jueves, 9 de mayo de 2019

LOS AVATARES DE UN REINO. 3ª. PARTE. Capítulo 12



                                                                12



A pesar de su deteriorada salud, don Ramiro quiso realizar un viaje por tierras asturianas. Hacía tiempo que se lo había prometido a su esposa doña Urraca y siempre había tenido que posponerlo por las circunstancias del momento. Se proponía visitar las posesiones de sus antepasados en tierras asturianas y orar ante sus tumbas en la catedral de Oviedo. Pocas veces había atravesado don Ramiro la cordillera Cantábrica. Asturias, desde el traspaso de la corte a León, había quedado relegada a un segundo término en los planes de los monarcas leoneses. Constituía un reducto difícil de expugnar por el enemigo infiel por su propia situación geográfica. La cordillera Cantábrica por el sur y el mar Cantábrico por el norte la convertían en una fortaleza natural. Los reyes tenían poco que temer de un potencial ataque. El flanco más débil en ese sentido lo podía constituir el mar, pero para eso disponían de varios castillos estratégicamente ubicados a lo largo de la costa que le servían de defensa. Los monarcas leoneses consideraban aquella parte de su reino completamente segura y tranquila.
Los reyes llegaron a Oviedo a principios de diciembre. Al cruzar la cordillera Cantábrica, el rey se había sentido algo indispuesto. El intenso frío había reavivado las dolencias que arrastraba desde la batalla de Talavera. Nunca les había dado mayor importancia, aparte que durante aquellos meses parecían haber remitido. Pero ahora, justo al atravesar aquellas cumbres nevadas, volvieron a aparecer las molestias en el pecho.
Los reyes habían visitado ya el complejo del valle de Boides, el Aula Regia de Santa María de Naranco, el castillo de Gozón, varias iglesias y monasterios del interior de Asturias. Habían orado más de una vez ante las tumbas de sus antepasados ubicadas en el Panteón de los Reyes de la catedral de San Salvador. Habían transcurrido algo más de tres semanas desde su llegada a Oviedo. Se acercaba la Navidad. Don Ramiro y doña Urraca hubieran querido pasarla en León con toda la familia, pero una fuerte nevada les obligó a demorar su regreso a la corte. El rey cada día se encontraba más débil y delicado.
Si no nos damos prisa, no sé si podré regresar a León con vida.
No digáis eso, Señor. Ya veréis cómo se os pasan esos dolores en cuanto crucemos la cordillera. Estoy convencida que se deben a la humedad de esta tierra. El propio físico no lo ha descartado en ningún momento.
El galeno puede opinar lo que quiera, pero estos dolores no se deben a la humedad. Hace meses que los padezco, aunque es cierto que últimamente parecía que habían remitido. Señora, debemos regresar a León lo antes posible.
Ya he dispuesto nuestro regreso, esposo mío, mas este tiempo no nos permite partir. Los expertos dicen que el puerto está cerrado y que permanecerá así al menos durante una semana, eso si el clima es favorable.
Me hago cargo de la situación, pero quiero partir en cuanto surja la más mínima oportunidad. Si he de morir, quiero que la muerte me halle en León donde deseo ser enterrado. Allí se hallan mis padres y hermanos y quiero que mis restos descansen junto a ellos.
Señor, se respetará vuestra voluntad, pero no seáis agorero. No os vais a morir, al menos por ahora.
Muy segura de eso estáis, Señora. Yo no lo estoy tanto. Nadie mejor que yo sabe lo que me pasa. Siento cómo mis fuerzas me van abandonando día a día. Mi vitalidad se escapa como el hilo de agua cuando cortan el suministro. Ya apenas siento la sangre en mis venas. Mis miembros se entumecen por momentos. No soy más que una sombra de lo que fui.
Señor, no digáis eso. Me asustáis. Deberíais ser fuerte, como lo habéis sido siempre, para superar el mal momento que estáis pasando.
Esa fortaleza ya no depende de mi voluntad. Por más que lo intento, mis fuerzas me han abandonado.
En Oviedo el cielo seguía encapotado. Hacía días que no cesaba de llover sobre los valles y montañas de Asturias. El agua corría por todas partes formando regatos por doquier. Las nubes bajas se confundían con la niebla que cubría hasta media montaña. Un grupo de jinetes abandonaba la ciudad por la puerta sur. La calzada estaba cubierta de charcos y de barro. Los jinetes fustigaban sus caballos para que aceleraran el paso. Tenían que llegar a los pies de la cordillera antes del anochecer. Al día siguiente se levantaron temprano. Apenas clareaba, pero había que darse prisa. Los días eran muy cortos y era necesario atravesar la cordillera antes de que se echara la noche de nuevo encima. No sabían con lo que se podían encontrar en ella. Uno de los servidores reales les había asegurado que el puerto estaba expedito, pero nadie podía garantizar que no se volviera a cerrar con una nueva nevada. Al mediodía ascendían la cordillera Cantábrica. Poco antes de llegar a la cúspide se despejaron las nubes dando paso a un día radiante. El blancor cubría las cumbres de la cordillera. La calzada, en cambio, estaba libre de nieve, aunque el barro lo llenaba todo. Los caballos luchaban con gran esfuerzo por superar las duras rampas. Más de una vez estuvieron a punto de dar con su cuerpo y con su preciada carga en tierra. Por fin, lograron rebasar la cumbre. El sol estaba a punto de ocultarse detrás de las montañas. Había que apresurarse si querían llegar a la próxima posta antes de que anocheciera. La reina pidió que hostigaran más a sus caballos. El rey parecía empeorar por momentos. El pesado viaje y el frío helador del puerto habían agravado sus dolencias. Tenían que llegar pronto a Gordón. El sol ya se había puesto y las sombras de la noche comenzaban a abrazarlo todo. Finalmente, llegaron a la posada. Minutos más tarde el rey descansaba sobre un lecho con fuertes dolores, mucha fiebre y la respiración entrecortada. Al día siguiente de madrugada reanudaron el viaje hacia la corte. Pasado el mediodía llegaron al palacio real. Don Ramiro fue trasladado de inmediato a sus aposentos. Los físicos lo examinaron detenidamente y nada bueno dedujeron de su exploración. La salud del monarca estaba muy deteriorada.
Debe permanecer en absoluto reposo. Como tiene mucha fiebre, es conveniente que le refresquéis la frente y las sienes con paños húmedos. También será bueno que le aliviéis el exceso de calor todo lo que podáis.
Cuando el galeno se disponía a abandonar la alcoba real, llegó la reina. En un aparte la puso al corriente del estado de su esposo.
Señora, debéis prepararos para lo peor. Vuestro esposo está muy débil y si no hay algún milagro de por medio, no saldrá de ésta.
¿Tan grave está?
Sí, Señora. Su estado es muy grave. Debemos esperar a ver cómo evoluciona en los dos o tres próximos días, pero su estado es crítico. He dado algunas recomendaciones al personal de servicio y he dejado unas instrucciones para que el boticario le prepare algunos remedios que se le deben administrar inmediatamente, pero no creo que sirva de mucho. El estado de su enfermedad está muy avanzado. Los físicos poco o nada podemos hacer por detenerlo. Es todo lo que os puedo decir.
Así, pues, ¿no hay ninguna esperanza?
Ninguna, Señora. Siento tener que ser tan sincero.
La reina se acercó a la cabecera de su esposo con el rostro cubierto de lágrimas. Tal vez si no hubieran ido a Asturias el rey podría gozar aún de buena salud. Fue una imprudencia por su parte haber llevado a cabo aquel viaje. Podían haberlo aplazado para cuando hubiera hecho buen tiempo, pero en el buen tiempo siempre surgían otras obligaciones. Ahora ya no había remedio. El rey había enfermado y no había esperanzas de que sanara.
Tres días más tarde, concretamente el cinco de enero del año 951 el rey pareció gozar de una mejoría transitoria. Momento que aprovechó para hacer pública su abdicación a favor de su hijo don Ordoño. Después hizo que lo trasladaran al monasterio de San Salvador, contiguo a su palacio, donde se despojó públicamente de sus vestiduras reales y derramó cenizas sobre su cabeza, como símbolo de su renuncia a su dignidad real y a todo lo que ésta representaba. Ramiro II el Grande puso fin así a su largo y fructífero reinado, que tanto había supuesto en la expansión y afianzamiento del reino de León. Poco después entregó su alma al Señor.

LOS AVATARES DE UN REINO. 3ª. PARTE. Capítulo 11


11



Un año más tarde de la liberación de Fernán González, el monarca resolvió devolverle todas sus posesiones y títulos. Para sellar el acto, decidió que sus hijos, Ordoño III de León y doña Urraca Fernández, contrajeran matrimonio. De esta manera esperaba apaciguar las ansias separatistas del conde castellano.
Aunque aparentemente se trataba de una boda pactada, sin embargo, hacía ya bastante tiempo que ambos contrayentes mantenían relaciones entre ellos. Fue a raíz de una visita que don Ordoño realizó a su hermano don Sancho en Burgos. En los primeros momentos, doña Urraca no quería saber nada del infante. Esa conducta se debía al rencor que sentía hacia don Ordoño y sobre todo hacia don Ramiro por haber encarcelado a su padre. Pero como sus coincidencias en multitud de actos y ceremonias, que se reiteraron a lo largo de la estancia del infante en la ciudad castellana, fueron en aumento, el distanciamiento inicial de doña Urraca dio paso a un paulatino acercamiento al mismo. Al final, ocurrió lo inevitable, terminaron por enamorarse. Fue precisamente don Ordoño quien propuso a su padre que concertara su matrimonio con doña Urraca.
Ramiro II había mandado llamar a don Fernán González. Éste llegó a la corte dos días después de recibir el mensaje real. El monarca lo esperaba en su despacho revestido de todos los atributos reales. Quería causar una honda impresión en su súbdito y vasallo.
Majestad —don Fernán realizó una gran genuflexión ante el rey—, aquí me tenéis. ¿Para qué me habéis mandado llamar?
Levantaos, Fernán. Os he llamado para comunicaros que os devuelvo todos vuestros títulos y posesiones. A partir de hoy volveréis a ostentar la dignidad de conde de Castilla. Durante todo este año me habéis demostrado vuestra lealtad. Quiero premiaros vuestro gesto con este acto.
Gracias, Majestad. Os estaré eternamente agradecido.
Eso espero, Fernán. Y para sellar esta normalización entre nosotros, quiero que mi hijo el infante Ordoño y vuestra hija Urraca contraigan matrimonio. Este enlace servirá para unirnos más y para limar asperezas.
Señor, esto es mucho más de lo que podía esperar. No sé cómo agradeceros tanta magnanimidad.
Como lo habéis hecho durante este último año, con vuestra lealtad.
No os defraudaré, Señor. Os seré fiel mientras viváis.
La audiencia terminó en una reunión familiar en la que concertaron la fecha de la boda para el mes de junio de aquel mismo año. El conde de Castilla abandonó la corte feliz y, al mismo tiempo, algo contrariado. Era consciente de la altura a la que volaba su hija, pero también lo era del enorme sacrificio que eso le suponía a él. Sus sueños de independencia se habían esfumado en un instante. ¿Cómo iba a enfrentarse al rey ahora? Eso sería una locura y un suicidio. El rey había sabido jugar bien sus cartas y había ganado. Ahora estaba amarrado de pies y manos.
Después de la boda de don Ordoño y doña Urraca, el infante don Sancho regresó a Burgos donde el rey quería que permaneciera para afianzar su autoridad real. A pesar de haber restablecido los títulos a don Fernán y de haber estrechados los lazos de parentesco con él, no quería darle entera libertad por lo que pudiera suceder. Prefería que su hijo estuviera cerca de él para que controlara sus movimientos. El conde se percató desde el primer momento de la estrategia del rey, por lo que muy a su pesar se prometió a sí mismo que no volvería a dar un paso en falso. Su hija ya formaba parte de la familia real, así que ahora era mejor esperar a que el futuro deparara una nueva oportunidad. No era conveniente precipitar los acontecimientos. Él seguiría gobernando su condado y ganando adeptos para su causa. El tiempo haría todo lo demás.
Con el enlace matrimonial entre su hijo y la hija de Fernán González, don Ramiro daba por zanjadas las diferencias entre él y el conde de Castilla. Había llegado el momento de emplear su tiempo en la defensa del reino contra los ataques de Abd al-Rahman. Cierto que hacía unos años había firmado un tratado de paz que había dado paso a una larga tregua, pero el califa no dejaba de hostigar las fronteras del reino de León con sus razzias veraniegas. Estas razzias cada año se acercaban más al corazón del reino y eso comenzaba a preocupar al monarca leonés. La última había llegado a las murallas de Zamora y había puesto en jaque a la ciudad hasta que sus huestes consiguieron derrotar a los muslimes y los obligaron a retroceder sobre sus pasos. El rey empezaba a estar ya cansado de tantas incursiones de los musulmanes en sus tierras.
Don Ramiro se había retirado a su palacete de montaña para descansar durante un tiempo y dedicarse unos días a la caza. Dejó el palacio real de León y se refugió entre las montañas de Babia acompañado por un reducido grupo de su corte. Hacía ya dos o tres años que no se acercaba por aquella comarca privilegiada.
¡Al fin entre estas montañas! —exclamó cuando puso los pies en su palacete de Babia—. Aquí se siente uno feliz tan sólo por respirar este aire tan puro, por pisar la suave hierba de los prados, por contemplar este vergel tan maravilloso o por observar a lo lejos la majestuosidad de las montañas que lo rodean. Si no fuera por mis obligaciones, me quedaría aquí para siempre.
Tenéis razón, Señor. Esto es un auténtico paraíso —le confirmó su arquero mayor.
Un paraíso del que pienso disfrutar. Vamos hasta las montañas a ver si avistamos algún venado y le damos caza.
Poco después se hallaban en medio de la agreste naturaleza. Recorrieron durante horas los inhóspitos riscos de las escarpadas montañas sin detectar rastro de los cérvidos. Hacia el mediodía decidieron regresar a la suavidad de las praderas. En aquel momento un pequeño corzo se puso a tiro del monarca, que no dudó en disparar su arco contra él. El pequeño corzo esquivó la flecha con un rápido movimiento para perderse poco después en la espesura de un bosque cercano.
No entiendo cómo he podido fallar este disparo —se lamentaba don Ramiro—. Lo he tenido delante de mí y lo he dejado escapar. No puedo creerlo.
Majestad, no siempre se acierta —insinuó su arquero mayor a modo de excusa.
Don Ramiro y sus acompañantes regresaron algo desilusionados al palacete. Mientras tanto llegaba a León un mensajero que deseaba ver inmediatamente al rey. Se apeó de un salto de su caballo y entró en palacio.
¿Dónde está el rey? —preguntó casi sin aliento.
En Babia —le contestaron.
Pues que siga en Babia, ya verá lo que ocurre con su reino. Los agarenos están llegando a las fronteras de Galicia. Hay que organizar un ejército inmediatamente para detenerlos.
Quince días más tarde las huestes de don Ramiro se enfrentaban a los andalusíes en tierras gallegas causándoles numerosas bajas y obligándolos a regresar a su reino.

En la primavera del año 950, una espléndida mañana de mayo don Ramiro paseaba con su esposa por los jardines de palacio.
Estoy cansado de tantas incursiones islamitas en nuestro reino. Este año voy a organizar un ejército y seré yo quien tome la iniciativa. A ver si dándoles una buena lección escarmientan de una vez.
¿Estáis seguro que escarmentarán?
No lo sé, Señora, pero al menos voy a intentarlo. ¡Ya está bien que cada año saqueen nuestros pueblos y ciudades y asolen nuestros castillos y monumentos! Están utilizando una guerra de desgaste para socavar nuestra paciencia y les dejemos el camino libre, pero están muy equivocados. Yo jamás me rendiré.
Vos sois tan obstinado como ellos. Así no acabaréis nunca.
Alguna vez acabaremos, cueste lo que cueste.
La pareja real tomó asiento en uno de los bancos del jardín. Doña Urraca se volvió hacia su esposo con los ojos un poco entornados y un gesto de súplica.
¿No creéis que ya va siendo hora de que dejéis las armas? Ya os estáis haciendo algo mayor para seguir exponiéndoos a tantos trabajos y peligros.
Señora, no digáis eso. Aún me siento en plenitud de mis fuerzas. Un rey jamás debe renunciar a sus obligaciones mientras le quede una gota de sangre en sus venas y un hálito de vida. ¿Qué ejemplo les daría a mis vasallos y súbditos si ahora me rindiera? No, Señora. Mi deber es continuar al frente de mis huestes hasta el último suspiro de mi vida.
Sois tan terco como vuestros antepasados y acabaréis igual que ellos.
Lo que me honra. De ellos heredé el valor para el combate. De ellos aprendí el oficio de la guerra. De ellos recibí el amor a nuestra patria y el deber de recuperarla y defenderla. Jamás renunciaré al sueño de mis antepasados. A unificar todas las tierras de España bajo una sola corona y esa corona ha de ser cristiana. Los mahometanos nos han invadido y han usurpados nuestros derechos. Nuestro deber es recuperarlos. Yo seguiré con este empeño hasta el último día de mi vida y espero que mis sucesores hagan lo mismo. No pienso desistir de ello.
Ya veo que no. ¿Y cuándo pensáis partir?
Pues será a finales del mes que viene o a principios de julio. Tengo que adelantarme a los sarracenos, así que no puedo demorarme mucho.
Señor, me gustaría que os demorarais para siempre, pero eso es imposible. Sólo os pido que os cuidéis durante los enfrentamientos que tengáis contra los sarracenos. No quisiera que os sucediera nada grave.
¿Y qué me tiene que suceder? He participado en numerosas batallas y siempre he salido ileso de ellas. ¿Por qué habría de ser distinto aahora?
Porque alguna vez tiene que se la última cuando se tienta tantas veces a la suerte. Además, yo siempre he albergado en mi corazón ese presentimiento cada vez que partís para la guerra. ¿Creéis que no sufro durante vuestra ausencia?
Jamás me habíais dicho nada. ¿Por qué me lo decís ahora?
No lo sé, Señor. Quizás no sea más que una corazonada.
El sol brillaba con fuerza en lo alto del cielo. En la inmensa bóveda azul no se veía una sola nube. La primavera parecía que quería dar paso ya al verano a pesar de que todavía faltaba más de un mes para su entrada. Días fríos tendrían que venir aún antes de que éste hiciera acto de presencia.
Todavía no me habéis dicho dónde pensáis atacar a los ismaelitas, Señor.
Iremos hasta Toledo por ser uno de los centros más importantes de su frontera. A pesar de haber trasladado el núcleo principal de ésta a Medinaceli hace tres o cuatro años, sin embargo, el punto más fuerte sigue siendo Toledo. Y allí es donde dirigiré mi ataque.
No puedo más que desearos suerte y que regreséis victorioso y con un abundante botín.
Espero que así sea, Señora.
El sol dejaba sentir ya sus efectos. La real pareja decidió retirarse al interior de su residencia donde se disfrutaba de mayor frescor. Daba fin así su paseo matinal por los jardines de palacio y su animada conversación sobre las inminentes intenciones bélicas del monarca.
Mes y medio más tarde el rey puso en práctica su proyecto. Partió con un gran ejército hacia tierras de Toledo, donde realizó una serie de saqueos por todo el valle del Tajo hasta enfrentarse con las tropas califales en Talavera. Allí les causó más de doce mil muertos y se apoderó de unos siete mil prisioneros con los que regresó a León cargado de abundante botín. Pero también regresó con los achaques de una enfermedad que nada bueno presagiaba. Su salud comenzó a debilitarse a partir de aquel momento.


LOS AVATARES DE UN REINO. 3ª. PARTE. Capítulo 10


10



Octubre prodigaba sus copiosas lluvias sobre la ciudad de León. El agua corría por las calles y carrerones de tierra encharcándolo todo. Entonces aún no había llegado el empedrado a las vías leonesas. Fuera de la ciudad, un gris negruzco lo cubría todo. Pequeños jirones de niebla cabalgaban de colina en colina y densas cortinas de agua tamizaban el aire. Las lejanas montañas del norte habían desaparecido envueltas por el negror de las nubes y la densidad del agua que caía. El Bernesga y el Torío amenazaban con salirse de madre, pues el período de lluvias intensas ya duraba más de quince días. Los huertos y haciendas estaban anegados a causa de la enorme cantidad del líquido elemento que había caído. La tierra ya no podía absorber más y rechazaba toda el agua que aún caía.
Tres exhaustos jinetes cabalgaban como tres autómatas por la margen izquierda del Bernesga. Llevaban muchas horas a lomos de sus monturas y deseaban con gran ansiedad poner fin a su insoportable viaje. Sus ropas estaban completamente empapadas. El agua les calaba hasta los huesos y el frío hacía horas que les había entumecido sus miembros. Ninguno de los tres era capaz de sujetar con firmeza las riendas de sus caballos. Éstos caminaban a su aire guiados más por el instinto que por la mano de sus dueños.
¿Falta mucho para llegar?
No mucho, excelencia. Ya estamos casi a la entrada de León.
Menos mal. Creí que no llegaríamos nunca.
Desde Gordón aquí hay más de ocho leguas y con este tiempo se hacen interminables.
Interminables no, eternas. ¡Qué ganas tengo de llegar para quitarme esta ropa de encima! Me están doliendo todos los huesos.
No se preocupe vuecencia que antes de media hora ya habremos llegado a nuestro destino. También nosotros tenemos ganas de cambiar esta ropa empapada por otra seca y quitarnos el frío de encima. Este tiempo acaba con la salud de cualquiera.
Don Diego Muñoz cabalgaba escoltado por dos miembros de la guardia real, que lo conducían desde las mazmorras del castillo de Gordón hasta el palacio de don Ramiro. Hacía algo más de seis meses que había sido encarcelado por su participación en la rebelión que tramara Fernán González. Después de todo ese tiempo, el rey había ordenado que lo llevaran ante su presencia. Quería saber si se había arrepentido o no.
Los tres jinetes atravesaban las calles de la ciudad. Las puertas y ventanas de las viviendas permanecían cerradas. El agua y el frío no invitaban a sus moradores a asomarse a ellas para ver de quién se trataba. Preferían escuchar el chasquear de los caballos desde el interior de sus hogares antes que apartarse del fuego para ver a los transeúntes. Después de todo no sería más que algún hacendado que regresaría de su molino acompañado por alguno de sus criados. Paso a paso los tres hombres se acercaron al palacio real. En el momento de apearse, la lluvia arreció con más fuerza. Los hombres se apresuraron a ponerse bajo cubierto. Un sirviente los condujo a una dependencia donde podían cambiarse de ropa y calentarse un poco al lado del fuego de la chimenea.
¡Cómo se agradece esto! —dijo uno de los guardianes.
¡Y que lo digas, compañero! —comentó el otro.
Los dos se habían situado al lado del fuego después de haberse cambiado de ropa. El conde no quería mezclarse con ellos, por lo que permaneció discretamente en un rincón de la dependencia. El que parecía ir al mando de los dos guardianes no tardó en darse cuenta del recelo de su ilustre prisionero. Continuó unos minutos más al lado del fuego para terminar de calentarse y luego le pidió a su compañero que lo acompañara.
Vámonos, que el deber nos llama.
Pero, ¡si acabamos de llegar!
No discutas mis órdenes y sígueme.
El aludido lo siguió un poco malhumorado y de mala gana. Cuando abandonaron la estancia, cerraron la puerta con cerrojo para que el prisionero no se escapara. Luego, solicitaron que alguien hiciera guardia al lado de la puerta. Mientras tanto, don Diego Muñoz se acercó a la chimenea para desentumecer sus miembros al amor de la lumbre. En aquel momento era lo único que deseaba. No pasaba por su mente precisamente la idea de escaparse, entre otras cosas, porque no tenía fuerzas para hacerlo. Lo único que quería era calentarse y descansar. Tal vez le viniera bien comer un bocado, pero eso lo dejaba a la voluntad de sus carceleros. Si conseguía que le volvieran a reaccionar todos sus miembros, ya se daba por satisfecho. Al cabo de unos minutos los párpados se le hicieron tan pesados, que no pudo soportarlos y comenzó a dormitar sin remedio. Su mente fue víctima de un sinfín de pesadillas que le obligaban a estremecerse y a despertarse a cada instante con gran angustia.
Después de varias horas encerrado en aquel aposento y después de haber devorado las viandas que le habían servido, una mano descorrió de nuevo el cerrojo de su nueva prisión. Una voz le pidió que lo acompañara. Fue conducido a lo largo de oscuros pasillos hasta una escalera. A través de ella ascendieron a la planta noble del palacio. Recorrieron varios salones y dependencias antes de llegar al despacho real. Una vez allí, el acompañante llamó suavemente con los nudillos en la puerta. Unos segundos más tarde el conde se hallaba ante la presencia del rey.
Majestad, es un honor para mí estar ante vuestra presencia —dijo a modo de saludo mientras hacía una gran reverencia al rey.
No me aduléis, Diego, pues hace escasos meses estabais dispuesto a verme muerto o darme la muerte vos mismo.
Señor, ya sabéis que eso no es cierto. No fue más que un infundio que algún envidioso levantó contra Fernán y contra mí.
Sabéis muy bien que no. Pero dejemos eso. No os he hecho venir hasta aquí para aclarar si aquello fue o no una calumnia, sino para ver si estáis arrepentido de lo que hicisteis.
Al conde se le subieron los colores a la cara. De sobra sabía él que lo que habían tramado no era un infundio. Lo que quería era confundir al rey. Pero no le había salido bien la treta. El rey le acababa de confirmar que conocía muy bien los hechos. Para salir bien parado sólo le quedaba jugar la carta que el monarca le acababa de poner sobre la mesa. Si la aceptaba obtendría el perdón, si no tendría que volver a la mazmorra.
Señor, claro que estoy arrepentido y os prometo que no lo volveré a hacer jamás. Fue un error por mi parte.
Un segundo error, Diego. Con éste ya van dos. Por el bien vuestro y de vuestra familia espero que nunca más volváis a intentarlo. Si lo hicierais, no saldríais tan impunemente. Ahora dadme vuestra palabra de honor de que no lo volveréis a repetir y podréis iros a vuestra casa.
Majestad, tenéis mi palabra de honor. Os prometo que a partir de hoy os seré leal hasta el último día de mi vida.
Demasiado largo me lo fiáis, pero tendré que aceptarlo si hacéis honor a vuestra palabra de caballero. Partid, pues, para vuestros feudos y no volváis a conspirar contra mi autoridad. Os repongo en vuestro condado.
Señor, no sé cómo agradeceros esta merced.
El conde se postró ante los pies del monarca.
De una sola manera, siéndome fiel. Ahora levantaos y partid. Nuestra entrevista ha terminado.

Medio año más tarde de la liberación de don Diego Muñoz, el rey don Ramiro quiso hacer un nuevo gesto de liberalidad con el otro traidor. Faltaban pocos días para la Pascua cuando le pidió el parecer a su fiel y leal amigo don Ansur Fernández. Éste había llegado a la capital acompañando a don Sancho para celebrar la Pascua en familia. Era mediados de abril y la primavera ya hacía guiños en aquellas latitudes en las que de ordinario se resistía su llegada. Don Ramiro y don Ansur disfrutaban de los templados rayos del sol en los jardines de palacio. El conde informaba al rey sobre la situación de su condado y sobre la estancia del infante en la ciudad castellana.
Señor, Castilla está totalmente apaciguada en estos momentos. No tengo noticia de ningún disturbio. Sus gentes se muestran laboriosas y pacíficas. Nada hace presagiar que se pueda producir algún desorden inmediato. En cuanto a su Alteza Real, todo está en orden, Señor. Don Sancho se ha adaptado totalmente a la vida de Burgos y no echa en falta la capital. Tan sólo añora la familia.
Así, ¿creéis que es un buen momento para liberar a Fernán González?
¡Señor! ¡Pensad bien lo que acabáis de decir! Fernán González es un traidor que no merece salir jamás de prisión.
Lo sé, Ansur. Pero también sé que está arrepentido de lo que ha hecho. Si me da su palabra de honor, tendré que dejarlo en libertad. Se guardará mucho de quebrantar su palabra.
¿Eso pensáis, Señor? ¿Acaso la víbora deja de tener veneno o el alacrán se libera de su aguijón? Majestad, Fernán González es un traidor y tarde o temprano os volverá a traicionar. Y si no, tiempo al tiempo.
No seáis tan pesimista, amigo mío. Todo el mundo puede mudar. También Fernán González. ¿Por qué no hemos de darle una oportunidad?
Señor, pensadlo bien. Si os decidís a dar el paso que pensáis dar, espero que ni vuestros herederos ni la Historia os lo recriminen. Tal vez mientras viváis Vos cumpla su palabra, pero mucho me temo que si os sobrevive, faltará a ella en cuanto se le presente la primera oportunidad.
El sol dejó de brillar durante unos minutos a causa de un nubarrón que se interpuso delante de él. Los dos ilustres personajes continuaban con su paseo.
¡Ansur, Ansur! Me parece que teméis que Fernán os quite el condado cuando recobre su libertad.
Nada de eso, Majestad. Además, Vos tenéis la potestad de confirmarme en él o de quitármelo. ¿Por qué había de temerlo a él?
Por si tenéis dudas, os confesaré un pequeño secreto que quiero que de momento quede entre nosotros dos. Una de las condiciones que le pondré para concederle la libertad es que tiene que renunciar para siempre al condado de Castilla.
Me parece muy bien, Señor, pero mucho me temo que Fernán González se rebele contra esa cláusula más pronto que tarde.
No osará hacerlo por la cuenta que le trae.
Ya lo veremos, Señor. Yo no estaría tan seguro de ello.
Bueno, bueno. No seáis tan pesimista, Ansur. Y ahora vamos dentro que comienza a refrescar y mi salud ya no es tan fuerte como antes.
Un espeso nubarrón había tapado el sol hacía ya varios minutos y un ligero viento del norte comenzaba a refrescar el ambiente. El rey y su fiel amigo se recogieron en el interior del palacio.
El Sábado Santo el rey ordenó llevar ante su presencia a don Fernán González. Había decidido que el día de Pascua era la fecha más indicada para ponerlo en libertad. El conde había desmejorado algo en su aspecto físico, aunque su arrogancia permanecía intacta.
¿Os imagináis para qué os he hecho llamar?
En absoluto, Señor.
Pronto hará un año que os he mandado encarcelar por vuestra traición.
Majestad —lo interrumpió el conde—, recordad que no hubo traición, sino un burdo infundio montado por aquellos que persiguen mi deshonor y mi desgracia.
No sigáis obstinado en vuestra falsa inocencia. Sé muy bien lo que pasó. Como os decía, ya pronto se cumplirá el año de vuestro arresto y he pensado daros la libertad. Mañana conmemoramos la Pascua de Resurrección. Había pensado que es un gran día para concederos el perdón. ¿Qué opináis vos?
Señor, en estos momentos Vos sois dueño de mi libertad. A Vos os corresponde decidirlo y no a mí.
Os la concederé si me prometéis lealtad total y que nunca más volveréis a levantaros contra mí ni contra mis sucesores.
Os lo prometo, Majestad.
Don Ramiro procedió a entregarle un documento en el que había firmado la libertad de don Fernán. Pero antes de entregárselo, le puso algunas condiciones.
Habéis de saber, Fernán, que vuestra libertad no es gratuita. Como condición indispensable para conseguirla, debéis renunciar a vuestro título de conde de Castilla. Para ello firmaréis ese documento que mi escribano os presenta. Una vez que lo firméis, os entregaré este otro documento que conlleva vuestra libertad.
Señor, estoy dispuesto a firmar lo que me pidáis y a acatar vuestra autoridad con tal de salir de esta prisión. —Mentía descaradamente Fernán González cuando hacía esta declaración. Nunca en lo más recóndito de su corazón admitió la renuncia al título de conde de Castilla ni la humillación de verse subordinado al rey de León—. Traed el documento que ahora mismo estamparé en él mi firma.
Una vez firmado, el rey le entregó el documento de su libertad.
Mañana temprano partiréis para Castilla. Allí tenéis propiedades suficientes donde albergaros. Os recuerdo vuestra promesa y espero que la cumpláis. Id con Dios y con mi beneplácito.
El conde le besó la mano en señal de sumisión antes de retirarse. En aquel momento lo único que le interesaba era desempeñar bien su papel para conseguir lo que más anhelaba, la libertad. Después ya obraría como más le conviniera. Como prueba de ello es que, una vez recobrada su libertad, se refugió en la parte oriental de sus tierras donde siguió proclamándose conde de Castilla, sin respetar la promesa que le hiciera al rey.


LOS AVATARES DE UN REINO. 3ª. PARTE. Capítulo 9


9


Primavera del año 943. En la cúspide del Picón de Lara soplaba un fuerte vendaval que apenas permitía permanecer en pie a todo intrépido que osara enfrentarse a su furia. Un jinete enfundado en su negra capa luchaba por mantenerse sobre su montura. Con un esfuerzo hercúleo logró llegar al puente del castillo. Los centinelas de la fortaleza no se demoraron en abrirle las puertas en cuanto comprobaron su identificación. Poco después conversaba con el señor de la fortaleza.
Excelencia, don Diego os recibirá en su castillo de Entrepeñas. Dice que no volverá a atravesar las tierras del condado de Monzón si no es en un acto de guerra. La última vez que lo hizo fue humillado por el conde Ansúrez y sus esbirros y no está dispuesto a que se vuelvan a repetir esos hechos.
De acuerdo. Iré al castillo de Entrepeñas.
Tres días más tarde el conde Fernán González cabalgaba con su séquito por las montañas de la cordillera Cantábrica. El cuarto día de su viaje llegó por fin a su destino. Su buen amigo el conde de Saldaña estaba ansioso por recibirlo.
Veo que has sido puntual. ¿Cómo ha ido el viaje?
Bien dentro de lo que cabe. No estoy acostumbrado a caminar por entre estas montañas, pero ha sido más fácil de lo que esperaba. También es cierto que tengo que agradecérselo a uno de mis guías, que es buen conocedor de este terreno.
Te pido disculpas por haberte citado aquí, pero ya te informé por medio de mi mensajero que no pienso volver a atravesar el condado de Monzón. No guardo buen recuerdo de la última vez que lo hice.
Razón de más para que pongamos en marcha nuestro proyecto.
En efecto.
A pesar de que el día no era muy apacible, los dos amigos decidieron subir a lo alto de la torre del castillo. Don Diego quería impresionar a su buen amigo con las fabulosas vistas que desde allí se contemplaban.
Hace un poco de viento y el día es algo frío, pero tengo gran interés en que observes las fantásticas vistas que se pueden apreciar desde la torre de este castillo.
En aquel momento llegaban a lo más alto de la torre.
¡Fantástico! ¡Qué maravilla! ¡Qué vistas más amplias! Esta fortaleza es inexpugnable —exclamó con admiración el conde Fernán González.
Inexpugnable no hay nada, pero sí resulta bastante difícil rendir este lugar en caso de ataque. Desde aquí se puede contemplar el avance del enemigo con mucha antelación. No puede hacer ningún movimiento que pase desapercibido al ojo observador. Estoy muy satisfecho de este refugio.
No es para menos, querido amigo. Te felicito por tu elección.
Gracias, mi buen amigo. Y ahora regresemos a la torre del homenaje donde nos estará esperando el almuerzo que he dispuesto para agasajarte.
Que me place. El largo viaje me ha abierto el apetito.
Bajemos, pues, que la mesa ya estará puesta.
En el transcurso del almuerzo volvieron sobre el tema que los había reunido en aquel nido de águilas.
Y bien, ¿qué has pensado hacer, Diego?
Por ahora nada en concreto. La iniciativa es tuya. Lo único que pienso hacer es apoyar tus planes.
Pues he decidido presentar batalla a don Ramiro.
¿Estás seguro?
Totalmente.
Don Diego se servía en aquel momento un asado de venado.
Bien, si es así, te acompañaré hasta donde pienses llegar.
No esperaba menos de ti —don Fernán hizo una breve pausa—. ¿Sabes? Este venado es excelente. ¿Es de aquí?
Desde luego. Estás invitado a venir de caza cuando quieras.
Lo tendremos en cuenta después de darle su merecido a don Ramiro. Lo primero es lo primero.
El banquete transcurría con absoluta normalidad, pero tocaba ya a su fin. Era el momento de los postres.
¿Y cuándo piensas enfrentarte a don Ramiro?
No tardaremos mucho. Lo más tarde será a principios de junio. Debemos pararle los pies y cuanto antes mejor. Ya sabes que hace mucho tiempo que tengo ganas de darle un escarmiento. Así que no pienso demorarme más.
Supongo que querrás presentarle batalla en su propio campo. No va a venir él a nuestro terreno. Así, pues, ¿dónde se encontrarán nuestras huestes?
Nos encontraremos en tus fueros. Yo me desplazaré con mi ejército hasta Saldaña. Una vez allí, partiremos los dos juntos hacia León.
Pero entonces el conde de Monzón puede dar la alarma al rey. Ya sabes que está de su lado y que no se quedará de brazos cruzados cuando te vea atravesar su territorio con tus mesnadas.
De eso ya me encargaré yo. Déjalo de mi cuenta. Recuerda que nos reuniremos en Saldaña. Ten dispuestas las huestes para principios de junio.
De acuerdo, amigo mío. Las tendré.
Unos días más tarde el conde de Castilla se hallaba de nuevo en sus feudos de Lara. Nada más llegar, comenzó a diseñar la estrategia del ataque y dio orden de que sus mesnadas se fueran reuniendo en las proximidades de su castillo. Congregaría fuerzas provenientes de Álava, Lantarón, Cerezo, Burgos, Castromoros, Osma, en fin, de todas las partes de su territorio. Don Ramiro se iba a quedar sorprendido cuando viera sus mesnadas.
Pero el rey don Ramiro tenía sus propios medios de información. Poco después del inicio de movimiento de tropas por parte del conde de Castilla, llegó a sus oídos la felonía que preparaba contra él el traidor Fernán González. También fue informado de la alianza que había firmado con Diego Muñoz. El monarca no tardó en impartir órdenes explícitas para detener inmediatamente a los dos traidores. A mediados de mayo eran apresados en sus fortalezas por tropas de don Ramiro y conducidos cargados de hierros a León. El rey, ciego de ira por tan infame felonía, no quiso verlos y mandó encerrarlos en sendas prisiones. A don Fernán lo encarceló en León, mientras que don Diego fue encarcelado en la fortaleza de Gordón, que su abuelo Alfonso III el Magno había mandado construir.
Señor, don Fernán quisiera hablar con Vos —le comentó el capitán de la expedición que había enviado a detener al conde de Castilla—. Dice que es un malentendido, que alguien que desea su mal lo ha traicionado. Él nunca se rebelaría contra Vuestra Majestad.
Encerradlo en la mazmorra más lúgubre que halléis. ¡Aún viene con adulaciones y mentiras!
El rey permaneció en su despacho real lleno de tristeza y dolor. Había confiado tanto en Fernán González y le había prestado ayuda tantas veces, que no podía creer que se hubiera rebelado contra él. Lo había elevado a la dignidad de conde de Castilla nada más llegar al trono. Le había ayudado a engrandecer el condado. Le había prestado apoyo y ayuda contra los musulmanes que tanto se habían ensañado con sus fronteras. Había repartido con él cuantiosos botines y riquezas obtenidos en las batallas, en especial el obtenido en la última batalla librada contra los moros, la gran batalla de Simancas. ¿Qué más podía hacer por él? ¿Y cómo se lo pagaba él ahora? Con una traición de lesa majestad. Tal vez su tío don García y su padre se habían equivocado al concederle el título de conde de Castilla a su progenitor, don Gonzalo Fernández. Y él también se había equivocado al reconocérselo a don Fernán. No merecía su perdón y no estaba dispuesto a dárselo. Se pudriría en la cárcel hasta el último día de su vida.
¿Y qué decir de don Diego? Bueno, éste ya lo había traicionado una vez. De aquélla lo dejó libre ante las muestras de arrepentimiento que le mostró. Pero de nada le había servido. Había vuelto a conspirar contra él. También dejaría sus huesos en las mazmorras del castillo de Gordón. Era lo menos que podía hacer.
Ahora que más o menos estaban en paz con los sarracenos, venían a desestabilizar el reino desde dentro del mismo. Sus propios vasallos se rebelaban contra él y querían fragmentar su reino. No estaba dispuesto a permitírselo. Si lo hiciera, todos los esfuerzos de su abuelo y de su padre se vendrían abajo. Todo su sueño se desvanecería en un instante. ¿Dónde iría a parar el ideal visigótico de la unidad de toda España? No podía consentirlo. El reino de León tenía que seguir unido en su integridad. Tenía que seguir luchando por la erradicación del suelo español del enemigo común. Tenía que lograr que España entera volviera a ser cristiana, como ya lo había sido en tiempos de los romanos y luego con los visigodos. La unidad nacional era la meta que se habían trazado sus antepasados y él estaba allí para seguir luchando por ella y legar el testigo a sus sucesores. No iba a venir nadie a acabar con ese ideal tan alto.
Apenas había transcurrido una semana desde el arresto de los dos conspiradores, cuando don Ramiro nombró conde de Castilla a su fiel aliado don Ansur Fernández. Quedaba así despojado de su dignidad don Fernán González por el delito de lesa majestad contra la persona de su soberano.
Ansur, a partir de hoy os nombro conde de Castilla. Os trasladaréis a aquellas tierras para administrarlas en mi nombre. Os acompañará mi hijo don Sancho en calidad de gobernador de las mismas. Vos seréis su ayo y consejero.
Majestad, me abrumáis con vuestra generosidad. No me siento digno de tanta merced.
No seáis tan modesto, Ansur. Os merecéis eso y mucho más por vuestra lealtad. Si todos fueran como vos, este reino sería una balsa de aceite. Tomad vuestro título y no perdáis más tiempo. Es necesario calmar los ánimos de los castellanos. Quiero que os hagáis cargo de vuestro nuevo destino cuanto antes. De aquí a una semana partirá el infante don Sancho para Burgos. Espero que lo tengáis todo dispuesto para recibirlo.
Podéis contar con ello, Señor. Todo se hará según lo que Vos habéis dispuesto.
Pues no se hable más y partid. El tiempo apremia.
Quince días después del arresto de don Fernán González, las tierras de Castilla volvían a la calma y sus habitantes tornaban a la normalidad. El conato de rebelión había sido sofocado. Descabezados los dos adalides más importantes, la pequeña nobleza y los infanzones no osaron hacer frente al poderoso rey de León. Era mejor mantener la boca cerrada y cumplir sus órdenes. Ya llegarían tiempos mejores.



LOS AVATARES DE UN REINO. 3ª. PARTE. Capítulo 8



                                                                  8



Una espléndida mañana del mes de julio del año 941 don Diego Muñoz y su esposa doña Tegridia avanzaban despacio, él sobre su caballo y ella en una litera a lomos de una mula, por la apacible vereda que conducía al monasterio de San Román de Entrempeñas. El agua cristalina del arroyo que discurría a sus pies se deslizaba suavemente unas veces o se precipitaba violentamente otras entre los pedruscos que obstruían de cuando en cuando su cauce o para salvar los desniveles del terreno que de trecho en trecho había. El frescor de la sombra que producían los enhiestos chopos que circundaban el cauce del riachuelo y la vereda mitigaban los rigores estivales que se dejaban sentir en el angosto valle. El dulce trino de los pajarillos que por allí abundaban alegraba aún más la fatigosa marcha.
Sosegaos, señora. Ya falta poco para llegar.
Faltará poco, pero yo ya estoy cansada. ¡Vaya sitio donde se os ocurrió construir el monasterio!
No se me ocurrió a mí, señora. Ya hace muchos años que existía aquí un pequeño cenobio de monjes. Yo tan sólo he querido ampliarlo y mejorarlo.
Pues podíais haber elegido un lugar de más fácil acceso.
Claro que podía haber elegido otro lugar, pero éste era el que reunía mejores condiciones. Está situado en un paraje de difícil acceso, al abrigo de estas altas montañas que lo resguardan de los fríos vientos del norte y en este pequeño vergel profuso en agua y vegetación. ¿Qué más queréis?
La ilustre pareja avanzaba despacio por la verde vereda. El sol se infiltraba por entre el frondoso follaje rompiendo aquí y allá la tupida sombra. Algo más adelante la copiosa vegetación apenas permitía el paso de las cabalgaduras. Poco después se aclaraba para dejar entrever al fondo la robusta silueta del monasterio.
Mirad, señora, allá al fondo ya se descubren los fuertes muros del monasterio. Como veis, ya hemos llegado a nuestro destino.
¡Gracias a Dios! Estaba pensando que no íbamos a llegar nunca. Ya tengo ganas de apearme. Me duelen todos los huesos.
Eso es porque estáis acostumbrada a una vida demasiado relajada. Si salierais más, no os pasaría eso.
Claro. Debería pasarme todo el día por el campo como vos, ¿no? Dejadme tranquila en mis aposentos, que es donde más a gusto estoy.
Vuestra comodidad os traerá malas consecuencias. Deberíais hacer más ejercicio y andar más al aire libre.
Sí, para ponerme tan morena como esas ennegrecidas aldeanas, que antes de los veinte años ya aparentan más de cincuenta. ¿Eso es lo que queréis para mí?
No seáis tan suspicaz, señora. Tan sólo quiero para vos lo mejor.
En esos momentos llegaban a las puertas del monasterio. El hermano portero salió a recibirlos con grandes muestras de cortesía.
Bienvenidas sean vuestras excelencias —se apresuró a ayudar a la condesa a apearse de su litera.
Gracias, hermano. Ya tenía ganas de apoyar los pies en el suelo. ¡Qué largo se me ha hecho este trayecto!
¡Pero si no llega a una legua! —comentó el conde.
No llegará a una legua, pero a mí se me ha hecho eterno. ¿Y lo que recorrimos ayer?
Lo de ayer ya es agua pasada —ironizó el conde.
Será agua pasada para vos, para mí no.
Andad, andad, señora. Dejaos de tantos lamentos y vamos a entrar, que el abad nos estará esperando.
En efecto. El abad dom Licinio hacía rato que los esperaba para inaugurar las reformas y confirmar las donaciones que los condes le iban a hacer. El primer acto fue la celebración de la Santa Misa, que concelebró el abad con el prior y el padre mayordomo del monasterio. Los condes presidieron el acto litúrgico desde el palco de honor, situado en el propio presbiterio al lado del Evangelio y reservado al efecto exclusivamente para ellos. Tan sólo podían ser desplazados por los reyes si alguna vez se dignaban honrar con su presencia aquel lugar. Nadie más, ni siquiera el abad, podía ocupar el palco, que en ausencia de los condes permanecía siempre vacío.
Terminado el acto litúrgico, el abad ofreció una colación a los condes en el refectorio del monasterio. Aquel día, en honor a sus ilustres huéspedes, el almuerzo se distinguió con algunos platos más suculentos que los de costumbre, entre los que destacó alguna vianda que pocas veces acostumbraba a verse en aquel refectorio. Cuando llegaron los postres, el conde y su esposa firmaron el diploma por el que donaban al monasterio los terrenos donde se hallaba construido y todas sus heredades. También le hicieron donación de varias iglesias de la comarca con todos los beneficios que éstas podían reportar.
Espero, padre abad, que con estas donaciones el monasterio tenga los suficientes recursos para mantener a toda la comunidad.
Podéis estar seguro, excelencia, que los tendrá. El monasterio en general y este humilde abad en particular os quedan eternamente agradecidos por vuestra magnanimidad. ¡Que Dios todo misericordioso os lo premie con generosidad en el cielo!
Que así lo haga y mientras tanto vos y vuestra comunidad rezaréis por la salvación de nuestra alma.
Así lo haremos, excelencia. Tanto vos como vuestra ilustre esposa estaréis siempre presentes en nuestras oraciones.
Los condes dieron por finalizado el acto para retirarse a descansar al castillo que tenían en las inmediaciones del monasterio, ubicado en lo alto de una peña desde la que se dominaba toda la comarca, como el águila a la que nada pasa desapercibido desde la altitud de su vuelo o desde la cima donde anida.
¿Pero dónde habéis construido ese maldito castillo, señor?
Ahí arriba, en lo alto de esa peña.
¿No pudisteis construirlo en el llano?
Señora, ¿y cómo podríamos resistir allí los ataques de nuestros enemigos o advertir su llegada mucho antes de que nos atacaran?
¡Ay, no lo sé, señor! Esas cosas no están al alcance de mi cabeza. Pero lo que sí está es esta maldita pendiente, que va a acabar con mi vida.
No seáis tan quejica, señora, que no habéis hecho otra cosa que quejaros desde que salimos de Saldaña.
¡Ay, señor, y cómo la echo en falta!
¡Bah, bah, señora! Un poco de ejercicio no os irá mal.
Sí, sí. Lo que queréis es acabar conmigo.
Naturalmente. Por eso os he traído hasta aquí. Señora, no desvariéis para satisfacer vuestro egoísmo y vuestra comodidad. Mirad, tan sólo nos queda esa vuelta que veis ahí y otra más para llegar ante sus murallas. Otro pequeño esfuerzo y estaremos dentro de él.
A mí ya no me quedan fuerzas para subir más. Me parece que me voy a quedar aquí mismo.
Si lo hacéis, no pienso bajarme a ayudaros ni permitiré que nadie os socorra. Debéis aguantar hasta el castillo.
Dicho esto el conde espoleó su cabalgadura, que dio dos o tres resoplidos antes de acelerar un poco su marcha. La pendiente era bastante pronunciada y la senda estaba excavada en la roca viva, lo que dificultaba aún más el avance de las bestias. Con un esfuerzo más pudieron llegar al puente del castillo, que no tardaron en extenderlo y abrir sus puertas al percatarse los centinelas de su presencia.
La condesa se dejó caer en el lecho nada más llegar a su alcoba. Dio orden de que no la molestaran y ni siquiera se levantó para la cena. Dijo que se encontraba algo indispuesta como excusa para no abandonar la cama. Deseaba descansar y dormir durante horas para resarcirse del penoso viaje que había tenido que realizar para llegar hasta allí. Ya tendría tiempo de recorrer el castillo y admirar sus vistas durante los días que permanecieran en él. En aquel momento lo único que deseaba era tranquilidad y reposo.
Don Diego Muñoz había decidido pasar en el castillo de Entrepeñas la mayor parte del verano. Era un lugar bastante fresco que ayudaba a soportar los rigores estivales. Además, allí podía ejercitar su deporte favorito, la caza. Había buenos ejemplares de ciervos y gamos por entre aquellas montañas. Tampoco faltaban los conejos, las liebres, las tórtolas y las perdices coloradas. Todo un placer para el amante de la cetrería o de la caza con arco. No pensaba renunciar a tantas horas de satisfacción y de dicha como el verano le deparaba. Tendría que soportar las impertinencias y las quejas de su mujer. Pero todo sería por la causa.
Aún no hacía dos semanas que había llegado al castillo cuando se presentó ante él un mensajero del conde de Castilla. Llegaba sudoroso por el agotador viaje realizado. El conde ordenó que lo condujeran ante su presencia.
Excelencia, el conde don Fernán quiere hablar con vos.
¿Para qué quiere hablar conmigo?
No lo sé, señor. Sólo sé que quiere deciros algo de la máxima gravedad y urgencia. Me ha pedido que os acompañe si estáis dispuesto a partir inmediatamente.
Bueno, eso lo tengo que pensar. De momento me gustaría pasar aquí todo el mes de julio. Necesito un descanso y quisiera tomármelo por completo. Luego ya decidiré si acudo o no a la invitación de tu señor.
Le repito, excelencia, que el asunto es de la máxima gravedad. A don Fernán no le gustaría que os demoraseis, señor.
Bien, te repito que me lo pensaré. De momento podéis regresar sin mí. Si decido ir, ya me las arreglaré por mi cuenta. Ah, antes de partir, dime, ¿dónde se celebraría el encuentro en caso de producirse?
En su castillo de Lara, señor.
De acuerdo. Le dices a tu señor que acudiré, pero me tomaré mi tiempo. No me gusta que me apremien.
El mensajero partió de inmediato para el castillo de Lara donde aguardaba su señor. Entretanto don Diego permaneció pensativo en su castillo. «¿Qué demonios tramará ahora Fernán con tantas prisas? Me gustaría saberlo, pero no por ello voy a dejar de disfrutar unos días más de mi estancia aquí. Por urgente que sea tendrá espera. Yo también necesito con urgencia un descanso que creo tengo bien merecido. Fernán siempre se ha caracterizado por su impaciencia».
A finales de julio y muy a su pesar, don Diego partió con su esposa para el castillo de Saldaña. Ella iba encantada de la vida, en tanto que el conde dejaba atrás su mejor pasatiempo y regresaba con el corazón partido. Pero el deber manda y su deber era acudir a la cita que había acordado con el conde de Castilla. Acomodada doña Tegridia en el castillo de Saldaña y después de un par de días de descano, don Diego partió para tierras burgalesas. Para llegar a Castilla tenía que atravesar el territorio del condado de Monzón, recién creado por el rey Ramiro II, que no le hizo ninguna gracia. En primer lugar, porque tenía que pisar tierras de otro señor al que no le había solicitado permiso para hacerlo, lo que podía ser motivo de provocación para su dueño. Y en segundo lugar, porque el rey había interpuesto aquel obstáculo entre su condado y el de Castilla intencionadamente para frenar su expansión y para dificultar su encuentro. Pero él estaba acostumbrado a atravesar aquellas tierras sin ningún impedimento, por lo que no iba a parar ahora en pequeñeces para hacerlo.
Llegó a tierras de Lara sin ningún contratiempo. Lo que agradeció en el fondo de su corazón. Una vez allí, se dirigió al castillo de Fernán González, ubicado en lo más alto del Picón de Lara, donde fue recibido inmediatamente por su amigo el conde de Castilla, que hacía días que lo esperaba.
¿Cómo has tardado tanto? —le espetó de sopetón don Fernán a modo de saludo—. Hacía días que esperaba tu visita.
Lo sé, Fernán, pero necesitaba un descanso. Siento no haber podido venir antes. Tú dirás qué es eso tan urgente que me tienes que decir.
Ponte cómodo, querido amigo. Tenemos mucho de qué hablar y con calma.
Los dos condes se estrecharon sus manos al tiempo que tomaban asiento en sendos sillones de madera tallada.
Bien, ¿tú dirás, Fernán, qué es eso de lo que tenemos que hablar?
Como sabes, mi buen amigo, don Ramiro ha creado el condado de Monzón y lo ha intercalado intencionadamente entre nuestros condados. ¿Ya te puedes imaginar para qué?
Hombre, de entrada para ponernos obstáculos en la libre circulación entre nuestros territorios. ¿Acaso piensas que he sentido un gran placer en este viaje al tener que cruzar un territorio que no es el nuestro y además sin permiso?
Pienso que no. Yo al menos no lo habría sentido y además te sugiero que tomes precauciones si piensas seguir cruzándolo sin permiso. No creo que Ansur Fernández lo tome a bien si se entera.
Pues tendré que correr el riesgo al menos esta vez. No pienso dar un rodeo por las montañas cántabras para regresar a mi casa.
De momento no conviene que lo provoquemos. Ya sabes que está de parte del rey. Nos conviene disimular y tramar las cosas con tranquilidad y calma.
El día era bastante caluroso, aunque en el interior del castillo la temperatura era muy agradable. Los gruesos muros impedían que el calor exterior penetrara en su interior. Era mediodía y se acercaba la hora del almuerzo. El anfitrión invitó a su huésped a que compartiera con él su mesa. La charla continuó a lo largo del banquete.
Dime, Fernán, ¿qué es lo que piensas tramar?
Don Fernán apuró el bocado que tenía en la boca y después de haber degustado un buen vaso de vino de la ribera del Duero, se decidió a abrir su pecho a su amigo.
Mira, Diego. Es obvio que el rey ha puesto un obstáculo entre nosotros y no sólo lo ha puesto para dificultar nuestros encuentros, cosa que es cierta como acabas de comprobar por ti mismo. Ha colocado ese obstáculo entre nosotros principalmente para frenar nuestra expansión. El rey es consciente del auge de nuestros territorios. Se da cuenta que a nuestros condados cada día se les añaden nuevas tierras.
Sobre todo al tuyo, Fernán, que no paras de conquistar nuevos territorios por los cuatro puntos cardinales.
En efecto. Mi condado crece día a día y seguirá creciendo mientras corra un hilo de sangre por mis venas. Por eso no estoy dispuesto a que don Ramiro ponga freno a mis legítimas aspiraciones. Quiero hacer de Castilla un condado grande y libre y considero que la creación del condado de Monzón es un obstáculo para conseguirlo y un agravio muy fuerte para mí.
¿Te he entendido bien, Fernán?
Supongo que sí, pues he sido bastante explícito.
El conde de Saldaña tomó un sorbo de vino y se aclaró la garganta.
¿Insinúas que quieres formar tu propio reino?
Más o menos.
No sé, amigo mío. Me parece que eso son palabras mayores. Yo tampoco acepto de buen grado el nuevo condado de Monzón. Pero de eso a pretender levantarnos contra nuestro propio rey y crear un reino independiente de su propio reino, me parece que es ir demasiado lejos. Deberías pensártelo bien antes de tomar una decisión.
Ya lo tengo bien pensado. Llevo muchos años dándole vueltas al asunto y creo que ha llegado el momento de ponerlo en práctica. Estoy cansado de tener que humillarme ante el rey de León. Estoy cansado de tener que soportar sus leyes tan distintas a las nuestras. Estoy cansado de tener que desplazarme a la corte para dirimir nuestros litigios. Estoy cansado de tener que hacer un esfuerzo para entenderme con ellos, pues ni siquiera hablan nuestra lengua. Estoy cansado de tener que acudir a todos los conflictos bélicos en los que se le antoja participar. Quiero ser independiente. Quiero ser autónomo. Quiero ser libre para tomar mis propias decisiones y hacer en todo momento lo que más le convenga a mi pueblo. Mi querido amigo, creo que ha llegado la hora de declarar la independencia del condado de Castilla. ¡Brindemos por ella!
Don Fernán González levantó su copa en alto invitando a su amigo a hacer lo mismo. Don Diego Muñoz no terminaba de decidirse. Al fin lo hizo, pero con reparos.
Brindo contigo por tu gran proyecto, pero me parece que no es el momento de ponerlo en práctica. Hoy por hoy el condado de Castilla no se puede comparar con el reino de León. Aún tiene mucho que crecer. Además, ¿dónde quedaría yo? ¿En León? ¿En Castilla? ¿O en ninguno de los dos? Amigo mío, tienes que madurar más tu plan y tienes que aclararme mi situación.
Tal vez tengas razón, Diego. Quizás todavía no sea el momento adecuado para llevar a cabo mi plan, pero puedes estar seguro que no lo voy a desechar. Llegará el día en que lo ponga en práctica y entonces no sólo me separaré de León, sino que me enfrentaré a él. Estoy cansado de su supremacía. Pero ahora debemos darle un escarmiento por la afrenta que nos ha hecho.
¿Y qué escarmiento quieres que le demos?
No sé. De momento no se me ocurre nada, pero ya se me ocurrirá.
¿Eso era todo lo que me tenías que decir?
Eso era. ¿Te parece poco?
No, no me parece poco. Me parece demasiado, o demasiado arriesgado. Deberías pensártelo bien antes de tomar una decisión.
Descuida, así lo haré. Te mantendré informado. Y ahora es mejor que regreses a tus feudos, no vayan a descubrir nuestra maquinación. Cuídate y vigila si decides atravesar las tierras de Monzón.
Lo haré, mi querido amigo. Cuídate tú también.
Los condes de Castilla y de Saldaña se despidieron como dos buenos hermanos. Fernán González se quedó en su castillo algo decepcionado, pues hubiera querido una postura más firme en su amigo. Lo encontró un poco dubitativo. Esperaba que con el tiempo tomara partido más abiertamente a su favor. Por lo menos confiaba que no se pasara al bando contrario para denunciarlo.
Diego Muñoz regresaba a Saldaña enfrascado en sus pensamientos. Pensaba que era demasiado arriesgado lo que intentaba hacer su amigo. No estaba seguro de seguir adelante con el proyecto. Podían descubrirlos y eso les podía costar la vida. Lo menos que les podía ocurrir es que los encerraran en una mazmorra para el resto de sus días. Una cosa era oponerse al rey por su decisión de crear el condado de Monzón y otra muy distinta era rebelarse contra él y declarar la independencia. Había que sopesar todas sus consecuencias antes de tomar una decisión.
El conde iba tan abstraído en sus pensamientos, que no se percató de la presencia de unos jinetes que un poco más adelante interceptaban el camino. Uno de los miembros del pequeño séquito que llevaba lo puso en guardia.
Excelencia, ahí delante hay unos hombres que no parecen tener muy buenas intenciones.
El conde levantó la vista para observar el grupo de jinetes que unos metros más adelante les cortaban el paso.
No hagáis nada. Sigamos adelante como si no los hubiéramos visto. Esperemos a ver qué quieren.
Cuando se hallaban a unos pasos de ellos, el que parecía comandar el grupo les echó el alto.
¡Alto! ¿Adónde van vuesas mercedes?
Vamos a mi residencia. Soy el conde de Saldaña.
¿Y no sabéis que esta zona donde estáis es propiedad privada?
Bueno, sí que sabemos que es propiedad privada desde hace unos meses, pero me surgió un imprevisto y tuve que partir con la máxima celeridad. Les prometo que no volveremos a cruzar estas tierras sin permiso de su dueño.
Eso está muy bien, pero ya habéis infringido la ley. Mi deber es deteneros y llevaros ante mi señor. Él es el único que puede decidir si merecéis el perdón o un castigo.
Lo comprendo. Yo en vuestro lugar obraría de la misma manera, pero mi esposa está muy grave y no puedo demorar mi regreso a casa. Uno de estos hombres que me acompaña es un famoso físico del conde de Castilla, al que he ido a buscar para que cure a mi esposa.
No sé si creeros o no.
Sois libre de hacerlo. De todas maneras, ya os he dicho quién soy. Si vuestro señor se siente agraviado por mí, sabe perfectamente dónde me puede encontrar. Es toda la garantía que os puedo dar.
De acuerdo. Os dejaremos el paso libre, pero que sea la última vez que pasáis por estas tierras sin permiso. Ya lo hicisteis ayer en dirección opuesta.
Don Diego se alejó con su séquito del grupo de jinetes algo humillado, pero con la pequeña artimaña que hábilmente había urdido pudo llegar sin más contratiempos a su morada.