jueves, 9 de mayo de 2019

LOS AVATARES DE UN REINO. 2ª. PARTE. Capítulo 14


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Fruela II se coronó como rey de Asturias en 910, a la muerte de su padre Alfonso III el Magno. Desde el primer momento se consideró subordinado al rey de León, condición que se acentuó aún más cuando Ordoño II ascendió al trono legionense.
A pesar de ser soberano en su territorio, Fruela II se sentía relegado a un segundo lugar dentro de su propio reino. Por eso albergaba en su subconsciente la esperanza de ocupar algún día el trono de León si Dios le concedía sobrevivir a su hermano Ordoño. Por aquel entonces todavía no se había consolidado la transmisión de la corona de padres a hijos. Por lo que se consideraba tan legítimo heredero de la corona de León como lo habían sido sus hermanos don García y don Ordoño. Ya hacía tiempo que maquinaba esta idea en su cabeza. Pero fue con motivo de la traición de los condes castellanos a su hermano Ordoño en la batalla de Valdejunquera, cuando acabó de concebir el plan para usurpar el trono de León si sobrevivía a su hermano. Después de que éste liberara a los condes, no tardó en enviarles emisarios con el fin de ganarlos para su causa. Los condes castellanos, por su parte, aceptaron de buen grado el plan del rey asturiano, pues se avenía en todo a su propósito. Aparte de las razones que esgrimieron para no participar en la batalla de Muez, en el fondo se escondía un acto de rebelión contra su propio rey, al que no querían aceptar como soberano de Castilla. La enemistad y el rencor que empezó a crecer en su pecho contra don Ordoño hicieron que no dudaran en apoyar cualquier tentativa de derrocamiento del rey. Por otra parte, Fruela II les prometió mayor libertad y autonomía para Castilla si apoyaban su causa. No ocurría lo mismo con los nobles y magnates leoneses y gallegos, que estaban a favor de Ordoño II y de su progenie.
Enterado Fruela II de la enfermedad de su hermano Ordoño, puso en marcha todos los hilos de su trama para apoderarse del trono cuando éste falleciera. En cuanto le informaron que a su hermano le quedaban muy pocos días de vida, no dudó en desplazarse a León e instalarse con su esposa doña Urraca en el propio palacio real con la excusa de estar más cerca de su hermano en el momento de su muerte. Ni la jovencísima e inexperta reina ni los hijos de don Ordoño sospecharon nada de las aviesas intenciones de su cuñado y tío.
Eran las ocho de la mañana del dieciséis de junio. El día prometía ser caluroso en León para aquellas fechas del calendario. En el palacio real había un gran movimiento desde el amanecer. El mayordomo no paraba de impartir órdenes a la servidumbre para que todo estuviera a punto. A las doce del mediodía se procedería al funeral del rey. Se esperaba la asistencia al mismo de todos los nobles y magnates del reino. El acto estaría presidido por la viuda consorte, los hijos del finado y el propio rey de Asturias, Fruela II. No debería fallar nada en las pompas fúnebres.
A las doce en punto llegaba a las puertas de la iglesia catedral de Santa María y San Cipriano la comitiva fúnebre con los restos mortales de don Ordoño. El gentío era inmenso. La comitiva logró llegar a las puertas del templo con gran dificultad. Una vez allí, portaron el féretro ante el altar mayor de la catedral donde recibiría el último adiós. Concelebraron la ceremonia doce obispos procedentes de los cuatro puntos cardinales del reino, presididos por monseñor Frunimio II. La ceremonia se inició sin ningún contratiempo. Los actos religiosos se desarrollaban con normalidad hasta que llegó el momento de la homilía. Fue entonces cuando don Sancho, el primogénito de don Ordoño, se percató de la ausencia de su tío. Su lugar lo ocupaba su hijo don Alfonso, que hasta entonces había sido confundido con su propio padre. Fue al tomar asiento en el palco real cuando el primogénito de don Ordoño se dio cuenta del engaño. Su corazón le dio un vuelco en aquel mismo instante. «¿Por qué se halla ausente mi tío en los funerales de mi padre?», pensó. Ante su estupor y su sorpresa, no tardó en poner al corriente de sus inquietudes a su hermano don Alfonso, que se hallaba a su lado. Entre ambos se produjo un animado cuchicheo que no tardó en ser punto de atención de todos los presentes. Doña Oneca, esposa de don Alfonso, se lo hizo notar a su esposo y ambos sellaron sus labios, aunque no disimularon su estado de nerviosismo durante toda la ceremonia funeraria.
Más de un miembro de la familia real y varios nobles y magnates se preguntaban por la causa de aquel incidente entre los dos hijos mayores del finado. Hasta los obispos se interrogaban sobre el motivo de aquel pequeño percance. Tan sólo los condes castellanos conocían la razón por la que los dos hermanos se habían puesto tan nerviosos. El resto lo descubrió en el momento de dar el pésame a la viuda y a los hijos de don Ordoño. Fue entonces cuando todo el mundo se percató de la ausencia de su hermano y de que aquello no era normal, pues si algo grave se lo hubiera impedido, su esposa y su hijo no estarían allí.
Apenas depositado el féretro de Ordoño II en el sepulcro destinado al mismo junto al ábside de la propia catedral, don Sancho, don Alfonso y su hermano don Ramiro abandonaron precipitadamente. Cuando llegaron al palacio real, se encontraron con lo que ya temían. Sus puertas estaban cerradas a cal y canto. Su tío se había atrincherado en su interior y había dado orden tajante de no dejar pasar a ninguno de los miembros de la familia de su hermano. Los hijos de don Ordoño y su viuda no lo podían creer. Su tío Fruela les acababa de arrebatar el palacio, el trono y la corona delante de sus propias narices. Era inaudito. Pronto se produjo un enorme murmullo entre los presentes y muchos comenzaron a pedir la cabeza del traidor, pero la guardia real no tardó en cargar las armas contra la muchedumbre para dispersarla. Mientras tanto, los nobles leoneses y gallegos se ponían de parte de los hijos del finado, a los que acompañaron varios de los obispos que ya se habían acercado al palacio real encabezados por monseñor Frunimio. Los condes castellanos se pusieron, en cambio, del lado de Fruela II y apoyaron su ignominioso acto con una serie de argumentos y razonamientos, que no resultaron demasiado convincentes para los hijos de don Ordoño y sus simpatizantes. Después de varias escaramuzas y largas negociaciones, los hijos de Ordoño II se vieron obligados a abandonar la plaza y refugiarse en su palacio de Zamora. Su tío se mantuvo impertérrito en su decisión y se incautó del palacio real con un gran despliegue de fuerza.
Nuño Fernández y Fernando Ansúrez entraron en palacio, mientras Aboldomar Albo y su hijo Diego permanecían en la puerta del mismo para dirigir las operaciones de contención de la insurrección.
¿Siguen aún mis sobrinos ahí fuera? —preguntó con cierto malestar Fruela II a los condes castellanos.
No, Majestad —contestó don Nuño—. Hace rato que han desaparecido de las inmediaciones del palacio.
Bien. A enemigo que huye, puente de plata. Pero si se dejan ver por ahí, no dudéis en arrestarlos. Ahora quiero que detengáis sin demora a Olmundo y sus hijos. Hay que darles un buen escarmiento por haberse puesto de parte de mis sobrinos.
Sí, Majestad —reafirmó don Fernando—. Ahora mismo voy a detenerlos.
En el despacho real permanecieron don Fruela, su hijo don Alfonso Froilaz y don Nuño Fernández.
Tenemos que sofocar esta revuelta inmediatamente y para ello no debemos dejar ningún cabo suelto. Así que traed ante mi presencia al obispo Frunimio. Tengo una misión muy concreta que encomendarle.
Poco después se hallaba en el despacho real el obispo Frunimio, que no dudó en aprovechar el momento para alzar su voz contra lo que consideraba una atroz tropelía.
Señor, os ruego que depongáis vuestra actitud. El pueblo está sublevado y esto puede acabar en un conflicto armado. Señor, devolved el trono a sus legítimos herederos para que no corra la sangre de nuestro pueblo.
¿Quién sois vos para decirme lo que debo o no debo hacer? Cerrad vuestra inmunda boca si no queréis que os la rompa. No os he mandado llamar para que me deis un sermón aquí. Os he llamado para comunicaros que estáis desterrado de esta ciudad y de cien leguas a la redonda de ella. Partid inmediatamente de aquí y no volváis mientras yo no os lo autorice.
Señor, por última vez os suplico que reconsideréis lo que estáis haciendo.
Apartadlo inmediatamente de mi vista. Su presencia me produce náuseas.
El obispo Frunimio había sido siempre muy querido en León por sus feligreses y por la familia real. Don Ordoño lo había tenido en gran estima, igual que a su familia, y había aceptado en todo momento sus consejos por sabios y prudentes. Durante su reinado las puertas del palacio real jamás se habían cerrado para el mitrado. Entraba y salía de él como si de su propia casa se tratase. Además, el rey gustaba de escuchar sus pláticas, que las más de las veces lo edificaban y complacían. Siempre había sido bien recibido en palacio y ahora se veía obligado a abandonarlo y no sólo el palacio, sino la capital y el reino entero. No podía creerlo. Pero eso no fue lo que mayor dolor causó en su corazón. Lo más lacerante fue enterarse que su hermano Olmundo y sus sobrinos Aresindo y Gebuldo habían sido condenados a muerte por el mismo motivo. El obispo abandonó la ciudad y el reino con el corazón compungido por la terrible tragedia que se había cernido sobre él y su familia en tan poco tiempo.
Entretanto, el usurpador y sus cómplices maquinaban en palacio todo tipo de tramas y ardides para perpetuarse en el poder. El rey ofreció el máximo de garantías a los condes castellanos si éstos se comprometían a consolidarlo a él y a sus sucesores en el trono de León. Les permitió que ejercieran su propia justicia. Los dispensó de desplazarse a León para dirimir sus litigios. Les autorizó el uso de su propia lengua, tan disonante y tan distinta al leonés. En definitiva, les toleró que colocaran la primera piedra de un reino que con el tiempo acabaría por eclipsar al propio reino de León.
El débil y enfermizo rey no hizo nada no ya por agrandar el reino y extender sus fronteras, sino tan siquiera por defender lo que ya poseía. Ante los continuos ataques de los musulmanes a su reino, permaneció totalmente pasivo. Tan sólo envió algunas de sus tropas en auxilio del rey navarro, más por la obligación que sentía hacia el mismo por los pactos de su hermano con aquél, que por propio convencimiento. Quería trasladar a León la política que llevó durante trece años en Asturias. Una política de neutralidad y no intervención en los conflictos bélicos.
Poco después de la usurpación del trono, aconsejado posiblemente por los condes castellanos, trató de granjearse la jerarquía eclesiástica gallega. La nobleza estaba totalmente a favor de los hijos de Ordoño II. No en balde don Ordoño fue el primer rey de Galicia. Después de su formación en Zaragoza, había pasado a gobernar las tierras gallegas en nombre de su padre y allí se había desposado con la hija de una de las más ilustres familias de aquella tierra. A la muerte de Alfonso III fue proclamado rey de Galicia hasta que heredó el trono de León, en el que volvió a fundir el reino gallego. Eran sus herederos, pues, los designados para regir los destinos de aquella entrañable tierra. No tenía por qué venir un extraño, aunque perteneciese a la misma familia real, a entrometerse en su gobierno. De eso era muy consciente Fruela II, pues él mismo se sentía extraño en tierras gallegas. Así, pues, trató de ganarse al clero para su causa a través de privilegios para los obispos y donaciones para sus catedrales e iglesias. Por eso, pocos días después de la usurpación del trono de León, el 28 de junio del 924, confirmó al obispo Hermenegildo como obispo de Iria-Santiago, la diócesis más apetecida de toda Galicia y, tal vez, de todo el reino. Al año siguiente, cuando ya estaba a las puertas de la muerte, donó una heredad suya al monasterio de San Andrés de Pardomino.
Falleció el rey Fruela II en agosto del 925, al cabo de catorce meses de haber usurpado el trono de León, según algunos cronistas castigado por la mano de Dios por la alta traición que había cometido, aunque más bien se puede afirmar que murió como consecuencia de la lepra que padecía. Su cuerpo fue enterrado en la catedral de León al lado del de su hermano don Ordoño. Dejémoslo descansar, aunque tal vez no se lo merezca.

© Julio Noel



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