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Bermudo se percató de que su
tío los observaba atentamente mientras cuchicheba con su hermano el
rey, lo que le hizo temer lo peor. Él, junto con sus hermanos, llegó
a pactar con Fruela Bermúdez, por lo que éste les perdonó la vida
que en un principio había decidido quitarles. Pero Bermudo no sólo
se confabuló con el traidor para que le perdonara la vida. Albergaba
la esperanza de poder arrebatarle algún día la corona para
ceñírsela él mismo. Ése era su último objetivo. Mas cuando vio
entrar a su hermano Alfonso triunfante en Oviedo, sus esperanzas se
vieron truncadas y comenzó a temer por su vida. Desde el primer día
de la llegada de don Alfonso no dejó de urdir un plan de huida. Un
plan que llevaría totalmente en secreto, pues era de la única
manera que podía terminar con éxito. Por eso no quiso hacer
confidentes del mismo a sus hermanos, a pesar de que sabía que en
cuanto lo pusiera en marcha, sus hermanos serían apresados e incluso
asesinados. No importaba. Él tenía que salvarse por encima de todo
y, quién sabe, tal vez algún día podría destronar a Alfonso y
ocupar su puesto. Era el segundo en el orden de sucesión y, además,
éste aún no estaba consolidado. ¿Por qué no podía aspirar a ser
él el rey? Su ambición era tanta que no le dejaba ver la realidad.
Cuando dio comienzo el baile y
todo el mundo se relajó, Bermudo aprovechó el momento para
desaparecer del salón sin que nadie se diera cuenta, ni siquiera sus
hermanos se percataron de ello. Una vez fuera del alcance de las
miradas de los demás, se dirigió a sus aposentos para recoger las
cuatro cosas que había preparado con antelación y, sin pérdida de
tiempo, abandonó el palacio. No le fue difícil hacerlo dada la
relajación que reinaba en el mismo en aquel momento. Relajación que
no duraría más que unos instantes, pues pronto la guardia real,
pasados los primeros momentos de alborozo y algazara, volverían a
ocupar sus puestos con el mismo rigor de siempre. Fueron esos
instantes los que aprovechó Bermudo para salir del recinto del
palacio, que era lo que él pretendía. Una vez fuera, se perdió por
las calles más estrechas e intrincadas de la ciudad hasta que no
tardó en dejar atrás las últimas casas de la misma.
Pero Bermudo no estaba solo. A
pesar de que había tramado en el más absoluto secreto su plan,
había contado, no obstante, con un cómplice perfecto conocedor del
terreno. Éste lo esperaba en la campiña, no lejos de la ciudad de
Oviedo, en un lugar que previamente habían acordado. Una vez allí,
pronto se perdieron por entre las montañas y pusieron tierra de por
medio entre ellos y la ciudad. Cuando llegaron las primeras luces del
alba, se ocultaron en una profunda cueva para descansar y esperar a
que anocheciera de nuevo, pues no era prudente caminar a plena luz
del día. En la cueva el infante se deshizo de sus ropas cortesanas,
que lo podían delatar en cualquier momento, trocándolas por ropajes
plebeyos que su confidente llevaba al efecto. De esa manera podía
pasar más desapercibido.
Bermudo y su guía estuvieron
viajando de noche y ocultándose de día durante varios meses.
Trataban de evitar el encuentro con las gentes para no tener que dar
explicaciones. También evitaron cruzar las escasas poblaciones que
había entre la capital del reino y la Hispania ismaelita. Después
de muchos riesgos y vicisitudes, lograron llegar por fin a la ciudad
de Toledo donde pidieron asilo político. Y fue entre los musulmanes
donde Bermudo pasó el resto de sus días.
Cuando
don Rodrigo se percató de la ausencia de Bermudo, no perdió de
vista al resto de los infantes. Al principio pensó que podía
tratarse de una ausencia temporal, pero pronto se dio cuenta de que
no era así. El mayor de los hermanos no regresaba y éstos, a su
vez, parecían estar nerviosos por su ausencia. El conde se puso en
contacto con el capitán de la guardia real para que se tomasen
medidas. Le ordenó que advirtiera a los centinelas de palacio que no
dejaran salir a nadie del mismo y menos al joven infante. La orden se
ejecutó en el acto, pero era ya demasiado tarde. Bermudo hacía
varios minutos que había abandonado el palacio y en aquel momento ya
se encontraba deambulando por las calles de Oviedo.
Inmediatamente después de la
detención de los tres infantes, el capitán informó a don Rodrigo
que don Bermudo aún no había abandonado el palacio o que, si lo
había hecho, habría sido antes de que ellos tomaran medidas.
—Que registren bien sus
aposentos y todos los rincones del palacio. Si aún está aquí,
tenemos que encontrarlo.
—A sus órdenes, señor. No
quedará un solo recoveco que no sea registrado.
El capitán ordenó a sus
hombres que registraran el palacio de arriba abajo hasta dar con el
infante si aún se encontraba dentro de él. Después de varias horas
de registro, desistieron en su tarea por no haber hallado rastro del
desaparecido
—Señor —se cuadró el
capitán ante don Rodrigo—, hemos registrado todo el palacio sin
encontrar rastro del infante. Es posible que se nos adelantara y
huyera antes de que tomáramos medidas.
—Bien, mañana saldrá una
patrulla tras él. Tenemos que detenerlo antes de que abandone
Asturias. También haremos que vigilen todos los caminos y las
fronteras del reino. No podemos dejar que se escape.
—Manda
algo más, señor.
—Nada
más por ahora, capitán. Puede retirarse.
A
pesar de que ya era bastante tarde, don Rodrigo informó a su sobrino
del resultado de las pesquisas. No quería acostarse con el peso de
aquella preocupación.
—Alfonso,
vuestro hermano ha logrado escapar. Lo hemos buscado por todo el
palacio y no hay rastro de él. Ya he ordenado que mañana salga una
patrulla en su búsqueda.
—Me
parece muy bien, tío.
—En
cuanto a los otros tres, ¿qué hacemos con ellos?
—Que
les arranquen los ojos mañana mismo. No quiero más problemas. Ya
hay suficientes con los que nos pueda causar Bermudo.
—Se
hará como decís, sobrino. Mañana por la mañana ordenaré que les
saquen los ojos para que jamás os puedan causar problemas. Y en
cuanto a Bermudo, ¿qué hacemos con él si lo encontramos?
—Le
dais muerte al instante. Su traición es lo que se merece. Y ahora
dejadme solo. Quiero descansar después de este día tan ajetreado.
—Buenas
noches, querido sobrino.
Poco
después de las primeras luces del alba se empezaron a oír ruidos y
movimiento de pasos en las proximidades de los calabozos. Los tres
infantes, que habían pasado una noche de insomnio y pesadillas, se
despertaron sobresaltados.
—¿Qué
es ese ruido? —preguntó alarmado Odoario.
—No
lo sé —le contestó Nuño—, pero me temo que no sea nada bueno.
—Seguro
que vienen por nosotros —comentó Fruela—. Esta noche he soñado
que nos degollaban en medio de la plaza pública.
—Tengo
miedo —suspiró Odoario—. ¿Madre no podría hacer algo por
nosotros?
—Madre
ya no tiene poder alguno —le contestó Nuño—. Ahora estamos en
manos de nuestro hermano mayor, el rey, que hará de nosotros lo que
quiera. Y seguro que no nos perdonará el haberlo traicionado.
En
aquel momento se escuchó el ruido de una puerta y poco después
oyeron cómo se descorrían los cerrojos y las cadenas de la puerta
del calabozo. Un carcelero con una antorcha entró en él mientras
otro se quedaba de guardia en la puerta.
—Tú,
acompáñame —dijo mientras señalaba a Nuño.
El
infante se negaba a abandonar a sus hermanos en el calabozo, pero el
carcelero lo obligó a salir dándole empellones para sacarlo de la
celda.
—¿Adónde
lo lleváis? —preguntaron compungidos los otros dos sin obtener
respuesta.
La puerta del calabozo se
volvió a cerrar dejando a los dos infantes completamente a oscuras
sumidos en el más profundo desasosiego.
—Lo van a matar —musitó
Odoario entre sollozos— y luego nos matarán a nosotros.
—No digas tonterías,
Odoario. Nuestro hermano el rey no será tan cruel como para llegar a
eso.
—¿Qué harías tú en su
lugar si te sintieras traicionado por tus hermanos?
—Pues no lo sé, la verdad.
No me he parado a pensarlo.
En aquel instante un grito
desgarrador les heló la sangre en las venas. Estaban seguros que
había salido de la garganta de Nuño.
—¿Qué ha sido eso? —gritó
más que preguntó Odoario con un nudo en la garganta y dos gruesas
lágrimas que se deslizaban por su desencajado rostro.
Su hermano, un poco mayor que
él, lo estrechó contra su pecho y ambos perdieron el control de sí
mismos. Se temían lo peor. Apenas habían transcurridos un par de
minutos, cuando oyeron descorrer los cerrojos de la puerta otra vez.
En esta ocasión se llevaron a Fruela. Se los llevaban por riguroso
orden de edad. Odoario se quedó solo en el calabozo,
semiinconsciente, como si hubiera perdido por completo la noción del
tiempo. En ese estado de ánimo escuchó poco después otro grito
desgarrador como el primero que había oído. Tenía que ser de
Fruela. Seguro que lo habían asesinado también como a Nuño. Sólo
quedaba él que no tardaría en pasar por el mismo trance. En estas
reflexiones estaba cuando oyó que abrían la puerta del calabozo por
tercera vez. Había llegado su turno. Lo mismo que sus dos hermanos,
llegó al lugar del suplicio conducido por los dos carceleros. Una
vez allí, lo obligaron a tenderse de espaldas sobre un banco de
madera al que lo ataron de pies y manos. Luego uno de los carceleros
lo obligó a mantener un ojo abierto mientras el esbirro le
introducía un hierro al rojo vivo en él. El niño profirió un
desgarrador alarido y se desmayó. A continuación le practicaron la
misma operación en el otro ojo. El castigo había terminado. Ahora
don Alfonso ya podía dormir algo más tranquilo.
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