domingo, 5 de mayo de 2019

LOS AVATARES DE UN REINO. 1ª. PARTE. Capítulo 5



5


Bermudo se percató de que su tío los observaba atentamente mientras cuchicheba con su hermano el rey, lo que le hizo temer lo peor. Él, junto con sus hermanos, llegó a pactar con Fruela Bermúdez, por lo que éste les perdonó la vida que en un principio había decidido quitarles. Pero Bermudo no sólo se confabuló con el traidor para que le perdonara la vida. Albergaba la esperanza de poder arrebatarle algún día la corona para ceñírsela él mismo. Ése era su último objetivo. Mas cuando vio entrar a su hermano Alfonso triunfante en Oviedo, sus esperanzas se vieron truncadas y comenzó a temer por su vida. Desde el primer día de la llegada de don Alfonso no dejó de urdir un plan de huida. Un plan que llevaría totalmente en secreto, pues era de la única manera que podía terminar con éxito. Por eso no quiso hacer confidentes del mismo a sus hermanos, a pesar de que sabía que en cuanto lo pusiera en marcha, sus hermanos serían apresados e incluso asesinados. No importaba. Él tenía que salvarse por encima de todo y, quién sabe, tal vez algún día podría destronar a Alfonso y ocupar su puesto. Era el segundo en el orden de sucesión y, además, éste aún no estaba consolidado. ¿Por qué no podía aspirar a ser él el rey? Su ambición era tanta que no le dejaba ver la realidad.
Cuando dio comienzo el baile y todo el mundo se relajó, Bermudo aprovechó el momento para desaparecer del salón sin que nadie se diera cuenta, ni siquiera sus hermanos se percataron de ello. Una vez fuera del alcance de las miradas de los demás, se dirigió a sus aposentos para recoger las cuatro cosas que había preparado con antelación y, sin pérdida de tiempo, abandonó el palacio. No le fue difícil hacerlo dada la relajación que reinaba en el mismo en aquel momento. Relajación que no duraría más que unos instantes, pues pronto la guardia real, pasados los primeros momentos de alborozo y algazara, volverían a ocupar sus puestos con el mismo rigor de siempre. Fueron esos instantes los que aprovechó Bermudo para salir del recinto del palacio, que era lo que él pretendía. Una vez fuera, se perdió por las calles más estrechas e intrincadas de la ciudad hasta que no tardó en dejar atrás las últimas casas de la misma.
Pero Bermudo no estaba solo. A pesar de que había tramado en el más absoluto secreto su plan, había contado, no obstante, con un cómplice perfecto conocedor del terreno. Éste lo esperaba en la campiña, no lejos de la ciudad de Oviedo, en un lugar que previamente habían acordado. Una vez allí, pronto se perdieron por entre las montañas y pusieron tierra de por medio entre ellos y la ciudad. Cuando llegaron las primeras luces del alba, se ocultaron en una profunda cueva para descansar y esperar a que anocheciera de nuevo, pues no era prudente caminar a plena luz del día. En la cueva el infante se deshizo de sus ropas cortesanas, que lo podían delatar en cualquier momento, trocándolas por ropajes plebeyos que su confidente llevaba al efecto. De esa manera podía pasar más desapercibido.
Bermudo y su guía estuvieron viajando de noche y ocultándose de día durante varios meses. Trataban de evitar el encuentro con las gentes para no tener que dar explicaciones. También evitaron cruzar las escasas poblaciones que había entre la capital del reino y la Hispania ismaelita. Después de muchos riesgos y vicisitudes, lograron llegar por fin a la ciudad de Toledo donde pidieron asilo político. Y fue entre los musulmanes donde Bermudo pasó el resto de sus días.

Cuando don Rodrigo se percató de la ausencia de Bermudo, no perdió de vista al resto de los infantes. Al principio pensó que podía tratarse de una ausencia temporal, pero pronto se dio cuenta de que no era así. El mayor de los hermanos no regresaba y éstos, a su vez, parecían estar nerviosos por su ausencia. El conde se puso en contacto con el capitán de la guardia real para que se tomasen medidas. Le ordenó que advirtiera a los centinelas de palacio que no dejaran salir a nadie del mismo y menos al joven infante. La orden se ejecutó en el acto, pero era ya demasiado tarde. Bermudo hacía varios minutos que había abandonado el palacio y en aquel momento ya se encontraba deambulando por las calles de Oviedo.
Inmediatamente después de la detención de los tres infantes, el capitán informó a don Rodrigo que don Bermudo aún no había abandonado el palacio o que, si lo había hecho, habría sido antes de que ellos tomaran medidas.
Que registren bien sus aposentos y todos los rincones del palacio. Si aún está aquí, tenemos que encontrarlo.
A sus órdenes, señor. No quedará un solo recoveco que no sea registrado.
El capitán ordenó a sus hombres que registraran el palacio de arriba abajo hasta dar con el infante si aún se encontraba dentro de él. Después de varias horas de registro, desistieron en su tarea por no haber hallado rastro del desaparecido
Señor —se cuadró el capitán ante don Rodrigo—, hemos registrado todo el palacio sin encontrar rastro del infante. Es posible que se nos adelantara y huyera antes de que tomáramos medidas.
Bien, mañana saldrá una patrulla tras él. Tenemos que detenerlo antes de que abandone Asturias. También haremos que vigilen todos los caminos y las fronteras del reino. No podemos dejar que se escape.
—Manda algo más, señor.
—Nada más por ahora, capitán. Puede retirarse.
A pesar de que ya era bastante tarde, don Rodrigo informó a su sobrino del resultado de las pesquisas. No quería acostarse con el peso de aquella preocupación.
—Alfonso, vuestro hermano ha logrado escapar. Lo hemos buscado por todo el palacio y no hay rastro de él. Ya he ordenado que mañana salga una patrulla en su búsqueda.
—Me parece muy bien, tío.
—En cuanto a los otros tres, ¿qué hacemos con ellos?
—Que les arranquen los ojos mañana mismo. No quiero más problemas. Ya hay suficientes con los que nos pueda causar Bermudo.
—Se hará como decís, sobrino. Mañana por la mañana ordenaré que les saquen los ojos para que jamás os puedan causar problemas. Y en cuanto a Bermudo, ¿qué hacemos con él si lo encontramos?
—Le dais muerte al instante. Su traición es lo que se merece. Y ahora dejadme solo. Quiero descansar después de este día tan ajetreado.
—Buenas noches, querido sobrino.

Poco después de las primeras luces del alba se empezaron a oír ruidos y movimiento de pasos en las proximidades de los calabozos. Los tres infantes, que habían pasado una noche de insomnio y pesadillas, se despertaron sobresaltados.
—¿Qué es ese ruido? —preguntó alarmado Odoario.
—No lo sé —le contestó Nuño—, pero me temo que no sea nada bueno.
—Seguro que vienen por nosotros —comentó Fruela—. Esta noche he soñado que nos degollaban en medio de la plaza pública.
—Tengo miedo —suspiró Odoario—. ¿Madre no podría hacer algo por nosotros?
—Madre ya no tiene poder alguno —le contestó Nuño—. Ahora estamos en manos de nuestro hermano mayor, el rey, que hará de nosotros lo que quiera. Y seguro que no nos perdonará el haberlo traicionado.
En aquel momento se escuchó el ruido de una puerta y poco después oyeron cómo se descorrían los cerrojos y las cadenas de la puerta del calabozo. Un carcelero con una antorcha entró en él mientras otro se quedaba de guardia en la puerta.
—Tú, acompáñame —dijo mientras señalaba a Nuño.
El infante se negaba a abandonar a sus hermanos en el calabozo, pero el carcelero lo obligó a salir dándole empellones para sacarlo de la celda.
—¿Adónde lo lleváis? —preguntaron compungidos los otros dos sin obtener respuesta.
La puerta del calabozo se volvió a cerrar dejando a los dos infantes completamente a oscuras sumidos en el más profundo desasosiego.
Lo van a matar —musitó Odoario entre sollozos— y luego nos matarán a nosotros.
No digas tonterías, Odoario. Nuestro hermano el rey no será tan cruel como para llegar a eso.
¿Qué harías tú en su lugar si te sintieras traicionado por tus hermanos?
Pues no lo sé, la verdad. No me he parado a pensarlo.
En aquel instante un grito desgarrador les heló la sangre en las venas. Estaban seguros que había salido de la garganta de Nuño.
¿Qué ha sido eso? —gritó más que preguntó Odoario con un nudo en la garganta y dos gruesas lágrimas que se deslizaban por su desencajado rostro.
Su hermano, un poco mayor que él, lo estrechó contra su pecho y ambos perdieron el control de sí mismos. Se temían lo peor. Apenas habían transcurridos un par de minutos, cuando oyeron descorrer los cerrojos de la puerta otra vez. En esta ocasión se llevaron a Fruela. Se los llevaban por riguroso orden de edad. Odoario se quedó solo en el calabozo, semiinconsciente, como si hubiera perdido por completo la noción del tiempo. En ese estado de ánimo escuchó poco después otro grito desgarrador como el primero que había oído. Tenía que ser de Fruela. Seguro que lo habían asesinado también como a Nuño. Sólo quedaba él que no tardaría en pasar por el mismo trance. En estas reflexiones estaba cuando oyó que abrían la puerta del calabozo por tercera vez. Había llegado su turno. Lo mismo que sus dos hermanos, llegó al lugar del suplicio conducido por los dos carceleros. Una vez allí, lo obligaron a tenderse de espaldas sobre un banco de madera al que lo ataron de pies y manos. Luego uno de los carceleros lo obligó a mantener un ojo abierto mientras el esbirro le introducía un hierro al rojo vivo en él. El niño profirió un desgarrador alarido y se desmayó. A continuación le practicaron la misma operación en el otro ojo. El castigo había terminado. Ahora don Alfonso ya podía dormir algo más tranquilo.

            © Julio Noel

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