12
—Date prisa, hija. Tu padre
hace más de media hora que te espera.
—Un momento, madre, que ya
casi estoy.
Doña Jimena apareció
radiante con un hermoso vestido talar de raso de color granate y una
capa del mismo color que arrastraba por el suelo. Una corona de oro
incrustada de diamantes y rubíes, con una gran esmeralda en el
centro, coronaba su cabeza. En sus pies calzaba unos finos zapatos de
piel a juego con su indumentaria. Estaba realmente hermosa.
—Estás más bella que
nunca, hija —don García depositó un beso paternal en su frente.
—Gracias, padre —por un
momento la cara de doña Jimena se cubrió de un leve rubor.
—Vamos, hija, que tu
prometido nos estará esperando en la catedral desde hace rato. Debe
de estar impaciente. ¿Cómo has tardado tanto?
—No me entraban los zapatos.
Me quedan muy ajustados y me hacen daño.
—Pues tendrás que
soportarlos durante toda la ceremonia, hija.
—Ya lo sé, padre, y no sé
si podré resistirlos.
—Tendrás que hacer un
esfuerzo, y ahora disimula y pon cara de alegría, pues ya estamos a
las puertas del templo.
—Lo intentaré, padre.
Doña Jimena y su padre
hicieron su entrada en el umbral de la catedral. Detrás los seguían
su madre y hermanos con pasos ceremoniosos y espaciados. En el altar
mayor, vuelto hacia la puerta de entrada, esperaba majestuosamente
don Alfonso. Vestía sus mejores galas. A su lado estaban su madre
doña Muña y sus hermanos Nuño, Fruela y Odoario, que no podían
ver nada de lo que allí acontecía por la ceguera que él mismo les
había causado. El resto de la oligarquía ovetense ocupaba sus
sitios reservados al efecto. En la parte más alta del presbiterio se
hallaba el obispo de Oviedo con todo su cabildo.
La novia, apoyada en el brazo
de su padre, se acercó al altar con pasos lentos y ceremoniosos. Una
vez allí, don García entregó el brazo de su hija a don Alfonso,
que lo tomó en el acto. A continuación ambos novios se dirigieron
hacia el palco real para que diera comienzo la ceremonia. Llegado el
ofertorio, el obispo se acercó a los contrayentes dirigiéndose en
primer lugar a don Alfonso.
—Don Alfonso Ordóñez,
¿aceptáis a vuestra esposa aquí presente y juráis amarla y serle
fiel en la riqueza y en la pobreza, en la salud y en la enfermedad,
hasta que la muerte os separe?
—Yo,
Alfonso, te acepto, Jimena, como mi esposa y juro amarte y serte fiel
en la riqueza y en la pobreza, en la salud y en la enfermedad, hasta
que la muerte nos separe.
—Y
Vos, doña Jimena Garcés, ¿aceptáis a vuestro esposo aquí
presente y juráis amarlo y serle fiel en la riqueza y en la pobreza,
en la salud y en la enfermedad, hasta que la muerte os separe?
—Yo,
Jimena, te acepto, Alfonso, como mi esposo y juro amarte y serte fiel
en la riqueza y en la pobreza, en la salud y en la enfermedad, hasta
que la muerte nos separe.
—Poneos
estos anillos como signo de vuestra unión —el obispo les hizo
entrega de los anillos. Luego prosiguió—. Que lo que Dios ha
unido, no lo separe el hombre.
Finalizada
la misa, los novios, convertidos ya en marido y mujer, abandonaron
lentamente el templo para dirigirse al palacio real donde tendría
lugar el gran banquete de la boda. A la puerta de la catedral
recibieron la enhorabuena y parabienes de toda la aristocracia
asturiana y del resto de reinos cristianos, así como los vítores de
todo el pueblo ovetense allí reunido. Era el acontecimiento del año
que nadie se quería perder.
Los
festejos nupciales se celebraron por espacio de quince días. Las
viandas y bebidas se prodigaron a raudales. El rey no quiso escatimar
gastos en lo que consideró como uno de los momentos más importantes
y más felices de su vida. Aquel paso significaba el inicio de un
nuevo modo de vida para él, así que había que celebrarlo por todo
lo alto. Además, aquello también significaba un gran prestigio para
su reino, ya que allí se habían dado cita representantes de todas
los reinos cristianos de la Península y de muchos reinos europeos.
No podía defraudarlos.
Finalizados
los festejos por los esponsales reales, el rey partió con su esposa
y un reducido número de sirvientes al Aula Regia del Naranco. Dio
orden expresa a sus servidores y consejeros para que no lo
molestaran. Quería pasar allí una temporada olvidado de los
problemas del reino, para dedicar exclusivamente su tiempo a los
placeres del matrimonio y de la caza, tan abundante en los bosques
que rodeaban el palacete.
Una
templada mañana del mes de junio don Alfonso y doña Jimena paseaban
juntos bajo la fronda del bosque de castaños cercano al palacete. El
sol lucía apaciblemente después de varios días oculto por las
nubes. El aroma de las prímulas y de los piornos embriagaba sus
sentidos. El rosa suave, el violáceo, el blanco, el amarillo de sus
flores deslumbraba sus retinas. Un espeso tapizado de helechos,
escobas, retamas, alheñas, siemprevivas, clemátides y madreselvas
cubría todo el paraje. Los pajarillos cantaban alegremente entre el
follaje. Por aquí y por allá se oía el ruido de alguna rama rota
por la precipitada huida de un ciervo asustado. En otras ocasiones
era la carrera frenética de un conejo o una liebre sorprendidos por
la presencia de la pareja real.
—¿Sois
feliz, Señora?
—Sí,
mi Señor. ¿Por qué no habría de serlo?
—No
sé, tal vez porque echéis de menos a vuestros padres y hermanos.
—No,
Señor. Me siento muy bien a vuestro lado. Aunque eche de menos a los
míos, vuestra compañía me reconforta y me consuela y por sí sola
es suficiente para llenar el vacío que han dejado mis padres y mis
hermanos en mi corazón.
—¿No
os sentiréis infeliz algún día por su ausencia?
—No
lo creo, Señor. Es cierto que en estos momentos los echo en falta,
pero espero que el tiempo me ayude a superar paulatinamente su
ausencia. De hecho estoy preparada para ello.
—Me
tranquilizáis, Señora, pues lo que más deseo en estos momentos es
vuestra felicidad y no me perdonaría que fuerais infeliz por mi
culpa.
—Podéis
estar tranquilo, Señor. A vuestro lado me siento completamente
feliz.
—Entonces,
¿no os arrepentís de haberos casado conmigo?
—No,
Señor. En absoluto.
—¿Y
querréis estar siempre a mi lado?
—Pues
claro, Señor.
—¿Incluso
en los momentos más difíciles?
—Entonces
más que nunca, Señor.
El
rey abrazó tiernamente a su esposa y la estrechó contra su corazón.
Luego se fundieron en un prolongado beso de amor.
—¿Querréis
proporcionarme hijos para dar continuidad a nuestra dinastía en el
tiempo?
—Para
eso estoy aquí, Señor.
Ambos
esposos se tomaron de la mano y pasearon largas horas por aquel
frondoso paraje. La paz los rodeaba por todas partes. Querían
aprovechar aquel momento de felicidad. La hora del mediodía se
acercaba. Uno de los criados se atrevió a romper el idilio para
recordarles que era la hora del almuerzo. La real pareja se
sorprendió de lo pronto que había transcurrido el tiempo. Poco
después abandonaron el bosque para regresar al palacete veraniego.
—Señora,
¿querréis acompañarme mañana a cazar?
—Me
gustaría hacerlo, Señor, pero no sé montar.
—¡Vaya
un contratiempo! Tendremos que solucionar ese problema. En cuanto
lleguemos a palacio, ordenaré al palafrenero mayor que disponga lo
necesario para vuestro adiestramiento. No podemos permitir que sigáis
sin saber montar por más tiempo.
—Os
lo agradezco, Señor, pero considero que mi deber es más bien
quedarme en palacio que no salir a montar a caballo. El ejercicio de
la equitación y la caza es más propio de Vos y de vuestros
consejeros y vasallos que de una dama. Las damas deben ocuparse del
hogar y no de la caza, Señor.
—Pues
Vos romperéis la tradición, Señora.
—No
insistáis, Señor. Mi lugar está dentro del palacio y no fuera de
él.
—Bien,
dejémoslo aquí, aunque sabe Dios que me hubiera gustado que
aprendierais a montar. Así me podríais acompañar en mis sesiones
de caza.
—Tendréis
que ir sin mí, Señor. Lo siento, pero creo que es mejor así.
Don
Alfonso no estaba del todo conforme, pero al final cedió ante la
obstinación de su esposa y dio por zanjado el tema. A la mañana
siguiente bien temprano se internó por el bosque con su ayo Pedro y
su arquero Nuño para abatir todas las piezas que se pusieran a su
alcance. Desde siempre había amado la caza. Ésta constituía no
sólo su deporte favorito, sino su pasión preferida.
—Pedro,
mira por ese lado a ver si descubres algún ciervo. Y tú, Nuño,
dispara sin duelo a todo lo que se mueva.
—Sí,
Señor —le respondió este último.
Cuando
llevaban poco más de una hora deambulando por el bosque, Nuño
portaba ya una liebre y un par de conejos en su morral. En aquel
momento, Pedro descubrió un ciervo oculto en un matorral.
—Señor,
mirad allí entre aquella maleza. —Pedro indicaba a don Alfonso el
matorral en concreto—. Allí hay un ciervo. ¿Lo veis, Señor?
—Sí,
Pedro, ahora lo veo. Tenemos que avanzar con cuidado para que no nos
descubra.
—Señor,
sigamos por aquí despacio, pues el viento nos es favorable. Mientras
el ciervo no detecte nuestro olor, podremos aproximarnos a su lado.
Los
tres hombres avanzaban muy despacio procurando no pisar ninguna hoja
ni rama seca con sus pies. El ruido los habría delatado. Cuando se
hallaban a unos treinta pasos del venado, don Alfonso extendió su
arco y se preparó para lanzar la flecha que heriría de muerte al
ciervo. Nuño también se preparó para disparar su flecha si su
señor fallaba. Pero no fue necesario. El disparo del rey fue
certero. La flecha se clavó en el cuello del ciervo atravesándole
la yugular. El animal dio un salto y media docena de pasos antes de
caer al suelo fulminado.
—Buen
disparo, Señor.
—Gracias,
Nuño. Tú me has enseñado.
—Yo
os habré enseñado, Señor, pero Vos me habéis superado con creces.
Vuestro disparo ha sido insuperable.
—No
me adules, Nuño, que los tuyos suelen ser siempre certeros.
Entre
bromas y veras se fue pasando la mañana. Cuando regresaron al
palacete al mediodía, llevaban, además del venado, media docena de
conejos, dos liebres y varias torcaces que se habían puesto al
alcance de sus flechas. Había sido una jornada de caza completa. No
se podía pedir más.
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