regreso.

Un trueno lejano nos sacó de nuestro idilio. No nos habíamos percatado de la tormenta que se avecinaba. El sol se había ocultado tras unos nubarrones que se acercaban por el poniente. La oscuridad del mar hacia aquel lado era impresionante. De cuando en cuando se iluminaba por el fulgor del algún relámpago.

Descendimos precipitadamente la montaña. La aprensión a la tormenta parecía ponernos alas en los pies. Pronto nos alcanzaron las primeras gotas. Caían espaciadas. No lejos de nosotros descubrimos un cobertizo. Corrimos a guarecernos en él. Era una especie de hórreo en medio del campo.

¡Menos mal que hemos encontrado este refugio!

Desde luego. Ha sido casi providencial.

No habíamos hecho más que entrar cuando arreció la lluvia. La temperatura había descendido bastante. Rosa del Mar tiritaba a mi lado como un pajarillo. La verdad que yo tampoco sentía nada de calor.

¿Qué vamos a hacer ahora? —musitó Rosa del Mar con lágrimas en los ojos.

No lo sé. Espera un momento que voy a registrar este chamizo a ver si encuentro algo.

Tuve suerte. En un rincón había un trozo de manta raída. El dueño o algún pastor la habrían abandonado allí. Rosa del Mar se alegró al verla.

Toma, cariño. Cúbrete con ella.

Y tú, ¿qué vas a hacer?

No te preocupes por mí.

Se abrigó con el viejo harapo. Sus dientes castañeteaban a causa del frío.

—¿Te encuentras mejor?

Bastante mejor, pero aún siento frío en las piernas y en los pies.

Pues acércate a aquel rincón y envuélvelos entre la hierba.

En un rincón del cobertizo había un montón de heno seco. Rosa del Mar se acurrucó en él. Yo permanecí un poco más en la entrada contemplando la lluvia. La tormenta estaba en pleno fragor. La oscuridad lo envolvía todo. Fuertes truenos se dejaban oír a cortos intervalos de tiempo. Los relámpagos eran impresionantes. El agua caía a mares.

¿Por qué no vienes? —me gritó Rosa del Mar desde el rincón del fondo.

Me acerqué a ella. Estaba acurrucada con los pies entre el heno. Dos lágrimas como dos perlas rodaban por sus macilentas mejillas.

¿Qué te pasa? —le pregunté mientras enjugaba sus lágrimas.

Tengo miedo.

¿Miedo a qué?

A la tormenta.

¿A la tormenta?

Sí. Me dan miedo las tormentas. Sobre todo en el campo. Me infunden pavor esos truenos. Parece que se quiere venir el cielo abajo con ellos.

¡Pobrecita! —me senté a su lado—. No te preocupes. Me quedaré junto a ti hasta que pase.

Fijó en mí su tierna mirada en señal de agradecimiento. Rodeé su cuello con mi brazo y atraje su cabeza hacia mi pecho. Cuando retumbaba un trueno, una fuerte conmoción estremecía su frágil cuerpo.

¿Tanto miedo les tienes a los truenos?

Me aterran.

Pues deberías alegrarte de oírlos.

¿Por qué? —me preguntó con asombro al mismo tiempo que erguía su cabeza.

Porque los truenos no matan.

¡Tonto! —dijo espaciando las sílabas mientras apoyaba su mejilla de nuevo en mi pecho.

Todavía se oían la lluvia y los truenos, pero cada vez más lejanos. La tormenta empezaba a amainar.

¿Ves? Ya pasa.

¡Buen susto me ha dado!

Ahora no tardará en salir el sol. ¡Ya verás qué bonito queda el campo!

Puede quedar todo lo bonito que quiera. Después de este mal rato no tengo humor para nada.

Bueno, tampoco es para ponerse así. Nadie tiene la culpa de que haya habido tormenta.

Ya lo sé. Pero me pone de mal humor.

Guardamos silencio. Los truenos se oían cada vez más lejanos. Yo acariciaba el pelo y la cara de mi adorada.

Rosa —le dije, adoptando un tono de voz más grave—, tenemos que comunicar formalmente lo nuestro a tus padres.

¡Estás loco! —gritó separándose bruscamente de mí—. ¡Buena se pondría mamá si lo hiciéramos!

Pues tenemos que terminar con esta situación tan enojosa. No podemos seguir así indefinidamente. Al menos deberías presentarme a ellos.

¡Ni lo sueñes!

Nuevo silencio.

¿Sabes, Rosa? A veces pienso que la que realmente se opone a lo nuestro no es tu madre sino tú.

Si es eso lo que piensas, puedes marcharte ahora mismo y olvidarte de que existo.

Se había girado de espaldas a mí. Traté de coger una de sus manos, pero ella la retiró con un brusco movimiento.

¡No me toques!

Perdona, Rosa. No sé lo que me digo.

No sabes lo que te dices, pero ya es la segunda vez que insinúas lo mismo. Si tan poca fe tienes en mí, márchate y déjame en paz.

Lo siento, Rosa. De veras que lo siento.

Nuestras bocas enmudecieron. Permanecimos largo rato así. Ella me daba la espalda. Yo, nervioso, troceaba hierbas en mil pedazos entre mis dedos. La tormenta ya se había desvanecido. Fuera sólo se oía el ruido de las goteras. Una incipiente claridad iba iluminando nuestro refugio. Era el sol que volvía a brillar.

Perdona. A veces me dejo llevar por mis impulsos y no sé lo que me digo. Si te he dicho eso es porque te quiero, porque estoy locamente enamorado de ti.

No despegó los labios. Tomé una de sus manos entre las mías. No hizo nada por evitarlo. Poco a poco fui acercando mi cara a la suya. Nuestra respiración era entrecortada. Los latidos de nuestros corazones, violentos. El silencio, total. Mis labios buscaron los suyos para unirse en un ósculo de amor. Rosa del Mar no hizo nada por separarlos.

Abandonamos el cobertizo. El sol, próximo al ocaso, ponía una nota de oro a la campiña. Con la lluvia la atmósfera se había hecho más transparente. Y el verdor del campo más intenso.

¡Qué bonito está todo ahora! —exclamé al contemplar aquel bello panorama.

Rosa del Mar guardó silencio. Se diría que aún no me había perdonado del todo. De regreso a la ciudad se fue ablandando su postura.

—Te he dado la tarde, ¿verdad?

No, pero me la vas a dar si sigues por ese camino.

Me mordí los labios. No debí haber insistido en el tema.

¿Qué quieres que hagamos mañana? —le pregunté para cambiar de conversación.

No he pensado en nada —avanzamos unos pasos en silencio—. Ahora que recuerdo, mañana por la tarde tengo que ir de compras con mamá. Me lo anunció hoy mientras comíamos y ya me había olvidado de ello.

¿Y no podría ser por la mañana? —me atreví a insinuar yo.

No, porque para mamá el ir de compras es como una fiesta. Por eso lo guarda siempre para la tarde.

¡Vaya gracia!

En aquel momento llegábamos a la cima del Igueldo. Por el oriente ya se vislumbraban las primeras sombras de la noche. El parque de atracciones se veía bastante concurrido.

¿Vamos un momento hasta los autos de choque?

No, que ya es muy tarde. Ya está oscureciendo. Además tengo los pies un poco mojados y quiero llegar a casa para cambiarme de calzado.

Como quieras.

Comenzamos el descenso siguiendo la carretera. Los coches pasaban a nuestro lado con gran estrépito. Cuando llegamos frente a su casa, la noche ya se había adueñado de todo.

¿Te veré mañana por la mañana?

Supongo que sí.

¿Sólo lo supones?

Sólo.

Un nudo se formó en mi garganta. No me gustaba nada aquella indiferencia.

¿Me has perdonado? —osé preguntarle. Silencio. —Rosa, cariño, necesito oírtelo de tu propia voz.

¡Te he perdonado, sí! —me dijo con cierta indiferencia y no muy buen humor—. Y ahora es mejor que nos despidamos. Se me están quedando los pies helados.

Sin decir más comenzó a subir la pequeña escalera del jardín. Yo la vi desaparecer con el corazón dolorido.





16




        Regresaba a la pensión después de haber pasado la tarde con Rosa del Mar. A la entrada de la misma me encontré con un grupo de gente. Hablaban en voz baja. Sus caras se mostraban afligidas. Al acercarme a ellos se separaron un poco para dejarme paso. En el pasillo había más gente. Guardaban absoluto silencio. Algunos se hallaban frente a la habitación del andaluz, que estaba abierta. Me acerqué hasta allí y pude comprobar con mis propios ojos lo que me temía. Antonio había muerto. Más tarde me pude enterar que le había sobrevenido un nuevo ataque hacia las cinco de la tarde. Llamaron a un médico, pero, cuando llegó, Antonio ya había expirado. Fue un infarto fulminante. Los que presenciaron su muerte aseguran que apenas sufrió. «Se fue como un pajarillo», decían unos. «Si apenas se enteró», añadían otros. «Nada más hay que ver que no tuvo tiempo de llegar el médico y eso que vive aquí al lado», explicaba alguien. «Mejor así. Al menos no ha sufrido», comentaban los más.

El cadáver de Antonio permanecía tendido en la cama, cubierto con una simple sábana. Sólo quedaba descubierto su rostro. Un rostro demacrado y macilento. Cuatro velas en las cuatro esquinas del lecho iluminaban el aposento mortuorio. Yo hubiera preferido no entrar en la habitación. Los cadáveres siempre me han impresionado. Pero no me quedó otra alternativa. En el interior se hallaban la patrona, la madre de ésta, Carmelo y varias vecinas de la casa. Una viejecita arrugada, acurrucada en un rincón, desgranaba en silencio las cuentas de un viejo rosario. Los demás meditaban y guardaban silencio.

Mientras cenábamos apenas se habló. El silencio era casi total. El ruido de los cubiertos en los platos era lo único que lo perturbaba. Nos hallábamos presentes tan sólo Carmelo, Víctor y yo. Los asturianos hacía unos días que nos habían abandonado. Se habían marchado para su tierra en busca de nuevo empleo.

¿No tenía familia? —pregunté yo sin dirigirme a ninguno de los dos en concreto.

Sí, pues, dos hermanas que viven en Málaga —contestó Carmelo.

¿Y ya les han pasado aviso?

Les han enviao un telegrama.

El silencio volvió a reinar entre nosotros. La madre de la hospedera nos servía el segundo plato. Después de retirarse comenté:

—Esperemos que reciban el telegrama a tiempo y puedan venir para el entierro. Y a todo esto, ¿cuándo celebrarán el funeral?

No se sabe —dijo el navarro—. De momento nadie quiere hacerse cargo, pues. Esperarán mañana todo el día a ver si llega alguien de la familia.

¿Y si no llega?

Lo llevarán al depósito, pues.

Nuevo silencio. Víctor no intervenía en la conversación. Parecía estar totalmente ausente. Poco más hablamos. Los tres nos sentíamos un poco extraños en aquellas circunstancias.

Terminada la cena, Carmelo regresó al velatorio. Nos quedamos en el comedor Víctor y yo solos. En un principio el silencio era total. Poco a poco fuimos rompiendo el hielo que nos envolvía.

¡Pobre Antonio! —exclamé yo.

Víctor hizo un gesto de indiferencia.

¡Mira que morirse ahora! —proseguí.

Sí, podía haberlo hecho en otro lugar y en otro momento —comentó con cierto cinismo Víctor.

Hombre, eso es algo que no se puede elegir ni programar.

Nos quedamos en silencio. Víctor hojeaba una revista. La madre de la hospedera entró a recoger lo que había sobre la mesa. Después de retirarse quedó otra vez todo en silencio.

¡Qué misterio el de la muerte —comenté— y, al mismo tiempo, qué realidad tan funesta! Es el brevísimo instante que hay entre el ser y el no ser. Es el instante que te separa de todo lo que amas en este mundo.

Víctor levantó la vista del papel y me miró con cierta curiosidad. Luego, sonriendo, me dijo:

¿Y si no amas nada?

Me quedé mirándolo fijamente.

¿Crees que puede haber alguien que no ame nada ni a nadie en este mundo?

Es posible.

Me cuesta creerlo. El amor es esencial para la vida, hasta el punto de poder afirmar que la vida no existiría sin él. Por amor nace todo. Por amor nacemos nosotros. Por amor nacen los animales y hasta las plantas. Por amor se conserva el mundo y cuanto hay en él.

¿Y qué me dices de los que se suicidan? ¿También ellos dejan todo lo que aman?

¿Por qué no?

¿No será más bien que se quitan la vida porque no aman nada ni a nadie?

—No lo sé. Es muy difícil saber por qué se quita un ser humano la vida. Habría que estar dentro de su conciencia para saberlo. Pues, ¿quién nos dice a nosotros que se quita la vida porque no ama a nadie y no precisamente por lo contrario, porque no puede alcanzar el objeto de su amor?

Víctor no pareció quedar muy convencido. Una sonrisa escéptica se dibujó en sus labios. Siguió hojeando la revista sin parar mayor atención en ella.

¿Temes la muerte? —le pregunté.

¿Por qué he de temerla? Todos tenemos que morir algún día.

Ya sé que todos tenemos que morir. Pero no me refiero al hecho de morir, sino a lo que hay después de la muerte.

¿Y qué puede haber después de la muerte?

No lo sé. Eso es lo que me preocupa.

Pues a mí no. Nunca me ha preocupado. Es más, no creo que haya nada después de la muerte. Nacemos, vivimos y morimos. Eso es todo.

Moví la cabeza en ademán de disconformidad.

Demasiado sencillo —comenté.

¿Para qué quieres complicártelo más? Nadie ha vuelto a contarnos lo que hay después de la muerte. Todo lo que se ha escrito o se ha hablado sobre ello no es más que producto de la imaginación del hombre o, más bien, de su miedo.

Me gustaría creerte.

—Eres muy libre de hacerlo o no.

Permanecimos unos momentos en silencio. Por mi mente discurrían mil interrogantes.

¿Crees que tendría algún significado la vida si no existiera algo después de la muerte?

No veo por qué no.

Quedarían sin premio o castigo nuestras obras.

¿Y acaso tienen que ser premiadas o castigadas?

—Ahora sí que me haces dudar. Nunca había pensado en ello. Puede que también sea producto de nuestra mente enfermiza. Quizás tengamos necesidad de crear ese mundo de absoluta justicia para compensar las injusticias de éste.

Es posible.

La actitud escéptica de Víctor me había dejado algo perplejo. Permanecimos un rato más en el comedor. La noche iba a ser larga. Poco antes de retirarme le dije:

Voy a velar un poco a Antonio. ¿Vienes conmigo?

—¿Y qué vamos a hacer allí? Los muertos ya están muertos y no necesitan de la compañía de los vivos, y los vivos por estar vivos tampoco necesitan de la compañía de los muertos.

Me sorprendí de nuevo con su respuesta. Estaba visto que se reía de todas las creencias y costumbres de sus semejantes. De todos sus convencionalismos. Le di las buenas noches y salí del comedor. El pasillo estaba vacío. Un débil resplandor amarillento iluminaba un trozo junto a la puerta de la habitación de Antonio. Me acerqué hasta el lecho mortuorio. Carmelo con dos mujeres más velaban el cadáver del infortunado. Me senté al lado del navarro y dejé transcurrir el tiempo. El chisporroteo de las velas y el susurro de las oraciones de las dos mujeres era lo único que se oía. Todo lo demás era silencio. Por mi mente comenzaron a desfilar mil interrogantes y mil ideas se aglomeraban en ella. No sé cuánto tiempo permanecí así. Me sacó de mis reflexiones un ligero ruido. Era Carmelo que se retiraba a descansar. Yo seguí su ejemplo. En el velatorio sólo quedaban las dos vecinas.

Durante todo el día siguiente no se presentó ninguno de los familiares del finado. Por la noche Carmelo nos informó de los acuerdos tomados.

Mañana por la mañana se lo llevarán al depósito, pues.

¿Y no se lo podían haber llevado esta tarde? —comentó Víctor con no muy buen humor.

Pues paice ser que no —le contestó Carmelo.

¡Total, otra noche sin dormir por culpa del muerto! —murmuró Víctor.

El navarro le dirigió una mirada de reproche, pero el filósofo no quiso darse por enterado. Poco después se despidió de nosotros con el semblante malhumorado.

¡Hay que ver el tío éste! —exclamó Carmelo cuando nos quedamos solos—. Paice como si alguien hubiera tenido la culpa de esta desgracia, pues.

No le des más importancia al incidente, Carmelo. Víctor es muy suyo y hay que dejarlo. Mañana se le habrá olvidado todo.

A él tal vez, pero a mí no, pues.

Tampoco hay que ser rencoroso, Carmelo.

Guardamos silencio. Transcurridos unos minutos el navarro, más calmado, se encaminó al aposento mortuorio. Yo me retiré a mi habitación a descansar.





17




        Rosa del Mar me esperaba apoyada en la verja de su jardín. Vestida toda de blanco, su figura se ofrecía a mis ojos esbelta e inmaculada.

Creí que te habías olvidado de mí —me dijo al aproximarme a ella.

¿Por qué?

¿Y aún lo preguntas? Hace dos días que no te dejas ver.

Bueno, es que…

No me vengas con excusas —me interrumpió.

No son disculpas, cariño. Es la verdad. ¿Recuerdas aquel andaluz de la pensión que sufrió un infarto hace una temporada?

Sí, recuerdo que me dijiste algo.

Ha muerto.

¡No me digas! —exclamó sorprendida.

Anteayer cuando llegué a la pensión lo estaban velando. Tuvo un nuevo infarto que lo fulminó en pocos minutos.

Lo siento.

Rosa del Mar había descendido hasta la carretera. Mis labios rozaron suavemente los suyos.

¿Adónde quieres que vayamos? —me preguntó con un leve susurro.

Adonde quieras.

Podemos pasear por aquí. ¿Te parece bien?

A mí estupendo.

Entrelazados nuestros brazos y asidos por la cintura iniciamos el paseo. La tarde era apacible. ¡Tarde dorada de septiembre! El sol se filtraba por entre las ramas de los árboles formando mil figuras en el suelo.

¿Te gusta esta época del año, Rosa?

Como cualquier otra.

¡No me digas que no te hace sentirte romántica!

Pues no. Para serte sincera te diré que prefiero la primavera al otoño. La primavera es para mí la época más bonita del año. En ella renace la naturaleza. Los árboles se visten de hojas. El campo se llena de flores. Deliciosos perfumes te embriagan por doquier.

Maravillosa, no te lo discuto. Pero a mí déjame con el otoño. Con esos días dorados de septiembre y octubre, cuando las hojas se tornan ocres. Cuando los árboles nos brindan sus deliciosos frutos. Cuando el sol ya no nos agobia con sus ardores.

Habíamos llegado al pequeño bosque de pinos. Entramos en él. La leve brisa mecía las ramas de los árboles. El rumor de las olas llegaba monótono hasta nuestros oídos. Rosa del Mar hizo ademán de detenerse.

Vamos un poco más adelante —insinué yo.

Si ya hemos llegado al final.

La dejé en el límite del bosque. Yo seguí avanzando hasta alcanzar la roca de superficie plana.

¡Raúl, no sigas que te puedes despeñar por esos precipicios!

Escuché sus gritos sin detenerme. Mis pies ya hollaban la roca. Permanecí varios minutos contemplando el bello panorama. Todo estaba como la primera vez. El mar, las olas, los escollos, el sifón… Luego regresé a donde me esperaba Rosa del Mar.

¡Loco, más que loco! Has podido caerte por ahí abajo.

¡Qué importa! Hay que amar el riesgo.

Pero no hasta ese punto.

No insistí. Había clavado en mí sus ojos esmeralda. Sus rojos labios se mostraban provocativos.

¡Estás encantadora!

Mis labios se fundieron con los suyos y mis brazos rodearon su adorable cuerpo.

Te quiero, Rosa.

También yo a ti.

—¿Por qué no bajamos ahora mismo hasta tu casa y hablamos con tu madre?

Porque lo estropearíamos todo. Te lo he dicho un montón de veces. Mamá no aprueba nuestras relaciones.

¡Ya! Por mis venas no corre sangre noble.

Enmudecimos unos instantes. Sólo se oía el zumbido de las olas.

¿Y qué podemos hacer ante esta situación?

Esperar.

¿Crees que tu madre cambiará de postura con el tiempo?

No creo.

Entonces, ¿qué adelantamos con esperar?

Que llegue a ser mayor de edad.

¿Y estás dispuesta a casarte conmigo contra la voluntad de tu madre?

Naturalmente.

Su respuesta me halagó en gran manera. No podía dudar de su amor por mí. Pero, ¿podría superar las trabas que le ponía su madre? ¡Faltaban tantos años…!

La tarde ya declinaba. Sin prisas nos íbamos acercando a su casa. Poco antes de llegar nos detuvimos.

—¿Crees que seríamos felices sin la aprobación de tu madre?

¿Qué te hace dudar de ello?

No lo sé.

Estábamos uno frente al otro. Nuestros ojos se miraban fijamente. Tenía una de sus manos entre las mías. La atraje hacia mí y deposité un beso en sus labios.

Eres muy bonita, Rosa. No quisiera perderte por nada del mundo.

No te pongas tan sentimental, Raúl. Nadie ha hablado de separarnos.

La brisa arrastró una hoja seca hasta nuestros pies. Era la hora del ocaso. Rosa del Mar hizo ademán de marcharse.

Vámonos.

¿Qué prisa tienes?

Yo ninguna. Pero mamá estará con el reloj en la mano.

Avanzamos unos pasos. El chalecito de sus padres apareció ante nuestros ojos.

¿Nos veremos mañana?

Desde luego.

Nuestros labios se rozaron en un fugaz beso de despedida. Rosa del Mar se encaminó hacia el portal de su casa. Desde el umbral me dirigió una última sonrisa. Después cerró la puerta tras de sí.

A la mañana siguiente me levanté muy temprano. Cuando llegué al Igueldo aún no había salido el sol. Me acerqué a la villa de Rosa del Mar. Todo estaba en silencio. Avancé hasta el mirador que da vista al mar y a gran parte de la ciudad.

El sol doraba ya la estatua del Sagrado Corazón. El murmullo de las olas llegaba monótono hasta mí mezclado con los cantos de los pajarillos. Todo lo demás estaba en silencio. Me dispuse a contemplar la salida del sol desde aquel rincón. ¡Sería maravilloso ver surgir el astro rey desde allí! Me recosté sobre el muro. La mañana era fresca. Pequeñas gotas de rocío cubrían las hojas de los árboles y las hierbas. Un jilguero desgranaba sus notas al aire. Dos gorriones saltaban de rama en rama. La brisa matutina acariciaba mi rostro.

Febo se asomaba por entre las montañas. Todo mi derredor se fue iluminando con sus rayos. Las hojas de la hiedra se estremecían al recibir las primeras caricias del sol. Pequeñas gotitas de rocío resbalaban por ellas hasta caer en el vacío. Otras quedaban detenidas en alguna hendidura de las hojas, hasta que el calor del sol las evaporaba. Era como un ritual que ofreciera la naturaleza a Apolo, que ya iniciaba su peregrinar por la bóveda celeste. De la ciudad y sus alrededores se elevaba una tenue cortina azulada. Era el rocío de la noche que se evaporaba.

Retorné a la carretera. Caminaba despacio. El frescor de la mañana hería suavemente mi rostro. Poco a poco me fui acercando a la villa de Rosa del Mar. Mi espíritu se deleitaba en la contemplación de la naturaleza.

Me detuve junto a la verja del jardín. Desde allí podía ver la parte frontal del chalet. Las celosías de las ventanas y balcones estaban abiertas. El movimiento de un visillo me hizo pensar que alguien me observaba. Imaginé que habría sido Rosa del Mar. Mi corazón latió con violencia y todo mi ser rezumaba alegría. Embargado por la emoción, osé subir al último peldaño de la escalerilla del jardín. Así estaría más cerca de mi adorada cuando saliera a recibirme.

La puerta se abrió, pero, ¡oh, desdicha mía!, de ella salió enfurecida la madre de Rosa del Mar. Poco después surgió un sordo alarido de mi garganta, al tiempo que de mis ojos se desprendía una especie de cortina que los había estado velando.





18




        La hilaridad era general. Me hallaba en pie en medio del aula. Todos tenían clavados los ojos en mí y se desternillaban en estrepitosas carcajadas. El profesor quería decirme algo, pero no lo lograba. Los accesos de risa se lo impedían. Mi cara estaba roja como el carmín. Una oleada de fuego quemaba mis mejillas.

¿Qué grito ha sido ése, Raúl? —preguntó el profesor entre carcajadas—. ¡Al fin has regresado a la Tierra! Llevas unos días volando por la estratosfera o más allá.

Nuevas carcajadas de mis compañeros. Comentarios irónicos y punzantes. Nueva oleada de fuego en mi rostro.

Vamos, Raúl —insistió el profesor—, ahora que estás otra vez entre nosotros —carcajada general—, cuéntanos qué has visto por esas alturas.

¡Eso! —gritó uno de los compañeros—. Que nos cuente qué aires se respiran por ahí arriba.

Nueva carcajada.

No —dijo otro—, que nos cuente sus aventuras con los marcianos.

Otra explosión de hilaridad inundó el aula. Yo seguía en pie. La cabeza inclinada hacia abajo. Los ojos clavados en el suelo. Lo estaban pasando en grande a mi costa. La clase fue una juerga general. A punto de finalizar, el profesor se puso serio.

Bromas aparte, dinos qué es lo que te ha pasado, Raúl. Nos tenías preocupados.

Si me hubieran clavado un puñal en aquel instante, creo que no habría derramado ni una sola gota de sangre. ¿Qué era lo que les podía contar? ¿Lo que me había sucedido? Imposible. Era mi secreto y no quería revelárselo a nadie.

Anda, hombre, que está a punto de terminar la clase.

No lo sé —contesté tímidamente.

¡Ésta sí que es buena! ¿No lo sabes o no lo quieres decir?

No lo sé —reiteré.

En fin, quizás se trate de una amnesia total. Sería interesante poder estudiar este caso en psicología. ¡Lástima que no podamos hacerlo!

El profesor dio por finalizada la clase. Yo me sentía avergonzado ante mis compañeros. Todos aquellos días había sido objeto de sus risas. Me sentía un poco extraño entre ellos. En mi mente surgió una pregunta: ¿cómo pude haber convivido aquellos días con ellos sin notar su presencia? No acerté a contestarme.


Mis compañeros habían salido al patio. Era la hora del recreo. Yo preferí quedarme en el aula. Había varias revistas de índole religiosa en un estante. Tomé una en mis manos y comencé a hojearla. Mi vista estaba fija en sus páginas, pero mi atención estaba ausente de allí. Por mi mente bullía una idea. Todo lo que había soñado durante aquellos días era irreal. No era más que producto de mi loca imaginación. Me parecía extraño, pues juraría que había convivido durante varios meses con las personas que había soñado. Tan reales me habían parecido.

Alguien entró en el aula.

Hola, Raúl

Hola, Julio.

Era mi mejor amigo. El amigo al que se confían los secretos más íntimos del corazón. Se sentó a mi lado.

¿Qué te ha pasado?

Si quieres que te diga la verdad, no lo sé, Julio.

No sabrás la causa, pero sí los efectos.

Sí, eso sí.

Me acomodé mejor en mi asiento.

Espero que lo que te voy a contar no lo tomes a broma ni se lo reveles a nadie. Tú eres mi mejor amigo, por eso te voy a confiar mi secreto. Necesito contárselo a alguien y nadie más indicado que tú.

Habla. Seré una tumba.

Así lo espero —hubo una pequeña pausa—. Recordarás que hace unos días fuimos de paseo al Igueldo.

Sí, el jueves de la semana pasada.

No sé si recordarás que en una ocasión me quedé algo rezagado atándome el cordón de un zapato.

No, no lo recuerdo.

Pues bien, en aquel momento vi, o me pareció ver, a la chica más hermosa que pisa la Tierra. Una diosa del Olimpo. Una ninfa de las fuentes. Un dechado de perfección.

¡Para, para! ¡No sigas! Ahora ya me parece adivinar adónde quieres ir a parar.

En efecto, lo has adivinado. Me enamoré de ella.

¡Ya! Y has estado todos estos días viviendo en un mundo de ensueño.

¡Y qué mundo, Julio, qué mundo!

Me lo imagino. Mejor que el nuestro.

Sin lugar a dudas.

Guardamos silencio. Había entrado otro compañero en el aula. Un individuo con el que no había simpatizado nunca. No tardó en dejarnos solos.

Lo que no me puedo explicar, Julio, es cómo he podido vivir estos días dentro del colegio sin estar dentro. No sé si me explico.

Sí, te entiendo. Es muy sencillo. Vivías como un autómata. Actuabas de acuerdo con nuestros movimientos. Adondequiera que íbamos, tu cuerpo iba con nosotros, en tanto que tu espíritu estaba muy lejos de aquí. En alguna ocasión mascullabas palabras ininteligibles que, al principio, nos hacían reír. Luego ya nos causaban lástima. El padre Superior estaba dispuesto a llevarte a un centro psiquiátrico. Tengo entendido que ya había iniciado los trámites.

¡Casi nada! Menos mal que la madre de Rosa me dio con la puerta en las narices.

¿Quién es ésa?

Perdona. Ahora estaba hablando de mis sueños.

¿Quién es esa Rosa?

La chica de que te he hablado.

¡Ah!, pero ¿conoces su nombre?

No, no. Nada de eso.

Entonces, ¿por qué la llamas Rosa?

Bueno, ése es el nombre que le he puesto yo.

¡Ah, vamos!

En realidad no es Rosa, sino Rosa del Mar.

¡Vaya, qué nombre más bonito!

Es un nombre muy poético.

Guardamos silencio. Julio fue quien lo rompió.

Supongo que habrás vivido aventuras maravillosas, ¿no?

Desde luego.

Dime, ¿la has llegado a besar?

Un montón de veces.

¡Cómo te envidio! ¿Y qué se siente al besar a una mujer?

Un placer infinito.

¡Cómo me gustaría poder comprobarlo! —Julio puso los ojos en blanco—. Entre nosotros, Raúl. ¿Sientes vocación sacerdotal?

En absoluto. Ya no la sentía antes de esta experiencia y ahora menos.

¡Ya! —Pausa—. Tampoco yo creo que la tenga. Me he parado a considerarlo muchas veces y siempre he llegado a la misma conclusión. Creo que esto no se ha hecho para mí.

No lo sé, Julio. Lo que es para mí, desde luego que no. Nunca he tenido intención de hacerme fraile. Ni siquiera cuando vine por primera vez al colegio. Lo que pasa que estos tipos empezaron a llenarme la cabeza de escrúpulos y casi consiguieron convencerme. Pero ahora ya lo he decidido. No creo que aguante más de este curso.

¡Cómo te envidio por tu decisión! Yo estoy hecho un lío. Es cierto que nos han llenado la cabeza de escrúpulos y prejuicios, y éstos son los que me tienen a mí indeciso.

Yo hojeaba distraídamente la revista que tenía en mi pupitre.

¡No sabes —exclamé— lo que nos perdemos por estar aquí dentro! ¡La cantidad de placeres que ofrece la vida y que desconocemos!

Desde luego que no lo sé. Si lo supiera, creo que ya no estaría aquí —silencio—. ¿Y qué se siente cuando estás con una mujer?

Muchas cosas. Empiezas por sentirte otro, por sentirte más hombre. Creo que el hombre nace para la mujer y la mujer para el hombre y, mientras no se complementan, no se sienten completos. Todo esto que nos inculcan aquí es puro cuento. Este celibato voluntario es un mito. El hombre necesita a la mujer y la mujer al hombre. Ésa es la verdad.

Supongo que sí. Pero cuéntame, ¿qué más se siente al lado de una mujer?

No podría decírtelo. Eso es para vivirlo, no para contarlo.

Dimos por finalizada la conversación. En aquel momento entraban los demás compañeros en el aula. Era hora de comenzar la clase.


Transcurrían los días monótonos y aburridos, como aburrida era la vida en el colegio. En todos aquellos días no había hecho más que darle vueltas a una idea que tenía fija en mi mente. Era cierto que la historia de Rosa del Mar había sido un sueño. Me lo habían confirmado los profesores, los compañeros, hasta mi mejor amigo. Ahora bien, había algo independiente de aquel sueño, la existencia real de la joven, porque yo la había visto, aunque fuera durante breves instantes, ¿o acaso fue una ilusión?. Si aquel hecho era cierto, tenía que volver a verla. Estaba prendado de ella y no podía olvidarla. La cuestión era cómo hacerlo. Mi vida transcurría en un colegio. Un colegio que venía a ser poco menos que una prisión. El reglamento era severo. Teníamos controlados todos los movimientos del día. Si en algún momento te desviabas del camino marcado, los demás compañeros se percataban inmediatamente de ello. ¿Cómo hacer para escaparme? No hallaba la ocasión.

Paseaba por el patio. Mi amigo Julio se acercó a mí.

Hola, Raúl.

Hola, Julio. Espléndida mañana, ¿verdad?

Sí que lo es. Si continúa así, esta tarde podremos disfrutar de un buen paseo.

Era cierto. Por la tarde tocaba paseo. «¡Si nos llevaran al Igueldo!», pensé.

¿Qué te pasa, Raúl? Te encuentro algo raro.

No es nada, Julio.

Espero que no vuelvas a recaer en lo mismo. Recuerda que han estado a punto de llevarte a un hospital psiquiátrico.

Descuida, Julio. No me volverá a ocurrir. Si me ves así es porque trato de buscar una forma de salir del colegio para encontrarme con esa chica, o al menos para cerciorarme de que existe.

¡Estás loco! ¡Salir de aquí! ¿Y cómo quieres hacerlo?

Ése es el problema y lo que atrae toda mi atención. No hago más que tramar planes, pero todos se desvanecen como humo. No hay uno que sea perfecto.

¡Ten cuidado, Raúl, ten cuidado! Veo que quieres jugar con fuego y al final…

¿Al final qué, Julio?

—Que te cogerán.

¿Y qué me pueden hacer?

Expulsarte del colegio.

¡Me importa un bledo! ¿No acabas de decirme que me han querido encerrar en un manicomio? —Julio guardó silencio—. Pues, perdido por perdido, prefiero salir del colegio.

Nos habíamos detenido al lado de un pequeño jardín. Algunos compañeros más paseaban próximos a nosotros. Alcé los ojos hacia la residencia de los frailes. Mi mirada se cruzó con la del Prefecto. Nos estaba observando. Bajé la vista otra vez al suelo. Julio se había dado media vuelta. Yo lo imité y proseguimos nuestro paseo.

¿Sabes quién nos está vigilando? —insinué.

Sí, el Prefecto.

Ese tipo no aparta los ojos de mí estos días.

Porque teme que vuelvas a recaer. Por eso no conviene que andes siempre solitario.

¿Y qué quieres que haga? Exceptuándote a ti los demás apenas si me dan conversación.

Ya lo sé, Raúl.

Siempre me han rechazado y ahora, con esto, más aún. Además no me interesan sus conversaciones. No saben hablar más que de fútbol. ¡Y ya está bien!

Sí, en eso tienes razón. El fútbol es el tema de toda la semana.

Parece mentira que sean estudiantes de filosofía. ¡La cantidad de temas sobre los que podríamos hablar! Pues nada, fútbol y más fútbol —hice una pausa—. El caso es que los mismos frailes están obsesionados con él. Recuerdo que en el colegio menor era el propio Director el que nos incitaba a ello.

Sí, ¡menudo fanático!

¿Fanático? ¡Futbópata, diría yo! Imagínate que en cierta ocasión nos mandó hacer una redacción sobre los nombres de los jugadores del Real Madrid.

¿Y qué quería que hicierais con eso?

Que escribiéramos el mayor número posible de nombres de jugadores.

Eso parece más una prueba de caligrafía que una redacción.

Me pregunto qué entenderá ese hombre por literatura.

El Prefecto tocó palmas desde lo alto de una escalera. Había finalizado el recreo. En silencio nos dirigimos a nuestras respectivas aulas. Iba a dar comienzo otra clase. De nuevo la monotonía.

Por la noche subí a la azotea a tomar el fresco. Lo teníamos prohibido, pero no me importaba. Estaba agobiado de tanto reglamento.

La noche era serena y agradable. La luna aún no había aparecido. Me acerqué al muro de la azotea para apoyarme en él. Desde allí podía ver el Urgull, la isla de Santa Clara, el Igueldo… «¡Oh, bienhadado Igueldo, cuántas horas de felicidad me has deparado!»

El silencio llenaba la noche. En mi derredor todo eran tinieblas. Abajo, en cambio, brillaban infinitos puntos luminosos. Eran las luces de la ciudad. Mirando hacia ellas sin verlas, maquinaba la forma de salir del colegio sin ser notado ni visto. Era una empresa harto arriesgada, pero no imposible. Tenía que haber algún medio y no me detendría hasta descubrirlo.

Un súbito ruido hizo que todo mi cuerpo se estremeciera. Me refugié velozmente en la oscuridad de un rincón. No era más que un inofensivo gato. Desde el rincón abarcaba con mi vista la gran bóveda celeste. Siempre me había gustado contemplar las noches estrelladas. ¡Qué insignificante se ve uno ante la grandiosidad de la noche! Allá arriba el firmamento se veía tachonado de estrellas. Favorecido por la oscuridad que me envolvía, pude apreciar un sinnúmero de ellas. ¿Cuántas habría? Imposible calcularlas. Mi mente se vio acosada a preguntas. «¿Qué habrá en ese espacio infinito? ¿Habrá otras formas de vida inteligente? De ser cierto, ¿podremos alguna vez ponernos en contacto con esos seres? ¿Cuál será su reacción? ¿Cómo nos recibirán? Su configuración física, su inteligencia, ¿serán como las nuestras? ¿Qué sistema de comunicación utilizarán?». Mis preguntas se perdieron en el vacío por falta de respuestas. Después reflexioné sobre el orden que rige el universo. Me imaginé una gran máquina formada por innumerables engranajes. Todos ellos perfectamente sincronizados. Así debían de funcionar todos los cuerpos celestes. Pero ¿qué sucedería si tan sólo uno de ellos se separara de su órbita y chocara con otro? ¿Se organizaría un cataclismo universal? ¿Sería el Juicio Final que anunció Cristo? No lo creo. El universo es infinito y ese encuentro no sería más que un simple incidente que pasaría desapercibido en medio de esa enorme inmensidad.

Todas estas reflexiones y consideraciones me llevaron a una cuestión fundamental. «¿Quién gobierna el universo y las leyes que lo rigen? Y, sobre todo, ¿cuál es su origen? ¿Cómo se formó? ¿Lo ha creado alguien? ¿Surgió por sí mismo?». Confieso que mis indagaciones metafísicas me dejaron anonadado.

Era tarde. Los compañeros dormirían ya. Sin más dilación abandoné la azotea para retirarme a descansar.





19




        Había pasado todo el día buscando la forma de salir del colegio sin levantar sospechas. Sentía un impulso irresistible de acercarme al Igueldo para reconocer la villa. No podía tratarse de un simple sueño. Necesitaba cerciorarme de algo, aunque sólo fuera de la existencia de la casa.

Mis compañeros dormían ya. Me vestí sigilosamente y, con grandes precauciones, abandoné el dormitorio. Al llegar frente a la celda del Prefecto me detuve unos instantes. De su interior salían algunos rayos de luz a través de las rendijas de la puerta. Contuve unos segundos la respiración para escuchar con más atención. No tardé en oír el ruido característico del paso de una hoja. Debía de estar leyendo. De puntillas y sin hacer el menor ruido avancé hacia la escalera. Ya en ella respiré con más alivio. A pesar de la oscuridad descendí con paso rápido y firme. Tenía grabados en mi mente todos los peldaños. Al llegar abajo se ofreció ante mí el pasillo solitario y oscuro. No dejó de impresionarme un poco. Puesto mi pensamiento en el Igueldo, avancé resuelto y decidido hasta la altura de la primera aula. A tientas logré localizar la puerta de la misma. Abrí con sumo cuidado procurando que no hiciera ruido. Una vez dentro, me detuve unos instantes para reflexionar. La única salida era la ventana más próxima a la escalera exterior. Tenía que subirme a ella y desde allí alcanzar el muro de la escalera. No era fácil. Era una ventana abatible y la abertura era angosta, pero tenía que intentarlo.

Abrí la ventana y la fui elevando con gran cuidado. Tenía que dejarla en posición horizontal. Cuando ya la tenía casi abierta, rechinó uno de sus goznes. A punto estuve de dejarla caer de golpe y echarlo todo a perder. Pasado el susto, logré abrirla del todo. A continuación me deslicé a través de ella hasta el exterior, no sin ciertas dificultades y contratiempos. Atravesé el patio con grandes precauciones y me perdí en las sombras de la noche.

Llegué al Igueldo sudoroso y fatigado. Mi nerviosismo y mi impaciencia me habían obligado a hacer el recorrido casi corriendo. Sin detenerme, avancé en busca de la casa de Rosa del Mar. Envueltas en las sombras todas las villas me parecían iguales. Tuve que examinarlas una por una hasta dar con la que buscaba. Cuando la encontré, quedé un poco desconcertado. Se parecía muy poco a la que había soñado tantas veces. La reconocí gracias a su jardín.

La villa estaba completamente rodeada de tinieblas. No parecía haber nadie en su interior. Posiblemente sus moradores estuvieran ya en la cama. Reconocí bien sus contornos antes de alejarme de allí. No quería confundirla en una nueva visita.

Regresaba al colegio ensimismado en mis pensamientos, sin percatarme de lo que ocurría a mi alrededor. Cuando iba a poner los pies en el patio del colegio, me pareció ver una sombra que se movía al pie de la escalera exterior. Quedé como petrificado. Contuve la respiración y agucé la vista y el oído por si descubría algo. El silencio era total. Debió de haber sido una alucinación mía. Más tranquilo, decidí ampararme en la oscuridad hasta alcanzar la escalera. A medida que me acercaba a ella, mi corazón latía con más fuerza. Las dudas y el miedo se apoderaban de mí. «¿Me habrá descubierto el Prefecto?», pensaba, «¿o acaso ha notado mi ausencia algún compañero y me ha delatado?». Mis piernas me flaqueaban. Avanzaba sigilosamente, de espaldas a la pared, con las manos apoyadas en ella. Paso a paso me fui acercando a la escalera. La oscuridad era absoluta. El silencio total. Subí los peldaños con gran cuidado. Al llegar al último, lo primero que hice fue cerciorarme de que la puerta estaba cerrada y la ventana abierta. Mis dudas y temores se desvanecieron. Todo aquello no había sido más que producto del miedo y de la imaginación.

Con muchas precauciones y no pocos problemas logré entrar en el colegio y llegar hasta mi lecho. Mis compañeros dormían plácidamente. Yo, en cambio, tardé en conciliar el sueño aquella noche.

—Hola, Raúl. ¿No quieres salir a despejarte un poco?

No me apetece, Julio.

Me había quedado en el aula después de la clase.

¡Anímate y vamos a pasear un rato! Si no sales la mañana parece que se te hace mucho más larga.

Julio me convenció. No tardamos en hallarnos los dos en el patio.

¡Con el día estupendo que hace y no querías salir! ¿Qué te pasa, Raúl? Te veo preocupado. Esta mañana no diste una en clase.

Ya lo sé. No estaba por la lección.

Si sigues así, vas a perder el curso.

¡Qué me importa el curso! Lo que me importa es el amor de esa chica, Julio.

Nos detuvimos un momento. Mi amigo me miró fijamente.

De verdad me parece que no estás en tus cabales, Raúl. Esa chica no es más que un sueño tuyo. Olvídala.

¿Tú crees?

¡Pues claro, hombre!

¿Y qué me dices de su casa? ¿También es un sueño?

—¿Qué casa?

—La del Igueldo. Esta noche fui a comprobar que existía, que no se trata de un sueño.

¿Qué has ido esta noche?

Sí, Julio. Esta noche he ido a cerciorarme de la existencia de esa casa. Necesitaba hacerlo. Ahora ya sé que existe, que no es un sueño mío.

¡Pero tú estás loco! Te han podido descubrir.

¡Qué importa eso!

Enmudecimos unos instantes. Julio fue quien rompió el silencio.

Lo que no me explico es cómo has podido hacerlo.

¿Hacer qué?

Salir del colegio.

Eso no tiene importancia. —En aquel momento finalizaba el recreo—. Ahora ya sé que la villa es real. Lo único que necesito es comprobar que la chica también lo es.

Vamos a callarnos, Raúl Ya han tocado las palmadas y el Prefecto nos está mirando.

Efectivamente, nos observaba desde lo alto de una escalinata. Tenía la detestable costumbre de situarse en los lugares más estratégicos para vigilar todos nuestros movimientos.

Después de comer subí a la azotea. La tarde era suave. El sol se filtraba débilmente a través de una tenue cortina grisácea. Mi vista se clavó en el Igueldo con la velocidad del rayo. Traté de distinguir la villa de Rosa del Mar, pero fue inútil. Desde allí todas me parecían iguales.

Desde el patio llegaban hasta mí las voces de mis compañeros. En un principio eran diáfanas y bien diferenciadas. Poco a poco se convirtieron en un murmullo que arrullaba mis oídos. Mi mente estaba lejos de allí. Cavilaba sobre la forma de salir del colegio a plena luz del día. Era arriesgado, no cabía duda, pero era el único medio de desvelar el misterio de mi onírico amor. Por la noche era poco menos que imposible.

¡Pero si está aquí, Raúl!

Un brusco estremecimiento recorrió todo mi ser. Pronto respiré tranquilo. No eran más que algunos compañeros que llegaban a la azotea.

Te has asustado, ¿eh? —me dijo uno de ellos.

Pues sí, un poco. La verdad que no esperaba a nadie. Como está prohibido subir aquí…

Por eso subimos nosotros, porque sabemos que nadie va a venir a molestarnos.

Se sentaron en el suelo y uno de ellos sacó tabaco que repartió entre los demás.

¿Quieres uno? —me ofreció.

No, gracias.

—Supongo que no te chivarás al fraile —añadió.

Y si se chiva, ¿qué? —comentó otro con cierto aire de suficiencia.

Peor para él —replicó un tercero.

Podéis estar tranquilos. Por mi parte no sabrá nunca nada. No hago migas con él.

¡Así se habla, chaval! —me dijo el que parecía capitanear el grupo—. ¿Por qué no te sientas aquí con nosotros?

Acepté su invitación. Uno de ellos me ofreció una chupada de su cigarrillo. Intenté tragar el humo, pero un acceso de tos me lo impidió. Dos gruesas lágrimas brotaron de mis ojos.

Tranquilo, Raúl. Eso nos ha pasado a todos la primera vez.

No tardaron en ponerme al corriente de sus fechorías. Todos los días después de comer, mientras los frailes dormían la siesta, aprovechaban para fumar un pitillo en la azotea. No estaba mal ideado. Era una forma de protestar contra la rigidez disciplinaria.

Pronto tuvimos que abandonar el lugar. El reglamento nos llamaba. Había que formar otra vez.





20




        Varios días habían transcurrido desde el incidente de la azotea. Durante ellos había maquinado mil formas de salir del colegio. Todas desechadas. Cuando quería poner alguna de ellas en práctica, surgían mil inconvenientes por todas partes. Estaba desesperado.

Era día de paseo. Aprovecharía aquella circunstancia para acercarme a la villa del Igueldo. Pregunté a varios compañeros si sabían el rumbo que íbamos a seguir. Ninguno supo darme una respuesta. No importaba. Me había propuesto no dejar pasar el día sin merodear por los alrededores de la villa.

El paseo era al Mendizorrotz. La suerte me brindaba la oportunidad. Al acercarnos a la bifurcación de las carreteras en el Igueldo, me rezagué un poco. No tardé en quedarme solo. Era la ocasión que esperaba. Sin pérdida de tiempo me encaminé hacia la villa. En breves instantes llegué a darle vista. Adoptando algunas precauciones, me situé en un lugar estratégico para observarla. Inmóvil dejé pasar el tiempo. Los moradores no parecían dar señales de vida. Cansado de tanta espera y un poco decepcionado, decidí alejarme del lugar. No bien había andado unos pasos, cuando me topé con una señora de mediana edad. Vencida mi timidez e instigado por las circunstancias, me atreví a formularle algunas preguntas.

Perdone, señora, ¿vive por aquí cerca?

Se quedó mirándome sin contestar a mi pregunta.

No lo tome a mal, señora. Sólo quiero saber si conoce a los dueños de esta casa.

Me volvió a mirar de arriba abajo.

¿Y para qué quieres saberlo, jovencito?

Es por algo totalmente personal.

No me parece que tengas malas intenciones. Tu aspecto es más bien de seminarista.

Mi cara se sonrojó.

En efecto, señora, soy seminarista.

De todas maneras no puedo decirte mucho, joven. No conozco a los inquilinos de esta casa. —Se acercaba a nosotros un individuo de unos cincuenta años—. Pregúntele a ese señor. Quizás él sepa algo.

El individuo me dio parecidas razones a las de la señora que acababa de marcharse. Todavía pregunté a algunos transeúntes más. Nadie me supo dar razón de los moradores de la casa. No sé si porque realmente no lo sabían o porque no querían comprometerse.

Ante las infructuosas pesquisas, opté por abandonar el lugar para ir al encuentro de mis compañeros. Ya no tardarían en regresar. Mi reincorporación al grupo no ofreció grandes dificultades. Tan sólo dos compañeros se percataron de mi llegada. Uno de ellos formaba parte de la pandilla de la azotea. El otro trató de hacer algunas indagaciones, pero el primero intervino restando importancia al hecho. Yo se lo agradecí con una rápida mirada. Era el pago por mi silencio.

Busqué a Julio con la mirada. Iba un poco más adelante. No tardé en hallarme a su lado.

¿De dónde sales? —me preguntó al verme.

He estado indagando en los alrededores de la casa.

¡Buena la has hecho!

¿Por qué?

Porque me parece que el Prefecto te ha echado de menos.

¿Ha preguntado por mí?

No, pero se ha pasado toda la tarde observándonos, como si buscara a alguien y no lo localizara.

Cierto nerviosismo se apoderó de mí.

¿Tú crees que habrá descubierto mi ausencia?

No lo sé, pero ya sabes cómo es. No se le escapa una.

Mi nerviosismo aumentaba a medida que nos acercábamos al colegio. Temía lo peor. Si me había descubierto, ya podía olvidar todos mis planes.

¿Cómo eres tan insensato, Raúl?

Hice un gesto ambiguo.

Imagínate que te haya descubierto. Ya puedes empezar a preparar la maleta.

No será para tanto.

¿Que no? ¡Mejor que no haya notado tu ausencia!

Ya estábamos próximos al colegio.

¿Y qué has averiguado?

Nada, Julio. Se diría que no vive nadie en la casa. He pasado media tarde observándola y no he visto un alma en ella. Luego he preguntado a varios transeúntes si conocían a sus moradores, pero ninguno ha sabido darme una respuesta afirmativa.

¡Pues vaya! Tanto riesgo para nada. —Julio hizo una pequeña pausa. Entrábamos ya en el recinto del colegio—. ¿No sería mejor que te olvidaras de todo y volvieras a comportarte con absoluta normalidad?

¡Ni hablar! Tengo que descubrir el secreto de esa chica, sea como sea. Así tenga que abandonar el colegio para ello.

¡Sí que te ha entrado fuerte!

Y tan fuerte.

El Prefecto se había situado en la puerta de entrada. Al verlo mi pulso se alteró y una oleada de fuego inundó mi rostro. Julio se percató de ello.

Trata de mostrarte con normalidad —me dijo—. Quizás así logres confundirlo.

Procuré seguir el consejo de mi amigo. Intenté afrontar la situación con toda la sangre fría de que era capaz. Al aproximarme a la entrada, me pareció adivinar en el Prefecto un pequeño gesto de sorpresa. Pasé a su lado sin que me dijera nada. El peor momento había quedado atrás.

Permanecí un par de días en vilo. Temía que en cualquier momento pudiera llamarme el Prefecto para pedirme explicaciones de mi ausencia en el paseo. No fue así. Lo que me hizo descartar las sospechas, tal vez infundadas, de mi amigo. Pronto mi mente volvió a tramar artimañas para salir del colegio. No tardé en conseguirlo. Cierto día decidí marcharme durante el primer recreo de la tarde. No disponía de mucho tiempo, pero era la hora más apropiada. Los frailes se encerraban en sus celdas y nadie se ocupaba directamente de nosotros.

Llegué al Igueldo sudoroso y fatigado. La villa se mostró ante mis ojos como pocos días antes, sin señales de vida. Merodeé por sus alrededores sin resultado. Ya me disponía a regresar cuando vi que alguien salía de una villa cercana. Era una mujer de unos cuarenta a cuarenta y cinco años, de aspecto tosco y poco cuidado.

Buenas tardes —saludé al acercarme a ella.

¡Ozú, chiquiyo, qué zuzto me haz dao!

Perdone usted. No era ésa mi intención.

¡Puez ya podía tener máz cuidao! ¿Qué ce te ofrece?

¿Sabe usted por casualidad si vive alguien en esa casa? —señalé hacia la villa de mis desvelos.

Por cazualidá no, por obligación. Una vez ca cemana durante eztoz cinco úrtimo año he ío a hacer la limpieza a eza caza.

«Al fin he dado con alguien que puede ayudarme a desvelar este misterio», me dije para mis adentros.

Entonces ¿no tendrá inconveniente en decirme quiénes son sus moradores?

Ninguno, chiquiyo. En eza viya viven do viejo dezaborío.

¿No vive nadie más con ellos?

No que yo cepa.

¿Está usted segura?

¡Que me caiga muerta ahora mizmo ci miento! ¿Quién puee aguantá a ezo doz cazcarrabia?

Por mi mente cruzó la sombra de una duda: «¿sería todo una ilusión mía, un simple sueño?»

¿No los ha acompañado una joven en estas últimas semanas?

Ezo no lo cé.

¡Cómo! ¿No acaba de decirme que les hace la limpieza una vez por semana?

Ce la hacía, chiquiyo, ce la hacía. Ahora ya hace tiempo que no ce la hago. ¡Allá ce la apañen como puedan ezo do tacaño! ¡Bicho azquerozo! Doz cemana me quedaron a debé y porque me ezpabilé, que ci no hubieran cío máz aún.

Aquellas palabras me tranquilizaron. Aún cabía la posibilidad de que fuera real la existencia de Rosa del Mar. No cejaría hasta que no desvelara todo el misterio. Tenía que hablar con los dos ancianos. Sólo ellos podían disipar mis dudas.

Era ya tarde. El recreo estaba a punto de finalizar. Tenía que regresar rápidamente al colegio si no quería ser descubierto. Me perdí carretera abajo mientras la andaluza seguía llenando de improperios a los pobres ancianos. Llegué al colegio en el preciso instante en que mis compañeros entraban en el aula de estudio. Un minuto más y hubiera llegado tarde.

¿Dónde has estado? —me preguntó Julio en el recreo siguiente.

Te lo puedes imaginar.

Estás jugando con fuego y te vas a quemar, Raúl.

¡Qué me importa! Más me quema la incertidumbre que llevo dentro.

Entonces, ¿no has descubierto nada?

De la chica, no. Me han informado que en la villa viven dos viejos.

¡Así de la chica no hay nada! No ha sido más que una ilusión tuya.

Eso está por ver. Nadie me ha dicho aún que no exista.

Nos sentamos en un banco. Los demás compañeros paseaban o charlaban en pequeños corrillos. Algunos jugaban a la pelota en el viejo frontón.

Te veo muy obsesionado con todo esto, Raúl. No quisiera que te saliera mal, pero, ¿te has parado alguna vez a considerar que es posible que te lleves una gran desilusión?

¿Qué quieres decir con eso, Julio?

Quiero decir que si te has detenido alguna vez a pensar que, aunque exista esa chica, ella nada sabe de ti, porque ¿no me discutirás que las aventuras que has vivido con ella no han sido más que fruto de tu imaginación? Y si no te conoce, mal te puede corresponder.

Quedé durante unos segundos perplejo. En efecto, Rosa del Mar no me podía conocer. Por tanto, mal podía estar enamorada de mí. No me quedaba más que la esperanza de que mi sueño se hiciera realidad.

Mejor sería que te olvidaras de todo, Raúl.

No puedo, Julio. Puede que tengas razón, pero no puedo. ¡Si supieras qué real ha sido para mí ese sueño! Ha sido real ella, los compañeros de la pensión, la pensión misma, incluso el tiempo. He vivido largos e intensos meses a su lado. Me parece imposible que ahora se desvanezca todo en un instante.

El recreo tocaba a su fin. En aquel preciso momento nos llamaban para reanudar el estudio.

Tienes que intentar olvidarlo, Raúl —me dijo Julio mientras nos dirigíamos al aula.

Quizá tuviera razón. Quizá fuera mejor que me olvidara de todo. Pero algo en mi interior me impulsaba a seguir adelante, a seguir hasta el final, pasara lo que pasara.






                                                                        21




        Celebraba el colegio el día de su patrona. Habían programado varios actos religiosos para media tarde. Final de la novena, misa cantada y otros. A ellos asistiría el colegio en pleno.

Esperaba con emoción la llegada de aquel momento. Hacía días que tramaba escaparme durante los actos religiosos. ¿Quién podría notar mi ausencia en ellos?

Lo llevé a cabo como lo había pensado. Mientras los demás entraban en la capilla, yo corría hacia el Igueldo. Iba decidido a hablar con los moradores de la casa. No podía continuar en aquella incertidumbre por más tiempo.

La villa apareció ante mis ojos como en ocasiones anteriores. Parecía estar rodeada de un halo de misterio. Subí la escalerilla del jardín y me detuve en el porche. Todo el valor que mostrara durante el camino había desaparecido como por encanto. Me faltó la decisión suficiente para pulsar el timbre y tuve que retroceder sobre mis pasos. Me alejé unos metros de la villa para calmar mis nervios. De pie, en la orilla de la carretera, observaba el mar. Aquel mar que tantas veces había contemplado en mis sueños. Estaba algo enfurecido. Sus olas rompían con estrépito en los escollos del rompeolas. Grandes crestas de blanca espuma rodaban por las rocas, para desaparecer en breves instantes. El sol, mortecino, apenas brillaba. Un velo blanquecino se lo impedía. Di media vuelta y me acerqué al porche de nuevo. Pulsé el botón del timbre. En el interior de la casa se oyó un campanilleo. Esperé unos segundos. No salía nadie a abrir. Volví a pulsar el timbre insistiendo un poco más. No tardé en escuchar pasos que se arrastraban en el interior. Se entreabrió la puerta muy despacio. A través de la exigua rendija que se había formado pude ver la arrugada cara de una anciana.

¿Quién es usted? ¿Qué desea? —me preguntó con voz cascada.

Quería hablar con usted.

¿Para qué quiere hablar conmigo? Yo no lo conozco a usted de nada. ¡Váyase!

Por favor, señora, es un asunto de suma importancia para mí. Déjeme que le explique.

En aquel momento se oyó en el interior la voz de un hombre ya mayor. La anciana en pocas palabras le hizo conocer mi pretensión. Tras un breve forcejeo entre ellos, me permitieron pasar al interior.

Siéntese, joven —me invitó el anciano, que parecía más comprensivo—. Usted dirá.

Bueno, yo… En realidad, no sé por dónde empezar.

Pues si usted no lo sabe, joven, menos lo podremos saber nosotros —comentó con cierta ironía el anciano.

El caso es que hace una temporada vi, o me pareció ver, una joven apoyada en la barandilla de su jardín.

¿Una joven apoyada en la barandilla del jardín? No caigo —el anciano hizo un gesto de extrañeza—. Si no se explica usted un poco más, joven…

Era una joven encantadora. Tenía la cabellera larga y sedosa, esparcida por la espalda. Su rostro era como el marfil, tintado de un rosa suave. Su figura era esbelta, como la de una diosa de la mitología.

¿Y dice que la vio aquí, apoyada en la verja de nuestro jardín?

En efecto.

Usted sueña, joven —aseveró el anciano con parsimonia. Mi rostro palideció. Una fugaz congoja recorrió todo mi ser. «¿Habrá sido una ilusión mía? ¿Un simple sueño?»—. Aquí nunca ha vivido tal chica —prosiguió—. Mi esposa y yo estamos solos en el mundo. Nadie viene a visitarnos. Por lo que es imposible que la haya podido ver.

Aseguraría que fue cierto —un breve silencio se interpuso entre los tres—. En fin, señores, no quiero molestarlos más. Han sido ustedes muy amables conmigo. Les estoy muy agradecido.

No hay de qué, joven. A su disposición.

El anciano me ofreció su macilenta mano. Yo se la estreché. Su esposa me acompañó hasta el porche. Una vez más le agradecí las atenciones que me habían dispensado antes de alejarme de allí.

Pasados los primeros instantes, tomé conciencia de la realidad. El sol estaba a punto de ocultarse. Una fuerte comezón recorrió todo mi ser. Los oficios religiosos ya habrían terminado haría rato y yo me encontraba fuera del colegio. ¿Me habrían descubierto?

Al llegar al recinto del colegio escuché las voces de mis compañeros en el patio. Di un pequeño rodeo para no ser visto. No tardé en hallarme al lado de mi mejor amigo.

Hola, Julio.

Hola, Raúl. ¿De dónde sales?

¿No te lo imaginas?

Sí, desde luego. Te estás arriesgando mucho.

Lo sé, Julio, pero tenía que hacerlo.

Se produjo una breve pausa entre nosotros. Algunos compañeros jugaban a la pelota. Otros charlaban o paseaban.

¿Y qué has descubierto?

Nada halagüeño, Julio. Creo que no se trata más que de un sueño. Hoy he tenido ocasión de hablar con esos dos viejos. Viven solos y están solos en este mundo. Ellos no saben nada.

Entonces procura olvidarlo todo.

¡Si pudiera, Julio…! He llegado a pensar que esa chica pudo estar allí sin ser advertida por los ancianos. Me resisto a creer que no es más que una ilusión mía.

Y si así fuera, ¿qué podrías hacer para dar con ella? Sería como buscar una arena en el desierto.

Guardamos silencio. Yo meditaba las últimas palabras de mi amigo. Por desgracia tenía razón. Las pocas posibilidades que tenía de dar con ella se habían desvanecido.

Se oyeron unas palmadas. Era la señal para ir a cenar. Caminaba al lado de mi amigo, mohíno, cabizbajo, con el corazón apesadumbrado.





                                                                        22




        La noche era apacible y tranquila. De cuando en cuando el ladrido de un perro o el ruido de un coche lejano venía a perturbar aquella quietud. Luego, otra vez el silencio.

Apoyado en la barandilla de la azotea, observaba el fulgor de la ciudad y escuchaba el tenue murmullo del mar. Más que escucharlo lo adivinaba. Inconscientemente mi vista fue a posarse en la falda del Igueldo. No distinguía la villa de mis sueños. El velo de la noche la ocultaba.

Un ligero ruido me apartó de mi contemplación. Me apresuré a esconderme hasta ver de qué se trataba. Pronto advertí el susurro de unos pasos que se acercaban. Mi corazón latía con fuerza. Mi respiración era entrecortada. Alguien entró en la azotea. La oscuridad de la noche me impedía ver su cara. Avanzó unos pasos. Se detuvo cerca de mí. Desde allí miraba a una y otra parte, como si tratara de encontrar a alguien.

¡Raúl! —murmuró.

Salí de mi escondite. Era una voz familiar.

Hola, Julio. ¡Menudo susto me has dado! Temí que fuera algún fraile.

Ya ves que no.

¡Menos mal! ¿Y cómo te ha dado por subir hasta aquí?

No tenía sueño y quise venir a hacerte compañía. Te vi salir del dormitorio y me supuse que estarías aquí.

¿No tienes miedo de que nos descubran los frailes?

Tal vez. Pero… ¡qué importa!

Nos acercamos a la barandilla y nos apoyamos en ella.

Es bonita la ciudad a estas horas, ¿no crees, Julio?

Sí que lo es.

¡Lástima que no podamos salir a verla!

Ya la vemos cuando vamos de paseo.

Pero no es lo mismo, Julio.

Desde luego que no.

Guardamos silencio. Yo fui quien lo rompió de nuevo.

Tengo ganas de abandonar el colegio. Me ahogo aquí dentro. Esta disciplina me asfixia.

Te comprendo, Raúl. Sobre todo después de lo que te ha pasado.

Eso puede influir algo, pero mi decisión ya estaba tomada antes de ocurrirme todo esto. Hace tiempo que no soporto esta vida y si no fuera por esas evasiones, si no me dejara llevar por mi loca imaginación, no habría podido aguantar hasta hoy aquí. Encuentro esta vida insulsa, vacía, sin sentido.

No creas que yo a veces también he llegado a pensar algo parecido. Esta vida es para el que tenga vocación. Si no la tienes vale más que la abandones.

¡Vocación, vocación! ¡Es tan elástico eso…! ¿Tú crees que tienes vocación?

La verdad no sé decirte, Raúl. Es muy difícil saberlo y tengo mis dudas al respecto.

Se oyó un ruido en el patio. Guardamos silencio. Transcurrieron algunos minutos sin que se oyera nada más.

Debió de ser algún gato —comenté yo.

Seguramente.

¿Crees que existe la vocación auténtica?

¡Hombre, eso no hay que dudarlo!

Pues yo lo pongo en duda. No creo que exista la vocación auténtica, sino una falsa vocación o vocación acomodaticia.

No te entiendo.

Más de uno está aquí no por vocación, sino por comodidad o… por miedo a la vida. Aquí han encontrado una vida fácil, sin problemas, y se han refugiado en ella. Otros están aquí porque es la única clase de vida que conocen. Los trajeron al colegio, les inculcaron una doctrina y una ideología en él y ya no han visto nada más. Por lo que desconocen cualquier otra forma de existencia. La verdadera vocación es aquella que surgiría después de haber probado los distintos placeres de la vida, de haber conocido otras formas de vivir distintas a ésta. Pero esa vocación yo diría que no existe.

La noche seguía apacible. Las casas de los alrededores se iban quedando a oscuras.

¿Vamos a dormir, Raúl?

¿Tienes sueño?

Pues, a decir verdad, no. Pero ya es tarde.

¡Qué importa eso! Hace una noche espléndida y hay que aprovecharla.

Un meteorito atrajo nuestra atención breves instantes. Luego mi vista se dirigió al Igueldo, donde trataba, en vano, de descubrir la villa de mis sueños.

Sigues pensando en esa chica, ¿eh, Raúl?

No puedo olvidarla, Julio.

Será mejor que la olvides, pues no ha sido más que un sueño tuyo.

Es posible, pero no consigo olvidarla. ¡Fui tan feliz durante ese sueño…!

Permanecimos en silencio unos minutos. La suave brisa del mar comenzaba a sentirse ya.

Julio, ¿qué existencia crees que es más real, la de Rosa del Mar o la nuestra?

Eso no se pregunta, Raúl. Hasta el más necio te podría contestar.

Así, ¿tú crees que es más real nuestra existencia que mi sueño?

Sin lugar a dudas.

Pues yo no estaría tan seguro.

¡No me hagas reír, Raúl!

No pretendo hacerte reír. Hablo muy en serio —pausa—. Me inclino a creer con Unamuno que nuestra existencia no es más que un sueño, un sueño del Hacedor. Nuestra existencia es tan ficticia como la de Rosa del Mar.

Me cuesta trabajo creerlo.

Pues está bien claro. Este mundo —y todo cuanto hay en él— no es más que un sueño de Dios. Existimos mientras Él nos sueña. En el momento que deje de soñarnos, dejaremos de existir. De la misma manera que ha dejado de existir Rosa del Mar en el momento que yo dejé de soñarla.

Puede que tengas razón. Nunca me había parado a pensar en ello.

La brisa había refrescado un poco la noche y una débil película de humedad cubría nuestro rostro. Mi amigo y yo regresamos al dormitorio para reposar unas horas. 





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