6
—Bien, tío, ¿qué pensáis
hacer ahora?
—Pues veréis, querido
sobrino. Ahora que ya tenéis casi todo el camino despejado, pienso
que ha llegado el momento de volver a mis tierras con mis gentes.
Hace días que la patrulla que enviamos a detener a Bermudo regresó
con las manos vacías. Aquí ya no me queda nada que hacer.
—A mi lado me vendríais muy
bien para ocuparos de la seguridad de mi corte y de mi reino. No
sabéis cuánto os debo y cuánto os tengo que agradecer. Si os vais,
se producirá un vacío en mi corte y en mi corazón muy difícil de
llenar.
—Lo siento, sobrino, pero mi
deber y mis gentes también me reclaman y me temo que no puedo
decepcionarlas.
—Lo sé, tío, pero es tanto
lo que me habéis ayudado en todos estos meses, que me parece que no
podré prescindir de vos.
—Pues tendréis que hacerlo,
Alfonso. Cada uno de nosotros debe estar en el lugar que le
corresponde. Vos debéis quedaros aquí por ser éste vuestro sitio y
yo debo volver a mi condado, pues es allí donde me corresponde
estar. No dudéis que si me necesitáis correré en vuestro auxilio
tan presto como pueda. En mí tendréis siempre un aliado fiel que os
servirá hasta la muerte, esté donde esté.
—Lo sé, tío. Por eso me
duele tanto tener que separarme de vos. Pero, como muy bien decís,
cada uno debe estar donde debe estar. Por tanto, no insistiré más
en reteneros a mi lado, pues sé que nada os hará cambiar de vuestro
propósito. Cuando queráis podéis disponerlo todo para vuestra
partida.
—Así lo haré. Lo dispondré
todo para partir inmediatamente. Quisiera encontrarme en mis fueros
para el comienzo del verano y tan sólo faltan quince días. Mañana
mismo saldremos de palacio para regresar a Castilla.
—¿Tan pronto partiréis?
—Sí, querido sobrino. Hace
días que lo tengo todo preparado para partir en cualquier instante y
ese momento ya ha llegado.
—Veo que ya nada puede
reteneros en mi palacio. Así que me gustaría daros mis últimas
recomendaciones y haceros partícipe de uno de mis proyectos
políticos más inmediato.
—Estoy dispuesto a
escucharos, Alfonso. Cuando queráis.
Sobrino y tío se hallaban en
el despacho real. Era primera hora de la mañana, por lo que don
Alfonso había pedido que les sirvieran el desayuno allí. Después
de haber tomado los alimentos que les habían llevado, se
arrellanaron en sus asientos para tomar un vaso de leche con malta
mientras proseguían con su conversación.
—Querido tío, tengo el
propósito de ir repoblando paulatinamente la cuenca del Duero con
pequeños propietarios procedentes de nuestro propio reino y con los
mozárabes que podamos arrebatar a los musulmanes. Estos pequeños
agricultores, a los que se les concedería naturalmente la propiedad
de las tierras que pudieran trabajar, a medida que se vayan
aglutinando y formando poblaciones, les iríamos concediendo cartas
puebla para que se asentaran en esos lugares y constituyeran una
avanzadilla y una defensa de nuestro reino.
—Me parece una idea
estupenda, querido sobrino. Toda esa zona está prácticamente
despoblada, lo que la convierte en tierra de nadie propicia para los
ataques e incursiones de los sarracenos. Si lograrais repoblarla, se
frenarían en gran parte esos ataques y nos sentiríamos mucho más
seguros. Contad conmigo para lo que sea si en algo puedo ayudaros.
—Lo tendré en cuenta, tío.
De momento es sólo un proyecto. Tendré que madurarlo antes de
ponerlo en práctica. Si Dios nuestro Señor se digna concederme un
largo reinado, me gustaría conquistar muchas tierras al califato de
Córdoba para añadírselas a nuestro reino. Nosotros nos sentimos
herederos de los reyes godos, que fueron derrocados por los
ismaelitas hace más de ciento cincuenta años y nuestro propósito
es recuperar el territorio perdido. No cejaremos en el empeño hasta
que hayamos expulsado a los invasores del territorio peninsular.
—Es un loable intento,
sobrino. Me tendréis siempre a vuestro lado para lograrlo.
—Bien, pues no os quiero
entretener más, tío. Ahora os dejo para que terminéis de preparar
vuestra inminente partida.
Don Rodrigo se despidió de su
sobrino para dirigirse a sus dependencias, pues aún tenía que
arreglar varias cosas y atar algunos cabos sueltos antes de su
partida. Don Alfonso se quedó en su despacho pensativo. Su padre y
su abuelo ya habían hecho varios intentos por recuperar las tierras
arrebatadas por los musulmanes. Pero él quería llegar mucho más
lejos de lo que habían llegado ellos. Su reinado se caracterizaría
por la lucha implacable contra los árabes. El califato de Córdoba
tendría que desaparecer para dar paso a una nueva unidad de España,
tal como había ocurrido en tiempos de sus antepasados los reyes
godos. Había que reconquistar el reino de Toledo y extenderlo a toda
la Península, como había ocurrido en tiempos pasados. El plan era
bueno, pero era difícil llevarlo a la práctica, máxime cuando
ahora toda la parte septentrional peninsular estaba dividida en
varios reinos cristianos, que la mayor parte de las veces luchaban
entre sí en vez de unirse para luchar contra el enemigo común y
expulsarlo de la Península. Habría que realizar alianzas con estos
reinos cristianos para lograr el objetivo final. De momento se había
hecho con la corona y había quitado de en medio a casi todos sus
enemigos más inmediatos que podían disputársela. Quedaba uno,
Bermudo. No importaba. Ya le llegaría su turno. Ahora lo que hacía
falta era empezar a reinar y eso era lo que estaba haciendo.
Don Rodrigo con su hijo Diego
y sus mesnadas que habían permanecido con él aquellos meses
aguardaban montados a caballo en el espacioso patio del palacio real.
Don Alfonso se acercó a ellos para abrazar a su tío y a su primo
por última vez antes de su partida. Luego se abrió el portón de
palacio y el grupo de jinetes comenzó a desfilar lentamente hacia
la salida. Desde allí don Rodrigo y su hijo se volvieron para
decirle una vez más adiós al rey su señor y desearle buena suerte.
Luego avanzaron al trote por las calles de Oviedo, levantando tras de
sí una gran polvareda, para perderse pronto en la lejanía. Tras
ellos se cerró de nuevo el portón del palacio para garantizar la
seguridad de sus moradores. En el corazón del joven rey se había
abierto un vacío difícil de llenar. En palacio sólo le quedaba su
madre, de la que hacía mucho tiempo se había separado por sus
obligaciones como gobernador de Galicia, y sus desgraciados hermanos,
a los que él mismo había ordenado cegar por haber participado en la
rebelión de Fruela Bermúdez. En esa soledad tan sólo podía seguir
contando con la fidelidad de su mayordomo, Pedro, y de su arquero,
Nuño.
No hay comentarios:
Publicar un comentario