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Hacía
más de tres años que don Ordoño había regresado de Zaragoza,
después de haber completado su formación en aquella ciudad bajo el
auspicio de los Banu Qasi. Don García seguía en la ciudad de León
en representación de su padre. Don Fruela no había abandonado
Oviedo, donde aprendía al lado de su padre muchos de los entresijos
del poder. Don Gonzalo, por su parte, llevaba ya casi un par de años
en la escuela episcopal donde preparaba la carrera eclesiástica.
Don
Alfonso se hallaba sentado al lado de la chimenea de su despacho un
frío y desapacible día del mes de febrero. Frente a él se
encontraba su consejero y mayordomo don Hermenegildo Gutiérrez.
Ambos repasaban las obras arquitectónicas que había en marcha o las
recién acabadas. El consejero informaba al rey del estado actual de
las mismas. Debatían sobre las actuaciones más urgentes que era
necesario acometer. El rey en líneas generales se sentía satisfecho
del avance de los edificios, pero le parecía que alguno de ellos se
demoraba demasiado. Los había en los que ni siquiera se habían
comenzado las obras de restauración, como era el caso del monasterio
de San Facundo y San Primitivo en los Campos Godos.
—Acabo
de inaugurar hace unos días con la reina, mi esposa, la abadía de
San Adriano de Tuñón. Es una magnífica obra. Estoy enormemente
satisfecho de la misma. Es un claro ejemplo del quehacer responsable
y constante. Debería servir de ejemplo para todas las demás, pero
no es así. Ahí tenemos el caso de la basílica de Santiago de
Compostela, que hace más de una docena de años que ordené
construirla y todavía está a medio hacer. Es uno de los edificios
más emblemáticos de mi reino y me temo que no podré verlo
terminado antes de mi muerte. Sus obras se me hacen eternas.
—Majestad,
el obispo Sisnando se queja de la falta de medios económicos. Dice
que muchas de las partidas destinadas para la construcción de este
templo no llegan allí.
—¿Cómo
que no llegan?
—No
lo sé, Majestad. Sólo me hago eco de las quejas del obispo.
—Pues
habrá que investigar qué es lo que pasa con el dinero que se
destina a su construcción. No podemos permitir que se pierda por el
camino. Y el castillo de Gozón, ¿cómo va?
—El
castillo de Gozón está casi terminado, Majestad. Su iglesia va un
poco más retrasada, pero yo creo que en poco más de un año puede
estar concluida.
—Me
parece muy bien. Ya sabéis que en este castillo quiero ubicar un
taller de orfebrería. No debéis descuidar su rápida puesta en
marcha.
—Desde
luego, Señor.
El
rey pidió al ayuda de cámara que atizara más el fuego, pues el
frío iba en aumento. El día permanecía completamente gris mientras
las nubes dejaban escapar una cortina de aguanieve. Don Alfonso se
acercó a la ventana. «Tenemos un día bastante
frío», susurró para sí mismo. «Puede que al final esta lluvia se
convierta en nieve y termine por cuajar». Luego, volvió a ocupar su
asiento al lado de la chimenea.
—Para
terminar, me gustaría saber cómo están las obras del complejo del
valle de Boides. Ya sabéis que tengo gran interés en que se termine
cuanto antes. No hace mucho le he hecho donación del monasterio de
San Román de Hornija con todas sus posesiones.
—Las
obras están bastante avanzadas, Señor. Creo que en un par de años
puede estar acabado.
—Os
hago responsable de ello, Hermenegildo. Tenemos que aprovechar estos
momentos de paz con los árabes para avanzar en la organización y
reconstrucción de nuestro reino. Si no lo conseguimos ahora, no lo
conseguiremos nunca. La muerte de Muhammad I nos ha dado todos estos
años de tregua y sería un crimen por nuestra parte
desaprovecharlos. La reconquista de España y el engrandecimiento de
nuestro reino no pueden desfallecer.
—Estoy
totalmente de acuerdo con Vos, Majestad.
—Muy
bien. Pues el tema queda zanjado, pero ahora quería comentaros otro
que me parece que nos atañe a ambos.
—Vos
diréis, Señor.
—Ha
llegado a mis oídos el rumor de que mi hijo Ordoño y vuestra hija…
Elvira se llama, ¿no?
—Sí,
Señor. Mi hija se llama Elvira.
—Bien,
tengo entendido que pretenden casarse. ¿No es así?
—Bueno,
Señor. La verdad es que hace tiempo que se ven y salen juntos. Creo
que desde poco después de que Ordoño regresara de Zaragoza. Parece
ser que las relaciones van en serio y que estarían dispuestos a
casarse si no hay nada que lo obstaculice.
—Bien,
bien, bien —musitó el rey casi para sí mientras daba un pequeño
paseo por su despacho —. ¿Y para cuándo sería la boda?
—Si
Vuestra Majestad lo permite, para dentro de un año poco más o
menos.
—¡Un
año! —exclamó don Alfonso—. Y yo me acabo de enterar. Vamos, me
enteré ayer que me lo dijo la reina. —El rey proseguía con su
paseo por la estancia—. Estos hijos nos van haciendo viejos sin
darnos cuenta. Parece que fue ayer cuando vinieron a este mundo y los
mayores ya están en edad de casarse. ¡Cómo se pasa el tiempo!
Bien, ¿y vos que decís?
—Majestad
—el conde hizo una reverencia al rey—, si Vos dais vuestro
consentimiento, yo no tengo nada que objetar. Vos sois quien debéis
decidir.
El
rey llamó a su ayuda de cámara para ordenarle que les sirviera unas
copas. Luego, levantando la suya en la mano, brindó por el nuevo
matrimonio.
—Con
esta copa de vino de los Campos Góticos brindo por el enlace de
nuestros hijos, a los que les deseo larga vida y felicidad. ¡Que
Dios los bendiga y nos den muchos nietos! Alzad vuestra copa conmigo
y brindad.
El
conde don Hermenegildo alzó su copa y brindó con el rey no exento
de emoción y rebosante de felicidad. Su hija acababa de ascender al
más alto honor al que podía aspirar, casarse con un príncipe y
convertirse en princesa. Casi no podía creer en su buena fortuna.
Tal vez su hija algún día podría llegar a ser reina de aquel vasto
reino que estaba fraguando el rey don Alfonso. Nunca lo hubiera
soñado.
—Y
bien, ¿qué decís, que parece que os habéis quedado mudo?
—Majestad,
¿qué puedo decir? No tengo palabras para agradecéroslo.
—Ya
me lo habéis agradecido sobradamente con vuestros servicios. Ahora
sólo queda hacer los preparativos para la boda y fijar la fecha, que
no será antes de un año.
—Como
Vos ordenéis, Majestad.
—Y
ahora que nos vamos a convertir en consuegros, supongo que podré
gozar mucho más aún de vuestra total y absoluta confianza, ¿no?
—Señor,
¿acaso lo dudáis? —el conde se inclinó ante el rey—. Siempre
os he sido fiel, Majestad, y lo seguiría siendo aunque nuestros
hijos no se unieran en matrimonio. Mi lealtad, Señor, está por
encima de todo.
—Lo
sé, amigo mío. Por eso os elegí para este cargo.
El
rey y su consejero continuaron su charla en el despacho real, donde
los dejaremos que sigan celebrando el próximo enlace de sus hijos.
Quince
meses más tarde se celebró con toda pompa en la catedral de Oviedo,
presidido por el obispo de la ciudad, el enlace real de don Ordoño y
doña Elvira. Los reyes, don Alfonso y doña Jimena, revivieron su
propio enlace, celebrado en el mismo lugar veintitrés años antes.
Por dos años no coincidió la efemérides con sus veinticinco años
de casados, pero los monarcas lo celebraron con igual pasión y
alegría que si hubiera coincidido. Después de la ceremonia
religiosa, a la que asistieron muchos magnates del propio reino y de
otros reinos cristianos y que se celebró con toda la pompa que
requería el acontecimiento, los invitados fueron agasajados con un
espléndido banquete en el palacio real. Las viandas y licores
llenaron las mesas y la música esparcía sus acordes entre los
comensales.
—Me
hubiera gustado haber podido contar en esta fecha inolvidable con el
complejo del valle de Boides, Hermenegildo, para que pudieran ir allí
a disfrutar sus primeros días de casados.
—También
a mí me hubiera gustado, Majestad, pero no ha podido ser. Las obras
se han retrasado más de lo esperado, aunque tampoco hubieran estado
finalizadas para esta fecha si no hubieran sufrido ningún retraso.
—¿Cuándo
creéis que se finalizarán?
—De
aquí a un año aproximadamente, Señor.
—Espero
que esta vez no os equivoquéis.
—Así
lo espero, Majestad.
Los
criados servían los postres mientras la música se dejaba sentir
cada vez más fuerte, como si invitara a los asistentes a abandonar
las mesas para lanzarse a la pista de baile.
—¿No
os animáis a bailar, Hemenegildo?
—No,
Majestad. Mis piernas ya no me lo permiten. Os lo dejo para Vos.
—¿No
me digáis que ya padecéis de gota?
—No,
Señor, de gota aún no, pero me duelen las rodillas con frecuencia.
Debería cuidarme un poco más.
—Eso
deberíamos hacer todos, pero llegan banquetes como el de hoy que no
te puedes resistir. Luego vienen las consecuencias.
Los
novios ya habían salido a la pista para hacer el baile de honor.
Poco después los siguieron otras parejas. El rey quiso hacer gala de
su buen estado físico, por lo que invitó a un baile a la reina para
celebrar la boda de su hijo y conmemorar al mismo tiempo sus casi
veinticinco años de matrimonio. Después de la actuación, la pareja
real fue largamente ovacionada por todos los presentes mientras
regresaba a la mesa presidencial. La fiesta continuó hasta el
anochecer y la ceremonia se prolongó durante varios días, al cabo
de los cuales los novios se desplazaron hasta Tuy, donde el conde don
Hermenegildo tenía un palacio en el que pensaban pasar su primera
temporada de casados.
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