jueves, 9 de mayo de 2019

LOS AVATARES DE UN REINO. 2º. PARTE. Capítulo 15


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A la muerte de Fruela II lo sucedió en el trono su hijo Alfonso Froilaz. Nada más alzarse con el trono, Fruela II dejó bien amarrada la sucesión al mismo. A cambio de las concesiones que les hizo a los condes castellanos, consiguió que éstos no sólo no cuestionaran la sucesión de su hijo al trono, sino que, llegado el caso, la defendieran con sus armas. En su persona se habían unificado otra vez todos los reinos que habían pertenecido a su padre. A pesar de no haber hecho nada por agrandarlo ni defenderlo, había reunido un reino más amplio incluso que el que había tenido su progenitor. Desde el primer momento fue consciente del poder que había reunido bajo su corona. Por eso dictó normas para que en lo sucesivo no se fraccionara como había ocurrido en tiempos de su padre. Y así fue. A su muerte su hijo heredó todo el reino sin que nadie lo impidiera. Pero Alfonso Froilaz, el Jorobado, tuvo un reinado muy fugaz. Apenas permaneció unos meses en el trono de León.
Alfonso Froilaz era hijo de Fruela II y de su primera esposa, Nunilo Jiménez. Con la ayuda de sus hermanos, Ordoño y Ramiro, y de los condes de Castilla, logró en un primer momento sentarse en el trono real. Pero los hijos de Ordoño II no tardaron en levantarse en armas contra él. Se consideraban legítimos herederos del trono y no estaban dispuestos a ceder sus derechos ante nadie. Como, por otra parte, tenían más apoyos que su primo, no tardaron en derrocarlo y recuperar el poder. Sancho, el mayor, estaba apoyado por los nobles gallegos. Alfonso se sentía respaldado por Sancho Garcés I de Pamplona y Ramiro, el tercero, estaba respaldado por los nobles portugueses. Así, pues, poco margen de maniobra le quedaba a Alfonso Froilaz.
Las huestes de don Sancho y de don Ramiro se encontraron en Zamora. Por su parte, las fuerzas navarras que secundaba a don Alfonso avanzaban por tierras de La Bureba y de Burgos, para encontrarse con las anteriores en los Campos Góticos, donde esperaban presentar batalla a los partidarios de don Alfonso Froilaz. Las huestes castellanas leales al nuevo rey se vieron sorprendidas en medio de dos fuegos. La batalla fue breve. Ante la superioridad del enemigo, las fuerzas castellanas que no perecieron en los enfrentamientos pronto se disgregaron por las amplias llanuras de la ribera del Duero. Don Alfonso Froilaz, al ver el desastre que se avecinaba, decidió refugiarse en Asturias, donde contaba con el mayor número de partidarios, y allí lo siguieron sus hermanos don Ordoño y don Ramiro Froilaz.
Recuperado el trono, los hijos de Ordoño II se reunieron en el palacio de su padre, en León, con sus más fieles vasallos, para celebrar la victoria y repartirse el reino. Sobre la mesa de discusión se hallaban todas las alternativas posibles. Desde dividir el reino en tres, como había hecho su abuelo, hasta dejarlo intacto bajo una sola corona para consolidar así la ambiciosa obra soñada por el rey Magno.
Yo opino que no se debe dividir —objetó don Ramiro.
Muy bien. No lo dividamos. En ese caso, ¿quién será el rey? —preguntó don Sancho.
¿Quién va a ser? Tú, que eres el mayor —le contestó don Ramiro.
Yo no estoy de acuerdo —discrepó don Alfonso—. Si bien es cierto que la costumbre entre nosotros va arraigando que el cetro pase de padres a hijos y que sea el mayor el preferido, todavía no se ha consolidado. Creo que todos tenemos derecho a una parte del reino. Máxime cuando los tres hemos luchado por recuperarlo.
Los nobles y aristócratas presentes también estaban divididos. Unos se inclinaban por la unidad del reino, que de esta manera sería mucho más fuerte, mientras que otros defendían que se dividiera entre los tres para que así no hubiera disputas entre ellos. Después de varias horas de negociación, decidieron repartírselo entre los dos mayores.
Bien, si no hay otra solución, yo me quedo con Galicia por serme la tierra más querida. Desde este momento renuncio al reino de León y a todas sus pompas. Me instalaré en Santiago de Compostela como capital de mi reino y no quiero volver a oír hablar de León. Te dejo a ti, Alfonso, este reino para que lo gobiernes como mejor te dé a entender Dios. Me declaro subordinado tuyo con la condición de que me dejes vivir en paz por el resto de mis días.
Juro solemnemente que así lo haré, querido hermano. Te agradezco tu magnanimidad, que hayas renunciado a la parte más importante del reino en mi favor, a pesar de que te corresponde a ti por derecho. Te prometo que te respetaré siempre y que jamás romperé este pacto que acabamos de sellar entre nosotros.
Gracias, Alfonso. Y para terminar, por lo mucho que estimo a Ramiro y por toda la ayuda que siempre me ha prestado, le cedo la parte sur de mi reino donde sé que es muy querido y honrado.
Así, pues, León le correspondió a don Alfonso, don Sancho se quedó con Galicia y el territorio portucalense de este reino, con Viseo como capital, pasó a pertenecer a don Ramiro. Asturias, por su parte, continuó fiel a don Alfonso Froilaz.

El 12 de febrero del año 926 León era una ciudad glacial. A primeras horas de la mañana las calles permanecían completamente desiertas. Una gruesa capa de hielo y nieve helada las cubría de principio a fin. De los tejados de las mansiones pendían gruesos carámbanos de hasta un metro de longitud. De las techumbres de las humildes moradas pendían otros tantos, aunque de menor calibre y tamaño. Nadie osaba asomarse al exterior de sus viviendas. Tan sólo una cuadrilla de peones trabajaba sin cesar desde antes del alba armada de picos y palas. Tenían que retirar la capa de hielo que cubría el recorrido entre el palacio real y la catedral. A eso de las once de la mañana daban por concluido el trabajo, que, a pesar del frío, les había costado sudor y lágrimas. Poco después comenzaron a llegar a los alrededores del templo los primeros leoneses que no querían perderse el regio acontecimiento. Y es que a las doce del mediodía se iba a celebrar en la catedral la coronación de don Alfonso Ordóñez como nuevo rey de León. A pesar del frío intenso, cuando la comitiva real se abría paso para llegar a las puertas de la catedral, la gente se apiñaba dentro y fuera del templo.
Al acto de la coronación de don Alfonso asistieron sus hermanos y casi toda la nobleza y aristocracia del reino, si bien varios condes castellanos declinaron su asistencia alegando las inclemencias del tiempo, lo mismo que hicieron algunos de los asturianos. El acto fue concelebrado por todos los obispos del reino, acto que presidió el obispo Rosendo de Mondoñedo, primo materno del rey. A partir de aquel momento, el nuevo rey reinaría con el título de Alfonso IV.
El reinado de Alfonso IV no se caracterizó por grandes hechos históricos. Más aficionado a los asuntos religiosos y de carácter más bien pacifista, dejó que los musulmanes camparan a sus anchas por la Península durante su reinado. El rey defraudó a propios y extraños, que esperaban mucho más de él. Aquel espíritu combativo y aquel afán imperialista que impregnó las batallas y logros de su padre y de su abuelo se desvanecieron por completo en el ánimo del nuevo monarca. Él prefería la paz y la tranquilidad de la corte a los peligros y avatares del campo de batalla. Uno de los primeros actos de su reinado fue reponer al obispo Frunimio en la sede episcopal de León. Con sus hermanos mantuvo unas relaciones amistosas y pacíficas. Tampoco tomó ninguna represalia contra su primo Alfonso Froilaz, que siguió gobernando Asturias con el título de rey, a pesar de que este territorio estaba totalmente incluido en el reino de León. Su lema político podía reducirse a un dejar hacer.

Durante los primeros meses del año 929 falleció don Sancho Ordóñez, que, como hemos dicho, reinaba en Galicia desde la derrota de su primo Alfonso Froilaz. Al no dejar descendencia, el reino de Galicia se integró, de iure, de nuevo en el reino de León con el apoyo de algunos magnates gallegos, principalmente el de su tío materno el conde don Gutierre Menéndez. Sin embargo, de facto, pasó a depender de don Ramiro Ordóñez, que a la sazón gobernaba la región portucalense, el cual se coronó como rey de Galicia en Zamora, donde fijó su residencia. Como en el caso de Asturias, don Alfonso volvió a dejar hacer su voluntad a su hermano don Rodrigo, sin intervenir en absoluto en su libre decisión de adueñarse de todos los territorios galaicos. De todas maneras, como don Ramiro siguió declarándose subordinado de don Alfonso, éste volvía a reunir bajo su corona la mayor parte de las tierras del antiguo reino asturleonés. A pesar del enorme poder que concentraba bajo su cetro, Alfonso IV continuó mostrándose lo mismo de remiso ante los grandes acontecimientos históricos que se estaban produciendo en toda la Península Ibérica. Era como si no fueran con él o como si la llama que había mantenido encendido el espíritu de la Reconquista se hubiera extinguido súbitamente. Abd al-Rahman III se autoproclamaba califa, título con el que acrecentaba aún más su poder en todo el al-Ándalus, sin que eso pareciera importar lo más mínimo al rey leonés, que seguía encerrado en sus elucubraciones místico-religiosas. Sus actuaciones como soberano se limitaban a hacer algunas donaciones a los obispos y magnates que lo adulaban o a algún monasterio por el que sentía alguna debilidad. Es el caso del litigio que resolvió entre el monasterio de Ruiforco y las villas de Manzaneda y Garrafe de Torío. El rey se desplazó con su corte hasta la primera de las villas donde resolvió el litigio de sus límites a favor del monasterio, como cabía suponer, pues, ¿qué podía temer de los habitantes de aquellas dos insignificantes villas el soberano del mayor reino cristiano de la Península, a la sazón, ni qué podía esperar de ellas? Como siempre, prefería tener a su favor a los poderosos para que no perturbaran su propia paz con intrigas e insidias antes que impartir justicia. La injusticia en que podía incurrir con los débiles no lo intranquilizaba en absoluto.

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