domingo, 5 de mayo de 2019

LOS AVATARES DE UN REINO. 1ª. PARTE. Capítulo 6




                                                                      6


Bien, tío, ¿qué pensáis hacer ahora?
Pues veréis, querido sobrino. Ahora que ya tenéis casi todo el camino despejado, pienso que ha llegado el momento de volver a mis tierras con mis gentes. Hace días que la patrulla que enviamos a detener a Bermudo regresó con las manos vacías. Aquí ya no me queda nada que hacer.
A mi lado me vendríais muy bien para ocuparos de la seguridad de mi corte y de mi reino. No sabéis cuánto os debo y cuánto os tengo que agradecer. Si os vais, se producirá un vacío en mi corte y en mi corazón muy difícil de llenar.
Lo siento, sobrino, pero mi deber y mis gentes también me reclaman y me temo que no puedo decepcionarlas.
Lo sé, tío, pero es tanto lo que me habéis ayudado en todos estos meses, que me parece que no podré prescindir de vos.
Pues tendréis que hacerlo, Alfonso. Cada uno de nosotros debe estar en el lugar que le corresponde. Vos debéis quedaros aquí por ser éste vuestro sitio y yo debo volver a mi condado, pues es allí donde me corresponde estar. No dudéis que si me necesitáis correré en vuestro auxilio tan presto como pueda. En mí tendréis siempre un aliado fiel que os servirá hasta la muerte, esté donde esté.
Lo sé, tío. Por eso me duele tanto tener que separarme de vos. Pero, como muy bien decís, cada uno debe estar donde debe estar. Por tanto, no insistiré más en reteneros a mi lado, pues sé que nada os hará cambiar de vuestro propósito. Cuando queráis podéis disponerlo todo para vuestra partida.
Así lo haré. Lo dispondré todo para partir inmediatamente. Quisiera encontrarme en mis fueros para el comienzo del verano y tan sólo faltan quince días. Mañana mismo saldremos de palacio para regresar a Castilla.
¿Tan pronto partiréis?
Sí, querido sobrino. Hace días que lo tengo todo preparado para partir en cualquier instante y ese momento ya ha llegado.
Veo que ya nada puede reteneros en mi palacio. Así que me gustaría daros mis últimas recomendaciones y haceros partícipe de uno de mis proyectos políticos más inmediato.
Estoy dispuesto a escucharos, Alfonso. Cuando queráis.
Sobrino y tío se hallaban en el despacho real. Era primera hora de la mañana, por lo que don Alfonso había pedido que les sirvieran el desayuno allí. Después de haber tomado los alimentos que les habían llevado, se arrellanaron en sus asientos para tomar un vaso de leche con malta mientras proseguían con su conversación.
Querido tío, tengo el propósito de ir repoblando paulatinamente la cuenca del Duero con pequeños propietarios procedentes de nuestro propio reino y con los mozárabes que podamos arrebatar a los musulmanes. Estos pequeños agricultores, a los que se les concedería naturalmente la propiedad de las tierras que pudieran trabajar, a medida que se vayan aglutinando y formando poblaciones, les iríamos concediendo cartas puebla para que se asentaran en esos lugares y constituyeran una avanzadilla y una defensa de nuestro reino.
Me parece una idea estupenda, querido sobrino. Toda esa zona está prácticamente despoblada, lo que la convierte en tierra de nadie propicia para los ataques e incursiones de los sarracenos. Si lograrais repoblarla, se frenarían en gran parte esos ataques y nos sentiríamos mucho más seguros. Contad conmigo para lo que sea si en algo puedo ayudaros.
Lo tendré en cuenta, tío. De momento es sólo un proyecto. Tendré que madurarlo antes de ponerlo en práctica. Si Dios nuestro Señor se digna concederme un largo reinado, me gustaría conquistar muchas tierras al califato de Córdoba para añadírselas a nuestro reino. Nosotros nos sentimos herederos de los reyes godos, que fueron derrocados por los ismaelitas hace más de ciento cincuenta años y nuestro propósito es recuperar el territorio perdido. No cejaremos en el empeño hasta que hayamos expulsado a los invasores del territorio peninsular.
Es un loable intento, sobrino. Me tendréis siempre a vuestro lado para lograrlo.
Bien, pues no os quiero entretener más, tío. Ahora os dejo para que terminéis de preparar vuestra inminente partida.
Don Rodrigo se despidió de su sobrino para dirigirse a sus dependencias, pues aún tenía que arreglar varias cosas y atar algunos cabos sueltos antes de su partida. Don Alfonso se quedó en su despacho pensativo. Su padre y su abuelo ya habían hecho varios intentos por recuperar las tierras arrebatadas por los musulmanes. Pero él quería llegar mucho más lejos de lo que habían llegado ellos. Su reinado se caracterizaría por la lucha implacable contra los árabes. El califato de Córdoba tendría que desaparecer para dar paso a una nueva unidad de España, tal como había ocurrido en tiempos de sus antepasados los reyes godos. Había que reconquistar el reino de Toledo y extenderlo a toda la Península, como había ocurrido en tiempos pasados. El plan era bueno, pero era difícil llevarlo a la práctica, máxime cuando ahora toda la parte septentrional peninsular estaba dividida en varios reinos cristianos, que la mayor parte de las veces luchaban entre sí en vez de unirse para luchar contra el enemigo común y expulsarlo de la Península. Habría que realizar alianzas con estos reinos cristianos para lograr el objetivo final. De momento se había hecho con la corona y había quitado de en medio a casi todos sus enemigos más inmediatos que podían disputársela. Quedaba uno, Bermudo. No importaba. Ya le llegaría su turno. Ahora lo que hacía falta era empezar a reinar y eso era lo que estaba haciendo.
Don Rodrigo con su hijo Diego y sus mesnadas que habían permanecido con él aquellos meses aguardaban montados a caballo en el espacioso patio del palacio real. Don Alfonso se acercó a ellos para abrazar a su tío y a su primo por última vez antes de su partida. Luego se abrió el portón de palacio y el grupo de jinetes comenzó a desfilar lentamente hacia la salida. Desde allí don Rodrigo y su hijo se volvieron para decirle una vez más adiós al rey su señor y desearle buena suerte. Luego avanzaron al trote por las calles de Oviedo, levantando tras de sí una gran polvareda, para perderse pronto en la lejanía. Tras ellos se cerró de nuevo el portón del palacio para garantizar la seguridad de sus moradores. En el corazón del joven rey se había abierto un vacío difícil de llenar. En palacio sólo le quedaba su madre, de la que hacía mucho tiempo se había separado por sus obligaciones como gobernador de Galicia, y sus desgraciados hermanos, a los que él mismo había ordenado cegar por haber participado en la rebelión de Fruela Bermúdez. En esa soledad tan sólo podía seguir contando con la fidelidad de su mayordomo, Pedro, y de su arquero, Nuño.


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