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Un atardecer de finales de
mayo las nubes se habían roto y por entre los pequeños claros se
filtraban los suaves rayos de un sol vespertino a punto de ocultarse
entre las montañas. El ayo ayudaba al caballero a apearse de su
cabalgadura, mientras el palafrenero tomaba ésta por el ronzal para
llevarla a la caballeriza. El resto de acompañantes seguía los
pasos de su señor y descabalgaban también de sus monturas.
—¿Todo
bien, Pedro?
—Sí,
Alteza. Todo está en orden.
—Bien,
pues disponlo todo para la cena, que venimos con bastante apetito.
—Ya
está todo preparado, Alteza.
En
aquel preciso instante apareció en lontananza la figura de un jinete
que cabalgaba velozmente en dirección al palacio. Los presentes
contemplaban con atención y curiosidad su veloz carrera. Cuando ya
estaba bastante cerca, alguien insinuó que podía tratarse de un
mensajero. Poco después se confirmaron sus vaticinios. El jinete
llegó sudoroso a las puertas del palacio y descabalgando de su
montura de un salto se postró de hinojos ante el señor de la
mansión.
—Alteza,
su padre, el rey don Ordoño y señor nuestro, ha fallecido.
El
caballero se sobresaltó al oír la inesperada noticia.
—¿Cuándo
ha ocurrido eso?
—Hace
escasos tres días, Alteza. En cuanto se confirmó su muerte, partí
para traerle la noticia.
—¿Se
ha difundido ya la nueva?
—Por
mi parte no, Alteza. Pero las noticias corren como el viento y a
estas horas ya lo sabrán en buena parte del reino.
—No
hay tiempo que perder —comentó el caballero—. Tengo que ser
coronado en la basílica de Santiago lo antes posible. De momento,
celebraremos mi proclamación como rey de Asturias. Pedro, en tus
manos dejo la organización del acto. Espero que esté todo conforme.
—Sí,
Alteza.
El
séquito de don Alfonso, que éste era el nombre del caballero, lo
acompañó al interior del palacio para darle el pésame por la
muerte de su padre y felicitarlo al mismo tiempo por su inmediata
coronación. En aquel reducido grupo se hallaban presentes sus más
fieles seguidores.
Durante
la cena el príncipe permaneció taciturno. La inesperada muerte de
su padre lo cogió por sorpresa. Si bien conocía que su progenitor
no gozaba de buena salud, no esperaba que el desenlace fatal se
produjera tan pronto. La muerte se lo había llevado en lo mejor de
la vida.
—Debéis
comer, Alteza.
—No
puedo. De repente se me ha ido el apetito. Cenad vosotros, yo
prefiero retirarme a mis aposentos.
Todos
los presentes se inclinaron ante el príncipe mientras éste
abandonaba la estancia acompañado por su ayo. Poco después también
la abandonaron ellos en señal de respeto por el duelo de su señor.
La feliz jornada terminó inmersa en un mar de tristeza por tan
aciaga y súbita nueva.
Durante
los siguientes días no hubo reposo en palacio. Toda la servidumbre
se desvivía para que no faltara un solo detalle en los faustos que
iban a tener lugar próximamente. La coronación de don Alfonso se
celebraría en la basílica de Santiago de Compostela el veinticinco
de julio que era su festividad. Al acto asistirían todas las gentes
del lugar y de la comarca. También estarían presentes la mayor
parte de los nobles de Galicia, de quienes don Alfonso era su señor
natural. Todo hacía así preverlo, pues Alfonso era el primogénito
del rey de Asturias, Ordoño I, y, por lo tanto, el heredero directo
de su corona.
La
fiesta de la proclamación de don Alfonso como rey de Asturias se
prolongó por espacio de una semana acompañada de grandes festines.
El vino, los licores y las viandas abundaban por doquier. Los nobles
gallegos se hallaban ahítos de tanta abundancia y de tanto placer.
El nuevo rey quería ganárselos a todos para su bando, por lo que no
escatimaba en dispendios para tenerlos contentos. Eran tiempos
azarosos y el sistema hereditario de la corona real aún no se había
consolidado. Cuantos más adeptos tuviera de la clase noble, mejor.
El último día de los faustos
por la proclamación del nuevo rey se hallaba reunida en el comedor
del palacio de don Alfonso casi toda la aristocracia gallega. Después
de un opíparo banquete, el nuevo rey alzó su copa y brindó por los
allí reunidos, por su prosperidad y por el acrecentamiento de sus
feudos. Todos levantaron sus copas para brindar al unísono con el
rey. Después éste tomó la palabra.
—En
este solemne momento os prometo que a todos aquellos que me seáis
fieles os conservaré vuestros privilegios y acrecentaré vuestros
feudos con las nuevas conquistas que hagamos. Aunque pronto llevaré
sobre mi cabeza la corona del reino de Asturias, no olvidaré los
años que he pasado junto a todos vosotros y los servicios que me
habéis prestado. Os llevaré siempre en mi corazón y sabré
recompensar con largueza vuestra fidelidad y vuestra colaboración.
Un
murmullo general de aprobación recorrió todas las mesas del gran
salón.
—Como
signo de mi buena voluntad, te prometo a ti, Ataúlfo, que erigiré y
agrandaré la basílica de Santiago. Todos los presentes sois
testigos de mi promesa.
El
aludido, obispo de Iria-Santiago, hizo una profunda reverencia al rey
en señal de agradecimiento. Por su parte, el joven monarca con este
gesto sentaba el precedente de lo que sería una constante en todo su
reinado: su obsesión por la arquitectura en general y por la
eclesiástica en particular.
—Somos
conscientes que la actual iglesia se queda pequeña para albergar a
tantos peregrinos como vienen a Compostela. Cada año pasan por aquí
miles de penitentes para honrar las reliquias de nuestro señor
Santiago. Por eso debemos ampliar la basílica para que esté a la
altura de las circunstancias. Santiago debe ser para la cristiandad
como una segunda Roma y su basílica ha de responder a ese reto.
Todos
los presentes aplaudieron las palabras del rey. Ataúlfo, por su
parte, no sabía cómo dar las gracias al joven monarca por la
promesa que le acababa de hacer. Se sentía como transportado por una
nube. Aunque cada año aumentaban los peregrinos que acudían a
Compostela, nunca se hubiera imaginado que el rey se preocuparía por
agrandar y embellecer la vieja basílica de la ciudad. Esperaba que
el Todopoderoso le concediera los años suficientes para ver, al
menos, comenzado el nuevo templo.
Algunos
de los nobles allí presentes aprovecharon la ocasión para elevar al
nuevo monarca sus peticiones. El rey los escuchó a todos, pero en
aquel momento no prometió nada a nadie. Les dio la esperanza de que
sus demandas serían atendidas en el momento oportuno. El nuevo rey
se disponía a despedirse de todos los asistentes y a dar por
finalizados los actos de la proclamación, cuando un jinete sudoroso
y polvoriento entró precipitadamente en la estancia haciendo caso
omiso de las advertencias de los centinelas. Don Alfonso le dio
permiso para que avanzara hasta donde él se hallaba y le explicara
los motivos de su atrevimiento.
—Señor,
—le dijo el recién llegado postrado de hinojos ante él—, Fruela
Bermúdez lo ha depuesto y se ha proclamado rey de Asturias. En estos
momentos se está celebrando su coronación en Oviedo. Pronto enviará
sus tropas para detener a Vuestra Majestad.
—¿Quién
eres tú y quién te ha dado esa información? —inquirió don
Alfonso visiblemente alterado.
—Mi
identidad poco importa ahora. La información no me la ha dado nadie.
Yo mismo he visto con mis propios ojos la coronación de Fruela
Bermúdez y he escuchado el discurso que pronunció después de haber
sido coronado. Prometió que no dejaría vivo a ninguno de los hijos
del rey fallecido, empezando por Vuestra Majestad, que, por cierto,
no os reconoce como rey. Yo, por haber servido muchos años a vuestro
padre y señor nuestro, al oír esto, me puse inmediatamente en
camino para advertiros del peligro que corréis si no os ponéis a
salvo.
—Gracias,
mi fiel servidor. Te debo la vida. Algún día procuraré
recompensártelo.
El
recién llegado se postró aún más de hinojos ante él para besarle
los pies. Don Alfonso le ordenó que se levantara, mientras, rojo de
ira, dirigía una mirada a los allí reunidos. Ninguno de los nobles
presentes se atrevió a aguantar su mirada. Todos inclinaron la
cabeza, atónitos y desconcertados.
—¿Ninguno
de los aquí presentes conocía esta traición? preguntó don Alfonso
con voz irritada.
Nadie
osó decir una palabra, bien porque tenían miedo a la ira de su
Señor, bien porque realmente nada sabían.
—Espero
que no haya nadie entre todos vosotros confabulado con Fruela
Bermúdez —prosiguió el depuesto rey—. Si lo hubiera y algún
día lo descubro, no tendré piedad de él.
Un
nuevo silencio se interpuso entre los presentes. Silencio que al cabo
de un minuto eterno rompió Ataúlfo.
—Señor,
lamentamos lo ocurrido, que a todos nos entristece y nos ha
sorprendido. Ahora lo que más urge es poner a salvo su persona. No
deberíais permanecer mucho más tiempo aquí, pues corréis un grave
peligro. Debéis partir de inmediato de estas tierras, ya que aquí
será donde primero vengan a buscaros.
Todos
aplaudieron los sabios consejos del obispo e instaron al rey para que
se pusiera a salvo lo antes posible. Algunos se ofrecieron para
acompañarlo y servirle de escolta en su huida. Don Alfonso decidió
que partiría inmediatamente, pero no quiso aceptar la compañía de
ninguno de los allí presentes. En su fuero interno juró que sólo
lo acompañarían dos de sus más fieles servidores. No se fiaba de
nadie más.
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