12
El crudo y frío invierno de
León dejaba paso a los días algo más tibios de la primavera. Con
todo, las mañanas aún eran frías hasta que el sol del mediodía
conseguía al fin templar un poco el ambiente de sus calles. El
movimiento que se percibía en ellas era bastante ajetreado a pesar
de que no era día de mercado. Varios grupos de caballeros bien
armados y otros a pie deambulaban de un lado para otro por las
diversas vías, calles y carrales de la ciudad. Muchos curiosos y
desocupados se apartaban para dejarles el paso libre mientras
comentaban el suceso. Los artesanos y tenderos dejaban sus quehaceres
habituales para asomarse a las puertas de sus negocios a contemplar
la comitiva de hombres armados. Y es que el rey don Ordoño había
convocado sus tropas para partir en los próximos días a una nueva
campaña bélica por la frontera del al-Ándalus. El rey quería
resarcirse de la última derrota sufrida ante los sarracenos en la
malhadada batalla de Valdejunquera. Apenas habían transcurrido ocho
meses desde aquella humillante derrota, cuando el belicoso leonés
decidió llevar a cabo una nueva razzia contra su eterno enemigo. Su
sangre hirviente y sus ansias de venganza por tan deshonrosa derrota
no le permitían un minuto más de sosiego en su cómodo palacio de
León.
—No pensáis más que en la
guerra, Señor.
—¿En qué otra cosa tengo
que pensar?
—En mí, por ejemplo. Hace
años que no me prestáis atención. Pasáis a mi lado o estáis
junto a mí como si sólo fuera una estatua o un objeto del decorado
del palacio. Es como si os pasara desapercibida mi presencia o como
si no existiera para Vos.
—No digáis tonterías,
Señora. Tengo problemas muy importantes en los que pensar como para
pararme en niñerías de este tipo.
Los reyes almorzaban en su
palacio uno frente al otro en los extremos de una lujosa y larga
mesa. El sol del mediodía penetraba tímidamente a través de las
angostas ventanas difuminando apenas las tinieblas del majestuoso
comedor.
—Señor, presiento que la
vida se nos escapa de las manos sin haberla vivido lo suficiente.
Deberíais olvidaros de tanta guerra y dedicar más tiempo a vivir
nosotros dos.
—Tonterías. Eso no son más
que tonterías. Yo me siento aún en plenitud de fuerzas que no
pienso desperdiciar en blanduras y arrumacos. Tengo encomendada por
el Altísimo una misión demasiado importante como para entretenerme
en zalamerías y zarandajas. Lo siento, Señora, pero mi deber es
partir para la guerra inmediatamente. Mañana mismo saldré para
tierras de Guadalajara donde pienso presentar batalla a esos bellacos
infieles.
—Ya veo, Señor, que no
mudaré vuestra voluntad ni con un torrente de lágrimas.
—Desde luego que no, Señora.
Mi decisión es irrevocable. Ya están reunidas todas mis tropas, así
que partiremos mañana al amanecer.
—¿Podéis decirme al menos
cuándo pensáis volver?
—No lo sé, Señora. Eso no
depende de mí, sino de los acontecimientos. Uno sabe cuándo va a la
guerra, pero no cuándo vuelve de ella, si es que vuelve.
—Presiento, Señor, que si
os demoráis mucho, no nos volvamos a ver. Mis días están contados.
—No os pongáis
melodramática, Señora, que no vais a conseguir que desista de mi
propósito. Lo siento mucho, pero mi decisión es firme e
irrevocable. Mañana saldremos para tierras moras y Dios dispondrá
cuándo volveremos.
Por las macilentas mejillas de
doña Elvira resbalaron dos gruesas lágrimas como dos gotas de
rocío. Aquélla podía ser la última conversación que mantuviera
con su esposo.
Como había anunciado el rey,
al día siguiente de madrugada, cuando todavía las sombras de la
noche enturbiaban las calles de León, partió al frente de sus
tropas rumbo a Guadalajara. Atrás dejaba la ciudad y corte abrazada
por el Bernesga y el Torío, cuyos habitantes aún no habían
comenzado a desperezarse y cuya actividad y ajetreada vida todavía
permanecían paralizadas por el letargo de la noche. En su tálamo
doña Elvira enjugaba sus lágrimas y ahogaba en silencio sus
suspiros por la partida de su esposo que presagiaba que nunca más
volvería a ver. Sentía que su vida se apagaba como la llama de una
vela. Desde hacía algún tiempo notaba que sus fuerzas la
abandonaban un poco más cada día. Algo parecía que la estaba
consumiendo por dentro, a pesar de que los físicos no descubrían el
motivo. Entre ellos comentaban que la reina padecía un mal
imaginario. Algo que no existía, pero que ella se obstinaba en creer
que sí. El caso era que cada día se encontraba más débil y con
menos ganas de vivir. Tal vez su último recurso hubiera sido la
compañía de su esposo, pero este pretexto se le acababa de
desvanecer en aquel preciso instante. A la reina sólo le quedaba el
consuelo de ahogarse entre suspiros y lágrimas.
—¿No os encontráis bien,
Señora, que no queréis levantaros hoy? —preguntó la
doncella cuando fue a abrir los aposentos de la reina.
—No me encuentro muy bien,
no, Ermesinda.
—¿Queréis que vaya a
llamar al galeno?
—No es necesario. Gracias.
—¿Queréis entonces que
llame a vuestra hija?
—No, por Dios, no le des
este disgusto. Esto no es nada. Es sólo la pesadumbre por la partida
del Señor. Pronto se me pasará. Ya lo verás.
—Como deseéis, Señora,
pero yo la veo con muy mal color. ¿Queréis que os traiga algo?
—Sólo una infusión de
alguna hierba medicinal. Tengo un cierto malestar en el estómago que
espero se me pase con ese remedio.
—Descuidad, Señora. Ahora
mismo se la traigo.
Mientras esto acontecía en
palacio, las tropas de don Ordoño cruzaban ya el puente sobre el
Esla, aproximadamente a kilómetro y medio aguas arriba de Mansilla
de las Mulas. Su intención era llegar aquel mismo día a Villalón
de Campos. La ruta que se había trazado lo llevaría por la ribera
del Duero hasta Castromoros y desde allí se dirigiría al castillo
de Atienza en busca de las tropas rebeldes. Pero para eso aún
deberían transcurrir unas cuantas jornadas de camino.
Un mes más tarde de la
partida de don Ordoño, doña Elvira y su hija doña Jimena
conversaban afablemente en los aposentos reales.
—Debéis cuidaros, madre.
Desde que padre partió para la guerra no habéis vuelto a ser la de
antes. Estáis muy desmejorada.
—No te preocupes, hija. Ya
se me pasará.
—Eso es lo que me decís
siempre, pero cada día os encuentro peor. ¡Y esos físicos que no
dan con el mal…!
—Hacen
lo que pueden, hija. No se les puede pedir más. Pero no te
preocupes, que ya pronto va a comenzar mayo y verás como entonces me
recupero.
—¡Qué más dará mayo que
abril para que os curéis o no! A mí lo que me importa es que os
pongáis bien, sea el mes que sea.
—Tienes razón. Lo
importante es que me ponga bien y me pondré, ya lo verás.
—Dios os oiga, madre, porque
yo no albergo muchas esperanzas. ¡Si al menos estuviera padre aquí!
—Tu padre sólo piensa en la
guerra y en la conquista de España entera —doña Elvira emitió
un profundo suspiro—. Si por él fuera, no dejaría de batallar un
solo día del año. La familia le importa poco. Él sólo vive para
lo que cree que ha sido elegido.
Entretanto,
don Ordoño ya había dejado a sus espaladas las tierras de Atienza,
con su fuerte castillo en lo alto de la montaña como águila señera
que lo domina todo, para invadir y asolar el territorio de Sintilia,
no lejos de Sigüenza. El espíritu combativo que caracterizaba al
rey leonés y el afán de venganza que lo embargaba lo llevaron en
pocas jornadas a las puertas de Toledo, después de asaltar y saquear
numerosas plazas y castillos. Ordoño II, como en tantas otras
ocasiones, con estas incursiones por tierras andalusíes quiso poner
de manifiesto una vez más su valor y su intrepidez ante el
todopoderoso Abd al-Rahman III. Y es que el bravo leonés no se
amilanaba ante nada ni ante nadie. Él quería llevar a cabo lo que
dos siglos atrás había comenzado con la resistencia de Covadonga y
que su padre había consolidado. Quería expulsar de una vez para
siempre a los musulmanes de España. Sabía que era una empresa harto
difícil, pero no desistía en su empeño.
Esplendorosa mañana del mes
de julio. El sol acariciaba radiante el cenit. Doña Jimena se
deleitaba contemplando el jardín del palacio bajo la refrescante
sombra de un frondoso nogal. Unos agudos chillidos la apartaron de su
embelesamiento. Ermesinda corría hacia ella con la cara desencajada
y gritos de angustia y desesperación.
—¡Doña Jimena, doña
Jimena…! ¡Su madre, que le ha dado un ataque! ¡Venga, por favor!
Doña Jimena sin dudarlo un
instante se precipitó hacia los aposentos de su madre. Cuando entró
en ellos, doña Elvira permanecía desmayada en su lecho con la
cabeza vuelta hacia un lado, los ojos desorbitados y la boca
desencajada.
—¡Madre! ¿Qué os ha
pasado?
Doña Jimena se abalanzó
sobre el cuerpo yacente de su madre para abrazarla, pero el galeno
que la estaba atendiendo exigió que lo dejaran solo con la enferma.
En aquel momento la reina tan sólo necesitaba paz y sosiego. Después
de más de una hora de atenciones y cuidados, doña Elvira, por fin,
volvió en sí. Una vez recobrados sus sentidos, lo primero que hizo
fue llamar a su hija.
—¿Y mi hija, no está aquí?
—Os espera ahí fuera,
Majestad.
—¡Que pase ahora mismo!
Quiero tenerla a mi lado.
—Sí, Señora.
Doña Jimena entró en el
aposento de su madre y ambas se fundieron en un afectuoso y
prolongado abrazo.
—Madre, me habéis dado un
susto de muerte.
—No ha sido nada, hija mía.
Me he desmayado. Eso es todo.
Por las mejillas de doña
Jimena resbalaron dos gruesas lágrimas.
—Pobrecita mía. No llores.
Ya pasó todo.
—Pero eso no quita que os
vuelva a dar otro ataque.
—Ya verás como no, hija.
Un poco más calmada, doña
Jimena se soltó de los brazos de su madre para sentarse a su
cabecera.
—Madre, tengo miedo. Tengo
el presentimiento de que en cualquier momento nos vais a dejar.
—No digas tonterías, hija.
Esto es pasajero. Pronto pasará.
—No, madre. Cada poco tenéis
un achaque y cada vez son más fuertes. Decíais que con el buen
tiempo mejoraríais y yo veo que es todo lo contrario. Cada día
estáis peor. Esto no puede acabar bien y padre sin regresar.
—No te aflijas, hija mía.
—¿Cómo no me he de afligir
si me encuentro sola con Vos? Si al menos estuviera aquí alguno de
mis hermanos…
—Está García, hija, ¿o te
has olvidado de él?
—No me he olvidado de él,
madre, pero García es un niño.
—Pues entonces manda aviso a
Ramiro, que está en Zamora, pero no le digas que me encuentro mal.
Dile tan sólo que lo necesitas aquí unos días.
Después del esfuerzo
realizado, la reina volvió a perder el conocimiento durante unos
instantes, aunque no fue preciso llamar de nuevo al médico, pues se
recuperó inmediatamente gracias a los efluvios de unas sales que su
propia hija le aplicó a la nariz. Luego entró en un largo sopor que
la obligó a permanecer así horas. Horas durante las cuales su hija
no se apartó de su cabecera ni un solo instante. En los días
sucesivos doña Elvira alternó momentos de lucidez con largos
desmayos y períodos de inconsciencia, hasta que al cabo de una
semana entregó su alma al Creador.
El uno de agosto don Ordoño
entraba victorioso en la ciudad de Zamora después de su fructuosa
razzia por tierras sarracenas. Lo que no se esperaba era la luctuosa
noticia que iba a recibir allí mismo. El fallecimiento de doña
Elvira. El rey aceptó resignado lo que el destino le había
deparado, pero en su fuero interno no se perdonaba el haber
abandonado a su esposa cuando más lo necesitaba. Sabía que había
cumplido con su deber, pero eso no justificaba su comportamiento.
Ella le había predicho su muerte, sin embargo, no quiso creerla.
Debería haberle hecho caso aquella vez y haber permanecido a su lado
hasta el desenlace fatal para consolarla. Pero ya era tarde. Lo
hecho, hecho estaba y la vida debía continuar. Tenía que pasar
página.
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