miércoles, 8 de mayo de 2019

LOS AVATARES DE UN REINO. 1ª. PARTE. Capítulo 23



23


           Hacía más de tres años que don Ordoño había regresado de Zaragoza, después de haber completado su formación en aquella ciudad bajo el auspicio de los Banu Qasi. Don García seguía en la ciudad de León en representación de su padre. Don Fruela no había abandonado Oviedo, donde aprendía al lado de su padre muchos de los entresijos del poder. Don Gonzalo, por su parte, llevaba ya casi un par de años en la escuela episcopal donde preparaba la carrera eclesiástica.
Don Alfonso se hallaba sentado al lado de la chimenea de su despacho un frío y desapacible día del mes de febrero. Frente a él se encontraba su consejero y mayordomo don Hermenegildo Gutiérrez. Ambos repasaban las obras arquitectónicas que había en marcha o las recién acabadas. El consejero informaba al rey del estado actual de las mismas. Debatían sobre las actuaciones más urgentes que era necesario acometer. El rey en líneas generales se sentía satisfecho del avance de los edificios, pero le parecía que alguno de ellos se demoraba demasiado. Los había en los que ni siquiera se habían comenzado las obras de restauración, como era el caso del monasterio de San Facundo y San Primitivo en los Campos Godos.
—Acabo de inaugurar hace unos días con la reina, mi esposa, la abadía de San Adriano de Tuñón. Es una magnífica obra. Estoy enormemente satisfecho de la misma. Es un claro ejemplo del quehacer responsable y constante. Debería servir de ejemplo para todas las demás, pero no es así. Ahí tenemos el caso de la basílica de Santiago de Compostela, que hace más de una docena de años que ordené construirla y todavía está a medio hacer. Es uno de los edificios más emblemáticos de mi reino y me temo que no podré verlo terminado antes de mi muerte. Sus obras se me hacen eternas.
—Majestad, el obispo Sisnando se queja de la falta de medios económicos. Dice que muchas de las partidas destinadas para la construcción de este templo no llegan allí.
—¿Cómo que no llegan?
—No lo sé, Majestad. Sólo me hago eco de las quejas del obispo.
—Pues habrá que investigar qué es lo que pasa con el dinero que se destina a su construcción. No podemos permitir que se pierda por el camino. Y el castillo de Gozón, ¿cómo va?
—El castillo de Gozón está casi terminado, Majestad. Su iglesia va un poco más retrasada, pero yo creo que en poco más de un año puede estar concluida.
—Me parece muy bien. Ya sabéis que en este castillo quiero ubicar un taller de orfebrería. No debéis descuidar su rápida puesta en marcha.
—Desde luego, Señor.
El rey pidió al ayuda de cámara que atizara más el fuego, pues el frío iba en aumento. El día permanecía completamente gris mientras las nubes dejaban escapar una cortina de aguanieve. Don Alfonso se acercó a la ventana. «Tenemos un día bastante frío», susurró para sí mismo. «Puede que al final esta lluvia se convierta en nieve y termine por cuajar». Luego, volvió a ocupar su asiento al lado de la chimenea.
—Para terminar, me gustaría saber cómo están las obras del complejo del valle de Boides. Ya sabéis que tengo gran interés en que se termine cuanto antes. No hace mucho le he hecho donación del monasterio de San Román de Hornija con todas sus posesiones.
—Las obras están bastante avanzadas, Señor. Creo que en un par de años puede estar acabado.
—Os hago responsable de ello, Hermenegildo. Tenemos que aprovechar estos momentos de paz con los árabes para avanzar en la organización y reconstrucción de nuestro reino. Si no lo conseguimos ahora, no lo conseguiremos nunca. La muerte de Muhammad I nos ha dado todos estos años de tregua y sería un crimen por nuestra parte desaprovecharlos. La reconquista de España y el engrandecimiento de nuestro reino no pueden desfallecer.
—Estoy totalmente de acuerdo con Vos, Majestad.
—Muy bien. Pues el tema queda zanjado, pero ahora quería comentaros otro que me parece que nos atañe a ambos.
—Vos diréis, Señor.
—Ha llegado a mis oídos el rumor de que mi hijo Ordoño y vuestra hija… Elvira se llama, ¿no?
—Sí, Señor. Mi hija se llama Elvira.
—Bien, tengo entendido que pretenden casarse. ¿No es así?
—Bueno, Señor. La verdad es que hace tiempo que se ven y salen juntos. Creo que desde poco después de que Ordoño regresara de Zaragoza. Parece ser que las relaciones van en serio y que estarían dispuestos a casarse si no hay nada que lo obstaculice.
—Bien, bien, bien —musitó el rey casi para sí mientras daba un pequeño paseo por su despacho —. ¿Y para cuándo sería la boda?
—Si Vuestra Majestad lo permite, para dentro de un año poco más o menos.
—¡Un año! —exclamó don Alfonso—. Y yo me acabo de enterar. Vamos, me enteré ayer que me lo dijo la reina. —El rey proseguía con su paseo por la estancia—. Estos hijos nos van haciendo viejos sin darnos cuenta. Parece que fue ayer cuando vinieron a este mundo y los mayores ya están en edad de casarse. ¡Cómo se pasa el tiempo! Bien, ¿y vos que decís?
—Majestad —el conde hizo una reverencia al rey—, si Vos dais vuestro consentimiento, yo no tengo nada que objetar. Vos sois quien debéis decidir.
El rey llamó a su ayuda de cámara para ordenarle que les sirviera unas copas. Luego, levantando la suya en la mano, brindó por el nuevo matrimonio.
—Con esta copa de vino de los Campos Góticos brindo por el enlace de nuestros hijos, a los que les deseo larga vida y felicidad. ¡Que Dios los bendiga y nos den muchos nietos! Alzad vuestra copa conmigo y brindad.
El conde don Hermenegildo alzó su copa y brindó con el rey no exento de emoción y rebosante de felicidad. Su hija acababa de ascender al más alto honor al que podía aspirar, casarse con un príncipe y convertirse en princesa. Casi no podía creer en su buena fortuna. Tal vez su hija algún día podría llegar a ser reina de aquel vasto reino que estaba fraguando el rey don Alfonso. Nunca lo hubiera soñado.
—Y bien, ¿qué decís, que parece que os habéis quedado mudo?
—Majestad, ¿qué puedo decir? No tengo palabras para agradecéroslo.
—Ya me lo habéis agradecido sobradamente con vuestros servicios. Ahora sólo queda hacer los preparativos para la boda y fijar la fecha, que no será antes de un año.
—Como Vos ordenéis, Majestad.
—Y ahora que nos vamos a convertir en consuegros, supongo que podré gozar mucho más aún de vuestra total y absoluta confianza, ¿no?
—Señor, ¿acaso lo dudáis? —el conde se inclinó ante el rey—. Siempre os he sido fiel, Majestad, y lo seguiría siendo aunque nuestros hijos no se unieran en matrimonio. Mi lealtad, Señor, está por encima de todo.
—Lo sé, amigo mío. Por eso os elegí para este cargo.
El rey y su consejero continuaron su charla en el despacho real, donde los dejaremos que sigan celebrando el próximo enlace de sus hijos.

Quince meses más tarde se celebró con toda pompa en la catedral de Oviedo, presidido por el obispo de la ciudad, el enlace real de don Ordoño y doña Elvira. Los reyes, don Alfonso y doña Jimena, revivieron su propio enlace, celebrado en el mismo lugar veintitrés años antes. Por dos años no coincidió la efemérides con sus veinticinco años de casados, pero los monarcas lo celebraron con igual pasión y alegría que si hubiera coincidido. Después de la ceremonia religiosa, a la que asistieron muchos magnates del propio reino y de otros reinos cristianos y que se celebró con toda la pompa que requería el acontecimiento, los invitados fueron agasajados con un espléndido banquete en el palacio real. Las viandas y licores llenaron las mesas y la música esparcía sus acordes entre los comensales.
—Me hubiera gustado haber podido contar en esta fecha inolvidable con el complejo del valle de Boides, Hermenegildo, para que pudieran ir allí a disfrutar sus primeros días de casados.
—También a mí me hubiera gustado, Majestad, pero no ha podido ser. Las obras se han retrasado más de lo esperado, aunque tampoco hubieran estado finalizadas para esta fecha si no hubieran sufrido ningún retraso.
—¿Cuándo creéis que se finalizarán?
—De aquí a un año aproximadamente, Señor.
—Espero que esta vez no os equivoquéis.
—Así lo espero, Majestad.
Los criados servían los postres mientras la música se dejaba sentir cada vez más fuerte, como si invitara a los asistentes a abandonar las mesas para lanzarse a la pista de baile.
—¿No os animáis a bailar, Hemenegildo?
—No, Majestad. Mis piernas ya no me lo permiten. Os lo dejo para Vos.
—¿No me digáis que ya padecéis de gota?
—No, Señor, de gota aún no, pero me duelen las rodillas con frecuencia. Debería cuidarme un poco más.
—Eso deberíamos hacer todos, pero llegan banquetes como el de hoy que no te puedes resistir. Luego vienen las consecuencias.
Los novios ya habían salido a la pista para hacer el baile de honor. Poco después los siguieron otras parejas. El rey quiso hacer gala de su buen estado físico, por lo que invitó a un baile a la reina para celebrar la boda de su hijo y conmemorar al mismo tiempo sus casi veinticinco años de matrimonio. Después de la actuación, la pareja real fue largamente ovacionada por todos los presentes mientras regresaba a la mesa presidencial. La fiesta continuó hasta el anochecer y la ceremonia se prolongó durante varios días, al cabo de los cuales los novios se desplazaron hasta Tuy, donde el conde don Hermenegildo tenía un palacio en el que pensaban pasar su primera temporada de casados.



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