jueves, 9 de mayo de 2019

LOS AVATARES DE UN REINO. 1ª. PARTE. Capítulo 35



35


Hacía algo más de una semana que el abad Genadio había dejado el monasterio de San Pedro de Montes en manos del prior, fray Fortis, para retirarse a orar y hacer penitencia en su cueva favorita situada en el Valle del Silencio. El santo varón solía refugiarse en aquel recóndito lugar cada vez que sentía la necesidad de aislarse por completo de este mundo para ponerse en contacto directo con Dios. En el apacible silencio que lo rodeaba se sentía trasladado a otra dimensión. En aquel paradisíaco lugar sólo lo perturbaba el deleitoso canto de los pajarillos y el suave susurro de las aguas del arroyo que por allí cerca se deslizaba. Fray Genadio se abstraía entonces de este mundo para vivir una comunión perfecta con su Creador.
Apenas había amanecido, cuando se presentó ante la entrada de la gruta fray Amador. El abad Genadio, postrado de bruces en el suelo, oraba al Señor. El hermano Amador no se sentía con fuerzas para interrumpir el silencio que reinaba en la cueva y el ensimismamiento que parecía tener completamente abstraído al padre abad. Después de varios minutos de espera, se atrevió a carraspear un poco para advertir su presencia al absorto eremita. El abad Genadio se volvió sorprendido hacia la entrada de la gruta.
¿Ocurre algo grave, fray Amador?
No, padre abad.
Entonces, ¿por qué osas interrumpir mi oración tan temprano?
Verá, padre abad. Acaba de llegar al monasterio un mensajero de don Alfonso.
El abad se incorporó al oír la noticia.
¿Y qué noticias trae ese mensajero?
Padre abad, habéis sido nombrado obispo de Astorga por su Majestad el rey.
¿Que he sido nombrado obispo de Astorga? Ya puedes regresar al monasterio y decirle a ese mensajero que no pienso aceptar. Me encuentro muy bien aquí a solas con el Señor. No necesito echar sobre mis espaldas una cruz tan pesada como ésa.
Pero, reverendísimo padre, no podéis rehusar la merced que os hace el rey.
El abad permaneció unos momentos dubitativo. Luego se dirigió de nuevo a fray Amador.
Bueno, hermano. Vuelve al monasterio y dile al emisario del rey que acepto el nombramiento, pero que de momento no pienso moverme de esta cueva. Antes de personarme en la diócesis de Astorga tengo que finalizar mi retiro, que no ha hecho más que empezar. Iré cuando haya complacido plenamente al Señor.
Dicho esto, el abad Genadio se volvió a postrar en tierra para continuar con su oración como si nada hubiera ocurrido. Fray Amador no supo qué decir y, para no molestar a su superior, no tuvo más opción que regresar al monasterio con la respuesta del padre abad.
Al cabo de mes y medio de los hechos descritos, el abad Genadio decidió por fin personarse en la diócesis de Astorga para hacerse cargo de la misma. Al acto de su consagración asistió la familia real en pleno, media docena de obispos, varios condes y un número indeterminado de miembros de la aristocracia de todo el reino. Entre los asistentes no podía faltar Munio Núñez, que aprovechó el encuentro para reavivar la llama de la rebelión en el corazón de su yerno.
Veo que aún no os habéis decidido a dar el paso, querido yerno.
Todavía no. La verdad es que no encuentro el momento oportuno para hacerlo.
Pues como sigáis así, no lo vais a encontrar nunca —le contestó el conde con no muy buen humor—. Los años pasan y el tiempo no espera.
Lo sé, querido suegro, pero tengo mis dudas. Además, mi hermano Ordoño no está de acuerdo conmigo. No sé qué hacer.
Si no está de acuerdo, hoy es un buen día para que lo intentéis de nuevo. Aprovechad esta oportunidad para convencerlo y ponerlo de vuestra parte. Ya sabéis que podéis contar conmigo y con todas mis gentes.
El conde albergaba la esperanza de poder erigirse como soberano de Castilla el día que su yerno, don García, consiguiera coronarse como rey de León. Desde antes de casar a su hija con el príncipe había cobijado en su mente la idea de emanciparse de León cuando su futuro yerno llegase al poder. Por eso desde el primer momento comenzó a urdir la idea de la rebelión. No podía esperar a que el rey don Alfonso falleciera para que su yerno se proclamara rey. Podría ser demasiado tarde para él. La alternativa era precipitar los acontecimientos. Don García se había prestado al juego de su suegro sin percatarse que lo estaba utilizando como un títere en beneficio propio. Por su mente jamás cruzó la sospecha de los fines arcanos y perversos que envenenaban el alma de don Munio.
Cuando llegó la hora de la despedida, don García pudo mantener un breve diálogo con su hermano don Ordoño. Desde su visita a Galicia no se habían vuelto a ver.
¿Has meditado bien lo que te propuse, Ordoño?
Lo he meditado y no acaba de gustarme la idea. Si quieres hacer algo, lo vas a tener que intentar tú solo. Fruela tampoco está dispuesto a apoyarte.
Pues lo tendré que intentar yo solo. ¡Qué le vamos a hacer! La verdad que esperaba vuestra ayuda o por lo menos que no os opusierais a mis planes.
En principio, no tenemos intención de ayudarte, pero tampoco de oponernos a ti. Sencillamente te dejamos con las manos libres para que hagas lo que quieras. Nosotros nos mantendremos al margen.
No es la respuesta que hubiera deseado, pero tampoco está tan mal. A partir de ahora ya sé que el asunto está en mis manos. En los próximos meses tendré que tomar una decisión.
Es todo lo que te puedo prometer. No obstante, debes saber que nuestra madre tampoco se opone a tus planes. Eso debería llenarte de satisfacción.
Pues claro que me complace, aunque hubiera preferido oírselo de sus propios labios. Bueno, querido hermano, la decisión está tomada. No tardaréis en tener noticias mías.
Los dos hermanos se fundieron en un fuerte abrazo de despedida. Para don García se abría un nuevo horizonte, pues acababa de despejar las dudas que tenía acerca de sus hermanos.

Unos meses más tarde, don Alfonso descubrió la conspiración de su primogénito, al que mandó detener inmediatamente y encerrarlo entre rejas. Una fría mañana de octubre se presentó ante las puertas del castillo de Gozón un destacamento de soldados de la guardia real. Llovía a mares. En medio del grupo un hombre aparecía esposado y desarmado. Se trataba de don García. El capitán del destacamento llamó con fuertes golpes a la puerta del castillo. No tardó en presentarse un centinela. El capitán le hizo saber el motivo de su visita. Poco después las puertas del castillo se abrían de par en par para dar paso al ilustre prisionero y a su guardia. En el patio de armas y en medio de un intenso aguacero el capitán de la guardia real hizo entrega del prisionero al alcaide de la fortaleza.
Alcaide, por orden de Su Majestad el rey, os hago entrega de su hijo primogénito, don García, que quedará bajo vuestra custodia y del que seréis responsable con vuestra propia vida. Deberá permanecer encerrado en las mazmorras de este castillo. Recibirá el mismo trato que cualquier otro prisionero. Mientras el propio rey no lo ordene, no abandonará su mazmorra ni recibirá visita alguna. ¿Juráis cumplirlo?
Lo juro.
Bien, pues en este momento os hago entrega del prisionero y desde ahora mismo seréis responsable de él.
El capitán saludó militarmente al alcaide antes de abandonar el castillo. Tras ellos se cerraron de nuevo las puertas de la fortaleza, mientras don García era conducido a la mazmorra que constituiría su nuevo hogar durante un tiempo. El régimen disciplinario al que fue sometido era, si cabe, más duro que el de cualquier otro prisionero. Tan sólo recibía dos visitas al día de su carcelero. Una por la mañana y otra por la noche. El resto del día lo pasaba sumido en las lúgubres sombras de las mazmorras ubicadas en la parte más profunda de la torre del homenaje. Tras un portón de hierro con fuertes cerrojos y candados sólo había un pequeño habitáculo de tres metros cuadrados. La escasa claridad que recibía penetraba a través de un pequeño tragaluz situado a unos cinco metros de altura. El aire era húmedo y fétido. Sencillamente irrespirable. El príncipe no disponía más que de un simple camastro donde poder tenderse o sentarse para descansar. Sólo recibía dos sobrias y frugales comidas al día suministradas por su carcelero.
Ya hacía más de un mes que don García había sido encerrado en las mazmorras del castillo de Gozón. Desde entonces no había hablado con nadie, ni siquiera con su carcelero. Los días y las noches se le hacían eternos. Nunca hubiera pensado que el tiempo se pudiera hacer tan largo, tan tedioso, tan insoportable. Él, tan amigo de la libertad y de correr por los campos abiertos, se encontraba allí encerrado entre aquellas cuatro paredes como una alimaña, en un lugar tan pequeño y tan lúgubre. Estaba a punto de enloquecer. A lo largo de aquel mes había tenido tiempo para pensar en todo lo que había hecho en su vida. Pero ya no le quedaba nada en qué pensar. Necesitaba salir de allí y lo necesitaba cuanto antes. Si continuaba en aquel espantoso lugar se volvería loco. Más de una vez había intentado hablar con el carcelero, pero éste no desplegaba los labios. Se limitaba a cumplir con sus obligaciones sin dirigirle una sola palabra. Aquello era insoportable.
Un mes más tuvo que transcurrir antes de que recibiera la primera visita. Fue la de don Munio. Los cerrojos de la puerta de la mazmorra se descorrieron a una hora inhabitual. Don García, que permanecía postrado en el camastro, se puso en pie de un salto expectante y con la mirada fija en la puerta. Cuando ésta se abrió, tras ella apareció la figura borrosa de su suegro. Ambos se abrazaron estrechamente. El carcelero cerró la puerta y se retiró para que pudieran hablar con entera libertad.
¿Por qué habéis tardado tanto? Creí que iba a enloquecer.
Podéis daros por satisfecho que por fin haya podido visitaros. Vuestro padre ha prohibido todo tipo de visitas y no hay forma de acercarse a vos. ¡Menos mal que después de muchos intentos he podido sobornar al alcaide!
Os agradezco de veras que lo hayáis conseguido.
Es lo menos que podía hacer. Pero ¿cómo os tienen aquí? Esto es inhumano. Me quejaré ante vuestro padre por el trato tan inhumano que os están dando.
¿Y qué conseguiríais? Que se ensañara más contra mí. Es mejor que no le digáis nada.
Los dos hombres se sentaron en el destartalado camastro que crujió lastimeramente bajo su peso.
García, vuestra madre, vuestros hermanos y yo mismo estamos presionando a vuestro padre para que os ponga en libertad. Se muestra bastante reacio a vuestra liberación, pero hay momentos en los que flaquea. Creo que, si insistimos en el acoso, lograremos que al final os libere.
Dudo que lo consigáis. Mi padre es muy testarudo y contumaz.
Ya sé que lo es, pero los años no pasan en balde y vuestro padre se está haciendo mayor. Además, me da la impresión que vuestro encierro le está afectando más de lo que él quisiera. Su ajamiento va en aumento de día en día.
Supongo que no irá tan de prisa como el mío. Aquí encerrado, sin poder respirar el aire puro, sin ver la luz del sol, hasta los muros más sólidos se resquebrajan. Pero, bueno, tendré que tener paciencia.
No os preocupéis, querido yerno. No tardaremos en lograr vuestra libertad y no sólo eso, pues nos proponemos que con ella vuestro padre os entregue el reino.
¿Estáis seguro de lo que decís, Munio?
Claro que lo estoy.
Don García apoyó los codos en sus rodillas y la cabeza entre sus manos tratando de poner orden en sus ideas.
¿Me entregaría el reino entero?
Eso me parece que no va a poder ser. Vuestros hermanos ponen como condición ser reyes de los territorios que gobiernan. Vos os quedaríais con León y el condado de Castilla.
Me lo temía. Bueno, vale más eso que nada.
Por supuesto. A vuestro padre no le satisface la idea de fraccionar el reino. Todos sabemos que siempre ha luchado por mantenerlo unido y engrandecerlo cada día más. Supongo que la idea de dividirlo entre los tres lo desasosiega y tal vez sea por eso por lo que todavía no ha tomado una decisión, pero vuestros hermanos no ceden. La condición que han puesto para vuestra liberación es ésa precisamente. Si la aceptáis seguirán adelante y vuestra liberación será inmediata.
Ya me lo suponía. Ordoño siempre ha tenido gran ambición de poder. Por otra parte, los planes de mi padre me imagino que iban en ese sentido. Conmigo fuera de combate, ya no tenía obstáculo alguno para entregar todo su reino a su hijo predilecto. Ahora sus planes se han truncado y me imagino las elucubraciones por las que estará pasando. Tanto luchar durante toda su vida por la unidad del reino y por la unidad de España, ¿para qué? ¿Para que al final de su vida tenga que dividir lo que ha conseguido entre sus tres hijos mayores? Para eso no hacía falta haber corrido tanto.
Son los designios del Señor, García. Si adivináramos el futuro, puede que no hiciéramos muchas de las cosas que hacemos.
En eso tenéis razón. Bueno, querido suegro. Podéis decirles a mi madre y a mis hermanos que acepto las condiciones que me han puesto. No tengo ninguna otra alternativa para salir de aquí y recuperar parte de lo que me corresponde.
A decir verdad, no. Es lo más sensato que podéis hacer. Si no queréis más de mí, os dejo para regresar con vuestras nuevas al lado de los que trabajan por liberaros. Os prometo que no tardaréis en tener noticias nuestras.
Gracias, querido suegro.
Los dos hombres se pusieron en pie mientras se fundían en un fuerte abrazo. Poco después don Munio abandonaba la mazmorra de su yerno. Éste permaneció de pie frente a la puerta largo rato sumido en una especie de letargo. No sabía si había sido un sueño o realidad lo que le acababa de suceder. Tantos días encerrado en aquel antro le habían hecho perder la noción del tiempo y habían distorsionado en él la visión de la realidad. Suplicaba a Dios que no hubiera sido un sueño.

Doña Jimena se había personado en el despacho del rey muy de mañana. Entró sin hacerse anunciar. Su semblante no reflejaba muy buen humor.
¿A qué debo esta visita tan matutina, Señora?
Sabéis muy bien a qué he venido.
Si no os explicáis, no podré saberlo.
No me vengáis con sorna, Señor, que no estoy de humor para ello.
Explicaos, pues.
¿A qué esperáis para poner en libertad a nuestro hijo?
El rey puso los ojos en blanco mientras tamborileaba con sus dedos sobre la mesa.
¿Así que… era eso por lo que estáis enojada?
¿Y por qué va a ser, si no? ¿Creéis que puedo estar contenta sabiendo que nuestro hijo se está pudriendo encerrado en una mazmorra inhumana como si fuera una alimaña?
Él se lo ha buscado. Si no hubiera conspirado contra mí, podría estar ahora mismo en su palacio de Zamora muy ricamente. ¿Quién le mandó meterse donde no debía?
Señor, de sobra sabéis que no os queda mucho tiempo de vida y que nuestro hijo tan sólo trataba de liberaros de la pesada carga que lleváis sobre vuestros hombros.
El rey se removió en su asiento.
¡Vaya! Ahora resulta que lo ha hecho por mi bien. ¡Lo que hay que oír!
¿Por qué si no, Señor? Miraos al espejo. No sois ya más que un viejo decrépito, que lo único que deberíais hacer es retiraros a descansar los pocos días que os restan de vida.
¿Me estáis insultando?
No os insulto. Os digo la verdad.
¿Creéis que no soy más que un viejo decrépito? Pues os demostraré lo contrario. Aún me queda suficiente energía en el cuerpo como para combatir contra los sarracenos.
No digáis insensateces, Señor. Dejaos de locuras y repartid vuestro reino entre vuestros hijos.
¿Que divida mi reino? —gritó el rey encolerizado—. Ni lo soñéis, Señora. ¡Hasta ahí podía llegar! Me he pasado toda la vida luchando no sólo para agrandar y expandir el reino, sino para unificar España entera bajo su corona y ahora me pedís que lo divida entre nuestros hijos ¡Ni hablar! El reino continuará unido bajo una sola corona. No hay más que decir.
Pues nuestros hijos no piensan lo mismo. Están dispuestos a obligaros que aceptéis sus condiciones.
¿Que nuestros hijos están dispuestos a imponerme condiciones? ¿Ordoño también?
Ordoño también, esposo mío. Todos ellos junto con el conde don Munio Núñez os exigen que pongáis en libertad a nuestro hijo García y que dividáis el reino entre los tres mayores.
¿Y Vos también, Señora?
La reina guardó unos instantes de silencio antes de contestar.
Yo también, Señor.
O sea, que os habéis confabulado todos contra mí, ¿no?
Señor, no lo toméis así. Lo que queremos es que descanséis de vuestra pesada carga y disfrutéis lo poco que os queda de vida. Quitaos la venda que tenéis delante de los ojos y aceptad la realidad tal como es.
Muy amables por vuestra parte. Pues no os vais a salir con vuestro propósito. No voy a tirar por la borda en mis últimos días todo aquello por lo que he luchado durante toda mi vida. He engrandecido nuestro reino hasta límites insospechados. He ampliado sus fronteras por el sur, por el este y por el oeste. He repoblado los nuevos territorios con gentes de nuestro reino y con muchas otras provenientes del emirato cordobés. Los he dotado con iglesias y monasterios para que se cohesionen entre ellos. Y lo más importante, he creado la idea imperial de nuestro reino. No voy a consentir ahora que este reino que he tratado de unificar y engrandecer se fraccione y se haga añicos. Mi reino ha de seguir unido y cada día se ha de expandir más por los territorios de este país. Yo lo he convertido en el adalid de todos los reinos cristianos peninsulares y así ha de seguir siendo. Él es el único que podrá ostentar el privilegio de representar a España entera, como ya reza el encabezamiento de todos los títulos y documentos que extiendo. Nada ni nadie vendrá a romper lo que yo he conseguido.
Así, pues, no pensáis ceder, ¿no es eso?
No, Señora. No pienso ceder. Si lo hiciera, carecería de sentido toda mi vida.
Entonces, no tengo nada más que hablar con Vos. ¡Que paséis un buen día!
Lo mismo os deseo a Vos, Señora.
La reina abandonó malhumorada la estancia real. Se encerró en sus dependencias y ordenó que no la molestara nadie. No estaba de humor para hablar ni siquiera con su más íntima confidente. Había albergado en su corazón la esperanza de convencer al rey. Se había forjado la idea de que cedería ante sus explicaciones y súplicas. Pero no había sido así. Todos sus esfuerzos habían sido inútiles. Había fracasado en el intento de apoyar la conspiración de sus hijos. Por eso necesitaba estar a solas en su alcoba para reencontrarse consigo misma y poner orden en su mente. Su esposo era un testarudo contumaz que tan sólo por la fuerza le harían cambiar.

No hay comentarios:

Publicar un comentario