35
Hacía algo más de una semana
que el abad Genadio había dejado el monasterio de San Pedro de
Montes en manos del prior, fray Fortis, para retirarse a orar y hacer
penitencia en su cueva favorita situada en el Valle del Silencio. El
santo varón solía refugiarse en aquel recóndito lugar cada vez que
sentía la necesidad de aislarse por completo de este mundo para
ponerse en contacto directo con Dios. En el apacible silencio que lo
rodeaba se sentía trasladado a otra dimensión. En aquel paradisíaco
lugar sólo lo perturbaba el deleitoso canto de los pajarillos y el
suave susurro de las aguas del arroyo que por allí cerca se
deslizaba. Fray Genadio se abstraía entonces de este mundo para
vivir una comunión perfecta con su Creador.
Apenas había amanecido,
cuando se presentó ante la entrada de la gruta fray Amador. El abad
Genadio, postrado de bruces en el suelo, oraba al Señor. El hermano
Amador no se sentía con fuerzas para interrumpir el silencio que
reinaba en la cueva y el ensimismamiento que parecía tener
completamente abstraído al padre abad. Después de varios minutos de
espera, se atrevió a carraspear un poco para advertir su presencia
al absorto eremita. El abad Genadio se volvió sorprendido hacia la
entrada de la gruta.
—¿Ocurre algo grave, fray
Amador?
—No, padre abad.
—Entonces, ¿por qué osas
interrumpir mi oración tan temprano?
—Verá, padre abad. Acaba de
llegar al monasterio un mensajero de don Alfonso.
El abad se incorporó al oír
la noticia.
—¿Y qué noticias trae ese
mensajero?
—Padre abad, habéis sido
nombrado obispo de Astorga por su Majestad el rey.
—¿Que he sido nombrado
obispo de Astorga? Ya puedes regresar al monasterio y decirle a ese
mensajero que no pienso aceptar. Me encuentro muy bien aquí a solas
con el Señor. No necesito echar sobre mis espaldas una cruz tan
pesada como ésa.
—Pero, reverendísimo padre,
no podéis rehusar la merced que os hace el rey.
El abad permaneció unos
momentos dubitativo. Luego se dirigió de nuevo a fray Amador.
—Bueno, hermano. Vuelve al
monasterio y dile al emisario del rey que acepto el nombramiento,
pero que de momento no pienso moverme de esta cueva. Antes de
personarme en la diócesis de Astorga tengo que finalizar mi retiro,
que no ha hecho más que empezar. Iré cuando haya complacido
plenamente al Señor.
Dicho esto, el abad Genadio se
volvió a postrar en tierra para continuar con su oración como si
nada hubiera ocurrido. Fray Amador no supo qué decir y, para no
molestar a su superior, no tuvo más opción que regresar al
monasterio con la respuesta del padre abad.
Al cabo de mes y medio de los
hechos descritos, el abad Genadio decidió por fin personarse en la
diócesis de Astorga para hacerse cargo de la misma. Al acto de su
consagración asistió la familia real en pleno, media docena de
obispos, varios condes y un número indeterminado de miembros de la
aristocracia de todo el reino. Entre los asistentes no podía faltar
Munio Núñez, que aprovechó el encuentro para reavivar la llama de
la rebelión en el corazón de su yerno.
—Veo que aún no os habéis
decidido a dar el paso, querido yerno.
—Todavía no. La verdad es
que no encuentro el momento oportuno para hacerlo.
—Pues como sigáis así, no
lo vais a encontrar nunca —le contestó el conde con no muy buen
humor—. Los años pasan y el tiempo no espera.
—Lo sé, querido suegro,
pero tengo mis dudas. Además, mi hermano Ordoño no está de acuerdo
conmigo. No sé qué hacer.
—Si no está de acuerdo, hoy
es un buen día para que lo intentéis de nuevo. Aprovechad esta
oportunidad para convencerlo y ponerlo de vuestra parte. Ya sabéis
que podéis contar conmigo y con todas mis gentes.
El conde albergaba la
esperanza de poder erigirse como soberano de Castilla el día que su
yerno, don García, consiguiera coronarse como rey de León. Desde
antes de casar a su hija con el príncipe había cobijado en su mente
la idea de emanciparse de León cuando su futuro yerno llegase al
poder. Por eso desde el primer momento comenzó a urdir la idea de la
rebelión. No podía esperar a que el rey don Alfonso falleciera para
que su yerno se proclamara rey. Podría ser demasiado tarde para él.
La alternativa era precipitar los acontecimientos. Don García se
había prestado al juego de su suegro sin percatarse que lo estaba
utilizando como un títere en beneficio propio. Por su mente jamás
cruzó la sospecha de los fines arcanos y perversos que envenenaban
el alma de don Munio.
Cuando llegó la hora de la
despedida, don García pudo mantener un breve diálogo con su hermano
don Ordoño. Desde su visita a Galicia no se habían vuelto a ver.
—¿Has meditado bien lo que
te propuse, Ordoño?
—Lo he meditado y no acaba
de gustarme la idea. Si quieres hacer algo, lo vas a tener que
intentar tú solo. Fruela tampoco está dispuesto a apoyarte.
—Pues lo tendré que
intentar yo solo. ¡Qué le vamos a hacer! La verdad que esperaba
vuestra ayuda o por lo menos que no os opusierais a mis planes.
—En principio, no tenemos
intención de ayudarte, pero tampoco de oponernos a ti. Sencillamente
te dejamos con las manos libres para que hagas lo que quieras.
Nosotros nos mantendremos al margen.
—No es la respuesta que
hubiera deseado, pero tampoco está tan mal. A partir de ahora ya sé
que el asunto está en mis manos. En los próximos meses tendré que
tomar una decisión.
—Es todo lo que te puedo
prometer. No obstante, debes saber que nuestra madre tampoco se opone
a tus planes. Eso debería llenarte de satisfacción.
—Pues claro que me complace,
aunque hubiera preferido oírselo de sus propios labios. Bueno,
querido hermano, la decisión está tomada. No tardaréis en tener
noticias mías.
Los dos hermanos se fundieron
en un fuerte abrazo de despedida. Para don García se abría un nuevo
horizonte, pues acababa de despejar las dudas que tenía acerca de
sus hermanos.
Unos meses más tarde, don
Alfonso descubrió la conspiración de su primogénito, al que mandó
detener inmediatamente y encerrarlo entre rejas. Una fría mañana de
octubre se presentó ante las puertas del castillo de Gozón un
destacamento de soldados de la guardia real. Llovía a mares. En
medio del grupo un hombre aparecía esposado y desarmado. Se trataba
de don García. El capitán del destacamento llamó con fuertes
golpes a la puerta del castillo. No tardó en presentarse un
centinela. El capitán le hizo saber el motivo de su visita. Poco
después las puertas del castillo se abrían de par en par para dar
paso al ilustre prisionero y a su guardia. En el patio de armas y en
medio de un intenso aguacero el capitán de la guardia real hizo
entrega del prisionero al alcaide de la fortaleza.
—Alcaide, por orden de Su
Majestad el rey, os hago entrega de su hijo primogénito, don García,
que quedará bajo vuestra custodia y del que seréis responsable con
vuestra propia vida. Deberá permanecer encerrado en las mazmorras de
este castillo. Recibirá el mismo trato que cualquier otro
prisionero. Mientras el propio rey no lo ordene, no abandonará su
mazmorra ni recibirá visita alguna. ¿Juráis cumplirlo?
—Lo juro.
—Bien, pues en este momento
os hago entrega del prisionero y desde ahora mismo seréis
responsable de él.
El capitán saludó
militarmente al alcaide antes de abandonar el castillo. Tras ellos se
cerraron de nuevo las puertas de la fortaleza, mientras don García
era conducido a la mazmorra que constituiría su nuevo hogar durante
un tiempo. El régimen disciplinario al que fue sometido era, si
cabe, más duro que el de cualquier otro prisionero. Tan sólo
recibía dos visitas al día de su carcelero. Una por la mañana y
otra por la noche. El resto del día lo pasaba sumido en las lúgubres
sombras de las mazmorras ubicadas en la parte más profunda de la
torre del homenaje. Tras un portón de hierro con fuertes cerrojos y
candados sólo había un pequeño habitáculo de tres metros
cuadrados. La escasa claridad que recibía penetraba a través de un
pequeño tragaluz situado a unos cinco metros de altura. El aire era
húmedo y fétido. Sencillamente irrespirable. El príncipe no
disponía más que de un simple camastro donde poder tenderse o
sentarse para descansar. Sólo recibía dos sobrias y frugales
comidas al día suministradas por su carcelero.
Ya hacía más de un mes que
don García había sido encerrado en las mazmorras del castillo de
Gozón. Desde entonces no había hablado con nadie, ni siquiera con
su carcelero. Los días y las noches se le hacían eternos. Nunca
hubiera pensado que el tiempo se pudiera hacer tan largo, tan
tedioso, tan insoportable. Él, tan amigo de la libertad y de correr
por los campos abiertos, se encontraba allí encerrado entre aquellas
cuatro paredes como una alimaña, en un lugar tan pequeño y tan
lúgubre. Estaba a punto de enloquecer. A lo largo de aquel mes había
tenido tiempo para pensar en todo lo que había hecho en su vida.
Pero ya no le quedaba nada en qué pensar. Necesitaba salir de allí
y lo necesitaba cuanto antes. Si continuaba en aquel espantoso lugar
se volvería loco. Más de una vez había intentado hablar con el
carcelero, pero éste no desplegaba los labios. Se limitaba a cumplir
con sus obligaciones sin dirigirle una sola palabra. Aquello era
insoportable.
Un mes más tuvo que
transcurrir antes de que recibiera la primera visita. Fue la de don
Munio. Los cerrojos de la puerta de la mazmorra se descorrieron a una
hora inhabitual. Don García, que permanecía postrado en el
camastro, se puso en pie de un salto expectante y con la mirada fija
en la puerta. Cuando ésta se abrió, tras ella apareció la figura
borrosa de su suegro. Ambos se abrazaron estrechamente. El carcelero
cerró la puerta y se retiró para que pudieran hablar con entera
libertad.
—¿Por qué habéis tardado
tanto? Creí que iba a enloquecer.
—Podéis daros por
satisfecho que por fin haya podido visitaros. Vuestro padre ha
prohibido todo tipo de visitas y no hay forma de acercarse a vos.
¡Menos mal que después de muchos intentos he podido sobornar al
alcaide!
—Os agradezco de veras que
lo hayáis conseguido.
—Es lo menos que podía
hacer. Pero ¿cómo os tienen aquí? Esto es inhumano. Me quejaré
ante vuestro padre por el trato tan inhumano que os están dando.
—¿Y qué conseguiríais?
Que se ensañara más contra mí. Es mejor que no le digáis nada.
Los dos hombres se sentaron en
el destartalado camastro que crujió lastimeramente bajo su peso.
—García, vuestra madre,
vuestros hermanos y yo mismo estamos presionando a vuestro padre para
que os ponga en libertad. Se muestra bastante reacio a vuestra
liberación, pero hay momentos en los que flaquea. Creo que, si
insistimos en el acoso, lograremos que al final os libere.
—Dudo que lo consigáis. Mi
padre es muy testarudo y contumaz.
—Ya sé que lo es, pero los
años no pasan en balde y vuestro padre se está haciendo mayor.
Además, me da la impresión que vuestro encierro le está afectando
más de lo que él quisiera. Su ajamiento va en aumento de día en
día.
—Supongo que no irá tan de
prisa como el mío. Aquí encerrado, sin poder respirar el aire puro,
sin ver la luz del sol, hasta los muros más sólidos se
resquebrajan. Pero, bueno, tendré que tener paciencia.
—No os preocupéis, querido
yerno. No tardaremos en lograr vuestra libertad y no sólo eso, pues
nos proponemos que con ella vuestro padre os entregue el reino.
—¿Estáis seguro de lo que
decís, Munio?
—Claro que lo estoy.
Don García apoyó los codos
en sus rodillas y la cabeza entre sus manos tratando de poner orden
en sus ideas.
—¿Me entregaría el reino
entero?
—Eso me parece que no va a
poder ser. Vuestros hermanos ponen como condición ser reyes de los
territorios que gobiernan. Vos os quedaríais con León y el condado
de Castilla.
—Me lo temía. Bueno, vale
más eso que nada.
—Por supuesto. A vuestro
padre no le satisface la idea de fraccionar el reino. Todos sabemos
que siempre ha luchado por mantenerlo unido y engrandecerlo cada día
más. Supongo que la idea de dividirlo entre los tres lo desasosiega
y tal vez sea por eso por lo que todavía no ha tomado una decisión,
pero vuestros hermanos no ceden. La condición que han puesto para
vuestra liberación es ésa precisamente. Si la aceptáis seguirán
adelante y vuestra liberación será inmediata.
—Ya me lo suponía. Ordoño
siempre ha tenido gran ambición de poder. Por otra parte, los planes
de mi padre me imagino que iban en ese sentido. Conmigo fuera de
combate, ya no tenía obstáculo alguno para entregar todo su reino a
su hijo predilecto. Ahora sus planes se han truncado y me imagino las
elucubraciones por las que estará pasando. Tanto luchar durante toda
su vida por la unidad del reino y por la unidad de España, ¿para
qué? ¿Para que al final de su vida tenga que dividir lo que ha
conseguido entre sus tres hijos mayores? Para eso no hacía falta
haber corrido tanto.
—Son los designios del
Señor, García. Si adivináramos el futuro, puede que no hiciéramos
muchas de las cosas que hacemos.
—En eso tenéis razón.
Bueno, querido suegro. Podéis decirles a mi madre y a mis hermanos
que acepto las condiciones que me han puesto. No tengo ninguna otra
alternativa para salir de aquí y recuperar parte de lo que me
corresponde.
—A decir verdad, no. Es lo
más sensato que podéis hacer. Si no queréis más de mí, os dejo
para regresar con vuestras nuevas al lado de los que trabajan por
liberaros. Os prometo que no tardaréis en tener noticias nuestras.
—Gracias, querido suegro.
Los dos hombres se pusieron en
pie mientras se fundían en un fuerte abrazo. Poco después don Munio
abandonaba la mazmorra de su yerno. Éste permaneció de pie frente a
la puerta largo rato sumido en una especie de letargo. No sabía si
había sido un sueño o realidad lo que le acababa de suceder. Tantos
días encerrado en aquel antro le habían hecho perder la noción del
tiempo y habían distorsionado en él la visión de la realidad.
Suplicaba a Dios que no hubiera sido un sueño.
Doña
Jimena se había personado en el despacho del rey muy de mañana.
Entró sin hacerse anunciar. Su semblante no reflejaba muy buen
humor.
—¿A qué debo esta visita
tan matutina, Señora?
—Sabéis muy bien a qué he
venido.
—Si no os explicáis, no
podré saberlo.
—No me vengáis con sorna,
Señor, que no estoy de humor para ello.
—Explicaos, pues.
—¿A qué esperáis para
poner en libertad a nuestro hijo?
El rey puso los ojos en blanco
mientras tamborileaba con sus dedos sobre la mesa.
—¿Así que… era eso por
lo que estáis enojada?
—¿Y por qué va a ser, si
no? ¿Creéis que puedo estar contenta sabiendo que nuestro hijo se
está pudriendo encerrado en una mazmorra inhumana como si fuera una
alimaña?
—Él se lo ha buscado. Si no
hubiera conspirado contra mí, podría estar ahora mismo en su
palacio de Zamora muy ricamente. ¿Quién le mandó meterse donde no
debía?
—Señor, de sobra sabéis
que no os queda mucho tiempo de vida y que nuestro hijo tan sólo
trataba de liberaros de la pesada carga que lleváis sobre vuestros
hombros.
El rey se removió en su
asiento.
—¡Vaya! Ahora resulta que
lo ha hecho por mi bien. ¡Lo que hay que oír!
—¿Por qué si no, Señor?
Miraos al espejo. No sois ya más que un viejo decrépito, que lo
único que deberíais hacer es retiraros a descansar los pocos días
que os restan de vida.
—¿Me estáis insultando?
—No os insulto. Os digo la
verdad.
—¿Creéis que no soy más
que un viejo decrépito? Pues os demostraré lo contrario. Aún me
queda suficiente energía en el cuerpo como para combatir contra los
sarracenos.
—No digáis insensateces,
Señor. Dejaos de locuras y repartid vuestro reino entre vuestros
hijos.
—¿Que divida mi reino?
—gritó el rey encolerizado—. Ni lo soñéis, Señora. ¡Hasta
ahí podía llegar! Me he pasado toda la vida luchando no sólo para
agrandar y expandir el reino, sino para unificar España entera bajo
su corona y ahora me pedís que lo divida entre nuestros hijos ¡Ni
hablar! El reino continuará unido bajo una sola corona. No hay más
que decir.
—Pues nuestros hijos no
piensan lo mismo. Están dispuestos a obligaros que aceptéis sus
condiciones.
—¿Que nuestros hijos están
dispuestos a imponerme condiciones? ¿Ordoño también?
—Ordoño también, esposo
mío. Todos ellos junto con el conde don Munio Núñez os exigen que
pongáis en libertad a nuestro hijo García y que dividáis el reino
entre los tres mayores.
—¿Y Vos también, Señora?
La reina guardó unos
instantes de silencio antes de contestar.
—Yo también, Señor.
—O sea, que os habéis
confabulado todos contra mí, ¿no?
—Señor, no lo toméis así.
Lo que queremos es que descanséis de vuestra pesada carga y
disfrutéis lo poco que os queda de vida. Quitaos la venda que tenéis
delante de los ojos y aceptad la realidad tal como es.
—Muy amables por vuestra
parte. Pues no os vais a salir con vuestro propósito. No voy a tirar
por la borda en mis últimos días todo aquello por lo que he luchado
durante toda mi vida. He engrandecido nuestro reino hasta límites
insospechados. He ampliado sus fronteras por el sur, por el este y
por el oeste. He repoblado los nuevos territorios con gentes de
nuestro reino y con muchas otras provenientes del emirato cordobés.
Los he dotado con iglesias y monasterios para que se cohesionen entre
ellos. Y lo más importante, he creado la idea imperial de nuestro
reino. No voy a consentir ahora que este reino que he tratado de
unificar y engrandecer se fraccione y se haga añicos. Mi reino ha de
seguir unido y cada día se ha de expandir más por los territorios
de este país. Yo lo he convertido en el adalid de todos los reinos
cristianos peninsulares y así ha de seguir siendo. Él es el único
que podrá ostentar el privilegio de representar a España entera,
como ya reza el encabezamiento de todos los títulos y documentos que
extiendo. Nada ni nadie vendrá a romper lo que yo he conseguido.
—Así, pues, no pensáis
ceder, ¿no es eso?
—No, Señora. No pienso
ceder. Si lo hiciera, carecería de sentido toda mi vida.
—Entonces, no tengo nada más
que hablar con Vos. ¡Que paséis un buen día!
—Lo mismo os deseo a Vos,
Señora.
La reina abandonó malhumorada
la estancia real. Se encerró en sus dependencias y ordenó que no la
molestara nadie. No estaba de humor para hablar ni siquiera con su
más íntima confidente. Había albergado en su corazón la esperanza
de convencer al rey. Se había forjado la idea de que cedería ante
sus explicaciones y súplicas. Pero no había sido así. Todos sus
esfuerzos habían sido inútiles. Había fracasado en el intento de
apoyar la conspiración de sus hijos. Por eso necesitaba estar a
solas en su alcoba para reencontrarse consigo misma y poner orden en
su mente. Su esposo era un testarudo contumaz que tan sólo por la
fuerza le harían cambiar.
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