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Aún no había transcurrido un
año desde la muerte de doña Elvira, cuando don Ordoño contrajo
nuevas nupcias con doña Aragonta González, hija del conde Gonzalo
Betótiz. La enorme fogosidad del rey no le permitió por más tiempo
guardar luto a su difunta esposa. Una florida mañana de mayo tomó
por cónyuge a doña Aragonta, que no era más que una niña a su
lado. Después de la boda real la feliz pareja se desplazó a Galicia
para disfrutar de una merecida luna de miel. Don Ordoño regresó
feliz a los que fueron sus primeros dominios al lado de su flamante y
jovencísima esposa. La dicha del monarca parecía ser completa y
prometía no tener fin. Pasados los primeros momentos de máxima
fogosidad, no tardaron en surgir los problemas de incompatibilidad de
la nueva pareja real. La niña resultó ser insaciable en todos los
sentidos, sobre todo en sus caprichos. El rey don Ordoño, hombre ya
más que maduro para su época, no estaba dispuesto a ser chantajeado
por los continuos antojos de una niñata, que no pensaba más que en
sí misma y que en absoluto le importaban los graves problemas de
estado que tanto le acuciaban a él.
Una
calurosa mañana del mes de julio, apenas quince días después del
regreso de la pareja real a León de su prolongada estancia en
tierras gallegas, doña Aragonta no se sentía confortable en
palacio. Echaba en falta las suaves caricias del sol en las playas de
su añorada Galicia y las refrescantes aguas del Atlántico, que
tonificaban su piel cuando los ardientes rayos del sol la
recalentaban.
—¿Pero es que en esta
tierra no hay dónde bañarse? —gritaba con exasperación la
jovencísima reina.
—No hay donde bañarse si no
quieres hacerlo en el Bernesga o en el Torío—le contestó
furiosamente su hastiado esposo.
—¿En esos ríos inmundos
queréis que me bañe?
—Es lo que acostumbran a
hacer los leoneses que quieren bañarse y no veo qué tienen de
inmundos.
—¿Queréis comparar esos
ríos con las playas de Galicia?
—Yo no he dicho tal cosa ni
trato de comparar nada. Galicia tiene lo que tiene y León, también.
No hay nada que comparar. Allí hay playas y aquí, ríos. O lo tomas
o lo dejas. No hay nada más que hablar.
La joven reina hizo un
puchero, dio un par de pataletas en el suelo y se retiró de la
estancia real dando un fuerte portazo. El rey se quedó solo, sumido
en sus pensamientos, convencido de que su segundo matrimonio había
sido un auténtico fracaso. «Habrá que poner remedio al error
cometido», pensó para sí. Luego trató de olvidar el incidente que
acababa de tener con aquella niña caprichosa. Serios asuntos de
estado ocuparon por completo su atención. Del al-Ándalus le
llegaban noticias de los posibles movimientos de las tropas
sarracenas. Había que permanecer vigilantes ante algún posible
ataque. Justo cuando iba a llamar a uno de sus consejeros, entró de
nuevo precipitadamente en su despacho la antojadiza Aragonta.
—Quiero regresar a Galicia.
—¿Qué has dicho?
—Lo que habéis oído.
Quiero regresar a Galicia mañana mismo. No aguanto más este calor y
este aburrimiento.
—Pero, ¿crees que esto es
un juego? Déjame en paz, que tengo cosas muy serias en qué pensar.
La joven reina hizo un gesto
de vaguedad e indiferencia.
—¿Ah, sí? ¿Puede haber
cosas más serias que mi bienestar y mi comodidad?
El rey estuvo a punto de
estallar.
—¡Será posible,
presuntuosa! ¿Crees que eres lo único en que tengo que pensar?
¡Como si no tuviera otra misión en este mundo más que contemplarte
y complacer todos tus gustos y caprichos! Has de saber, mezquina
engreída, que el rey tiene sobre su cabeza todo el peso del Estado y
que esto está por encima de todos los caprichos y placeres que le
pueda proporcionar este mundo. Yo me debo a todo mi pueblo y no a mis
apetitos y pasiones. No lo olvides nunca.
—¡Vaya! Ahora resulta que
los demás son más importantes que yo. ¿Para eso me he casado con
Vos?
El rey, por cuya cabeza
rondaban los posibles movimientos de las tropas sarracenas, no pudo
soportar durante más tiempo el egoísmo y el engreimiento de su
joven esposa, por lo que le ordenó airadamente que se alejara de
allí.
—¡Apártate de mi vista!
¡Aléjate de mí, tentación demoníaca!
—Eso es lo que pienso hacer.
Mañana mismo regreso a casa de mis padres.
La caprichosa reina se
despidió de su esposo con un nuevo portazo. Al día siguiente, como
había prometido, abandonó el palacio real con rumbo a Galicia,
donde se hallaba el hogar paterno. El rey, por su parte, inició
inmediatamente los trámites para repudiarla. Un año después se
hacía público el repudio de la reina por incompatibilidad de
caracteres entre los dos cónyuges, aunque el rey había alegado la
esterilidad de su esposa para conseguirlo.
Después de haberle sido
aceptado el repudio de doña Aragonta, el rey dedicó todo su
esfuerzo a un tema que lo agobiaba desde la derrota de Valdejunquera.
Se trataba de la liberación de los obispos Dulcidio y Hermogio.
Desde su captura don Ordoño no había vuelto a gozar de un momento
de paz. Su detención y cautiverio le mordían la conciencia. Se
sentía totalmente culpable de su privación de libertad y no se
perdonaría nunca si algo más grave les ocurriera en Córdoba. Por
eso desde aquel fatídico día no había perdido un instante en
llevar a cabo cuantas diligencias fueran necesarias para su libertad.
Tras arduos y duros trámites, el rey leonés logró la liberación
de los dos obispos, pero no así la del sobrino de monseñor
Hermogio, el niño Pelayo, que había sido detenido con ellos y que
continuó en poder de Abd al-Rahman III por orden expresa de éste.
Se dice que el emir cordobés se había enamorado de él y como el
niño no quiso avenirse a sus impúdicos deseos, hizo que
desmembraran su cuerpo.
Finalizaba ya el verano del
año 923 cuando don Ordoño, a petición de su amigo el rey Sancho
Garcés de Pamplona, partía para tierras de La Rioja al mando de un
ejército. Allí no tardó en derrotar a los Banu Qasi de Zaragoza y
ocupar la villa de Nájera. Con su ayuda el rey navarro también
logró grandes victorias, adueñándose de Viguera en donde apresó y
ejecutó a Muhammad ibn Abdallah ibn Lubb de la familia de los Banu
Qasi.
Como premio a su colaboración,
el rey navarro concedió la mano de su hija doña Sancha de Pamplona
a Ordoño II, con la que contrajo matrimonio y regresó poco después
a León.
Varios meses hacía que don
Ordoño y doña Sancha gozaban de su flamante matrimonio en el
palacio real de León. Un poco cansados de los rigores invernales y
de los lluviosos y desapacibles días de la variable primavera,
decidieron desplazarse a principios de mayo hasta la ciudad de Zamora
donde disfrutar de un clima algo más benigno a orillas del Duero. Su
viaje hacia dicha ciudad fue un placer para los sentidos, que se
embargaban en la contemplación de las exuberantes alamedas que se
extendían por doquier y en la inhalación de los deliciosos aromas
que portaba la suave brisa.
Días más tarde don Ordoño y
doña Sancha paseaban por una amplia alameda a orillas del Duero.
Templada tarde del mes de mayo. El sol apenas se filtraba por entre
el espeso follaje de los álamos. Muchos pajarillos desgranaban sus
cantos entre sus ramas, mientras el río discurría silenciosamente a
su lado, como temeroso de perturbar aquellos armoniosos trinos y el
idilio real.
—¿Sois feliz, Señora?
—Mucho, Señor.
—¿No echáis en falta
vuestra Pamplona natal?
—En absoluto, Señor.
—Me alegro —el rey hizo
una pequeña pausa como para ordenar sus pensamientos. Luego,
prosiguió el diálogo que mantenía con su esposa—. Si lo deseáis
podemos pasar largas temporadas aquí, siempre que los asuntos de la
corte me lo permitan.
—¿No pensáis descansar de
vuestra ajetreada vida, Señor?
—No puedo hacerlo. Es un
deber inexcusable.
—Sois tan obstinado como mi
padre.
Don Ordoño sonrió
brevemente.
—O tal vez más. Conozco muy
bien a vuestro padre y sé hasta dónde llega su deber con la causa.
Pero mi compromiso con ella es total. Ya sabéis que mis antepasados
hace mucho tiempo que vienen luchando por la reconquista de España,
sobre todo mi padre. Pues bien, yo he asumido ese compromiso hasta
las últimas consecuencias. Si por mí fuera, no daríamos tregua a
los sarracenos hasta expulsaros de nuestra querida patria. Ellos nos
la arrebataron hace algo más de doscientos años y nosotros tenemos
la obligación de volver a recuperarla. Este suelo nos pertenece y no
podemos permitir que unos extranjeros nos lo quiten, como a punto
estuvieron de hacerlo. Nuestra intransigencia a la ley de Mahoma hará
que ésta no avance hacia el resto de Europa. Gracias a nuestra
férrea resistencia, su invasión ha dado marcha atrás allende los
Pirineos y hoy nuestros vecinos del otro lado de la cordillera se
hallan libres de su presencia. El objetivo final es devolverlos a
África.
—Señor, ¡menuda lección
de historia me habéis dado! Sabía que mi padre les tiene odio a los
agarenos, pero no sabía que Vos les tuvierais tanto. No debería
permitir Dios que dejarais este mundo ninguno de los dos hasta que
alcanzarais el objetivo final.
—Eso no va a poder ser,
esposa mía. Tanto tu padre como yo nos vamos haciendo mayores y no
nos queda ya mucho tiempo. Pero lo importante es avanzar y eso sí
que lo estamos haciendo.
La pareja real paseaba por la
verde alameda, a orillas del Duero, en aquella tranquila y templada
tarde de primavera. La quietud que allí reinaba invitaba a soñar a
la ilustre pareja. La enorme diferencia de edad que entre ambos había
convertía sus relaciones más en paterno-filiales que en conyugales.
Él era un anciano ya para la época. Ella no era más que una tierna
niña que poco o nada sabía del mundo y de la vida. Había dejado el
hogar de sus padres para pasar a depender del hogar de su esposo,
pero sin haber abandonado aún el mundo infantil de los juegos y de
la fantasía. Junto a su esposo sentía el mismo apoyo y amparo que
había sentido siempre al lado de su padre. Veía en él a su
protector más que a su marido.
La tarde declinaba ya. El sol
se acercaba cada vez más al ocaso. Una suave brisa comenzó a
deslizarse a través del follaje de la alameda. La tierna niña
sufrió un leve escalofrío que no pasó desapercibido a los ojos de
su anciano esposo.
—¿Queréis que volvamos a
palacio, Señora?
—Como Vos deseéis, Señor,
aunque no me importaría seguir aquí un rato más.
—A mí también me gustaría,
pero se ha levantado un poco de aire y os puede sentar mal.
—Tal vez os podíais
preocupar más por Vos que por mí, Señor. A Vos sí que os puede
perjudicar este cambio.
—No digáis tonterías,
Señora. Yo soy tan fuerte como un roble. He resistido muchas
inclemencias en la vida, no va a acabar ahora conmigo un
insignificante cambio de tiempo. De todas maneras, volvamos a palacio
por el bien de ambos.
Don Ordoño hizo alarde de su
fortaleza ante su jovencísima esposa, que no cabe duda que lo
idolatraba, pero lo cierto es que el rey desde aquella tarde comenzó
a sentir ciertos achaques que no desaparecían. Antes al contrario,
cada día iban a más hasta el punto de verse obligados a regresar a
León a principios de junio, pues, en vez de mejorar, el monarca cada
día que pasaba se sentía más indispuesto. Con gran esfuerzo
llegaron a la corte real, donde todo estaba preparado para que el
enfermo recibiera las máximas atenciones posibles. Los físicos
rodearon el tálamo real de donde no se apartaban un solo instante
del día o de la noche. Cualquier gesto, cualquier movimiento del
enfermo era inmediatamente atendido. Cualquier deseo era satisfecho
en el acto. Al monarca no le faltaba nada. La propia niña reina
había fijado su estancia en la cámara real de su esposo, de la que
no se ausentaba más que lo indispensable. Seguía con la máxima
atención su estado de salud y no se apartaba de su cabecera ni un
solo instante.
—¿Se pondrá bien? —se
atrevió a preguntar doña Sancha a uno de los galenos al cabo de una
semana de su regreso a León.
—No lo sé, Señora. Después
de todos estos días, debería dar muestras de una leve mejora, pero
no es así. Esto nos lleva a pensar que la enfermedad de vuestro
esposo no retrocede y eso no es buen síntoma.
—Por favor, haced todo lo
que podáis para salvarlo. No quisiera perderlo en estos momentos.
—Señora, por nuestra parte
hemos hecho todo lo que se podía hacer. No hay nada que no hayamos
intentado. Ahora sólo nos queda esperar que se haga la voluntad de
Dios.
Por las rosadas mejillas de la
niña se deslizaron dos hilillos como dos arroyuelos que manaran del
abismo de sus negros ojos. Su idolatrado esposo, su protector, su
mentor no volvió más en sí. Al cabo de cinco días su alma
abandonó este mundo para regresar a la morada del Señor.
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