Medulio, caudillo de los astures
Julio Noel
A continuación de ellos (los cántabros) se hallan los veintidós pueblos de los astures, divididos en astures augustanos y astures transmontanos, con Asturica, una ciudad magnífica: entre ellos están los gigurri, los pésicos, los lancienses y los zoelas.
Historia Natural, III, 28.
1
Dos robustos jinetes cabalgaban a lomos de sendos caballos asturcones por aquella intrincada senda que discurría por la ladera del monte Medullius. Vestían sayos de lana y se cubrían con una larga capa negra. La melena, suelta, se esparcía a lo ancho de sus espaladas. Unos pasos más adelante cabalgaba sobre un hermoso asturcón un gigante de más de seis pies y medio de altura. La melena de un color castaño le caía a lo ancho de su enorme espalda. La barba de un color cobrizo era espesa y le ocultaba casi toda la cara. La frente era amplia y despejada. Bajo ella destacaban unos ojos azules, cuyas pupilas fulminaban como el rayo. Alrededor de su cuello lucía un magnífico torque de oro y otro más pequeño de cobre en su muñeca izquierda. En la derecha portaba un brazalete decorado, también de cobre. No cabía duda que se trataba del jefe de los dos jinetes que lo seguían dócilmente.
Los tres hombres vigilaban aquella parte de la montaña por ser la más expuesta a un posible ataque de los romanos. Pero Medulio no se conformaba con eso. Cada día inspeccionaba con sus hombres de confianza todo el contorno de la montaña. Su deber era proteger a su pueblo de un ataque inesperado de los romanos. Éstos habían rodeado todo el monte y estaban construyendo un foso, que completaría el que ya existía naturalmente.
Los astures habían levantado empalizadas en los lugares más accesibles para evitar cualquier posible ataque. También abrieron dos puertas, una al Norte y otra al Sur, para controlar el acceso. En ellas había centinelas permanentemente. Asimismo habían horadado la montaña con numerosas cuevas y galerías para refugiarse en ellas en caso de peligro.
—¿Todo en orden? —preguntó Medulio al centinela que custodiaba la puerta sur.
—Todo en orden, mi general —contestó el centinela cuadrándose ante su superior.
—No quiero ninguna sorpresa. Al menor indicio, das la voz de alarma.
—Sí, mi general.
Medulio continuó su ronda a lo largo y ancho de la montaña para cerciorarse de que todo estaba en su sitio. No quería ninguna sorpresa ni que se repitiera lo de Lancia. Esa montaña era su último reducto, por lo que tenían que hacerse fuertes ante el ataque del invasor. Si lograban reducirlos allí, todo se habría acabado. El caudillo de los astures evocó, como tantas otras veces, los momentos más importantes de su vida. Nunca se había perdonado el abandono de los suyos en la batalla de Lancia. Recordaba cómo habían sido rodeados por una centuria romana él y el grupo de guerreros astures que lo acompañaba. Los romanos casi los triplicaban, tanto es así que el grueso del ejército romano se olvidó de ellos por considerar que serían aniquilados por la centuria en muy poco tiempo. Medulio rememoraba que tanto él como sus guerreros iban armados hasta los dientes. Todos ellos portaban dardos, lanza, puñal, espada de antenas y hacha de doble filo, aparte de protegerse con los caetra. Los romanos los habían rodeado en forma de círculo para hostigarlos por todas partes, pero ellos se defendieron como leones. La batalla fue ardua y larga. En un principio los romanos llevaban todas las de ganar. Eran superiores en número y se conducían con una disciplina militar férrea. Pero los astures eran diestros en la improvisación y en el combate cuerpo a cuerpo. Su corpulencia, su agilidad y el hábil manejo de las armas hacían que se multiplicaran sus movimientos y sus golpes, mortales la mayor parte de las veces. Después de más de una hora de lucha, en pleno fragor de la batalla, el número de combatientes por ambos lados prácticamente se había nivelado. El centurión romano quiso pedir refuerzos al grueso de su ejército, pero éstos ya se habían alejado alguna milla del lugar de la batalla, por lo que le fue imposible comunicarse con ellos. Transcurridas más de dos horas, la victoria ya se decantaba a todas luces a favor de los astures, que no tardaron en liquidar a los pocos romanos que aún permanecían con vida. Finalizada la batalla, el campo quedó sembrado de cuerpos inertes, la mayoría de ellos romanos. Los astures supervivientes, apenas un par de docenas, exhaustos por la cruenta lucha, no sabían qué partido tomar. Medulio, el caudillo, quería reintegrarse inmediatamente a las filas de su ejército, el de los astures, pues por algo era su caudillo, su comandante en jefe. Su liderazgo y su honor así se lo pedían. Pero pronto sus compañeros, entre ellos Clouto, su lugarteniente y su mejor amigo, le hicieron ver que aquello era un suicidio.
El ejército romano era infinitamente superior a ellos. Para poder incorporarse al ejército astur había que atravesar las filas de aquéllos, lo que era imposible sin perecer todos en el intento. Por otra parte, atacar exteriormente a estas filas era ir en busca de una muerte segura, lo que nada positivo aportaba a las huestes astures. Poco a poco, convencido por todos sus guerreros, Medulio aceptó su decisión, que no era otra que alejarse lo más posible del campo de batalla, puesto que allí ya nada podían hacer. Optó por refugiarse en el monte Medullius. Atrás dejaba a los suyos como un cobarde, abocados a una muerte segura ante la apisonadora de aquel imponente ejército romano. Llevaba el corazón roto por el dolor, pero nada podía hacer ante la superioridad del enemigo. Por eso desde aquel momento decidió vengarse de ellos y no darles tregua en el resto de sus días. Ésa sería su revancha. Tomada la decisión, se pusieron en marcha lo más rápidamente posible, antes de que los romanos se percataran de lo ocurrido. Cuando éstos se quisieron dar cuenta de esta pequeña pero importante derrota, ya era demasiado tarde para tomar medidas y, aunque enviaron otra centuria para darles caza y exterminarlos, ya no lo lograron.
Medulio y sus leales guerreros cabalgaron sin descanso durante horas a lomos de sus asturcones hasta poner tierra de por medio entre ellos y sus enemigos. Después de recorrer unas treinta millas y echada la noche encima, decidieron darse un respiro en un soto rodeado de chopos, álamos, salgueros, alisos, abedules, paleras y un innumerable número de hierbas y plantas, aromáticas unas y medicinales otras. A unas cinco millas por encima de Bedunia, detuvieron su larga y apresurada marcha. El río Urbicus discurría por aquel tramo imponente y caudaloso, por lo que tendrían que buscar un vado para atravesarlo. A pesar de aquel remanso de tranquilidad y de que era noche cerrada, el reducido grupo de astures determinó reemprender la marcha para alejarse lo más posible de sus enemigos y refugiarse sin pérdida de tiempo en el monte Medullius. Cuando el astro rey desplegó sus dorados rayos en el lejano horizonte, Medulio y sus guerreros ya se encontraban a la altura de la futura Asturica Augusta. Su objetivo lo tenían más cerca, pero aún les faltaba toda la jornada para lograrlo.
Atravesaban la tierra de los amacos. Allí recogieron lo poco que les quedaba en el campamento del Tortus. Los pobladores que aún residían por la zona se unieron a sus filas. No tardaron en divisar hacia el poniente las cumbres del Tilenus, con nieves casi perpetuas. A medida que ascendían en altitud las tierras se empobrecían más y más. Apenas había vegetación: un chopo aquí, un castaño más allá, cuatro rebollos y algunas pequeñas manchas de escobas y urces más adelante. La pendiente se hacía cada vez más dura a medida que avanzaban. A su paso por el que con el tiempo daría lugar a Fons Sabbatonis pudieron contemplar en toda su magnificencia el monte Tilenus, que representaba el dios de la lucha entre aquellos pueblos, al que invocaban al comienzo de todas las batallas y rendían homenaje después de cada victoria. En lo más alto de la montaña, desde donde se contemplaba con más esplendor su inmensa mole, Medulio detuvo la marcha para invocar una oración al dios que tenían delante y pedirle la victoria sobre el pueblo invasor. El grupo de aguerridos guerreros se postró de hinojos en tierra durante unos minutos y con gran devoción oraron ante su protector. Luego continuaron la marcha.
Fueron dejando atrás aquellas imponentes moles pobladas de pinos, robles, urces y escobas, para atravesar estrechos valles y profundas gargantas, donde el agua cristalina saltaba de risco en risco y de piedra en piedra para formar profundos pozos y pequeñas cascadas en su curso. Los bosques de ribera poblaban sus orillas, lo que producía un profundo contraste con la vegetación de la montaña. A la altura de la futura Ponsferrata cruzaron el río Minium, nombre que recibió debido al color rojizo de sus aguas. Acababan de entrar en tierra de los gigurros, donde se encontraba ubicado el monte Medullius, meta de su viaje. Las extensas y fértiles vegas se extendían por doquier hasta las faldas de las lejanas montañas. Unas millas más abajo, siguiendo el curso del río, llegaron a las estribaciones de la montaña que buscaban. Medulio eligió un lugar a orillas del Minium, entre una espesa y abundante vegetación, para pasar allí la noche tanto hombres como cabalgaduras y reponer sus fuerzas. A la mañana siguiente, con las primeras luces del alba, se pusieron en marcha hacia la montaña que constituiría su próximo refugio. El enemigo no les daría mucha tregua para que pudieran descansar y restablecerse.
El monte Medullius tenía una superficie aproximada de unas ocho mil hectáreas. Estaba enteramente ubicado en territorio astur, concretamente en tierra de los gigurros. Por su parte occidental limitaba con los galaicos. Los gigurros limitaban a su vez con los lougueos al Norte y al Noroeste, con los susarros y amacos al Este, con los cabruagénigos al Sureste y con los iburros al Sur y Suroeste. Todos ellos ocupaban la parte más occidental del territorio astur.
El monte Medullius respondía íntegramente a las expectativas de Medulio. Era un lugar lo suficientemente extenso como para albergar a una buena parte de los astures supervivientes. Tenía una amplia extensión para dedicar a los cultivos y la ganadería. Además constituía una especie de fortaleza natural casi inexpugnable. Había algunas zonas de más fácil accesibilidad. En ellas haría construir empalizadas para obstruir el acceso de los romanos. Después de una concienzuda y detallada inspección, llegó a la conclusión de que era el lugar idóneo para refugiarse con su gente y hacer frente allí al enemigo. Y eso es lo que harían.
Elegido el lugar más idóneo para atrincherarse contra el enemigo, Medulio y sus hombres se dedicaron a recorrer los poblados y aldeas de la zona con el fin de reclutar todos los hombres aptos para la guerra y ordenar al resto de la población que lo abandonaran todo y se refugiaran en el monte Medullius. Hubo alguna resistencia por parte de los lugareños, pero no tardaron en comprender que el caudillo y sus guerreros les ofrecían la única opción que tenían. Después de recoger lo más imprescindible, junto con sus ganados, se encaminaron hacia la montaña sagrada. Medulio se llevó consigo a su madre, a su esposa y a su hija, una hermosa niña de unos diez años, de ojos azules, tez blanca como la nieve y una amplia melena de color castaño cobrizo que le caía a lo largo de su espalda. Su esbelta figura hacía de ella la imagen de una pequeña diosa. Por nada del mundo iba a dejarlas abandonadas a su suerte o a que cayeran en manos del enemigo.
—Elba, tenemos que marcharnos inmediatamente —le dijo Medulio con voz imponente a su esposa.
—¿Por qué tenemos que irnos? ¿No estamos bien aquí? —le contestó ella.
—Los romanos nos han derrotado en Lancia y no tardarán en seguir nuestros pasos para liquidarnos. No tenemos más alternativa que refugiarnos en el monte Medullius lo antes posible si queremos evitar una muerte segura. Es el único lugar que he encontrado apropiado para defendernos de ellos y hacernos fuertes.
—¿Y tanta prisa corre?
—Claro que corre prisa. Los romanos no tardarán en venir en nuestra búsqueda. Tenemos que reunir allí al mayor número posible de los nuestros y después tendremos que construir defensas en los lugares más accesibles. No hay tiempo que perder, así que recoge tus cosas y diles a Alda y a mi madre que nos vamos enseguida. El pastor que reúna los ganados y que se ponga en marcha inmediatamente. Diles a la sirvienta y a los criados que no se lleven nada más que lo que sea comestible y las herramientas que sirvan para trabajar. Todo lo demás es innecesario.
—¿Pero cómo vamos a dejar aquí todo lo que tenemos? ¿Qué va a ser de ello?
—¿Qué importa ahora eso? Lo fundamental es poner a salvo nuestras vidas.
Elba puso inmediatamente en ejecución lo que su marido le había ordenado. Junto con Alda y Genoveva no tardaron en abandonar el poblado en dirección al monte Medullius. Por el camino se fueron reuniendo con otras familias que se dirigían al mismo lugar.
Por su parte, Medulio y sus guerreros seguían reclutando hombres útiles para la guerra. Lograron reunir alrededor de diez mil. El caudillo no paraba de impartir órdenes por todas partes. Había que levantar empalizadas en los lugares de fácil acceso. Había que construir chozas para albergar a toda aquella gente. También tendrían que horadar cuevas a lo largo y ancho de la montaña para esconderse en ellas en un posible ataque. No había tiempo que perder, pues los romanos podían presentarse allí en cualquier momento y no podían sorprenderlos desprevenidos.
—Clouto, tú te encargarás de organizar todas las cuadrillas de trabajo para llevar a cabo las obras que tenemos que hacer. Elige el equipo que consideres necesario y ponte manos a la obra inmediatamente. Cada minuto que pasa corre en contra nuestra. No escatimes medios ni recursos. Quiero que todas estas obras estén terminadas en menos de quince días, sobre todo las empalizadas, que deberían estar levantadas antes de una semana.
—No te preocupes, Medulio. Eso está hecho. Cuenta conmigo.
—Así lo espero, Clouto. Confío que no me falles, porque en ello nos va la vida. Ya sabes cómo se las gastan los romanos.
—No hace falta que me lo recuerdes, Medulio. En mi memoria está grabada la batalla de Lancia, que no olvidaré jamás.
—Deseo que así sea por el bien de todos.
A partir de aquel momento comenzó a desarrollarse una actividad febril a lo largo y ancho de toda la montaña. Clouto no cesaba de impartir órdenes a sus ayudantes, que éstos, a su vez, trasladaban a los grupos de trabajo. Unos se dedicaron a cortar gruesas ramas de roble para hacer las empalizadas. Otros las trasladaban donde había que hacer las defensas. Allí el grupo de hombres encargado de hacer la empalizada las cortaban a una medida de unos siete pies de largo. Luego las afilaban por uno de sus extremos, mientras introducían el otro en un hoyo excavado en la tierra. Una vez hecho esto, las entretejían entre sí. De esta suerte iban cerrando el acceso al enemigo. Otro grupo de hombres se dedicaba a construir chozas con ramas más delgadas y barro. Por aquí y por allá se veía cómo iban levantando los pequeños habitáculos humanos. Finalmente, en distintos puntos estratégicos de la montaña, varios grupos de hombres excavaban profundas e intrincadas cuevas para guarecerse en ellas. Medulio lo observaba todo desde uno de los puntos más elevados de la montaña. Estaba satisfecho de cómo avanzaban los trabajos y de todo lo conseguido hasta el momento. Miraba y remiraba la montaña una y otra vez y cuanto más lo hacía, más se reafirmaba en el acierto que había tenido al elegirla. Estaba rodeada por un profundo foso natural en su mayor parte, lo que la hacía prácticamente inexpugnable por allí. Por los pocos lugares de más fácil acceso ya tenían casi terminadas las empalizadas, que servirían para frenar un potencial ataque. No cabía duda. Allí podían hacer frente más fácilmente a los ataques de los romanos y opondrían mayor resistencia que en Lancia.
No bien hubieron terminado los trabajos de defensa y de atrincheramiento, cuando un centinela dio la voz de alarma. Por el Este y siguiendo el curso del Minius se aproximaba un gran ejército romano. Eran las tropas de Publio Carisio, que iban en pos de los astures que habían podido escapar de Lancia después de haber derrotado a esta ciudad y haber exterminado o hechos prisioneros a todos sus habitantes. Medulio corrió con celeridad al punto indicado para observar desde allí los movimientos de las tropas invasoras. Se trataba de cinco legiones completas formadas por unos treinta mil hombres. El grueso lo constituía la infantería, aunque también había algunos centenares de jinetes. El caudillo astur no se movió de aquel lugar hasta ver en qué paraba el avance de las tropas romanas. Después de varias horas de lenta y pesada marcha, observó cómo acampaban en una vasta vega al lado del Minius. Medulio montó guardia día y noche en el puesto de vigilancia para no perder un solo detalle de los movimientos de las tropas romanas. Pasados los primeros días de sorpresa, estaba desconcertado con la estrategia de los invasores. No entendía por qué no habían lanzado ya un ataque sobre ellos. Él era lo que hubiera hecho en su lugar. No obstante, los romanos parecían no tener prisa. Habían asentado sus reales en aquella vega y de allí no se movían. Transcurridos unos días, observó pequeños movimientos de tropas. Iban de un lugar para otro aparentemente sin ningún objetivo. Pronto advirtió que se fueron fraccionando en varios destacamentos, cada uno de los cuales tomó una dirección distinta. Medulio ordenó seguir el movimiento de cada uno de esos destacamentos desde la montaña. Quería saber qué se proponían.
—Clouto, vete siguiendo a los que van hacia el mediodía. Quiero saber qué intenciones tienen.
—Tú, Toreno, irás al lado opuesto, a la parte septentrional. No quiero ninguna sorpresa.
Los dos lugartenientes se pusieron en marcha inmediatamente para cumplir las órdenes recibidas de su jefe. No tardaron en saber qué se proponían los romanos. El destacamento que se dirigió hacia el Norte estaba construyendo puestos de vigilancia en los lugares más estratégicos que circundaban el monte Medullius. Los que se dirigieron hacia el Sur hacían otro tanto, pero además habían comenzado a excavar una enorme trinchera como continuación del foso natural que rodeaba la montaña. Medulio no tardó en darse cuenta que su propósito era sitiarlos allí. —Pues se van a equivocar—, pensaba. —Aquí tenemos agua y víveres para años. Si quieren jugar al ratón y al gato, jugaremos.
A lo largo de los días y meses siguientes, los astures vieron cómo su enemigo levantaba puestos de vigilancia y pequeños campamentos en todo el perímetro que rodeaba la montaña, a la vez que avanzaba sin pausa el enorme foso que excavaban por los lugares donde no existía el natural, para dar continuidad a éste. La enorme obra duró años, pero al final los romanos excavaron quince millas sin que obstáculo alguno interrumpiera su avance. Vaciaron pequeños montículos, rellenaron barrancos y tallaron incluso las rocas que se encontraron a su paso sin que nada los detuviera. Construyeron asimismo una red de calzadas que circundaban el monte Medullius. Éstas les permitirían desplazar a sus tropas con rapidez en el caso de que los astures lograran romper el asedio.
Mientras tanto los astures se habían aclimatado a la montaña como si fuera su hogar natural. Pastoreaban los rebaños, cultivaban pequeños huertos, conmemoraban las fiestas tradicionales y rendían culto a sus dioses como habían hecho siempre, pero sin abandonar nunca la vigilancia de los romanos ni el entrenamiento para la guerra. Los niños, que eran los que se ocupaban fundamentalmente del pastoreo, jugaban y correteaban sin parar por los verdes prados. Incluso, en su inocencia, se permitían el lujo de jugar a la guerra, pues para ellos no significaba más que un pasatiempo. El cultivo de los huertos estaba a cargo de las mujeres. Ellas eran las que se cuidaban de las cosas materiales del hogar y del bienestar de toda la familia. Los hombres, por su parte, se ocupaban de la vigilancia de la montaña y del entrenamiento continuo para la guerra. Medulio dirigía personalmente muchos de estos entrenamientos y no permitía la más mínima relajación a sus hombres. Todos debían permanecer en plenas facultades físicas y mentales para la lucha.
El lugar donde se había establecido Medulio con su familia y sus allegados era una especie de paraíso. La choza que habían construido como hogar estaba emplazada en un maravilloso valle al lado de un riachuelo. El valle estaba poblado por frondosos árboles, sobre todo nogales y castaños, además de los típicos árboles de ribera, como chopos, álamos, fresnos, salgueros, avellanos y un sinfín de plantas y arbustos. Los verdes prados se extendían por todas partes donde pastaban tranquilamente las vacas y las caballerías. Infinidad de flores de distintos colores inundaban todo el valle en primavera. Alda y Elba eran felices en aquel paraíso, en el que habían llegado a olvidar que estaban en guerra.
—¿Cómo ha ido el día hoy? —preguntó Elba a su marido cuando lo vio entrar por la puerta de la choza.
—Como de costumbre —contestó él—. Con mucho trabajo y algún que otro hombre que quiere eludir el entrenamiento. Uno se queja que le duele un brazo, otro la pierna, el de más allá que no se encuentra muy bien. Excusas. Todo son excusas para no hacer la instrucción. Menos mal que son pocos, de lo contrario, no habría quien levantara la moral del grupo. Siempre tiene que haber alguna oveja negra. Pero conmigo no les valen esas tretas. A los que me vienen con cuentos de esos les obligo a hacer el doble de ejercicios que a los demás. Así no les quedan ganas de volver a quejarse. No puedo permitir que los hombres se relajen. Ahí abajo tenemos un ejército de romanos con ganas de aplastarnos y no dudarán en hacerlo si les damos la menor oportunidad. Hay que estar vigilantes y en forma en todo momento. ¿Y por aquí cómo van las cosas?
—Pues bien. Hoy parió la novilla y trajo un ternero muy guapo.
—Me alegro. Así de aquí a unos meses tendremos carne fresca, que buena falta nos hace. Ya no recuerdo cuándo la comí por última vez.
—¡Qué poca memoria tienes! No hace tanto que matamos un cordero. ¿Ya no te acuerdas?
—¿Y para qué da un cordero, si en dos sentadas se come? —protestó Medulio que no se veía saciado en la mesa—. Al menos con un ternero tienes carne para un mes.
—¡Anda, anda, que no piensas más que en comer! —le reconvino su esposa—. Te comerías un cordero tú solo en una sentada y no quedarías satisfecho.
—Pues no lo digas en broma, que por una apuesta sería capaz de comérmelo.
—¡Bueno, bueno! ¡Ya sales con tus bravuconadas! Vamos a dejarlo así.
—Sí. Mejor será. Y Alda, ¿dónde está?
—Hace un momento estaba ahí fuera, a la sombra del castaño. Supongo que seguirá ahí. ¿Quieres que la llame?
—No, no. Déjala. Era sólo que quería saber dónde estaba.
En esos momentos aparecía la hija en el umbral de la choza. Con los brazos extendidos echó a correr hacia su padre.
—¡Padre, padre!
—¡Hija! ¿Cómo estás?
Alda se echó en brazos de su padre, que la estrechaba contra su pecho. La hija adoraba a su padre y esa adoración era recíproca. Por las níveas mejillas de la niña resbalaron dos lágrimas.
—No llores, hija, que mancillas tu rostro virginal. ¡Eres tan hermosa y te pareces tanto a tu madre! —al decir estas palabras depositó un beso paternal en su frente. Luego, la dejó con suavidad en el suelo para sentarse en el banco que había junto al hogar—. Sois lo único que tengo y no permitiré que os hagan daño. Antes la muerte que os toquen un cabello. Os prometo en este solemne momento que no sufriréis ni seréis torturadas. Ésos que están ahí abajo vigilando todos nuestros pasos, que se las dan de tan cultos y refinados, no tienen duelo ni consideración con los vencidos y no dudan en torturarlos y vejarlos antes de darles una muerte horrible. Pero yo estaré siempre a vuestro lado para que eso no ocurra, sobre todo en los momentos difíciles.
Madre e hija se quedaron anonadas y sin habla ante aquellas palabras de su marido y padre. Presentían que algo terrorífico se avecinaba. Al fin Elba se atrevió a preguntar:
—Pero, ¿hay alguna novedad?
—Por ahora no —contestó Medulio—. Pero no os quepa la menor duda que más pronto o más tarde la habrá. Los romanos no se irán de ahí con las manos vacías. Han venido por nosotros y no se irán sin intentar algo. Es cierto que mientras no nos ataquen, estamos a salvo. Ellos creen que con el tiempo tendremos que salir, pero cuando vean que no lo hacemos, intentarán atacarnos aquí. Por cierto, nosotros no vamos a dar el primer paso, pero tarde o temprano lo darán ellos.
—Los dioses no lo quieran —comentó Elba.
—Los dioses tal vez no lo quieran, pero los romanos sí lo querrán, así que no podemos bajar la guardia y tenemos que estar preparados en todo momento. Y de hecho lo estamos. Si quieren pueden atacarnos, pero os aseguro que no van a salir bien parados. Nuestros hombres están bien entrenados y tienen la moral muy alta. Están dispuestos a todo para defender nuestro territorio y a nuestra gente. Y ahora no os preocupéis. Vamos a cenar algo y a descansar, que mañana es otro día de arduo trabajo. A todo esto, ¿dónde está mi madre?
—Tu madre hace rato que se fue a buscar unas hierbas. No creo que tarde en venir.
—¡Mi madre siempre con sus hierbas! Bueno, cuando llegue ya cenará.
La familia se reunió alrededor del hogar para reponer las fuerzas gastadas después de un largo día de trabajo. Luego se acostarían en el lecho para conciliar un sueño reparador. Medulio no tardó en sumirse en sus pensamientos y recuerdos. Le había dado muchas vueltas en su cabeza a la guerra de los romanos, a su afán de conquista. Mucho antes de conquistar aquel último reducto, la tierra de los cántabros y de los astures, ya habían conquistado el resto de la Península, a la que ellos denominaron Hispania. Ya antes de la guerra contra ellos tenía alguna vaga referencia sobre los cambios que los romanos introducían en las nuevos territorios conquistados. Él no les había dado mucha importancia, porque a ellos no les afectaban esos cambios. Pero ahora era diferente, ahora sí que les afectaban. A sus oídos había llegado la noticia del afán sin límites que los romanos tenían por explotar los recursos mineros de su territorio, en especial aquel hermoso metal amarillo que los invasores denominaban aurum y que tanto abundaba en aquellas tierras. Ellos lo utilizaban como moneda de cambio para comerciar con los pueblos del Norte, que llegaban por mar a las costas del otro lado de la cordillera, y con otros que procedían del sur de Hispania. También lo empleaban para hacer torques y otros tipos de joyas, aunque en pequeñas cantidades.
Comentaban que el pueblo romano era mucho más culto que el de los astures. Tenían unos hábitos y unas costumbres muy refinadas, en contraposición con los toscos hábitos de los nativos. Se bañaban con frecuencia, se rasuraban la barba, se cortaban el cabello, vestían ropas finas y elegantes de seda, se perfumaban y sus hábitos en la mesa eran pulidos y muy refinados. Muchos de ellos sabían leer y escribir, y portaban una cultura de la que los astures jamás habían oído hablar y un patrimonio inmaterial inmenso. Tenían grandes conocimientos de ingeniería, tanto de minas, como de canales, puertos y caminos. Poseían conocimientos de Filosofía y de otras ramas del saber, como Medicina, Física, Matemáticas, Lengua, etc. y eran grandes amantes de la Música, las Artes y la Poesía. Poco a poco estaban introduciendo su cultura en el pueblo conquistado y ya eran muy pocos los nativos que hablaban exclusivamente la lengua de sus antepasados. La mayor parte empleaba una mezcla de la lengua nativa y el latín, que era la lengua de los dominadores. Pero todo esto a Medulio no le importaba. Más bien se podía decir que le molestaba. Él no necesitaba cortarse el pelo ni rasurarse la barba ni tampoco utilizar aquella nueva jerga que les estaban imponiendo los romanos. Tampoco necesitaba leer ni escribir. Ni sus padres ni sus abuelos ni sus bisabuelos ni todos sus antepasados, que se perdían en la noche de los tiempos, habían necesitado esos conocimientos y, sin embargo, habían vivido felizmente. ¿Para qué los necesitaba entonces él? Además, a cambio de eso estaban perdiendo su idiosincrasia, su identidad, su modus vivendi, su autonomía, su libertad. ¿Merecía la pena el cambio? Medulio no necesitaba contestar a esa pregunta. Sabía que la respuesta era negativa. Ellos tenían sus dioses, sus mitos, su folklore, sus costumbres con las que habían vivido felices muchas generaciones y no necesitaban que vinieran otros de fuera a privarlos de ellas y a imponerles las suyas propias. Él quería seguir siendo como era.
También había oído decir que los pocos hispanos que habían sobrevivido a las guerras habían sido hechos prisioneros y convertidos en esclavos la mayor parte de ellos. Hasta muchas mujeres y niños habían sido apresados y convertidos en esclavos a medida que iban tomando sus poblados. Sólo habían dejado libres a los ancianos, los enfermos y los que habían considerado inútiles para los trabajos manuales, aparte de aquellos que les interesaban que continuaran cultivando la agricultura y la ganadería para que abastecieran los mercados, así como los que desempeñaban oficios relacionados con la minería. ¿Cómo podía estar, pues, de acuerdo con ellos y su política? De ninguna de las maneras. Se trataba de un pueblo dominador, que había venido a explotar al pueblo dominado. No se podía esperar nada bueno de él, sino todo lo contrario, como así estaba pasando. El pueblo vencido sólo podía recibir del vencedor su humillación y su desprecio.
2
Era el año cincuenta y cinco antes de la Era Cristiana. Elaeso capitaneaba un pequeño grupo de guerreros de su gens. Regresaba de una incursión por territorio vacceo. Volvían satisfechos con el botín obtenido, trigo y cebada principalmente, productos de los que carecían y que tanto apreciaban. Con el trigo hacían un pan rústico, pero que para ellos constituía un auténtico manjar, dado que la mayor parte del año comían pan de centeno o un sucedáneo fabricado con la harina de las bellotas. De la cebada obtenían una rudimentaria cerveza a través de su fermentación, que consumían con fruición, al igual que el pan de trigo, en las fiestas y celebraciones religiosas dedicadas a sus dioses.
Cabalgaban por el valle de Osimara. A unas dos millas de distancia del poblado astur, Elaeso recibió la noticia por boca de unos campesinos que allí se encontraban. Su mujer, Genoveva, estaba de parto. El jefe de los gigurros dejó a sus acompañantes y corrió velozmente hacia el castro donde residían. Cuando llegó a su casa, la partera ya alzaba en brazos un hermoso niño recién nacido de alrededor de cuatro kilos de peso y fuerte complexión. Elaeso no cabía en sí de gozo al ver a su primogénito. Casi no podía creer lo que estaba viendo. Por fin su mujer le había dado el vástago que tanto anhelaba.
Genoveva, exhausta, permanecía en el lecho casi exánime rodeada de un charco de sangre. La partera la limpiaba mientras le daba un caldo de gallina para que repusiera sus fuerzas. Luego le acercó el hijo al pecho para que lo amamantara y para que éste recibiera el contacto y el calor de su madre. Al cabo de un rato, madre e hijo se fundieron en un abrazo y en un sueño reparador.
Elaeso, que no había parado un instante desde su llegada, se acostó al fin al lado de la madre y el hijo para pasar la noche junto a ellos, pero no pudo conciliar el sueño por la gran emoción que sentía. Por la mañana con las primeras luces, después de haber amamantado al niño, el padre lo arrancó de los brazos de la madre para llevarlo al bosque sagrado y ofrecerlo a los dioses. Salió a la calle con él en brazos donde ya lo esperaba el druida con un grupo de vecinos que les servirían de compañía. Sin pérdida de tiempo se dirigieron al bosque sagrado, mientras el recién nacido no cesaba de llorar. Una vez allí, se encaminaron al pequeño claro donde se hallaba el roble sagrado de sus antepasados. El roble milenario extendía su frondoso ramaje por buena parte del calvero. Bajo él se ubicaba el altar donde rendían culto a los dioses, especialmente a Cosuo, divinidad universal, a Bodo, dios de la guerra, y a Teleno, dios de la lucha. El altar consistía en una piedra plana de grandes dimensiones erigida sobre dos piedras verticales. Elaeso dejó el niño sobre el altar y cedió el paso al druida para que lo bendijera y lo ofreciera a los dioses, como era costumbre entre los astures con los hijos de los jefes y de las familias más importantes. El druida, después de rociar al niño con una rama de roble empapada en agua, pronunció unas palabras sobre él en un lenguaje que nadie entendía. Luego lo levantó en vilo hacia el roble sagrado y dijo en alta voz:
—Yo, druida de los gigurros, te ofrezco, oh Cosuo, a Medulio, hijo de Elaeso y Genoveva, para que lo aceptes bajo tu amparo y le otorgues larga y próspera vida. ¡Que los dioses y los hados le sean propicios eternamente!
—Así se haga tu voluntad —contestaron Elaeso y el resto de los asistentes.
—A ti, Bodo, y a ti, Teleno, os pido que lo acojáis bajo vuestro amparo para que se convierta en un gran guerrero y pueda salir victorioso en todas las batallas.
—Que así sea —repitieron a coro todos los asistentes.
A continuación depositó el niño sobre el altar para realizar una serie de signos y señales sobre su cabeza, su frente y su pecho. El druida pronunciaba palabras ininteligibles para los asistentes mientras realizaba estas ceremonias. De cuando en cuando elevaba el niño hacia el roble pronunciando alguna frase en voz alta. Luego lo depositaba otra vez sobre el altar para continuar con sus ceremonias. Los asistentes seguían todo el ritual postrados en tierra, en silencio y con respeto. Finalizado el acto, el druida hizo acercarse al altar a Elaeso para entregarle el niño después de haber sido ofrecido a los dioses.
—Elaeso, aquí te entrego a tu hijo, Medulio, ya ungido por los dioses. Espero que lo eduques con esmero para que un día pueda sentirse digno de ti. También espero que un día pueda relevarte en tu puesto y pueda convertirse en el caudillo de los gigurros y de todos los astures. ¡Que los dioses os sean propicios, tanto a ti como a tu hijo! ¡Id en paz!
Después los asistentes se acercaron a felicitar al padre y a desearle lo mejor para él y para su hijo. Él se lo agradecía a todos henchido de orgullo y felicidad. Una vez finalizada la ceremonia, regresaron al castro donde Elaeso los agasajó con apetitosas viandas e hizo correr la cerveza sin límites. El gaitero no tardó en tañer la gaita con dulces sones, a lo que pronto respondieron los asistentes con una danza en corro, que unas veces se movía a la derecha y otras a la izquierda con grandes saltos y genuflexiones. La fiesta se prolongó sin descanso hasta el anochecer. A esa hora cada cual se retiró a su choza a descansar.
A pesar de ser el jefe del poblado, la morada de Elaeso apenas se diferenciaba de las del resto de vecinos. Tan sólo poseía algún que otro enser más. Contaba con dos chozas, una para él y su mujer y otra para el personal del servicio y los animales. Los demás habitantes del poblado sólo tenían una que compartían personas y bestias, separados tan sólo por una empalizada recubierta de barro y arcilla. La choza era circular. Las paredes, de piedra y la cubierta, de paja. No tenía más que una sola entrada. El humo del hogar no tenía salida directa, por lo que todo el interior de la choza estaba recubierto del hollín que éste producía. Los enseres que tenían eran escasos, apenas un escaño o banco arrimado a la pared, donde se sentaban por orden de prioridad, y algunos cuencos de madera que les servían para comer y beber, amén de un pote en el que cocinaban las viandas al fuego y algunos otros utensilios de metal y cerámica. Por cama tenían unos jergones de paja en los que se acostaban sin despojarse de su ropa. Su modo de vida era muy rudimentario.
Elaeso entró en casa y cerró tras de sí la puerta. Luego se acercó a su mujer y a su hijo para abrazarlos y acostarse con ellos.
—¿Todavía no duermes, Genoveva?
—¿Cómo quieres que duerma con el estruendo que habéis armado ahí fuera? Además, el niño cada poco pide de comer y tengo que darle el pecho.
—Eso está bien. Que se alimente para que se haga fuerte como un roble, que el día de mañana tiene que regir el destino de este pueblo, tal como auguró hoy el druida.
—Los dioses no lo permitan, pues no he traído yo al mundo a este retoño para que perezca en la primera batalla en la que participe. Otros habrá que puedan regir los destinos de este pueblo sin necesidad de que tenga que ser él.
—Ya hablaremos de eso, Genoveva, pero no olvides que es el hijo del jefe de la tribu y eso pesa a su favor.
—Eso no lo permitiré yo mientras tenga una pizca de fuerza.
—Está bien, mujer. Ahora guardemos silencio y durmamos, que los dos necesitamos reponer fuerzas por los acontecimientos de este día.
Al día siguiente, mientras Genoveva se levantaba para incorporarse a las tareas cotidianas del hogar, Elaeso ocupaba su lugar en el lecho materno para dar así cumplimiento al derecho de covada. El padre reemplazaría a la madre durante unos días en el cuidado de su hijo como mandaba la tradición. Vivían en una sociedad matrilineal en la que durante siglos la mujer había ostentado el mando. Ella era la propietaria y la que heredaba. El hombre ocupaba un segundo plano en esta sociedad. Carecía de posesiones. Sus funciones se limitaban a la caza, a las incursiones en territorio enemigo para llevar a cabo actos de rapiña y a la guerra contra el enemigo. Las faenas caseras y el cultivo rudimentario de la tierra le correspondían a la mujer.
Genoveva, aún débil y convaleciente por el reciente parto, comenzó a dar instrucciones a una sirvienta que tenía para poner en orden el desorden que reinaba en su hogar. Hacía dos días que nadie se ocupaba de nada en la choza, por lo que allí no había más que caos. Luego se desplazó a la otra choza para ver si el pastor se había ocupado de los animales que tenían. Parece ser que todo estaba en orden allí. Al menos el pastor era responsable de sus obligaciones. Genoveva regresó al hogar donde tomó asiento en el escaño, pues las fuerzas le fallaban. Se encontraba todavía muy débil para realizar aquellos esfuerzos y desplazarse de un lugar a otro. Debía comer y alimentarse bien si quería reponerse y poder así alimentar a su hijo. Al menos debería hacerlo por él, que era la luz de sus ojos y el bien de su alma. La madre tornó la mirada hacia el lecho donde yacían su marido y su hijo. Dos gruesas lágrimas de emoción y de amor maternal se deslizaron por sus párpados al mismo tiempo que emitía un profundo suspiro que exhaló desde lo más profundo de sus entrañas.
—¿Te encuentras mal, Genoveva?
—No, no. Es sólo que me flaquean un poco las piernas.
—¡Para qué poco valéis las mujeres de ahora! Antes aún no acaban de parir, cuando ya corrían tras de los animales y hacían todas las labores de la casa.
—¡Calla, calla! Que no estoy para sermones ni para oír palabras necias. ¡Brígida! Prepárame un caldo bien cargado, que estoy transida.
Brígida era la sirvienta, a la que le faltó tiempo para poner en práctica lo que su ama le mandaba. Al cabo de un rato le suministró un sustancioso caldo caliente, que Genovea ingería a pequeños sorbos y a cortos intervalos.
—¡Ay, Brígida! Vales un tesoro cuando quieres. Este caldo resucita a un muerto. ¡Qué falta me hacía! Y ahora vamos a terminar de poner en orden todo esto. Vas a barrer la choza y fregar los cacharros en menos que canta un gallo. Luego vas a ver cómo están las nateras, si ya están listas para mazar, y si hay cuajo para hacer queso. ¡Anda, que a veces parece que te quedas pasmada!
La criada se puso en movimiento para ejecutar lo antes posible las tareas que su ama le ordenaba. Sabía que tenía un carácter muy voluble. En breves instantes pasaba de ensalzarla con los mayores elogios a proferirle toda suerte de improperios. Era cuestión de no demorarse un instante más. Por suerte en aquel momento comenzó a llorar el niño. La madre se acercó al lecho para ver qué le pasaba. El padre ya había comenzado a quitarle los trapos e hilachas con los que lo habían envuelto, a modo de pañales, para refrescarlo y asearlo. Una vez finalizada la tarea, se lo entregó a la madre para que lo amamantara. El recién nacido mamó durante un largo espacio de tiempo, hasta que, ahíto, se quedó completamente dormido. La madre lo depositó en los brazos del padre, que seguía postrado en el lecho como si hubiera sido él el que hubiera pasado por el trance del parto. Después de contemplarlos unos instantes, ella se alejó para que padre e hijo descansaran tranquilamente. Era el derecho de covada.
3
El niño se soltó de los brazos de su madre para ir entre traspiés y tambaleos al encuentro de su padre, que, presuroso, se acercó a cogerlo para que no se diera de bruces en el suelo. Acababa de cumplir once meses y aquellos eran los primeros pasos de su vida. Los padres lo estrecharon entre sus brazos y se sintieron felices por aquel nuevo avance de su retoño. Luego entraron en su morada.
—¿Qué hay para comer?
—¿Qué va a haber? Lo de siempre. Un poco de carne ahumada y pan de bellotas. Ya sabes que hace tiempo que se nos acabaron las provisiones. Hace meses que no queda nada de centeno. El trigo y la cebada que trajiste el año pasado ya hace más de medio año que se acabaron. No sé a qué esperas para ir en busca de más.
—Tendré que organizar una incursión por tierra de los vacceos. Ya me lo ha demandado más de un vecino. De todas maneras deberías cultivar algo más en la huerta y en los bancales que tenemos. No podemos vivir sólo a expensas de los saqueos.
—¿Y qué quieres que cultive si apenas tenemos nada para sembrar? No estaría de más que en la próxima incursión trajeras nuevos productos para cultivar, además del trigo y de la cebada.
—Lo intentaré. Me han dicho que los vacceos siembran varias clases de legumbres y sus huertas están llenas de hortalizas que nosotros desconocemos. Te prometo que la próxima vez te traeré semillas y plantas nuevas para que las siembres y las plantes en nuestras huertas.
—Los dioses te oigan y hagan que no te olvides de cumplir tu promesa.
Los astures no se caracterizaban precisamente por ser buenos agricultores. Se dedicaban más a la caza y, en menor escala, a la ganadería. Su agricultura, en cambio, era bastante rudimentaria, apenas sembraban algo de centeno y algunas alubias, que combinaban con la recolección de otros frutos que les daba la naturaleza, como nueces, castañas, bellotas, avellanas, cerezas y algunas hierbas y raíces silvestres que consumían condimentadas. Muchas de éstas tenían una función diurética o medicinal. La base de su alimentación era la carne y los peces, truchas y salmones principalmente, que capturaban en los ríos que tanto abundaban en su territorio.
Elaeso y Genoveva vivían en el valle de Osimara. Era un valle encajonado entre dos montañas, que se extendían más o menos paralelas de Oeste a Este. Lo atravesaba un pequeño río que discurría por el centro del valle, al cual iban a parar las aguas de los arroyos y riachuelos que descendían por los vallecillos transversales que surcaban ambas montañas. El valle era estrecho en su cabecera y se ensanchaba más en la base, donde se abría una amplia vega. En las montañas predominaba la vegetación arbustiva, principalmente urces y escobas. Los pequeños valles estaban cubiertos por bosques de frondosos robles. El bosque de ribera, en cambio, estaba compuesto por chopos, alisos, álamos, salgueros, fresnos, paleras. En las tierras de labor había cerezos, frondosos nogales y algún que otro castaño que habían introducido recientemente. El valle prometía ser fértil en productos hortícolas, pero estaba infrautilizado. Elaeso pensó que tal vez había llegado el momento de su explotación agrícola.
Después del frugal almuerzo, Elaeso mandó reunir en el centro del castro a todos los hombres del poblado. Había que tomar una decisión sobre la situación en que se encontraban. Aunque él era el jefe de su tribu, los astures adoptaban las resoluciones de forma democrática. Para ello se reunían en la plaza del pueblo y allí deliberaban todos juntos sobre los problemas que tenían y las soluciones más adecuadas que convenía tomar. Era una costumbre ancestral que todos respetaban sin cuestionarla.
—Por lo que veo, escasean los alimentos, así que es necesario organizar una expedición a tierra de los vacceos para aprovisionarnos de lo necesario. Pido voluntarios para ir en busca de los víveres que necesitamos.
Todos los hombres se ofrecieron unánimemente. Sabían que esas misiones conllevaban riesgos. A veces alguno perdía la vida. Pero era uno de sus trabajos, por lo que a ninguno de ellos se le ocurrió rechazarlo.
—Tenemos que ir a tierras del Pisoraca, que, como sabéis, quedan bastante lejos de aquí, pero no hay otra alternativa. Esta vez tenemos que proveernos de algo más que de trigo y cebada. Hay que hacerse con semillas de otros productos y para ello debemos acercarnos a las riberas del Pisoraca, pues en las zonas de secano, donde se produce el cereal, no las encontraremos.
—No importa. Yo voy al fin del mundo si es necesario —contestó un joven de unos veinte años, fuerte y aguerrido.
A continuación se oyó un coro que lo secundaba. Elaeso decidió entonces que irían veinte hombres en total, a ser posible solteros y bien adiestrados en las armas. Él capitanearía el grupo. Partirían inmediatamente. A media noche se pusieron en marcha. Cuando rayaban las primeras luces del alba, Elaeso y sus acompañantes cabalgaban a orillas del río Tortus. Unas cuantas millas más abajo vadearon el Urbicus para ir luego al encuentro del Ástura. Dejado atrás el río que daba nombre a su pueblo, se adentraron en la inmensa llanura de los vacceos. Aquello era un mar de tierra, sin apenas vegetación ni montañas en las que refugiarse. Los astures, acostumbrados a sus montañas, se encontraban allí como si estuvieran desnudos y a la intemperie. Aquel paraje resultaba inhóspito para ellos.
—Por nada del mundo viviría yo aquí —comentó Blegino, el joven de veinte años al que nada arredraba.
—Yo tampoco —aseveró Kelvín, otro joven de unos veinticinco años con una larga melena negra que le caía desparramada por sus anchas espaldas.
—Si no tuvierais más remedio, claro que viviríais aquí como lo hacen los vacceos —les reconvino Elaeso, que estaba atento a todo lo que sucedía o se hablaba en el grupo—. Y hablando de vivir aquí, allá a lo lejos se divisa el humo de una aldea. Daremos un rodeo para que no nos vean. No conviene que den la alarma, aunque ya sabemos por experiencia que los vacceos no son de temer. No obstante, es mejor que evitemos pasar por sus poblados por precaución. A la vuelta ya les haremos una visita para que nos proporcionen trigo y cebada. Ahora es mejor ir hasta las vegas del Pisoraca, donde nos proveeremos de nuevas simientes y plantas.
—Bien dicho —comentaron varios de los acompañantes.
El grupo de jinetes astures rodeó la aldea que se divisaba en lontananza y evitó pasar por el resto de poblados vacceos que encontraron en su recorrido. Apenas se diferenciaban unos de otros. Todos ellos estaban formados por chozas de adobes y barro con cubierta del mismo material. Desde la lejanía se confundían con el entorno que los rodeaba. Al término del segundo día de su viaje llegaron a su destino. Delante de sus ojos se extendía la vasta vega del Pisoraca. Los veinte hombres montaron un pequeño campamento para descansar y pasar la noche. Al día siguiente les esperaba una larga jornada.
Aún no se había evaporado la neblina del amanecer, cuando Elaeso y sus hombres se comenzaron a saquear el primer poblado que toparon en la vasta vega. Los habitantes del mismo, ante aquel inesperado ataque, salieron despavoridos a refugiarse en el campo sin límites que los rodeaba. Era la primera vez que sufrían la agresión de los astures, pues éstos nunca habían llegado tan lejos en sus incursiones, por lo que no sabían cómo reaccionar. Muchos de ellos salieron corriendo hacia el campo para ocultarse donde podían.
—Corren como conejos asustados —comentó Blegino en medio de una estrepitosa carcajada.
—Se esconden entre la maleza como ratas —añadió Kelvín, mientras señalaba a dos o tres que se ocultaban tras unas zarzas.
—Vamos a darles una lección —sugirió Blegino, que tenía la sangre caliente y muy poca experiencia y sentido común.
—¡Ni se os ocurra! —gritó Elaeso con voz grave e imperiosa—. Los astures nunca nos hemos caracterizado por atacar a personas indefensas y menos aún a los vacceos, a no ser que opongan resistencia. Sólo pretendemos de ellos unos cuantos productos de los que carecemos. Una vez conseguidos, nos marcharemos y los dejaremos en paz. Así que vamos a registrar choza por choza para ver qué es lo que tienen. Cogeremos lo que nos interesa llevarnos y nada más.
Los hombres obedecieron las órdenes de su jefe sin objeciones. No tardaron en recoger los productos que necesitaban y dejar atrás el poblado vacceo y las riberas del Pisoraca. De regreso a su tierra, se hicieron con trigo y cebada en uno de los poblados cerealistas de la llanura. Luego pusieron rumbo hacia su
morada. Cuando atravesaban las riberas del Cigia, les salió al paso un grupo de soldados romanos que los habían seguido desde las orillas del Pisoraca.
Las tierras de los vacceos hacía más de un siglo que habían sido conquistadas por Roma. Los astures lo sabían, pero no por eso dejaban de realizar incursiones a los poblados agrícolas de sus vecinos. La necesidad era más fuerte que el temor al encuentro con un destacamento de soldados romanos. Además, éstos no solían patrullar por los límites con los astures. Pero esta vez los montañeses se habían adentrado demasiado en tierra de los vacceos, por eso fueron descubiertos por los soldados romanos que patrullaban por aquella zona. Éstos no quisieron atacarles en campo abierto. Prefirieron seguirlos para sorprenderlos mediante una emboscada. Así tenían más probabilidades de acabar con ellos. El momento se ofreció cuando los astures atravesaban una estrecha cañada a orillas del Cigia.
De pronto se vieron rodeados por un grupo de soldados romanos, que les cortaban el camino por delante y por la retaguardia. Elaeso y sus compañeros se dividieron en dos grupos para atacar ambos flancos. La lucha fue dura y cruenta. En la refriega murieron dos astures y varios soldados romanos, aparte de un gran número de heridos por ambos bandos. Los romanos, al ver que no podían acabar con ellos y que ya tenían más bajas de las deseadas, optaron por la retirada. Los astures, por su parte, recogieron lo que pudieron del botín que habían sustraído a los vacceos y siguieron su camino sin los muertos en la refriega y con varios heridos. El más grave parecía ser Blegino, que no pudo evitar que un romano le clavara la lanza en el muslo derecho a cambio de su vida. Los astures desaparecieron con premura para buscar un lugar donde ocultarse y curar a Blegino la herida. No tardaron en encontrar un pequeño claro cubierto de verde hierba, oculto entre la espesura de un bosque de alisos, salgueros y paleras. Allí, mientras Elaeso lavaba la herida de Blegino, los demás se dedicaron a buscar hierbas y plantas medicinales para restañarle la herida y curársela. Poco después regresaron con cantueso, bálsamo y genciana, con los que Elaeso preparó un emplasto que aplicó rápidamente sobre la herida de Blegino. A continucación lo recubrió con una tira de tela de una de las capas de los romanos que había arrancado en el lugar de la refriega y la ató fuertemente al muslo del herido para que surtiera mejor su efecto. Los astures conocían las propiedades medicinales de las plantas, pero, además, Elaeso era un experto que había aprendido su uso gracias a los conocimientos y lecciones que su madre le había dado. Era algo por lo que le estaba eternamente agradecido.
Curada la herida de Blegino, lo acostaron lo mejor que pudieron sobre la capa del romano y se dispusieron a descansar y a pasar allí la noche, pues el herido no se encontraba con fuerzas suficientes para seguir el viaje. Durante las horas dedicadas al sueño el herido no hizo más que delirar y dar vueltas. Los demás compañeros se turnaban para velarlo y refrescarle la frente con un paño mojado en la fresca agua del río, pero la fiebre del convaleciente no descendía. Le ardía todo el cuerpo, por lo que los compañeros le acercaban de cuando en cuando agua a los labios para que bebiera. Él apenas logró tomar unos sorbos. Poco después del alba Elaeso fue en busca de vellosilla, una planta con un gran poder diurético y antibiótico. A continuación le preparó una infusión que le obligó a ingerir hasta la última gota. Blegino no tardó en dormirse profundamente con una respiración regular y acompasada. Poco a poco dejó de transpirar y la temperatura de su cuerpo comenzó a normalizarse. Los compañeros lo dejaron descansar durante horas para que se repusiera totalmente. Al mediodía se despertó con gran apetito, lo que celebraron todos juntos dándose un pequeño banquete con las viandas que portaban. Después continuaron su viaje hacia las montañas.
A la caída de la tarde llegaron a otro valle de verdes prados y abundante arboleda. Chopos, salgueros, álamos y frondosos nogales lo rodeaban. Altas montañas pobladas de robles y escobas lo circundaban. Predominaban los verdes, ocres y amarillos. Las cumbres del fondo se ocultaban tras una tenue gasa de neblina. Los hombres decidieron descansar y pasar la noche allí, dada la tranquilidad que reinaba en aquel lugar. Ayudaron a descabalgar a Blegino, al que Elaeso no tardó en cambiar el emplasto y el vendaje por otro nuevo. La herida, dentro de la gravedad, parecía evolucionar favorablemente. Era obvio que la pócima actuaba con rapidez y eficacia. Con las primeras luces del alba, dejaron atrás el apacible valle para sumergirse entre las brumosas montañas y continuar su viaje hasta el valle de Osimara.
4
Solsticio de verano. Radiante día refulgente bajo el esplendoroso sol. Naturaleza exuberante. Verdes prados cubiertos por una alfombra multicolor. Árboles y plantas rebosantes de vida. Montañas colmadas de amarillos, púrpuras y violetas. El valle de Osimara lucía todas las galas con que lo había galardonado la Naturaleza. Sus habitantes se levantaron muy de mañana. Barrieron las calles y las adornaron con ramas de árboles y flores. Luego se engalanaron ellos también con sus mejores aderezos y atavíos para ir a rendir culto a Belenos en su morada: el bosque sagrado.
Elaeso lucía una capa nueva y el torque de oro que había heredado de sus antepasados, como símbolo de su jerarquía y poder. Genoveva, por su parte, vestía una saya de varios colores que había hecho expresamente para aquel día. Medulio estrenaba también una capa negra que lo llenaba de orgullo. Junto a ellos se hallaba el druida, que vestía una capa dorada, símbolo de su poder espiritual. Se pusieron en marcha camino del bosque sagrado. El resto de la población del valle, lo mejor ataviados que podían, marchaban en pos de ellos con gran respeto y devoción. Todos portaban su donativo al dios del sol.
Bajo el roble sagrado, el druida dio comienzo a la ceremonia. Depositó en el altar un cordero que sería sacrificado al dios Belenos. Luego comenzó a pronunciar unas frases ininteligibles para los asistentes. El druida unas veces elevaba los brazos hacia el sol, mientras otras asperjaba el cordero con una rama de roble impregnada en agua. De cuando en cuando hacía una breve genuflexión. Después dio tres vueltas alrededor del altar rociándolo todo bien con agua, al mismo tiempo que murmuraba su jerga ininteligible para los asistentes. Todo el mundo seguía la ceremonia en silencio y con la máxima expectación. Finalizados estos actos introductorios, el druida elevó la voz con los brazos levantados hacia el sol:
—¡Oh, Belenos! Te pedimos que nos sigas alumbrando durante toda nuestra existencia como has hecho hasta ahora, que tus rayos alimenten nuestra vida, que tu energía caliente nuestros miembros y haga hervir la sangre en nuestras venas.
—Que así sea —contestaron todos a coro.
—¡Oh, Belenos! Te pedimos que sigas favoreciendo el crecimiento de los árboles y de las plantas, que les aportes savia nueva para que nos sirvan de amparo y podamos venerarlos y adorarlos como hemos hecho hasta hoy.
—Que así sea —se oyó un murmullo entre el público asistente.
—¡Oh, Belenos! Te pedimos que protejas también a los animales tanto domésticos como de la selva. Ellos nos aportan los alimentos que necesitamos para conservar nuestras energías y nuestra vida.
—Que así sea.
—¡Oh, Belenos! Te pedimos que favorezcas el crecimiento de los productos de la tierra, pues ellos nos son imprescindibles para nuestra subsistencia.
—Que así sea —contestó una vez más el coro de gente.
Acabadas las súplicas, el druida hizo tres genuflexiones seguidas ante el altar. Luego extrajo una daga de su capa con la que sacrificó de un solo golpe el cordero que yacía en medio del altar. Recogió su sangre en un gran vaso de metal para que no se derramara por el ara. Después lo desolló y extrajo sus entrañas. Una vez extraídas, junto con la sangre, se las ofreció al dios.
—¡Oh, Belenos! Aquí tienes la sangre y las entrañas de esta víctima inocente para que aplaques tu ira sobre nosotros. Si es poco lo que te ofrecemos, pídenos más. No permitas que caiga sobre nosotros tu ira.
—No lo permitas, ¡oh, Belenos! —imploró el coro presente.
El druida depositó la sangre y las vísceras del cordero sobre una pequeña pira de urces secas y de hierbas y plantas aromáticas, como tomillo, romero, hierbabuena, orégano, una rama de laurel, además de una ramita de roble y otra de tejo, los dos árboles sagrados de los astures. A continuación le prendió fuego para que se consumiera todo junto y el dios les concediera todos sus ruegos y súplicas. El druida había oído decir a sus antepasados que Belenos se había mostrado una vez ante ellos. Había descendido del cielo en un carro de fuego para darles una serie de instrucciones sobre cómo quería que le ofrecieran los sacrificios. Insistió mucho en que tenían que brindarle sólo la sangre y las vísceras de las víctimas, que deberían ser incineradas con especias y plantas aromáticas. A los hombres les estaba prohibido comer aquellas partes de los animales inmolados, que deberían ser quemadas inmediatamente después del sacrificio, cuando aún estuvieran calientes, para complacer a su dios. Ése era el mandato que habían recibido de él desde tiempos inmemoriales. Mandato que los druidas seguían al pie de la letra.
Finalizada la ceremonia, el druida agradeció a los asistentes su presencia. Después les deseó paz y felicidad. El bosque sagrado no tardó en quedar solo y vacío. Los astures regresaron al poblado donde continuaría la fiesta, ahora ya de carácter totalmente profano. Se reunieron todos en la plaza donde las mujeres casadas prepararían las viandas para celebrar el festín. Habían sacrificado media docena de corderos, otra media docena de cabritos y un par de terneros. A todo ello había que añadir varias docenas de caza menor, como conejos, perdices, torcaces y alguna que otra becada. Todo ello sería asado y aderezado con especias y plantas aromáticas.
El gaitero desgranó algunas notas con su rudimentaria gaita de fuelle, al que no tardó en sumársele el tamboritero. Al son de la música la juventud que se había congregado en la plaza comenzó a danzar y bailar. La plaza se convirtió en un hervidero de gente, entre los que cocinaban, los que bailaban y los que los contemplaban. Transcurrido un tiempo prudencial, sonó el toque de campana producido por los golpes que daba la cocinera de mayor edad con un trozo de hierro sobre un tubo hueco del mismo material.
—¡Todo el mundo a comer! ¡Vamos, se acabó el baile! —gritaba la cocinera a todo pulmón—. Que todo el mundo ocupe sus puestos. El festín va a empezar.
La muchedumbre que llenaba la plaza no se hizo de rogar. Después de varias horas de ayuno, el apetito de los asistentes estaba en su punto álgido. Los olores de los asados y la vista de los mismos hacían segregar abundantes jugos gástricos a los comensales. Así, pues, no se demoraron en ocupar sus puestos, ávidos por comer y beber para saciar su apetito. Presidía el banquete Elaeso con su familia. A la derecha de Elaeso se sentó el druida. A su izquierda, Genoveva y entre ambos, Medulio, que a la sazón contaba con siete años. Los manjares no se hicieron esperar. Todo el mundo tomaba con sus manos un muslo de ave, una costilla de cordero, una buena chuleta de ternera, o lo que más próximo tuviera para llenar su boca cuanto antes. La grasa se deslizaba por la comisura de los labios de los comensales, que se apresuraban a recogerla con sus dedos o a limpiarla con el dorso de sus manos. La cerveza corría a raudales entre todos los asistentes. Las voces, los gritos, las risas, las chanzas lo llenaban todo. Todo era contento y alegría. Las bromas se sucedían por doquier. El festín tocaba a su fin. Muchos, ahítos y beodos, ya habían abandonado el lugar del banquete para cobijarse bajo la sombra de los árboles o de las chozas donde poder descansar tranquilos. Sólo permanecieron en su puesto, más sobrios y comedidos, Elaeso y su familia con el druida.
—Vaya, parece que han quedado ahítos —comentó el druida.
—Eso parece —confirmó Elaeso—. Es como si no hubieran comido desde hace un año. De vez en cuando conviene proporcionarles un banquete como éste. Eso hace que se olviden de muchos problemas y que estén más agradecidos.
—Tienes razón, Elaeso. De cuando en cuando hay que llenarles el estómago para tenerlos contentos y engañados. El dirigente tiene que aprovechar estos acontecimientos para tener contentos a los súbditos y hacerse más líder ante ellos. No lo olvides.
—No lo olvido, mi buen amigo. Con el paso de los años uno va descubriendo poco a poco las mejores tácticas para tener engañado y contento a su pueblo. La experiencia nos enseña mucho.
—Así es, Elaeso. Y a todo esto, ¿cómo va la instrucción de tu hijo?
—Hasta ahora no ha salido de nuestro ámbito, sobre todo del de su madre. Ella es la que lo ha estado educando hasta este momento. Le ha enseñado muchas cosas y las que aún le faltan. Ya habrá tiempo para darle otro tipo de educación.
—No lo creas. El tiempo pasa sin darse cuenta y es ahora precisamente cuando se le debe educar. Ahora todavía se puede hacer de él un hombre de bien. Si os descuidáis y dejáis pasar el tiempo, será demasiado tarde. El árbol cuando es pequeño se domina como se quiere, pero cuando se hace grande ya no puedes hacer nada de él. Lo mismo ocurre con el ser humano.
Lo tendré en cuenta, querido amigo. Habrá que proporcionarle algún maestro para que lo lleve por el buen camino. Tiene que hacerse un guerrero fuerte y respetable. Además, debe heredar mi puesto, como yo lo heredé de mi padre y él del suyo.
—Efectivamente, Elaeso. Tu hijo debe liderar el destino de este pueblo.
Los dos amigos siguieron con su conversación largo rato. El momento y el lugar eran idóneos para ello. Hablaron sobre la educación y el liderazgo que debía ejercer Medulio en el futuro. Si bien es cierto que entre los astures no era habitual heredar el mando, la familia de Elaeso lo venía ejerciendo desde tres generaciones atrás. Los astures tenían por costumbre elegir a sus líderes, pero el abuelo de Elaeso había establecido una especie de sucesión del mando entre los miembros de su familia. Había conseguido una cierta cantidad de oro excavando en pozos y minas. Eso le había dado un prestigio y un poder superior ante su pueblo, aparte de su robustez y su fuerza física, dos elementos muy apreciados y respetados entre aquellas gentes. Por todo ello se hizo respetar ante los suyos y les obligó a aceptar a su hijo como sucesor suyo. Nadie se atrevió a cuestionar aquella decisión. Lo mismo ocurrió cuando su hijo tomó la suya. Así es como Elaeso llegó al liderato de su pueblo y ahora trataba por todos los medios de que ese liderato pasara a su hijo. Por eso se interesaba tanto por su educación.
A media tarde comenzó a sonar de nuevo la música. Fue el detonante para que el adormilado gentío comenzara a desperezarse y a ponerse en movimiento. Muchos se dirigieron a la zona donde estaban los músicos para bailar. Otros prefirieron distraerse con juegos y otras clases de ejercicios. Unos decidieron jugar a la chita, que consistía en asentar en el suelo o en una base plana un trozo de madera de unos dos palmos de altura por medio de diámetro de grosor. Luego, desde una distancia de unos diez o doce pasos se lanzaba una bola también de madera de unas tres libras de peso. El juego consistía en darle al palo o bolo y lanzarlo lo más lejos posible. Ganaba el que más lejos lo desplazaba de la base. Era un juego de destreza, fuerza y puntería.
Otros prefirieron irse a un prado próximo para practicar su lucha preferida. Ésta consistía en que los dos púgiles se sujetaban por la cintura, por medio de un cinturón que previamente se colocaban en ella, y así enfrentados cuerpo a cuerpo tenían que derribar al contrario y obligarle a tocar el suelo con la espalda. El que lo lograba, resultaba vencedor. Era un ejercicio de destreza y de mucha fuerza. Más de uno en estos combates resultaba lesionado de por vida.
Hubo quien se decantó por jugar al espeto. Este juego se practicaba entre varios jugadores. Lo normal es que fuera un mínimo de tres y un máximo de cinco. Cada jugador portaba un palo de unos tres palmos o tres palmos y medio de largo y un grosor de una pulgada poco más o menos, afilado por uno de sus extremos. Los palos podían ser de cualquier tipo de madera, aunque lo normal es que fueran de salguero. El juego consistía en clavar los palos en el césped, pero con cierta destreza. El primer jugador trataba de clavarlo lo más profundamente posible. Para ello lo lanzaba con toda su fuerza contra la hierba. El jugador siguiente tenía que lanzar el suyo de tal suerte que arrancara el del primer jugador y el suyo a su vez quedara clavado en la hierba. Si lo conseguía, entonces tenía que picar el palo del vencido. Esto es, el palo del primer jugador quedaba horizontal sobre la hierba. Entonces el ganador tenía que lanzar el suyo sobre él tres veces, consiguiendo las tres veces rozar el palo del vencido y clavar el suyo simultáneamente en el suelo. Conseguido esto, lo lanzaba con su palo lo más lejos posible y mientras el primer jugador tenía que ir en busca de su palo y volver al lugar del juego, el vencedor debía clavar el suyo tres veces en el césped antes de que el vencido regresara y clavara el suyo. Si el primero lo lograba, había ganado. Si lo lograba el vencido, éste era el ganador. En caso de que el segundo jugador no lograra derribar el palo del primero, el tercer jugador intentaba lo mismo con los palos de los dos primeros jugadores y así sucesivamente hasta el último jugador o hasta que uno lograra derribar uno de los palos clavados en el suelo. Conseguido esto, se repetía el proceso. Caso de que ningún jugador lograra arrancar ningún palo, se comenzaba de nuevo el juego.
Cuando el sol ya había descendido bastante en su órbita y sus rigores apenas molestaban, la mayor parte de la gente se reunió alrededor de los músicos para bailar o para disfrutar con el baile de los demás. La luz del dios Belenos se escapaba poco a poco y había que aprovecharla hasta el final. Era el día de acción de gracias y no se podía desperdiciar. Había que disfrutarlo a tope. La música y el baile duraron hasta que las sombras de la noche lo inundaron todo. Entonces llegó el momento de encender grandes hogueras para dar continuidad a la luz del sol. Ese día, el día de la noche más corta del año, no podía apagarse la luz. Para dar continuidad a la luz del sol, las hogueras ardían toda la noche sin interrupción. Entretanto la gente danzaba y saltaba alrededor de ellas sin tregua. Aquel día no cabían más que la diversión y la alegría.
5
Medulio correteaba entre las chozas del poblado, por la plaza del mismo, con otros niños de su misma edad. Sol brillante en un hermoso día de estío. Velo azul del cielo y verde alfombra de la vegetación y de la pradera. En la lejanía, grisáceas montañas. Las gallinas escarbaban en el suelo y cacareaban. Los corderos y los cabritos balaban. Los terneros mugían. Los pájaros gorjeaban. La paz reinaba en el poblado astur y en el valle de Osimara.
—¡Medulio! ¡Medulio! —llamaba a voz en grito Genoveva.
—¿Qué quieres, madre? —contestó él.
—Ven. Tenemos que ir con las ovejas.
—Pero, madre, ¿no puede hacerlo el pastor?
—No, hijo. El pastor está enfermo.
A Medulio no le satisfizo mucho la noticia.
—¿Y tiene que ser ahora precisamente?
—Sí, hijo, tiene que ser ahora —la madre se acercó al niño para llevarlo consigo hacia la choza donde encerraban las ovejas. Medulio se hacía un poco el remolón y trataba de resistirse—. Ya te he dicho en muchas ocasiones que debes obedecer a los mayores sin rechistar y sobre todo a tu padre y a tu madre.
—Ya lo sé, madre. Pero es que ahora estaba jugando con mis amigos.
—Pues es en esos momentos cuando más debes obedecer. Cuando supone un sacrificio, tiene mucho más mérito el obedecer.
—Está bien, madre. Te acompañaré.
Madre e hijo salieron al campo con el pequeño hato de ovejas que tenían aquel día que todo incitaba a pasear y caminar por él. Poco a poco se fueron acercando a los lugares donde Genoveva sabía que había buenos pastos para el ganado.
—Mira, iremos por aquí hasta aquel valle que se ve un poco más adelante. Allí las ovejas tienen buen pasto y no nos darán mucho trabajo, mientras tanto, nosotros podemos dedicarnos a recoger plantas medicinales.
Genoveva conocía muchas de ellas y quería iniciar a su hijo en su saber. Los astures no tenían otra medicina más que los remedios naturales y caseros. Por eso era de suma importancia que supieran distinguir las plantas curativas de las que no lo eran y para qué servía cada una de ellas. En los poblados indígenas no había ningún curandero, si bien siempre había alguien que destacaba sobre los demás, ya fuera porque conocía más remedios, ya fuera porque tenía más aptitudes para hacerlo. Una de esas personas era Genoveva, que había aprendido muchas cosas sobre los remedios naturales, primero de su madre y después de su suegra, ambas muy doctas en esos saberes.
—Mira, Medulio, esta planta se llama cantueso. Ya te iré enseñando una por una todas las plantas medicinales y aromáticas que hay por este valle. Su conocimiento te será muy útil y en algún momento podrá incluso salvarte la vida o podrás salvar la de otros. ¿Ves? Se distingue por estas flores violáceas.
Genoveva le mostraba a su hijo la planta. Una mata de hasta dos pies de altura. Sus ramas tienen un color verde rojizo y sus hojas son más bien grisáceas. Sus flores están apiñadas en forma de espiga con unas brácteas de color violáceo en su terminación. Tiene un poder antiséptico, que sirve para curar heridas o llagas.
—Cuando te hagas una herida, te la puedes aplicar en ella. Ya verás qué pronto se te cura —le dijo Genoveva a su hijo—. Ahora vamos a recoger unas pocas.
El niño se dedicó a recoger todas las que veía.
—Aquí tienes un puñado de ellas, madre.
—Muy bien, hijo. Así me gusta. Vamos a coger unas pocas más para tener reservas en casa. El resto las dejamos aquí, que es donde mejor están.
Un poco más adelante encontraron algunas matas de arándanos.
—Medulio, aquí hay arándanos.
El niño se dirigió hacia unas zarzamoras que había al lado de los arándanos, pues desconocía cómo eran éstos, aparte que no se veía ninguno a primera vista.
—No, hijo, no son ésas. Ésas son zarzamoras, que además todavía no están maduras. Los arándanos son redondos y azulados. Tienes que buscarlos aquí entre estas matas, pues a simple vista no se ven —mientras decía esto, la madre iba separando las hojas de la mata para que aparecieran los arándanos—. Mira, aquí hay tres o cuatro, ¿los ves? Cógelos y sigue mirando, que tiene que haber más. Los arándanos curan las afecciones de la orina. También sirven para los problemas del estómago y de los intestinos. Van muy bien para cortar las diarreas.
Madre e hijo se entretuvieron un buen rato en recoger las bayas azuladas que les ofrecían los arándanos. El niño comía más que guardaba, pues los encontró apetitosos. Madre e hijo dejaron atrás las matas de arándanos para buscar más hierbas y plantas medicinales.
—¿Ves este arbusto, hijo?
—Sí, madre. Está lleno de pinchos.
—Debes tener cuidado al acercarte a él. Es un espino blanco. Vamos a recoger unas cuantas hojas y flores. Su infusión es muy buena para la circulación de la sangre y para el corazón. También es muy bueno para calmar los nervios. No lo olvides nunca.
—No lo olvidaré.
Genoveva y Medulio continuaban recorriendo el bosquecillo.
—Aquí hay unas cuantas flores de manzanilla. Vamos a llevárnoslas. La manzanilla aligera las digestiones pesadas. También sirve para calmar los nervios y para combatir el insomnio.
—¡Cuántas cosas sabes, madre! ¿Quién te las ha enseñado?
—Me las enseñaron tus abuelas, ¿te acuerdas de ellas?
—Sólo de una.
—Tienes razón, hijo. Mi madre murió cuando apenas tenías un año. Pues ellas fueron las que me aleccionaron en todas estas cosas sobre las plantas medicinales. Me enseñaron a reconocerlas, a recogerlas, a guardarlas y a prepararlas. También me explicaron sus propiedades medicinales. Gracias a estos conocimientos podemos curarnos de muchas enfermedades y dolencias que de otra manera no lo podríamos hacer. Así que aprende bien a reconocerlas y su finalidad.
—Así lo haré, madre.
—Vamos a esa orilla del bosque a ver si hay orégano.
Se acercaron al margen. En el bosque crecían robustos robles y urces por todas partes. No tardaron en descubrir la planta que buscaban. Los tallos son algo rojizos. Las hojas, ovaladas y anchas. Las flores, de color blanco o rosa y se reproducen en los extremos de los tallos en apretados racimos.
—¿Ves, hijo? Es esta mata que hay aquí. Por ahí adelante hay más. Vamos a coger unas cuantas ramitas con sus flores y sus hojas. El orégano sirve para condimentar las comidas, sobre todo para las carnes. También es muy digestivo y sirve para curar los catarros, que tanta lata nos dan en invierno. Ahora vamos a coger algo de corteza de estos robles, que también es muy buena para curar enfermedades.
—¿Qué enfermedades cura la corteza de roble?
—Muchas. Cura la diarrea y otros problemas digestivos. También es buena para las anginas, para curar la inflamación de las encías, las llagas que se producen en la boca, las grietas de la piel, los sabañones y muchas otras cosas. Y ahora vamos a dejarlo, que por hoy ya tenemos bastantes. Volvamos otra vez con las ovejas que se puede escapar alguna o puede venir el lobo y comérnoslas.
—¿Hay lobos por aquí? —preguntó el niño entre incrédulo y asombrado.
—Pues claro que los hay. Debemos tener mucho cuidado para que no ataquen al rebaño y nos maten unas cuantas ovejas.
Las ovejas seguían pastando tranquilamente en el lugar donde las habían dejado. Madre e hijo se sentaron a la sombra de unos robles.
—¿Tan malos son los lobos, que matan a las ovejas? —inquirió Medulio después de haberse recostado sobre el tronco de un roble.
—No es que sean malos —le contestó su madre—. Los lobos matan para comer. Pero a nosotros nos ocasionan mucho daño cuando lo hacen. Por eso, debemos estar vigilantes y procurar que no se acerquen a las ovejas.
—Y cuando atacan, ¿matan muchas?
—Normalmente no. Normalmente matan una o dos, pero a veces sí que hacen grandes estragos. Recuerdo que hace unos años a un vecino nuestro le mataron más de medio rebaño. Eran varios lobos. Le dividieron el rebaño en dos y la parte que se quedó en el monte la aniquilaron toda. Durante la noche pasaron por medio del poblado de una montaña del valle a la otra persiguiendo a las ovejas. Dejaron sembrado de cadáveres todo el camino de un lado al otro del valle.
—Pues sí que fueron feroces.
—Ya lo creo que lo fueron, hijo. Y ahora vamos a comer algo mientras las ovejas sestean.
Efectivamente, el rebaño ya se había cobijado bajos las refrescantes sombras de los robles y de las urces para librarse del fuerte calor del mediodía. Las ovejas aprovecharían esas horas para rumiar parte del alimento que habían ingerido a lo largo de la mañana. A media tarde reemprenderían su infatigable pasto hasta la puesta del sol, momento en el que regresarían al poblado para pasar la noche.
Para Medulio aquel día había sido muy interesante y muy provechoso, aunque tenía un lío en su cabeza del que no se aclaraba. Tiempo habría para que fuera asimilando todos aquellos conocimientos que su madre le había transmitido y que tanto le ayudarían en su vida. Aunque a la sazón sólo contaba con ocho años, ya se dio perfectamente cuenta de lo importante que era aprender los conocimientos que los mayores poseían. Ellos eran los guardianes y custodios de todo el saber que poseían los astures, pues desconocían la escritura y la lectura y sólo la tradición oral era la portadora de su cultura.
6
El invierno se había adueñado de todo. Un lienzo blanco y helado cubría el valle de Osimara. El frío y la oscuridad obligaban a sus habitantes a refugiarse en las humildes chozas. Las calles y el campo quedaron en poder de la noche y de las alimañas. El viento silbaba por las esquinas y el rumor del río y de los árboles era ensordecedor. A lo lejos se escuchaba el ulular del lobo. El hogar de Elaeso y Genoveva ardía alegremente atizado con gruesos troncos de roble y cepos o raíces de las urces. A su alrededor se reunían, además del matrimonio y su hijo, varios vecinos, entre los que se encontraban Evelina, hermana de Genoveva, y su hija Mabel. En las largas noches de invierno acostumbraban juntarse varios vecinos en una sola casa para ahorrar combustible y para pasar las largas veladas en compañía. Allí jugaban, charlaban, contaban historias, leyendas, cuentos, y las mujeres aprovechaban para hilar y tejer las prendas de abrigo para los suyos. Eran momentos para el ocio, el descanso y la relajación y para unas relaciones sanas y cordiales entre vecinos, familiares y amigos. Era el filandón de los astures.
—Elaeso, enciende un par de aguzos y colócalos en su sitio. Con la luz del fuego no se ve a hacer nada.
—Ya voy, Genoveva.
Los aguzos eran los palos secos de las urces. Daban una luz clara y brillante a medida que el fuego los consumía lentamente. Se encendían por un extremo y por el otro se fijaban en una rendija de la pared hasta que se consumían. Era el alumbrado del que disponían aparte del resplandor del hogar.
—¿Cómo te van las cosas, Brian?
—Bien, dentro de lo que cabe, Elaeso. Aquí todos nos conocemos y sabemos muy bien del pie que cojea cada cual.
Brian era un vecino y viejo amigo de Elaeso con el que éste solía compartir muchas de sus preocupaciones e inquietudes.
—Hombre, ya sé que las cosas no están muy bien y que hay algunos más necesitados que otros, pero este año no nos está yendo nada mal. De momento tenemos reservas suficientes para pasar el invierno. Luego ya veremos.
—Espero que no te equivoques en tus previsiones, Elaeso, y que el invierno no sea muy largo. Hay ya más de uno que se está quejando que no le van a alcanzar las provisiones para toda la temporada.
—Pues si eso ocurre, habrá que ayudarles, porque en el mal tiempo no podemos salir a ninguna parte a buscar alimentos.
Elaeso juntó en el hogar los cepos incandescentes y los tizones de roble para añadir más leña al fuego. El frío ya empezaba a dejarse sentir en la choza.
—Eso de echar una mano es muy relativo. Ya sabes que hay más de uno que escurre el bulto si puede. Entre ellos, alguno de los que se queja que ya no tiene bastante.
—Ya lo sé, Brian. Ya sé que los hay que sólo piensa en sí mismos. Siempre tiene que haber alguna oveja negra en el rebaño.
—Lo malo es que cada vez habrá más si nadie lo remedia.
—Pues habrá que pensar en algo para evitarlo.
—Bien, entonces a ti te corresponde hacerlo como jefe de la tribu.
—Sí, pero no estaría de más que alguien me ayudara a encontrar la solución. Yo solo no logro dar con ella, aunque había pensado que en el futuro podíamos guardar en una choza común todo el botín que obtengamos de los vacceos. ¿Qué te parece?
Brian se removió en el banco antes de contestar.
—Hombre, no es mala idea. Podemos ponerla en práctica a partir del año que viene.
—Habrá que hacerlo para evitar situaciones penosas y ante la falta de colaboración de algunos.
—Bueno, basta ya de conversación seria, que esto parece más un concejo que una velada, —comentó Genoveva—. A ver, ¿no se anima alguien a contar un cuento o algo divertido?
—Yo misma —dijo Evelina, que sin más preámbulos se dispuso a relatar su historia. Todo el mundo prestó atención para escucharla—. Hace mucho tiempo —comenzó a decir mientras dejaba el jersey que estaba tejiendo sobre su regazo— vivía un enorme cuélebre en una cueva muy grande de las montañas de Vadinia. Se dice que vigilaba un gran tesoro que habían guardado allí los mouros. El cuélebre daba tales silbidos entre aquellas montañas, que todos los habitantes de la zona vivían aterrorizados. Nadie se atrevía a pasar por allí ni a llevar los rebaños a pastar por entre aquellas peñas. La abundante y sabrosa hierba que allí crecía se perdía año tras año, hasta que un día apareció un pastorcillo con una flauta que tañía dulce y armoniosamente mientras el rebaño pacía. Le advirtieron que no se aventurara a ir por aquel lugar, pues el enorme monstruo se lo comería sin compasión, pero él no hizo caso de las advertencias, antes al contrario, condujo sin demora su rebaño hacia aquellos pastos tan abundantes y apetitosos. Para calmar al monstruo tañía y tañía su flauta sin cesar, al mismo tiempo le suministraba cada día un gran cuenco lleno de leche de sus ovejas. El monstruo sorbía la leche y dejaba en paz al pastorcillo con su rebaño. Pasó el tiempo y cuando de nuevo volvió a crecer la fresca hierba, regresó el pastorcillo con su rebaño a aquellas montañas. Cada día tocaba la flauta y le ponía el cuenco de leche al monstruo, pero un día se le olvidó ponérselo y el cuélebre lo devoró de un solo bocado. Nunca más a nadie se le ocurrió volver a pasar por delante de la cueva.
—Es una leyenda muy bonita, tía Evelina —comentó Medulio, que no había perdido detalle de la narración—, pero, ¿qué es un cuélebre?
—Un cuélebre —le aclaró su tía— es un animal fabuloso, mitad dragón y mitad serpiente, que tiene todo su cuerpo recubierto de escamas tan duras que no hay puñal ni lanza que las atraviese. Sólo tiene tres puntos débiles en su cuerpo, que son los ojos y un punto de su garganta. Cualquier arma que choque contra sus escamas se hace mil añicos antes que atravesarlas. Por eso se dice que son invencibles. Los cuélebres habitan en grandes y profundas cuevas. Se dice que guardan los tesoros que se ocultan en ellas. Cuando el cuélebre se va haciendo mayor, sus escamas se endurecen más y más, hasta que un día deben abandonar la tierra para refugiarse en la mar más profunda, donde se dedican a guardar los grandes tesoros que allí hay.
—¡Qué bonito! —exclamó el niño—. ¿Y dónde están las montañas de Vadinia?
—En los límites de nuestro territorio con el de los cántabros —le aclaró su madre—. Si subes a lo más alto de nuestras montañas y miras hacia el Nordeste un día claro, verás las de Vadinia allá al fondo de un color grisáceo y como entre brumas. Son las más altas que se divisan en esa dirección.
—El primer día que haga sol pienso ir a verlas.
—Mejor espera a que llegue el buen tiempo —le dijo su madre—. Ahora no es aconsejable subir allí arriba.
—¡Qué pena! Me gustaría verlas ahora —insistió Medulio.
—Calla ya y no seas tan pesado, hijo —le reconvino su padre—. Mira tu prima que callada está. Yo había oído varias leyendas de cuélebres, pero ninguna como ésta. Es muy bonita. ¿Dónde la has aprendido, Evelina?
—Me la enseñó mi madre.
—Pues nunca se la he oído contar a Genoveva.
—Es que a mí no me la enseñó o al menos no lo recuerdo. Pero me reveló otras, como la leyenda del lago. Si queréis os la cuento.
—Sí, sí, cuéntanosla, Genoveva —insistieron todos.
Genoveva dejó a un lado el ovillo de lana y las agujas con las que estaba tejiendo unos calcetines para su marido. Luego carraspeó un poco para aclarar su voz y se arrellanó en el escaño antes de comenzar su relato.
—Cuentan que en un profundo valle de las altas montañas que nos separan de nuestros hermanos del Norte vivía una bellísima doncella. Tan hermosa era que no había joven por aquellos alrededores que no estuviera enamorado de ella. Todos la pretendían, tanto ricos como pobres, a pesar de su extremada pobreza. Un día acertó a pasar por allí un príncipe que se quedó prendado de su belleza nada más verla. Tanto la halagó y le prometió, que al final la doncella se entregó a él en cuerpo y alma. El príncipe le hizo infinidad de promesas, entre otras, que volvería muy pronto a buscarla para llevársela con él para siempre. Cuando se separaron, le regaló una diadema de oro y piedras preciosas y un collar de perlas. La bella doncella, burlada y engañada, esperó y esperó el regreso del príncipe. Pero los años pasaban y él no regresó. Entonces la joven comenzó a llorar y con sus lágrimas se llenó todo el valle en el que surgió un enorme lago de cristalinas y azules aguas. Dicen que todos los años en la noche del solsticio de verano flotan sobre sus aguas el collar y la diadema. También dicen que cuando esa noche coincide con el plenilunio, se ve cómo se desplaza sobre la superficie de las aguas una dama muy hermosa toda vestida de blanco. Hay muchos que todavía hoy se acercan al lago para verla.
—Es muy bonita, madre.
—¡Siempre tienes que ser tú el primero en decir algo! —le volvió a reprochar su padre—. Mira como Mabel no dice nada, mientras que tú no callas un momento.
—Porque Mabel está durmiendo —contestó Medulio—. Siempre se duerme en las veladas.
—¡Mentira! —respondió la niña con la cara roja como la púrpura—. Yo no me duermo.
—Claro que no. Sólo que se te cierran los ojos y empiezas a roncar —insistió el primo para hacerle rabiar.
—Eso no es cierto —se defendía la niña.
—Bueno, ya basta por hoy. Vámonos, hija, que ya es hora de dormir —medió Evelina dando así por finalizada la reunión.
Madre e hija se acercaron a la puerta. Los demás contertulios hicieron lo propio y se despidieron de sus anfitriones. Al día siguiente regresarían para pasar una velada más.
Hacía horas que la noche se había adueñado del valle de Osimara. Elaeso y Genoveva se preparaban para pasar una amena velada. Poco a poco fueron llegando los demás contertulios deseosos de oír nuevas historias y comentar las anécdotas del día. Era una costumbre ancestral que noche tras noche se repetía en aquellas tierras desde tiempos inmemoriales. Una manera muy hermosa de relacionarse aquellas gentes humildes al amor de la lumbre durante las gélidas y eternas noches de invierno .
—Buenas noches, familia. ¿Cómo va eso? —saludó Brian al entrar.
—Buenas noches —le contestaron los anfitriones.
—¡Vaya frío que hace! Esta noche va a caer una buena nevada.
—No lo sé, Brian. Hace mucho frío para eso.
—Ojalá aciertes, Elaeso.
—Ya sabes que cuando hace tanto frío no nieva. Para nevar tiene que templar un poco. Pero, deja las madreñas ahí y ven a calentarte un poco al lado del fuego.
—Ya voy, Elaeso.
Brian se descalzó las madreñas y se acercó al hogar al lado de sus anfitriones. Poco después entró la familia de Genoveva y tras ellos llegaron más contertulios. Todos se fueron acomodando al lado del fuego, que era el único lugar de la choza algo más acogedor. Pronto las mujeres comenzaron a hilar o tejer sus prendas. Mientras tanto los hombres charlaban de sus cosas y los niños correteaban y se perseguían por entre los pocos enseres que había.
—¡Niños, estaos quietos ya, que vais a romper algo! —les reconvino Genoveva.
—¡Bah!, venid aquí, que os voy a contar una historia de esta tierra —les prometió Elaeso.
—¿Qué historia es ésa, padre?
—Siéntate aquí y escucha —el niño se sentó al lado de su padre, en tanto que Mabel lo hacía entre los suyos—. Cuentan —prosiguió Elaeso— que hace muchos, muchos años en medio de este valle había un enorme montón de oro. Tan grande era que parecía una montaña. Los habitantes de este lugar lo custodiaban para que nadie se lo robara. Pero vinieron unos hombres de tierras muy lejanas que querían apoderarse de él. Las gentes de este lugar se opusieron a ello. Entonces aquellos extranjeros les ofrecieron objetos y regalos que traían a cambio del oro. Los nativos accedieron a darles algo del precioso metal a cambio de los regalos. Los extranjeros se marcharon, pero no tardaron en volver con más hombres y más regalos para llevarse mucho más oro que la primera vez. Los habitantes del valle, a pesar de oponerse, no pudieron evitar que se lo llevaran. En vista de ello, se reunieron todos en el bosque sagrado para pedir al dios Tilenus que los librara de aquellos avarientos hombres y protegiera su tesoro. Tanto rogaron al dios, que éste se apiadó de ellos, por lo que con su enorme fuerza arrancó un trozo de la montaña y lo depositó encima del montón de oro. Así cuando volvieron por tercera vez aquellos insaciables extranjeros, sólo encontraron la montaña que ahora ocupa el lugar del montón de oro y tuvieron que marcharse con las manos vacías.
—Si hay tanto oro ahí, ¿por qué no lo sacamos, padre?
—Buena pregunta, hijo.
Todos rieron la ocurrencia de Medulio. El niño en su inocencia se creía al pie de la letra la historia que acababa de contar su padre.
—¿Alguien se anima a contar alguna otra historia? —inquirió Evelina.
Nadie contestó. Cada cual siguió con sus quehaceres o con sus pasatiempos. Genoveva y Evelina, con las labores de hilar y tejer. Los hombres se enfrascaron en sus conversaciones y preocupaciones. Y los niños correteaban otra vez por toda la choza. No tardaron en jugar a la pita ciega.
—¿Quién hace de pita ciega? —preguntó Medulio.
—Tú —le contestaron Mabel y varios niños más.
Le vendaron los ojos para que no viera nada.
—¿Qué buscas, pita ciega? —gritaron.
—Una aguja y un dedal —contestó él.
—Pues da tres vueltas y los encontrarás.
Le dieron tres vueltas para desorientarlo. Entonces el niño comenzó a buscar a los demás con los brazos extendidos hacia delante. Ellos procuraban esconderse para que no los localizara. Si por fin conseguía atrapar a uno, tenía que adivinar de quién se trataba a través del tacto. Si lo conseguía, éste se quedaba de pita ciega para el siguiente turno. Si no lo identificaba, tenía que continuar él.
—No me encontrarás —le decía uno.
—Ni a mí tampoco —le gritaba otro.
—A ver si me pillas a mí —se burlaba un tercero.
Todos reían y se divertían. Hasta los mayores prestaron por un instante atención al juego. Al final Medulio consiguió atrapar e identificar a uno de los niños. Éste se quedó de pita ciega y continuó el juego. Los mayores prosiguieron con sus conversaciones y quehaceres hasta que el fuego se extinguió casi por completo y alguien les recordó que ya era demasiado tarde. Al abrir la puerta se toparon con una fina capa blanca en el suelo. La nieve, por fin, se había dignado hacerles una visita.
Un día más se reunieron los contertulios para disfrutar una nueva velada. El hogar chisporreteaba y resplandecía con los troncos de roble y los cepos que le habían puesto. Varios aguzos colgados por las paredes iluminaban el resto de la morada. Todos habían ocupado ya sus asientos. Las mujeres se disponían a hilar o tejer, mientras un murmullo general lo llenaba todo. En esto Brian pidió la palabra.
—Si me lo permitís, hoy quisiera contaros una pequeña leyenda.
—Faltaría más —comentó Elaeso—. Estás en tu casa.
—Era una desapacible tarde de invierno —comenzó a relatar Brian—. La nieve caía en abundantes y copiosos copos. Por doquier se veía el extenso manto blanco que lo cubría todo y todo lo uniformaba. Las lindes del sendero se habían borrado por completo. A cualquier parte que se dirigiera la vista, todo se veía igual. Era imposible orientarse en aquel mar de blancura.
»Un caminante avanzaba abriéndose paso lentamente por entre la nieve. Miraba hacia una y otra parte, pero no distinguía nada. Todo era silencio y quietud. Sólo se oía el roce de sus polainas con la nieve. Diríase que estaba completamente solo entre aquellas montañas.
»El hombre avanzaba cada vez más despacio. Sus fuerzas lo abandonaban paulatinamente. Poco a poco la débil luz del día se iba desvaneciendo. El caminante comenzaba a temer por su vida. La noche se acercaba y él estaba solo entre aquellas montañas. Esto iba pensando cuando descubrió una pequeña gruta. Fue algo providencial, pues la noche se adueñaba de todo y las fuerzas ya le flaqueaban.
»Con no poco esfuerzo logró nuestro héroe alcanzar la cueva. A duras penas se instaló en ella para pasar la noche. Con las luces del alba reemprendería el camino para llegar a su hogar. Pero el día siguiente amaneció tan encapotado como el anterior y así durante días y días. La nieve lo cubría todo y el hombre se desesperaba. No encontraba el medio para salir de allí.
»Una noche, cuando más deprimido estaba, creyó distinguir a la luz de la luna la figura de una hermosa mujer. Le pareció ver que se deslizaba suavemente sobre la nieve a pocos pasos de donde él se hallaba. La figura iba vestida toda de blanco y cubierta la cara y la cabeza con un velo del mismo color. Sólo el movimiento la hacía perceptible, pues su blancura se confundía con la de la nieve que la rodeaba. El hombre no podía dar crédito a lo que veía. Quiso seguirla cuando se alejaba, pero en ese mismo instante se desvaneció la aparición.
»Durante varias noches siguió apareciéndose la dama y siempre se desvanecía cuando el hombre trataba de seguirla. Una noche, en cambio, no se desvaneció. Él siguió sus pasos como hipnotizado por ella. La misteriosa aparición avanzaba suavemente por entre las montañas. Parecía que sus pies no rozaran la nieve. Iba como siempre toda vestida de blanco y cubierta con el velo del mismo color. El caminante seguía en pos de ella. Avanzaba como un autómata, sin tener conciencia de lo que hacía. Ya llevaba tiempo siguiendo sus pasos y creía estar a punto de alcanzarla, cuando la visión desapareció a través de una tenue niebla. Él hizo un esfuerzo por alcanzar la orla de su vestido, pero se precipitó en el abismo que había bajo sus pies.
»Por el lugar se cuenta que la Dama de las Nieves se aparece a los caminantes extraviados en aquellas montañas nevadas, para conducirlos inexorablemente al precipicio por el que se despeñan. Son muy pocos los que se aventuran a atravesar aquellos inhóspitos parajes.
—¿Y dónde están esas montañas? ¿Están cerca de aquí? —preguntó con voz trémula Medulio, que había quedado algo impresionado por la historia.
—Pues no lo sé, pero por aquí cerca no lo creo —contestó Brian.
—A mí me daría miedo ir por allí —comentó el niño.
—¡Toma, y a mí! —aseveró Brian—. ¿A quién no le da miedo que lo lleven a una muerte segura?
Las débiles llamas crepitaban y lamían los dos últimos tizones que ardían en el hogar. Medulio dormía plácidamente en su camastro. Elaeso y Genoveva se disponían a descansar después de la larga velada. Un día más llegaba a su fin.
Habían llegado ya a lo más crudo del invierno. El valle de Osimara permanecía cubierto por una espesa capa de nieve que impedía moverse por él. A duras penas los vecinos del poblado conseguían trasladarse de unas chozas a las otras a través de las huelgas que habían abierto en la nieve. El frío era intenso y la nieve, helada, crujía bajo las madreñas de los caminantes.
—¡Vaya frío que hace esta noche! —comentó Budecio mientras cerraba la puerta de la choza de Elaeso.
—¡Ciérrala, ciérrala bien, que hoy no hay quien pare por ahí fuera! —le contestó Genoveva—. Además, hoy Medulio está enfermo y no conviene que se enfríe mucho esto.
—Pues, ¿qué es lo que le pasa a este granuja? —ironizaba Budecio acercándose al lecho donde yacía el niño.
—Ha cogido un buen catarro por andar por ahí fuera haciendo lo que no debe —aclaró la madre.
—¡Ah, pillastre, pillastre! ¿Dónde te habrás metido para pillar este catarro? —le decía Budecio mientras le acariciaba la cabeza.
El niño tosió varias veces y se dio media vuelta en el lecho sin pronunciar palabra.
—Déjalo, Budecio, que hoy no está de humor para bromas. Tiene mucha tos y algo de fiebre. Es mejor que esté tranquilo en la cama.
—¿Ya le has dado algún remedio?
—Faltaría más. Le estoy dando infusiones de sabugo y orégano y ya le he puesto varias cataplasmas en el pecho, pero lo que más le conviene es guardar cama.
Poco a poco fueron llegando los contertulios para pasar la velada en casa de Elaeso. Todo el mundo se interesó por la salud de Medulio y todos le desearon un rápido restablecimiento.
—¿Tendrás listas todas las plantas medicinales que sueles recoger por el campo, no, Genoveva? —sugirió su hermana.
—¿A ti qué te parece?
—Sólo faltaría que ahora que las necesitas no las tuvieras —comentó Evelina.
—No, eso no es fácil que le pase a Genoveva —insinuó Budecio—. No he visto en todo el pueblo a nadie que se interese más por las plantas medicinales. Recorre todo el valle y las montañas para conseguirlas.
—Y hace bien —corroboró su hermana—. Si no fuera por ella, algunos de los presentes puede que ya no estuviéramos aquí.
—En eso te doy la razón, Evelina. Genoveva es la gran curandera del poblado y a más de uno le ha salvado la vida. ¡Cuántas veces la he visto por los prados y por la orilla del río recogiendo esas plantas!
—Pero a ti no se te ha ocurrido coger ninguna, ¿no, Budecio?
—Desde luego que no, Evelina, y no es porque no las conozca, es que no sé para qué sirven.
Elaeso arrojó varios troncos de roble y unos cuantos cepos al fuego para que se avivara y caldeara algo más la vivienda, que ya se estaba enfriando un poco. Entonces tomó la palabra Genoveva, que hasta entonces había estado callada.
—Pues mira, Budecio, te voy a explicar un poco las propiedades de esas plantas medicinales que se encuentran por los prados y a la orilla del río. Los chopos, por ejemplo, son medicinales. De ellos se aprovecha tanto la corteza como las yemas. Éstas deben ser recogidas en primavera, cuando comienza a brotar el árbol, mientras que la corteza es mejor recogerla en otoño. Las yemas son buenos remedios para los problemas urinarios y contra la tos. Para ello hay que secarlas a la sombra y luego se hierven para tomarlas. También sirven para curar las heridas y las quemaduras.
»Las ortigas también son medicinales, pero hay que tener mucho cuidado al cogerlas para que no te ortiguen. Sirven para curar muchas enfermedades, entre otras, ayudan a hacer la digestión, combaten la diarrea, las enfermedades urinarias y cuidan la piel.
—Y yo sin saberlo hasta ahora —comentó en tono irónico Budecio—. ¡Con la cantidad de ortigas que hay por todos los cañales y senderos!
—No te burles y atiende —le reconvino Genoveva—. Las frambuesas combaten los problemas urinarios. Las hojas y sobre todo las flores del lúpulo tienen muchas propiedades curativas. Sirven principalmente para tranquilizar los nervios y para combatir el insomnio y los dolores de cabeza. También es bueno para las malas digestiones. Ya sabéis que el sabugo sirve para combatir la tos y la fiebre de los catarros. También se usa para aliviar los problemas digestivos y contra el estreñimiento. Favorece asimismo el cuidado de la piel y del pelo. Las infusiones de hojas secas de salguero son muy buenas para la circulación de la sangre, para calmar el dolor y para bajar la fiebre. Las grosellas, que comemos como fruta y sobre todo en mermeladas por su sabor un poco agrio, también son medicinales. Entre otras cosas, sirven para mantener nuestra piel en buen estado y para estar más jóvenes. Además, mejoran la circulación de la sangre y calman los nervios. ¿Y qué me decís de las amapolas? La infusión de sus flores secas es buena para combatir los resfriados y la tos. También es muy buena contra las indigestiones, el dolor de cabeza, el insomnio, los nervios y hasta para combatir las arrugas de la piel.
—¡Vaya lección magistral que nos estás dando esta noche! —volvió a terciar Budecio con cierta ironía.
—¡Calla ya de una vez, hombre, y deja explicarse a Genoveva, que lo está haciendo muy bien! —le reprochó Evelina.
—No, si bien sí que se explica. De eso no cabe la menor duda.
—Pues entonces calla y déjala continuar.
Todo el mundo se quedó en silencio esperando que Genoveva continuara con su disertación. Ella dejó a un lado el calcetín que estaba tejiendo para reanudar su discurso.
—Tan sólo me queda describiros las propiedades de las plantas más próximas a nosotros, las que se crían en nuestros huertos. Las semillas del anís, por ejemplo, son buenas para eliminar el mal aliento y para hacer bien la digestión. También sirven para calmar los nervios. La hortelana es estomacal y relajante. Sus infusiones ayudan a una buena digestión. Elimina el mal olor y va muy bien para lavar y curar las heridas. También es un condimento indispensable en la cocina por sus cualidades aromáticas. La salvia sirve para curar los catarros y ayuda a cicatrizar las heridas. También ayuda a hacer la digestión, es relajante y combate el insomnio. Además, igual que la hortelana, es un buen condimento para aderezar las comidas. El perejil, aparte de servir como condimento, como las dos anteriores, es bueno también para combatir el mal aliento y protege contra los golpes que nos damos y las picaduras de los insectos. Y eso es todo por esta noche.
—¿Te parece poco? —comentó Budecio en tono jocoso—. Esta velada ya la podemos dar por terminada con tus explicaciones sobre plantas medicinales y aromáticas.
Elaeso iba a echar más leña al fuego, pero todos estuvieron de acuerdo con el comentario que acababa de hacer Budecio. Ya se había hecho tarde. Todo el mundo comenzó a levantarse de su asiento y a ponerse la ropa de abrigo para hacer frente al frío de la noche. Antes de abandonar la choza, todos se despidieron de Medulio deseándole que se mejorase pronto. El niño permanecía en su lecho medio adormilado después de haber sufrido varios accesos de tos a lo largo de la velada. Sólo deseaba que lo dejaran dormir tranquilo si la tos se lo permitía.
7
Los niños corrían alegremente por el verde prado, que destilaba aromas de primavera. Los dorados rayos del sol comenzaban a calentar. Los gritos de los niños y los gorjeos de los pajarillos lo llenaban todo de candor y alegría. En el horizonte se divisaba un jinete que avanzaba en su montura en dirección al poblado. Lo seguía un potrillo que portaba del ramal. Tendría poco más o menos un año. Un niño detuvo su juego cuando el caballero se acercaba a ellos. Era Medulio que reconoció a su padre en el jinete que montaba a caballo. Pronto padre e hijo se fundieron en un caluroso abrazo. Los demás niños detuvieron sus juegos para contemplarlos.
—Hola, hijo. ¿Te gusta el potrillo?
—Mucho, padre. Es precioso.
—Pues tómalo por el ronzal. Es para ti.
—¿Para mí? —exclamó con sorpresa Medulio.
—Sí, para ti. Para que aprendas a montar. Hoy mismo comenzaremos las primeras lecciones.
Medulio no cabía en sí de gozo. Los demás niños lo miraban con envidia. A ellos también les gustaría recibir un regalo como aquél. Pero sus padres no podían permitirse el lujo de regalarles un caballo, ni un pollino siquiera. El niño, que ya iba a cumplir diez años, tomó el potrillo por el ronzal y lleno de satisfacción y de júbilo se despidió de sus amiguitos para acompañar a su padre a casa. Cuando se acercaban a la choza, les salió al encuentro Genoveva.
—Pero ¿qué es esto? —interrogó sorprendida.
—Ya lo ves —contestó Elaeso—, un potro para nuestro hijo.
—¿Y qué va a hacer Medulio con un potro? —preguntó de nuevo Genoveva estupefacta.
—Pues aprender a montar.
—Pero ¿no es demasiado pequeño para eso?
—No es tan pequeño. Va a cumplir diez años y ya va siendo hora de que se inicie en los ejercicios y en las obligaciones de los adultos. Yo de su tiempo ya montaba a caballo.
—Bueno, bueno. A mí me parece que es demasiado pronto. No es más que un niño.
—Así se irá haciendo mayor. Vamos a comer y después empezaremos los primeros entrenamientos.
Genoveva no estaba muy conforme con la decisión de su marido, pero no tenía otra alternativa que aceptarla. A ella le gustaría retener a su hijo mucho más tiempo a su lado, pero sabía que más pronto o más tarde su marido se lo llevaría. Los hombres tenían que aprender el oficio de la guerra y prepararse para ella. En casa no tenían nada que hacer. Por otra parte, Medulio ya iba creciendo. Aunque era todavía un niño, su desarrollo físico lo hacía algo mayor de lo que era. Si seguía así, llegaría a ser un hombre alto y robusto. Ninguno de los niños de su edad le hacía competencia.
Después del almuerzo padre e hijo se encaminaron con el potrillo a los prados que circundaban el castro. El niño llevaba el potro por el ronzal. Al llegar al prado, comenzó a acariciarle la cabeza, la frente y la crin. El animalillo correspondía con pequeños resoplidos y de cuando en cuando rozaba con sus belfos las manos del zagal. Poco a poco se iban compenetrando uno con el otro, lo que era un buen principio. Con el tiempo tendrían que formar un todo entre ambos.
—¡Mira, padre, cómo me lame la mano!
—Eso significa que te está tomando confianza. Debes tratarlo bien para que se haga a ti. Así con el tiempo seréis inseparables.
—De acuerdo, padre. Así lo haré.
—Ahora tómalo por la mitad del ronzal y haz que vaya dando vueltas alrededor de ti siempre a esa distancia.
El niño hizo lo que su padre le decía. Empezaron a caminar en círculo por el prado. A medida que caminaban el potrillo tomaba más velocidad.
—¡Padre, el potro cada vez va más de prisa! Casi no puede sujetarlo.
—Debes dominarlo, aunque es bueno que acelere el paso.
—¡Pero es que no puedo con él! ¡Se me va a escapar!
Elaeso acudió a sujetar el potro, que cada vez avanzaba más deprisa.
—Mira, hijo. Debes sujetarlo con fuerza. Así —el padre le demostraba cómo hacerlo—. El potro nunca te tiene que dominar, porque entonces estarás perdido. Siempre debes ser tú el dominante y él el dominado. ¿Entendido?
—Sí, pero es que yo no tengo la fuerza que tienes tú para sujetarlo. A mí se me escapa.
—Bueno, además de fuerza también hay que tener maña. No te preocupes, poco a poco lo conseguirás. Ahora déjamelo un momento. Voy a obligarle a trotar un poco por aquí.
Elaeso tomó el ronzal del potro por la mitad, como lo tenía asido su hijo, y lo obligó a caminar en círculo durante varios minutos. Cuando el animal quería caminar más de prisa, le daba un tirón al ronzal para que aflojara el paso o incluso para que se detuviera. Así iba acostumbrando al potrillo a obedecer sus órdenes. Luego le dejó todo el ramal para que pudiera moverse a más distancia de él y lo hostigó para que caminara más deprisa, hasta que logró que avanzara al trote. Lo mantuvo así durante un buen espacio de tiempo para que sudara y se cansara un poco. De cuando en cuando le obligaba a detenerse para reiniciar nuevamente la marcha. Así poco a poco iba logrando que el potrillo lo obedeciera y que se acostumbrara a las voces de mando. Finalmente, le pasó el ronzal a Medulio para que hiciera lo mismo. El niño al principio tenía un poco de miedo, pero pronto descubrió que el potrillo trotaba alrededor de él y obedecía sus órdenes, lo que lo llenó de satisfacción y alegría.
—Bueno, por hoy ya es suficiente, hijo. Mañana volveremos a entrenarlo más para que pronto puedas montarlo. Ahora volvamos a casa. Hay que darle de comer y dejarlo descansar.
—¿Podré montarlo mañana?
—No creo. Es demasiado pronto. Hay que conseguir que se vaya acostumbrando más a nosotros y que vaya adquiriendo más confianza. Ya llegará el día que lo puedas montar. Ahora no es más que un potrillo salvaje. Podría tirarte y hacerte daño.
El niño no estaba del todo conforme con los comentarios de su padre, pero no le quedaba otra alternativa que aceptarlos. Tenía que moderar su impaciencia y esperar el momento idóneo para montar el potro. El día siguiente y el otro y así durante una semana estuvieron domando y amansando el indómito potrillo, hasta que llegó a obedecer todas las órdenes que le daban. El animalillo a una sola voz o a un solo movimiento del ronzal hacía lo que sus dueños le indicaban. Medulio estaba muy contento y muy sorprendido de los cambios que había sufrido el potro en su comportamiento en tan pocos días. Ahora comprendía por qué su padre no le había permitido montarlo inmediatamente. El potrillo hubiera dado inexorablemente con sus huesos en tierra si lo hubiera intentado entonces. Al fin había llegado el momento de probar.
—¿Puedo montar ya el potro?
—Sí, hijo. Hoy vas a intentarlo. Toma el ronzal y acarícialo un poco.
El niño tomó las riendas del animal mientras le acariciaba la cara. El potro le correspondía a su vez con pequeños resoplidos y movimientos de los belfos, como si quisiera mordisquearlo pero sin hacerle daño. Día a día la compenetración entre ambos iba en aumento. Era como si estuvieran hechos uno para el otro. Ahora sólo faltaba que el potrillo admitiera a su amigo como su carga. Pero antes de montar, a Medulio se le ocurrió que deberían ponerle un nombre.
—¿Cómo le llamaremos?
—No lo he pensado. Elige tú el nombre, hijo.
—Le llamaremos Pegaso.
—Me parece muy bien, hijo. Pues le llamaremos Pegaso. Ahora ven aquí que te ayudaré a montar.
—No hace falta, padre. Puedo hacerlo yo de un salto.
—Eso ya lo harás más adelante. Ahora es mejor que te ayude yo a subir, de lo contrario el potro podría asustarse y todo lo que hemos conseguido hasta hoy se habría perdido. Al principio es mejor que te subas suavemente sobre él para que no extrañe nada. Así que, ¡arriba!
Elaeso ayudó a subir a su hijo sobre el potrillo y ambos comenzaron a caminar libres por la pradera. Niño y potro avanzaban armoniosamente y constituían una bella estampa en aquella mañana primaveraral. Algunos amiguitos los contemplaban con cierta envida no del todo contenida. Habían seguido su entrenamiento día tras día. A ellos también les hubiera gustado tener un potrillo como aquél para correr por la pradera. Pero sus padres eran demasiado pobres para permitírselo. Así que no les quedaba más remedio que contemplar con envidia a su amigo Medulio. Éste había comenzado a trotar con su potrillo.
—¡Sujétalo, hijo! Es demasiado pronto para empezar a correr. Te puede tirar. Además, llevas muy separadas las piernas de la barriga del potro. Debes ajustarlas más a él.
—De acuerdo, padre, pero él quiere ir más deprisa.
—Pues intenta dominarlo. Recuerda que el potro debe hacer siempre lo que tú quieras y no lo que quiera él.
—¡So, Pegaso! —gritó el niño al mismo tiempo que tiraba fuertemente de las riendas. El potrillo se detuvo.
—Eso, es —le dijo el padre—. Siempre debes ser tú el que mande. No lo olvides.
—No lo olvidaré, padre.
—Bueno, ahora volvamos a casa. Por hoy ya hay bastante.
—¡Pero yo quiero montar más a Pegaso! —gimoteó el niño.
—Mañana lo montarás más. Hoy ya es suficiente.
Al llegar a casa, Medulio comunicó la buena nueva a su madre. Ella lo felicitó por el paso que había dado, pero, por otro lado, sabía que aquello era el principio de una nueva vida para su hijo. A partir de aquel momento su hijo comenzaría a dejar de ser niño para convertirse poco a poco en un adulto. A pesar de que todavía seguiría jugando como un niño, sus deberes de adulto acababan de empezar. Ya no habría descanso para él. Sin prisas pero sin pausas iría avanzando su instrucción para convertirse en un guerrero. Aquel día había iniciado la cuenta atrás.
Ya de buena mañana Medulio comenzó a montar a Pegaso. Su padre le pedía moderación y prudencia, pero tanto el niño como el potrillo querían dar rienda suelta a la impaciencia que los devoraba a ambos. En un descuido del padre, salieron en veloz carrera por todos aquellos prados. Elaeso llamaba a su hijo y le pedía que detuviera el potro, pero el niño cada vez se sentía más seguro y más libre encima de la montura. A medida que avanzaban, ganaba confianza y dominaba mejor a Pegaso. Después de recorrer toda la pradera, regresaron a donde se encontraba su padre. Éste lo amonestó por lo que acaba de hacer.
—No debiste hacer eso, hijo. Te podía haber tirado y haberte hecho mucho daño, incluso podía haberte matado.
—Ya lo sé, padre. Pero los dos teníamos ganas de correr y lo hemos pasado muy bien.
—Algún día esa impaciencia te puede costar muy cara. Deberías hacer más caso de lo que se te dice.
—Lo siento, padre, pero no he podido contenerme.
Elaeso lo reprendía, pero en el fondo estaba orgulloso de él. Aún no tenía los diez años y ya demostraba habilidades y aptitudes que a otros les costaba trabajo tenerlas a los trece o catorce. Su hijo podría llegar a ser un gran guerrero. Había que proporcionarle pronto un instructor para que no se desperdiciara su talento. De momento lo entrenaría él como jinete por aquellas praderas. Luego le proporcionaría una instrucción más profunda. A partir de aquel momento cada día padre e hijo salían a trotar por los prados y veredas del valle de Osimara.
8
El sol brillaba con todo su fulgor aquel espléndido día de verano. El calor era sofocante. Las chicharras cantaban entre el follaje de la exuberante vegetación. Los pajarillos apenas trinaban. La tupida sombra de los árboles en la orilla del río invitaba a cobijarse bajo ella. El frescor del agua incitaba al baño. Los niños, bulliciosos y alegres, se bañaban en un remanso soleado. Todos disfrutaban de aquel agradable momento del mediodía.
Medulio, después del baño, decidió pescar un rato por el río en compañía de su mejor amigo. La pesca junto con la equitación eran sus dos aficiones preferidas. Todos los días del verano dedicaba la siesta a bañarse y pescar truchas por el río. Escudriñaba con las manos debajo de las piedras y entre las raíces de los árboles que había en las orillas. Era un gran experto. Cada día llevaba a casa media docena o más de truchas. Conocía bien sus costumbres y escondrijos, por lo que siempre capturaba alguna.
—Vamos a mirar esas raíces, Clouto. Ya verás como hay alguna.
—Si tú lo dices, seguro que las hay.
Los dos amigos se apresuraron a hurgar entre las raíces que un enorme aliso hundía en las aguas. Al segundo o tercer intento Medulio tocó una trucha.
—¡Quieto, Clouto! —gritó—. He tocado una. Espera, que casi la tengo. Ahora la he agarrado bien. Ya no se me escapa.
Medulio salió fuera del río con un hermoso ejemplar entre sus manos. Las truchas que se hallaban entre las finas raíces que se sumergían en la orilla del río tenían pocas probabilidades de escapar, sobre todo para unas manos expertas. Las finas raíces anulaban la viscosidad de la piel de la trucha. Una vez tocada, había que tratar de amarrarla entre las raíces con mucho cuidado, asiéndola con una mano por la cabeza y con la otra por la mitad del cuerpo. Las raíces evitaban que la trucha pudiera deslizarse y escabullirse. El método era infalible.
—¡Qué grande y qué guapa es! —exclamó Clouto.
—¡Vaya si es grande! Ya sabes que las truchas más gordas se esconden entre las raíces o en los pozos más profundos, donde no podemos cogerlas. Las truchas que hay por el resto del río suelen ser más pequeñas.
Los dos niños continuaron su pesca. Al cabo de un par de horas o algo más decidieron regresar a casa.
—¿Cuántas has pescado, Medulio?
—Cinco. ¿Y tú?
—Yo llevo cuatro.
—Pues vamos para casa. Por hoy ya tenemos bastantes. Mañana quedamos a la misma hora, ¿eh?
—De acuerdo, mañana volveremos.
Al día siguiente se reunieron de nuevo todos los niños en el remanso del río para bañarse como hacían cada día. El sol calentaba tanto o más que el día anterior. No se movía una hoja en los árboles y las chicharras no paraban de cantar. Los niños comenzaron a chapotear en el agua y a nadar. Unos, los que sabían nadar, se aventuraban más en el pozo. Otros más tímidos se quedaban en la orilla. Todos se entretenían y se refrescaban en las transparentes y cristalinas aguas. Después de un buen rato, Medulio y Clouto decidieron volver a pescar como el día anterior. El resto de niños continuó el baño en el remanso. Unos permanecían en el agua. Otros se tumbaban al sol en la orilla del río, pues tenían los miembros medio ateridos después de permanecer tanto tiempo dentro de las frías aguas. Todos se entretenían de una manera u otra y nadie se preocupó del más pequeño. Éste, de unos tres o cuatro años, comenzó a perseguir río abajo los pececillos y renacuajos que se acercaban a la orilla. Sin darse cuenta resbaló en una piedra y cayó de bruces en la corriente del agua. El niño intentó asirse a algo, pero la fuerte corriente lo arrastró río abajo. Neil, inconsciente, cayó en un profundo pozo.
Los niños tomaban el sol y se bañaban en el remanso del río, ajenos a la tragedia. Nadie se percató de la ausencia de Neil hasta que de pronto uno de ellos lo echó en falta.
—¿Y Neil? —gritó.
Los niños se quedaron paralizados, como fulminados por un rayo. Al instante, como movidos por un resorte, comenzaron a llamarlo y a buscarlo.
—¡Neil!, ¡Neil!, ¡Neil! —gritaban unos.
—Neil, ¿dónde estás? —interrogaban otros.
El mayor del grupo se imaginó lo peor. Sin pensarlo, se precipitó río abajo hasta el final de la corriente. Allí estaba Neil. En el fondo del pozo. El muchacho se zambulló de un salto. Poco después arrastraba consigo el cuerpo inerte de Neil. Los demás lo contemplaban atónitos desde la orilla. Intentaron reanimarlo. Demasiado tarde. El niño ya no respiraba.
—¿Quién se lo dice ahora a sus padres? —comentó uno de ellos con cara afligida.
Se miraron unos a otros y guardaron silencio. Había sido un triste accidente, pero en el fondo todos se sentían culpables por no haber vigilado al pequeño. Es cierto que el niño había ido por su cuenta y que ninguno de ellos era responsable directo de su cuidado, pero todos sentían algo de culpa en su interior. No deberían haberlo dejado solo y haberse despreocupado de él. Ahora tenían el problema ahí y no sabían cómo iban a reaccionar los mayores, sobre todo los padres del infortunado.
—Pues habrá que decírselo —contestó el mayor— y deprisa. Vosotros dos —señaló a los dos que tenía enfrente— id a buscar a sus padres. Los demás nos quedaremos aquí hasta que vengan. Poco después llegaron los padres del niño con grandes llantos y gemidos. Los acompañaban media docena de vecinos.
—¡Si es que esto tenía que pasar algún día! —se lamentaba una mujer de mediana edad.
—¡Tanto venir al río no podía parar en nada bueno! —comentaba otra.
—¡Ya me lo temía yo que algo así iba a ocurrir! —añadía una tercera.
—¡Encerrados en casa es donde deberían estar todos! —sentenciaba la primera que había hablado.
—Algo habrá que hacer con ellos —amenazaba la tercera—, pero esto no puede quedar así. Estos sinvergüenzas que no piensan más que en haraganear. Ayudando a vuestro padres en casa es donde deberíais estar y no aquí todo el día holgazaneando. ¡Si yo tuviera un hijo, aquí iba a estar! La culpa es de los padres, que les dejan hacer todo lo que quieren y no les mandan nada. ¡Adónde vamos a llegar!
—Bueno, ahora lo que hay que hacer es llevar el cuerpo del niño a casa y dejarse de tantas lamentaciones —dijo uno de los hombres que se habían acercado hasta allí—. Los niños han tenido un fatal descuido que a cualquiera de nosotros nos podría haber ocurrido. Supongo que ninguno de ellos querría esto. A ver, ¿quién me echa una mano?
—Tienes razón. Vamos a llevarlo para casa y a consolar a sus padres —le contestó otro de los presentes—. Por mucho que nos lamentemos no le vamos a devolver la vida.
Los niños, asustados y en silencio, escucharon los improperios que los mayores les lanzaban. Luego, cabizbajos y taciturnos, acompañaron silenciosamente el cuerpo inerte de Neil hasta su morada.
Medulio y Clouto, ajenos a la tragedia, seguían de pesca por el río. La tarde avanzaba, pero las truchas se resistían a su captura. Apenas un par de ellas habían logrado pescar hasta entonces. Clouto quería regresar ya a casa, pero Medulio insistía en seguir un poco más. Quería atrapar al menos un par de truchas más. En aquel momento tocó una debajo de una piedra. Después de no pocos esfuerzos por cogerla, pudo sacarla entre sus manos a la orilla del río. Al fin había conseguido añadir una más al cupo.
—Bueno, ahora podemos irnos ya, ¿no? —le comentó Clouto.
—Anda, vamos, que eres un miedica.
—Es que a mí mi madre no me deja estar tanto tiempo en el río. Luego me riñe.
—Bueno, vamos. Mañana ya cogeremos más.
Los dos amigos regresaban alegres y despreocupados a sus casas. Cuando llegaron al poblado les dieron la noticia. Ambos quedaron petrificados. No se lo podían creer. Si tan sólo hacía un par de horas que los habían dejado bien en el remanso del río. ¿Cómo podía haber ocurrido aquella desgracia? Genoveva, al ver entrar a su hijo en casa, puso el grito en el cielo. Estaba fuera de sí por la tardanza.
—¡Ya era hora de que llegaras, hijo!
—Si es la hora de cada día.
—¡Ya, ya! La hora de cada día… Te voy a dar yo a ti la hora de cada día. Desde hoy no volverás más al río. ¡Ya lo sabes!
—¡Pero, madre…!
—Ni pero ni nada. Te repito que desde hoy no vas a volver más al río. Ya ves lo peligroso que es.
—Yo no veo que sea tan peligroso.
—¿Ah, no? ¡Mira lo que le ha pasado a ese niño!
—Ese niño tenía un nombre.
—Bueno, mira lo que le ha pasado a Neil.
—Pero eso no quiere decir nada. Neil era muy pequeño y no sabía nadar. Además, eso fue un accidente y no todos los días ocurren esos accidentes.
—Te digo que no vas a volver más al río y deja ya de discutir.
—¡Pero, madre, si es casi la única distracción que tengo!
—Da igual. A partir de hoy no vas a volver al río. De eso me encargo yo.
Medulio no estaba de acuerdo con la propuesta de su madre.
—Pues te juro que iré. Llevo años haciéndolo y hasta la fecha no me ha pasado nada. Y si hablamos de peligros, mucho más peligroso que ir al río es montar a caballo y ya hace varios meses que lo estoy haciendo sin que me haya ocurrido nada. Además, los juegos de equitación que hacen los mayores en las fiestas son mucho más peligrosos. Casi siempre hay heridos graves y no por eso los prohíben. Pienso seguir yendo al río te pongas como te pongas.
—¡Mira que es díscolo y desobediente este niño! ¿Qué puedo hacer yo para que desistas?
—Déjalo, Genoveva —medió Elaeso—. El niño tiene razón. Ha sido un desafortunado accidente que todos lamentamos. Pero no por eso vamos a dejar de hacer lo que estábamos haciendo. La vida sigue y tenemos que vivirla a pesar de las desgracias.
—Bueno, bueno. Pero si algún día pasa algo, luego no lo lamentes. Vale más prevenir que curar.
—Anda, mujer, que el niño ya sabe lo que hace. Además, conviene que haga ejercicio para formar su cuerpo y endurecer sus músculos. El estar sentado aquí en casa no lo beneficiaría en nada. Es mejor que corra y que se mueva.
Al día siguiente del entierro del pequeño Neil se reunieron en concejo todos los hombres del poblado. El tema del día era si debían o no castigar a los niños que acompañaban al desdichado fallecido. Muchos querían darles un escarmiento ejemplar para que nunca más volviera a ocurrir una tragedia como aquélla. En cambio, otros muchos opinaban que había sido un desgraciado accidente y que los niños no eran responsables del mismo.
—Yo los castigaría a no volver a pisar el río en todo este verano —decía uno de los partidarios del castigo—. Así aprenderían a ser responsables. No podemos consentir que pase una desgracia así por la negligencia de unos irresponsables.
—Pues yo no opino lo mismo —le contestó otro del bando contrario—. Todos lamentamos lo ocurrido, pero los niños no eran responsables del pequeño. Éste se les unió por su cuenta y no iba a cargo de nadie. A mí me parece un despropósito privar a los niños de poder bañarse durante todo el verano. Es casi la única distracción que tienen. Si se la quitamos, ¿qué van a hacer?
—Que se queden en casa —sugirió un tercero—. A mí me parece poco ese castigo. Deberíamos ser más severos y darles un buen escarmiento. ¡A quién se le ocurre dejar una criatura así sola en el río!
—Me parece —dijo Elaeso— que eso deberíamos preguntárselo a los padres del niño. Estamos culpando a los niños que fueron a divertirse al río como si ellos fueran los responsables del fatal accidente y en cambio nos estamos olvidando de los auténticos responsables, que no son otros que los padres por haber dejado abandonado a su hijo para que hiciera lo que quisiera. Ellos son los auténticos responsables y los que deberían ser castigados, pero bastante pena tienen con la muerte de su hijo. Dejemos a los niños en paz, que ellos no tuvieron ninguna culpa. Bastante han sufrido y están sufriendo por el desafortunado accidente.
—Muy bien dicho, Elaeso —aplaudieron los partidarios de no castigar a los niños.
—Pues yo no estoy del todo conforme —murmuraba alguno del grupo de partidarios de la condena.
Las opiniones eran opuestas y el número de cada parte estaba muy igualado. Después de muchas discusiones, decidieron someter el caso a votación. Los resultados fueron muy igualados, pero al final ganó por tres votos de diferencia el bando del perdón. No todo el mundo se quedó conforme, aunque todos acataron la decisión de la mayoría. Antes de dar por terminado el concejo, Elaeso les hizo las últimas recomendaciones.
—El resultado ha sido el más racional y el más justo que cabía esperar. Los niños quedan absueltos de toda culpa y de toda responsabilidad. Ahora cada cual particularmente que haga lo que quiera con sus hijos. Yo por mi parte ya tomé la decisión con el mío el mismo día de los hechos. Nada más. Podéis retiraros.
El concejo se deshizo entre murmullos de los asistentes, que poco a poco iban abandonando la plaza del poblado para regresar a sus casas.
9
El invierno se había vuelto a adueñar de las montañas y del valle de Osimara. Un extenso manto blanco cubría prados, huertas, árboles, arbustos, caminos, sendas. Lo uniformaba todo. Blancura sin fin. Los pobladores se habían encerrado en sus chozas. Hombres y bestias se cobijaban bajo los humildes techados y nadie osaba hollar los campos. Era el momento de acercarse al hogar para desentumecer los miembros ateridos por el intenso frío. La noche se cernía sobre el poblado astur. Sus habitantes se preparaban para pasar una de aquellas largas veladas. En casa de Elaeso todo estaba dispuesto para recibir a los contertulios. Sólo éstos faltaban. El fuego crepitaba en el hogar y los rostros de los padres y el hijo resplandecían a la luz de las llamas. Los aguzos iluminaban ya el resto de la habitación para vencer las tinieblas. Allí dentro reinaba la calma.
—Parece que hoy se retrasa un poco la gente —murmuró casi para sí Elaeso mientras echaba más leña al fuego para reavivarlo.
—Será por culpa de la nieve —le respondió Genoveva.
—Es posible —observó el marido—, aunque hemos abierto huelgas para que pueda caminar todo el mundo por ellas. Hablando de los contertulios, aquí llegan los primeros.
Evelina y su familia acaban de entrar.
—¡Vaya frío que hace esta noche! No se para por esas calles —comentó Evelina mientras se descalzaba las madreñas—. Por cierto, buenas noches.
—Buenas noches —le contestaron su hermana y su cuñado.
—Por lo que veo, somos los primeros en llegar. Parece que hoy la gente no tiene prisa.
—Es lo que estábamos comentando nosotros —le respondió Genoveva—. Esta noche con la nevada es posible que no quieran salir de casa.
—Esperemos que se anime a venir alguien más. Mientras tanto yo voy a sacar el fuso y la rueca para hilar toda esta lana.
—Haces bien. Yo estoy tejiendo estas medias, pues sólo tengo dos pares y uno ya se me está empezando a romper.
Mientras las dos hermanas conversaban, llegaron algunos contertulios más. Poco a poco se fue animando el filandón. Los hombres comentaban la nevada, que era la noticia del día. Los niños correteaban sin descanso por un lado y por otro de la estancia. El ambiente se caldeaba. Pero nadie se animaba aún a contar alguna historia o algún cuento. Parecía como si aquella noche alguien les amordazara la lengua.
—¡Qué sumicio habrá llevado el otro juego de agujas! —exclamó Genoveva—. Si me parecía que las tenía aquí hace un momento y ahora no las encuentro. ¿Las has visto tú por algún sitio, Medulio?
—No, madre. Yo no las he visto.
—¡Será posible…!
—El sumicio que te las habrá cambiado de sitio —comentó con guasa Budecio, que era muy socarrón.
—Sí que parece obra del sumicio, sí —aseveró Genoveva, que seguía buscando las agujas—, porque mira que las he buscado por todas partes y no las encuentro.
—Pues ya puedes andar con cuidado —reiteró Budecio entre risas y chanzas—. Como se te haya metido el sumicio en casa, más de una cosa vas a echar en falta —y terminó el comentario con una estrepitosa carcajada.
Los niños escuchaban con gran atención el diálogo entre Genoveva y Budecio sin entender nada.
—¿Qué es el sumicio ? —preguntó inocentemente Mabel.
—El sumicio —le aclaró su tío— es un ser diminuto, tan pequeño que no se puede ver. Entra en las casas y hace desaparecer las cosas. Las esconde tan bien, que por mucho que las busques, no las encuentras. Por eso, cuando desaparece algo y no lo encontramos, decimos que parece obra del sumicio.
—¡Pues, vaya! —exclamó Mabel—. ¿Y cómo las puede esconder si es tan pequeño?
—Porque tiene poderes mágicos. Esos poderes le dan una fuerza descomunal para el tamaño que tiene.
—Pues yo no me lo creo —dijo Medulio.
—¡No te lo creas, no! —le reconvino Brian—. Y lo malo no es que haga desaparecer las cosas, lo malo es que cuando se le mete a uno en el cuerpo, no para hasta que lo consume del todo.
—¡Anda ya! —exclamó el niño incrédulo—. Cuando alguien se consume es porque está enfermo.
—Sí, sí. Tú no te lo creas y que te entre —insistió Brian—, ya verás lo que te pasa.
En medio de bromas y veras transcurría la velada. Entre aquellas gentes habían circulado desde tiempos inmemoriales las leyendas sobre los sumicios. Siempre había gentes crédulas y sencillas que creían en tales historias, aunque la mayoría las usaban más como pasatiempo o para asustar a los niños. De alguna manera tenían que justificar las desapariciones inexplicables y repentinas.
—¿A ver si en vez del sumicio ha sido algún trasgo? —insinuó Budecio para seguir con la chanza.
—Si era poco el sumicio, ahora mete tú también por el medio al trasgo para terminar de enredarlo bien todo —comentó Genoveva.
—¿Tú lo has mirado todo bien? —le preguntó mientras prorrumpió en una estrepitosa carcajada—. ¡Mira que si te las ha cambiado de sitio…!
—¡Calla, calla, que contigo no se puede hablar! Te burlas hasta de tu sombra.
—Sí, sí. Yo no estaría muy seguro. Hace días que andan por ahí varios sueltos haciendo mil diabluras. Alguno se te habrá colado en casa por alguna rendija —volvió a reír.
Los niños seguían con atención el diálogo entre Genoveva y el bromista y no sabían con qué carta quedarse, pero ninguno de ellos se atrevía a formular la pregunta que tanto los inquietaba. ¿Sería o no cierto que existían los trasgos? Finalmente uno de ellos se atrevió a levantar su débil voz.
—¿Existen los trasgos?
—Pues claro que existen —le contestó Evelina—. Son unos seres algo más grandes que los sumicios, pero muy pequeños también. Cuando entran en una casa, lo revuelven y lo cambian todo de sitio. Suelen actuar durante la noche. Por la mañana, cuando se levantan los que viven allí, se encuentran con todas las cosas revueltas y fuera de su sitio. Así que no les queda más remedio que ordenarlo todo otra vez.
—¡Pues vaya gracia! —exclamó el niño de la débil voz.
—Pero si te portas bien con ellos —continuó Evelina—, en vez de desordenártelo todo, te hacen muchas labores del hogar, como hilar, fregar, lavar la ropa, barrer. Todo depende de cómo los trates. Lo malo que tienen es que cuando entran en casa, es muy difícil echarlos fuera. Sólo lo conseguirás si les mandas hacer algo que ellos no pueden llevar a cabo. Como son tan orgullosos y creen que no hay nada que se les resita, cuando descubren que hay cosas que no pueden hacer, se marchan avergonzados y corridos.
—¿Qué cosas son las que no pueden hacer, madre? —preguntó tímidamente Mabel.
—Pues, por ejemplo, coger agua con una cesta —respondió Evelina.
—O coger la luna con la mano —comentó entre carcajadas Budecio.
—Sí, tú ríete y que te entren en casa —le recriminó Evelina—, ya verás el trabajo que tienes después para echarlos.
La noche seguía su curso mientras los contertulios hablaban, reían y se entretenían. Elaeso arrojó más leña al fuego y sustituyó alguno de los aguzos por otros nuevos para iluminar mejor la estancia. A continuación tomó la palabra Brian.
—En cierta ocasión —comenzó— alguien me contó que en la noche del solsticio de verano se le había aparecido un mouro. Bueno, más que aparecer, se topó con él. Había luna llena. Iba caminando por medio de un bosque, cuando de repente surgió ante él una especie de ser humano, pero muy pequeño. No levantaba más de un palmo del suelo. Iba elegantemente vestido todo de verde. Él al verlo, de pronto se asustó, pero luego le hizo gracia ver aquella figura tan pequeña y se agachó para recogerla del suelo. El hombrecillo le dio un picotazo en la mano con un pincho que llevaba. Él sintió un dolor como si le hubiera clavado el aguijón una abeja, por lo que la retiró inmediatamente. El mouro aprovechó el momento para alejarse rápidamente de allí e introducirse en un agujero que había debajo de una roca. El hombre lo llamó a voces para que saliera. Le juraba y perjuraba que no le iba a hacer nada, pero el hombrecillo no le respondió ni se volvió a dejar ver.
—Eso es un cuento —dijo Medulio.
—No sé si será un cuento o no. El que me lo contó aseguró haberlo visto de verdad.
—Pero ¿cómo iba a haber un hombrecillo así en el bosque y que además se refugiara en una cueva?
—Porque esos hombrecillos, los mouros, viven en cuevas dentro de la Tierra —le aclaró Brian—. Allí explotan los metales, sobre todo el oro, y hacen grandes trabajos de orfebrería. Se dice que en esas cuevas guardan grandes tesoros, que son los que custodian los cuélebres. Apenas salen a la superficie, si no es por la noche o en el solsticio de verano. Hay mucha gente que asegura haberlos visto.
—No me lo puedo creer —respondió Medulio, que cada vez recelaba más de aquellos cuentos que los mayores les referían.
—El niño ya empieza a dejar de ser niño —comentó Budecio— y ya no lo engañáis con esos cuentos y patrañas.
Los tertulianos seguían pasando la velada alegremente entre cuentos y chanzas. El fuego del hogar caldeaba la estancia invitando al grupo a seguir la tertulia.
—Medulio, ¿si no crees en los mouros, tampoco creerás en el ñuberu? —le insinuó su tía.
—¿Qué es el ñuberu? —preguntó él.
—¿Qué es no? ¿Quién es? —le aclaró la tía—. El ñuberu es el conductor de las nubes. Es un hombre vestido con pieles y con un gran sombrero.
—¡Anda ya! —contestó Medulio—. Las nubes no necesitan a nadie que las guíe.
—Eso es lo que tú crees. El ñuberu es muy vengativo y si no lo tratas bien, él tampoco te tratará bien a ti, haciendo que las tormentas de agua se conviertan en granizo y te lo arrasen todo. En cambio, si lo tratas bien, nunca producirá daños en tus cultivos ni a los tuyos o a tu vivienda.
—Bueno, bueno. Eso son patrañas, tía. Las nubes descargan donde quieren sin que nadie las controle.
—Pues mejor sería que creyeras en el ñuberu y te portaras bien con él, por si acaso.
—Y también que cogiera la luna con la mano.
—No te burles ni blasfemes, Medulio, que un día alguien te castigará.
—Bueno, bueno. Si no lo hacéis vosotros, no sé quién me va a castigar.
—Ya os dije antes que el niño no es tan niño —insistió Budelio—. Ya no lo asustáis tan fácilmente.
La tertulia se había prolongado demasiado aquella noche. Fue Evelina la que le puso el punto final. Había terminado de hilar el copo de lana que llevaba y ya le costaba un gran esfuerzo mantener los párpados abiertos. Así que determinó marcharse con los suyos a descansar. Los demás siguieron su ejemplo. En unos instantes se quedaron solos Elaeso y su familia. Habían disfrutado de una interesante y alegre velada.
La noche siguiente de nuevo se hallaban todos juntos alrededor del fuego. Un día más la nieve lo cubría todo y el frío penetraba por todas las rendijas. El único lugar donde se encontraba uno bien era junto al hogar.
—¡Vaya nochecita que tenemos hoy otra vez! —exclamó Brian al entrar y saludar a todos los presentes.
—Como la de ayer por no cambiar —le contestó Elaeso—. Siéntate aquí que ya te echábamos en falta.
—Pues aquí estoy. Yo no me pierdo estas veladas por nada del mundo. Forman parte de los momentos más agradables de mi vida.
—Pues anímate y cuéntanos algo, que tú sabes un montón de historias y cuentos.
—No tantos, Elaeso, aunque alguno sí que sé.
Brian carraspeó y se removió un poco en su asiento antes de dar comienzo al relato.
—Cuentan que en la fuente del Robledal vivía una hermosa Xana que enamoraba a todos los que osaban acercarse por sus alrededores. Sus cabellos eran de oro y le llegaban hasta la cintura. Su tez, como la nieve. Sus ojos, como esmeraldas. Sus labios, rojos como cerezas y tan dulces como la miel. No había nadie que pudiera resistirse a sus encantos. La noche del solsticio de verano acertó a pasar por allí un apuesto cazador que se había perdido mientras perseguía un ciervo. Al verla, en el acto se quedó prendado de ella. La Xana lo sedujo con engaños. Le mostró un ovillo de oro y le dijo que si lo deshacía sin que se rompiera el hilo se casaría con él, pero cuando llevaba un rato deshaciéndolo, el hilo se rompió. Entonces el joven cayó como fulminado por un rayo. Se dice que en las noches del solsticio si se pasa al lado de la fuente se oyen los suspiros de la Xana por la muerte de su amado.
—Interesante —comentó Medulio.
—¿Has oído hablar del Papón? —le preguntó Brian.
—Alguna vez me han amenazado con él, sobre todo mi madre.
—¡Calla, calla, no digas tonterías! ¿Cuándo te he amenazado yo con el Papón?
—Cuando era pequeño —contestó Medulio.
—Hace tanto tiempo que ya no me acuerdo.
—Pues el Papón —continiuó Brian— u Hombre del unto se dedica a robar niños para sacarles las mantecas. Luego los tira al fondo de un pozo.
—¡Uy, qué miedo! —exclamó con sorna el niño.
La noche transcurría entre la calidez de la lumbre y la de la amena charla. Los contertulios disfrutaban de aquel momento. Genoveva dejó a un lado las agujas y la media que estaba tejiendo para contar el último relato del filandón.
—No quisiera acabar la velada sin contaros la historia de una guaxa. Las guaxas son esas viejas feas y encorvadas, todas llenas de arrugas y con un diente solo en su boca, con el que chupan la sangre de sus víctimas. Pues érase que se era que había un niño muy llorón y que cada día estaba más flaco. Sus padres no sabían qué le podía pasar, pues a pesar de que mamaba, el niño cada día estaba más escuálido y más pachucho. Parecía un esmirriado. Los padres, desesperados, ya no sabían qué hacer. Un día la madre descubrió que el niño tenía un agujero casi imperceptible en el cuello. Entonces comprendió que le estaba chupando la sangre una guaxa. Los padres rociaron al niño con agua y polvos de asta de ciervo. La guaxa lo dejó en paz y no volvió nunca más por aquella casa.
—Por esta noche me parece que ya está bien —comentó Brian mientras se levantaba del banco—. Yo me voy ya para casa.
—Y yo también —contestó otro.
—Pues entonces nos iremos todos —sentenció un tercero.
Poco a poco los contertulios fueron abandonando el hogar de Elaeso y dieron por finalizada la velada. Se calzaban las madreñas mientras se despedían de sus anfitriones.
—¡Hasta mañana, familia!
—¡Hasta mañana! —contestó Elaeso—. Abrigaos bien, que hace mucho frío.
Elaeso cerró la puerta de su choza mientras observaba cómo se alejaban los últimos contertulios. La noche era fría. La luna brillaba en lo alto del cielo. La nieve crujía bajo sus pies. A lo lejos se oía el ulular del lobo. Un caballo relinchó en una cuadra. Los tertulianos se arroparon bien y sin pérdida de tiempo se encaminaron hacia sus casas para guarecerse del intenso frío.
10
Los astures adoraban entre otros dioses a la Luna, la Diosa Madre o Reina de los Cielos, para ellos. La Luna representaba el ciclo femenino y también el ciclo de la vida. De ahí que su calendario se rigiera por los meses lunares. Cada mes le rendían culto en el plenilunio. Pero había un plenilunio especial que ocurría cada cierto número de años. Éste era el que coincidía con el equinoccio de primavera. Cada vez que ocurría este acontecimiento, los astures lo celebraban con grandes ceremonias y ritos acompañados de variados festejos.
Las últimas nieves se habían derretido casi por completo. Tan sólo quedaban pequeños retazos que teñían de blanco algunas zonas de la umbría. La tierra y la pradera estaban empapadas en agua. Por doquier manaban fuentecillas y corrían pequeños arroyos y riachuelos. El invierno se despedía para dar paso a la primavera y los rayos del sol se iban templando tímidamente. Los habitantes de Osimara estaban a punto para rendir culto a Selene.
El equinoccio de primavera amaneció radiante. Los incipientes rayos solares forcejeaban contra la escarcha de la noche. Una tenue neblina se elevaba sutilmente por el valle como lene gasa azulada. El poblado se desperezaba con gran parsimonia. Poco a poco los más madrugadores salieron a las calles y a la plaza. Éstas se fueron llenando de gente. El bullicio se hizo general y no tardaron en dar comienzo los actos y ceremonias en honor de la diosa Selene. Un grupo de jóvenes empezó a bailar al son de la gaita. Algunos se detuvieron para contemplarlos. Los más continuaron en busca de otras diversiones y placeres.
A media mañana se organizó un corro de lucha en un prado cercano. En un instante se vio rodeado de gente. Se enfrentaban los mejores luchadores del valle. El espectáculo prometía diversión. Muy pocos se lo querían perder. En medio del corro se hallaba ya la primera pareja de luchadores dispuestos para la lid. Eran dos jóvenes fornidos, con músculos que parecían de acero. Comenzó la lucha. Ambos se asieron fuertemente por el cinturón que ceñía la cintura del contrario. Inclinadas sus cabezas uno sobre el otro y un poco encorvados, empezaron a tantear sus fuerzas describiendo pequeños círculos en su intento. De pronto el más pequeño pareció ceder ante el impulso del otro, pero no tardó en reponerse y recuperar el equilibrio. De nuevo las fuerzas parecieron nivelarse. Uno y otro intentaban zancadillear al contrario para derribarlo, pero su habilidad hacía que no perdieran el equilibrio. Nuevamente el más pequeño pareció ceder por un instante. Otra vez se igualaron las fuerzas. El combate se prolongaba y ninguno de los dos combatientes cedía. El público aplaudía y animaba a ambos contendientes. Por fin, en un descuido, el más pequeño logró derribar a su contrario y, ya en el suelo, luchó denodadamente para que aquél tocara la hierba con la espalda. Si lo conseguía, habría ganado el asalto. Pero el derribado se defendía en el suelo, en donde hacía mil movimientos para no tocar la tierra con su dorso. Después de grandes esfuerzos, cedió ante la fuerza y la presión de su contrincante. Éste se alzó ganador del primer combate. Todo el mundo aplaudía su hazaña.
Las parejas se sucedían en el corro una tras otra. Todos los luchadores de la comarca querían hacer gala de su fuerza y de su maña. Llegó, por fin, el turno de la última pareja. Eran los dos contendientes más fornidos. Todo el mundo esperaba ansioso su combate. Sus músculos y sus fuerzas parecían igualados. Nadie sabía por cuál de los dos apostar, pues si uno era alto, musculoso y fuerte, el otro lo era tanto o más. Era muy difícil predecir el resultado final. Dio comienzo el combate. Los dos robustos mozos se agarraron fuertemente por sus cinturones. Juntaron cabeza con cabeza. Ambos se inclinaron un poco hacia delante y comenzó el baile para medir sus fuerzas. No tardaron en llegar los primeros intentos de zancadilla por ambas partes, que los dos evitaban con destreza. Los vaivenes y vueltas en círculo se sucedían ininterrumpidamente. De pronto el más alto pareció perder el equilibrio, pero no tardó en recuperarlo. De nuevo se reinició el baile para medir sus fuerzas. De cuando en cuando se zancadilleaban, pero ambos resistían los embates. Ahora fue el más bajo el que perdió el equilibrio. No tardó en recuperarlo también. Ambos luchadores sudaban copiosamente por todos los poros de sus cuerpos. El combate seguía. En un descuido, el más alto derribó a su contrincante, que dio con su cuerpo en tierra, pero éste se levantó con la destreza del rayo y se asió de nuevo al cinturón de su oponente. Los dos volvieron a medir sus fuerzas. El público gritaba y animaba. El desenlace final se demoraba. A los combatientes les flaqueaban ya las fuerzas por la fatiga. Una vez más intentaron derribarse uno al otro sin alcanzarlo. Pero en un descuido el más alto consiguió derribar al otro y logró que tocara el suelo con la espalda. El combate había finalizado y se erigió como el ganador de la pelea.
El corro se deshizo poco a poco mientras los asistentes iban comentando las incidencias de los combates, en especial las del último. Los demás juegos y actos, como la chita y la danza, ya habían finalizado. Todo el mundo acudía a sus casas para celebrar el banquete de la fiesta. Aquél era un día muy señalado que había que conmemorar por todo lo alto. Por lo que en todas las casas abundaría la carne en la mesa.
—Come un poco más, Medulio. Has comido muy poco.
—¡Que he comido muy poco, madre! Si me he jalado un muslo de pollo, dos costillas de cordero, un muslo de perdiz y un trozo de ternera.
—¿Y qué es eso para ti? Estás creciendo y necesitas alimentarte. Deberías comer más.
—No, madre. Por hoy ya tengo bastante. Además, después tengo que competir con Pegaso y no me conviene comer demasiado.
—¿Que tienes que competir con Pegaso? Pero si no eres más que un crío. ¿Adónde quieres ir tú?
—Pues a eso, a competir.
Genoveva se dirigió a su esposo en tono de desaprobación.
—¿Tú no tienes nada que decir?
—¿Qué quieres que diga? Si el niño quiere competir, déjalo que compita.
—Pero si son todos mayores que él.
—No todos son mayores, madre. Hay algunos que tienen poco más tiempo que yo.
—El que menos, te lleva tres años.
—¿Y qué?
—¿Cómo que y qué? Pues que tú no debes competir más que con los de tu edad.
—De mi edad no hay nadie que tenga caballo.
—¡Pues entonces no compitas! —le contestó su madre airada.
—Déjalo, mujer. Es cierto que con los que va a competir tienen dos o tres años más que él, pero Medulio está tan desarrollado o más que ellos y puede ganarlos.
—¡Puede ganarlos! ¿Y si se hace daño? Medulio tiene mucha menos experiencia que ellos. Es mejor que espere un año o dos más.
—Ya está decidido, Genoveva. El niño va a competir en estos juegos. No insistas.
—¡Mira qué bien! —Genoveva se puso en jarras ante su marido—. Ya lo tenías todo decidido sin contar conmigo. Como si yo no pintara nada en esta casa.
—No es eso, mujer. Pero estas cosas es mejor que las organicemos los hombres. Las mujeres ya tenéis las vuestras.
—¡Mira, Elaeso, no me tires de la lengua! Vamos a dejarlo, pero que conste que en estas cosas yo también tengo algo que decir.
—Bueno, mujer, como quieras. No tengo ganas de discutir.
A media tarde dio comienzo otra vez el baile y el juego de la chita. Por su parte, los jinetes se prepararon para la competición que poco después tendría lugar. Entre ellos se encontraba Medulio, muy ufano, con su potrillo bien enjaezado y con unas enormes ganas de competir. El juego consistía en pasar un palo a modo de lanza por un pequeño aro de mimbres, que pendía de una vara horizontal apoyada por sus extremos en dos horquillas verticales. Había que montar la cabalgadura y a todo galope pasar por debajo de la vara e introducir el palo en el aro sin caerse del caballo. Se hacía por categorías, según la edad de los participantes. A Medulio le tocaba competir con tres adolescentes que le llevaban unos tres años de edad.
El juego comenzó por los más pequeños y fue Medulio precisamente el primero en iniciarla. El niño pasó rozando el aro, pero no pudo introducir el palo en él. Luego lo intentaron los otros tres. Ninguno de ellos acertó con el aro. Los intentos eran tres y resultaba ganador en cada categoría el que más veces consiguiera introducir el palo en el aro. Medulio volvió a rozar el aro en el segundo intento, pero no lo consiguió. En esa ronda lo logró uno de los otros tres adolescentes. El niño aún tenía opciones de ganar, pero ya le quedaban menos probabilidades. Llegó la tercera vuelta y consiguió introducir el palo en el aro. El niño estaba exultante de alegría. Aún podía empatar. Había que esperar a ver qué hacían los demás. Lo intentó uno de los adolescentes y no lo logró. A continuación lo hizo el otro que aún no había ganado y consiguió dar en el blanco. Tan sólo quedaba el que ya había puntuado en la segunda ronda. Medulio aún tenía la esperanza de quedar empatados. En ese caso, tendrían que desempatar. Pero el tercer adolescente, ya bastante diestro en aquellas lides, no falló y logró dar en el blanco de nuevo. Medulio creyó desfallecer cuando vio cómo atravesaba el aro el último de sus rivales. No había tenido suerte. No había ganado, pero al menos había conseguido un blanco. Para los próximos juegos pensaba prepararse a fondo para ser el ganador.
Las competiciones y los juegos continuaron durante toda la tarde, al igual que la música y el baile. Llegada la noche, todo el mundo se preparó para acudir al santuario de la diosa Selene. Se hallaba a una media milla de distancia del poblado. Consistía en trece círculos de veintiocho piedras cada uno. Cada círculo simbolizaba un mes lunar y las piedras representaban los días del mes.
Entrada la noche, el poblado entero marchaba en procesión hacia el santuario de la diosa. La romería la presidían Elaeso y el druida, como era costumbre. Justo a la media noche dio comienzo el acto religioso. El druida recitaba los salmos y preces consabidos en aquel lenguaje que nadie entendía. Los asistentes escuchaban en silencio y con devoción. El druida con su ramita de roble impregnada en agua empezó a recorrer uno por uno los círculos dedicados a la diosa. En cada uno recitaba un salmo y lo asperjaba con agua. Así hasta llegar al último. Luego volvió al primero donde había una especie de altar, en el que depositó varias plantas aromáticas junto con una rama de roble y otra de tejo. A continuación les prendió fuego para que se consumieran. Entretanto, siguió recitando preces en aquel lenguaje arcano que nadie entendía. Finalizada la cremación, recogió las cenizas para esparcirlas por los trece círculos. Mientras las esparcía, cantaban todos a coro salmos a la Diosa Madre. Finalizada la ceremonia religiosa, dio comienzo la música mientras el pueblo danzaba alrededor de los trece círculos.
—Padre, ¿cuándo se va a terminar esto?
—Al amanecer, hijo. Mientras luzca hoy la Luna, el pueblo tiene que honrarla con estos ritos y ceremonias.
—¿Y por qué se hace este año y no se había hecho otros?
—Porque esto sólo ocurre cada varios años. Tiene que coincidir, como este año, el plenilunio con el equinoccio de primavera.
—¿Qué es el plenilunio?
—Es cuando la Luna alcanza el máximo de redondez, como hoy. ¿La ves?
—Sí, padre . ¿Y qué es el equinoccio?
—El equinoccio, en este caso de primavera, es cuando los días y las noches son iguales. Ese día, que es hoy, la noche y el día duran lo mismo y comienza la primavera. Luego, cuando comienza el otoño ocurre lo mismo. Las noches y los días se vuelven a igualar.
—Entonces, si hay otro equinoccio en otoño, ¿por qué no se celebra de aquélla esta fiesta?
—Porque siempre se ha elegido éste, que es el que marca el principio del año. El año empieza siempre en la luna cuyo plenilunio está más próximo al equinoccio de primavera. Por eso se celebra ahora.
Mientras padre e hijo charlaban animadamente, se les acercó el druida que ya había dado por terminadas las ceremonias rituales.
—Veo que charlabais muy animadamente —dijo—. ¿Se puede saber cuál era el motivo de vuestra conversación?
—El niño que quería enterarse del motivo y el significado de esta fiesta —comentó Elaeso.
—Eso está bien. ¿Y cómo va su instrucción?
—Desde el verano pasado ya sabe montar a caballo. Y ahora pronto llegará el preceptor para que comience la instrucción.
—Eso me parece muy bien. Te recuerdo, Elaeso, que tu hijo tiene que llegar a ser un gran líder de nuestro pueblo y para ello debe formarse sin pérdida de tiempo.
—No te quepa la menor duda que así se hará, amigo mío. Y que yo deseo más que nadie que llegue a ser un gran general de todo el pueblo astur.
—¡Que los dioses te oigan y se cumplan tus deseos! Y ahora vamos a dar por terminada la fiesta, que la aurora ya tiñe de rosa el oriente.
Efectivamente, las primeras luces del alba ya se vislumbraban en el horizonte. Cesó el son de la gaita y todo el mundo siguió los pasos de Elaeso y el druida camino del poblado.
11
Elaeso y Albano entraron en la choza. Genoveva asaba unos sabrosos chuletones de ternera al fuego. Se acercaba la hora del almuerzo.
—Genoveva, te presento a Albano. Es el preceptor de Medulio.
—Encantada de conocerte.
—A sus pies, señora —contestó Albano.
—¿Dónde está Medulio? —preguntó Elaeso a su esposa.
—Ha salido a dar una vuelta por ahí con Pegaso. Ya sabes que no hay quien lo sujete en casa.
—Bueno, a partir de ahora va a estar algo más entretenido.
—Eso espero —comentó Genoveva—. Pero, sentaos, que tendréis apetito y la comida ya está a punto.
—Espera un momento, mujer, a ver si entretanto llega el niño.
En aquel momento se oyó un relincho al lado de la puerta y el repiquetear de los cascos del potro. Medulio no tardó en hacer acto de presencia.
—¡Hola a todos! —dijo nada más poner los pies dentro de la choza.
—¡Hola! —le contestaron.
—Mira, Medulio, te presento a Albano. A partir de hoy será tu preceptor.
—Un placer conocerte, Medulio. —Albano le extendió la mano para estrechársela. El niño se la estrechó con cierto recelo—. Te hacía más pequeño.
—Encantado, Albano.
—Bueno, ahora sentaos, que vamos a comer —insinuó Genoveva—. Luego ya tendréis tiempo de conoceros.
Los presentes no se hicieron de rogar, pues tenían bastante apetito. Además, los manjares que Genoveva cocinaba les hacían segregar más jugos gástricos de lo normal, así que sin más preámbulos comenzaron a devorar las viandas. Sólo Medulio parecía un poco desganado y es que la sorpresa del preceptor lo había dejado algo alicaído. A partir de aquel momento se le había terminado el correr y deambular por donde él quisiera y a la hora que le viniera en gana. Desde aquel día tendría que someterse a la voluntad y a la disciplina del preceptor, que era lo que menos deseaba.
—Come, Medulio —le conminó su padre.
—Es que no tengo mucho apetito.
—¿Te encuentras mal? —le preguntó su madre.
—No, no. Es que parece que de repente se me han quitado las ganas de comer.
—Anda. Haz un esfuerzo y come —le exhortó su madre.
Pero Medulio pensaba más en su futuro inmediato que en la comida. Ya no podría salir a correr por aquellos prados con Pegaso cuando quisiera. Tampoco podría ir al río cuando le apeteciera y ya se acercaba el verano. No podría jugar con sus amiguitos. Mientras ellos se divirtieran con sus juegos y travesuras, él tendría que hacer lo que el preceptor le ordenara. —Menuda lata—, pensaba. Hacía mucho tiempo que su padre le venía prometiendo un instructor, pero él había llegado a creer que sólo era eso, una promesa. Tantas veces lo había repetido, que ya no se lo creía. Ahora había comprendido que no era sólo una promesa. Ahora ya era una realidad. El instructor, o más bien preceptor como se lo había presentado su padre, era de carne y hueso y tenía un nombre, Albano. La primera impresión que le produjo era la de un hombre severo, de pocas palabras pero de muchos hechos. No había sonreído ni un solo momento y su rictus era serio. El niño presentía que aquel hombre iba a ser duro con él y que los melindres y las lágrimas no le iban a servir de nada. Una nueva etapa de su vida estaba a punto de comenzar.
—Vamos, Medulio, que ya hemos terminado todos y tú casi no has empezado —le amonestó su madre.
El niño interrumpió sus pensamientos para volver a la realidad. Vio cómo su padre y el preceptor charlaban animadamente, mientras su madre retiraba los restos de la comida. Él se apresuró y en dos bocados terminó su ración.
—Nací en una aldea situada entre las montañas que nos separan de nuestros hermanos del norte —oyó Medulio que comentaba el preceptor—. Allí la vida es muy dura, pues a cualquier trabajo o faena que hay que hacer, hay que añadirle lo penoso que resulta subir y bajar por aquellas pendientes. Por otra parte, allí casi no existe el buen tiempo. Hay dos o tres meses escasos de primavera y el resto de invierno. En aquellos parajes se endurece uno aunque no quiera.
—Bueno, ¿y qué planes tienes para mi hijo? —inquirió Elaeso.
—Pues habrá que ir formando y endureciendo su cuerpo y su espíritu. La verdad que lo hacía más pequeño cuando me dijeron que iba a cumplir once años, pero veo que está muy bien desarrollado para su edad. Eso es bueno para empezar. Ya veremos cómo responde después.
—Me parece muy bien. El niño está predestinado para llegar a ser un gran jefe de este pueblo. En realidad, está predestinado para ser el que dirija los destinos de todo el pueblo astur. Por eso su preparación ha de ser minuciosa y rigurosa. No podemos dejar pasar nada por alto.
—Así se hará —corroboró Albano—. Por mi parte no escatimaré esfuerzos para conseguirlo.
—Ya sabes —continuó Elaeso— que se te ha contratado para instruir también a todo el grupo de niños y jóvenes que hay en el poblado. Son unos veinte en total. Pero, además, serás el preceptor personal de mi hijo. Por tanto, él recibirá la instrucción general que reciban todos y, además, recibirá por tu parte todos los preceptos y enseñanzas que seas capaz de inculcarle. Lo seguirás a todas partes como si fueras su sombra y lo reprenderás e incluso castigarás siempre que lo consideres oportuno. ¿Queda bien entendido?
—Desde luego que queda bien entendido. En todo momento trataré de estar a la altura de las circunstancias.
—Eso espero —le confirmó Elaeso.
El niño, por si tenía alguna duda, acabó de despejarlas todas. Se levantó cabizbajo del asiento y sin decir palabra se dirigió a la choza donde había dejado encerrado a Pegaso, para abrazarse a él y derramar un montón de lágrimas y restregárselas por la cara al potrillo. Éste parecía comprender la pena del niño, pues con su cabeza le frotaba la de aquél y con sus belfos le acariciaba la cara. Sólo le quedaba aquella tarde para él. A partir del día siguiente daría comienzo su nueva vida.
Albano era un hombre de unos treinta años. De pelo castaño y tez más bien morena o tostada por estar expuesta constantemente al aire y al sol. Ojos de color castaño también. Medía poco más de cinco pies y medio de altura. Su complexión era atlética, aunque no era muy robusto. Sus músculos eran flexibles y duros como el acero. Era un hombre preparado para superar cualquier obstáculo y lo que es más importante, con una voluntad y un carácter de hierro. Se había criado entre unas montañas agrestes del cordal cantábrico, que le habían ayudado a endurecer su cuerpo y su espíritu. Luego había emigrado a tierras lejanas donde adquirió una amplia formación física y mental. Era un hombre duro e impasible. El instructor perfecto para formar a un futuro guerrero.
Al día siguiente a la hora secunda esperaba Albano en un prado de los alrededores del poblado, donde había quedado en reunirse con todos sus pupilos. Éstos fueron llegando poco a poco descarriados y somnolientos. Albano se desesperaba ante aquella parsimonia. Hacia la hora tertia llegó el último de los cadetes. Apenas era capaz de abrir los ojos y llevaba las greñas despeinadas.
—Bien, hoy es el primer día —comenzó a decir Albano con voz suave y la rabia contenida—, pero os juro que esto no se va a volver a repetir —añadió elevando bastante su tono de voz—. Mañana a la hora prima os quiero ver aquí, lavados y peinados, aunque luego sudéis sangre. Lo primero que quiero ver en vosotros es un poco de aseo y que lleguéis aquí despiertos. Lo segundo, es puntualidad. El que no esté aquí cuando yo llegue, recibirá el castigo correspondiente. ¿Entendido?
—Entendido —contestaron con cierta displicencia ellos.
—¡Entendido, señor! —quiero que contestéis.
—¡Sí, señor! —repitieron todos al unísono.
—Bien, ésta es la primera lección. Ya iréis aprendiendo las demás. Ahora, por ser el primer día, vais a hacer unos ejercicios suaves. Para empezar, vais a correr por ese camino hasta aquel puentecillo que hay en el río. Allí bajaréis por la orilla del río hasta aquella alameda de allá abajo. Al llegar a ella la bordearéis hasta el camino y luego regresaréis aquí. ¿Alguna duda?
—¡No, señor!
—Pues en marcha.
El grupo de niños y jóvenes se puso en marcha para realizar el recorrido indicado por el instructor. Todos salieron a gran velocidad, lo que provocó que poco después a muchos de ellos les fallaran las fuerzas. Aún no habían llegado al puente indicado, cuando alguno ya no podía seguir adelante. Sólo unos pocos continuaban en cabeza y con la velocidad bastante reducida. A mitad del recorrido los pocos que quedaban en carrera avanzaban con dificultad. Sólo tres de ellos lograron llegar a la meta y, cuando lo hicieron, se dejaron caer en tierra completamente exhaustos. Albano esperó a que se juntara todo el grupo con todos aquellos que regresaban campo a través. Una vez reunidos, les ordenó ponerse firmes.
—¡Firme todo el mundo! —gritó.
Los niños y jóvenes no entendían lo que les ordenaba el instructor y muchos de ellos se quedaron postrados en el suelo.
—Cuando ordene firme todo el mundo, os pondréis todos de pie con los pies juntos por los talones y un poco abiertos por delante y los brazos estirados a lo largo del cuerpo con las palmas de las manos hacia dentro, ¿entendido?
—¡Entendido, señor!
—Pues, ¿a qué esperáis?
Todos se pusieron inmediatamente de pie como les había indicado Albano.
—Ahora os vais a colocar en cuatro filas de a cinco cada una, por estatura de menor a mayor. ¡Moveos! A ver, en la fila número dos, el cuarto que pase al final. El penúltimo de la fila tres que se ponga al final de la fila cuatro y el último de ésta que se ponga en el lugar que dejó aquél. En la fila primera que se intercambien el segundo y el tercero. Ahora vais a extender el brazo derecho hacia delante hasta rozar el hombro del que os precede, menos los que están en cabeza. Bien, ahora extenderéis el brazo derecho hacia vuestra derecha hasta rozar a vuestro compañero, excepto los de la última fila. Muy bien. Quiero que todos recordéis el lugar que ocupáis, porque a partir de ahora siempre que os mande formar, deberéis ocupar ese lugar y sólo ése. ¿Entendido?
—¡Sí, señor!
—Muy bien. Pues ahora, ¡firmes! ¡Ya!—Albano prolongó varias décimas de segundo la i de firmes—. ¡Descanso! ¡Ya!
El grupo de muchachos se quedó igual que estaba. No sabían qué quería decir el instructor con la orden de descanso.
—Veo que desconocéis por completo la instrucción. Cuando mande descanso, daréis un paso atrás con el pie izquierdo y cruzaréis los brazos por detrás. Así. —Albano les demostró cómo debían hacerlo—. Vamos a repetirlo. ¡Descanso! ¡Ya! Muy bien. Ahora quiero hablaros un poco de la carrera. Para empezar, tengo que deciros que fue un fracaso total. Ni siquiera los que llegaron a la meta lo hicieron correctamente. Una carrera de fondo, como era ésta, nunca se debe iniciar a gran velocidad, porque eso os quema inmediatamente las energías que tenéis y poco después os entra el desfallecimiento. Las carreras de fondo se empiezan poco a poco, marcando un ritmo que os permita dosificar vuestras fuerzas para poder llegar a la meta. Tan sólo cuando queden unos cientos de pasos para llegar a ésta, media milla o algo menos, se debe acelerar la velocidad para llegar el primero. Lo que habéis hecho hoy sirve para una carrera de velocidad, que como máximo son ochenta pasos. Mañana volveréis a repetir la carrera. Espero que todos lleguéis a la meta. En el futuro este recorrido se ampliará a varias vueltas o elegiré un recorrido mucho más largo. El de hoy no ha sido más que para empezar.
Un murmullo general recorrió todo el grupo. Los cadetes se miraron unos a otros atónitos y sorprendidos.
—¿Pasa algo? —preguntó Albano.
—¡No, señor! —contestaron todos a coro.
—Eso está mejor. Bien, ahora vais a separar un poco las filas. La fila primera dará dos pasos a su izquierda, así —les demostró cómo debían hacerlo—. Los de la cuarta harán lo mismo, pero hacia la derecha. La fila segunda dará un paso hacia la izquierda y la tercera hacia la derecha. Muy bien. Ahora vais a saltar abriendo las piernas todo lo que podáis y al mismo tiempo elevaréis los brazos hasta dar una palmada por encima de vuestras cabezas. Así —Albano hizo el movimiento que les acababa de describir—. Luego volveréis a la posición inicial. Así. Cuando yo diga arriba, saltáis y levantáis los brazos y cuando diga abajo, volvéis a la posición inicial. ¿Habéis entendido?
—¡Sí, señor!
—¡Pues, adelante! Arriba, abajo, arriba, abajo, arriba, abajo. —Así persistieron unos cinco minutos—. ¡Descanso! ¡Ya!
El grupo permaneció en posición de descanso mientras el instructor los observaba con el rictus bastante serio.
—A ver. El segundo de la primera fila, el cuarto de la tercera y el quinto de la cuarta tenéis una postura demasiado relajada. La posición de descanso no es de relajación total. El descanso es una situación de menos tensión, pero no de abandono total del cuerpo como hacéis vosotros. Poneos como los demás —los adolescentes obedecieron—. La instrucción —continuó— no es sólo un ejercicio para fortalecer el cuerpo y moldearlo, sino también el espíritu. Estáis aquí para llegar a ser soldados algún día. El ser soldado exige una gran formación del cuerpo y del espíritu. Si os falta una de las dos, nunca llegaréis a ser buenos soldados. ¿Habéis comprendido?
—¡Sí, señor!
—Pues ahora, ¡firmes! ¡Ya! Bien, vais a tenderos en sentido prono. ¡Ya!
Unos, la mayoría, tal vez por instinto natural, se tendieron boca abajo. Otros, en cambio, se tendieron boca arriba. Nadie les había explicado qué significaba «en sentido prono».
—Los que están boca arriba que se den la vuelta y se pongan boca abajo. Cuando diga en sentido prono os tenderéis siempre boca abajo. ¿Entendido?
—¡Sí, señor!
—Bien. Ahora os apoyaréis sobre las palmas de las manos enfrentadas una a la otra a la altura del pecho y sobre la punta de los pies, así —Albano se tendió en el suelo para demostrarles la posición que debían tomar. A continuación realizó varias flexiones de brazos—. Ahora vosotros. Arriba, abajo, arriba, abajo, arriba, abajo —después de varias flexiones, les mandó parar—. Ha llegado el momento de que os toméis un pequeño descanso. Romped filas.
Los dejó que descansaran un poco por la pradera. La mayoría decidió tumbarse en la verde hierba para relajarse y descansar. No estaban acostumbrados a aquel ritmo de ejercicio, que los había dejado extenuados. Alguno incluso tenía en su mente la idea de abandonar, aunque sus padres no se lo iban a permitir. En estos pensamientos estaba más de uno cuando el instructor les mandó formar de nuevo. Primero les ordenó realizar una pequeña carrera en grupo alrededor del prado. Luego los volvió a formar para continuar con una serie más de ejercicios gimnásticos. Cuando se acercaba ya el mediodía, les dio rienda suelta para que cada cual hiciera lo que quisiera hasta el día siguiente a la hora prima. Todos excepto Medulio. Éste continuó a cargo de Albano, que de momento se encaminaron a casa de sus padres para comer. Por el camino se dirigieron pocas palabras, pues el niño no estaba de humor para hablar. Al entrar en casa, la madre se interesó por la experiencia que había vivido el hijo.
—¿Cómo te ha ido, hijo? —le preguntó con curiosidad.
—¡Mal, madre! —contestó él de malhumor.
—¿Mal por qué?
—Porque este tío es un palizas y no nos ha dejado descansar en toda la mañana.
Genoveva cruzó una mirada cómplice con Albano. Éste le sonrió fugazmente sin hacer ningún comentario.
—Bueno, hijo, supongo que eso será necesario para tu preparación. Ya sabes que de mayor tienes que llegar a ser un militar destacado. Para eso tendrás…
—Para eso tendré que sacrificarme ya desde ahora —la interrumpió el hijo—. Ya lo he oído un montón de veces, pero lo malo es que no sé si podré hacerlo.
En ese momento entraba el padre en casa.
—¿Qué es lo que no sabes si podrás hacer? —le preguntó.
El hijo no contestó. Fue Genoveva la que se lo aclaró.
—Claro que podrás hacerlo —le corroboró el padre—. En esta vida se puede conseguir todo o casi todo, si uno se lo propone, y tú te lo propondrás. ¿De acuerdo, hijo?
—De acuerdo, padre.
—Bien, pues para ello debes empezar por obedecer a Albano en todo. A partir de ahora tu instrucción y tu formación están en sus manos. Espero que con el paso de los años dé sus frutos. Tienes que llegar a ser no sólo un general del ejército, sino el caudillo de los astures. He depositado todas mis esperanzas en ti y espero que no me defraudes. Tú serás el que guíe este pueblo a su gloria. No lo olvides nunca.
—No lo olvidaré, padre.
Por la tarde Medulio con su potro y Albano con su caballo salieron a trotar por los caminos y veredas del valle de Osimara. Era una hermosa tarde de finales de mayo. El campo estaba sembrado de flores. En los prados predominaban los narcisos. En un apacible rincón detuvieron sus monturas y se cobijaron bajo la fresca sombra de unos chopos.
—¿Sigues cansado, Medulio? —inquirió con cierta amabilidad Albano.
—Un poco —contestó el niño—, pero ya se me va pasando.
—No te preocupes. Esto es porque no estás acostumbrado. Los primeros días notarás agujetas por todo el cuerpo. ¡Ya lo verás! Pero poco a poco se te irán pasando y después no notarás nada. Los músculos necesitan ponerse a tono. Cuando lo consiguen, responden a todo lo que les exijamos. Por eso la gimnasia y el atletismo son perfectos para mantener nuestro cuerpo en forma. Hace cientos de años que los griegos ya le daban mucha importancia al ejercicio físico. Ellos fueron los que inventaron los Juego Olímpicos.
—¿Quiénes son los griegos y qué son los Juegos Olímpicos?
—Los griegos son un pueblo muy culto que habita una península del Mare Nostrum más al Este que Hispania. Fue un pueblo muy guerrero, pero también de grandes sabios. Cultivaron la Filosofía, las Artes y las Ciencias, pero sin olvidarse del ejercicio físico. Por eso inventaron los Juegos Olímpicos. Éstos consistían en una serie de ejercicios gimnásticos, de atletismo y algún deporte.
—¡Pues sí que vivían adelantados!
—Mucho más que nosotros, pero bueno, eso es otra historia. Y hablando de los griegos, ¿sabes que esta flor —tomó un narciso en sus manos— tiene origen en una leyenda griega?
—No —contestó el niño con candidez.
—Había un joven extremadamente hermoso que despreciaba a todas las doncellas que lo pretendían por su belleza. Un día se le apareció una hermosa joven, llamada Eco, que pretendió su amor. Pero Narciso, que así se llamaba el joven, se volvió de espaladas a ella y la rechazó. Ella, desolada y afligida, se ocultó en una cueva donde se consumió de dolor y desesperación y sólo quedó su voz. Entonces Némesis, la diosa de la venganza, determinó castigar a Narciso. Hizo que éste se enamorara de sí mismo contemplándose en las aguas de una fuente. De tanto mirar su imagen en el espejo del agua, acabó por sumergirse en ella y perecer. En el lugar donde desapareció su cuerpo surgió esta flor. Por eso lleva su nombre.
—Es una leyenda muy bonita —comentó el niño que iba tomando algo más de confianza con el preceptor—. ¿No conoces ninguna más?
—Sí, pero ahora no es el momento ni el lugar para contarlas. Ahora vamos a montar de nuevo y a galopar hasta el anochecer. No debemos descuidar tu formación. Vamos.
Medulio y Albano cabalgaron varias horas por todo el valle. El niño debía ejercitarse en la equitación y eso llevaba muchas horas de entrenamiento. Por la noche, apenas acostarse, se quedó profundamente dormido en los brazos de Morfeo. A la mañana siguiente era incapaz de levantarse.
—Vamos, Medulio. Si no te das prisa vas a ser el primero en recibir el castigo —le susurró Albano al oído.
El niño se levantó de un salto. Estaba agotado y completamente dormido, pero al oír lo del castigo, se arrojó fuera de la cama como movido por un resorte.
—¿Qué hora es? —preguntó entre bostezos.
—Falta muy poco para la hora prima —le contestó Albano.
—¡Jo, qué temprano es! ¿Por qué tenemos que madrugar tanto?
—Porque es bueno para tu cuerpo y para fortalecer tu espíritu. Date prisa. A la hora prima tenemos que estar en el prado para comenzar la jornada.
—¿Y no podíamos comenzar más tarde? A la hora tertia, por ejemplo.
—Ya te he dicho que no. Y basta de conversación que se nos hace tarde. En un abrir y cerrar de ojos te quiero ver en la calle.
Medulio obedeció con resignación, pero sin ganas. No entendía por qué tenían que madrugar tanto cuando tenían todo el día para ellos. ¡Ya eran ganas de fastidiar! A la hora prima se encontraban en el lugar citado. Todo el grupo estaba allí reunido. La amenaza del castigo parecía haber surtido efecto.
—Vamos a empezar la instrucción del día —dijo Albano—. Lo primero que tenemos que hacer es un precalentamiento. No es bueno comenzar los ejercicios fuertes de golpe. Hay que empezar con suavidad para que el cuerpo vaya entrando en calor. Eso evitará dolores musculares, esguinces e, incluso, pequeñas fracturas de fibras. Hoy notaréis como si os pincharan por todo el cuerpo. Eso es normal. Son las agujetas. No os preocupéis. En dos o tres días desaparecerán. Eso es debido a la falta de ejercicio. Bien, para que vayáis entrando en calor, vais a hacer una marcha militar. Así que vais a formar como ayer —el grupo de muchachos formó las cuatro filas como el día anterior—. Muy bien. Ahora vais a iniciar la marcha al ritmo que yo os cante. ¿Entendido?
—¡Sí, señor!
—Pues adelante. ¡Izquierda! ¡Izquierda! ¡Izquierda, derecha, izquierda!
Los cadetes comenzaron a marchar como un pequeño batallón, pero pronto la mayoría de ellos perdieron el paso. Cada uno marchaba a su aire.
—¡Firmes! —gritó el instructor con rabia y prolongando la i de firmes—. Esto se parece más a una marcha de patos que a una marcha militar. Vamos a intentarlo de nuevo. ¡Izquierda! ¡Izquierda! ¡Izquierda, derecha, izquierda! ¡Vamos, adelante! ¡Un, dos! ¡Un, dos! ¡Un, dos! Vamos, un poco más de prisa para que vaya reaccionando la sangre en vuestros cuerpos. ¡Un, dos! ¡Un, dos! ¡Iquierda! ¡Izquierda! ¡Izquierda, derecha, izquierda! Eso está mejor.
Después de una breve marcha, los formó otra vez en filas para comenzar la instrucción. Durante otro corto intervalo realizaron los ejercicios que les había enseñado el día anterior.
—Ahora vamos a aprender algunos ejercicios nuevos —les dijo—. Con las piernas separadas, vais a elevar los brazos de la siguiente manera. Primero los levantáis hasta los hombros y después arriba. Después volvéis a los hombros y abajo. En segundo lugar, los eleváis hasta los hombros y después de frente. Luego los volvéis a los hombros y abajo. El tercer movimiento consiste en elevarlos hasta los hombros y después a los lados, para terminar volviendo a los hombros y abajo. Así, como lo hago yo —el instructor les demostró los movimientos—. ¿Habéis entendido?
—¡Sí, señor!
—Lo haréis al ritmo que yo os marque. ¡Hombros, arriba, hombros, abajo! ¡Hombros, de frente, hombros, abajo! Hombros, a los lados, hombros, abajo! Lo vais a repetir varias veces. Muy bien. Ahora vais a tenderos en sentido supino. Eso quiere decir que os tenderéis boca arriba. Una vez tendidos, con los codos apoyados en el suelo elevaréis las piernas y con las manos sujetaréis la cadera. Así —Albano se tendió en el suelo y les demostró cómo debían hacerlo—. Una vez elevadas, las moveréis hacia delante y hacia atrás, como si fueran unas tijeras. Así —les demostró cómo debían hacerlo—. Después las moveréis en sentido giratorio —movimiento que también realizó. Acto seguido se puso en pie—. Ahora lo vais a hacer vosotros. Adelante —repitieron ambos ejercicios varias veces—. Muy bien. Ahora apoyados totalmente en el suelo vais a elevar sin ayuda ninguna alternativamente las piernas. Primero elevaréis la izquierda y luego la derecha, hasta situarlas en ángulo recto. Adelante —todos se quedaron a mitad de camino—. Elevarla más, más. Hasta situarla en posición vertical. Eso es. A ver, el tercero de la fila cuarta, la pierna derecha tiene que estar totalmente estirada y apoyada en el suelo. Así, muy bien. Ahora hacéis lo mismo con la derecha. Arriba. Muy bien, eso es. Otra vez.
El grupo de niños y adolescentes seguía realizando los ejercicios gimnásticos que el instructor les ordenaba. Así permanecieron durante un par de horas al menos.
—Ahora que ya habéis desentumecido los músculos y habéis entrado bien en calor, vais a hacer la carrera de fondo por el mismo recorrido de ayer. Os recuerdo que debéis llevar un ritmo moderado para resistir todo el trayecto. Más o menos debéis acelerarlo cuando lleguéis al final de la alameda. ¿Entendido?
—¡Sí, señor!
—Muy bien. Pues adelante, ¡ya!
El grupo comenzó la carrera con un ritmo mucho más lento que el día anterior. Iban todos juntos sin que ninguno de ellos tratara de alejarse de los demás, como había ocurrido el primer día. Ya habían girado en el puente y seguían todos juntos por la orilla del río abajo. Cada vez se acercaban más a la alameda, pero ninguno rompía el ritmo. Cuando ya llegaban casi al final de la misma, el mayor del grupo, que tendría unos dieciséis años, rompió el ritmo y empezó a acelerar la carrera. Cinco o seis intentaron seguir sus pasos. Pronto dos de ellos consiguieron ponerse a la altura del primero. Los demás poco a poco iban cediendo terreno. Ya próximos a la meta, los tres primeros aceleraron aún más el ritmo para llegar casi juntos a rebasar la línea de meta. Los demás fueron llegando algo descarriados y bastante fatigados.
—Hoy lo habéis hecho mucho mejor que ayer. Ya veo que aprendéis de prisa. Eso me gusta. Si seguís así, pronto podremos organizar competiciones. Ahora podéis descansar un rato. Cada cual puede hacer lo que quiera. Luego reiniciaremos los ejercicios.
El grupo se desperdigó por la pradera. Unos se refugiaron bajo las sombras. Otros se acercaron al río, entre ellos Medulio, para remojar un poco sus pies en el agua. A algunos se les habían producido ampollas en ellos. Otros sólo querían introducirlos en el refrescante líquido para que les descansaran. Tan sólo llevaban día y medio de instrucción y había ya quien la detestaba.
—Como siga así, este tío va a acabar con nosotros —comentó uno mientras se palpaba una ampolla que se le había producido en el talón del pie derecho.
—Si no fuera por mis padres, yo ya no habría venido hoy —insinuó otro que trataba de reventar la ampolla que tenía en el dedo meñique del pie izquierdo.
—No te la revientes —le dijo un tercero—, que se te pondrá peor.
—Mejor —exclamó el aludido—. Así podré quedarme en casa.
—No seáis lloricas —les reprochó un adolescente de unos quince años—. ¡Vaya futuros guerreros!
—¿Y quién te ha dicho que yo quiero ser guerrero? —inquirió el que trataba de reventarse la ampolla—. Yo nunca he pensado en ser guerrero.
—Pues mal futuro te espera —le contestó el anterior—. Los hombres de nuestro pueblo han de ser todos guerreros por naturaleza.
En aquel momento el instructor los llamaba para formar otra vez. Todo el grupo se reunió en el lugar indicado para realizar la segunda parte de la jornada. Finalizada ésta, Albano les dio rienda suelta hasta el día siguiente. Todos partieron en carrera libre hacia sus casas.
—¿Cómo te ha ido hoy, Medulio —le preguntó Albano mientras caminaban hacia la morada del niño.
—Un poco mejor que ayer, pero estoy agotado.
—No te preocupes. Eso se te pasará en poco rato. El cuerpo se recupera rápidamente. Ahora vamos a comer y después por la tarde podemos subir con los caballos hasta la cima de esa montaña.
—¡Estupendo! —exclamó el niño, que parecía haberse olvidado de su fatiga al oír la propuesta de su preceptor.
A media tarde maestro y alumno dejaron atrás el poblado astur para dirigirse a lo más alto de la montaña. La pendiente era bastante pronunciada. Las caballerías la subían despacio y con esfuerzo. A medida que avanzaban, el castro se veía más lejano y más diminuto. El valle parecía estrecharse cuanto más ascendían. La línea del horizonte se ensanchaba. Cada vez se divisaban más montañas y más lejanas. El día era claro y transparente, como solía ocurrir en aquellas tierras. Medulio miraba con emoción y entusiasmo a todas partes. Todo le resultaba nuevo, pues nunca había ascendido hasta aquellas latitudes. Miraba a un lado y a otro, pero sobre todo hacia el Nordeste. Por allí le habían dicho que se veían las montañas de Vadinia en los días claros.
—Albano, ¿conoces las montañas de Vadinia?
—Pues claro que las conozco. ¿Por qué lo preguntas?
—No, por nada —el niño se quedó unos instantes en silencio—. Bueno, en realidad es porque me han dicho que se pueden ver desde aquí en un día claro como éste.
—¿Ah, sí? Pues no sé qué quieres que te diga. Yo desde aquí no las he visto nunca. Así que no sé si te podré ayudar.
—Bueno, a mí me han dicho que hay que mirar para el Nordeste. Mirando para allí en un día claro, se ven al fondo, como entre bruma.
Albano miró en la dirección indicada y no apreció nada que se le pareciera. Las montañas más lejanas que se veían en aquella dirección no lo estaban tanto. Además, se veían con bastante nitidez.
—¿Estás seguro que es en esa dirección?
—Eso me han dicho. También me dijeron que hay que subir a lo más alto de esta montaña para verlas.
—¡Ah! Pues eso será por lo que no las vemos. Vamos a subir más.
Las monturas sudaban por el esfuerzo realizado. Pegaso resollaba a cada paso que daba. Medulio y Albano decidieron tomar un descanso antes de que el potro flaqueara. Por fin lograron acercarse a la cumbre de la montaña. El sol seguía resplandeciendo en lo alto del horizonte. La panorámica que desde allí se divisaba era asombrosa. A un lado y a otro todo eran montañas.
—Mira, Medulio, ¿ves esa montaña azulada hacia el Norte?
—Sí. ¿Qué montaña es?
—Es el cordal que nos separa de nuestros hermanos del Norte. Hacia ahí —le señalaba hacia el Noroeste— está el poblado donde yo nací. Allí la nieve dura siete u ocho meses.
—Pues tiene que ser muy duro vivir en tu pueblo.
—Claro que lo es. ¡Oye, mira hacia allá! —le indicó Albano—. ¿Ves aquellas montañas más altas y grisáceas, como si las envolviera una neblina?
—Sí, ya las veo.
—Pues aquéllas deben de ser las montañas de Vadinia.
—¡Claro que lo son! Son tal como me las describieron. Me gustaría ir alguna vez hasta allí.
—Bueno, nunca se sabe las vueltas que uno puede dar en este mundo.
—¿Has estado alguna vez en ellas?
—Sí, en una ocasión pasé por allí. Fue hace unos años que tuve que realizar un viaje por el otro lado de la cordillera. Al volver a cruzarla, lo hice por aquellas montañas, por el paso que se abre entre las imponentes moles cuyas cúspides permanecen nevadas la mayor parte del año. Son los Montes Europae. Se trata del desfiladero del Kares, un río que discurre sobre piedras. Es paso obligado para cruzar la enorme cordillera y alcanzar el Valle de Eone. Desde allí descendí hasta Rivus Angulus siguiendo el curso del río Ástura.
—¿Y son muy altas?
—Mucho. Allí se encuentran algunos de los picos más altos de nuestro territorio. Sus cumbres tienen nieves casi perpetuas. Hay ríos, lagos y paisajes preciosos. Y algunos valles que parecen encantados. Es un lugar maravilloso. Merece la pena visitarlo.
La tarde avanzaba sin pausa. El sol ya se inclinaba bastante sobre la línea del horizonte. Medulio y Albano pusieron rumbo hacia el poblado astur. Espolearon sus cabalgaduras para llegar a casa antes de que las sombras de la noche lo cubrieran todo. Mientras descendían la montaña, pudieron contemplar la belleza del valle a través de los colores y matices que los rayos del sol poniente le proporcionaban. Pronto las sombras se fueron adueñando de todo él. Nuestros amigos llegaron a casa justo cuando se desvanecía el crepúsculo y la noche se apoderaba de todo.
****
Ya había transcurrido más de medio verano. El grupo de niños y adolescentes continuaba su instrucción a las órdenes de Albano. Cada día realizaban varias series de ejercicios gimnásticos y pruebas de atletismo. Hoy les tocaba una nueva: los ochenta pasos con obstáculos. Para ello habían colocado horizontalmente varios palos a lo largo del recorrido distribuidos a una cierta distancia y altura. La prueba consistía en salvarlos a medida que se avanzaba hacia la meta. Correrían por turnos de cinco en cinco. El primero en conseguirlo sería el ganador del grupo. Medulio, que corría en el grupo de los benjamines, se quedó campeón de su grupo, lo que lo llenó de orgullo y satisfacción.
—Mañana —les dijo Albano al acabar la competición— vendréis preparados con calzado apropiado para caminar y comida para llevar. También debéis traer un recipiente cerrado para portar agua. Vamos a realizar una larga marcha que durará todo el día. Ya llevamos varios meses de preparación física, por lo que ha llegado el momento de poneros a prueba. Quiero ver cómo respondéis. Saldremos a la hora prima desde aquí donde nos encontramos. ¿Alguna pregunta?
—¡No, señor!
—Pues entonces podéis marcharos. ¡Hasta mañana!
—¡Hasta mañana, señor!
A la mañana siguiente, a la hora indicada, partió todo el grupo del lugar señalado. Subieron por el valle de Osimara hasta llegar casi al nacimiento del río. A unas diez millas del lugar de partida, giraron hacia el Sur. Ascendieron la montaña por donde caminaron un cierto tiempo, hasta que llegaron a otro pequeño valle por donde discurría un riachuelo de cristalinas aguas. En un pequeño soto que allí había, rodeado de chopos y alisos, Albano dio la orden de descansar para reponer las fuerzas perdidas.
—¿Estáis cansados? —les preguntó.
—¡Sí, señor! —contestaron todos a coro.
—Bien, comeremos las viandas que traemos y descansaremos un rato. Éste es un lugar idóneo para la acampada. Lo primero que debéis hacer es lavaros las manos y la cara. También convendría que os refrescarais los pies en el agua, eso os aliviaría y os descansarían bastante. Pensad que nos queda casi otro tanto como lo que hemos hecho para regresar a casa.
Los niños y adolescentes se lavaron y asearon como el instructor les indicaba. A continuación se sentaron todos al lado del riachuelo bajo la sombra de los árboles para mitigar el apetito que tenían. Todos callaban y observaban el discurrir del agua.
—¿No tenéis ganas de hablar? —les interrogó Albano.
—No, señor —contestaron algunos. Los demás callaban.
—Ya sé que estáis cansados. Reconozco que es una marcha bastante dura, pero tenía que comprobar que sois capaces de realizarla antes de que se termine el verano. Con el mal tiempo es imposible hacerla. Para ser guerreros debéis estar preparados para esfuerzos como éste y mucho mayores. Los días de lucha son días muy duros y sin descanso. Para soportarlos hay que preparar de antemano el cuerpo y el espíritu. De lo contrario sucumbiríais en los primeros momentos de la batalla. Por eso tenéis que endurecer el cuerpo y el espíritu.
—Pero ahora somos todavía muy pequeños para ir a la guerra —insinuó uno de los adolescentes—. Aún nos faltan muchos años. Entonces, ¿por qué prepararnos ya con tanto rigor?
—Porque si queréis ser buenos guerreros, la preparación debe comenzar ya desde ahora. Si lo dejarais para cuando tengáis que ir a la guerra, sería demasiado tarde. La preparación del guerrero necesita mucho tiempo. En realidad, debe prepararse para la guerra durante toda su vida. Además, si la ocasión lo requiriera, muchos de vosotros tendrías que acudir ya ahora a luchar. Así que no hay tiempo que perder.
Los niños y adolescentes no estaban muy convencidos de lo que les acababa de decir Albano, aunque los mayores del grupo sabían que no le faltaba razón. Si se produjera un ataque de los romanos, ellos, los mayores, tendrían que acudir a repelerlo con los hombres de la tribu. En un momento así, eran imprescindibles todos los varones capaces de manejar las armas.
Terminada la colación, se pusieron en marcha sin dilación, pues no había tiempo que perder. Aunque era mediodía, quedaba mucho camino por delante. Había que descender en dirección Este varias millas a lo largo de la montaña. Aprovecharon las horas centrales del día para caminar por una vereda que discurría por la orilla del riachuelo. Eso les ayudó a sobrellevar el calor asfixiante del mediodía. A media tarde, cuando ya había aflojado el calor, abandonaron el río para dirigirse hacia la cumbre de la montaña en dirección Nordeste. Desde allí descendieron hasta el valle para llegar al poblado cuando las sombras de la noche comenzaban a extenderse por todas partes. Había sido un día agotador sobre todo para los más pequeños. Medulio, cuando llegó a casa, se dejó caer en la cama donde se quedó profundamente dormido.
12
El verano llegaba a su fin. Había sido un año duro y agotador. Medulio ya había cumplido dieciocho años y su padre dio por terminada su formación. Albano había obligado a sus pupilos a dar todo lo que llevaban dentro de sí. Era el momento de la despedida. Para celebrarlo, los cadetes iban a realizar una serie de juegos y ejercicios gimnásticos a imitación de los Juegos Olímpicos. El instructor quería dejar un buen sabor de boca en los cadetes y sobre todo en las gentes del poblado. Aquellos años de instrucción y formación terminarían con un broche de oro. Hacía tiempo que Albano soñaba con aquel momento. Por eso el último verano había sido muy duro para todos.
Todos los componentes del grupo habían madurado y habían cambiado a lo largo de aquellos años. Los mayores se habían convertido en mozos hechos y derechos. Los más pequeños también habían dado un gran cambio, en especial Medulio, el más pequeño en edad, pero el más alto y más fuerte del grupo. Ya había alcanzado su estatura definitiva y su constitución, aunque todavía no era la máxima, había adquirido enormes proporciones. Su pecho y su espalda se habían ensanchado gracias al intenso ejercicio de aquellos años. Sus músculos también se habían fortalecido y endurecido. Era capaz de derribar a sus contrincantes de un solo puñetazo, lo que daba fe de su enorme fuerza. Esta obra casi maestra llenaba de orgullo no sólo a sus padres, sino también a su instructor y preceptor, Albano, que se sentía enormemente satisfecho de su trabajo. Ahora, en los juegos que se iban a celebrar, esperaba ser reconocido por todas las gentes del lugar, que admirarían su trabajo como si de una obra de arte se tratara.
El día de los juegos había llegado. Todo el mundo se hallaba a primera hora de la mañana en el estadio que habían preparado. A la hora secunda en punto dieron comienzo los juegos. Todo el grupo uniformado formaba en posición de firme frente a su instructor. Éste comenzó a impartir sus órdenes mientras los cadetes ejecutaban los distintos pasos y movimientos. Realizaron diferentes figuras geométricas: círculos, cuadrados, estrellas… Unas en movimiento y otras estáticas. Unas tendidos en sentido prono y otras en sentido supino, con distintos movimientos uniformes de brazos y piernas. Los espectadores aplaudían a rabiar los logros de los jóvenes. Entretanto, Albano no cabía en sí de gozo.
Terminados los juegos gimnásticos, el grupo realizó una marcha rápida en formación alrededor del estadio. El público aplaudía la destreza y la uniformidad de los jóvenes. A continuación dieron comienzo las pruebas atléticas. La primera sería la de los ochenta pasos libres. Se correría en dos tandas de diez participantes en cada una de ellas. La primera sería la de los mayores, mientras que la segunda estaría formada por los más pequeños. Por su edad, Medulio correría en esta última. Celebradas las pruebas, Medulio quedó campeón de su grupo con holgura. Lo mismo ocurrió con la siguiente prueba, que fue la de los ochenta pasos con obstáculos. El joven no sólo era campeón del grupo en el que corría, sino de todo el conjunto. No había nadie que pudiera igualarlo en velocidad y rapidez. En todas las pruebas de este tipo llegaba siempre a la meta con varios pasos de ventaja sobre el segundo clasificado. Su velocidad y su potencia eran inigualables.
Finalizadas las carreras de velocidad, pasaron a las pruebas de salto. Comenzaron por el de longitud. Cada participante tenía que realizar tres intentos. Los saltos tendrían que ser válidos para computarse. Al final se tendría en cuenta el mejor de cada uno de los competidores. La prueba se realizaba con normalidad. Hubo algún salto nulo por pisar la raya que no debían rebasar al batir, pero nada más. Cada participante llevaba ya dos saltos. En estos momentos Medulio encabezaba la clasificación con ventaja, pues su mejor salto había alcanzado cuatro pasos y medio. Le seguía su amigo Clouto con cuatro pasos y dos pies. Los demás se quedaban todos por debajo de estas marcas. En la tercera ronda hubo un participante que logró rozar los cuatro pasos y medio. Faltaban por participar, entre otros, Clouto y Medulio. El primero logró rebasar por muy poco la marca del que acaba de rozar los cuatro pasos y medio. Medulio ya era ganador aunque no ejecutara el último salto. A pesar de todo quiso realizarlo. Su marca fue de cuatro pasos y medio y casi un pie. Nuevamente se proclamó campeón de esta prueba.
A continuación se inició el triple salto. Ejecutados los dos primeros saltos, de nuevo Clouto y Medulio se enfrentaban codo con codo. A Medulio le había faltado medio pie para los once pasos, mientras que su amigo se había quedado a un pie de dicha marca. En el tercer salto Clouto logró rebasar por muy poco la marca de Medulio. Éste tenía que superarse si quería ganar la prueba. Comenzó su carrera para batir con fuerza, pero antes de llegar a la línea desistió en su intento. Había expectación en el público y en los participantes. Aún no había nada decidido. Medulio realizó varias flexiones y estiramientos de piernas para relajar los músculos y la enorme tensión que lo invadía. Por fin, se decidió a ejecutar el salto. Inició con decisión la carrera y batió con fuerza y rabia. El resultado fue un éxito: superó con creces los once pasos. El joven no cabía en sí de gozo. Con los brazos en alto y rebosante de felicidad, dio dos vueltas al estadio.
La mañana avanzaba y aún faltaban varias pruebas de atletismo. Le tocó el turno al salto de altura. La prueba se mostraba favorable a Medulio, como así fue, dada su envergadura. Efectivamente, superó por más de medio pie al segundo, que era asimismo el que le seguía en estatura. Su marca fue de algo más de paso y medio.
Para dar fin a los ejercicios de la mañana, llevarían a cabo la carrera de fondo. Ésta consistiría en dar diez vueltas al estadio. Correrían en los dos grupos acostumbrados de diez participantes cada uno. En esta ocasión el de Medulio fue el primero. Toda la prueba se desarrolló con normalidad. El grupo corría compacto y con un ritmo moderado. A pesar de ello, a partir de la cuarta vuelta ya empezó a destacarse un pequeño grupo de tres corredores, entre ellos, Medulio. Fueron juntos hasta la séptima vuelta. A partir de entonces, Medulio con otro participante comenzaron a tomar ventaja. Cada vez se distanciaban más de sus perseguidores y ya estaban a punto de doblar a los más rezagados. En la novena vuelta Medulio se impuso con autoridad a su contrincante y corrió la décima vuelta él solo sin nadie que le disputase la victoria. Fue todo un éxito.
Por la tarde realizaron el resto de pruebas. La primera consistía en trepar por una cuerda. Medulio no quedó mal clasificado, aunque hubo varios que lo superaron. A continuación se realizó el lanzamiento de jabalina. Como en los saltos, el resultado era el mejor de tres intentos. Poco a poco se fueron sucediendo los distintos lanzadores. Al final quedaban tan sólo los tres mejor clasificados, entre los que se encontraba Medulio. Entre los tres no había más de medio paso de diferencia. Al final Medulio consiguió su mejor marca con cincuenta y ocho pasos en su último lanzamiento. Ninguno de los otros dos pudo igualarlo.
A media tarde dio comienzo la competición de lucha. Los luchadores se distribuyeron por constitución y altura. A Medulio le tocó luchar con el segundo más alto y más fuerte del grupo. Éste le llevaba cuatro años. Su combate fue el último de los programados. La competición se desarrolló en un ambiente expectante y festivo. A medida que uno de los combatientes eliminaba al contrario, se iniciaba el combate siguiente. Por fin llegó la hora de la última pareja. Medulio asió por la cintura a su contrario y en el primer movimiento dio con él en tierra, pero éste se levantó como movido por un resorte. De nuevo los dos púgiles se asieron fuertemente por la cintura. Ambos midieron sus fuerzas como lo hicieran dos grandes osos. Tan pronto giraban sobre sus pies, como uno avanzaba haciendo retroceder al otro. Las fuerzas estaban bastante equilibradas, aunque la balanza se inclinaba siempre a favor de Medulio. Éste, que transpiraba por todos los poros de su piel, hizo una llave con un movimiento rápido con el que acabó con su contrincante en el suelo. Acto seguido le colocó la rodilla derecha en el pecho y le inmovilizó brazos y piernas. El combate había acabado. Todo el mundo aplaudía con entusiasmo al ganador del último combate, el más espectacular de todos.
Como cierre de la jornada, se celebraron las pruebas de equitación. En éstas sólo participaron seis jóvenes, los que tenían caballo, entre los que se encontraban Clouto y Medulio. La primera consistió en recorrer veinte veces el estadio. Los jinetes partieron todos juntos a una señal de Albano. Durante las diez primeras vueltas la carrera fue bastante igualada. Ninguno quería destacar. En la undécima vuelta ya hubo algún intento de escapada, pero los demás jinetes consiguieron remontar hasta el de cabeza para seguir igualados otras cinco vueltas más. En la vuelta diecisiete, comenzó de nuevo a atacar el que ya se había destacado en la undécima. En la dieciocho sacaba unos diez pasos a los demás. Clouto y Medulio decidieron salir en su caza, lo que lograron cuando iniciaban la vuelta diecinueve. Al empezar la vuelta número veinte, ambos se desmarcaron de su competidor para lanzarse en una vertiginosa carrera. Cuando faltaba menos de medio estadio, Medulio empezó a dejar atrás a Clouto que, no obstante, resistía con ahínco. Finalmente, Pegaso atravesó la línea de meta sacándole un cuerpo entero al caballo de Clouto. Una vez más Medulio se alzó con el triunfo.
La última prueba consistía en salvar con los caballos una serie de obstáculos que habían colocado en el recorrido que debían realizar. En esta prueba Medulio se quedó tercero, pues derribó dos obstáculos en su recorrido. El ganador los salvó todos limpiamente.
Ya se ocultaba el sol detrás de las montañas cuando Albano dio por terminados los juegos. Elaeso lo felicitó efusivamente por el éxito de los mismos y por el bello espectáculo que les había ofrecido. Fue un día maravilloso, digno de perpetrarse en el tiempo, que la gens del valle de Osimara tardaría en olvidar.
—¡Mi enhorabuena por el espectáculo que nos has ofrecido, Albano! —le manifestó Elaeso con la mano extendida para estrechar la suya—. Ha sido un día inolvidable.
—Gracias, Elaeso. Estoy muy orgulloso y muy satisfecho de lo conseguido.
—Lo puedes estar. Hoy ha sido un día grande para ti y para todos nosotros. No lo olvidaré jamás.
—Me honran tus palabras, Elaeso. No estaba muy seguro de si habría triunfado o no, pero después de oír tus elogios, ya no me queda ninguna duda.
—Claro que has triunfado. Has triunfado no sólo con el espectáculo de hoy, sino, y eso es lo importante, con la preparación de nuestros hijos. Hoy hemos visto que nuestros hijos están perfectamente preparados para el combate. Lo que nos llena de orgullo.
—En efecto. Todos ellos están preparados para combatir y luchar por su pueblo, en especial Medulio, que ya has visto que no nos ha dejado en mal lugar, ni a ti ni a mi.
—Ya lo he visto y estoy muy orgulloso de él y de lo que has conseguido de él.
—El mérito es principalmente suyo y no mío. Es fuerte y valiente. Además, tiene una voluntad imperturbable. Desde sus primeros años tomó conciencia de su papel y no ha querido defraudar a nadie.
—Desde luego que no nos ha defraudado.
En aquel momento se acercaba a ellos Medulio, que llevaba por la rienda a Pegaso. Ambos sudorosos todavía por las pruebas realizadas.
—¡Enhorabuena, hijo! —su padre lo estrechó entre sus brazos—. ¡Has estado maravilloso!
—Gracias, padre.
Su madre se acercó a él para estrecharlo entre sus brazos con la cara llena de lágrimas de alegría.
—¡Ven a mis brazos, hijo mío! —exclamó Genoveva con los brazos extendidos para abrazarlo—. Eres el mejor de todos. No hay quien te iguale.
—Bueno, también puede ser que haya tenido suerte.
—No seas modesto, hijo. Nadie te ha podido igualar. Eres muy superior a todos los demás, incluso a Clouto.
—Tu madre tiene razón, hijo. Hoy has demostrado tus dotes de jefe de nuestro pueblo, algo que espero llegues a ser algún día. Estamos muy orgullosos de ello.
—Gracias, padre. Intentaré no defraudaros.
Preceptor y familia se encaminaron hacia su casa. Albano al día siguiente dejaría el poblado. Su misión estaba cumplida.
13
Medulio y Clouto salieron una mañana de mayo a pasear con sus caballos por la frondosidad del bosque. Lucía un sol espléndido. En el cielo no se divisaba ni una sola nube. El día invitaba a pasear entre la espesura bajo la sombra de los corpulentos robles. Los dos amigos guiaban los caballos entre el follaje mientras conversaban animadamente.
—¡Qué maravilloso es esto! —exclamó Clouto mientras desviaba su caballo para evitar unas escobas.
—Y tanto que lo es —corroboró Medulio, que hacía lo mismo para salvar el obstáculo.
—No deberíamos dejar perder esta tierra tan hermosa que heredamos de nuestros antepasados y que nos vio nacer.
—Desde luego que no —Medulio hizo una breve pausa—. Te prometo, Clouto, que por mi parte haré todo lo posible para que eso no ocurra. Circulan rumores por ahí sobre ciertos ataques de los romanos a nuestro territorio. Parece ser que se han adentrado algunas veces por tierra de los brigaecinos y de los amacos. No han logrado penetrar más, pues los nuestros los han expulsado de nuestras tierras. Pero tarde o temprano nos atacarán con todo su aparato bélico para hacerse con nuestro territorio.
—¿Qué crees tú que persiguen? —le preguntó Clouto a su amigo al mismo tiempo que obligaba a su caballo a dar un salto para salvar un tronco caído en el suelo.
—No lo sé muy bien, aunque parece ser que buscan ese precioso metal amarillo que tanto valoramos.
—¿El aurum que dicen ellos?
—Efectivamente. Saben que nuestro territorio posee enormes cantidades de él y no se detendrán hasta convertirse en sus dueños.
—Pero ¿cómo pueden saberlo si nunca han estado aquí?
—Por nuestro comercio con ese metal y porque ya ha habido algún otro pueblo anterior a ellos que ha venido a explotarlo. Esos pueblos tienen una cultura superior a la nuestra y pueden transmitirse información por medios distintos a la palabra. Le llaman escritura. A través de ella pueden dejar mensajes que perduran en el tiempo.
—¿Y cómo pueden hacer eso?
—No lo sé, pero lo hacen. Albano me lo explicó en varias ocasiones, aunque, si te he de ser sincero, nunca llegué a comprender cómo lo consiguen.
En este diálogo estaban cuando apareció un ciervo a unos pasos delante de ellos. Los dos amigos espolearon sus caballos para darle caza. El ciervo se precipitó en la espesura con veloz carrera. Ellos se separaron para rodearlo. Medulio siguió en pos del ciervo, mientras Clouto intentó cortarle el paso dando un rodeo. No tardaron en extraviarse uno del otro. Medulio siguió el rastro del ciervo entre el intrincado follaje. Poco después se introdujo en un soto por el que acababa de pasar el venado. Algo más adelante se abría un pequeño claro en medio del soto. Medulio se acercó despacio a él. Se apeó de Pegaso al que conducía tras de sí tirado por las riendas. Separó unas ramas de salguero y palera que le estorbaban la vista y ante sus ojos apareció una hermosa doncella, que peinaba sus dorados cabellos a la orilla de una deliciosa fuente. El joven se quedó prendado de su hermosura. —¿Será una xana?—, pensó. No tuvo conciencia del tiempo transcurrido en aquel paraje contemplando tan maravillosa aparición. Lo devolvió a la realidad la llegada de su amigo Clouto. La hermosa joven había desaparecido sin dejar rastro tras de sí. Medulio no podía dar crédito a lo que había visto. —¿Sería una doncella de carne y hueso o sería una xana de las que hablaban los cuentos y leyendas?—. El joven no salía de su asombro.
—¡Vamos, Medulio! Estás como alelado. ¿Qué te ha pasado?
Medulio pareció despertar de un sueño.
—¿Decías algo?
—Sí, hombre, que parece que estás embobado. ¿Qué ha sido del ciervo?
—¿Qué ciervo? —balbuceó Medulio, que daba muestras de no recordar al animal.
—¡Qué ciervo va a ser! El que perseguíamos. Hace más de dos horas que te ando buscando por entre toda esta maraña y al fin te encuentro ensimismado en no sé qué. Tú seguías el rastro del ciervo. Deberías saber qué ha sido de él.
—Lo siento, Clouto. Cuando llegué aquí perdí su rastro y ya no recuerdo nada más. No sé qué ha podido ser de él.
—Bueno, vamos a dejarlo. Será mejor que regresemos a casa.
—Sí, será mejor —asintió Medulio de una manera mecánica, casi sin saber lo que decía.
Los dos amigos pusieron rumbo al poblado astur. Durante el camino Medulio iba cabizbajo y meditabundo. Apenas contestaba con monosílabos a lo que su amigo le preguntaba. Éste no podía entender qué le había ocurrido en aquel claro del bosque. Parecía como si no fuera el mismo. A partir de aquel día Medulio se mostró un tanto huraño y esquivo con su amigo. Apenas quería hablar con él y en más de una ocasión evitó su compañía. Prefería estar solo. Tampoco prodigaba muchas palabras con sus padres. Tan sólo quería refugiarse en sus sueños y en el recuerdo de aquella maravillosa visión. Más de una vez había querido volver a aquel claro del bosque para confirmar su vivencia, pero no encontraba el momento de hacerlo. Siempre había alguien que lo vigilaba. Una mañana muy temprano pudo salir del poblado sin que nadie lo viera. Raudo como el viento, se trasladó al claro del bosque que no podía quitar de su imaginación. Amarró a Pegaso al tronco de un roble y con pasos sigilosos se acercó al claro. Su sorpresa fue enorme. Allí no había nadie. Tan sólo la fuente que fluía cadenciosamente en medio del silencio. El joven se acercó hasta ella para examinar con más minuciosidad su entorno. Pero no encontró nada. Todo parecía indicar que hacía mucho tiempo que nadie hollaba aquel paradisíaco lugar. Medulio no lo podía creer. Juraría que pocos días antes había visto allí mismo sentada al lado de la fuente a aquella hermosa joven que no podía borrar de su imaginación. Cómo podía ser que no hubiera alguna huella de ella. —Sería un sueño—, pensaba. Después de varias horas de permanencia en aquel lugar, el joven decidió regresar a su casa.
—¿Dónde has estado, Medulio? —le preguntó su madre al verlo entrar en el hogar.
—Por ahí —contestó él algo distraídamente.
—Esa respuesta es muy vaga, es casi como no decir nada. No sé qué te pasa desde hace unos días para acá, pero estás un poco raro. Me gustaría saber qué te ocurre, hijo.
—Nada, madre. No me pasa nada.
—No diría yo lo mismo. Desde el día que fuiste al bosque con Clouto, has dado un cambio que no hay quien te conozca. No pareces el mismo.
—No digas tonterías, madre. Ya te he dicho que no me pasa nada.
—No te pasará nada, pero a mí me tienes preocupada. Le he preguntado a tu amigo que me diga qué pasó, pero él está tan desconcertado como yo. Dice que os separasteis cuando perseguíais un ciervo y que cuando te volvió a encontrar, ya estabas así. ¿Qué te ha pasado en ese bosque, hijo?
—Nada, madre —Medulio no quería confesar a su madre lo que le había ocurrido en el bosque. Era un secreto que deseaba guardar para sí solo.
—Algo te ha pasado, aunque lo niegues. No sé si será cosa de mouros, de guaxas o de algún otro genio del bosque, pero algo te ha trastornado allí. No me gustaría que volvieras por aquel lugar, pues nada bueno vas a sacar de él.
—Calla, madre, que no hay mouros ni guaxas ni ningún otro genio. Lo único que hay allí son árboles, animales y alguna que otra alimaña.
—No estaría yo tan segura de eso. De todas maneras te repito que no quisiera que volvieras por aquel bosque. No me da buen agüero.
—Bueno, madre, ya no soy un niño para que te estés preocupando siempre por mí. Ya soy mayorcito y sé defenderme por mí mismo.
—Bueno, bueno. Tú verás lo que haces.
Medulio salió a dar una vuelta por el poblado para olvidar lo que tanto le preocupaba. Poco a poco fue dejando las casas atrás para adentrarse por la vereda que serpenteaba por entre los prados y conducía hasta el río. Una vez allí, volvió a sumirse en sus pensamientos. Clouto lo había visto y había seguido sus pasos. Cuando más ensimismado estaba, se acercó a él.
—¿Qué te pasa, Medulio? —le preguntó amablemente al mismo tiempo que se sentaba a su lado—. Desde el otro día te veo un poco raro. No sé, es como si hubieras visto algún fantasma o algo así en aquel claro del bosque.
—No me pasa nada, Clouto —le contestó Medulio.
—Pues no se diría, porque desde el otro día has dado un cambio radical.
Medulio permaneció pensativo durante unos minutos. Dudaba si contárselo o no a su mejor amigo. Si se lo contaba, podría tratarlo de loco. No sabía qué hacer. Al fin tomó una decisión.
—De acuerdo, Clouto, te contaré lo que me pasó.
—Me parece muy bien. Espero que eso te sirva para aliviarte.
—Eso espero, porque llevo varios días que apenas como ni duermo. No puedo dejar de pensar en ello —Medulio cogió una pequeña piedra plana que había a su lado y la lanzó sobre la superficie del agua. La piedra describió una parábola por la superficie del líquido elemento hasta que se detuvo en la otra orilla—. El caso es que el otro día al llegar a aquel claro, vi una hermosa joven que peinaba sus cabellos al lado de la fuente. La visión me dejó embelesado. No sé cuánto tiempo permanecí así. Cuando volví a tomar conciencia de mí mismo, la joven había desaparecido. Hoy he vuelto a aquel lugar con la esperanza de verla otra vez, pero no vi a nadie. Busqué alguna huella o algo que pudiera darme alguna pista de su estancia en el lugar sin resultado. Así que ahora estoy más confuso que antes. No sé qué hacer ni qué pensar.
—¿Estás seguro de haberla visto? —observó Clouto.
—Totalmente seguro. Tan seguro como que ahora nos encontramos aquí.
—Pues no lo entiendo. Alguna explicación tiene que haber.
—Eso es lo que pienso yo, pero no encuentro ninguna.
—No te preocupes, ya resolverás el misterio. ¿Quieres que te acompañe hasta allí?
—Gracias, Clouto, pero prefiero ir solo.
—¿Te has enamorado de esa joven?
—Creo que sí.
—Entiendo.
Los dos amigos continuaron su conversación a la orilla del río. La tarde avanzaba y el sol descendía hacia el ocaso. Cuando ya se había ocultado por completo y el crepúsculo se extendía por todo el valle, dejaron atrás el río para regresar a sus casas. En días posteriores Medulio no se cansaba de recorrer el bosque y examinar el claro de la fuente, para encontrar alguna pista que lo condujera al paradero o escondite de la hermosa doncella. Mas sus pesquisas no obtuvieron resultado. No había indicio ninguno de la joven. —¿Habrá sido un espejismo?—, se preguntaba. Pero no, no podía ser, porque él la había visto con sus propios ojos. Estaba allí, al lado de la fuente, en carne y hueso. Se peinaba su hermoso cabello, que parecía de oro, con un peine de marfil. Aquella imagen se le había quedado grabada en su mente y no se le borraba.
Después de un mes de deambular por aquel bosque, un día descubrió otra vez el ciervo que habían perseguido él y su amigo Clouto. Medulio siguió sus pasos con intención de darle caza. Éste poco a poco se fue alejando a través de la espesura en dirección al claro de la fuente. No bien se había acercado a ella, pareció desaparecer como por encanto. El joven intentó localizarlo, pero parecía como si el animal se hubiera esfumado, como si se lo hubiera tragado la tierra. Al acercarse al claro, Medulio se encontró de nuevo con la hermosa doncella que peinaba distraídamente su cabello al lado de la fuente. Como la primera vez, el joven se quedó ensimismado contemplándola. Cuando volvió a tomar conciencia de sí mismo, la joven había vuelto a desaparecer. Medulio la buscó desesperadamente sin éxito. Miró y remiró la fuente y sus alrededores para encontrar algún vestigio de ella. Todo fue inútil. La joven había desaparecido misteriosamente sin dejar rastro tras de sí. —¿Qué misterio es éste?—, se preguntó Medulio. —¿Será un espejismo? ¿Me estaré volviendo loco?—. El joven no acertaba con la respuesta. Decepcionado y alicaído, recogió las riendas de Pegaso, montó en él y lo dejó a su albedrío para que regresara a casa.
Día tras día volvía Medulio al bosque y a aquel claro, pero pasaron los días e incluso los meses y nunca más volvió a ver a la joven de la fuente. Tampoco volvió a ver al ciervo. El joven daba vueltas al misterio en su mente. No podía entender nada de todo aquello. A veces pensaba que podía haber una relación entre el ciervo y la joven, mas al instante rechazaba la idea por absurda. —¿Cómo iban a estar relacionados?—, pensaba. Luego, se paraba a pensarlo más detenidamente. —¿Y por qué no?—, se preguntaba. Las dos veces que había visto a la joven había sido después de la persecución del ciervo y de su desaparición repentina. Además, las dos veces había ocurrido justo allí, al lado del claro del bosque. Todo parecía indicar que existía una relación directa entre el animal y la doncella. —¿Se trataría de una princesa encantada?—. Tonterías. Él no creía en esos cuentos y en esas leyendas, que no eran más que eso, leyendas. Un ser humano no se transforma en un animal y viceversa. —Entonces, ¿por qué ocurrió las dos veces de la misma manera? ¿Sería una casualidad?—. Tal vez, pero Medulio no creía mucho en las casualidades. Casi todos los acontecimientos tienen su razón de ser y no suelen ocurrir por casualidad. Así pues, —¿por qué en este caso se produjo dos veces esa casualidad?—, maquinaba en su mente. No lo comprendía. El joven empezó a pensar que se estaba volviendo loco. Por un lado, su razón le decía que los hechos son siempre naturales, que no hay hechos extraordinarios. Por otro, los acontecimientos acaecidos en aquel claro del bosque le resultaban extraordinarios. Además, las dos veces habían ocurrido de la misma manera. Medulio ya no sabía a qué carta quedarse. Lo ocurrido en aquel bosque no tenía una explicación lógica para él. Lo único que había sacado en claro es que se había quedado prendado de la hermosa joven de la fuente. Y ahora no sabía cómo vivir sin ella.
Los dos amigos trotaban codo con codo por el valle de Osimara. Era un hermoso día de comienzos de verano. El sol lucía en todo su esplendor y no se veía ni una sola nube en el firmamento. Los jóvenes detuvieron sus monturas al lado de un arroyo que por allí discurría y tomaron asiento bajo la sombra de un frondoso roble. Luego dejaron que los caballos pastaran y retozaran por la verde pradera.
—Es mejor que olvides esa historia, Medulio. De lo contrario va a acabar contigo.
—Lo sé, Clouto, pero la doncella era tan hermosa que no puedo olvidarla. No entiendo cómo pudo desaparecer de esa manera.
—Hay misterios que no se pueden entender o tal vez todo fue producto de tu imaginación.
—No lo sé, Clouto. A veces pienso que puede haber sido sólo eso, pero ¡fue tan real…!
—Fue real para ti, Medulio, pero quizás no fue tan real.
Medulio movía la cabeza en forma dubitativa. Ya no podía afirmar si lo que había visto era real o producto de su imaginación. En aquel momento dudaba de todo.
—De todas maneras, si fue un producto de mi imaginación, ¿por qué las dos veces que la vi coincidieron con la presencia del ciervo? ¿O también fue imaginación mía la existencia del ciervo?
—No, eso no. El ciervo fue real. De eso estoy completamente seguro.
—Entonces, ¿por qué no puede haber sido real la doncella también?
—No lo sé, Medulio, y tal vez sea mejor que dejemos este tema, porque vamos a acabar los dos medio trastornados.
—Tienes razón, Clouto. Será mejor dejarlo.
Los dos jóvenes se acercaron a sus caballos para continuar su excursión. Pegaso se dejó acariciar afablemente por su dueño, mientras que el caballo de Clouto se alejó de ellos con veloz carrera. Después de varios intentos fallidos, lo pudieron capturar. Su dueño lo tomó por las riendas mientras le acariciaba la cara y el cuello. Luego, ambos jinetes montaron en sus cabalgaduras para continuar el recorrido hacia el poblado astur. Era hora de regresar a casa.
14
Elaeso había conseguido reunir a todos los jefes de las tribus astures cismontanas en un lugar próximo al río Tortus, donde posteriormente los romanos ubicarían Asturica Augusta. Se trataba de una especie de concejo intertribal para tratar un asunto de suma importancia para todo su pueblo. Estaban representados los amacos, los bedunienses, los brigaecinos, los cabruagénigos, los iburros, los lancienses, los lougueos, los luggones, los orniacos, los saelinos, los superatios, los susarros, los tiburos y los zoelas, aparte de los gigurros con Elaeso como jefe de los mismos. También asistieron como observadores algunos representantes de los astures transmontanos.
El tema del día era la creación de un ejército regular para afianzar la defensa contra los romanos, que día a día se adentraban más en sus tierras con sus incursiones y ataques. Hacía tiempo que los romanos habían puesto sus ojos codiciosos en la tierra de los astures, para adueñarse de los tesoros que encerraban. Su avaricia no tenía límites y no cejarían en su empeño hasta alcanzar las riquezas que celosamente guardaban las entrañas de aquellas montañas. Los astures ya habían repelido más de una incursión de los romanos en sus tierras. Pero lo habían hecho de una manera inconexa, sin una jerarquía y una organización. Su forma de lucha era la de ataques fortuitos y descoordinados. Hasta la fecha habían resultado siempre vencedores gracias a su conocimiento del terreno y a que los romanos siempre habían atacado en pequeños batallones. Pero nadie les garantizaba que eso iba a seguir siendo siempre así. Todos ellos sabían que los romanos poseían un ejército muy potente. Un ejército y una maquinaria de guerra tan poderosos, que el día que decidieran acometerles de verdad, su pueblo no tendría nada que hacer ante aquel monstruo. Por eso, había llegado la hora de organizarse. Tenían que estar preparados para un posible combate masivo y para ello era necesario tener preparado un ejército que pudiera repeler tal enfrentamiento.
Los jefes de los distintos clanes comentaban entre sí el tema y cada uno de ellos manifestaba su opinión, unos a favor y otros en contra. La creación del ejército conllevaba riesgos, privaciones y sacrificios. Había que prescindir de los mejores hombres de cada tribu. Las familias se verían rotas y separadas. Por otra parte, habría que contribuir económicamente a su mantenimiento. Muchos no lo veían con claridad, pues sus medios eran escasos y aquello vendría a agravar su pobreza. Pero al mismo tiempo eran conscientes del potencial peligro de una invasión romana en masa. La decisión era difícil de tomar. Las opiniones cada vez estaban más enfrentadas.
—No puede ser —decía el representante de los cabruagénigos—. Nosotros somos muy pobres y no podemos ayudar económicamente al mantenimiento de ese ejército. Apenas tenemos suficiente para satisfacer nuestras necesidades, ¿cómo vamos a colaborar?
—De alguna manera podréis hacerlo —le contestó Elaeso—. Habrá que establecer alguna fórmula general para recaudar entre todos nosotros los recursos necesarios para atender las necesidades del ejército.
—Dinos cómo —inquirió el jefe de los lougueos—. Si no nos lo quitamos a nosotros mismos y a nuestros hijos, no sé cómo lo vamos a hacer.
—Pues habrá que hacerlo —repuso el jefe de los amacos—. Elaeso tiene razón. Un día u otro nos atacarán en serio los romanos y si no tomamos medidas, nos aniquilarán en un abrir y cerrar de ojos. Tenemos que organizar ese ejército cueste lo que cueste.
—Para ti es muy fácil decir eso —intervino el jefe de los saelinos—. Aquí tenéis una agricultura importante que os proporciona recursos suficientes con los que podéis colaborar. Pero nosotros carecemos de esa agricultura. No disponemos de vuestros medios.
—Carecéis de nuestra agricultura —le replicó el jefe de los amacos—, pero tenéis una fuerte ganadería y mucha caza y pesca. No puedes decir que carecéis de recursos.
La discusión se prolongaba y no se ponían de acuerdo los distintos jefes. La cuestión económica era el escollo más difícil que habían encontrado, que parecía insalvable. Los jefes de las tribus más pobres se oponían rotundamente a su aportación económica. El resto exigía que la contribución fuera obligatoria para todos. Al final, decidieron que cada tribu colaboraría según sus medios. Por otra parte, el ejército tendría también que autoabastecerse por su propia cuenta, ya que la aportación que las distintas tribus hicieran no sería suficiente. Para ello se les dotaría de un amplio territorio alrededor de su campamento. En él podrían cultivar la mayor parte de los productos que necesitaran. Por eso, la elección de lugar se convirtió en otro aspecto muy importante. Finalmente, determinaron casi por unanimidad que se ubicara allí mismo donde se encontraban, esto es, en las márgenes del río Tortus. En la extensa zona improductiva instalarían el campamento y justo al lado, en la vasta vega por donde discurría el río, podrían cultivar todo lo que necesitasen. Hubo quien pretendió llevárselo para su territorio, entre ellos Elaeso o el jefe de los brigaecinos, pero al final hubo consenso para que se instalase en el lugar donde estaban reunidos. Además de las razones apuntadas anteriormente, había otra más a su favor. Ésta era que ocupaba casi el centro geográfico de todo el territorio astur cismontano, que al final fue la que inclinó la balanza para elegirlo por unanimidad.
El último punto de discordia fue el nombramiento del jefe del ejército. Varios de los líderes allí reunidos pretendían serlo. Poco a poco casi todos ellos fueron renunciando. Quedaban en discordia el jefe de los amacos y Elaeso. El primero esgrimía como la razón principal para serlo que el lugar donde se ubicaría estaba en su territorio, por tanto, le correspondía a él su jefatura como un hecho natural. En su territorio no podía haber dos jefes a la vez y él no estaba dispuesto a renunciar a su puesto. Elaeso, en cambio, argumentaba en su favor que la idea había partido de él y que sólo a él le correspondía dirigir ese ejército. Ambos parecían tener razón y la discusión se prolongaba ya demasiado sin que se vislumbrara un posible acuerdo. Después de un largo debate, medió el jefe de los lancienses.
—Ambos creo que tenéis razón en vuestra pretensión —dijo—. Uno, porque el campamento se ubicará en su territorio y el otro, por ser el promotor de la idea. Ahora bien, yo creo que el lugar de su ubicación es secundario. Lo importante es su creación y organización. Y me parece que para llevar a cabo esa tarea, la persona más indicada es Elaeso. De él ha partido la idea y se supone que debe de tener un plan madurado para llevarla a cabo. Así, pues, opino que él debe ser el jefe del ejército.
Todos aplaudieron la solución excepto el jefe de los amacos. Éste seguía pensando que en su territorio sólo había cabida para un jefe. Entonces volvió a intervenir el jefe de los lancienses.
—Yo no veo ningún problema en eso —comentó.
—¿Ah, no? —exclamó el jefe de los amacos—. Como a ti no te va a afectar, no le ves ningún inconveniente.
—No es por eso —le contestó el aludido—. Es porque no tiene por qué haber ninguna interferencia entre ambos. Tú seguirás siendo el jefe de los amacos y mandarás en tu pueblo, mientras que él será el jefe del ejército, que no tendrá nada que ver con tu pueblo. El ejército, esté donde esté, debe tener una organización y una administración distinta e independiente del pueblo donde esté ubicado. Sus misiones y sus funciones no deben confluir ni interferir. Así, pues, tú mandarás en tu pueblo y Elaeso en el ejército. Ambos conviviréis pero no interferiréis uno en el otro. Seréis independientes y soberanos cada uno en vuestro ámbito.
—¿O sea, que yo no tendré autoridad ninguna en el campamento y posesiones del ejército? —comentó con asombro no exento de ironía el jefe de los amacos.
—Efectivamente, así es —corroboró el jefe de los lancienses.
—¡Pues vaya gracia! —exclamó el anterior con cierta desilusión—. Si es así, podéis llevaros el campamento a donde queráis. En mi territorio no lo quiero.
—Eso es algo que ya está decidido y aceptado por todos —sentenció el jefe de los lancienses y nadie lo va a cambiar. Así que es mejor que aceptes los hechos como son.
El jefe de los amacos no estaba muy conforme, pero al final todos se pusieron de acuerdo para que Elaeso fuera el jefe del ejército y en sus manos quedó su organización. Antes de dar por finalizado el concejo, todos juntos decidieron cuál iba a ser el lugar exacto que ocuparía el campamento y sus tierras aledañas. Luego lo marcaron para que no quedara ninguna duda de su ubicación. Finalmente, Elaeso y el jefe de los amacos estrecharon sus manos en señal de paz y amistad e, incluso, como signo de una colaboración futura. Después, cada uno se retiró a su territorio deseando a los demás toda clase de parabienes.
*****
Elaeso no demoró la creación del campamento militar. A los pocos días de la reunión de los jefes tribales, regresó a orillas del Tortus con su familia y con una buena parte de los hombres de su gens capaces de empuñar las armas. Después de saludar al jefe de los amacos, comenzaron las obras para establecer el campamento base del nuevo ejército. Entretanto Medulio y Clouto fueron enviados a recorrer todas las tribus astures para reclutar a los varones comprendidos entre los dieciocho y veintiún años. Al cabo de un mes ya se habían reunido en el campamento del Tortus más de dos mil hombres dispuestos a prepararse para el ejercicio de las armas y para defender su patria.
Medulio se erigió en lugarteniente de su padre y Clouto fue nombrado capitán del ejército. Los compañeros de instrucción de ambos se convirtieron en instructores de los futuros soldados. Su instrucción no se hizo esperar. Desde la mañana hasta la noche no había un momento de descanso, tan sólo el necesario para reponer sus fuerzas. Los ejercicios se sucedían uno tras otro y las jornadas se hacían interminables y agotadoras. Era el precio que tenían que pagar.
Medulio se encargaba de supervisar la instrucción de los futuros guerreros y, junto con su padre, diseñaba la estrategia y los planes que debían seguir. En su tiempo libre, le gustaba salir con su caballo a recorrer el territorio de los amacos para conocer sus gentes y sus costumbres. No tardó en ver a una bella muchacha que le recordó la misteriosa joven que había creído ver dos veces en el bosque de su poblado. No podía ser. No se puede afirmar que fueran como dos gotas de agua, pero su parecido era incuestionable. Los mismos ojos azules, los mismos cabellos de oro, la misma tez blanca como la nieve. Medulio se acercó a ella con el corazón alterado y le preguntó por su nombre con una sonrisa en los labios.
—¿Cómo te llamas, preciosa?
—Elba —le contestó ella con otra sonrisa.
—¡Qué bonito nombre! —comentó él—. ¿Eres de aquí?
—Pues claro. ¿De dónde voy a ser? —sugirió ella con un cierto mohín.
—Es que juraría haberte visto en otra parte —afirmó el joven.
—Pues es un poco difícil, porque nunca he salido de aquí.
Medulio creyó su palabra, aunque en su fuero interno seguía teniendo sus dudas. Aquella joven era casi igual que la que había visto en el bosque. No entendía nada.
—¿Nos podemos ver más veces? —le preguntó mientras retenía a Pegaso.
—Desde luego que sí —contestó ella con una dulce sonrisa.
La joven había quedado prendada de él nada más verlo. Era un mozo apuesto y muy robusto. Además, parecía ostentar algún cargo en el campamento militar, de otra manera no andaría por allí de paseo con su caballo.
—Pues entonces mañana nos volvemos a ver en la orilla del río, allá abajo en aquel prado poblado de chopos y alisos. ¿De acuerdo?
—Allí estaré.
La joven se dio media vuelta no sin antes dirigirle una última sonrisa. Medulio tiró del ronzal del caballo y con el corazón rebosante de felicidad puso rumbo al campamento. Cuando llegó allí, le faltó tiempo para encontrarse con su amigo. Una vez juntos, le comunicó la buena nueva.
—¿Sabes qué me ha pasado esta tarde? —le espetó casi sin aliento y sin cruzarse ningún otro saludo.
—¿Qué te ha pasado si puede saberse? —le contestó Clouto.
—Acabo de ver una chica en el poblado que es casi idéntica a la del bosque.
—¡No puede ser!
—De veras, Clouto. Son casi como dos gotas de agua.
—¿No será la misma? —le preguntó el amigo en tono dubitativo.
—No. Me ha asegurado que ella no ha salido nunca de aquí.
—¡Pues sí que es raro! ¿No te estará engañando?
—No lo creo. ¿Por qué había de hacerlo? De todas maneras, lo importante es que la chica me gusta y he quedado en volver a verla.
—Ya veo que vuelves a tener un idilio. Asegúrate bien, no te vaya a pasar lo mismo que con la del bosque y más si se parece tanto —le comentó con ironía Clouto.
—No vengas con guasas —Medulio le dio un pequeño empellón a su amigo en plan de chanza.
Los dos amigos se dirigieron a la tienda en la que se reunían con sus compañeros y amigos del pueblo. Allí charlaban y bromeaban mientras llegaba la hora de ir a reposar. Al día siguiente, a la hora concertada y en el lugar indicado, Medulio y Elba volvieron a encontrarse. Poco a poco sus relaciones se fueron afianzando. Tanto él como ella estaban locamente enamorados uno del otro. Les faltaba tiempo para encontrarse y cuando estaban juntos, no sabían cómo separarse. Medulio había descubierto que Elba era la hija del jefe de los amacos y ella se había enterado a su vez que él era el hijo del jefe del ejército.
—Vamos, Elba. No tengo ganas, pero no me queda más remedio que regresar al campamento. Es ya casi la hora del alba y me espera un día agotador. Tengo que supervisar la instrucción de todo el batallón.
—Amor, mío, ¿por qué no te olvidas del batallón y te quedas conmigo para siempre?
—No puedo hacer eso, cariño. He jurado lealtad a mi padre, al ejército y a todos los jefes astures. No puedo defraudarlos.
—Hazlo por mí —Elba hizo un mohín con sus labios.
—Quisiera hacerlo, pero mi deber me lo impide. De todas maneras, lo que vamos a hacer es casarnos inmediatamente y así tendré tiempo para ti y para el ejército. ¿Te parece bien?
—Antes tendremos que preguntárselo a mi padre. No sé si dará su consentimiento.
—Pues hagámoslo lo antes posible. Preséntame a él y yo le pediré tu mano.
Los dos amantes se despidieron entre tiernos besos y abrazos. El joven soldado regresó velozmente al campamento para llegar a tiempo de presidir el toque de diana. Después de supervisar durante varias horas la instrucción de los futuros soldados, se retiró a su tienda a descansar.
Elba, por su parte, no perdió el tiempo. Logró concertar una entrevista entre Medulio y su padre. Éste, cuando se enteró que el joven era el hijo de Elaeso, se negó en redondo a recibirlo, pero los ruegos y arrumacos de su hija ablandaron su corazón y al final cedió, no sin antes advertirle que no le prometía nada. No olvidaba las diferencias que había tenido con Elaeso y que éste le había quitado el puesto que él anhelaba. Aunque ahora casi prefería que las cosas hubieran ocurrido como ocurrieron. Pero él se había sentido humillado por el jefe de los gigurros, lo que le hacía sentir un cierto recelo hacia él que le era difícil olvidar. El día de la cita estaba preparado para humillar al hijo de su rival, como revancha por su humillación ante los jefes de todas las tribus. Cuando llegó el momento, se hicieron las presentaciones.
—Padre, te presento a Medulio, mi prometido.
—¡Encantado de conocerle, señor! —Medulio extendió su mano para estrechársela.
—Encantado. Yo soy Alán —contestó el padre de Elba.
El jefe de los amacos se quedó casi sin voz al ver a Medulio. No esperaba un gigante como aquél. —¡Qué envergadura!—, pensó. Le sacaba casi un palmo. En aquel momento Alán pensó que había hecho bien en no enemistarse con Elaeso y aún era menos prudente hacerlo con su hijo. Antes al contrario, era preferible tenerlos a los dos como aliados. Así que no dudó en cambiar de actitud. Después de unos segundos de silencio, le preguntó:
—Y bien, ¿qué se te ofrece, caballero?
—Pues verá, señor. La cuestión es que estoy locamente enamorado de su hija y quiero casarme con ella. Por eso he venido a pedirle su mano.
—Bien, bien. Esto es algo que no se puede decidir a la ligera, así que tendré que tomarme algún tiempo para pensarlo. Dame unos días para contestarte.
Medulio hubiera preferido una respuesta inmediata, pero no estaba en condiciones de exigirla. Así que, a pesar de su impaciencia, no le quedó otra opción que aceptar la propuesta de Alán. Tendría que armarse de paciencia y esperar.
Al día siguiente de estos hechos Medulio decidió comunicar a sus padres su decisión. Quería tenerlos preparados por si la respuesta de Alán era positiva. No es que necesitara su consentimiento, pues ya se consideraba mayor de edad y con autonomía suficiente como para poder tomar sus propias decisiones. Pero sí le gustaría que aprobaran su resolución. Era preferible tenerlos a favor que en contra.
—Me voy a casar —les dijo mientras almorzaban.
—¡Que te vas a casar! —exclamó su madre, alejando de sí el puchero del cocido—. ¡Pero si todavía eres un crío!
—Un crío demasiado grande en todo caso, ¿no, madre?
—Bueno, puede que un crío en el sentido literal de la palabra, no, pero que todavía no eres lo bastante maduro como para casarte, sí.
—No empecemos ya, Genoveva —intervino Elaeso—. Medulio ya es lo suficientemente mayor como para tomar sus propias decisiones, ¿o es que quieres tenerlo bajo tu manto toda la vida?
—No es eso, pero es que parece que fue ayer cuando todavía era un niño. ¡El tiempo pasa tan deprisa…!
—Claro que pasa deprisa, Genoveva. Y bien, ¿quién es ella, hijo?
Era la pregunta que más temía Medulio, pues sabía que su padre y Alán habían tenido sus diferencias a la hora de nombrar al jefe del campamento militar. Estaba convencido que desde entonces su padre guardaba un cierto resabio al jefe de los amacos. Por eso demoraba la respuesta. Al fin se decidió a contestar.
—Se trata de una hermosa joven de casi mi edad —contestó él.
—Eso ya me lo imagino. Pero tendrá familia, ¿no?
—Por supuesto que tiene familia. Es la hija de Alán —murmuró.
—¿Qué has dicho? —preguntó airadamente su padre como queriendo cerciorarse de que no había oído muy bien.
—Ya lo has oído, Elaeso, es la hija de tu amigo Alán —repitió Genoveva con un tono cargado de ironía y recalcando lo de tu amigo.
—¡No puede ser! —comentó casi para sí Elaeso—. Pero, ¿no había otra joven de la que pudieras enamorarte?
—Pues no lo sé, padre, ni me he preocupado de si hay o no otra joven de la que pudiera haberme enamorado. El caso es que me he enamorado de Elba y sólo con ella quiero casarme. Cuando la conocí y me enamoré de ella, no conocía su ascendencia, así que mal podía adivinar quién era su padre.
—Bueno, hijo, tampoco es tan grave. Es cierto que Alán y yo tuvimos nuestras diferencias a la hora de decidir quién iba a ser el jefe del ejército, pero aquello quedó allí y yo no le guardo ningún rencor. Reconozco que él tenía sus razones para pretender el cargo. Al final todo se aclaró y por mi parte las diferencias que pudo haber en aquel momento quedaron zanjadas allí mismo. Si quieres a esa joven y te gusta, por mi parte puedes casarte con ella.
—Gracias, padre. Es lo que quería oír. Ahora sólo falta que Alán dé su consentimiento. Me pidió que le concediera unos días para tomar su decisión.
—Me parece muy bien. Espero que no te defraude.
—Pues si tú le das permiso —dijo Genoveva—, yo no voy a ser menos. ¡Enhorabuena, hijo! Espero que seas muy feliz —la madre se abrazó fuertemente a su hijo y le dio un par de besos mientras dos gruesas lágrimas se deslizaban por sus mejillas.
—Gracias, madre, y no llores —Medulio la estrechó también entre sus brazos—, que no me voy a alejar de aquí.
—No lloro por eso, hijo. Lloro de felicidad.
La familia acabó de tomar el almuerzo con gran alegría por la nueva que les había proporcionado su hijo. Aquel día quedaba señalado en sus memorias, pues era el inicio de una nueva etapa en la vida de Medulio. Terminado el refrigerio, el joven dejó solos a sus padres para que pudieran comentar entre ellos la noticia, mientras que él se fue en busca de su mejor amigo para notificarle la buena nueva. Clouto descansaba tranquilamente en su tienda hasta la hora de dar comienzo la instrucción. Medulio apareció sonriente en la entrada.
—¡Hola, Clouto! ¿Estás descansando? —le preguntó nada más entrar.
—¿Qué otra cosa quieres que haga a estas horas? La jornada de la mañana ha sido agotadora. Pero, siéntate, ¿qué haces ahí de pie?
—Ya me sentaré —comentó—. Primero ven aquí que te dé un fuerte abrazo. Por fin, creo que voy a casarme.
—Hombre, eso sí que es una buena noticia —Clouto se abrazó a su amigo—. ¡Mi más sincera enhorabuena! ¿Cuándo se celebrará la boda?
—Todavía estoy pendiente del consentimiento del padre de Elba, pero creo que me lo va a dar. Cuando lo tenga, fijaremos la fecha de la boda.
Medulio puso a su amigo al corriente de los acontecimientos. Le comentó, entre otras cosas, la buena disposición que había observado en Alán. Antes de su entrevista temía que se opusiera rotundamente a las relaciones entre él y su hija. Pero después de estrecharse las manos, había captado una actitud muy positiva por parte del padre de Elba. Nunca lo hubiera esperado, pues sabía que había quedado herido y humillado por el nombramiento de su padre como jefe del ejército. Esperaba una reacción de repulsa y desprecio hacia él. En cambio, no ocurrió así. Alán se mostró muy amable con él y estaba convencido que en aquel mismo momento le habría dado su consentimiento si no fuera por los convencionalismos sociales, que a veces obligan a actuar de distinta manera que uno quiere. Sabía que ése era el único motivo por el que le había pedido que le concediera unos días para pensarlo. Clouto le deseó toda la suerte del mundo.
15
Era el equinoccio de otoño, el día señalado para el enlace entre Medulio y Elba. El sol lucía en un cielo radiante. La temperatura era agradable. Los familiares y amigos daban los últimos retoques antes de la ceremonia. Todo debía estar a punto. Tan sólo faltaban los novios y acompañantes. Medulio llegó primero acompañado por sus padres. Lucía sus mejores galas. En el cuello portaba un torque de oro que le regaló su padre para el acontecimiento. Irradiaba felicidad por todos sus poros.
Poco después llegaba Elba. Iba acompañaba por sus padres, que la llevaban del brazo. Ella lucía sus mejores galas. Sujetando su cabello portaba una diadema de oro. Era de su madre. No habían escatimado esfuerzos para que se presentara radiante el día más dichoso de su vida. Todo el mundo se quedó embelesado al verla. Padres e hija se acercaron al lugar donde los esperaba el novio acompañado por sus padres. Los dos jóvenes se besaron en señal de amor antes de acercarse al lugar sagrado donde los esperaba el druida. Una vez reunida toda la comitiva, el druida dio comienzo a la ceremonia.
—Nos encontramos aquí reunidos para unir con el lazo matrimonial a este hombre y a esta mujer. Si alguien tiene algún impedimento para que se lleve a cabo esta unión, que lo manifieste ahora —el druida guardó silencio unos instantes, pero nadie pronunció una palabra—. Bien, entonces sigamos adelante.
El druida pronunció unas palabras en un lenguaje arcano que nadie entendía. Luego asperjó a los novios con una ramita de roble impregnada en agua. A continuación volvió a recitar algunos versículos en aquella lengua misteriosa. Cuando finalizó, se dirigió de nuevo a los jóvenes contrayentes:
—Medulio, ¿aceptas por esposa a Elba y prometes serle fiel hasta la muere?
—Acepto —contestó Medulio.
—Y tú, Elba, ¿aceptas por esposo a Medulio y prometes serle fiel hasta la muerte?
—Sí, acepto —respondió Elba.
—Bien, pues yo os declaro marido y mujer. Desde hoy seréis el uno para el otro. Todos los aquí presentes son testigos de vuestro compromiso, en especial vuestros padres. Podéis ir en paz.
Los novios, seguidos por sus padres y demás familiares y amigos, abandonaron el lugar de la ceremonia para dirigirse a la casa de los padres de la novia, donde se celebraría el banquete. Todo estaba dispuesto para el gran festín. Abundaban las carnes de caza y corral. Había pescados de río, sobre todo truchas. Quesos, mantequilla, embutidos, pan de trigo, miel, rosquillas, frutas variadas de la tierra, como manzanas, peras, ciruelas, uvas. Los invitados saciaban su apetito, charlaban animadamente, bebían. Los novios se sentían felices de aquella fiesta que se celebraba en su honor. A punto de comenzar los postres y en medio de aquella felicidad, Medulio solicitó silencio a los comensales para comunicarles una confidencia. Puesto en pie, levantó su copa y brindó por todos los allí presentes. Luego comenzó a decir:
—Cuando conocí a mi esposa, le dije que tenía la impresión de haberla visto antes en alguna otra parte. Ella me confirmó que jamás ha salido de este poblado, pero yo sigo insistiendo que su cara me era conocida. Esto me tiene sumido en un gran dilema y en una gran confusión.
Medulio contó someramente a todos los allí reunidos lo que le había ocurrido en el bosque de Osimara. Después de oír su relato, los presentes guardaban silencio sin saber qué decir. Unos se inclinaban a creer que Medulio había visto realmente a aquella muchacha, mientras que otros lo ponían en duda y desconfiaban del sano juicio del joven. Alán, que hasta entonces había permanecido callado, se levantó, pidió la palabra y dio un profundo suspiro antes de iniciar su relato. Dos gruesas lágrimas resbalaron por sus mejillas.
—Os voy a contar una historia —comenzó a referir— que nunca antes había contado a nadie. Tuvimos dos hijas gemelas, Alda y Elba. Eran casi idénticas, como dos gotas de agua. Apenas se diferenciaba una de la otra. Un día, cuando mi mujer estaba lavando en el río, una de ellas desapareció misteriosamente de la canastita de mimbre que yo les había hecho. Mi esposa, cuando se percató de ello, empezó a buscarla por todas partes, pero la criatura no apareció. Durante varios días el poblado entero se dedicó a buscarla sin descanso, mas todo fue en vano. Al final tuvimos que darnos por vencidos. La niña había desaparecido y no había forma de encontrarla. Desde entonces mi esposa y yo hemos vivido con esa pena en nuestro corazón. No sé si la joven que Medulio dice haber visto en aquel bosque es mi hija Alda o no, pero que mi hija desapareció y nunca más hemos vuelto a saber de ella, eso sí que lo sé. Es todo lo que os puedo decir.
Los presentes se quedaron confusos y perplejos. Nadie se atrevía a hacer ningún comentario. Todos los semblantes estaban serios y por las rosáceas mejillas de Elba fluían dos gruesas lágrimas de dolor. No podía soportar tanta emoción contradictoria. El día más feliz de su vida acababa de recibir la noticia más dolorosa que le podían haber dado. La joven sufrió un leve desmayo y cayó desvanecida en los brazos de su amado. Medulio pidió permiso para trasladarla al lecho. Los demás, entretanto, comentaban la noticia y compadecían a los afligidos padres. Elaeso se comprometió a enviar un pequeño destacamento de soldados al bosque indicado para buscar a Alda y devolvérsela a sus padres. Todos aplaudieron la idea y Alán se lo agradeció de corazón. Los novios regresaron a la mesa y el banquete continuó hasta el final, aunque con mucha menos alegría que antes.
Finalizado el ágape, se celebraron una serie de juegos y actos en honor de los novios. El primero de todos fue un baile. El gaitero, que al efecto habían llamado, comenzó a tañer la gaita. Sus notas incitaban a moverse. Entonces Medulio y Elba hicieron los honores y bailaron el primer baile. Luego se les unieron todos los demás para dar continuidad a la fiesta.
A continuación de la primera sesión de baile se celebró un campeonato del juego de la chita. Luego se desarrollaron los combates de lucha que no podían faltar en ninguna de sus fiestas y menos aún en la boda de Medulio, a quien le hubiera gustado participar, pero aquél no era el día más indicado para hacerlo. Se tuvo que conformar con ver el desarrollo de los combates. El espectáculo duró una buena parte de la tarde. Éste dio paso a la sorpresa del día, que Elaeso había preparado sigilosamente como mejor regalo para su hijo en el día de su boda. Se trataba de una serie de ejercicios gimnásticos y atléticos llevados a cabo por un grupo de soldados del campamento. Realizaron distintas figuras geométricas y artísticas, marchas lentas y rápidas, saltos, carreras, lanzamiento de jabalina y hasta un simulacro de una batalla. Todo el mundo vitoreó y aplaudió todos y cada uno de los ejercicios de los soldados. Cuando dieron por finalizado el último, Medulio agradeció sinceramente a su padre el espectáculo que le había ofrecido.
—Gracias, padre. Ha sido una sorpresa. No lo esperaba.
—Es lo menos que podía ofrecerte el día de tu boda, hijo. Hoy debe ser el día más feliz para ti y todo lo que ayude a aumentar tu felicidad es poco.
—Gracias de nuevo, padre. Me siento muy dichoso en este día.
—Yo también, hijo. Y ahora continuemos con la fiesta, que aún no se ha terminado.
Efectivamente, las notas de la gaita se desgranaban por el aire. La mayor parte de la gente no tardó en congregarse alrededor del gaitero. De nuevo dieron comienzo los bailes y las danzas. Todo el mundo bailaba y se divertía. El gozo y la alegría duraron hasta el oscurecer. Sólo las primeras sombras de la noche dieron fin a aquel día inolvidable para los dos contrayentes, que fueron vitoreados por todos los presentes antes de retirarse a descansar, momento en el que se dio por concluida la fiesta.
Durante varios meses hicieron guardia los soldados destacados al bosque de Osimara. Día y noche vigilaron el claro que Medulio les había indicado. No perdieron detalle de todo lo que ocurrió en el bosque durante aquel tiempo. Pero el resultado fue decepcionante. Ninguno de ellos vio nada fuera de lo normal. Si alguna vez alguien pudo haber habitado en aquel lugar, pareció habérselo tragado la tierra. Por allí no había rastro ni huellas de nadie. Elaeso no tuvo más alternativa que dar por finalizada la operación. Los soldados regresaron al campamento y de Alda nunca más se volvió a saber nada.
16
Solsticio de verano. La normalidad reinaba en el campamento militar. La instrucción de los futuros guerreros se desarrollaba satisfactoriamente de acuerdo con las normas establecidas por Elaeso y bajo la supervisión de su hijo. Tranquilidad total. Medulio y su esposa vivían felizmente mientras esperaban la llegada de su primer retoño. Si no surgía ningún contratiempo, el nacimiento se produciría al cabo de un mes. Los futuros padres ansiaban aquel acontecimiento. La llegada de un hijo siempre supone una gran alegría para sus progenitores y más todavía cuando se trata del primero. Medulio y Elba sólo vivían para ese momento.
El día tan ansiado llegó por fin. Elba trajo a este mundo una hermosa niña que no hacía más que llorar. La madre, después de ser atendida por la partera, la atrajo hacia sí para darle el pecho y el calor de su cuerpo. Fue entonces cuando la criatura cesó su llanto. Medulio no cabía en sí de felicidad, aunque él hubiera preferido un varón. Paseaba nervioso e intranquilo por el exterior de la tienda en espera de poder abrazar y besar a su hija. Era uno de los momentos más dichosos de su vida. Desde ese instante ya tenía algo más por lo que vivir y luchar y alguien más por quien desvivirse y preocuparse. Sus padres y sus suegros allí presentes lo contemplaban con ternura y alegría. Ellos también participaban de las emociones de aquel feliz acontecimiento.
Cuando la recién nacida hubo satisfecho su apetito y calmado su llanto, la partera les anunció que podían pasar a verla. En primer lugar lo hizo el padre. Se acercó a Elba y a su hija para abrazarlas a ambas y estrecharlas contra su pecho. Luego tomó en brazos a su retoño, que al instante comenzó a llorar. En ese momento entraron los abuelos para conocer a su nieta y para felicitar a sus hijos. El cuadro era enternecedor. Allí delante tenían aquel pequeño ser que los unía a todos aún más. Todos ellos se abrazaron y se felicitaron mutuamente por el feliz acontecimiento. Luego dejaron a la madre y a la niña solas para que descansaran tranquilamente.
—¿Qué nombre le pondremos ? —preguntó Alán nada más salir a la calle.
—Genoveva, como su abuela paterna —contestó Elaeso.
—Yo preferiría ponerle Ginebra, como su abuela materna —sugirió Medulio.
—Pues yo le pondría Jennifer —propuso Ginebra—. Es más sonoro.
Ninguno estaba conforme con el nombre elegido por los demás y nadie se ponía de acuerdo. Después de una larga discusión, de proponer distintos nombres, de aceptar unos y rechazar otros, Genoveva pensó que la madre también tendría algo que decir y a nadie se le había ocurrido preguntárselo. Con dicho propósito se acercaron al lecho. Elba contestó sin vacilar:
—Alda. Se llamará Alda como mi hermana desaparecida. Así siempre que la nombre, me la recordará.
Todos se quedaron estupefactos. A ninguno se le había ocurrido ponerle el nombre de la hija desaparecida de Alán y Ginebra. Elba tenía toda la razón. Era el nombre más apropiado que le podía poner a su hija. Elegido el nombre, la discusión quedó zanjada.
Al día siguiente del nacimiento de su hija, Medulio se reincorporó a sus funciones en el campamento militar. Dada la importancia que éstas tenían, decidió romper con la tradición de la covada que tenía su pueblo. No obstante, aprovechó todos los momentos libres que tenía para acercarse a su tienda y pasar junto a su mujer y su hija el mayor tiempo posible. Las estrechaba a ambas y tomaba entre sus brazos a la pequeña para estrecharla aún más contra su pecho y transmitirle así el amor y el afecto que por ella sentía. A su lado las horas se le pasaban sin darse cuenta. Medulio se sentía muy feliz.
La vida transcurría sin mayores sobresaltos en el campamento. Los hombres seguían con su férrea instrucción para estar preparados ante un posible ataque de los romanos. Pero de momento no había amenazas. En el recinto reinaba la tranquilidad. Las mujeres se dedicaban a las labores del hogar o a cultivar el campo. Los niños jugaban y correteaban por entre las tiendas de campaña. Alda comenzaba a dar ya sus primeros pasos.
—Hoy la niña ha dado los primeros pasos, Medulio —le comunicó su mujer cuando entraba en la tienda.
—¿Qué dices? —contestó él incrédulo.
—Pues lo que oyes, que hoy ha dado ya unos pasos.
—Pero ¡si sólo tiene doce meses! —comentó él—. Tengo que decírselo a mis padres. Seguro que se alegrarán de saberlo.
—Ya lo saben, al menos tu madre, porque estaba aquí conmigo cuando los dio.
—Y tus padres, ¿lo saben ya?
—Aún no. No he podido decírselo.
—Pues después de comer nos acercaremos hasta su casa y les comunicaremos la nueva. Así, de paso, les haremos una visita.
Medulio seguía su rutina militar. Ayudaba a su padre en las tareas de diseñar las estrategias que debían seguir, al tiempo que supervisaba la instrucción y formación de los futuros guerreros. En el campamento todo el mundo lo admiraba y respetaba, no sólo por ser el hijo del comandante en jefe, sino también por su fuerza y temperamento. Trataba a todos con rigor, pero al mismo tiempo con justicia y ecuanimidad. Nunca se le había visto exigir a nadie lo que no era capaz de hacer. Eso sí, siempre exigía el máximo de cada uno. Todo el mundo aceptaba que sucedería en el cargo a su padre, excepto uno, Gordón. Procedía de las montañas cántabras, del territorio de los saelinos. Alto y fuerte, de constitución atlética, aunque no llegaba a las proporciones de Medulio. Era arrogante y orgulloso, y, lo que era peor, envidioso. No aceptaba que Medulio heredara el mandato supremo del ejército simplemente por ser hijo del actual jefe. Él se sentía con tanto derecho como Medulio para ostentar el cargo. Siempre que podía lo desprestigiaba propagando toda clase de infundios contra él. La mayor parte de los compañeros no los creían, pero había un pequeño círculo que daba crédito a estos bulos y hacía piña con el insidioso. Un día Clouto ya no pudo aguantar más y se lo contó a su amigo.
—Hola, Medulio. Hace días que deseaba hablar contigo.
—¿Por qué? —le preguntó Medulio con cierta despreocupación.
—Porque quiero ponerte al corriente de los bulos que corren por ahí contra ti.
—¿Qué bulos? —preguntó algo sorprendido Medulio, aunque ya sospechaba algo.
—Dicen que sólo eres valiente con los tuyos. Aseguran que no tienes las suficientes dotes de mando como para dirigir el ejército, que hay otros que lo podrían hacer mejor que tú.
—¿Y quiénes dicen eso?
—Los de siempre. La camarilla de Gordón.
—Pues bien, déjalos que lo sigan diciendo. Ya llegará el momento de demostrarles quién está equivocado.
—Si la envidia matara, Medulio, ya hace tiempo que te pudrirías bajo tierra.
—Ya lo sé, Clouto. Por eso no vamos a hacer caso de esos bulos de momento.
Clouto no estaba muy de acuerdo con la postura de su amigo.
—Pero si no los cortas ahora, pueden ir a más y eso puede ser perjudicial para ti.
—Correremos el riesgo. De momento quien manda aquí es mi padre. Mientras él mande, no pienso disputar nada a nadie. Cuando cambien las circunstancias, ya veremos quién es el valiente y quién el cobarde. Puedes estar seguro de ello.
—Así lo espero, pero mientras tanto procura evitar cualquier encuentro a solas con Gordón y los suyos.
—Lo intentaré, Clouto. Te agradezco el consejo.
Los dos amigos continuaron su charla durante algún tiempo más. Luego se despidieron, pues la noche se les estaba echando ya encima.
Un día ocurrió un incidente que podía haber tenido graves consecuencias. Elba lo pudo haber pasado muy mal, y posiblemente hasta su hija, de no haber intervenido a tiempo una patrulla que por casualidad pasaba por delante de su tienda y acudió a los gritos de auxilio que la joven profería. Cuando la patrulla entró en la tienda, descubrieron a un hombre que sujetaba fuertemente a la mujer por el cuello mientras trataba de forzarla. Fue reducido y llevado ante la presencia del comandante en jefe. La patrulla informó de lo ocurrido a su jefe supremo y puso a su disposición al detenido. Éste fue encarcelado a la espera del juicio que se le formaría por los hechos. Cuando llegó Medulio y fue informado del incidente, quiso ver al detenido. Al instante reconoció en él a uno de los secuaces de Gordón. No cabía duda que el felón maquinaba algo, pero Medulio no quiso hacer partícipe de sus sospechas a su padre. De momento, tan sólo había que ser prudente y tomar medidas precautorias. Ya llegaría el día de la represalia.
El detenido fue interrogado al día siguiente en presencia de todo el campamento. Elaeso presidía el interrogatorio en calidad de jefe y por tratarse de un ultraje contra la mujer de su propio hijo.
—¿Qué hacías ayer en la tienda de Medulio cuando te detuvieron? —interrogó Elaeso.
El hombre guardó silencio.
—¿Por qué intentabas violar a mi nuera?
Nuevo silencio.
—¿Quién te manda?
La boca del detenido se había vuelto muda. No profería una sola palabra. Tenía la consigna, como todos los demás que formaban parte de la trama de Gordón, de dejarse matar antes que revelar su secreto. A pesar de ello, muchos sabían por qué lo había hecho y quién se lo había ordenado. Sabían la inquina que Gordón le tenía a Medulio y que era capaz de cualquier cosa por deshonrarlo y desacreditarlo. Incluso era capaz de eliminarlo si se le presentaba la ocasión.
—Déjalo, padre, no te dirá nada.
—¿Que no dirá nada? ¡Eso ya lo veremos! Esto es un ejército —gritó para que lo oyeran todos— sometido a una disciplina y no voy a tolerar que nadie cometa un delito y se vaya de rositas para su casa. Tampoco voy a aguantar la insolencia de no contestar a lo que se le pregunta. Este hombre será interrogado y torturado si es necesario hasta la muerte. Eso servirá de escarmiento para todos los demás. Y que no me entere yo que hay alguna maquinación detrás de este hecho, porque os juro que el cabecilla y todos sus secuaces serán ejecutados. No consentiré ni un solo brote de infidelidad ni de indisciplina. ¡Queda bien claro!
—¡Sí, señor! —contestaron todos, o casi todos, a coro.
—Bien, pues que se cumpla el castigo.
Acto seguido ordenó a los esbirros que interrogaran y torturaran sin compasión al reo hasta que confesara los hechos o expirara. No podía permitir que en su ejército hubiera un conato de insumisión o de indisciplina. El reo, como tenía jurado, prefirió la muerte antes que delatar a los suyos. Pero el castigo surtió los efectos deseados por Elaeso. Desde aquel día los rumores desaparecieron. No obstante, a partir de entonces Medulio ordenó hacer guardia permanentemente delante de su tienda y de la de sus padres. No se fiaba de Gordón. Tarde o temprano podía volver a intentarlo.
17
Alda correteaba alrededor de la tienda. Su madre no la perdía de vista un solo instante. La niña había cumplido ya cinco años y era el orgullo de sus padres. Tanto Elba como Medulio se desvivían por educarla y protegerla.
—No te alejes de mi lado, Alda. Ya sabes que no quiero perderte de vista.
—¿Por qué no quieres que me separe de ti, madre? —le preguntó la niña mientras se acercaba haciendo pucheros.
—Porque puede venir alguien y hacerte daño o llevarte para siempre de mi lado. ¿Quieres eso?
—No, madre.
La niña se abrazó al cuello de su madre y le hacía carantoñas y arrumacos con su carita. La madre le correspondió con besos y caricias. Mientras tanto, en el campo de instrucción Medulio pasaba revista y supervisaba los ejercicios de los soldados.
—A ver, esa compañía lleva el paso muy lento. Más deprisa. —La compañía comenzó a caminar a paso ligero—. Eso está mejor. Que continúen así.
Más adelante otra compañía realizaba ejercicios para salvar una serie de obstáculos. Algunos de sus componentes no lo hacían todo lo bien que Medulio desearía.
—Ése que acaba de trepar por el muro, que lo repita otra vez. Lo ha hecho muy despacio.
—¡A la orden, mi general! —contestó el instructor.
El soldado trepó el muro más deprisa que la vez anterior.
—Eso ya está mejor —comentó Medulio—. Quiero que todo el mundo ponga lo mejor de sí en la instrucción. En ello nos va la vida a todos.
—¡Sí, señor! —respondió la compañía a coro.
Medulio llegó a donde se realizaban simulacros de lucha real. Los soldados utilizaban armas de madera, sin filos ni puntas, para evitar al máximo herir a sus propios compañeros. Pero la lucha entre ellos era lo más real posible, evitando los impactos que pudieran causar lesiones a sus oponentes. Al final de los entrenamientos casi siempre resultaba alguno contusionado o con alguna herida leve. A pesar de ello, aquellos ejercicios eran absolutamente necesarios para preparar a los futuros guerreros convenientemente para la lucha.
—¡Quiero ver más decisión en vuestros ataques! —gritó Medulio a los que combatían en aquel momento—. ¡Parecéis señoritas!
—¡Sí, mi general! —contestó el instructor—. Ya lo habéis oído, tenéis que combatir con más energía.
Un centinela se acercó a Medulio a toda carrera.
—Señor, ha llegado un emisario de Brigaecium. Su padre reclama su presencia con premura.
Medulio no se demoró un instante. Tiró de las riendas de Pegaso y puso rumbo a la tienda de su padre, que lo esperaba con gran impaciencia. El joven descabalgó de un salto dejando el caballo a cargo de uno de los centinelas y se precipitó en la tienda de su padre.
—¿Qué pasa, padre? —preguntó nada más entrar—. ¿A qué vienen tantas prisas?
—Pasa, hijo —Elaeso le pasó el brazo por la espalda y con la mano apoyada en el hombro lo condujo junto al emisario—. Este hombre dice que un gran ejército romano ha tomado Brigaecium y que ahora se dirige por la margen derecha del Urbicus hacia Bedunia. No hay tiempo que perder. Prepara todas las fuerzas disponibles para partir inmediatamente. Yo personalmente dirigiré la operación.
—Pero, padre, ¿cómo vas a ir tú? —protestó Medulio—. Tú te quedarás aquí para proteger y defender el campamento.
—Aquí no se quedará nadie que pueda luchar. Todos los hombres útiles deberán partir inmediatamente al encuentro del ejército romano. ¿Queda bien entendido?
—Sí, padre. Pero, ¿no vamos a dejar a nadie aquí? —insinuó Medulio con cierta perplejidad.
—No vamos a dejar a nadie, hijo.
—¿Tantos son los invasores? —se atrevió a preguntar Medulio.
—Según el emisario, se calculan en más de tres mil.
—Padre, déjame a mí dirigir la operación y quédate aquí para cuidar de los nuestros y de la población civil.
—No, hijo. ¿Qué ejemplo daría a mis soldados y en qué concepto me tendría mi pueblo si me quedara aquí? Lo siento, pero debo ir como lo que soy, como el jefe supremo del ejército. Mi honor y mi orgullo así me lo exigen.
Padre e hijo se abrazaron mutuamente. Sabían que había llegado el momento de poner a prueba a su ejército. También presentían que la batalla iba a ser ardua y difícil. El número de combatientes del enemigo era muy superior al de ellos, pero no podían quedarse de brazos cruzados. Tenían que hacerles frente. No había tiempo que perder. Por eso Elaeso, después de separar de sí con suavidad a su hijo, le ordenó nuevamente que preparara las tropas. Había que partir enseguida.
Medulio dejó a toda prisa la tienda de su padre, montó de un salto en su caballo y partió a toda carrera para reunirse con los distintos mandos, en especial con Clouto. Cuando los tuvo a todos reunidos, les comunicó la situación de peligro en que se encontraban y la inminencia de la partida. En menos de una hora todos los soldados deberían haber abandonado el campamento en traje de batalla. Lo que significaba que todos ellos irían armados hasta los dientes. Nadie que pudiera empuñar un arma debería quedarse en el campamento, bajo pena de muerte para quien lo hiciera. Desde aquel mismo instante estaban en estado de guerra. Cualquiera que desobedeciera una orden o intentara huir sería ejecutado en el acto. El general dio orden a sus subordinados para que lo transmitieran a la tropa inmediatamente.
—Clouto, tú serás mi lugarteniente desde este momento. Tu puesto lo ocupará Toreno, ¿entendido?
—¡Entendido, mi general!
—Pues ya puedes ir a comunicárselo y a supervisar la operación de salida.
—¡A sus órdenes, mi general!
Como había exigido Medulio, antes de una hora habían dejado atrás el campamento militar. El ejército se desplazaba por la margen derecha del Tortus en dirección a Bedunia. Allí harían frente a los invasores. Los hombres recorrieron las doce millas que los separaban de su destino en menos de cuatro horas. Cuando llegaron a divisar su objetivo, la calma parecía reinar por todas partes. No se veía rastro de ningún ejército por todos aquellos contornos. Elaeso dio orden de acampar. La noche ya se les echaba encima. Tanto los hombres como las caballerías que portaban hicieron un alto en el camino para pasar la noche. El sueño reparador les devolvería las fuerzas perdidas para estar listos al amanecer.
Cuando las primeras luces del alba comenzaron a disipar la neblina que había pegada a las márgenes del río, uno de los centinelas dio la voz de alarma. En lontananza se divisaba una gran polvareda que se mezclaba con la neblina del amanecer. No cabía duda. Era el ejército invasor que avanzaba lentamente siguiendo el curso del río. Elaeso puso de inmediato en guardia a todos sus soldados. Luego, dio instrucciones a su hijo para organizar la resistencia. Lo más prudente era dividir el ejército en tres partes. Así, podrían caer sobre sus enemigos en forma de pinza. Él se quedaría con una parte al lado del río, donde se enfrentaría directamente con los romanos. Su hijo se situaría con otra parte en el altozano que había hacia poniente. Desde allí atacarían por sorpresa el costado del ejército enemigo. Finalmente, una tercera parte, que estaría al mando de Clouto, se situaría detrás de una pequeña colina que se elevaba hacia el mediodía. Desde allí atacaría a la retaguardia de los romanos. Tanto Medulio como Clouto debían partir ya en dirección poniente, para dar un rodeo por detrás de la loma que había por aquella parte y que se dirigía hacia el Sur. Así, los invasores no podrían descubrir la maniobra. Medulio puso reparos a su padre por la decisión que tomaba de quedarse al frente del ala que debía parar el choque del ejército romano. Hubiera preferido ser él quien ocupara aquel lugar. Pero su padre fue tajante. Allí se quedaría él. Así que Medulio no tuvo más alternativa que obedecer las órdenes de su padre. La estrategia se puso en marcha inmediatamente.
En breves instantes en las márgenes del río no quedó más que un tercio del ejército astur. Los demás se fueron a ocupar las posiciones señaladas. Los invasores avanzaban lentamente. Su pesada maquinaria de guerra les impedía moverse con rapidez. El sol iniciaba su recorrido en el lejano horizonte. Cielo completamente despejado y de un azul intenso, preludio de un caluroso día. La neblina se iba desvaneciendo. Ya sólo consistía en una leve gasa azulada a media altura en la frondosa alameda. La polvareda que levantaba la pesada marcha de los invasores se hacía más y más densa. Tan sólo permitía ver la primera línea, que paulatinamente se acercaba a donde ellos estaban. Los toques de tambor y de las cornetas ya llegaban a los oídos de los astures. El combate se avecinaba. La paciencia de los que esperaban se agotaba. El silencio lo llenaba todo, tan sólo se oía de cuando en cuando el resoplar de las caballerías, que aguardaban con impaciencia. Elaeso, con nervios de acero, mantenía a sus tropas firmes en actitud de espera. El sol ya había recorrido su primer tramo. Las huestes romanas detuvieron su paso. Desde aquel punto contemplaban el ejército enemigo, como si quisieran medir sus fuerzas. De nuevo sonaron los tambores y las cornetas. Una lluvia de flechas inundó el cielo de la mañana, que los astures repelieron con sus escudos o caetras. A ésta siguieron algunas más que produjeron varias bajas en las filas de Elaeso. Entonces fue cuando dio la orden de ataque. Los astures se lanzaron contra los romanos como fieras salvajes. Sus golpes eran certeros y mortales. Las bajas en el ejército enemigo aumentaban por momentos. Pero los romanos eran muy superiores en número y eso hacía que apenas se notaran las pérdidas. Poco a poco repelieron el embate de Elaeso, que mal le hubiera ido a su pequeño ejército si en aquel momento no hubiera lanzado una repentina embestida su hijo desde el otero donde se había refugiado. Los romanos sufrieron un buen número de bajas por la inesperada arremetida. Hubo un momento de duda por su parte en el que intentaron la retirada, pero Clouto se adelantó a su maniobra. El ejército invasor quedó atrapado entre tres fuegos. El desorden y el caos se apoderaron de ellos. Muchos pretendían huir, pero hallaban la muerte en su intento. Por fin, se rehicieron de la triple embestida y obligaron a retroceder a los astures. Éstos se refugiaron detrás de la colina para reorganizarse. Habían sufrido algunas bajas, pero eran muy inferiores a las sufridas por los romanos. El combate se encontraba en su punto álgido, sin embargo la batalla aún no estaba decidida. Los romanos eran muy superiores en número y aquella pequeña tregua les iba a servir para reorganizarse. Elaeso tomó la decisión de atacar de nuevo, ahora todos juntos, para no darles tregua. Descendió la colina a veloz carrera seguido por todos los suyos. El choque fue impresionante. Los romanos que no caían por los golpes fueron retrocediendo ante aquella furia imparable. Los astures lanzaban golpes a diestro y siniestro. Los invasores intentaban rechazarlos, pero su poderío era imparable. Poco a poco las fuerzas de Elaeso se fueron disgregando sin percatarse de ello. Cuando quisieron darse cuenta, su jefe con unos pocos de los suyos había quedado rodeado por un gran número de romanos. Elaeso y sus compañeros se defendían con ardor. Sus energías parecían multiplicarse. Mas el número de sus enemigos era muy superior. La balanza se inclinaba a favor de ellos. Elaeso comprendió que había llegado su hora. No obstante, juró que vendería cara su vida. Lucharía mientras le quedara un hálito de aliento. Sus enemigos lo rodearon. Él se defendía como un león. Aguantó los embates de unos cuantos romanos. A muchos de ellos les costó la vida. Pero al final no pudo más. Un soldado romano le atravesó el pecho con su espada. Elaeso, antes de expirar, aún tuvo tiempo de ver que su hijo le segaba el cuello a su asesino. Luego cayó al suelo inerte.
Medulio recogió el cuerpo de su padre que yacía en el suelo y ordenó la retirada. Los astures se replegaron detrás de la colina. Medulio encargó a Clouto que llevara el cuerpo exánime de su padre al campamento base y ordenó a todos los demás que lo siguieran. Su propósito era dirigirse a las montañas y, más concretamente, a un desfiladero que él conocía, donde les tenderían una emboscada a los romanos para vencerlos, por lo que sin pérdida de tiempo se pusieron en marcha. Los romanos cayeron en la trampa. Creyeron que al matar a su jefe huían despavoridos. Así que decidieron seguir tras ellos para aniquilarlos a todos y apoderarse de sus tierras. Medulio con su ejército caminó todo el día en dirección a las montañas. Llegada la noche, alcanzó el paso deseado. Ordenó a todos los suyos apostarse a lo largo de ambas vertientes del desfiladero y que permanecieran allí hasta el nuevo día. Él se quedó con poco más de un centenar apostado al inicio del desfiladero. Harían de señuelo para atraer a los romanos. Por la mañana, con las primeras luces del alba, Medulio se dejó ver por los romanos a la entrada del paso. Éstos creyeron que se hallaba allí con todas sus tropas y empezaron a perseguirlo. Medulio comenzó a avanzar por el fondo del desfiladero con su reducido número de acompañantes. Poco a poco el grueso del ejército romano fue penetrando en él. Ya sólo faltaban unos pocos de la retaguardia por entrar. Medulio y sus acompañantes avanzaron media milla más. Luego, se giraron sobre sus pies para cerrar el paso a sus perseguidores. En aquel momento comenzó la batalla. Los romanos se vieron encerrados en el estrecho paso sin margen de maniobra. Recibían ataques de todas partes. El reducido espacio no les permitía defenderse. Los astures los diezmaron a placer. A eso del mediodía pudieron abandonar aquel infierno poco más de un centenar de romanos rotos, desfigurados, polvorientos y malheridos. El resto yacía en el fondo del desfiladero. La victoria de Medulio había sido un éxito total.
Medulio regresó con sus tropas al campamento base. Allí lo esperaban su madre, su mujer, su hija y sus suegros que acompañaban el cadáver de Elaeso. Se alegraron por la victoria obtenida, pero aquella victoria les sabía muy amarga, ya que les había costado la pérdida de muchos hombres, sobre todo la de Elaeso. Todo el mundo sentía dolor y rabia.
Aquel mismo día Medulio ordenó celebrar los funerales militares en honor de su padre. Era lo primero que había que hacer. Con todo el dolor de su corazón, ordenó que lo amortajaran con el mejor uniforme que tenía. Luego, entre cuatro hombres lo depositaron en un pedestal que al efecto habían preparado. Allí, custodiado por cuatro soldados, uno en cada esquina, y con Medulio a su cabecera, fueron desfilando uno a uno todos los componentes del ejército para rendirle honores. Cada uno de ellos se cuadró ante el féretro de su jefe y le rindió el saludo militar. Terminado el acto, desfilaron ante él todas las tropas para rendirle el último homenaje. Después Medulio ordenó romper filas.
Al día siguiente del funeral militar, Medulio nombró un pequeño destacamento para que trasladaran los restos de su padre al valle de Osimara, donde recibiría sepultura. La comitiva, formada por los familiares más allegados y por los convecinos de Osimara, se puso en marcha. Medulio dejó a Clouto a cargo del campamento con orden expresa de que lo mantuviera en calma. El viaje hasta la tierra de los gigurros duró dos largos y penosos días. Por fin, llegaron a dar vista al valle. Genoveva no pudo contener las lágrimas.
Cuando llegaron al poblado, Medulio ordenó levantar un túmulo en donde enterrarían a su padre. Reunido todo el poblado que, entre lágrimas y suspiros, lloraban la muerte de Elaeso, el druida, íntimo amigo del difunto, dio comienzo a la ceremonia. Después de asperjar el féretro, como hacía en todos sus actos, elevó varias oraciones en su lengua arcana. Acto seguido levantó la voz para que lo oyeran bien los dioses:
—¡Oh, Belenos! Acoge en tu morada a este tu siervo, que dio su vida por defender a su pueblo.
—¡Que así sea! —contestaron los presentes.
—¡Oh, Belenos! Muéstrate clemente con tu siervo Elaeso como él lo fue con sus hermanos.
—¡Que así sea! —respondieron.
—¡Oh, Belenos! No juzgues con severidad a tu siervo Elaeso, pues él fue clemente con los suyos.
—¡Que así sea! —se oyó en un murmullo.
—¡Oh, Tilenus! No desampares a tu siervo Elaeso, que dio su vida y luchó en tu nombre.
—¡Que así sea! —repetían los presentes.
—¡Oh, Tilenus! Te pido que aceptes la muerte de Elaeso como un sacrificio y que a cambio protejas a nuestro ejército.
—¡Que así sea! —contestaron todos al unísono.
Terminadas las plegarias, se procedió a dar sepultura a los restos del finado. Genoveva no pudo contener su llanto y tuvo que ser asistida y consolada por su hijo, que la acompañó hasta su morada. La desconsolada viuda no se sentía con fuerzas para presenciar el entierro de quien había compartido media vida con ella. La comitiva permaneció en el poblado de Osimara un día más para descansar y rendir el último homenaje al que fuera su jefe. Luego, emprenderían el regreso al campamento del Tortus.
18
Clouto llamó urgentemente a Toreno. Había observado movimientos muy sospechosos poco después de la partida de la comitiva que portaba los restos de Elaeso. Algunos hombres del entorno de Gordón se movían de un lado para otro sin motivo aparente y no hacían más que frecuentar la tienda del conspirador.
—¿Qué pasa, Clouto? ¿Por qué me has mandado llamar con tanta urgencia? —le preguntó Toreno a su amigo cuando entraba en su tienda.
—Toreno, me parece que Gordón trama algo. Hay mucho movimiento en su tienda y sus secuaces no hacen más que ir y venir. Seguro que están tramando algo.
—Es muy probable. ¿Qué quieres que haga?
—Mira, Toreno, como yo no puedo abandonar el puesto de mando y sé que no tardarán en venir por mí, te ordeno que salgas del campamento lo más sigilosamente posible y que te refugies en el poblado hasta la llegada de Medulio. Cuando regrese, lo pondrás al corriente de lo que está ocurriendo aquí, porque estoy seguro que va a suceder algo muy pronto de consecuencias impredecibles.
—De acuerdo, amigo. Así lo haré.
—Bien, Toreno, pues date prisa, porque en cualquier momento esa gente se va a presentar aquí y si nos encuentran a los dos, se habrá perdido toda esperanza de poder avisar a Medulio. Vete ya.
—A la orden, Clouto.
Toreno abandonó la tienda de Clouto con intención de salir del campamento. Como le había advertido su amigo, tomó todas las precauciones posibles. Antes de abandonar el recinto, pudo observar, como le había vaticinado Clouto, que un grupo del círculo de Gordón con él a la cabeza se dirigía con premura a la tienda de mando. No quiso ver más. Con toda la rapidez que le permitieron sus piernas puso tierra de por medio y en pocos minutos se hallaba lejos del campamento. Se cercioró bien de que nadie lo siguiera. Poco después se refugiaba en casa de Alán, donde sabía que haría un alto la comitiva que había acompañado los restos de Elaeso a su lugar de origen.
Entretanto en el campamento ocurrían los acontecimientos que Clouto sospechó. No muy bien había abandonado Toreno la tienda de éste, cuando se presentó allí Gordón con sus esbirros. Clouto trató de oponer resistencia, pero no le sirvió de nada dada la superioridad de sus atacantes.
—¡Desarmadlo y atadlo de pies y manos! —ordenó Gordón a sus secuaces.
—¿Qué es lo que os proponéis? —protestó Clouto, que se resistía a ser detenido.
—¿A ti qué te parece? —le preguntó con sorna Gordón.
—¡Traidor! —gritó Clouto.
Uno de los que lo sujetaba le propinó un fuerte bofetón en la cara.
—¡Cierra la boca! —le conminó Gordón—. Te irá mejor. Tu momento de gloria se ha acabado, como el de tu amigo Medulio. A partir de ahora quien va a mandar aquí voy a ser yo. ¡Encerradlo! —ordenó a los que lo habían maniatado.
Antes de proceder a la detención de Clouto, los sublevados se habían hecho con el Cuerpo de Guardia del campamento. Ése era el trajín de los hombres de Gordón que Clouto había observado en los momentos que precedieron a su detención. Una vez apoderados del puesto de guardia, procedieron a su detención. Conseguidos sus objetivos, Gordón hizo reunir a todos los soldados del campamento para comunicarles los cambios producidos y que a partir de aquel momento él era el comandante en jefe. La mayoría de los presentes no aprobaba el golpe de mando, pero no tenían más opción que aceptarlo. Los habían formado para obedecer ciegamente a sus superiores y no para cuestionar sus decisiones. Así, pues, aceptaron resignadamente los hechos.
Cinco días habían transcurrido desde que Medulio y su séquito abandonaran el campamento. Cuando llegaron a casa de Alán, Toreno puso a su jefe al corriente de los hechos tan graves ocurridos en el campamento. El general ya se esperaba que algo así podría ocurrir en su ausencia, por lo que no se inmutó ante la noticia. Sencillamente se cumplió el presentimiento que él tenía.
—Ya me temía que algo así podría ocurrir —comentó con asombrosa tranquilidad—. Tendremos que organizar un plan para recuperar el mando. Gordón pagará cara esta traición. Debería haberle hecho caso a Clouto y haberle parado los pies hace tiempo, pero el respeto a mi padre me impidió hacerlo. Ahora ha llegado el momento y os juro que lo va a pagar muy caro.
—¿Qué puedes hacer? —insinuó Alán—. Ellos son muchos y tú no tienes más que un puñado de tu gente. Acabarán con vosotros en un abrir y cerrar de ojos.
—No te preocupes, Alán, ya urdiré algún plan. De todas maneras, ellos no son tantos. Puede que sean menos que los que estamos aquí. La mayoría de los soldados está conmigo y no con él.
—Entonces, ¿por qué no se han opuesto al golpe y han sometido al traidor? —replicó Alán.
—Buena pregunta, querido suegro. No lo han hecho porque los soldados están formados para obedecer y no para tomar decisiones. Aunque no estén de acuerdo, obedecerán a quien los mande. Pero no te preocupes, Alán, que aquí sí que hay quien puede tomar decisiones y las tomará. De eso puedes estar bien seguro.
—¡Que los dioses te oigan, Medulio! Espero por tu bien que tengas éxito en la operación.
—Lo tendré, querido suegro. No te quepa la menor duda.
Medulio diseñó un plan para entrar aquella misma noche en el campamento y hacerse con el mando. Lo primero de todo era jugar con el factor sorpresa, que estaba de su parte. Aunque los sublevados estarían expectantes ante su posible llegada, ignoraban que Medulio estuviera advertido de lo ocurrido. Por eso esperaban que entrara descuidadamente en el recinto militar, momento que aprovecharían para detenerlo. Nadie sospechaba que podría ocurrir de otra manera. Una vez dentro, se harían inmediatamente con el Cuerpo de Guardia. Luego, sin levantar sospechas y con todo el sigilo del mundo, se dirigirían al puesto de mando y reducirían a todos sus ocupantes. La operación no podía fallar. Además, el general contaba con los mejores hombres de su ejército, que eran todos sus paisanos y compatriotas. También contaba con el valor y la lealtad de Toreno.
Entrada la noche, Medulio y el grupo de sus leales penetraron en el campamento para llevar a cabo el plan diseñado. Todo les salió como habían previsto. En menos de diez minutos se habían hecho con el Cuerpo de Guardia y con el puesto de mando. Gordón no podía creerlo. No entendía cómo podían haber llegado hasta allí sin ser advertidos ni tampoco cómo se habían podido enterar de su golpe de mando. Desde que se hizo con el campamento, nadie había entrado ni salido de él. —¿Cómo era posible, entonces, que Medulio lo supiera?—, se preguntaba. De todas maneras, eso ya no importaba. Él y su grupo habían sido reducidos.
A la mañana siguiente, sin pérdida de tiempo, Medulio ordenó formar a todas sus tropas. Era el momento de ajustar cuentas. Una vez reunidos todos ante su tienda, ordenó llevar ante él a los detenidos. Aparentemente estaba sereno, pero en su interior ardía de furia contra Gordón. Apenas había conciliado el sueño durante toda la noche en espera de aquel momento. Hacía tiempo que debería haber terminado con las insidias de su enemigo. Por fin había llegado el momento de hacerlo.
—Esto sólo va con nosotros dos —le dijo a Gordón cuando lo tuvo ante sí—. Ahora vamos a ver quién es el valiente y quién el cobarde. Se acabaron tus bravuconadas. Soltadlo para que pueda luchar conmigo cuerpo a cuerpo.
Los guardianes le cortaron las ligaduras. Los ojos de Gordón estaban inyectados en sangre por la rabia. Cuando se vio libre de las ligaduras, se frotó las manos y las muñecas para desentumecerlas. Comenzó a dar vueltas alrededor de Medulio como para sopesar sus posibilidades de atacarle o encontrar los puntos débiles de aquél. Sin previo aviso se lanzó sobre el gigante, que rechazó su embestida con un fuerte puñetazo en la cabeza. Gordón retrocedió medio aturdido, pero el golpe encendió más su ira, por lo que volvió a arremeter contra su enemigo. Medulio lo levantó en vilo y lo arrojó de espaldas contra el suelo. El felón se retorcía de dolor, pero se irguió para atacar de nuevo a su oponente con más rabia todavía. Entonces Medulio comenzó a propinarle una serie de golpes que parecían mazazos en la cabeza y en el pecho. Gordón logró devolverle alguno, no obstante sus fuerzas eran infinitamente menores y, además, ya estaba bastante desfallecido. Caía una y otra vez a tierra y cada vez le costaba más esfuerzo levantarse. En uno de esos momentos uno de sus secuaces le lanzó un puñal. Gordón logró cogerlo y, sacando fuerzas de flaqueza, se lanzó contra su adversario. El movimiento fue tan rápido, que Medulio no pudo evitar que lo hiriera levemente en el brazo izquierdo. Aquello pareció avivar más su furia. Tomó a Gordón por el brazo arrebatándole el puñal, que lanzó con rabia a los lejos. Luego lo giró de espaldas y le pasó su nervudo brazo por el cuello. Todos estaban expectantes de lo que podía ocurrir. Entonces el gigante, ya cansado de tanto espectáculo, con un rápido movimiento le rompió el cuello al traidor, que cayó desplomado en tierra. La diversión se había acabado. Se había hecho justicia.
La guardia entretanto detuvo al que había lanzado el puñal a Gordón. Al acabar el combate, se lo presentaron a Medulio.
—¡Que lo ejecuten! —ordenó sin más preámbulos. Después de dirigir una mirada a todas sus tropas, preguntó—: ¿dónde está el que se hizo cargo del Cuerpo de Guardia durante la rebelión?
—¡Aquí está, señor! —dos miembros del citado cuerpo condujeron a Magilo ante él.
—Bien, soltadlo —el traidor se quedó de pie ante su jefe—. Te ordeno que salgas de las tierras de los astures —continuó Medulio— y que nunca más vuelvas a poner los pies en ellas. Si alguna vez lo hicieres, serás ejecutado.
Magilo se postró a sus pies en un acto de sumisión y agradecimiento.
—¡Lleváoslo de aquí y que se cumpla inmediatamente la sentencia! —gritó—. Los demás que participaron en la sublevación quedan absueltos.
Un murmullo general se extendió por toda la concurrencia. Si hasta entonces habían aplaudido todo lo que había hecho su jefe, este gesto de benevolencia los dejó a todos anonadados. No esperaban que tuviera clemencia para ninguno de los implicados. Hasta el propio Clouto se quedó sin saber qué decir. Medulio siempre sorprendía por sus actos.
—Acompáñame, Clouto —invitó a su amigo—, que tenemos mucho que hacer.
Clouto se acercó a él todavía incrédulo por la decisión final.
—Pero ¿no vas a castigar a todos ésos? —insinuó casi sin poder creer lo que veía.
—No —le contestó escuetamente Medulio.
—No lo entiendo. Son tan culpables como el propio Gordón. Algún día pueden volver a tramar algo contra ti.
—No lo creo, Clouto. La lección que han recibido hoy no se les va a olvidar tan fácilmente. Así que no merece la pena derramar más sangre. Éstos se convertirán en fieles vasallos. Ya lo verás, Clouto.
—Espero que no te equivoques, pues podría costarte caro.
—Basta ya de charlas estériles y vamos a trabajar, que hay mucho que hacer. Lo primero de todo es que comience la instrucción y se normalice la vidda del campamento. Cuanto más tiempo pase, más relajación habrá. Luego vienes a verme para diseñar las estrategias que vamos a seguir. ¿De acuerdo?
—¡A la orden, mi general!
—Bien, pues en marcha.
Clouto mandó formar a todas las compañías. Acto seguido les transmitió la orden de reanudar la instrucción. La normalidad volvía al campamento. Una vez comprobado que todo funcionaba correctamente, regresó a la tienda de Medulio.
—Ya está todo en orden, señor —comentó al entrar.
—Siéntate, Clouto —le invitó amablemente—. En primer lugar, gracias por la iniciativa que tuviste al enviar a Toreno fuera del campamento para que me avisara de lo que aquí había ocurrido.
—Era mi deber, señor.
—Tu deber y tu lealtad. Gracias, repito. De no haber sido por esa estrategia, tal vez hubiera triunfado la traición, pues habríamos entrado en el campamento sin tomar las precauciones debidas y eso nos podía haber costado la vida. Fue un gran acierto tu medida y te felicito por ello.
—Gracias, señor.
—Ahora vamos a centrarnos en el presente y en el futuro. Tenemos que reforzar los efectivos del campamento. Por cierto, aún no sé cuántas bajas hemos tenido. Necesito saberlo.
—Sí, señor. Ordenaré que hagan un recuento exacto, aunque se calculan por encima de las cuatrocientas víctimas.
—Bien, hoy mismo me darás el número exacto.
—De acuerdo, señor.
Medulio se levantó de su asiento. Con las manos cruzadas a la espalda dio varias vueltas por el interior de la tienda. Su amigo lo contemplaba en silencio.
—Clouto, vas a ordenar a Toreno que con dos hombres más recorra el país para reclutar a todos los hombres disponibles entre dieciocho y veintitrés años. Necesitamos aumentar urgentemente el número de soldados. Los romanos pueden volver a atacarnos y seguro que en ese caso no van a venir tan desprevenidos.
—A sus órdenes, mi general.
—Este ataque de los romanos no creo que haya sido por casualidad. Seguro que lo tenían bien planeado. Nunca nos habían atacado con tantos efectivos ni con tanta maquinaria de guerra. Hay que estar preparados en todo momento.
—Sí, señor.
Efectivamente, los romanos habían lanzado aquel ataque a los astures con miras bastante altas. A diferencia de otras veces, que habían sido meros escarceos, en esta ocasión se habían propuesto vencer y liquidar a los astures. Pero se quedaron cortos en sus previsiones o tal vez subestimaron las fuerzas enemigas. Quizá no contaron con aquel ejército bien organizado de Elaeso. El caso es que les sirvió de lección y que el próximo ataque que llevaran a cabo no sería tan improvisado. La próxima vez irían mucho más en serio.
Medulio volvió a tomar asiento. Se le veía pensativo y preocupado. Se acercó aún más a su amigo para comunicarle su plan.
—Clouto, tenemos que ubicar varios destacamentos en los puntos más estratégicos de nuestro territorio. No podemos quedarnos de brazos cruzados a recibir nuevos ataques sorpresa de nuestros enemigos.
—Estoy totalmente de acuerdo, señor.
—Vamos a situar estos destacamentos en los siguientes puntos: en Lancia, Brigaecium, Curunda y Bergidum.
—Me parece muy bien, señor.
—En principio los dotaremos con veinticinco efectivos. Más adelante, si necesitan más, se los proporcionaremos. Su misión principal de momento será de vigilancia. Estarán atentos a cualquier movimiento de las tropas romanas. Cualquier amenaza que pueda producirse nos la comunicarán inmediatamente.
—Sí, señor.
—Los preparativos comenzarán ya. Quiero que en una semana como máximo se encuentren todos ellos en sus destinos.
—De acuerdo, señor.
—Pues, en marcha.
—A la orden, señor.
Clouto se dirigió a la puerta de la tienda para cumplir las órdenes de Medulio.
—Ah, se me olvidaba. Toreno debe partir como muy tarde mañana.
—Sí, señor.
Clouto se despidió de su comandante en jefe con un saludo militar. Después comenzó a organizar y a poner en marcha todas las órdenes que aquél le había dado. Mientras tanto, Medulio daba vueltas en su tienda cabizbajo y pensativo. Por la tarde Clouto le comunicó el número exacto de bajas. Eran quinientas. Por tanto, en aquel momento contaban con mil quinientos efectivos. Eran muy pocos. Había que incrementar sustancialmente ese número. De lo contrario, estaban perdidos ante un ataque del enemigo. Medulio pedía a los dioses que esto no ocurriera inmediatamente. Al menos que le dieran tiempo para reorganizarse e incrementar sus fuerzas.
Transcurridos cinco meses, Toreno había logrado reclutar cuatro mil quinientos hombres. Medulio estaba plenamente satisfecho. Con aquellos efectivos bien preparados podía hacer frente sin problemas a una legión entera de los romanos. De momento, era suficiente. Pero no había que perder el tiempo. Esos hombres debían ser preparados de inmediato para la guerra. Así que la instrucción tenía que comenzar ya. El general impartió órdenes a sus jefes e instructores para que la actividad no cesara un momento en todo el campamento. El primer objetivo, el de incrementar los efectivos, se había alcanzado.
Medulio, preocupado por la organización del campamento y por la formación de sus tropas, tenía algo abandonada a su familia. Un día su mujer se lo echó en cara.
—Parece como si no existiéramos para ti. No tienes ojos nada más que para tu ejército.
—No me digas eso, cariño. ¡Cómo no me vais a importar! —Medulio la besó levemente en los labios—. Lo que pasa que el ejército absorbe casi toda mi atención. Debe estar preparado para un posible ataque y el máximo responsable de esa preparación soy yo.
—¿Casi toda la atención? —exclamó Elba con cierto malhumor—. Yo diría que toda. Si apenas miras para nosotras.
—Lo siento, cariño. A partir de ahora intentaré prestaros más atención, pero no puedo dejar de lado mis obligaciones. Piensa que la seguridad de todo nuestro pueblo está en mis manos. Es una carga muy pesada que no puedo alejar de mí.
—Lo sé, cariño, pero me gustaría que también nos dedicaras algo más de tiempo a nosotras. Alda crece aquí a tu lado casi sin poder verte. Ella también necesita tus atenciones.
—Tienes razón, querida. Intentaré estar más cerca de vosotras.
Medulio y Elba continuaron con sus reconvenciones y promesas, con sus pequeñas desavenencias y reconciliaciones familiares durante un breve espacio de tiempo. Luego él se dirigió a sus dependencias militares, mientras su mujer volvió a las tareas del hogar. La vida continuaba con su normalidad.
19
Tres años habían transcurrido desde la batalla de Bedunia. La presión de los romanos sobre los cántabros y astures se acentuaba cada vez más. El propio Octavio Augusto se había trasladado hasta Hispania para dirigir la guerra. Estableció sus reales en Segisama, desde donde dirigiría todas las operaciones militares para derrotar definitivamente a los cántabros. El movimiento de tropas era inmenso. Hasta setenta u ochenta mil hombres. La maquinaria de guerra era aplastante. No obstante, los montañeses resistían sus ataques. La guerra se presentía larga.
Medulio estaba inquieto. Sabedor de los movimientos de los romanos contra el pueblo cántabro, era consciente que no tardarían en enfrentarse a ellos también. Había que tomar medidas urgentes. El número de soldados que tenía en su campamento era insuficiente para hacer frente a un combate de aquella magnitud. Era necesario aumentar los efectivos militares. Para ello tendría que reunir a los jefes de las tribus. Había que organizarse o perecerían irremisiblemente ante una embestida de los romanos.
—Clouto, convoca una reunión con todos los jefes de tribu —le dijo a su lugarteniente.
—A la orden, mi general, pero no será nada fácil. Algunos puede que se resistan a asistir. Ya sabes que hay cierto descontento por parte de alguno de ellos.
—Transmite en esa orden que es de vital importancia este encuentro para la supervivencia de nuestro pueblo. Es más, la cursarás también a las tribus transmontanas.
—De acuerdo, mi general, así se hará, aunque no estoy seguro que sea acatada por todos.
Medulio mostraba ciertos signos de ira y desesperación ante los reparos que su lugarteniente le ponía. Se levantó de su asiento y empezó a dar vueltas por la tienda con señales de gran nerviosismo.
—Ya sé que no tengo autoridad sobre los civiles, pero en esa orden les harás saber a todos los jefes de tribus cismontanas que el que no acuda a esta reunión será ejecutado.
—Pero, mi general, esto puede provocar una sublevación.
—Puede que sí, pero no tengo otra alternativa. Y ahora haz que se cumplan mis órdenes.
—Sí, señor.
Clouto puso inmediatamente en marcha los dispositivos necesarios para que la orden de su comandante en jefe llegara a todos los rincones del territorio astur. Envió emisarios a todos y cada uno de los jefes cismontanos y también a los transmontanos, aunque para éstos la orden no era tan severa. Pasadas un par de semanas, ya se hallaban congregados en el campamento del Tortus todos los jefes tribales de los astures cismontanos y tres transmontanos, que representaban a las tres principales gens de aquella zona del territorio. La mayor parte de los asistentes eran los mismos que se habían reunido allí años atrás con Elaeso. Tan sólo faltaban Alán, que había fallecido recientemente, y el jefe de los brigaecinos, que había sido relevado por Fusco. Todos los demás ya conocían el lugar y recordaban el concejo allí celebrado para crear precisamente aquel campamento.
—Bien, señores —comenzó a decir Medulio—, os he convocado aquí a todos, porque la situación es muy grave.
—Será todo lo grave que quieras —interrumpió Fusco—, pero tú no tienes autoridad sobre nosotros y no nos puedes obligar a acudir aquí bajo presiones y amenazas, como has hecho.
—Bien dicho —aplaudieron algunos jefes más.
Medulio clavó su fulgurante mirada en Fusco como si quisiera atravesarlo con ella. Éste se quedó como petrificado. Los demás que habían secundado su intervención no sabían dónde esconderse. Todos comprendieron que el general estaba enfurecido, que no estaba para bromas ni para disensiones.
—Como os decía —continuó—, la situación es muy grave. Debemos tomar urgentemente medidas drásticas para hacer frente al ejército invasor. En ello nos va la vida. Como veo que aquí hay más de uno que quiere ser gallito, lo primero que os voy a proponer es que a partir de este momento yo seré el caudillo de todos vosotros. ¿Estáis de acuerdo?
Un murmullo general recorrió el concejo. Ninguno se lo esperaba. Aquella propuesta sorprendió a todos. Nombrar un caudillo significaba que ellos perdían autoridad y autonomía, que casi ninguno estaba dispuesto a ceder. Medulio se había propasado en sus aspiraciones, según ellos. ¿Cómo se atrevía a erigirse en jefe no sólo militar sino civil de todos los astures? No podía ser. La mayoría no estaban dispuestos a ceder atribuciones.
—Bien, señores, ¿qué decidís? —preguntó Medulio al ver que los jefes seguían conversando entre ellos sin dar una respuesta.
—Bueno, estamos deliberando —arguyó el jefe de los lancienses—. La propuesta nos ha pillado por sorpresa. Queríamos comentarla más despacio.
—No hay nada que comentar —replicó Medulio—. Estamos ante las puertas de un ataque en serio de los romanos. Ellos, además de ser muy superiores a nosotros, están perfectamente organizados. Por si eso fuera poco, ha venido personalmente a dirigir la guerra Octavio Augusto, su jefe supremo. ¿Creéis que nosotros, pocos y desorganizados, vamos a poder vencerlos? Ni lo soñéis. Necesitamos aumentar nuestros efectivos. Necesitamos organizarnos. Y para eso hay que nombrar a alguien que lo organice y dirija todo. Decidme, ¿alguien de vosotros es capaz de hacerlo?
Todos permanecieron en silencio. Se daban cuenta que Medulio tenía razón. Sin un jefe supremo, desorganizados cada uno por su lado, poco podrían conseguir. Después de unos breves comentarios entre ellos, el jefe de los lancienses volvió a hablar en nombre de todos.
—Creemos que tienes razón, Medulio. Necesitamos a alguien que nos coordine y dirija a todos y pensamos que la persona más idónea para hacerlo eres tú. Así que estamos de acuerdo con que tú seas nuestro caudillo.
Un murmullo general cundió por la asamblea. A pesar de que todos estaban de acuerdo, sin embargo no dejaba de haber ciertas reticencias, sobre todo por parte de Fusco. Poco a poco los demás lo fueron convenciendo hasta que terminó por aceptar el nombramiento de Medulio como caudillo de todos los astures.
—Ahora quiero pediros otro favor —continuó Medulio—. Tenéis que proporcionarme más hombres. Dispongo de seis mil. Debería tener unos doce mil, que es el equivalente aproximado a dos legiones romanas. Así que necesitaría incrementar mis efectivos en otros seis mil hombres.
Nuevo murmullo entre los asistentes. Todos se resistían a aportar más hombres para el ejército. Ésta era la tercera leva que se hacía. Sus tribus estaban diezmadas. Cada vez quedaban menos hombres en ellas.
—Os recuerdo que el ejército romano que ha declarado la guerra a nuestros vecinos cántabros cuenta con un total de unos setenta u ochenta mil soldados. Si nos atacaran a nosotros con ese número, nos aplastarían como a gusanos. Considero que un ejército profesional de unos doce mil hombres sería lo mínimo que debería tener para hacer frente a un ejército bien organizado, como es el de los romanos.
—¿Y crees que con doce mil hombres podrías hacer frente a un ejército así? —interpeló el jefe de los zoelas.
—Claro que no —contestó Medulio—. Ése es el ejército regular que considero imprescindible. En caso de guerra, tendréis que aportar el mayor número de hombres posible de vuestras tribus. No deberíamos enfrentarnos al ejército romano con menos de treinta o cuarenta mil combatientes.
—¿De dónde vamos a sacar todos esos hombres? —preguntó el jefe de los iburros.
—De vuestras tribus.
—Pero, ¡si no somos tantos! —replicó aquél.
—Sí somos —le ratificó Medulio—. Además, están nuestros hermanos transmontanos que también pueden enviarnos tropas.
—Así lo haremos en caso de guerra —comentó el jefe de los pésicos.
Un breve silencio se interpuso entre los reunidos. Poco a poco se animó la conversación entre ellos, hasta que el general, ya caudillo, interrumpió su charla.
—Una última consideración quiero haceros antes de dar por terminada esta asamblea —los asistentes permanecieron expectantes—. En caso de declaración de guerra, todos los varones capaces de empuñar las armas quedarán militarizados en el acto. Eso quiere decir que nadie que sea llamado a la guerra podrá negarse, bajo pena de muerte de no hacerlo. Vosotros, como jefes de vuestras tribus, seréis los únicos responsables de que esa orden se cumpla. Quien no lo hiciere, caería en la mayor de las ignominias, aparte de que sería ejecutado inexorablemente. ¿Queda bien entendido?
—Sí, señor —contestaron todos los presentes.
—Bien, pues en caso de que se produzca una militarización, cada uno de vosotros reclutará el máximo número de hombres posible de vuestra tribu, del que os constituiréis en su general. Luego os reuniréis con el ejército regular en el lugar que se os indique. Espero que haya quedado bien claro.
Los jefes tribales asintieron a las palabras de Medulio. Después de una copiosa recepción con todos ellos, cada uno de ellos regresó a su territorio. Finalizada la celebración, el general se reunió con su lugarteniente para comunicarle los acuerdos a los que había llegado con los jefes de las tribus. Clouto se alegró de que la reunión hubiera sido satisfactoria y felicitó a su jefe por su nuevo cargo. A continuación Medulio se retiró a descansar al lado de su familia. Cuando vio a Elba, la estrechó entre sus brazos y la besó afectuosamente.
—¿Cómo ha ido la reunión, cariño? —le preguntó ésta con ansiedad no exenta de impaciencia.
—Muy bien —respondió él—. Casi mejor de lo que esperaba. Bueno, al principio hubo algo de oposición por parte de alguno, sobre todo por parte del jefe de los brigaecinos. El gallito nos ha salido un poco respondón. No me fío mucho de él. Pero, en general, parece que todos han aceptado bastante bien mi propuesta.
—Así, ¿han aceptado que seas su caudillo?
—Sí, amor mío —le dio un beso—. De entrada se opusieron todos, pero no tardé en convencerlos. Después de mis argumentos y razones, todos aceptaron mi propuesta. Cariño, ya soy el jefe político y militar de todos los astures.
—¡Enhorabuena, amor mío! —ambos se fundieron en un prolongado beso y abrazo. Vino a sacarlos de su idilio la entrada de la niña.
—¡Hola, padre! —saludó al llegar junto a ellos—. ¡Mira lo que he encontrado!
La niña mostraba a sus padres algo que llevaban en sus manitas. Su padre, al verla, se desprendió de los brazos de su mujer y tomó a Alda en los suyos. Después le dio varios besos, al tiempo que le hacía carantoñas y fiestas. La niña reía y gritaba a un tiempo. Padres e hija se sentían felices mientras disfrutaban de aquel momento de dicha.
20
—¿Cómo fue la reunión, Fusco? —le preguntó Magilo.
—No muy bien —respondió aquél—. Al final impuso su voluntad por encima de todos.
—Ya te lo advertí. Medulio es un hombre muy vanidoso. Se cree superior a todos los demás y no admite que nadie lo contradiga.
—Pues al final lo ha conseguido. Todos agacharon la cabeza como corderitos ante él y ha conseguido erigirse en jefe político y militar de todos nosotros.
—¿Cómo dices? —exclamó sorprendido Magilo.
—Lo que oyes. Se ha proclamado caudillo de los astures y todos le han rendido pleitesía. Tan sólo yo me opuse. Al principio parecía que muchos estaban conmigo, pero en cuanto les metió algo de miedo en el cuerpo, cambiaron de opinión y se rindieron ante sus pies.
—¡Vaya, vaya, vaya! Así que ahora no sólo es el jefe militar, sino que también se ha convertido en jefe político de todo nuestro pueblo. Y todos le han dado su conformidad. ¡Pues quedaría bien satisfecho!
—Te lo puedes imaginar. Se ha proclamado caudillo de todos los astures.
—¡Caudillo nada menos! —rio con sorna Magilo— ¡Menudo engreído! Tenemos que hacer algo para bajarle esos humos.
—¿Y qué quieres hacer si estamos solos?
—Ya se me ocurrirá alguna treta.
Los dos hombres conspiraban animadamente contra su jefe supremo. Magilo llegó a aquellas tierras poco después de su expulsión del campamento militar. Era oriundo de Brigaecium y allí se había dirigido cuando lo desterraron. En ningún momento reveló el motivo de su regreso a los suyos por temor a que lo delataran. Tan sólo se lo había contado a Fusco, que era el jefe de la tribu. Fusco acababa de ser elegido jefe como consecuencia del fallecimiento de su predecesor. Era novato en el puesto y necesitaba de alguien que lo asesorara. Ese alguien lo encontró en el soldado felón y traidor. Magilo no tardó en ganarse la confianza de su jefe. Sabía que acercándose a él iba a estar seguro y protegido. A cambio aconsejaría a Fusco en todas sus decisiones. El acuerdo era ventajoso para ambos.
No tardó mucho tiempo Magilo en relatar lo ocurrido en el campamento a su nuevo amigo. Pero, claro, su relato no se acercaba ni con mucho a la verdad. Le contó a Fusco una historia tergiversada y torticera de lo ocurrido. Como era de esperar, en aquella historia Medulio no salió muy bien parado. Ya se las arregló el felón para cargar las tintas sobre él y convertirlo en el malo de lo sucedido. En ningún momento salió a relucir que ellos fueron los traidores y mucho menos que Medulio le había perdonado la vida a cambio del destierro. Ni siquiera le comentó al jefe de los brigaecinos que había sido desterrado de todo el territorio astur. Fusco se lo creyó todo y se dejó engañar por las palabras lisonjeras del traidor. Poco a poco le fue cobrando confianza hasta el punto que no decidía nada sin consultar con él. Así, pues, la influencia de Magilo en las decisiones de Fusco fue decisiva.
Cuando llegó la orden de la convocatoria de parte de Medulio, Magilo se apresuró a recomendar encarecidamente a su jefe que no se le ocurriera comentar con nadie, y mucho menos con Medulio, que él se encontraba allí. Fusco se sorprendió un poco, pero no quiso hacerle ninguna pregunta al respecto. Sus razones tendría cuando no quería que nadie supiera de su existencia. Le prometió que por su boca nadie iba a saber dónde se hallaba. Magilo quedó más tranquilo, pero no descansó hasta que no vio de vuelta a su jefe en casa. Es la condición de todo traidor, que piensa que todo el mundo lo va a traicionar.
—Y bien, ¿no se te ocurre nada, Magilo? —le preguntó Fusco después de un largo silencio.
—Ya te he dicho que algo se me ocurrirá, pero deberías contarme qué más pasó en la reunión y qué más os pidió o prometió Medulio.
—No nos pidió, nos ordenó que, si hay declaración de guerra, debemos reunir el máximo número posible de hombres capaces de empuñar las armas para incrementar las fuerzas del ejército. Nos dijo que cada uno de nosotros seríamos el general de nuestras propias tropas. Además, nos ha ordenado enviarle ya un buen número de jóvenes para aumentar el ejército.
—Pues no pide poco. Y tú, ¿qué piensas hacer?
—Bueno, en principio cumplir con lo ordenado. ¿Qué voy a hacer?
—Eso ya lo veremos.
—¿Cómo que ya lo veremos? Juró que si alguno se negaba, sería deshonrado y posteriormente ejecutado. No tengo ganas de pasar por esa afrenta.
—No te preocupes. No pasarás por ella. Los efectivos que te ha pedido ahora se los vas a enviar. Pero no es necesario que te excedas en el número. Procura ser más bien parco.
—¿Y el resto, si se declara la guerra?
Magilo sonrió maliciosamente. Sobre ese particular ya había maquinado algo.
—El resto no se lo enviaremos.
—¿Cómo que no se lo enviaremos?
—En efecto, no se lo enviaremos. Cuando se declare la guerra, si se declara, optaremos por el mejor postor. Y el mejor postor, Fusco, no es Medulio. El mejor postor son los romanos.
—Pero, ¿cómo vamos a traicionar a nuestro pueblo? ¿Te has vuelto loco?
Magilo volvió a sonreír. Había encontrado el medio de vengarse de Medulio. Se iba a enterar de lo que era bueno.
—No me he vuelto loco, Fusco. Simplemente uno tiene que estar con los ganadores. Y los ganadores no van a ser los nuestros, no te equivoques. Los ganadores van a ser los romanos, nos guste o no. Así que yo me pongo de parte de éstos, que son los que nos pueden favorecer en el futuro.
—¿Y nuestro honor?
—Olvida nuestro honor, Fusco. Lo que importa es vivir y para eso hay que estar con los ganadores y no con los perdedores. ¿De qué te sirve el honor si estás muerto?
—En el fondo tienes razón, Magilo. Pero, ¡me cuesta tanto traicionar a los nuestros…!
En la conciencia de Fusco aún no cabía la idea tan vil de la alta traición a su pueblo y a su gente.
—Pues procura que no te cueste, porque esa traición te salvará la vida y eso es lo único que importa.
—No sé, no sé. Me da miedo todo lo que me estás proponiendo.
—No tienes nada que temer.
—¿Y si sale mal la traición y nos descubren?
—Mala suerte. Pero no tiene por qué salir mal. Ya te he dicho que los que van a ganar van a ser los romanos. Así que, si te pones de su parte, no puede salir mal.
—Parece que lo ves todo muy fácil y que lo tienes todo previsto, pero yo sigo pensando que no es honroso lo que me estás proponiendo.
—No será honroso, pero es lo más conveniente. Tú mismo. ¿Qué prefieres, honra con muerte o vivir mucho tiempo una vida feliz?
—No sé. Sigo pensando que no está bien lo que propones.
El jefe de los brigecinos no acababa de estar de acuerdo con el plan del conspirador.
—Entonces, ¿estás con Medulio o conmigo?
—Déjame que lo piense. Tengo muchas dudas.
Al día siguiente Fusco y Magilo continuaron con su conspiración. El primero había pasado toda la noche dándole vueltas al tema hasta que había llegado a una conclusión.
—Tienes razón, Magilo —le dijo nada más encontrarse—. Es mejor estar en el bando de los ganadores que en el de los perdedores y está muy claro que los ganadores van a ser los romanos. El mismo Medulio nos lo confirmó. Los romanos son muy superiores a nosotros en número de efectivos. Tienen una maquinaria de guerra mucho mejor preparada que la nuestra y están mucho mejor organizados que nosotros. No cabe duda que la victoria se decanta hacia su lado.
—Pues claro, Fusco. Los romanos serán los vencedores en esta guerra y, cuando eso ocurra, es mejor encontrarse en su bando que en el contrario.
—Estoy totalmente de acuerdo contigo. Ahora bien, ¿cómo llevaremos a cabo nuestro plan?
El traidor permaneció pensativo unos instantes.
—¿No os dio alguna pista Medulio?
—No que yo recuerde. Bueno, dijo que si había declaración de guerra, nos lo haría saber y nos comunicaría el lugar de encuentro.
—Pues es suficiente. Cuando recibas la convocatoria, no acudirás a ella, sino que nos uniremos al ejército romano y les daremos a conocer el lugar de reunión de las tropas de Medulio. Con eso basta. Lo demás ya correrá por cuenta del enemigo.
—Tienes razón. No había caído en ello.
Los dos conspiradores estrecharon sus manos en señal de aprobación de su plan y de la hermandad que a partir de ese momento había nacido entre ellos. La felonía estaba fraguada. Ahora sólo faltaba que llegara el momento de ponerla en práctica.
21
Hacía pocos días que habían celebrado el equinoccio de primavera. La mañana era fresca y soleada. En la lejanía se divisaban las blancas crestas del cordal cantábrico. Medulio acababa de recibir noticias de los movimientos de las tropas romanas. Un emisario le había informado que Publio Carisio se desplazaba con seis legiones desde Lusitania hacia sus tierras. En poco más de un mes estaría allí. El caudillo de los astures no se demoró en enviar mensajeros a todos los jefes de las tribus con la declaración de la guerra. Había llegado el momento para el que llevaban tantos años preparándose. El encuentro de todos los astures tendría lugar en Lancia, al lado del río Ástura. Desde allí atacarían por sorpresa al ejército romano.
Transmitidas sus órdenes a su lugarteniente Clouto, Medulio se fue al encuentro de su familia. Al entrar en la tienda, tomó entre sus brazos a su hija, que el próximo verano cumpliría diez años, la acercó hacia sí y la estrechó contra su pecho. Luego se acercó a su mujer, la besó y la estrechó contra su corazón.
—Amor mío, recoge todas tus cosas y junto con Alda y con mi madre os iréis inmediatamente para el valle de Osimara. Aquí ya no hay sitio para vosotras.
Ginebra, la madre de Elba, había muerto aquel mismo invierno. Unas fiebres muy altas y una tos cavernosa habían acabado con su vida. Elba ya no tenía ningún lazo que la ligara a aquella tierra.
—¿Por qué nos tenemos que ir, cariño? —ella lo besó amorosamente—. ¿A qué vienen tantas prisas?
—Las tropas romanas han empezado a moverse. No tardarán en estar aquí. Hoy mismo he declarado la guerra y he convocado a todos los jefes con sus tropas en Lancia. Aquí no quedará nadie. Así que lo más prudente es que os retiréis a una zona más segura. Esa zona hoy por hoy es el poblado donde nací. Como te he dicho, os vais con mi madre para allí y esperáis mis noticias.
—Pero ¿cómo nos las arreglaremos para llegar hasta allí?
—No te preocupes, cariño. Ordenaré que os acompañen algunos de mis hombres. Ahora empieza a recogerlo todo y prepárate para partir sin demora. No podemos perder un solo instante.
Los dos se abrazaron y se besaron de nuevo. Luego Medulio retornó a su tienda de mando para organizar el desalojo del campamento y la próxima partida hacia la ciudad de Lancia. Antes de abandonar definitivamente el campamento, esperarían a los jefes de las tribus próximas para partir todos juntos. Tenía mucho trabajo por delante.
El jefe de los paesicos había congregado unos dos mil hombres. Después de recibir la orden de Medulio de reunirse en los alrededores de Lancia, se pusieron en marcha a través de los valles occidentales de los astures transmontanos, para atravesar la Cordillera Cantábrica en dirección al mediodía. Al llegar a Villa Avelinum, dudaron qué dirección tomar. Unos se inclinaban por descender a través del curso del río Minium, en dirección Sur. Otros, en cambio, opinaban que debían avanzar hacia el Sureste, por entender que la ciudad de Lancia se hallaba en esa dirección. Finalmente triunfó la segunda opción por parecer la más razonable.
Cruzaron la montaña que separa la cuenca del Minium de la del Aqua Magna, para descender por los angostos valles que conforman su comarca. Su avance era lento debido a la dificultad para caminar por sus desfiladeros y cañadas. En algunos lugares tenían que vadear el río y avanzar de uno en uno por estrechos pasos entre rocas y precipicios. Especial dificultad encontraron para abandonar la comarca del Aqua Magna y entrar en la del Urbicus. El paso era tan estrecho y dificultoso, que se vieron obligados a vadear el río. Ya en la ribera del Urbicus, su avance se hizo más rápido y en jornada y media pudieron reunirse con las tropas de Medulio.
Por su parte, el jefe de los luggones había reunido algo más de cuatro mil hombres, procedentes todos ellos de la parte central de los astures transmontanos. Una vez atravesada la cordillera Cantábrica, se les unieron los saelinos y todos juntos descendieron hacia la ciudad de Lancia siguiendo el curso del río Vernesica. Su avance hacia el punto de reunión no ofreció grandes dificultades, por lo que no tardaron en hallarse en compañía del resto de las tropas.
El jefe de los penios, con mil quinientos hombres bajo su mando, avanzó hacia la cordillera Cantábrica ascendiendo por el Salia hasta la base de los Montes Europae por su parte occidental. La marcha a través del desfiladero del Salia, primero, y de la pronunciada pendiente de la cordillera, después, se hizo muy lenta. Tanto hombres como caballerías avanzaban penosamente por aquellas veredas estrechas y tortuosas. Una vez coronado el cordal, el descenso hacia el Valle de Eone se hizo más suave y la marcha más rápida. Los hombres pusieron rumbo hacia el Astura sin dilación. No tardaron en llegar a Rivus Angulus. Allí decidieron hacer un descanso para pasar la noche y reponer sus desfallecidas fuerzas.
Cuando el astro rey desplegó sus dorados rayos por la cima de las altas montañas de Vadinia, el jefe de los penios ordenó a todos sus hombres ponerse en marcha. Hacia el mediodía dejaron atrás el castro de Cisterna para continuar su avance por las frondosas riberas del Ástura. Ya bien entrada la noche, se reunieron con las tropas de Medulio en las proximidades de Lancia.
Los gigurros, lougueos, susarros y tiburos se reunieron en Bergidum para atravesar las estribaciones del monte Tilenus y dirigirse al campamento del Tortus, donde se unirían a las tropas de Medulio. Éste los esperaba con sus tropas y con todos los hombres que habían podido reunir los amacos, los bedunienses y los orniacos. Todos ellos pusieron rumbo hacia las orillas del Ástura en las proximidades de Lancia.
Poco después llegaron hasta Bedunia, por el Sudoeste, los zoelas, los tiburos y los cabruagénigos, que no tardaron en reunirse con todos los demás en el lugar de encuentro a orillas del Ástura.
Medulio logró reunir en el lugar indicado a unos treinta mil hombres en total, entre los alrededor de diez mil regulares que tenía en el campamento y unos veinte mil hombres más que aportaron los jefes de todas las gens astures. Bueno, no de todas, porque faltaba una, la de los brigaecinos.
Habían quedado en encontrarse todos los jefes astures en un pequeño altiplano cerca de Lancia, la ciudad más importante de los astures, para concretar la estrategia que iban a seguir contra el ejército romano desplegado en la planicie que bordeaba el Ástura. Todos acudieron a la cita excepto uno, Fusco, jefe de los brigaecinos. En un principio no le dieron mayor importancia. Creyeron que su tardanza se debía a un retraso producido por algún contratiempo. Pero el tiempo pasaba y Fusco no daba señales de vida. Los más supersticiosos pronto empezaron a ver en ese retraso indicios de preocupación. Medulio, como caudillo de todos ellos, restaba importancia a esos augurios y trataba de tranquilizar a todos los jefes de su ejército. Mas pasado el tiempo prudencial que todo hombre sensato puede considerar como normal, los ánimos empezaron a crisparse y la desazón y el desconcierto cundió sobre ellos.
—Esperaremos hasta mañana al amanecer —les dijo Medulio a los jefes allí presentes—. Si a esa hora no hay señales de ellos, tomaremos medidas.
—Yo no esperaría hasta esa hora —insinuó el jefe de los lancienses—. Ha tenido tiempo más que suficiente para llegar hasta aquí. Debería haber sido de los primeros.
—Ya lo sé —contestó Medulio—, pero vamos a darle este margen de confianza. Por otra parte, ya casi es la puesta del sol. ¿Qué vamos a hacer de noche? Es mejor esperar a que amanezca.
La mayoría de ellos opinaron lo mismo, aunque comprendían que el tiempo podía correr en su contra.
—Yo creo que Fusco nos ha traicionado —intervino de nuevo el jefe de los lancienses, que era partidario de actuar inmediatamente.
—Es posible que tengas razón —le respondió Medulio—, pero ahora poco podemos hacer. Esperaremos a mañana y, si no hay señales de él, enviaremos exploradores a los cuatro puntos cardinales para que nos traigan noticias.
Todos quedaron de acuerdo con la propuesta de su caudillo, excepto uno de los jefes de los astures transmontanos. Éste se opuso a la decisión de Medulio e, incluso, lo retó para ver quién de los dos se erigía en paladín de todos los astures. Medulio no estaba para retos en aquel momento ni quería perder a uno de sus mejores hombres, por lo que, después de mediar varias palabras entre ellos, le confirió el mando absoluto de todos los astures transmontanos, pero, a cambio, le exigió acatamiento total a sus órdenes. El general transmontano comprendió que Medulio tenía razón y aceptó la propuesta.
Entretanto, Publio Carisio avanzaba con sus tropas por las márgenes del Durius, procedente de Lusitania. Al llegar a la desembocadura del Ástura, ordenó a sus tropas ascender por el curso de este río. Comandaba seis legiones completas, unos treinta y seis mil hombres, todos ellos militares profesionales. Su maquinaria de guerra era imponente y la marcha de sus tropas aterradora. Cuando se acercaban a Brigaecium, les salió al encuentro Fusco. Éste informó a Publio Carisio del lugar de encuentro de los astures y acerca de los planes que tenían para atacar al ejército romano. A continuación puso a su disposición todos los hombres que había podido reunir. Unos dos mil quinientos en total. El legado romano le agradeció el gesto y lo acogió bajo su amparo.
Ante las noticias que le acaba de dar Fusco, Publio Carisio decidió hacer un alto en su marcha y detenerse unos días en Brigaecium. Allí instaló su tienda para confeccionar un plan de ataque a los astures. Organizado el plan, Publio Carisio volvió a poner su ejército en marcha en dirección a Lancia. Los días de los astures estaban contados.
Cuando Medulio y sus generales enviaron a sus exploradores, el ejército romano, con un total de unos cuarenta mil hombres, ya los tenían rodeados por los cuatro costados. A los exploradores astures les faltó tiempo para regresar al campamento base e informar a su caudillo y demás generales de la situación.
—Estamos perdidos —dijeron todos ellos nada más llegar a la reunión de los generales—. Estamos rodeados por todas partes.
—Nos han tendido una trampa —exclamó uno de los generales.
—Ya me lo temía yo —comentó el jefe de los lancienses—. Esto es obra de Fusco.
—Desde luego que tiene que ser obra de Fusco —corroboró otro de los generales— y si no, ¿por qué no está aquí?
—Todos estamos de acuerdo que es obra de Fusco —aseveró Medulio—, pero ahora nada podemos hacer lamentándolo. Lo que tenemos que hacer es ponernos en movimiento cuanto antes.
—Eso es cierto —ratificó el jefe de los lancienses—. Pero, ¿qué podemos hacer?
—Lo primero de todo, luchar contra ellos y tratar de vencerlos —contestó Medulio— y, si eso no es posible, nos refugiaremos en Lancia. Así, pues, cada uno que ocupe su puesto. Esperaremos que se acerquen un poco más y cuando yo dé la orden, atacaremos en todas las direcciones. ¿Entendido?
—¡Entendido! —contestaron a coro.
Todos se dirigieron a sus puestos en espera de que el enemigo se acercase a ellos. Si querían tener éxito, debían permanecer juntos. La división entre sí sería su perdición y tal vez eso era lo que esperaban los romanos. Pero Medulio también lo sabía. Por eso les ordenó permanecer juntos hasta que el enemigo se les aproximara más.
La espera fue larga y tensa. Los guerreros astures miraban hacia todas partes sin percibir ningún acercamiento del enemigo. Éstos trataban de poner a prueba sus nervios con tal estratagema. Hacia media tarde se comenzaron a ver nubes de polvo en todas direcciones. A lo lejos se divisaba el lento y pesado avance de las tropas romanas. A medida que se acercaban, su número y su fuerza parecían mayores. Los astures, no obstante, no se amedrentaban. Esperaban impacientes la orden de combate de su caudillo. El sol ya comenzaba a declinar hacia el ocaso. La noche no tardaría en adueñarse de todo. De pronto, las tropas romanas detuvieron su avance. Era demasiado tarde para iniciar la batalla.
Con las primeras luces del alba los romanos reanudaron su lenta marcha sobre las tropas astures. Éstos ya hacía tiempo que esperaban en pie su ataque. Los romanos avanzaban estrechando cada vez más el cerco sobre los astures. A la salida del sol se hallaban ya a unas dos millas de ellos. La polvareda que levantaban se elevaba por encima de la copa de los chopos. Los astures no tardaron en oír los chirridos de sus máquinas de guerra. Los rayos del sol reflejaban por todas partes el fulgor de los cascos de los romanos. Su visión era impresionante. El avance se ralentizaba, pero el cerco cada vez se estrechaba más. Los astures ya podían oír las voces del enemigo. Sus nervios y su impaciencia estaban a flor de piel. Medulio se resistía a dar la orden de ataque. Tenían que aproximarse algo más. Los romanos detuvieron su marcha. Segundos después una lluvia de flechas surcó el aire en dirección a los astures. Éstos se protegieron con sus caetras. No tardaron en responderles con otra andanada. Los lanzamientos se repitieron por ambos bandos durante una media hora. Luego Medulio dio la orden de ataque. Los guerreros astures se lanzaron con tal ímpetu sobre los romanos, que en un primer momento les hicieron retroceder en su avance. Los golpes eran brutales. Pronto el suelo comenzó a quedar sembrado de cadáveres de ambos bandos. La lucha se enardecía. Los romanos consiguieron rehacerse obligando a los astures a retroceder algo sobre sus pasos. Medulio volvió a gritar con más fuerza a los suyos. El combate se recrudecía. De nuevo los romanos se replegaron sobre sí mismos. Los astures, enardecidos, embestían contra ellos con rabia. La lucha estaba casi en tablas. En un descuido de los astures, los romanos les obligaron a retroceder varios pasos. Medulio de nuevo infundió valor a los suyos. Luego, se lanzó el primero al ataque, derribando a un enemigo con cada golpe que daba. Los astures siguieron su ejemplo. En poco tiempo obligaron a retroceder al ejército invasor más de media milla. Éstos se veían incapaces de evitar sus golpes. La batalla parecía inclinarse a favor de los de casa. Medulio, con una cincuentena de los suyos, se fue alejando poco a poco del campo de batalla. Los rodeaban una centuria de romanos. Pronto el cerco enemigo los dejó aislados del resto de sus compañeros. La lucha continuaba dentro y fuera del cerco. Medulio y los suyos se defendían como leones. Su fuerza y su rapidez en las embestidas les hacían multiplicar los resultados. El ejército romano se olvidó de ellos por considerar que los suyos acabarían pronto con aquel puñado de astures. Mas al cabo de una larga lucha, Medulio y el pequeño grupo de guerreros que lo acompañaba liquidaron a toda la centuria romana. El caudillo quiso entonces regresar al fragor de la batalla, pero los suyos se lo impidieron. No sería más que un suicidio el intento de atravesar el cerco romano. Era mejor alejarse de aquel lugar para refugiarse en las montañas. Allí podrían hacerse fuertes otra vez contra los invasores. Medulio, con gran dolor de su corazón, cedió a los consejos de sus guerreros, que todos juntos pusieron rumbo a las montañas del poniente, hacia el monte Medullius.
El resto de astures quedó aprisionado en el cerco de los romanos. Seguían luchando con ardor y fuerza, pero la desaparición de su caudillo comenzó a minarles la moral. En ausencia de Medulio, el jefe de los astures transmontanos tomó el mando. Al ver que el ejército romano se les echaba encima y que los suyos decaían en su estado de ánimo, ordenó la retirada y que todos se refugiaran en Lancia. Los astures se hicieron fuertes en la ciudad, que fue cercada por el ejército romano. Después de tener sitiada la ciudad durante varios días, Publio Carisio ordenó su ataque. Los astures lucharon hasta la muerte. Su valor fue digno de encomio, en especial el del jefe transmontano, que murió degollando romanos. Después de su muerte, los astures aún siguieron combatiendo con ímpetu y ardor, pero la superioridad de los romanos se impuso. La mayor parte de los guerreros astures prefirió darse la muerte antes que someterse a los invasores. Lancia fue tomada por éstos y los pocos habitantes que en ella quedaban fueron hechos prisioneros. Muchos romanos querían destruir y asolar la ciudad como escarmiento, pero Publio Carisio decidió dejarla en pie ad maiorem gloriam Romae.
22
De madrugada, antes del alba, Medulio dejó a su familia en brazos de Morfeo. Cuando se incorporó para levantarse, Elba se removió un poco, pero pronto volvió a cerrar los ojos y quedar completamente dormida. Su marido aprovechó el momento para deslizarse fuera de la cabaña con el mayor de los sigilos. Por la parte del saliente unos tonos rosáceos insinuaban ya las primeras luces del alba, pero aún era noche oscura. Todavía no se distinguía nada. Avanzó hacia el puesto de mando sin demora. Al llegar allí, un centinela le hizo el saludo preceptivo mientras le informaba que no había novedad. Poco después llegaron Clouto y Toreno. Una nueva jornada comenzaba.
—¿Cómo van las obras del foso, Clouto?
—Siguen avanzando bastante deprisa, mi general. Ya han excavado más de doce millas.
—A este paso no tardarán en rodearnos.
—Desde luego que no, mi general.
Medulio se quedó un momento pensativo, como si quisiera penetrar en las intenciones de los romanos. Luego volvió a dirigirse a Clouto:
—Las cuevas y las galerías, ¿progresan a buen ritmo?
—Sí, mi general. Ya hemos excavado tres cuartas partes de la montaña. Pronto habremos terminado nuestro trabajo.
—Debemos darnos prisa, pues no sabemos cuándo nos van a atacar los romanos. No creo que lo hagan antes de que terminen el foso, pero, por lo que pueda suceder, debemos estar preparados y bien protegidos.
—Sí, mi general —contestaron los dos lugartenientes.
—Bien, pues tú, Clouto, sigue vigilando las obras. Procura que no decaiga el ritmo. Toreno vigilará la instrucción y el entrenamiento de los guerreros. No quiero ninguna relajación por su parte.
—A la orden, mi general.
Los dos lugartenientes se cuadraron ante su jefe y, después de cruzarse el saludo, se retiraron a cumplir las órdenes que les había dado.
Los romanos, por su parte, continuaban con sus trabajos. El foso que rodeaba el monte Medullius ya había sido construido en más de sus tres cuartas partes. También estaban prácticamente acabadas las calzadas que circundaban este foso y que unían los distintos puntos de vigilancia y campamentos que habían establecido en todo el perímetro de la montaña. Con ellas pretendían desplazar con rapidez a sus tropas en caso de una posible huida de los astures, para poder cortarles el paso. Publio Carisio no quería dejar ni un solo cabo suelto. Los tenía atrapados en aquella trampa y no iba a permitir que se escapara uno solo con vida. Según él, habían caído en su propia ratonera.
Los meses transcurrían sin que ninguno de los dos bandos se moviera de su sitio. Por ambas partes avanzaban las obras de fortificación y defensa. Los romanos ya estaban a punto de finalizar el gran foso y tenían expeditas todas las calzadas. Los astures ya habían dado por terminada la excavación de las galerías y cuevas en las que pretendían esconderse ante un posible ataque, así como todos los muros y empalizadas de defensa en los lugares más accesibles. Parecía que todo estaba ya a punto para medir sus fuerzas. Pero ninguno de los dos bandos iniciaba la ofensiva.
Ya habían transcurrido casi tres años desde la batalla de Lancia. Los romanos continuaban el cerco alrededor del monte Medullius, mientras que los astures seguían refugiados en él. Publio Carisio esperaba su rendición o la huida en masa a través de sus líneas. Pero no ocurría ni una cosa ni la otra. No llegaba a entender cómo podían sobrevivir durante tanto tiempo en aquella montaña. Cansado de esperar la rendición de los astures, dio a su ejército, por fin, la orden de atacar. El ejército romano puso en marcha toda su maquinaria de guerra. Los romanos avanzaban por todas partes con el fin de estrechar cada vez más el cerco sobre los astures. Éstos contemplaban desde lo alto su movimiento.
—Mi general —llegó con veloz carrera Clouto al puesto de mando—, las tropas romanas están avanzando.
—¿Por qué lado? —preguntó Medulio.
—Por todas partes, mi general. Nos atacan por todos los flancos.
—Todos a sus puestos inmediatamente.
—A la orden, mi general.
—¿Dónde está Toreno? —preguntó el caudillo.
—No tardará en llegar. Le envié aviso para que viniera aquí a reunirse con nosotros.
En ese momento llegaba Toreno con su caballo a todo galope.
—Toreno —le dijo Medulio—, tú te encargarás de guiar a toda la población civil a los refugios. Una vez asegurados todos, regresas al campo de batalla.
—A la orden, mi general.
—Clouto, nosotros vamos a reunirnos con los guerreros y nos desplazaremos con ellos a defender todos los puntos estratégicos.
—Sí, mi general.
Poco después los guerreros astures ocupaban sus puestos defensivos. Medulio se movía de un lugar para otro. No paraba de dar órdenes para que todo estuviera a punto. Toreno no tardó en incorporarse a las filas de los defensores para ejecutar las órdenes que le diera su jefe, que no paraba de impartirlas. Los sitiados esperaban un ataque inminente por parte de los sitiadores, pero éstos no parecían tener prisa. A la hora del ocaso los romanos detuvieron su paso. Medulio comprendió que aquel día ya no les atacarían. Con las sombras de la noche, ordenó la retirada silenciosa de sus guerreros, no sin antes advertirles que a la mañana siguiente deberían estar en sus puestos antes del alba. En los lugares estratégicos dejó destacamentos de guardia. Después se refugió en una de las cuevas con su familia para descansar.
—Elba —le dijo a su mujer atrayéndola y estrechándola entre sus brazos—, aquí hay veneno suficiente para matar a dos docenas de personas —le entregó una bolsita con veneno extraído de las semillas del tejo—. Mañana si no vuelvo al anochecer, no dudes en utilizarlo. Primero se lo administras a mi madre y a nuestra hija y luego lo tomas tú. Por nada del mundo dejes de cumplir mi orden. ¿Me has entendido?
—Sí, amor mío.
Ambos se abrazaron y besaron mutuamente. Sabían que su última hora estaba cerca. Medulio prefería llevárselas por delante antes que dejarlas al albedrío de los romanos, que no tendrían conmiseración con ellas. Tal como les había prometido hacía tiempo, no iba a permitir que eso ocurriera. Antes la muerte que la ignominia.
—Lo que te acabo de ordenar vale para mañana y para cualquier otro día. Si nos vencen, no dudes en ejecutar en el acto lo que te he ordenado.
—Sí, mi amor.
—Ya sabes que no tendrán clemencia con ninguna mujer, pero contigo y con nuestra hija aún tendrán menos cuando se enteren quiénes sois. Si no puedo llegar hasta vosotras en una posible derrota, cumple mis órdenes para que pueda morir tranquilo. Nunca me perdonaría que os apresaran vivas ni podría descansar en paz en el inframundo.
—Puedes estar tranquilo, cariño, que cumpliré tus órdenes.
Medulio abrazó de nuevo a su mujer y la besó largamente. Después intentó descansar unas horas antes de la batalla que se avecinaba. Mucho antes de amanecer el general dio orden de ocupar sus puestos a todos sus guerreros. Antes de que asomara la aurora, todos ellos se parapetaban detrás de las trincheras o de las empalizadas. Las primeras luces del alba comenzaron a disipar las sombras de la noche por todo el perímetro de la montaña. Las tropas romanas empezaron a moverse hacia ellos. Su paso era lento, pero constante. El sol se reflejaba en sus cascos, en sus escudos y en sus lanzas. El espectáculo era aterrador. La base del monte parecía un inmenso hormiguero. Miles de cascos y lanzas avanzaban por todas partes. Su número era inconmensurable. Pero los hombres de Medulio no se arredraban. Esperaban pacientemente detrás de las trincheras. Contenían la respiración mientras observaban el lento ascenso de los romanos. El caudillo daba órdenes. Tenía palabras de ánimo y aliento para todos. No descansaba un instante. Había llegado el día de la gran batalla.
La primera línea del ejército romano ya se había puesto a tiro. Medulio esperó que se acercaran un poco más. Luego ordenó disparar dardos y flechas sobre ellos. Los soldados romanos caían por docenas. Otros intentaban eludir las flechas y avanzar en su ascenso, pero el embate de los astures acababa con su vida. Las horas avanzaban. La lucha era ardua. Los astures seguían invictos y prácticamente sin bajas, mientras que las de los romanos eran cada vez mayores. Publio Carisio, ante aquella feroz resistencia, ordenó un alto el fuego. Su primera táctica no le estaba dando buenos resultados. Había que urdir otra estrategia. Pero ¿cuál? El enemigo se encontraba en una situación mucho más favorable que la de ellos. Para vencerlos tenían que ascender la montaña y eso era lo que favorecía a los astures. La única forma de resolver el problema era un ataque en masa. Morirían muchos de los que iban en primera y segunda fila, pero ésos abrirían el paso a los siguientes, que serían los encargados de penetrar en territorio del enemigo. El legado dio la orden a sus generales, que la pusieron inmediatamente en práctica.
El combate se reanudó. Una enorme avalancha de romanos comenzó a trepar por la montaña. Los astures los repelían con sus dardos y lanzas. Otros les arrojaban enormes piedras que los dejaban malheridos o acababan con su vida. El avance de los romanos era lento, pero inexorable. Muchos de sus hombres ya llegaban a tocar casi las empalizadas. La lucha era encarnizada. Los astures utilizaban ya sus armas cortas contra los romanos. Cientos de éstos yacían por la ladera de la montaña. El combate era aterrador. Una y otra vez la fuerza romana intentaba derribar las empalizadas. Los astures se defendían. Algunos ya habían perdido la vida. Medulio exhortaba a los suyos. Los romanos continuaban presionando con el ímpetu de su fuerza. Alguna empalizada ya casi cedía. Los astues corrían a reforzarla. La lucha era ardua. El fragor de la batalla ensordecedor. Miles de cuerpos yacían por todas partes. Pero el valor de los guerreros astures no decaía.
A eso del mediodía se acordó una tregua por ambas partes. Había que reponer fuerzas. Los hombres estaban exhaustos. Ambos bandos necesitaban descansar. Medulio aprovechó para animar a sus hombres y para subirles la moral. No tardó en reanudarse la batalla. La lucha volvió a encrudecerse y los encuentros cuerpo a cuerpo eran cada vez más frecuentes. Los astures resistían con denuedo y valor el empuje de los romanos, que cada vez los presionaban más. El avance era lento pero inexorable. Algunos lienzos de empalizadas empezaban a ceder. La irrupción de los romanos en el recinto de los astures era inminente. Éstos resistían el embate con todas sus fuerzas. Los cuerpos inertes de ambos bandos rodaban por la ladera de la montaña. El sol ya descendía en la línea del horizonte. Se acordó una nueva pausa hasta la mañana siguiente.
Medulio aprovechó la oscuridad de la noche para trasladarse de nuevo a la cueva donde se refugiaba su familia. Cuando llegó, Elba estaba a punto de suministrar el veneno a Alda y a Genoveva. Ellas no sabían nada, aunque presentían lo que les iba a ocurrir.
—Menos mal que has venido —le dijo angustiosamente Elba a su marido, mientras se abrazaba a su cuello—. Estaba preparando el veneno para las tres.
—Es tu deber, cariño. He venido por eso precisamente, para evitar que lo tomarais. El aplazamiento no va a ser más que de unas horas. Hemos acordado una tregua hasta el amanecer. Mañana se reanudará la lucha. Los romanos nos tienen cercados por todas partes. Resistiremos hasta derramar la última gota de sangre, pero la victoria está de su lado. Quisiera poder decirte otra cosa. Quisiera infundirte esperanza. Eso es lo que hago con mis hombres para que sigan luchando. Mas contigo tengo que ser sincero y realista. El enemigo es muy superior a nosotros y tarde o temprano se adueñarán de la montaña. Vuelvo a exigirte que pongas fin a vuestras vidas antes que los romanos os capturen vivas. El sufrimiento que pasaríais en sus manos sería infinito. Y yo no me lo podría perdonar ni descansar en toda la eternidad. Cariño, ¡no me falles!
Ambos se fundieron en un prolongado e intenso beso. Eran conscientes de que podía ser la última vez que estuvieran juntos. No podían perder ni un solo instante.
—No te fallaré, amor mío. Será lo último que haga en esta vida.
—Eso me tranquiliza. Ahora ya puedo derramar hasta mi última gota de sangre y morir tranquilo. Mañana será un día muy amargo para todos nosotros. Te quiero, vida mía.
Se abrazaron uno al otro para intentar dormir unas horas antes de la fatal batalla. Mucho antes del alba Medulio depositó un tierno beso en los labios de su esposa y abandonó la cueva. Con pasos rápidos se acercó al frente de batalla, donde descansaban y dormitaban sus guerreros como podían. Por aquí y por allá se oían quejidos y lamentos de los heridos. El caudillo sentía en sus propias carnes el dolor de los suyos. Pero nada podía hacer por remediarlo. Había intentado salvarlos refugiándose en aquella montaña, sin embargo el enemigo era muy superior a ellos y, además, tenía el firme propósito de derrotarlos para conquistar su territorio. Había hecho lo que había podido y ahora sabía que había llegado su última hora. Estaba preparado y los suyos también. Venderían cara su derrota.
Al amanecer se reanudó la batalla. Los romanos volvieron con ímpetu al ataque. Los astures los esperaban con denuedo y renovado valor. El enfrentamiento era feroz desde los primeros momentos. Los golpes mortales de sus armas no cesaban. De una y otra parte caían cuerpos malheridos o inertes a tierra. La montaña se llenaba de cadáveres. Hacia el mediodía los romanos lograron abrir una brecha a través de la empalizada. La lucha se intensificó más aún. Las bajas se incrementaban por ambas partes, pero el número de romanos parecía no disminuir. Detrás de cada caído aparecían tres o cuatro más. Los astures se multiplicaban. Sus golpes solían ser casi todos mortales. Su agilidad y su conocimiento del lugar les ayudaban. Poco a poco los romanos iban ganando terreno. Los astures se replegaban cada vez más en la montaña. A media tarde la batalla había llegado a su clímax. Astures y romanos se mezclaron en feroz encuentro. Los golpes surgían de todas partes. Las bajas eran incontables. Los soldados romanos parecían incrementarse, mientras que las bajas astures habían mermado considerablemente sus fuerzas. Apenas quedaban unos centenares. No obstante, luchaban con denuedo. Cada uno de ellos se multiplicaba antes de caer sin vida. Medulio les infundía valor y los animaba. Él luchaba como el que más. Cada golpe que impartía derriba a un enemigo. Su fuerza y su rabia lo hacían invencible. Los romanos lo temían. Nadie era capaz de asestarle un golpe. Los pocos astures que quedaban se reunían alrededor de su jefe. Todos luchaban con denuedo. Pero las fuerzas ya les fallaban. El empuje del enemigo era imparable. Los astures resistían con valentía, pero sus efectivos cada vez eran menos. Ya sólo quedaban un par de docenas al lado del caudillo. Éste luchaba sin desfallecer. Los suyos, ante su valor, seguían resistiendo. Mas el número de romanos que los rodeaban era incalculable. Poco a poco fueron cayendo todos los astures que luchaban junto a Medulio. Él se defendía como un león acorralado. Sus golpes no cesaban. Finalmente, alguien logró herirlo con un hacha por la espalda. Medulio se dio la vuelta y de un solo tajo le seccionó la cabeza a su agresor. Todavía tuvo tiempo de herir o terminar con la vida de más de media docena de enemigos antes de que uno de ellos le atravesara el pecho con la espada. Medulio cayó al suelo aún con vida. Antes de expirar, todavía pudo ver cómo un general romano le atravesaba de nuevo el pecho con su espada. El caudillo de los astures exhaló un suspiro antes de rendir su alma.
Muerto Medulio, los pocos guerreros astures que aún quedaban se dieron muerte a sí mismos con sus propias espadas. Prefirieron la muerte antes que ser hechos prisioneros por los romanos. Éstos se apoderaron de todo el monte Medullius para hacer prisioneros o liquidar a cuantos allí hallaran. Registraron cueva por cueva y galería por galería. En la inmensa mayoría de ellas no hallaron más que cadáveres. Los ancianos, las mujeres y los niños habían elegido la muerte antes que convertirse en esclavos de los romanos. Su orgullo y su honor así se lo mandaban.
Publio Carisio exigió reconocer en persona a todas las mujeres y niñas capturadas. Sabía que en el monte Medullius se hallaban escondidas la esposa y la hija del caudillo. También sabía que ambas eran muy hermosas. Las quería como esclavas para sí. Las mujeres fueron pasando una a una ante sus ojos, pero no reconoció a las que buscaba en ninguna de ellas. Ordenó que registraran de nuevo todas las cuevas y galerías por si seguían escondidas en alguna de ellas. La búsqueda fue inútil. Entonces ordenó reconocer todos los cadáveres. Después de examinar a cientos de ellos, encontraron los cadáveres de dos mujeres adultas y una niña juntos. Publio Carisio comprendió que se trataba de las mujeres que buscaba. En un primer momento tuvo un arranque de rabia y quiso ultrajar aquellos cuerpos para vengarse de su enemigo. Luego, recapacitó y pensó que eso lo deshonraría, por lo que decidió que los recogieran y que, junto con el del caudillo astur, les dieran honrosa sepultura. Era lo menos que hubiera deseado para él si, en vez del vencedor, hubiera sido el vencido. Los soldados romanos cumplieron lo ordenado por su jefe y allí mismo enterraron a Medulio con su familia. La guerra contra los astures había llegado a su fin.
EPÍLOGO
Los romanos, después de la derrota total de los astures, habían comenzado a explotar las minas por muchas zonas del territorio astur, especialmente las metulas en la zona de Bergidum, que con el tiempo serían las minas de oro más importantes del imperio. Estaban horadando por todas partes el monte Tilenus, con el fin de construir unos canales para llevar el agua a las metulas. Para ello empleaban millares de esclavos y un número indeterminado de hombres libres, que vivían y trabajaban en condiciones infrahumanas. Se cree que utilizaron alrededor de sesenta mil hombres. Les obligaban a horadar las montañas para abrir túneles por donde después discurriría el agua. La obra de ingeniería era fastuosa, pero las condiciones de trabajo de aquellos hombres eran infrahumanas. Muchos de ellos morían. Unos, por las condiciones durísimas de los trabajos. Otros, por las enfermedades que los mismos trabajos les producían, como la silicosis. Muchos, sencillamente por accidentes laborales, ya que en cuantiosas ocasiones tenían que trabajar colgados literalmente de cuerdas, suspendidos sobre enormes abismos en los que acababan precipitándose. El sistema de extracción utilizado para obtener el valioso metal era el de ruina montium, que consistía en acumular un gran volumen de agua en grandes depósitos y soltarla precipitadamente en el momento oportuno. De esta manera conseguían erosionar la tierra. El ímpetu del agua arrastraba los materiales más ligeros y blandos y depositaba los más pesados y duros, entre ellos el oro. En los doscientos cincuenta años que duró la explotación de las minas de las metulas, se cree que extrajeron la ingente cantidad de un millón quinientos mil kilogramos del preciado metal. No en vano pretendieron conquistar aquel territorio.
Éste fue, pues, el motivo principal por el que lucharon durante más de diez años para conquistarlo. Su ambición no tenía límites. No querían perder las ingentes cantidades de oro que sus entrañas encerraban. Para conseguir el orden y la paz en todo aquel territorio crearon la ciudad de Asturica Augusta, que en un principio albergó a la Legio X Gemina.
Desde allí controlaban todas las explotaciones mineras de la zona y el transporte del valioso metal a través de las calzadas que abrieron para comunicar Asturica con el resto de Hispania. También asentaron cerca de Lancia la Legio VI Victrix, que con el tiempo la sucedería la Legio VII Gemina y entre ambas darían origen a Legionem. De esta manera tenían controlado militarmente todo el territorio astur y los pocos focos de insurgencia que surgían eran sofocados inmediatamente.
Por su parte, Fusco fue recompensado por los romanos con el mando del campamento de Asturica Augusta en premio por su valiosa ayuda.
NOTA ACLARATORIA
He denominado en todo momento río Minius al que actualmente conocemos como río Sil, porque los romanos identificaron a ambos ríos con el mismo nombre. Es más, muchos piensan que cuando escribían río Minius, en realidad se estaban refiriendo exclusivamente al río Sil. Confiérase para ello la nota 17 del trabajo de investigación realizado por Vicente Fernández Vázquez, titulado «LOCALIZACIÓN DEL MONTE MEDULIO EN LA SIERRA DE LA LASTRA (LEÓN/ORENSE)».
Para la localización del Monte Medulio, he seguido también la tesis propuesta por este mismo autor en el trabajo citado. Suscribo todas sus razones para ubicar la montaña en el lugar por él indicado. Pero, además, quiero hacer una precisión. Desde mi punto de vista, los astures derrotados en Lancia tuvieron que dirigirse a un lugar que previamente conocerían. Ese lugar no podía estar fuera de su territorio. Debemos situarnos en aquel momento histórico. Aquellos pueblos vivían fundamentalmente encerrados en sí mismos. Las relaciones con los pueblos vecinos debían de ser esporádicas y, muy posiblemente, tan sólo comerciales. En el peor de los casos, se trataría de incursiones con el robo y la rapiña como único objetivo, como era el caso de las incursiones de los astures en tierras de los vacceos. Por tanto, mal podían conocer los accidentes geográficos de otros territorios que no fueran el suyo propio. Máxime cuando esta decisión la tuvieron que tomar precipitadamente después de una derrota militar. Por tanto, ese lugar tenía que estar ubicado dentro de su territorio y debía de ser muy conocido por ellos o, al menos, por sus jefes. Si tenemos en cuenta que el lugar indicado por Vicente Fernández Vázquez está íntegramente localizado en lo que en aquel momento formaba parte del territorio astur —era el territorio de los gigurros—, debemos concluir que ése fue el lugar elegido por ellos después de la derrota de Lancia.
El Autor.
© Julio Noel
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