jueves, 9 de mayo de 2019

LOS AVATARES DE UN REINO. 2ª. PARTE. Capítulo 12


12


El crudo y frío invierno de León dejaba paso a los días algo más tibios de la primavera. Con todo, las mañanas aún eran frías hasta que el sol del mediodía conseguía al fin templar un poco el ambiente de sus calles. El movimiento que se percibía en ellas era bastante ajetreado a pesar de que no era día de mercado. Varios grupos de caballeros bien armados y otros a pie deambulaban de un lado para otro por las diversas vías, calles y carrales de la ciudad. Muchos curiosos y desocupados se apartaban para dejarles el paso libre mientras comentaban el suceso. Los artesanos y tenderos dejaban sus quehaceres habituales para asomarse a las puertas de sus negocios a contemplar la comitiva de hombres armados. Y es que el rey don Ordoño había convocado sus tropas para partir en los próximos días a una nueva campaña bélica por la frontera del al-Ándalus. El rey quería resarcirse de la última derrota sufrida ante los sarracenos en la malhadada batalla de Valdejunquera. Apenas habían transcurrido ocho meses desde aquella humillante derrota, cuando el belicoso leonés decidió llevar a cabo una nueva razzia contra su eterno enemigo. Su sangre hirviente y sus ansias de venganza por tan deshonrosa derrota no le permitían un minuto más de sosiego en su cómodo palacio de León.
No pensáis más que en la guerra, Señor.
¿En qué otra cosa tengo que pensar?
En mí, por ejemplo. Hace años que no me prestáis atención. Pasáis a mi lado o estáis junto a mí como si sólo fuera una estatua o un objeto del decorado del palacio. Es como si os pasara desapercibida mi presencia o como si no existiera para Vos.
No digáis tonterías, Señora. Tengo problemas muy importantes en los que pensar como para pararme en niñerías de este tipo.
Los reyes almorzaban en su palacio uno frente al otro en los extremos de una lujosa y larga mesa. El sol del mediodía penetraba tímidamente a través de las angostas ventanas difuminando apenas las tinieblas del majestuoso comedor.
Señor, presiento que la vida se nos escapa de las manos sin haberla vivido lo suficiente. Deberíais olvidaros de tanta guerra y dedicar más tiempo a vivir nosotros dos.
Tonterías. Eso no son más que tonterías. Yo me siento aún en plenitud de fuerzas que no pienso desperdiciar en blanduras y arrumacos. Tengo encomendada por el Altísimo una misión demasiado importante como para entretenerme en zalamerías y zarandajas. Lo siento, Señora, pero mi deber es partir para la guerra inmediatamente. Mañana mismo saldré para tierras de Guadalajara donde pienso presentar batalla a esos bellacos infieles.
Ya veo, Señor, que no mudaré vuestra voluntad ni con un torrente de lágrimas.
Desde luego que no, Señora. Mi decisión es irrevocable. Ya están reunidas todas mis tropas, así que partiremos mañana al amanecer.
¿Podéis decirme al menos cuándo pensáis volver?
No lo sé, Señora. Eso no depende de mí, sino de los acontecimientos. Uno sabe cuándo va a la guerra, pero no cuándo vuelve de ella, si es que vuelve.
Presiento, Señor, que si os demoráis mucho, no nos volvamos a ver. Mis días están contados.
No os pongáis melodramática, Señora, que no vais a conseguir que desista de mi propósito. Lo siento mucho, pero mi decisión es firme e irrevocable. Mañana saldremos para tierras moras y Dios dispondrá cuándo volveremos.
Por las macilentas mejillas de doña Elvira resbalaron dos gruesas lágrimas como dos gotas de rocío. Aquélla podía ser la última conversación que mantuviera con su esposo.
Como había anunciado el rey, al día siguiente de madrugada, cuando todavía las sombras de la noche enturbiaban las calles de León, partió al frente de sus tropas rumbo a Guadalajara. Atrás dejaba la ciudad y corte abrazada por el Bernesga y el Torío, cuyos habitantes aún no habían comenzado a desperezarse y cuya actividad y ajetreada vida todavía permanecían paralizadas por el letargo de la noche. En su tálamo doña Elvira enjugaba sus lágrimas y ahogaba en silencio sus suspiros por la partida de su esposo que presagiaba que nunca más volvería a ver. Sentía que su vida se apagaba como la llama de una vela. Desde hacía algún tiempo notaba que sus fuerzas la abandonaban un poco más cada día. Algo parecía que la estaba consumiendo por dentro, a pesar de que los físicos no descubrían el motivo. Entre ellos comentaban que la reina padecía un mal imaginario. Algo que no existía, pero que ella se obstinaba en creer que sí. El caso era que cada día se encontraba más débil y con menos ganas de vivir. Tal vez su último recurso hubiera sido la compañía de su esposo, pero este pretexto se le acababa de desvanecer en aquel preciso instante. A la reina sólo le quedaba el consuelo de ahogarse entre suspiros y lágrimas.
¿No os encontráis bien, Señora, que no queréis levantaros hoy? —preguntó la doncella cuando fue a abrir los aposentos de la reina.
No me encuentro muy bien, no, Ermesinda.
¿Queréis que vaya a llamar al galeno?
No es necesario. Gracias.
¿Queréis entonces que llame a vuestra hija?
No, por Dios, no le des este disgusto. Esto no es nada. Es sólo la pesadumbre por la partida del Señor. Pronto se me pasará. Ya lo verás.
Como deseéis, Señora, pero yo la veo con muy mal color. ¿Queréis que os traiga algo?
Sólo una infusión de alguna hierba medicinal. Tengo un cierto malestar en el estómago que espero se me pase con ese remedio.
Descuidad, Señora. Ahora mismo se la traigo.
Mientras esto acontecía en palacio, las tropas de don Ordoño cruzaban ya el puente sobre el Esla, aproximadamente a kilómetro y medio aguas arriba de Mansilla de las Mulas. Su intención era llegar aquel mismo día a Villalón de Campos. La ruta que se había trazado lo llevaría por la ribera del Duero hasta Castromoros y desde allí se dirigiría al castillo de Atienza en busca de las tropas rebeldes. Pero para eso aún deberían transcurrir unas cuantas jornadas de camino.
Un mes más tarde de la partida de don Ordoño, doña Elvira y su hija doña Jimena conversaban afablemente en los aposentos reales.
Debéis cuidaros, madre. Desde que padre partió para la guerra no habéis vuelto a ser la de antes. Estáis muy desmejorada.
No te preocupes, hija. Ya se me pasará.
Eso es lo que me decís siempre, pero cada día os encuentro peor. ¡Y esos físicos que no dan con el mal…!
—Hacen lo que pueden, hija. No se les puede pedir más. Pero no te preocupes, que ya pronto va a comenzar mayo y verás como entonces me recupero.
¡Qué más dará mayo que abril para que os curéis o no! A mí lo que me importa es que os pongáis bien, sea el mes que sea.
Tienes razón. Lo importante es que me ponga bien y me pondré, ya lo verás.
Dios os oiga, madre, porque yo no albergo muchas esperanzas. ¡Si al menos estuviera padre aquí!
Tu padre sólo piensa en la guerra y en la conquista de España entera —doña Elvira emitió un profundo suspiro—. Si por él fuera, no dejaría de batallar un solo día del año. La familia le importa poco. Él sólo vive para lo que cree que ha sido elegido.
Entretanto, don Ordoño ya había dejado a sus espaladas las tierras de Atienza, con su fuerte castillo en lo alto de la montaña como águila señera que lo domina todo, para invadir y asolar el territorio de Sintilia, no lejos de Sigüenza. El espíritu combativo que caracterizaba al rey leonés y el afán de venganza que lo embargaba lo llevaron en pocas jornadas a las puertas de Toledo, después de asaltar y saquear numerosas plazas y castillos. Ordoño II, como en tantas otras ocasiones, con estas incursiones por tierras andalusíes quiso poner de manifiesto una vez más su valor y su intrepidez ante el todopoderoso Abd al-Rahman III. Y es que el bravo leonés no se amilanaba ante nada ni ante nadie. Él quería llevar a cabo lo que dos siglos atrás había comenzado con la resistencia de Covadonga y que su padre había consolidado. Quería expulsar de una vez para siempre a los musulmanes de España. Sabía que era una empresa harto difícil, pero no desistía en su empeño.

Esplendorosa mañana del mes de julio. El sol acariciaba radiante el cenit. Doña Jimena se deleitaba contemplando el jardín del palacio bajo la refrescante sombra de un frondoso nogal. Unos agudos chillidos la apartaron de su embelesamiento. Ermesinda corría hacia ella con la cara desencajada y gritos de angustia y desesperación.
¡Doña Jimena, doña Jimena…! ¡Su madre, que le ha dado un ataque! ¡Venga, por favor!
Doña Jimena sin dudarlo un instante se precipitó hacia los aposentos de su madre. Cuando entró en ellos, doña Elvira permanecía desmayada en su lecho con la cabeza vuelta hacia un lado, los ojos desorbitados y la boca desencajada.
¡Madre! ¿Qué os ha pasado?
Doña Jimena se abalanzó sobre el cuerpo yacente de su madre para abrazarla, pero el galeno que la estaba atendiendo exigió que lo dejaran solo con la enferma. En aquel momento la reina tan sólo necesitaba paz y sosiego. Después de más de una hora de atenciones y cuidados, doña Elvira, por fin, volvió en sí. Una vez recobrados sus sentidos, lo primero que hizo fue llamar a su hija.
¿Y mi hija, no está aquí?
Os espera ahí fuera, Majestad.
¡Que pase ahora mismo! Quiero tenerla a mi lado.
Sí, Señora.
Doña Jimena entró en el aposento de su madre y ambas se fundieron en un afectuoso y prolongado abrazo.
Madre, me habéis dado un susto de muerte.
No ha sido nada, hija mía. Me he desmayado. Eso es todo.
Por las mejillas de doña Jimena resbalaron dos gruesas lágrimas.
Pobrecita mía. No llores. Ya pasó todo.
Pero eso no quita que os vuelva a dar otro ataque.
Ya verás como no, hija.
Un poco más calmada, doña Jimena se soltó de los brazos de su madre para sentarse a su cabecera.
Madre, tengo miedo. Tengo el presentimiento de que en cualquier momento nos vais a dejar.
No digas tonterías, hija. Esto es pasajero. Pronto pasará.
No, madre. Cada poco tenéis un achaque y cada vez son más fuertes. Decíais que con el buen tiempo mejoraríais y yo veo que es todo lo contrario. Cada día estáis peor. Esto no puede acabar bien y padre sin regresar.
No te aflijas, hija mía.
¿Cómo no me he de afligir si me encuentro sola con Vos? Si al menos estuviera aquí alguno de mis hermanos…
Está García, hija, ¿o te has olvidado de él?
No me he olvidado de él, madre, pero García es un niño.
Pues entonces manda aviso a Ramiro, que está en Zamora, pero no le digas que me encuentro mal. Dile tan sólo que lo necesitas aquí unos días.
Después del esfuerzo realizado, la reina volvió a perder el conocimiento durante unos instantes, aunque no fue preciso llamar de nuevo al médico, pues se recuperó inmediatamente gracias a los efluvios de unas sales que su propia hija le aplicó a la nariz. Luego entró en un largo sopor que la obligó a permanecer así horas. Horas durante las cuales su hija no se apartó de su cabecera ni un solo instante. En los días sucesivos doña Elvira alternó momentos de lucidez con largos desmayos y períodos de inconsciencia, hasta que al cabo de una semana entregó su alma al Creador.

El uno de agosto don Ordoño entraba victorioso en la ciudad de Zamora después de su fructuosa razzia por tierras sarracenas. Lo que no se esperaba era la luctuosa noticia que iba a recibir allí mismo. El fallecimiento de doña Elvira. El rey aceptó resignado lo que el destino le había deparado, pero en su fuero interno no se perdonaba el haber abandonado a su esposa cuando más lo necesitaba. Sabía que había cumplido con su deber, pero eso no justificaba su comportamiento. Ella le había predicho su muerte, sin embargo, no quiso creerla. Debería haberle hecho caso aquella vez y haber permanecido a su lado hasta el desenlace fatal para consolarla. Pero ya era tarde. Lo hecho, hecho estaba y la vida debía continuar. Tenía que pasar página.


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