miércoles, 8 de mayo de 2019

LOS AVATARES DE UN REINO. 1ª. PARTE. Capítulo 12



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Date prisa, hija. Tu padre hace más de media hora que te espera.
Un momento, madre, que ya casi estoy.
Doña Jimena apareció radiante con un hermoso vestido talar de raso de color granate y una capa del mismo color que arrastraba por el suelo. Una corona de oro incrustada de diamantes y rubíes, con una gran esmeralda en el centro, coronaba su cabeza. En sus pies calzaba unos finos zapatos de piel a juego con su indumentaria. Estaba realmente hermosa.
Estás más bella que nunca, hija —don García depositó un beso paternal en su frente.
Gracias, padre —por un momento la cara de doña Jimena se cubrió de un leve rubor.
Vamos, hija, que tu prometido nos estará esperando en la catedral desde hace rato. Debe de estar impaciente. ¿Cómo has tardado tanto?
No me entraban los zapatos. Me quedan muy ajustados y me hacen daño.
Pues tendrás que soportarlos durante toda la ceremonia, hija.
Ya lo sé, padre, y no sé si podré resistirlos.
Tendrás que hacer un esfuerzo, y ahora disimula y pon cara de alegría, pues ya estamos a las puertas del templo.
Lo intentaré, padre.
Doña Jimena y su padre hicieron su entrada en el umbral de la catedral. Detrás los seguían su madre y hermanos con pasos ceremoniosos y espaciados. En el altar mayor, vuelto hacia la puerta de entrada, esperaba majestuosamente don Alfonso. Vestía sus mejores galas. A su lado estaban su madre doña Muña y sus hermanos Nuño, Fruela y Odoario, que no podían ver nada de lo que allí acontecía por la ceguera que él mismo les había causado. El resto de la oligarquía ovetense ocupaba sus sitios reservados al efecto. En la parte más alta del presbiterio se hallaba el obispo de Oviedo con todo su cabildo.
La novia, apoyada en el brazo de su padre, se acercó al altar con pasos lentos y ceremoniosos. Una vez allí, don García entregó el brazo de su hija a don Alfonso, que lo tomó en el acto. A continuación ambos novios se dirigieron hacia el palco real para que diera comienzo la ceremonia. Llegado el ofertorio, el obispo se acercó a los contrayentes dirigiéndose en primer lugar a don Alfonso.
Don Alfonso Ordóñez, ¿aceptáis a vuestra esposa aquí presente y juráis amarla y serle fiel en la riqueza y en la pobreza, en la salud y en la enfermedad, hasta que la muerte os separe?
—Yo, Alfonso, te acepto, Jimena, como mi esposa y juro amarte y serte fiel en la riqueza y en la pobreza, en la salud y en la enfermedad, hasta que la muerte nos separe.
—Y Vos, doña Jimena Garcés, ¿aceptáis a vuestro esposo aquí presente y juráis amarlo y serle fiel en la riqueza y en la pobreza, en la salud y en la enfermedad, hasta que la muerte os separe?
—Yo, Jimena, te acepto, Alfonso, como mi esposo y juro amarte y serte fiel en la riqueza y en la pobreza, en la salud y en la enfermedad, hasta que la muerte nos separe.
—Poneos estos anillos como signo de vuestra unión —el obispo les hizo entrega de los anillos. Luego prosiguió—. Que lo que Dios ha unido, no lo separe el hombre.
Finalizada la misa, los novios, convertidos ya en marido y mujer, abandonaron lentamente el templo para dirigirse al palacio real donde tendría lugar el gran banquete de la boda. A la puerta de la catedral recibieron la enhorabuena y parabienes de toda la aristocracia asturiana y del resto de reinos cristianos, así como los vítores de todo el pueblo ovetense allí reunido. Era el acontecimiento del año que nadie se quería perder.
Los festejos nupciales se celebraron por espacio de quince días. Las viandas y bebidas se prodigaron a raudales. El rey no quiso escatimar gastos en lo que consideró como uno de los momentos más importantes y más felices de su vida. Aquel paso significaba el inicio de un nuevo modo de vida para él, así que había que celebrarlo por todo lo alto. Además, aquello también significaba un gran prestigio para su reino, ya que allí se habían dado cita representantes de todas los reinos cristianos de la Península y de muchos reinos europeos. No podía defraudarlos.
Finalizados los festejos por los esponsales reales, el rey partió con su esposa y un reducido número de sirvientes al Aula Regia del Naranco. Dio orden expresa a sus servidores y consejeros para que no lo molestaran. Quería pasar allí una temporada olvidado de los problemas del reino, para dedicar exclusivamente su tiempo a los placeres del matrimonio y de la caza, tan abundante en los bosques que rodeaban el palacete.
Una templada mañana del mes de junio don Alfonso y doña Jimena paseaban juntos bajo la fronda del bosque de castaños cercano al palacete. El sol lucía apaciblemente después de varios días oculto por las nubes. El aroma de las prímulas y de los piornos embriagaba sus sentidos. El rosa suave, el violáceo, el blanco, el amarillo de sus flores deslumbraba sus retinas. Un espeso tapizado de helechos, escobas, retamas, alheñas, siemprevivas, clemátides y madreselvas cubría todo el paraje. Los pajarillos cantaban alegremente entre el follaje. Por aquí y por allá se oía el ruido de alguna rama rota por la precipitada huida de un ciervo asustado. En otras ocasiones era la carrera frenética de un conejo o una liebre sorprendidos por la presencia de la pareja real.
—¿Sois feliz, Señora?
—Sí, mi Señor. ¿Por qué no habría de serlo?
—No sé, tal vez porque echéis de menos a vuestros padres y hermanos.
—No, Señor. Me siento muy bien a vuestro lado. Aunque eche de menos a los míos, vuestra compañía me reconforta y me consuela y por sí sola es suficiente para llenar el vacío que han dejado mis padres y mis hermanos en mi corazón.
—¿No os sentiréis infeliz algún día por su ausencia?
—No lo creo, Señor. Es cierto que en estos momentos los echo en falta, pero espero que el tiempo me ayude a superar paulatinamente su ausencia. De hecho estoy preparada para ello.
—Me tranquilizáis, Señora, pues lo que más deseo en estos momentos es vuestra felicidad y no me perdonaría que fuerais infeliz por mi culpa.
—Podéis estar tranquilo, Señor. A vuestro lado me siento completamente feliz.
—Entonces, ¿no os arrepentís de haberos casado conmigo?
—No, Señor. En absoluto.
—¿Y querréis estar siempre a mi lado?
—Pues claro, Señor.
—¿Incluso en los momentos más difíciles?
—Entonces más que nunca, Señor.
El rey abrazó tiernamente a su esposa y la estrechó contra su corazón. Luego se fundieron en un prolongado beso de amor.
—¿Querréis proporcionarme hijos para dar continuidad a nuestra dinastía en el tiempo?
—Para eso estoy aquí, Señor.
Ambos esposos se tomaron de la mano y pasearon largas horas por aquel frondoso paraje. La paz los rodeaba por todas partes. Querían aprovechar aquel momento de felicidad. La hora del mediodía se acercaba. Uno de los criados se atrevió a romper el idilio para recordarles que era la hora del almuerzo. La real pareja se sorprendió de lo pronto que había transcurrido el tiempo. Poco después abandonaron el bosque para regresar al palacete veraniego.
—Señora, ¿querréis acompañarme mañana a cazar?
—Me gustaría hacerlo, Señor, pero no sé montar.
—¡Vaya un contratiempo! Tendremos que solucionar ese problema. En cuanto lleguemos a palacio, ordenaré al palafrenero mayor que disponga lo necesario para vuestro adiestramiento. No podemos permitir que sigáis sin saber montar por más tiempo.
—Os lo agradezco, Señor, pero considero que mi deber es más bien quedarme en palacio que no salir a montar a caballo. El ejercicio de la equitación y la caza es más propio de Vos y de vuestros consejeros y vasallos que de una dama. Las damas deben ocuparse del hogar y no de la caza, Señor.
—Pues Vos romperéis la tradición, Señora.
—No insistáis, Señor. Mi lugar está dentro del palacio y no fuera de él.
—Bien, dejémoslo aquí, aunque sabe Dios que me hubiera gustado que aprendierais a montar. Así me podríais acompañar en mis sesiones de caza.
—Tendréis que ir sin mí, Señor. Lo siento, pero creo que es mejor así.
Don Alfonso no estaba del todo conforme, pero al final cedió ante la obstinación de su esposa y dio por zanjado el tema. A la mañana siguiente bien temprano se internó por el bosque con su ayo Pedro y su arquero Nuño para abatir todas las piezas que se pusieran a su alcance. Desde siempre había amado la caza. Ésta constituía no sólo su deporte favorito, sino su pasión preferida.
—Pedro, mira por ese lado a ver si descubres algún ciervo. Y tú, Nuño, dispara sin duelo a todo lo que se mueva.
—Sí, Señor —le respondió este último.
Cuando llevaban poco más de una hora deambulando por el bosque, Nuño portaba ya una liebre y un par de conejos en su morral. En aquel momento, Pedro descubrió un ciervo oculto en un matorral.
—Señor, mirad allí entre aquella maleza. —Pedro indicaba a don Alfonso el matorral en concreto—. Allí hay un ciervo. ¿Lo veis, Señor?
—Sí, Pedro, ahora lo veo. Tenemos que avanzar con cuidado para que no nos descubra.
—Señor, sigamos por aquí despacio, pues el viento nos es favorable. Mientras el ciervo no detecte nuestro olor, podremos aproximarnos a su lado.
Los tres hombres avanzaban muy despacio procurando no pisar ninguna hoja ni rama seca con sus pies. El ruido los habría delatado. Cuando se hallaban a unos treinta pasos del venado, don Alfonso extendió su arco y se preparó para lanzar la flecha que heriría de muerte al ciervo. Nuño también se preparó para disparar su flecha si su señor fallaba. Pero no fue necesario. El disparo del rey fue certero. La flecha se clavó en el cuello del ciervo atravesándole la yugular. El animal dio un salto y media docena de pasos antes de caer al suelo fulminado.
—Buen disparo, Señor.
—Gracias, Nuño. Tú me has enseñado.
—Yo os habré enseñado, Señor, pero Vos me habéis superado con creces. Vuestro disparo ha sido insuperable.
—No me adules, Nuño, que los tuyos suelen ser siempre certeros.
Entre bromas y veras se fue pasando la mañana. Cuando regresaron al palacete al mediodía, llevaban, además del venado, media docena de conejos, dos liebres y varias torcaces que se habían puesto al alcance de sus flechas. Había sido una jornada de caza completa. No se podía pedir más.



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