11
Un año más tarde de la
liberación de Fernán González, el monarca resolvió devolverle
todas sus posesiones y títulos. Para sellar el acto, decidió que
sus hijos, Ordoño III de León y doña Urraca Fernández,
contrajeran matrimonio. De esta manera esperaba apaciguar las ansias
separatistas del conde castellano.
Aunque aparentemente se
trataba de una boda pactada, sin embargo, hacía ya bastante tiempo
que ambos contrayentes mantenían relaciones entre ellos. Fue a raíz
de una visita que don Ordoño realizó a su hermano don Sancho en
Burgos. En los primeros momentos, doña Urraca no quería saber nada
del infante. Esa conducta se debía al rencor que sentía hacia don
Ordoño y sobre todo hacia don Ramiro por haber encarcelado a su
padre. Pero como sus coincidencias en multitud de actos y ceremonias,
que se reiteraron a lo largo de la estancia del infante en la ciudad
castellana, fueron en aumento, el distanciamiento inicial de doña
Urraca dio paso a un paulatino acercamiento al mismo. Al final,
ocurrió lo inevitable, terminaron por enamorarse. Fue precisamente
don Ordoño quien propuso a su padre que concertara su matrimonio con
doña Urraca.
Ramiro II había mandado
llamar a don Fernán González. Éste llegó a la corte dos días
después de recibir el mensaje real. El monarca lo esperaba en su
despacho revestido de todos los atributos reales. Quería causar una
honda impresión en su súbdito y vasallo.
—Majestad —don Fernán
realizó una gran genuflexión ante el rey—, aquí me tenéis.
¿Para qué me habéis mandado llamar?
—Levantaos, Fernán. Os he
llamado para comunicaros que os devuelvo todos vuestros títulos y
posesiones. A partir de hoy volveréis a ostentar la dignidad de
conde de Castilla. Durante todo este año me habéis demostrado
vuestra lealtad. Quiero premiaros vuestro gesto con este acto.
—Gracias, Majestad. Os
estaré eternamente agradecido.
—Eso espero, Fernán. Y para
sellar esta normalización entre nosotros, quiero que mi hijo el
infante Ordoño y vuestra hija Urraca contraigan matrimonio. Este
enlace servirá para unirnos más y para limar asperezas.
—Señor, esto es mucho más
de lo que podía esperar. No sé cómo agradeceros tanta
magnanimidad.
—Como lo habéis hecho
durante este último año, con vuestra lealtad.
—No os defraudaré, Señor.
Os seré fiel mientras viváis.
La audiencia terminó en una
reunión familiar en la que concertaron la fecha de la boda para el
mes de junio de aquel mismo año. El conde de Castilla abandonó la
corte feliz y, al mismo tiempo, algo contrariado. Era consciente de
la altura a la que volaba su hija, pero también lo era del enorme
sacrificio que eso le suponía a él. Sus sueños de independencia se
habían esfumado en un instante. ¿Cómo iba a enfrentarse al rey
ahora? Eso sería una locura y un suicidio. El rey había sabido
jugar bien sus cartas y había ganado. Ahora estaba amarrado de pies
y manos.
Después de la boda de don
Ordoño y doña Urraca, el infante don Sancho regresó a Burgos donde
el rey quería que permaneciera para afianzar su autoridad real. A
pesar de haber restablecido los títulos a don Fernán y de haber
estrechados los lazos de parentesco con él, no quería darle entera
libertad por lo que pudiera suceder. Prefería que su hijo estuviera
cerca de él para que controlara sus movimientos. El conde se percató
desde el primer momento de la estrategia del rey, por lo que muy a su
pesar se prometió a sí mismo que no volvería a dar un paso en
falso. Su hija ya formaba parte de la familia real, así que ahora
era mejor esperar a que el futuro deparara una nueva oportunidad. No
era conveniente precipitar los acontecimientos. Él seguiría
gobernando su condado y ganando adeptos para su causa. El tiempo
haría todo lo demás.
Con el enlace matrimonial
entre su hijo y la hija de Fernán González, don Ramiro daba por
zanjadas las diferencias entre él y el conde de Castilla. Había
llegado el momento de emplear su tiempo en la defensa del reino
contra los ataques de Abd al-Rahman. Cierto que hacía unos años
había firmado un tratado de paz que había dado paso a una larga
tregua, pero el califa no dejaba de hostigar las fronteras del reino
de León con sus razzias veraniegas. Estas razzias cada año se
acercaban más al corazón del reino y eso comenzaba a preocupar al
monarca leonés. La última había llegado a las murallas de Zamora y
había puesto en jaque a la ciudad hasta que sus huestes consiguieron
derrotar a los muslimes y los obligaron a retroceder sobre sus pasos.
El rey empezaba a estar ya cansado de tantas incursiones de los
musulmanes en sus tierras.
Don Ramiro se había retirado
a su palacete de montaña para descansar durante un tiempo y
dedicarse unos días a la caza. Dejó el palacio real de León y se
refugió entre las montañas de Babia acompañado por un reducido
grupo de su corte. Hacía ya dos o tres años que no se acercaba por
aquella comarca privilegiada.
—¡Al fin entre estas
montañas! —exclamó cuando puso los pies en su palacete de Babia—.
Aquí se siente uno feliz tan sólo por respirar este aire tan puro,
por pisar la suave hierba de los prados, por contemplar este vergel
tan maravilloso o por observar a lo lejos la majestuosidad de las
montañas que lo rodean. Si no fuera por mis obligaciones, me
quedaría aquí para siempre.
—Tenéis razón, Señor.
Esto es un auténtico paraíso —le confirmó su arquero mayor.
—Un paraíso del que pienso
disfrutar. Vamos hasta las montañas a ver si avistamos algún venado
y le damos caza.
Poco después se hallaban en
medio de la agreste naturaleza. Recorrieron durante horas los
inhóspitos riscos de las escarpadas montañas sin detectar rastro de
los cérvidos. Hacia el mediodía decidieron regresar a la suavidad
de las praderas. En aquel momento un pequeño corzo se puso a tiro
del monarca, que no dudó en disparar su arco contra él. El pequeño
corzo esquivó la flecha con un rápido movimiento para perderse poco
después en la espesura de un bosque cercano.
—No entiendo cómo he podido
fallar este disparo —se lamentaba don Ramiro—. Lo he tenido
delante de mí y lo he dejado escapar. No puedo creerlo.
—Majestad, no siempre se
acierta —insinuó su arquero mayor a modo de excusa.
Don Ramiro y sus acompañantes
regresaron algo desilusionados al palacete. Mientras tanto llegaba a
León un mensajero que deseaba ver inmediatamente al rey. Se apeó de
un salto de su caballo y entró en palacio.
—¿Dónde está el rey?
—preguntó casi sin aliento.
—En Babia —le contestaron.
—Pues que siga en Babia, ya
verá lo que ocurre con su reino. Los agarenos están llegando a las
fronteras de Galicia. Hay que organizar un ejército inmediatamente
para detenerlos.
Quince días más tarde las
huestes de don Ramiro se enfrentaban a los andalusíes en tierras
gallegas causándoles numerosas bajas y obligándolos a regresar a su
reino.
En la primavera del año 950,
una espléndida mañana de mayo don Ramiro paseaba con su esposa por
los jardines de palacio.
—Estoy cansado de tantas
incursiones islamitas en nuestro reino. Este año voy a organizar un
ejército y seré yo quien tome la iniciativa. A ver si dándoles una
buena lección escarmientan de una vez.
—¿Estáis seguro que
escarmentarán?
—No lo sé, Señora, pero al
menos voy a intentarlo. ¡Ya está bien que cada año saqueen
nuestros pueblos y ciudades y asolen nuestros castillos y monumentos!
Están utilizando una guerra de desgaste para socavar nuestra
paciencia y les dejemos el camino libre, pero están muy equivocados.
Yo jamás me rendiré.
—Vos sois tan obstinado como
ellos. Así no acabaréis nunca.
—Alguna vez acabaremos,
cueste lo que cueste.
La pareja real tomó asiento
en uno de los bancos del jardín. Doña Urraca se volvió hacia su
esposo con los ojos un poco entornados y un gesto de súplica.
—¿No creéis que ya va
siendo hora de que dejéis las armas? Ya os estáis haciendo algo
mayor para seguir exponiéndoos a tantos trabajos y peligros.
—Señora, no digáis eso.
Aún me siento en plenitud de mis fuerzas. Un rey jamás debe
renunciar a sus obligaciones mientras le quede una gota de sangre en
sus venas y un hálito de vida. ¿Qué ejemplo les daría a mis
vasallos y súbditos si ahora me rindiera? No, Señora. Mi deber es
continuar al frente de mis huestes hasta el último suspiro de mi
vida.
—Sois tan terco como
vuestros antepasados y acabaréis igual que ellos.
—Lo que me honra. De ellos
heredé el valor para el combate. De ellos aprendí el oficio de la
guerra. De ellos recibí el amor a nuestra patria y el deber de
recuperarla y defenderla. Jamás renunciaré al sueño de mis
antepasados. A unificar todas las tierras de España bajo una sola
corona y esa corona ha de ser cristiana. Los mahometanos nos han
invadido y han usurpados nuestros derechos. Nuestro deber es
recuperarlos. Yo seguiré con este empeño hasta el último día de
mi vida y espero que mis sucesores hagan lo mismo. No pienso desistir
de ello.
—Ya veo que no. ¿Y cuándo
pensáis partir?
—Pues será a finales del
mes que viene o a principios de julio. Tengo que adelantarme a los
sarracenos, así que no puedo demorarme mucho.
—Señor, me gustaría que os
demorarais para siempre, pero eso es imposible. Sólo os pido que os
cuidéis durante los enfrentamientos que tengáis contra los
sarracenos. No quisiera que os sucediera nada grave.
—¿Y qué me tiene que
suceder? He participado en numerosas batallas y siempre he salido
ileso de ellas. ¿Por qué habría de ser distinto aahora?
—Porque alguna vez tiene que
se la última cuando se tienta tantas veces a la suerte. Además, yo
siempre he albergado en mi corazón ese presentimiento cada vez que
partís para la guerra. ¿Creéis que no sufro durante vuestra
ausencia?
—Jamás me habíais dicho
nada. ¿Por qué me lo decís ahora?
—No lo sé, Señor. Quizás
no sea más que una corazonada.
El sol brillaba con fuerza en
lo alto del cielo. En la inmensa bóveda azul no se veía una sola
nube. La primavera parecía que quería dar paso ya al verano a pesar
de que todavía faltaba más de un mes para su entrada. Días fríos
tendrían que venir aún antes de que éste hiciera acto de
presencia.
—Todavía no me habéis
dicho dónde pensáis atacar a los ismaelitas, Señor.
—Iremos hasta Toledo por ser
uno de los centros más importantes de su frontera. A pesar de haber
trasladado el núcleo principal de ésta a Medinaceli hace tres o
cuatro años, sin embargo, el punto más fuerte sigue siendo Toledo.
Y allí es donde dirigiré mi ataque.
—No puedo más que desearos
suerte y que regreséis victorioso y con un abundante botín.
—Espero que así sea,
Señora.
El sol dejaba sentir ya sus
efectos. La real pareja decidió retirarse al interior de su
residencia donde se disfrutaba de mayor frescor. Daba fin así su
paseo matinal por los jardines de palacio y su animada conversación
sobre las inminentes intenciones bélicas del monarca.
Mes y medio más tarde el rey
puso en práctica su proyecto. Partió con un gran ejército hacia
tierras de Toledo, donde realizó una serie de saqueos por todo el
valle del Tajo hasta enfrentarse con las tropas califales en
Talavera. Allí les causó más de doce mil muertos y se apoderó de
unos siete mil prisioneros con los que regresó a León cargado de
abundante botín. Pero también regresó con los achaques de una
enfermedad que nada bueno presagiaba. Su salud comenzó a debilitarse
a partir de aquel momento.
No hay comentarios:
Publicar un comentario