domingo, 5 de mayo de 2019

LOS AVATARES DE UN REINO. 1ª. PARTE. Capítulo 1




1


Un atardecer de finales de mayo las nubes se habían roto y por entre los pequeños claros se filtraban los suaves rayos de un sol vespertino a punto de ocultarse entre las montañas. El ayo ayudaba al caballero a apearse de su cabalgadura, mientras el palafrenero tomaba ésta por el ronzal para llevarla a la caballeriza. El resto de acompañantes seguía los pasos de su señor y descabalgaban también de sus monturas.
—¿Todo bien, Pedro?
—Sí, Alteza. Todo está en orden.
—Bien, pues disponlo todo para la cena, que venimos con bastante apetito.
—Ya está todo preparado, Alteza.
En aquel preciso instante apareció en lontananza la figura de un jinete que cabalgaba velozmente en dirección al palacio. Los presentes contemplaban con atención y curiosidad su veloz carrera. Cuando ya estaba bastante cerca, alguien insinuó que podía tratarse de un mensajero. Poco después se confirmaron sus vaticinios. El jinete llegó sudoroso a las puertas del palacio y descabalgando de su montura de un salto se postró de hinojos ante el señor de la mansión.
—Alteza, su padre, el rey don Ordoño y señor nuestro, ha fallecido.
El caballero se sobresaltó al oír la inesperada noticia.
—¿Cuándo ha ocurrido eso?
—Hace escasos tres días, Alteza. En cuanto se confirmó su muerte, partí para traerle la noticia.
—¿Se ha difundido ya la nueva?
—Por mi parte no, Alteza. Pero las noticias corren como el viento y a estas horas ya lo sabrán en buena parte del reino.
—No hay tiempo que perder —comentó el caballero—. Tengo que ser coronado en la basílica de Santiago lo antes posible. De momento, celebraremos mi proclamación como rey de Asturias. Pedro, en tus manos dejo la organización del acto. Espero que esté todo conforme.
—Sí, Alteza.
El séquito de don Alfonso, que éste era el nombre del caballero, lo acompañó al interior del palacio para darle el pésame por la muerte de su padre y felicitarlo al mismo tiempo por su inmediata coronación. En aquel reducido grupo se hallaban presentes sus más fieles seguidores.
Durante la cena el príncipe permaneció taciturno. La inesperada muerte de su padre lo cogió por sorpresa. Si bien conocía que su progenitor no gozaba de buena salud, no esperaba que el desenlace fatal se produjera tan pronto. La muerte se lo había llevado en lo mejor de la vida.
—Debéis comer, Alteza.
—No puedo. De repente se me ha ido el apetito. Cenad vosotros, yo prefiero retirarme a mis aposentos.
Todos los presentes se inclinaron ante el príncipe mientras éste abandonaba la estancia acompañado por su ayo. Poco después también la abandonaron ellos en señal de respeto por el duelo de su señor. La feliz jornada terminó inmersa en un mar de tristeza por tan aciaga y súbita nueva.
Durante los siguientes días no hubo reposo en palacio. Toda la servidumbre se desvivía para que no faltara un solo detalle en los faustos que iban a tener lugar próximamente. La coronación de don Alfonso se celebraría en la basílica de Santiago de Compostela el veinticinco de julio que era su festividad. Al acto asistirían todas las gentes del lugar y de la comarca. También estarían presentes la mayor parte de los nobles de Galicia, de quienes don Alfonso era su señor natural. Todo hacía así preverlo, pues Alfonso era el primogénito del rey de Asturias, Ordoño I, y, por lo tanto, el heredero directo de su corona.
La fiesta de la proclamación de don Alfonso como rey de Asturias se prolongó por espacio de una semana acompañada de grandes festines. El vino, los licores y las viandas abundaban por doquier. Los nobles gallegos se hallaban ahítos de tanta abundancia y de tanto placer. El nuevo rey quería ganárselos a todos para su bando, por lo que no escatimaba en dispendios para tenerlos contentos. Eran tiempos azarosos y el sistema hereditario de la corona real aún no se había consolidado. Cuantos más adeptos tuviera de la clase noble, mejor.
El último día de los faustos por la proclamación del nuevo rey se hallaba reunida en el comedor del palacio de don Alfonso casi toda la aristocracia gallega. Después de un opíparo banquete, el nuevo rey alzó su copa y brindó por los allí reunidos, por su prosperidad y por el acrecentamiento de sus feudos. Todos levantaron sus copas para brindar al unísono con el rey. Después éste tomó la palabra.
—En este solemne momento os prometo que a todos aquellos que me seáis fieles os conservaré vuestros privilegios y acrecentaré vuestros feudos con las nuevas conquistas que hagamos. Aunque pronto llevaré sobre mi cabeza la corona del reino de Asturias, no olvidaré los años que he pasado junto a todos vosotros y los servicios que me habéis prestado. Os llevaré siempre en mi corazón y sabré recompensar con largueza vuestra fidelidad y vuestra colaboración.
Un murmullo general de aprobación recorrió todas las mesas del gran salón.
—Como signo de mi buena voluntad, te prometo a ti, Ataúlfo, que erigiré y agrandaré la basílica de Santiago. Todos los presentes sois testigos de mi promesa.
El aludido, obispo de Iria-Santiago, hizo una profunda reverencia al rey en señal de agradecimiento. Por su parte, el joven monarca con este gesto sentaba el precedente de lo que sería una constante en todo su reinado: su obsesión por la arquitectura en general y por la eclesiástica en particular.
—Somos conscientes que la actual iglesia se queda pequeña para albergar a tantos peregrinos como vienen a Compostela. Cada año pasan por aquí miles de penitentes para honrar las reliquias de nuestro señor Santiago. Por eso debemos ampliar la basílica para que esté a la altura de las circunstancias. Santiago debe ser para la cristiandad como una segunda Roma y su basílica ha de responder a ese reto.
Todos los presentes aplaudieron las palabras del rey. Ataúlfo, por su parte, no sabía cómo dar las gracias al joven monarca por la promesa que le acababa de hacer. Se sentía como transportado por una nube. Aunque cada año aumentaban los peregrinos que acudían a Compostela, nunca se hubiera imaginado que el rey se preocuparía por agrandar y embellecer la vieja basílica de la ciudad. Esperaba que el Todopoderoso le concediera los años suficientes para ver, al menos, comenzado el nuevo templo.
Algunos de los nobles allí presentes aprovecharon la ocasión para elevar al nuevo monarca sus peticiones. El rey los escuchó a todos, pero en aquel momento no prometió nada a nadie. Les dio la esperanza de que sus demandas serían atendidas en el momento oportuno. El nuevo rey se disponía a despedirse de todos los asistentes y a dar por finalizados los actos de la proclamación, cuando un jinete sudoroso y polvoriento entró precipitadamente en la estancia haciendo caso omiso de las advertencias de los centinelas. Don Alfonso le dio permiso para que avanzara hasta donde él se hallaba y le explicara los motivos de su atrevimiento.
—Señor, —le dijo el recién llegado postrado de hinojos ante él—, Fruela Bermúdez lo ha depuesto y se ha proclamado rey de Asturias. En estos momentos se está celebrando su coronación en Oviedo. Pronto enviará sus tropas para detener a Vuestra Majestad.
—¿Quién eres tú y quién te ha dado esa información? —inquirió don Alfonso visiblemente alterado.
—Mi identidad poco importa ahora. La información no me la ha dado nadie. Yo mismo he visto con mis propios ojos la coronación de Fruela Bermúdez y he escuchado el discurso que pronunció después de haber sido coronado. Prometió que no dejaría vivo a ninguno de los hijos del rey fallecido, empezando por Vuestra Majestad, que, por cierto, no os reconoce como rey. Yo, por haber servido muchos años a vuestro padre y señor nuestro, al oír esto, me puse inmediatamente en camino para advertiros del peligro que corréis si no os ponéis a salvo.
—Gracias, mi fiel servidor. Te debo la vida. Algún día procuraré recompensártelo.
El recién llegado se postró aún más de hinojos ante él para besarle los pies. Don Alfonso le ordenó que se levantara, mientras, rojo de ira, dirigía una mirada a los allí reunidos. Ninguno de los nobles presentes se atrevió a aguantar su mirada. Todos inclinaron la cabeza, atónitos y desconcertados.
—¿Ninguno de los aquí presentes conocía esta traición? preguntó don Alfonso con voz irritada.
Nadie osó decir una palabra, bien porque tenían miedo a la ira de su Señor, bien porque realmente nada sabían.
—Espero que no haya nadie entre todos vosotros confabulado con Fruela Bermúdez —prosiguió el depuesto rey—. Si lo hubiera y algún día lo descubro, no tendré piedad de él.
Un nuevo silencio se interpuso entre los presentes. Silencio que al cabo de un minuto eterno rompió Ataúlfo.
—Señor, lamentamos lo ocurrido, que a todos nos entristece y nos ha sorprendido. Ahora lo que más urge es poner a salvo su persona. No deberíais permanecer mucho más tiempo aquí, pues corréis un grave peligro. Debéis partir de inmediato de estas tierras, ya que aquí será donde primero vengan a buscaros.
Todos aplaudieron los sabios consejos del obispo e instaron al rey para que se pusiera a salvo lo antes posible. Algunos se ofrecieron para acompañarlo y servirle de escolta en su huida. Don Alfonso decidió que partiría inmediatamente, pero no quiso aceptar la compañía de ninguno de los allí presentes. En su fuero interno juró que sólo lo acompañarían dos de sus más fieles servidores. No se fiaba de nadie más.

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