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A la muerte de Fruela II lo
sucedió en el trono su hijo Alfonso Froilaz. Nada más alzarse con
el trono, Fruela II dejó bien amarrada la sucesión al mismo. A
cambio de las concesiones que les hizo a los condes castellanos,
consiguió que éstos no sólo no cuestionaran la sucesión de su
hijo al trono, sino que, llegado el caso, la defendieran con sus
armas. En su persona se habían unificado otra vez todos los reinos
que habían pertenecido a su padre. A pesar de no haber hecho nada
por agrandarlo ni defenderlo, había reunido un reino más amplio
incluso que el que había tenido su progenitor. Desde el primer
momento fue consciente del poder que había reunido bajo su corona.
Por eso dictó normas para que en lo sucesivo no se fraccionara como
había ocurrido en tiempos de su padre. Y así fue. A su muerte su
hijo heredó todo el reino sin que nadie lo impidiera. Pero Alfonso
Froilaz, el
Jorobado, tuvo un
reinado muy fugaz. Apenas permaneció unos meses en el trono de León.
Alfonso Froilaz era hijo de
Fruela II y de su primera esposa, Nunilo Jiménez. Con la ayuda de
sus hermanos, Ordoño y Ramiro, y de los condes de Castilla, logró
en un primer momento sentarse en el trono real. Pero los hijos de
Ordoño II no tardaron en levantarse en armas contra él. Se
consideraban legítimos herederos del trono y no estaban dispuestos a
ceder sus derechos ante nadie. Como, por otra parte, tenían más
apoyos que su primo, no tardaron en derrocarlo y recuperar el poder.
Sancho, el mayor, estaba apoyado por los nobles gallegos. Alfonso se
sentía respaldado por Sancho Garcés I de Pamplona y Ramiro, el
tercero, estaba respaldado por los nobles portugueses. Así, pues,
poco margen de maniobra le quedaba a Alfonso Froilaz.
Las huestes de don Sancho y de
don Ramiro se encontraron en Zamora. Por su parte, las fuerzas
navarras que secundaba a don Alfonso avanzaban por tierras de La
Bureba y de Burgos, para encontrarse con las anteriores en los Campos
Góticos, donde esperaban presentar batalla a los partidarios de don
Alfonso Froilaz. Las huestes castellanas leales al nuevo rey se
vieron sorprendidas en medio de dos fuegos. La batalla fue breve.
Ante la superioridad del enemigo, las fuerzas castellanas que no
perecieron en los enfrentamientos pronto se disgregaron por las
amplias llanuras de la ribera del Duero. Don Alfonso Froilaz, al ver
el desastre que se avecinaba, decidió refugiarse en Asturias, donde
contaba con el mayor número de partidarios, y allí lo siguieron sus
hermanos don Ordoño y don Ramiro Froilaz.
Recuperado el trono, los hijos
de Ordoño II se reunieron en el palacio de su padre, en León, con
sus más fieles vasallos, para celebrar la victoria y repartirse el
reino. Sobre la mesa de discusión se hallaban todas las alternativas
posibles. Desde dividir el reino en tres, como había hecho su
abuelo, hasta dejarlo intacto bajo una sola corona para consolidar
así la ambiciosa obra soñada por el rey Magno.
—Yo opino que no se debe
dividir —objetó don Ramiro.
—Muy bien. No lo dividamos.
En ese caso, ¿quién será el rey? —preguntó don Sancho.
—¿Quién va a ser? Tú, que
eres el mayor —le contestó don Ramiro.
—Yo no estoy de acuerdo
—discrepó don Alfonso—. Si bien es cierto que la costumbre entre
nosotros va arraigando que el cetro pase de padres a hijos y que sea
el mayor el preferido, todavía no se ha consolidado. Creo que todos
tenemos derecho a una parte del reino. Máxime cuando los tres hemos
luchado por recuperarlo.
Los nobles y aristócratas
presentes también estaban divididos. Unos se inclinaban por la
unidad del reino, que de esta manera sería mucho más fuerte,
mientras que otros defendían que se dividiera entre los tres para
que así no hubiera disputas entre ellos. Después de varias horas de
negociación, decidieron repartírselo entre los dos mayores.
—Bien, si no hay otra
solución, yo me quedo con Galicia por serme la tierra más querida.
Desde este momento renuncio al reino de León y a todas sus pompas.
Me instalaré en Santiago de Compostela como capital de mi reino y no
quiero volver a oír hablar de León. Te dejo a ti, Alfonso, este
reino para que lo gobiernes como mejor te dé a entender Dios. Me
declaro subordinado tuyo con la condición de que me dejes vivir en
paz por el resto de mis días.
—Juro solemnemente que así
lo haré, querido hermano. Te agradezco tu magnanimidad, que hayas
renunciado a la parte más importante del reino en mi favor, a pesar
de que te corresponde a ti por derecho. Te prometo que te respetaré
siempre y que jamás romperé este pacto que acabamos de sellar entre
nosotros.
—Gracias, Alfonso. Y para
terminar, por lo mucho que estimo a Ramiro y por toda la ayuda que
siempre me ha prestado, le cedo la parte sur de mi reino donde sé
que es muy querido y honrado.
Así, pues, León le
correspondió a don Alfonso, don Sancho se quedó con Galicia y el
territorio portucalense de este reino, con Viseo como capital, pasó
a pertenecer a don Ramiro. Asturias, por su parte, continuó fiel a
don Alfonso Froilaz.
El
12 de febrero del año 926 León era una ciudad glacial. A primeras
horas de la mañana las calles permanecían completamente desiertas.
Una gruesa capa de hielo y nieve helada las cubría de principio a
fin. De los tejados de las mansiones pendían gruesos carámbanos de
hasta un metro de longitud. De las techumbres de las humildes moradas
pendían otros tantos, aunque de menor calibre y tamaño. Nadie osaba
asomarse al exterior de sus viviendas. Tan sólo una cuadrilla de
peones trabajaba sin cesar desde antes del alba armada de picos y
palas. Tenían que retirar la capa de hielo que cubría el recorrido
entre el palacio real y la catedral. A eso de las once de la mañana
daban por concluido el trabajo, que, a pesar del frío, les había
costado sudor y lágrimas. Poco después comenzaron a llegar a los
alrededores del templo los primeros leoneses que no querían perderse
el regio acontecimiento. Y es que a las doce del mediodía se iba a
celebrar en la catedral la coronación de don Alfonso Ordóñez como
nuevo rey de León. A pesar del frío intenso, cuando la comitiva
real se abría paso para llegar a las puertas de la catedral, la
gente se apiñaba dentro y fuera del templo.
Al acto de la coronación de
don Alfonso asistieron sus hermanos y casi toda la nobleza y
aristocracia del reino, si bien varios condes castellanos declinaron
su asistencia alegando las inclemencias del tiempo, lo mismo que
hicieron algunos de los asturianos. El acto fue concelebrado por
todos los obispos del reino, acto que presidió el obispo Rosendo de
Mondoñedo, primo materno del rey. A partir de aquel momento, el
nuevo rey reinaría con el título de Alfonso IV.
El reinado de Alfonso IV no se
caracterizó por grandes hechos históricos. Más aficionado a los
asuntos religiosos y de carácter más bien pacifista, dejó que los
musulmanes camparan a sus anchas por la Península durante su
reinado. El rey defraudó a propios y extraños, que esperaban mucho
más de él. Aquel espíritu combativo y aquel afán imperialista que
impregnó las batallas y logros de su padre y de su abuelo se
desvanecieron por completo en el ánimo del nuevo monarca. Él
prefería la paz y la tranquilidad de la corte a los peligros y
avatares del campo de batalla. Uno de los primeros actos de su
reinado fue reponer al obispo Frunimio en la sede episcopal de León.
Con sus hermanos mantuvo unas relaciones amistosas y pacíficas.
Tampoco tomó ninguna represalia contra su primo Alfonso Froilaz, que
siguió gobernando Asturias con el título de rey, a pesar de que
este territorio estaba totalmente incluido en el reino de León. Su
lema político podía reducirse a un dejar
hacer.
Durante los primeros meses del
año 929 falleció don Sancho Ordóñez, que, como hemos dicho,
reinaba en Galicia desde la derrota de su primo Alfonso Froilaz. Al
no dejar descendencia, el reino de Galicia se integró, de
iure, de nuevo en
el reino de León con el apoyo de algunos magnates gallegos,
principalmente el de su tío materno el conde don Gutierre Menéndez.
Sin embargo, de
facto, pasó a
depender de don Ramiro Ordóñez, que a la sazón gobernaba la región
portucalense, el cual se coronó como rey de Galicia en Zamora, donde
fijó su residencia. Como en el caso de Asturias, don Alfonso volvió
a dejar hacer su voluntad a su hermano don Rodrigo, sin intervenir en
absoluto en su libre decisión de adueñarse de todos los territorios
galaicos. De todas maneras, como don Ramiro siguió declarándose
subordinado de don Alfonso, éste volvía a reunir bajo su corona la
mayor parte de las tierras del antiguo reino asturleonés. A pesar
del enorme poder que concentraba bajo su cetro, Alfonso IV continuó
mostrándose lo mismo de remiso ante los grandes acontecimientos
históricos que se estaban produciendo en toda la Península Ibérica.
Era como si no fueran con él o como si la llama que había mantenido
encendido el espíritu de la Reconquista se hubiera extinguido
súbitamente. Abd al-Rahman III se autoproclamaba califa, título con
el que acrecentaba aún más su poder en todo el al-Ándalus, sin que
eso pareciera importar lo más mínimo al rey leonés, que seguía
encerrado en sus elucubraciones místico-religiosas. Sus actuaciones
como soberano se limitaban a hacer algunas donaciones a los obispos y
magnates que lo adulaban o a algún monasterio por el que sentía
alguna debilidad. Es el caso del litigio que resolvió entre el
monasterio de Ruiforco y las villas de Manzaneda y Garrafe de Torío.
El rey se desplazó con su corte hasta la primera de las villas donde
resolvió el litigio de sus límites a favor del monasterio, como
cabía suponer, pues, ¿qué podía temer de los habitantes de
aquellas dos insignificantes villas el soberano del mayor reino
cristiano de la Península, a la sazón, ni qué podía esperar de
ellas? Como siempre, prefería tener a su favor a los poderosos para
que no perturbaran su propia paz con intrigas e insidias antes que
impartir justicia. La injusticia en que podía incurrir con los
débiles no lo intranquilizaba en absoluto.
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