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Fruela II se coronó como rey
de Asturias en 910, a la muerte de su padre Alfonso III el
Magno. Desde el
primer momento se consideró subordinado al rey de León, condición
que se acentuó aún más cuando Ordoño II ascendió al trono
legionense.
A pesar de ser soberano en su
territorio, Fruela II se sentía relegado a un segundo lugar dentro
de su propio reino. Por eso albergaba en su subconsciente la
esperanza de ocupar algún día el trono de León si Dios le concedía
sobrevivir a su hermano Ordoño. Por aquel entonces todavía no se
había consolidado la transmisión de la corona de padres a hijos.
Por lo que se consideraba tan legítimo heredero de la corona de León
como lo habían sido sus hermanos don García y don Ordoño. Ya hacía
tiempo que maquinaba esta idea en su cabeza. Pero fue con motivo de
la traición de los condes castellanos a su hermano Ordoño en la
batalla de Valdejunquera, cuando acabó de concebir el plan para
usurpar el trono de León si sobrevivía a su hermano. Después de
que éste liberara a los condes, no tardó en enviarles emisarios con
el fin de ganarlos para su causa. Los condes castellanos, por su
parte, aceptaron de buen grado el plan del rey asturiano, pues se
avenía en todo a su propósito. Aparte de las razones que
esgrimieron para no participar en la batalla de Muez, en el fondo se
escondía un acto de rebelión contra su propio rey, al que no
querían aceptar como soberano de Castilla. La enemistad y el rencor
que empezó a crecer en su pecho contra don Ordoño hicieron que no
dudaran en apoyar cualquier tentativa de derrocamiento del rey. Por
otra parte, Fruela II les prometió mayor libertad y autonomía para
Castilla si apoyaban su causa. No ocurría lo mismo con los nobles y
magnates leoneses y gallegos, que estaban a favor de Ordoño II y de
su progenie.
Enterado Fruela II de la
enfermedad de su hermano Ordoño, puso en marcha todos los hilos de
su trama para apoderarse del trono cuando éste falleciera. En cuanto
le informaron que a su hermano le quedaban muy pocos días de vida,
no dudó en desplazarse a León e instalarse con su esposa doña
Urraca en el propio palacio real con la excusa de estar más cerca de
su hermano en el momento de su muerte. Ni la jovencísima e inexperta
reina ni los hijos de don Ordoño sospecharon nada de las aviesas
intenciones de su cuñado y tío.
Eran las ocho de la mañana
del dieciséis de junio. El día prometía ser caluroso en León para
aquellas fechas del calendario. En el palacio real había un gran
movimiento desde el amanecer. El mayordomo no paraba de impartir
órdenes a la servidumbre para que todo estuviera a punto. A las doce
del mediodía se procedería al funeral del rey. Se esperaba la
asistencia al mismo de todos los nobles y magnates del reino. El acto
estaría presidido por la viuda consorte, los hijos del finado y el
propio rey de Asturias, Fruela II. No debería fallar nada en las
pompas fúnebres.
A las doce en punto llegaba a
las puertas de la iglesia catedral de Santa María y San Cipriano la
comitiva fúnebre con los restos mortales de don Ordoño. El gentío
era inmenso. La comitiva logró llegar a las puertas del templo con
gran dificultad. Una vez allí, portaron el féretro ante el altar
mayor de la catedral donde recibiría el último adiós.
Concelebraron la ceremonia doce obispos procedentes de los cuatro
puntos cardinales del reino, presididos por monseñor Frunimio II. La
ceremonia se inició sin ningún contratiempo. Los actos religiosos
se desarrollaban con normalidad hasta que llegó el momento de la
homilía. Fue entonces cuando don Sancho, el primogénito de don
Ordoño, se percató de la ausencia de su tío. Su lugar lo ocupaba
su hijo don Alfonso, que hasta entonces había sido confundido con su
propio padre. Fue al tomar asiento en el palco real cuando el
primogénito de don Ordoño se dio cuenta del engaño. Su corazón le
dio un vuelco en aquel mismo instante. «¿Por qué se halla ausente
mi tío en los funerales de mi padre?», pensó. Ante su estupor y su
sorpresa, no tardó en poner al corriente de sus inquietudes a su
hermano don Alfonso, que se hallaba a su lado. Entre ambos se produjo
un animado cuchicheo que no tardó en ser punto de atención de todos
los presentes. Doña Oneca, esposa de don Alfonso, se lo hizo notar a
su esposo y ambos sellaron sus labios, aunque no disimularon su
estado de nerviosismo durante toda la ceremonia funeraria.
Más de un miembro de la
familia real y varios nobles y magnates se preguntaban por la causa
de aquel incidente entre los dos hijos mayores del finado. Hasta los
obispos se interrogaban sobre el motivo de aquel pequeño percance.
Tan sólo los condes castellanos conocían la razón por la que los
dos hermanos se habían puesto tan nerviosos. El resto lo descubrió
en el momento de dar el pésame a la viuda y a los hijos de don
Ordoño. Fue entonces cuando todo el mundo se percató de la ausencia
de su hermano y de que aquello no era normal, pues si algo grave se
lo hubiera impedido, su esposa y su hijo no estarían allí.
Apenas depositado el féretro
de Ordoño II en el sepulcro destinado al mismo junto al ábside de
la propia catedral, don Sancho, don Alfonso y su hermano don Ramiro
abandonaron precipitadamente. Cuando llegaron al palacio real, se
encontraron con lo que ya temían. Sus puertas estaban cerradas a cal
y canto. Su tío se había atrincherado en su interior y había dado
orden tajante de no dejar pasar a ninguno de los miembros de la
familia de su hermano. Los hijos de don Ordoño y su viuda no lo
podían creer. Su tío Fruela les acababa de arrebatar el palacio, el
trono y la corona delante de sus propias narices. Era inaudito.
Pronto se produjo un enorme murmullo entre los presentes y muchos
comenzaron a pedir la cabeza del traidor, pero la guardia real no
tardó en cargar las armas contra la muchedumbre para dispersarla.
Mientras tanto, los nobles leoneses y gallegos se ponían de parte de
los hijos del finado, a los que acompañaron varios de los obispos
que ya se habían acercado al palacio real encabezados por monseñor
Frunimio. Los condes castellanos se pusieron, en cambio, del lado de
Fruela II y apoyaron su ignominioso acto con una serie de argumentos
y razonamientos, que no resultaron demasiado convincentes para los
hijos de don Ordoño y sus simpatizantes. Después de varias
escaramuzas y largas negociaciones, los hijos de Ordoño II se vieron
obligados a abandonar la plaza y refugiarse en su palacio de Zamora.
Su tío se mantuvo impertérrito en su decisión y se incautó del
palacio real con un gran despliegue de fuerza.
Nuño Fernández y Fernando
Ansúrez entraron en palacio, mientras Aboldomar Albo y su hijo Diego
permanecían en la puerta del mismo para dirigir las operaciones de
contención de la insurrección.
—¿Siguen aún mis sobrinos
ahí fuera? —preguntó con cierto malestar Fruela II a los condes
castellanos.
—No, Majestad —contestó
don Nuño—. Hace rato que han desaparecido de las inmediaciones del
palacio.
—Bien. A enemigo que huye,
puente de plata. Pero si se dejan ver por ahí, no dudéis en
arrestarlos. Ahora quiero que detengáis sin demora a Olmundo y sus
hijos. Hay que darles un buen escarmiento por haberse puesto de parte
de mis sobrinos.
—Sí, Majestad —reafirmó
don Fernando—. Ahora mismo voy a detenerlos.
En el despacho real
permanecieron don Fruela, su hijo don Alfonso Froilaz y don Nuño
Fernández.
—Tenemos que sofocar esta
revuelta inmediatamente y para ello no debemos dejar ningún cabo
suelto. Así que traed ante mi presencia al obispo Frunimio. Tengo
una misión muy concreta que encomendarle.
Poco después se hallaba en el
despacho real el obispo Frunimio, que no dudó en aprovechar el
momento para alzar su voz contra lo que consideraba una atroz
tropelía.
—Señor, os ruego que
depongáis vuestra actitud. El pueblo está sublevado y esto puede
acabar en un conflicto armado. Señor, devolved el trono a sus
legítimos herederos para que no corra la sangre de nuestro pueblo.
—¿Quién sois vos para
decirme lo que debo o no debo hacer? Cerrad vuestra inmunda boca si
no queréis que os la rompa. No os he mandado llamar para que me deis
un sermón aquí. Os he llamado para comunicaros que estáis
desterrado de esta ciudad y de cien leguas a la redonda de ella.
Partid inmediatamente de aquí y no volváis mientras yo no os lo
autorice.
—Señor, por última vez os
suplico que reconsideréis lo que estáis haciendo.
—Apartadlo inmediatamente de
mi vista. Su presencia me produce náuseas.
El obispo Frunimio había sido
siempre muy querido en León por sus feligreses y por la familia
real. Don Ordoño lo había tenido en gran estima, igual que a su
familia, y había aceptado en todo momento sus consejos por sabios y
prudentes. Durante su reinado las puertas del palacio real jamás se
habían cerrado para el mitrado. Entraba y salía de él como si de
su propia casa se tratase. Además, el rey gustaba de escuchar sus
pláticas, que las más de las veces lo edificaban y complacían.
Siempre había sido bien recibido en palacio y ahora se veía
obligado a abandonarlo y no sólo el palacio, sino la capital y el
reino entero. No podía creerlo. Pero eso no fue lo que mayor dolor
causó en su corazón. Lo más lacerante fue enterarse que su hermano
Olmundo y sus sobrinos Aresindo y Gebuldo habían sido condenados a
muerte por el mismo motivo. El obispo abandonó la ciudad y el reino
con el corazón compungido por la terrible tragedia que se había
cernido sobre él y su familia en tan poco tiempo.
Entretanto, el usurpador y sus
cómplices maquinaban en palacio todo tipo de tramas y ardides para
perpetuarse en el poder. El rey ofreció el máximo de garantías a
los condes castellanos si éstos se comprometían a consolidarlo a él
y a sus sucesores en el trono de León. Les permitió que ejercieran
su propia justicia. Los dispensó de desplazarse a León para dirimir
sus litigios. Les autorizó el uso de su propia lengua, tan disonante
y tan distinta al leonés. En definitiva, les toleró que colocaran
la primera piedra de un reino que con el tiempo acabaría por
eclipsar al propio reino de León.
El débil y enfermizo rey no
hizo nada no ya por agrandar el reino y extender sus fronteras, sino
tan siquiera por defender lo que ya poseía. Ante los continuos
ataques de los musulmanes a su reino, permaneció totalmente pasivo.
Tan sólo envió algunas de sus tropas en auxilio del rey navarro,
más por la obligación que sentía hacia el mismo por los pactos de
su hermano con aquél, que por propio convencimiento. Quería
trasladar a León la política que llevó durante trece años en
Asturias. Una política de neutralidad y no intervención en los
conflictos bélicos.
Poco después de la usurpación
del trono, aconsejado posiblemente por los condes castellanos, trató
de granjearse la jerarquía eclesiástica gallega. La nobleza estaba
totalmente a favor de los hijos de Ordoño II. No en balde don Ordoño
fue el primer rey de Galicia. Después de su formación en Zaragoza,
había pasado a gobernar las tierras gallegas en nombre de su padre y
allí se había desposado con la hija de una de las más ilustres
familias de aquella tierra. A la muerte de Alfonso III fue proclamado
rey de Galicia hasta que heredó el trono de León, en el que volvió
a fundir el reino gallego. Eran sus herederos, pues, los designados
para regir los destinos de aquella entrañable tierra. No tenía por
qué venir un extraño, aunque perteneciese a la misma familia real,
a entrometerse en su gobierno. De eso era muy consciente Fruela II,
pues él mismo se sentía extraño en tierras gallegas. Así, pues,
trató de ganarse al clero para su causa a través de privilegios
para los obispos y donaciones para sus catedrales e iglesias. Por
eso, pocos días después de la usurpación del trono de León, el 28
de junio del 924, confirmó al obispo Hermenegildo como obispo de
Iria-Santiago, la diócesis más apetecida de toda Galicia y, tal
vez, de todo el reino. Al año siguiente, cuando ya estaba a las
puertas de la muerte, donó una heredad suya al monasterio de San
Andrés de Pardomino.
Falleció el rey Fruela II en
agosto del 925, al cabo de catorce meses de haber usurpado el trono
de León, según algunos cronistas castigado por la mano de Dios por
la alta traición que había cometido, aunque más bien se puede
afirmar que murió como consecuencia de la lepra que padecía. Su
cuerpo fue enterrado en la catedral de León al lado del de su
hermano don Ordoño. Dejémoslo descansar, aunque tal vez no se lo
merezca.
© Julio Noel
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