jueves, 9 de mayo de 2019

LOS AVATARES DE UN REINO. 3ª. PARTE. Capítulo 11


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Un año más tarde de la liberación de Fernán González, el monarca resolvió devolverle todas sus posesiones y títulos. Para sellar el acto, decidió que sus hijos, Ordoño III de León y doña Urraca Fernández, contrajeran matrimonio. De esta manera esperaba apaciguar las ansias separatistas del conde castellano.
Aunque aparentemente se trataba de una boda pactada, sin embargo, hacía ya bastante tiempo que ambos contrayentes mantenían relaciones entre ellos. Fue a raíz de una visita que don Ordoño realizó a su hermano don Sancho en Burgos. En los primeros momentos, doña Urraca no quería saber nada del infante. Esa conducta se debía al rencor que sentía hacia don Ordoño y sobre todo hacia don Ramiro por haber encarcelado a su padre. Pero como sus coincidencias en multitud de actos y ceremonias, que se reiteraron a lo largo de la estancia del infante en la ciudad castellana, fueron en aumento, el distanciamiento inicial de doña Urraca dio paso a un paulatino acercamiento al mismo. Al final, ocurrió lo inevitable, terminaron por enamorarse. Fue precisamente don Ordoño quien propuso a su padre que concertara su matrimonio con doña Urraca.
Ramiro II había mandado llamar a don Fernán González. Éste llegó a la corte dos días después de recibir el mensaje real. El monarca lo esperaba en su despacho revestido de todos los atributos reales. Quería causar una honda impresión en su súbdito y vasallo.
Majestad —don Fernán realizó una gran genuflexión ante el rey—, aquí me tenéis. ¿Para qué me habéis mandado llamar?
Levantaos, Fernán. Os he llamado para comunicaros que os devuelvo todos vuestros títulos y posesiones. A partir de hoy volveréis a ostentar la dignidad de conde de Castilla. Durante todo este año me habéis demostrado vuestra lealtad. Quiero premiaros vuestro gesto con este acto.
Gracias, Majestad. Os estaré eternamente agradecido.
Eso espero, Fernán. Y para sellar esta normalización entre nosotros, quiero que mi hijo el infante Ordoño y vuestra hija Urraca contraigan matrimonio. Este enlace servirá para unirnos más y para limar asperezas.
Señor, esto es mucho más de lo que podía esperar. No sé cómo agradeceros tanta magnanimidad.
Como lo habéis hecho durante este último año, con vuestra lealtad.
No os defraudaré, Señor. Os seré fiel mientras viváis.
La audiencia terminó en una reunión familiar en la que concertaron la fecha de la boda para el mes de junio de aquel mismo año. El conde de Castilla abandonó la corte feliz y, al mismo tiempo, algo contrariado. Era consciente de la altura a la que volaba su hija, pero también lo era del enorme sacrificio que eso le suponía a él. Sus sueños de independencia se habían esfumado en un instante. ¿Cómo iba a enfrentarse al rey ahora? Eso sería una locura y un suicidio. El rey había sabido jugar bien sus cartas y había ganado. Ahora estaba amarrado de pies y manos.
Después de la boda de don Ordoño y doña Urraca, el infante don Sancho regresó a Burgos donde el rey quería que permaneciera para afianzar su autoridad real. A pesar de haber restablecido los títulos a don Fernán y de haber estrechados los lazos de parentesco con él, no quería darle entera libertad por lo que pudiera suceder. Prefería que su hijo estuviera cerca de él para que controlara sus movimientos. El conde se percató desde el primer momento de la estrategia del rey, por lo que muy a su pesar se prometió a sí mismo que no volvería a dar un paso en falso. Su hija ya formaba parte de la familia real, así que ahora era mejor esperar a que el futuro deparara una nueva oportunidad. No era conveniente precipitar los acontecimientos. Él seguiría gobernando su condado y ganando adeptos para su causa. El tiempo haría todo lo demás.
Con el enlace matrimonial entre su hijo y la hija de Fernán González, don Ramiro daba por zanjadas las diferencias entre él y el conde de Castilla. Había llegado el momento de emplear su tiempo en la defensa del reino contra los ataques de Abd al-Rahman. Cierto que hacía unos años había firmado un tratado de paz que había dado paso a una larga tregua, pero el califa no dejaba de hostigar las fronteras del reino de León con sus razzias veraniegas. Estas razzias cada año se acercaban más al corazón del reino y eso comenzaba a preocupar al monarca leonés. La última había llegado a las murallas de Zamora y había puesto en jaque a la ciudad hasta que sus huestes consiguieron derrotar a los muslimes y los obligaron a retroceder sobre sus pasos. El rey empezaba a estar ya cansado de tantas incursiones de los musulmanes en sus tierras.
Don Ramiro se había retirado a su palacete de montaña para descansar durante un tiempo y dedicarse unos días a la caza. Dejó el palacio real de León y se refugió entre las montañas de Babia acompañado por un reducido grupo de su corte. Hacía ya dos o tres años que no se acercaba por aquella comarca privilegiada.
¡Al fin entre estas montañas! —exclamó cuando puso los pies en su palacete de Babia—. Aquí se siente uno feliz tan sólo por respirar este aire tan puro, por pisar la suave hierba de los prados, por contemplar este vergel tan maravilloso o por observar a lo lejos la majestuosidad de las montañas que lo rodean. Si no fuera por mis obligaciones, me quedaría aquí para siempre.
Tenéis razón, Señor. Esto es un auténtico paraíso —le confirmó su arquero mayor.
Un paraíso del que pienso disfrutar. Vamos hasta las montañas a ver si avistamos algún venado y le damos caza.
Poco después se hallaban en medio de la agreste naturaleza. Recorrieron durante horas los inhóspitos riscos de las escarpadas montañas sin detectar rastro de los cérvidos. Hacia el mediodía decidieron regresar a la suavidad de las praderas. En aquel momento un pequeño corzo se puso a tiro del monarca, que no dudó en disparar su arco contra él. El pequeño corzo esquivó la flecha con un rápido movimiento para perderse poco después en la espesura de un bosque cercano.
No entiendo cómo he podido fallar este disparo —se lamentaba don Ramiro—. Lo he tenido delante de mí y lo he dejado escapar. No puedo creerlo.
Majestad, no siempre se acierta —insinuó su arquero mayor a modo de excusa.
Don Ramiro y sus acompañantes regresaron algo desilusionados al palacete. Mientras tanto llegaba a León un mensajero que deseaba ver inmediatamente al rey. Se apeó de un salto de su caballo y entró en palacio.
¿Dónde está el rey? —preguntó casi sin aliento.
En Babia —le contestaron.
Pues que siga en Babia, ya verá lo que ocurre con su reino. Los agarenos están llegando a las fronteras de Galicia. Hay que organizar un ejército inmediatamente para detenerlos.
Quince días más tarde las huestes de don Ramiro se enfrentaban a los andalusíes en tierras gallegas causándoles numerosas bajas y obligándolos a regresar a su reino.

En la primavera del año 950, una espléndida mañana de mayo don Ramiro paseaba con su esposa por los jardines de palacio.
Estoy cansado de tantas incursiones islamitas en nuestro reino. Este año voy a organizar un ejército y seré yo quien tome la iniciativa. A ver si dándoles una buena lección escarmientan de una vez.
¿Estáis seguro que escarmentarán?
No lo sé, Señora, pero al menos voy a intentarlo. ¡Ya está bien que cada año saqueen nuestros pueblos y ciudades y asolen nuestros castillos y monumentos! Están utilizando una guerra de desgaste para socavar nuestra paciencia y les dejemos el camino libre, pero están muy equivocados. Yo jamás me rendiré.
Vos sois tan obstinado como ellos. Así no acabaréis nunca.
Alguna vez acabaremos, cueste lo que cueste.
La pareja real tomó asiento en uno de los bancos del jardín. Doña Urraca se volvió hacia su esposo con los ojos un poco entornados y un gesto de súplica.
¿No creéis que ya va siendo hora de que dejéis las armas? Ya os estáis haciendo algo mayor para seguir exponiéndoos a tantos trabajos y peligros.
Señora, no digáis eso. Aún me siento en plenitud de mis fuerzas. Un rey jamás debe renunciar a sus obligaciones mientras le quede una gota de sangre en sus venas y un hálito de vida. ¿Qué ejemplo les daría a mis vasallos y súbditos si ahora me rindiera? No, Señora. Mi deber es continuar al frente de mis huestes hasta el último suspiro de mi vida.
Sois tan terco como vuestros antepasados y acabaréis igual que ellos.
Lo que me honra. De ellos heredé el valor para el combate. De ellos aprendí el oficio de la guerra. De ellos recibí el amor a nuestra patria y el deber de recuperarla y defenderla. Jamás renunciaré al sueño de mis antepasados. A unificar todas las tierras de España bajo una sola corona y esa corona ha de ser cristiana. Los mahometanos nos han invadido y han usurpados nuestros derechos. Nuestro deber es recuperarlos. Yo seguiré con este empeño hasta el último día de mi vida y espero que mis sucesores hagan lo mismo. No pienso desistir de ello.
Ya veo que no. ¿Y cuándo pensáis partir?
Pues será a finales del mes que viene o a principios de julio. Tengo que adelantarme a los sarracenos, así que no puedo demorarme mucho.
Señor, me gustaría que os demorarais para siempre, pero eso es imposible. Sólo os pido que os cuidéis durante los enfrentamientos que tengáis contra los sarracenos. No quisiera que os sucediera nada grave.
¿Y qué me tiene que suceder? He participado en numerosas batallas y siempre he salido ileso de ellas. ¿Por qué habría de ser distinto aahora?
Porque alguna vez tiene que se la última cuando se tienta tantas veces a la suerte. Además, yo siempre he albergado en mi corazón ese presentimiento cada vez que partís para la guerra. ¿Creéis que no sufro durante vuestra ausencia?
Jamás me habíais dicho nada. ¿Por qué me lo decís ahora?
No lo sé, Señor. Quizás no sea más que una corazonada.
El sol brillaba con fuerza en lo alto del cielo. En la inmensa bóveda azul no se veía una sola nube. La primavera parecía que quería dar paso ya al verano a pesar de que todavía faltaba más de un mes para su entrada. Días fríos tendrían que venir aún antes de que éste hiciera acto de presencia.
Todavía no me habéis dicho dónde pensáis atacar a los ismaelitas, Señor.
Iremos hasta Toledo por ser uno de los centros más importantes de su frontera. A pesar de haber trasladado el núcleo principal de ésta a Medinaceli hace tres o cuatro años, sin embargo, el punto más fuerte sigue siendo Toledo. Y allí es donde dirigiré mi ataque.
No puedo más que desearos suerte y que regreséis victorioso y con un abundante botín.
Espero que así sea, Señora.
El sol dejaba sentir ya sus efectos. La real pareja decidió retirarse al interior de su residencia donde se disfrutaba de mayor frescor. Daba fin así su paseo matinal por los jardines de palacio y su animada conversación sobre las inminentes intenciones bélicas del monarca.
Mes y medio más tarde el rey puso en práctica su proyecto. Partió con un gran ejército hacia tierras de Toledo, donde realizó una serie de saqueos por todo el valle del Tajo hasta enfrentarse con las tropas califales en Talavera. Allí les causó más de doce mil muertos y se apoderó de unos siete mil prisioneros con los que regresó a León cargado de abundante botín. Pero también regresó con los achaques de una enfermedad que nada bueno presagiaba. Su salud comenzó a debilitarse a partir de aquel momento.

            © Julio Noel 

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