ALFONSO VI, IMPERATOR TOTIUS HISPANIAE
Julio Noel
«Su nobleza se conjugaba con su valentía; sobresalía por su virtud; su gloria no tuvo par. En su reinado reverdeció la justicia, la esclavitud halló su fin, las lágrimas, su consuelo, la fe, su expansión, la patria, su engrandecimiento, el pueblo, su confianza; el enemigo fue aniquilado, las armas callaron, el árabe desistió, el africano se aterrorizó; el llanto y los lamentos de España no encontraron consuelo hasta su llegada; su diestra era la garantía de la patria, la salvaguarda sin miedo, la fortaleza sin menoscabo, la protección de los pobres, el valor de los poderosos. Las estrecheces de Asturias no fueron capaces de contener la grandeza de su corazón y escogió el esfuerzo como único compañero de su vida; despreciaba los placeres, encontraba gozo y deleite en los peligros de la guerra, pareciéndole que malgastaba los días de su vida que no pasaba entre ellos. Alfonso, rey poderoso y magnánimo, rey poderoso que nada teme; su arco, confiando en el Señor, halló gracia ante los ojos del Creador, que lo engrandeció con el temor de sus enemigos y lo eligió entre su pueblo para velar por la fe, ampliar el reino, aniquilar a los enemigos, acabar con los rivales, multiplicar las iglesias, reconstruir los lugares sagrados, reedificar lo destruido».
JIMÉNEZ DE RADA, R., Historia de los hechos de España, p. 246. Citado por César González Mínguez en El proyecto político de Sancho II de Castilla (1065-1072).
1
Los nobles y magnates del reino abandonaban paulatinamente el Panteón de los Reyes de San Isidoro, monumento que había sido erigido en piedra y mármol por la reina y su egregio esposo para que en él descansaran eternamente sus propios restos mortales, así como los de muchos de sus antepasados y descendientes, levantado sobre las ruinas de su predecesor construido por Alfonso V con materiales poco nobles y demasiado perecederos, como eran los adobes y el barro. Los hijos y herederos de la reina madre, situados delante del sarcófago real, iban recibiendo uno a uno el pésame de todos y cada uno de los nobles que habían asistido a las exequias fúnebres por el eterno descanso de la reina Sancha de León. En el templo ya sólo quedaban los hijos de la reina fallecida con algunos de los familiares más allegados. Don Sancho, el mayor, no quiso dejar pasar la oportunidad que le brindaba el encuentro con todos sus hermanos para lanzarles una amenaza subrepticia. Se sentía muy agraviado por el reparto que sus padres habían hecho del reino, del que él era el legítimo heredero de acuerdo con el derecho visigodo de León. Fue el primero en abandonar el panteón familiar. Al hacerlo, se dirigió a sus hermanos con cierto mal humor:
—No tardaremos en volver a vernos, queridos hermanos —les dijo despidiéndose de ellos sin ni siquiera darles un abrazo y recalcando el adjetivo queridos, pero no precisamente por su matiz afectivo—. Tengo asuntos urgentes de mi reino que no admiten demora —enfatizando el sustantivo reino como para impregnarlo de la majestuosidad que nunca había tenido. A pesar de que desde sus orígenes, el condado de Castilla constantemente se había sentido rebelde y díscolo con el reino al que estaba subyugado, nunca ninguno de sus condes, ni siquiera don Fernando, padre de Sancho, había osado intitularse rey. Fue éste precisamente el primero que se arrogó el título de rey a la muerte de su padre, ocurrida dos años antes. Tal vez quisiera resarcirse con ese gesto del injusto reparto, a su juicio, del legado de sus padres o tal vez a través de su persona y de su arrogancia se revelaba el orgullo castellano humillado durante siglos.
Los hermanos se miraron unos a otros sin acertar en aquel momento a adivinar qué ocultaban aquellas palabras de Sancho, aunque a la mayor, doña Urraca, no se le escapó la intencionalidad de las mismas. Desde aquel preciso instante sospechó que don Sancho quería aglutinar todo el poder de sus padres en su propia persona. El tiempo no tardaría en darle la razón.
Los cuatro hermanos abandonaron la basílica de San Isidoro junto con los familiares más allegados para dirigirse al palacio real, residencia oficial de don Alfonso, favorito de sus padres, al que le había correspondido en el reparto el reino hegemónico de León.
—¿Qué habrá querido decir Sancho con sus palabras al despedirse de nosotros? —comentó don García, que no había hecho más que darles vuelta en su cabeza a las palabras que su hermano mayor les dirigió en el panteón familiar.
—No les des más importancia, García —le contestó doña Urraca—. Eso no ha sido más que una rabieta de Sancho.
De sobra sabía doña Urraca que no era un berrinche, pero no quería alarmar a sus hermanos y menos aún el día que acababan de dar sepultura a los restos mortales de su madre. Tiempo habría para comentar el episodio vivido a los pies del sepulcro de su progenitora y para sufrir las consecuencias de la amenaza que llevaban implícita las palabras de don Sancho. Ahora era preferible desviar la atención hacia otros asuntos menos comprometedores.
—¿Por qué no pasamos al salón del trono donde podemos hablar con más comodidad? —insinuó doña Urraca, que era la que llevaba la voz cantante entre sus hermanos, tal vez por ser la mayor de ellos.
—Sí, entremos —aprobó don Alfonso, que hasta entonces había permanecido callado como si no fuera él el anfitrión y único señor del palacio.
El salón estaba presidido por el trono real: una silla grande de madera de nogal con respaldo, patas y brazos hermosamente tallados. El asiento y el respaldo habían sido forrados con una especie de terciopelo púrpura con sobrepuesto de oro en sus bordes. Estaba ubicado sobre una tarima de madera guarnecida con la misma clase de tejido en color granate. La misma tela tapizaba las paredes del salón, confiriéndole un aire de armonía a todo él. Ricas alfombras árabes cubrían el suelo, fruto de las parias que los reinos taifas venían pagando desde hacía algunos lustros a los reyes de León. Varios lienzos y estatuas adornaban las paredes y rincones del salón. Del techo profusamente decorado con bellos dibujos y pinturas colgaba una gran araña con una docena de hachones que contribuían a disipar las tinieblas que invadían el amplio salón.
Los cuatro hermanos se sentaron en torno al trono real. Don Alfonso ocupó el sitial reservado al rey. A su derecha se sentó doña Urraca, a su izquierda, doña Elvira y frente a él lo hizo el hermano menor, don García.
—Y bien, ¿qué pensáis hacer ahora, queridos hermanos, en especial tú, Alfonso, después de haber perdido tan infortunadamente a tu prometida?
Durante aquel año se habían estado negociando las nupcias de don Alfonso con doña Ágata de Normandía, hija de Guillermo I de Inglaterra y Matilde de Flandes, pero su repentina muerte vino a truncar todos los planes. El joven y apuesto rey no desaprovecharía la primera oportunidad que se le presentase para contraer matrimonio.
—Pues no sé. De momento me ocuparé en reinar, luego ya pensaré en nuevos amoríos.
—Ya sabéis que nosotras —continuó doña Urraca refiriéndose a ella y a doña Elvira— no podemos quebrantar el celibato que nos ha sido impuesto si queremos conservar la dote que hemos recibido, en especial el infantazgo. Por eso esperamos que vosotros nos deis muchos sobrinos que vengan a llenar el vacío en el que nos hallamos.
—Descuida, Urraca, que por mi parte pienso satisfacer plenamente tus deseos.
Don García entretanto permanecía en silencio. No parecía sentirse demasiado atraído por el tema o tal vez seguían zumbando en sus oídos las últimas palabras del hermano mayor.
—Y tú, García, ¿no dices nada? —preguntó doña Urraca dirigiéndose al menor de sus hermanos.
—¿Qué quieres que diga? De momento regresaré a mi reino, que es donde me corresponde estar. Luego, Dios dirá.
—Yo también me desplazaré mañana mismo a mi señorío de Toro —comentó doña Elvira que hasta entonces no había dicho ni una sola palabra—. Allí trataré de cumplir lo mejor que pueda con el cometido que se me ha encomendado.
—Todos ocuparemos nuestros puestos —añadió doña Urraca—, pero eso no es óbice para que sigamos unidos como buenos hermanos. Todas las familias deberían permanecer unidas, en especial la nuestra, por nuestro propio bien y por el de nuestros súbditos. Yo os pido aquí y ahora que nunca nos enfrentemos los unos a los otros para que en nuestros reinos y señoríos impere siempre la paz y no la discordia.
—Para muestra de lo que acabas de decir, ahí tenemos a Sancho que ni siquiera se ha dignado acompañarnos en este momento de dolor —argumentó don García, que no conseguía quitarse de la cabeza las amenazadoras palabras de su hermano mayor.
—Ya te he dicho, García, que eso no fue más que un arrebato del momento. Con el tiempo se le pasará y volverá a abrirnos sus brazos. De todas maneras, como os acabo de decir, nosotros debemos estar unidos y apoyarnos los unos a los otros.
Doña Urraca, como la hermana mayor que era, trataba de calmar los ánimos, sobre todo del menor, que parecía el más afectado por la amenaza implícita de Sancho, y de desempeñar a partir de aquel mismo momento el papel de la madre que acababan de perder. Su mirada estaba puesta principalmente en su hermano predilecto, don Alfonso, que ya lo había sido para sus padres. Y es que el segundogénito se había hecho querer por todos por su afabilidad y por su diplomacia, a diferencia del hermano mayor, que siempre se había comportado con acritud y displicencia con todo el mundo, incluso con sus padres. Doña Urraca sabía que su lugar estaba en Zamora, a donde no tardaría en desplazarse, pero antes quería cerciorarse de las intenciones de su hermano Alfonso y quería servirle de consejera en las decisiones del gobierno de su reino. Intuía que más pronto o más tarde don Sancho trataría de recuperar para sí mismo todo el patrimonio de sus padres, por lo que había que estar preparados para aquel acontecimiento cuando se presentase. Así, pues, su política a partir de ese momento sería estar siempre al lado de su hermano preferido.
Aunque Toro y Zamora pasaron a ser los señoríos de doña Elvira y doña Urraca, respectivamente, no por eso dejaban de tener una cierta dependencia de la administración real, sobre todo en lo concerniente a las finanzas. Doña Urraca, que había demorado el máximo posible su partida para Zamora, ya a solas con don Alfonso, le requirió solícitamente que reparara y reforzara las murallas de su ciudad, pues sufrían algunos desperfectos que convenía restaurar urgentemente ante la posibilidad de un ataque. No olvidaba las palabras amenazadoras de Sancho en su brusca despedida el día de las exequias de su madre. Estaba convencida de que el primogénito no tardaría en iniciar las hostilidades contra todos ellos.
—Alfonso, sabes que las murallas de Zamora sufren ciertos deterioros en alguno de sus lienzos y tienen puntos débiles que habría que reforzar urgentemente. Ya nuestros padres quisieron poner remedio a esos desperfectos, pero la guerra primero y luego la enfermedad y muerte de padre les impidieron llevarlo a cabo. A madre se lo pedí en varias ocasiones, mas los graves problemas que surgieron en todo el reino cuando se quedó sola no le permitieron ocuparse de pequeñeces como ésta. Ahora te pido a ti que lo tomes como algo personal y que no te demores en ejecutarlo. Sabes que las palabras de Sancho encerraban una amenaza implícita que no tardará en hacer realidad. Ante García y Elvira traté de restarles importancia para no aumentar su zozobra, en especial la de García, que estaba fuertemente impresionado. Pero aquí entre nosotros no debemos actuar con disimulo. Debemos tomarnos muy en serio sus amenazas, pues tú lo conoces tan bien como yo y eres consciente de que eso no fue un farol. No tardará en reunir sus tropas y ponernos en jaque a todos. Y si no, tiempo al tiempo.
—Lo sé, Urraca. Como tú misma acabas de decir, lo conozco muy bien y sé que ya desde pequeño aspiraba a ser el rey de León con todas sus posesiones. En sus planes no entraba el reparto que han hecho nuestros padres. Para todos nosotros tenía ya reservados sendos monasterios donde pensaba encerrarnos de por vida. Eso si no oponíamos resistencia, pues si alguien se la oponía, la alternativa era pudrirse en una mazmorra o convertirse en pasto de los gusanos. Nuestros padres adivinaron sus planes y por eso decidieron repartir entre todos nosotros su reino. Quédate tranquila, querida hermana, pues no pienso descuidar el arreglo y mejora de las murallas de Zamora. Allí podrás permanecer segura ante un posible ataque de Sancho.
La magnanimidad de don Alfonso no tenía límites y menos aún para su hermana predilecta.
—No sabes cuánto te lo agradezco, Alfonso. Algún día te pagaré con creces este favor que ahora me otorgas. Pase lo que pase, siempre estaré a tu lado e intentaré ayudarte en todo lo que esté en mi mano. Debemos ponernos en guardia contra Sancho para hacer frente entre ambos a sus maquinaciones. Presiento que se avecinan tiempos borrascosos.
Los dos hermanos departían armoniosamente en un saloncito del palacio bellamente decorado por sus antepasados. Un bonito mobiliario de maderas nobles tapizadas por preciosas telas bordadas en seda y oro. Sobre sus paredes se apreciaba la impronta de los mejores artistas de aquella época. Ocupaban sendos sillones de madera de castaño ricamente tapizados con un brocado de oro. Empero la belleza de la infanta resplandecía por encima de todo lo que la rodeaba. Su beldad no tenía parangón entre sus contemporáneos. Más de un noble de la época la pretendió sin resultado. Doña Urraca había aceptado hasta sus últimas consecuencias el celibato que le habían impuesto, por lo que no paraba mientes en los hombres que osaban fijarse en ella.
—Alfonso, mañana mismo parto para Zamora. He de ocuparme de mis intereses al igual que han hecho nuestros hermanos. Pero antes de irme quisiera que me prometieras que harás todo lo humanamente posible por mantener incólume tu reino. No podría tener un minuto de reposo si no llevara esa promesa en lo más recóndito de mi corazón.
—Te prometo, dilectísima hermana, que defenderé mi reino hasta derramar la última gota de sangre que corre por mis venas. Desde hoy mismo estaré expectante ante las aviesas maniobras de Sancho.
Doña Urraca emitió un profundo suspiro de alivio después de escuchar la promesa de don Alfonso.
—Ahora ya puedo partir más tranquila. Al menos me voy sabiendo que nuestro hermano mayor no logrará anexionarse tu reino impunemente. Si lo quiere, tendrá que medir sus fuerzas con las tuyas. Espero que si algún día ocurre esto, tú seas el vencedor para que reinen el bien y la justicia en estas tierras.
—No te quepa la menor duda que venceremos, Urraca. Dios y la razón están de nuestra parte.
—Eso está bien, Alfonso, pero no es suficiente. También tiene que estar de nuestra parte la fuerza. De lo contrario, no venceremos.
—Lo estará, Urraca, lo estará. Puedes marchar tranquila, que la victoria se inclinará en favor nuestro.
—Dios te oiga y haga que se cumplan tus deseos.
Los dos hermanos conferenciaron durante horas a lo largo de aquella tarde inverniza de otoño. El cielo estaba encapotado y una fina lluvia caía insistentemente sobre León. Ya noche cerrada, la lluvia se hizo más fuerte presagiando un temporal nada halagüeño para emprender un largo viaje.
—Si el tiempo sigue así, no sería prudente que te fueras mañana. Ya sabes que estos temporales suelen ser bastante persistentes.
—Lo sé, Alfonso. Debería haberme ido ayer que no llovía. Ahora ya está hecho. Lo único que cabe es esperar a mañana para ver qué tiempo hace. Si escampa un poco, aprovecharé para partir.
Pero el temporal no amainó, lo que obligó a doña Urraca a permanecer una semana más en León al lado de su hermano predilecto.
2
Concluidos los funerales por el eterno descanso del alma de la reina doña Sancha de León y dada cristiana sepultura a sus restos mortales en el Panteón Real de San Isidoro, don Sancho regresó inmediatamente a sus fueros para poner orden en su cabeza y en su casa. Su carácter rebelde e inquieto, que le había supuesto el sobrenombre de el Fuerte, no le permitió permanecer un segundo más al lado de sus hermanos, a los que odiaba, y a los que consideraba rivales y enemigos de sus propios intereses y de su idea de unidad del reino en una sola corona, que no podía ser otra más que la suya. Poco importaba que esa idea de unidad de todo el territorio español surgiera en aquellos lejanos postreros reyes asturianos, sobre todo en Alfonso III el Magno, y constituyera el leitmotiv de sus descendientes y sucesores reyes de León hasta ese preciso instante. El flamante rey de Castilla pretendió arrogarse también la idea de la unidad de España, privando de este honor a quien siempre le cupo, para, una vez usurpado, concedérselo a quien nunca lo mereció. Así, pues, abandonó la milenaria Legione espoleando a su caballo, con los pies fríos y la cabeza caliente, rumbo a través de aquellas parameras heladas hacia la ciudad de Burgos, capital de su nuevo reino, fundada por Diego Rodríguez Porcelos a instancias de su primo Alfonso III el Magno.
Llegado a Burgos, no se demoró en enfrentarse a sus primos Sancho IV de Navarra y Sancho I de Aragón para fijar y pacificar la frontera oriental de su reino. Pero no era éste el proyecto puntero que llevaba en su mente al abandonar León. La idea que absorbía por completo su seso no era otra que la de unificar en su persona todo el antiguo reino de León, a la sazón el reino hegemónico de toda España, cuyo titular ostentaba también el título de emperador. ¿De qué le servía a él ser rey de Castilla si su hermano Alfonso, que según él no debería haber ceñido corona, no sólo la ceñía, sino que era el titular del reino más importante de España? ¿Cómo podía aceptar él, el primogénito de los reyes de León, que Alfonso, el segundón, ocupara el cetro principal al que él y sólo él tenía derecho? Tal desafuero no podía quedar incólume ni un minuto más. Ya se enterarían Alfonso y el resto de sus hermanos quién era Sancho. No descansaría hasta desposeerlos de la última migaja del legado de sus padres.
Transcurridos apenas ocho meses de la muerte de su madre, quien había servido de rémora ante las disputas de sus hijos, Sancho no dudó en enfrentarse a su hermano Alfonso en una escaramuza en las proximidades de Melgar de Fernamental. Fue la batalla de Llantada, encumbrada por los juglares, pero que tan sólo consistió en una insignificante escaramuza de la que don Alfonso salió algo peor parado que su hermano.
Unos años más tarde, el rey castellano convocó una junta plenaria en la ciudad de Burgos, a la que asistieron todos sus hermanos, excepto el más pequeño, don García. ¿Cómo iba a participar en ella si precisamente el objetivo de la reunión era desposeerlo de su reino y de su corona?
—Os he convocado aquí, queridos hermanos, ante esta asamblea de los prohombres de mi reino, para tratar de resolver el problema que hay en Galicia por los continuos desatinos que está cometiendo nuestro hermano García en aquel territorio.
No era su talante altruista y filántropo el que lo llevaba a enfrentarse con don García, sino su ambición sin límites, que no le permitía reposar ni un segundo hasta que no viera reunido en su persona todo el antiguo reino de León.
—García —continuó— está gobernando con mano de hierro. Muchos nobles gallegos se sienten agraviados por sus desafueros, por lo que están abandonando su reino ante las injusticias a las que se ven sometidos. Es hora de que intervengamos nosotros para acabar con tanta injusticia e iniquidad. ¿Estáis de acuerdo conmigo?
Un murmullo general se produjo en la sala, momento que aprovecharon don Alfonso y sus hermanas para intercambiar algunos comentarios entre ellos. Los tres sabían que lo que impulsaba a su hermano mayor a invadir Galicia no era un acto de humanitarismo ni de justicia, sino pura ambición personal para incrementar su territorio y aumentar así su poder. Después de Galicia seguiría con León y terminaría apoderándose de los infantazgos.
—Todos sabéis —prosiguió al ver que nadie tomaba la palabra— que García no está en su pleno juicio. Nunca debió haber recibido un reino, pues no está en absoluto capacitado para gobernarlo, pero a nuestro padre se le antojó repartir su legado entre todos nosotros y eso a sabiendas de que nuestro hermano menor no es normal. Ahora podemos ver las consecuencias de aquel insensato proceder. Por el bien de Galicia y de los gallegos, no debemos demorar su liberación de las manos de un inepto.
Un gran estrépito inundó la sala. Todos los afines a don Sancho lo aplaudían a rabiar al tiempo que le daban su apoyo.
—Estoy de acuerdo en que García no es el mejor rey para Galicia —terció doña Urraca—, pero no creo que una invasión militar por nuestra parte sea la mejor solución. Podríamos proponer otras alternativas.
—¡Otras alternativas, otras alternativas! ¿Qué alternativas propondrías tú? —le preguntó Sancho.
—No sé. De momento no se me ocurre ninguna, pero podríamos discutirlo.
—No hay nada que discutir —zanjó el hermano mayor—. Se hará como yo digo.
Los hermanos se miraron entre sí sin atreverse a decir nada. Poco después don Alfonso rompió el silencio.
—¿Y cómo piensas llegar hasta Galicia?
—Para eso os he reunido aquí, para que me deis vuestro apoyo.
—Ni lo sueñes, Sancho. Yo no pienso participar en un acto tan ignominioso.
El hermano mayor sonrió.
—Bueno, eso supongo que dependerá de las condiciones.
—¿De qué condiciones hablas? —replicó don Alfonso.
—De las condiciones que te voy a proponer para invadir Galicia.
Don Alfonso miró a sus hermanas, que no estaban muy conformes con el cariz que estaba tomando la reunión.
—Ya te he dicho que no pienso intervenir en esa contienda.
—No es necesario que tomes parte en ella. Sólo quiero que me des autorización para cruzar tu reino.
—¿No crees que estás yendo demasiado lejos, Sancho? ¿Cómo piensas que voy a consentir que atravieses mi reino sin oponerme? Es una idea demasiado pueril.
Don Sancho volvió a sonreír.
—Puede que sea una idea pueril, Alfonso, pero si me autorizas a cruzar tu reino y conquisto Galicia, la mitad de ese reino será para ti.
Don Alfonso, que hasta entonces había sido reticente a las propuestas de su hermano, al oír la última oferta cambió de actitud. A pesar de no ser tan insaciable como don Sancho, también ambicionaba el poder y en el fondo se creía con pleno derecho a recuperar el reino de Galicia, que siempre había formado parte del reino de León. Las hermanas, en especial doña Urraca, no se avenían del todo a lo que allí se estaba fraguando. La hermana mayor vislumbraba la urdimbre sibilina que estaba tejiendo Sancho para hacerse primero con el reino de Galicia y a continuación con el de León, que era lo que más ambicionaba.
Después de varias horas de negociaciones, terminaron firmando el pacto que había propuesto don Sancho. Finalizada la reunión, doña Urraca acompañó a don Alfonso en su regreso a León. Durante el trayecto, la infanta arengó a su predilecto por haberse dejado engañar, cegado por su ambición, por las promesas del primogénito. Le auguró que no tardaría en ver las consecuencias del gravísimo error que acababa de cometer.
—Nunca debiste aceptar el pacto de Sancho. Todo esto no es más que una celada para apoderarse de tu reino. Y si no, ya lo verás.
—No seas tan agorera, hermanita. Seguro que el tiempo me da a mí la razón. De momento, si Sancho se apodera de Galicia, yo obtendré la mitad de ese reino sin exponer nada a cambio.
—Ahí es donde está el engaño, Alfonso. ¿Cómo eres tan ingenuo como para creer que Sancho te dará la mitad del reino de Galicia tan sólo por haberle permitido atravesar tu reino con sus huestes? Ten por seguro que después de apoderarse de Galicia no dudará en hacer lo mismo con el reino de León y con todo lo que él conlleva, que no es poco. Sabes muy bien que si de él hubiera dependido, todo el legado de nuestros padres habría ido a parar a sus manos directamente, como dejó bien claro en varias ocasiones en vida aún de nuestros progenitores, sobre todo el día en que nuestro augusto padre anunció el reparto que había hecho, al que él se opuso frontalmente profiriendo varios exabruptos antes de abandonar precipitadamente la Curia Regia.
—Tal vez tengas razón, Urraca, pero también puede que haya cambiado después de haber recibido su parte. El ser humano no es inmutable.
—¡Qué candoroso eres, Alfonso! Sancho ni ha cambiado ni cambiará. Su única obsesión es recuperar todo el legado de nuestros padres y no se detendrá hasta conseguirlo.
El ocaso ya se desvanecía cuando nuestros ilustres viajeros se hallaban en las cercanías de Melgar de Fernamental. Don Alfonso envió por delante a uno de sus lacayos a fin de que dispusiera lo necesario para hacer noche en aquel lugar. Cuando el séquito del rey de León hacía su entrada en las calles de la villa, las alargadas sombras de la noche ya acariciaban toda aquella dilatada llanura. La comitiva real descansó durante unas horas del largo viaje. Cuando las primeras luces del alba diluían las negras sombras en el lejano horizonte, don Alfonso y sus acompañantes abandonaron el lugar para seguir su camino hacia León después de atravesar el río Pisuerga por su viejo puente romano. Momento que aprovechó doña Urraca para recordar a su hermano que aquellas tierras que pisaban le pertenecían a él y no a Sancho.
—Antes de haber firmado el funesto pacto con Sancho, deberías haberle exigido que te devolviera estas tierras por donde pasamos ahora. Sabes muy bien que el territorio comprendido desde aquí hasta el río Cea formó parte de la dote que nuestra madre llevó a su boda y que luego pasó a formar parte del patrimonio de nuestro padre.
—Lo sé, querida hermana. Tiempo habrá para poder incorporar este territorio a nuestro reino.
—Tiempo es lo que puede que te falte, Alfonso. Mucho me temo que en los planes de Sancho no entre precisamente el concederte tiempo. Deberías ser más realista en vez de soñar tanto.
El séquito de don Alfonso se acercaba a Osorno.
—¿Me estás tomando por ingenuo, Urraca?
—En absoluto, Alfonso. Sólo quiero que abras un poco más los ojos y veas la realidad. Sancho no te concederá un minuto de tregua hasta que consiga su objetivo y creo que con el paso que acabas de dar se lo has puesto mucho más fácil.
—Pues yo no lo veo así. Espero que mi reino salga reforzado con este pacto.
—Dios te oiga, Alfonso. Pero ¿cómo crees que va a gobernar Sancho la parte que le corresponda de Galicia con todo tu reino en medio, impidiéndole el libre tránsito entre uno y otro de sus reinos?
—No había pensado en eso.
—Tú no habías pensado en eso, pero yo sí. De la única forma que podrá hacerlo es quitándote a ti de en medio y no dudes que lo hará.
Dejaron atrás Osorno para internarse en la vasta llanura de Tierra de Campos. A pesar de que acababa de dar inicio la primavera, el sol ya se dejaba sentir, máxime en aquella inmensa llanura. Uno de los lacayos hizo notar a don Alfonso que debían acelerar el paso si querían llegar a Sahagún de Campos antes del anochecer. A medida que se acercaba el mediodía el calor iba en aumento lo mismo que la fatiga de los caballos haciendo que su marcha fuera más lenta. A pesar de no haberse detenido más que un momento para tomar un refrigerio y para que las bestias se dieran un pequeño respiro, llegaron a Sahagún cuando la noche ya extendía su negro manto por toda la campiña y en el cielo titilaban las primeras estrellas.
Al amanecer del día siguiente doña Urraca partió para Zamora, mientras que don Alfonso continuó viaje hacia León preocupado por los comentarios que le había hecho su hermana predilecta, que no dejaron de sembrar cierta desazón en su corazón. Tal vez se había precipitado al acceder a los deseos de su hermano mayor, que no tardó en llevar a la práctica lo acordado. Don Sancho invadió Galicia y apresó a don García en Santarem, trasladándolo a Burgos como su prisionero. Poco después lo dejó en libertad con la condición de que se refugiara en la paria de Sevilla, que no debería abandonar jamás si quería seguir con vida.
3
El acuerdo al que habían llegado los dos hermanos en Burgos no podía tener larga vida ni arribar a buen puerto. Tal como le pronosticara doña Urraca a don Alfonso, su hermano mayor no iba a aceptar de buen grado la situación creada entre sus reinos con el reino de León interpuesto entre ambos. La solución no pudo ser otra más que el enfrentamiento a través de las armas. Éste se produjo en los primeros días del mes de enero del año 1072, en el lugar denominado Golpejera, en las cercanías de Carrión de los Condes. El enfrentamiento entre las huestes de los dos monarcas fue cruento. Las bajas por ambos bandos, incontables. Después de muchas horas de enconada lucha, la victoria se decantó del lado del leonés, que, victorioso, ordenó que sus huestes no siguieran a las desbandadas del monarca castellano.
Este gesto que lo honra por su gran nobleza de corazón fue su perdición. Mientras el glorioso rey y sus mesnadas se dedicaban a celebrar la victoria obtenida, las huestes de su hermano, tal vez imbuidas por su alférez Rodrigo Díaz de Vivar, lograron reagruparse de alguna manera para caer villana y alevosamente sobre las confiadas mesnadas de don Alfonso. No de otra manera puede imponerse el vil al noble, el cobarde al valiente. Pero esta infame victoria sirvió a los castellanos para ensalzar a su rey y a su ilustre héroe, Rodrigo Díaz de Vivar, hasta las cúspides más insospechadas del honor y de la osadía. Nunca se obtuvo mayor gloria de tamaño oprobio. ¿Se puede imaginar mayor desfachatez e ignominia?
Los restos del desbaratado ejército del rey Sancho ocasionaron enormes bajas y prisioneros en las desprevenidas huestes de don Alfonso. Él mismo fue aherrojado y llevado a Burgos en calidad de prisionero de su hermano. Como consecuencia de este indigno triunfo, don Sancho se hizo proclamar rey de León pocos días después de estos hechos. Sin embargo, ni el obispo de León, Pelayo II, que se negó a imponer la corona real sobre la cabeza del autoproclamado nuevo rey, ni la mayor parte de los nobles leoneses aceptaron su nombramiento. Este rechazo por parte de los altos dignatarios leoneses no tardaría en dar sus frutos.
El 12 de enero de 1072 resplandecían las calles de León con infinitos destellos luminosos, pero no porque las hubieran engalanado para el inmediato acontecimiento que iban a vivir, sino por el reflejo del sol en la nieve caída aquella misma noche. Un grueso manto blanco de unos cincuenta centímetros de espesor cubría todo lo que la vista abarcaba. Las gentes de la ciudad no osaron abandonar sus casas a pesar de que a las doce del mediodía tendría lugar la coronación del nuevo rey. Tan sólo el séquito real y algún que otro feligrés se acercó a la catedral de Santa María y San Cripriano. El templo ofrecía un aspecto deplorable. Pocos años antes el propio rey Fernando I de León se había sentido conmovido por su lamentable apariencia y pobreza comprometiéndose a su restauración. A pesar de los esfuerzos hechos, ésta estaba sin acabar. A la glacial imagen que su aspecto físico presentaba, había que añadir la frialdad humana y ambiental. El rey se encontraba rodeado por un reducido grupo de allegados y sus más fieles servidores. En el momento del Ofertorio, el obispo se negó a imponerle la corona real.
—Señor, mis manos no se mancharán con la imposición de la corona de León en vuestra indigna cabeza. Mi persona no se prestará a tan gran infamia.
Don Sancho se sintió enormemente humillado con aquel gesto del obispo. En un ataque de orgullo y de ira arrancó la corona de las manos del mitrado y él mismo se la colocó sobre su propia cabeza. Los pocos nobles y magnates leoneses, que habían asistido a la coronación del usurpador más bien obligados que por propia convicción, abandonaron en aquel mismo instante el templo en solidaridad con la postura de su obispo. El recinto catedralicio pareció helarse por completo. Tan sólo los oficiantes y un reducido grupo de incondicionales del rey permanecieron en él.
Doña Urraca asistió a la coronación de don Sancho no para felicitarlo ni para festejar con él ese acontecimiento, que era lo último que deseaba en este mundo, sino para suplicarle que dejara en libertad a don Alfonso. Terminados los festejos civiles de la celebración, la infanta pudo hallar un resquicio para hablar a solas con su hermano.
—¿Te sentirás satisfecho por tu gran hazaña, no?
—¿A ti qué te parece, hermanita? —le contestó él con cierto sarcasmo.
—A mí me parece que eres un indeseable, Sancho. Tu ambición y tu orgullo te ciegan hasta el punto de no dejarte ver nada más fuera de ti. Has despojado a nuestros hermanos de lo que nuestros padres les dieron por derecho propio, como si sólo tú pudieras disponer de su legado a tu antojo.
—Así es, hermana. El reino de nuestros padres sólo a mí me correspondía heredarlo, pero como yo no era el favorito de ellos, ni de ninguno de vosotros, padre dispuso que se repartiera entre todos. Si el heredero hubiera sido Alfonso, seguro que no habría optado por esa fórmula. Pues bien, ni nuestros padres, que ya nada pueden hacer, ni todos vosotros juntos vais a impedirme que lleve a cabo mis planes. Como ves, ya sólo me quedan unas migajas para terminar de juntar todo el patrimonio de nuestros progenitores. No tardaré en conseguirlo.
—¡Miserable, que no eres más que un miserable!
Doña Urraca sabía que su hermano mayor no descansaría hasta haberse hecho con todo el legado de sus padres. Ya lo sospechó en la despedida que les hizo en los funerales de su madre.
—Puedes insultarme lo que quieras, hermanita, eso no me hará cambiar de planes.
La infanta se mordió los labios. Sabía que no iba a conseguir doblegar el orgullo de su hermano. Además, si seguía por ese camino, podía malograr el objetivo que la había llevado hasta allí.
—Y ahora que tienes reunido todo el patrimonio de nuestros padres, podías concederle la libertad a Alfonso para que no se pudran sus huesos en las mazmorras.
—Sabes muy bien que aún no tengo reunido todo el patrimonio de nuestros padres —le comentó él con una sonrisa sarcástica—. En cuanto a Alfonso, ya llegará el momento de ocuparnos de él.
—Podías dejarlo que se vaya a vivir a la paria de Toledo, como hiciste con García enviándolo a Sevilla.
—No me parece muy buena idea. Ya consideraré con calma la mejor solución. Y ahora, hermanita, te dejo, pues hay otros asuntos que reclaman mi atención.
Don Sancho le dio la espalda a su hermana, que quedó sumida en un piélago de incertidumbres.
Poco después de los acontecimiento aquí descritos, don Alfonso dejaba las mazmorras del castillo de Burgos para ingresar en la abadía benedictina de Sahagún de Campos. Parece ser que la intervención del abad Hugo de Cluny había influido en la decisión del rey. La orden era que tenía que tomar los hábitos y permanecer en el monasterio hasta el fin de sus días. El propio padre abad del cenobio de Sahagún se comprometió a cumplir fielmente aquel mandato. No obstante, no tardó doña Urraca en urdir un plan para liberar a su hermano de los votos impuestos y del encierro al que lo habían condenado.
Paseaba don Alfonso por el claustro del monasterio de Sahagún, cuando se le acercó uno de los legos que estaba al servicio de los monjes.
—Señor, me han dado esta nota para Vos.
Don Alfonso se apresuró a leer el mensaje que contenía. En la nota le decían que se preparara para salir del monasterio la noche del Sábado Santo, en el momento en que todos los monjes asistieran a la Misa de Resurrección. Recordó que aquel día era Sábado de Pasión, por lo que tan sólo quedaba una semana para el día señalado. Mascó la nota hasta reducirla a una pelotilla que aún aplastó más con sus dedos. Luego miró hacia todas partes para ver si lo observaban. Cuando se cercioró que nadie lo veía, excavó un pequeño hoyo en la tierra donde la enterró. Acto seguido abandonó el claustro para encerrarse en su celda a meditar el plan que le habían propuesto. No sería difícil de llevar a cabo, puesto que él estaba exento de acudir a la mayor parte de los oficios divinos. Así, pues, nadie lo echaría en falta en la Misa de Resurrección. El problema era cómo se las ingeniaría para abrir la puerta del monasterio. Éste, llegada la hora nona, quedaba cerrado a cal y canto para todos sus moradores. Tan sólo el hermano portero podía abrir o cerrar la puerta, pero era un hombre insobornable y fiel al abad, no de otra manera le hubieran confiado las llaves del cenobio.
Todos aquellos días los pasó don Alfonso dándole vueltas en la cabeza al problema de cómo abrir la puerta del monasterio el día señalado y a la hora fijada. El Viernes Santo, mientras paseaba por el claustro, se le acercó de nuevo el lego que le había pasado la nota para decirle que al día siguiente estuviera en la puerta del monasterio a la hora fijada. Él quiso preguntarle cómo se las arreglaría para salir, pero el lego le impuso silencio alejándose inmediatamente de allí para no infundir sospechas. Tan sólo le recalcó que fuera puntual. Al día siguiente, a la hora fijada, el exmonarca se presentó ante la puerta del cenobio donde lo esperaba su confidente, el cual extrajo una llave de debajo del hábito con la que abrió la puerta sin ningún contratiempo. Fuera aguardaban a don Alfonso cuatro caballeros de su entera confianza con un caballo bien enjaezado en espera de su montura. El joven exmonarca no dudó un instante en montar en él y partir en veloz carrera para alejarse lo más rápidamente posible del monasterio y del propio Sahagún. Ya en campo abierto, los cuatro jinetes, que portaban instrucciones de doña Urraca, le hicieron saber que su destino era la ciudad de Toledo. En Medina del Campo los esperaba el incondicional Pedro Ansúrez con un escuadrón que le daría escolta y protección hasta la ciudad imperial.
4
Autocoronado rey de León, don Sancho partió con sus huestes hacia la ciudad de Toro. Doña Elvira, a la sazón señora de la ciudad conforme al testamento otorgado por sus padres, no opuso resistencia a las fuerzas invasoras de su hermano, por lo que le hizo entrega pacífica de las llaves de la misma. Ya tan sólo le quedaba al ufano rey don Sancho apoderarse de la ciudad de Zamora para reunir todo el legado de sus padres en su propia persona. Con este objetivo pone rumbo a Zamora, ciudad de la que se pretendía adueñar con la misma facilidad que lo hizo con Toro. Pero la realidad no se lo puso tan fácil como lo habían hecho su imaginación y su ambición desmesurada.
Cuando llegó a Zamora, la bien cercada, se encontró con sus murallas infranqueables y todas las puertas cerradas. En su interior se habían alojado muchos caballeros y partidarios del rey de León, Alfonso VI, con el propósito de hacerse fuertes ante el invasor y vender muy cara hasta la última gota de la sangre que corría por sus venas. Capitaneados por el gobernador de la ciudad, Arias Gonzalo, se negaron a abrir las puertas al rey usurpador del trono de León. A don Sancho no le quedó más alternativa que asentar sus reales frente a la puerta principal y ordenar que sus huestes cercaran todo el perímetro de la ciudad para que ninguno de sus habitantes pudiera salir de ella.
—Ya veréis cómo no tardan en entregarse —les dijo a sus más leales seguidores una vez instalado su campamento frente a las inexpugnables murallas—. Cuando se den cuenta que no vamos a levantar el sitio y el hambre y la sed comiencen a hacer mella en ellos, saldrán como corderitos mansos a rendirse ante mis pies.
Eso era lo que esperaba que sucediera el ingenuo de don Sancho. No contó con la resistencia numantina que iban a presentar los zamoranos. Transcurridos dos meses del cerco, el rey decidió enviar a su alférez a parlamentar con los cercados.
—Veo que son tozudos estos zamoranos y leoneses —comentó ante sus más fieles colaboradores—. Parece que no están dispuestos a ceder. Mañana mismo te presentarás tú, Rodrigo, ante su adalid y ante mi propia hermana para conminarlos a deponer su postura y a entregarme las llaves de la ciudad sin más demora.
—Señor, os agradezco la confianza que depositáis en mí, pero yo no soy la persona más indicada para llevar a cabo el servicio que demandáis —le contestó su alférez.
—¿Por qué lo dices, Rodrigo?
—Porque, como sabéis, Señor, he sido educado bajo los auspicios de don Arias, que es quien lidera este motín. Vuestra hermana, por otra parte, actuó como mi madrina de armas en mi nombramiento como caballero. Sería juez y parte en esta misión, por lo que el resultado de la misma no podría ser neutral.
Don Sancho meditó durante unos segundos las palabras de su alférez. No le faltaba razón en lo que argumentaba. A pesar de ello, el rey consideró que era la persona más idónea para llevar a buen término aquella misión.
—No importa, Rodrigo. Irás de todas formas y les pedirás de mi parte que depongan su actitud. A Arias Gonzalo y el resto de cabecillas les prometerás de mi parte el perdón incondicional si se rinden ahora mismo. A mi hermana le dirás que podrá seguir viviendo en Zamora, si ése es su deseo, y que le respetaré las rentas de los monasterios que le otorgó mi padre. Si no se entregan ahora, cuando tomemos la ciudad por las armas no tendré compasión de nadie.
Los zamoranos llevaban ya dos meses de asedio. Algunos alimentos empezaban a escasear. Doña Urraca temía por la vida de sus súbditos. Si aquella situación se prolongaba en el tiempo, muchos de ellos podrían perecer de inanición. Una sola palabra suya evitaría grandes sufrimientos a la población. En más de una ocasión había expuesto esos temores ante la junta de gobierno de la ciudad, presidida por Arias Gonzalo. Ni éste ni el resto de nobles que formaban la junta aceptaron jamás su propuesta. Había que resistir el asedio hasta el final, costara lo que costase. En esa situación delicada se presentó Rodrigo Díaz de Vivar con la embajada real.
—Señora, me envía vuestro hermano con una misión especial que jamás debí aceptar. Son muchos los lazos afectivos que me unen a vos como para tratar con ecuanimidad este asunto. Si de mí hubiera dependido, no me encontraría en estos momentos ante vuestra presencia.
Doña Urraca y toda la junta que gobernaba la ciudad se hallaban expectantes ante la propuesta que les llevaba el alférez de don Sancho.
—Habla, Rodrigo. Dinos qué quiere ahora mi hermano.
—Vuestro hermano os pide, a través de mi humilde boca, que depongáis esta actitud y le entreguéis las llaves de la ciudad.
Un murmullo general de desaprobación recorrió la sala del palacio donde se hallaban reunidos. Arias Gonzalo le hizo saber a doña Urraca que jamás cediera ante aquel desafío.
—¿Y qué nos daría a cambio de eso? —preguntó la infanta.
—A vos os permitiría seguir viviendo aquí en Zamora, si ese es vuestro deseo, así como disfrutar de por vida las rentas que produzca el infantazgo que os legó vuestro padre. Al resto de los aquí presentes les perdonaría el acto de rebelión que están protagonizando y los dejaría regresar libres a sus feudos.
Nuevo murmullo discrepante por parte de todos los asistentes. Después de una breve deliberación entre ellos y de exigirle la máxima firmeza a doña Urraca, habló en nombre de todos Arias Gonzalo:
—Rodrigo, yo, que te tuve bajo mi protección durante tantos años y que te consideré como un miembro más de la familia real a la que eduqué, no puedo comprender que te hayas prestado a ser el portador de esta propuesta infame. Le dices a tu señor que doña Urraca no cede a su chantaje, que los prohombres aquí reunidos no cedemos tampoco y que Zamora no se rinde ante el usurpador del cetro real de León. ¡Antes la muerte que nuestra capitulación!
Rodrigo Díaz de Vivar abandonó la estancia palaciega corrido y humillado por quien había sido su preceptor. Sin volver la vista atrás dejó la ciudad para llevar presto a su señor la respuesta que ésta le había dado. Mientras tanto los nobles seguían departiendo con doña Urraca el incidente que acababa de ocurrir.
—Es posible que nos hayamos precipitado un poco en la respuesta —comentaba la infanta—. Por los ancianos, las mujeres y los niños deberíamos haber reconsiderado algo más la propuesta de mi hermano. Llevamos dos meses de asedio y todos sabéis que comienzan a escasear algunos productos de primera necesidad. ¿Qué haremos cuando no nos quede nada que llevarnos a la boca? ¿Cómo lo soportarán las mujeres embarazadas, las madres que están dando el pecho a sus hijos, los niños, los ancianos, los enfermos?
—Dios proveerá, señora —le contestó Arias Gonzalo en nombre de todos.
—No sé si eso será suficiente, mi querido preceptor. Me temo que lo vamos a pasar muy mal y tal vez yo podría evitarlo. Me sentiré responsable de los sufrimientos que padezca la ciudad por nuestro orgullo y nuestra obcecación.
—Podéis descansar tranquila, señora, que esa responsabilidad caerá toda sobre nosotros y sólo sobre nosotros. Desde hoy quedáis exonerada de asistir a las juntas y de participar en la toma de decisiones. Esta función será exclusivamente nuestra para bien o para mal. A vos le daremos cuenta de nuestras decisiones, pero a partir de ahora no la volveremos a involucrar en las mismas. Y estad tranquila, que velaremos por el bienestar de toda la población y por el justo reparto de los alimentos que tenemos.
—Gracias, mi buen amigo y protector Arias. Antes de dejaros, quiero desearos suerte y acierto en vuestras decisiones para que este asedio termine lo antes posible.
Doña Urraca a partir de ese momento no volvió a tomar parte en el gobierno de la ciudad. Dedicó todos sus esfuerzos a ayudar a los más necesitados, que a medida que pasaban los días su número iba en aumento. El pan, las legumbres, las hortalizas, la carne, el vino, todo iba desapareciendo de los almacenes y bodegas donde los custodiaban como si del bien más preciado se tratara. Sus reservas se habían reducido a la décima parte de lo que había al inicio del asedio. Las autoridades se encargaban de dar equitativamente a cada habitante su ración diaria, pero el tiempo pasaba y no había forma de reponer los víveres. El hambre había comenzado a hacer ya estragos en los más débiles. Cada día había más famélicos en la ciudad, cuyo aspecto infundía pavor en los más pusilánimes y compasión en las almas más indulgentes. Ya hacía más de seis meses que había dado comienzo el asedio. Incluso los más valientes y decididos comenzaban a flaquear en su entereza.
—¿No crees que estamos llevando demasiado lejos esta situación, mi querido Arias?—insinuó uno de los caballeros asistentes a la reunión de la junta.
—Tal vez sí —le contestó él—, pero tú sabes, igual que todos los aquí presentes, que nuestra intención es llegar hasta el final. No hemos hecho este sacrificio para arrojar ahora las armas y doblegarnos ante ese usurpador. Nuestro rey es don Alfonso y sólo a él acataremos. Antes la muerte que rendirnos.
Todos aplaudieron las palabras del gobernador. Nadie estaba dispuesto a humillarse ante don Sancho.
—El honor, la dignidad, el decoro, la caballerosidad, la nobleza, la adhesión, la lealtad —replicó el primero— son virtudes que se pueden observar muy bien cuando se vive en la abundancia, pero cuando no hay nada que llevarse a la boca, es preferible renunciar a ellas y ser más prácticos. Eso por lo que a nosotros nos concierne. Pero no olvidemos que aquí representamos a toda la población de Zamora y toda esa gente que se está muriendo de hambre no entiende de honor, de dignidad, de nobleza, de lealtades. Para ellos, en estos momentos, el máximo valor que hay es llevarse un bocado de pan a la boca.
—Somos conscientes de ello, mi querido Bellido —que éste era el nombre del caballero que había hablado—, pero también somos conscientes que vivir sin honra no merece la pena vivir. Por eso, antes la muerte que vivir afrentados.
Nuevo aplauso de todos los asistentes.
—Bien —continuó Bellido—, entonces ¿qué hacemos con los que están a punto de morir de hambre? Ya sabéis que ayer enterramos a las dos primeras víctimas de esta calamidad. No tardarán en seguirlas otras. La ración de alimentos que se suministraba hace quince días ha quedado reducida a la cuarta parte. Ya apenas hay pan ni legumbres. El vino se agotó hace tiempo. Llevamos más de dos meses sin probar la carne. ¿Qué nos queda? Comer las ratas y alimañas que deambulen por los estercoleros y muladares de la ciudad. Y también ésas se acabarán. Y después ¿qué?
—Ten fe, Bellido.
—La fe no basta. Hay que hacer algo más para salir de esta situación insufrible.
Un susurro se extendió por la sala. La mayor parte de los asistentes estaba de acuerdo con el pragmatismo de Bellido Dolfos. La situación era crítica. Estaban llevando a la población civil a un suicidio colectivo del que no eran partícipes. Para la mayoría de ellos el honor, la nobleza, la lealtad, el decoro, la dignidad eran palabras vacías de sentido. Su máxima ambición en esta vida era vivirla como buenamente podían. A ellos les daba igual que reinara Sancho o Alfonso. Lo único que querían era que los dejaran vivir en paz. Se encontraban allí no por voluntad propia, sino porque era el lugar que el destino les había deparado. Y precisamente por eso estaban sufriendo una hambruna con la que jamás habían soñado. Los responsables del gobierno de la ciudad no podían utilizarlos como conejillos de indias para sus propios fines. Debían tomar una decisión y pronto. Pero ¿cuál?
—¿Y qué se podría hacer? —preguntó alguien tímidamente.
—Algo se podrá hacer —respondió Bellido—. Sólo pido que, llegado el caso, no pongáis obstáculo ninguno y allanéis el camino.
—De eso puedes estar bien seguro —le contestó Arias Gonzalo—. Hagas lo que hagas, cuenta con todo nuestro apoyo.
A partir de aquel mismo momento Bellido Dolfos empezó a urdir un plan para acabar con el asedio de don Sancho. Día y no noche no cejaba de maquinar uno y desechar otro. Su cabeza no descansaba más que las escasas horas que dedicaba al sueño y aun entonces soñaba con acabar con el cerco del rey castellano. Cada día la situación se agravaba más y más. Ya iba para siete meses de asedio sin que se vislumbrara su final. La gente, famélica, se moría inexorablemente. Los alimentos escaseaban. Las enfermedades iban en aumento. Muchos se desplomaban, porque sus miembros no eran capaces de soportar su enjuto cuerpo. Apenas había ya dónde enterrar los cadáveres. Corrían el riesgo de que se desencadenara la peste en la ciudad y se extendiera por la misma hasta acabar con todos ellos.
Una mañana soleada de octubre Bellido Dolfos paseaba sobre la puerta de Doña Urraca. Iba inquieto de un torreón al otro sin perder de vista los movimientos de las huestes de don Sancho. Desde aquel punto privilegiado seguía todos los pasos del rey. Había salido a pasear no lejos de su real, tal vez para estirar un poco las piernas y aprovechar los cálidos rayos de aquel sol otoñal para desentumecer sus ateridos miembros. Bellido no se lo pensó dos veces. Tomó en sus manos una lanza y montó el caballo más veloz que había en la plaza. Ordenó que le abrieran las puertas y partió de la ciudad como un rayo. Antes de que el enemigo se pudiera percatar de su presencia, atravesó con su lanza al rey Sancho, que dio de bruces con su cuerpo en tierra mortalmente herido. Bellido Dolfos espoleó su caballo y en veloz carrera penetró de nuevo en «la bien cercada», a cuyo paso las puertas se cerraron otra vez a cal y canto para impedir la entrada del enemigo.
Atónitas las huestes de don Sancho, no sabían si acudir a socorrer a su señor o perseguir al intrépido caballero que había osado herirlo de muerte. Algunos se lanzaron tras él, pero ya era demasiado tarde. Las puertas de la ciudad se cerraron ante ellos cortándoles el acceso a la misma. Los auxilios que prodigaron al herido rey no fueron suficientes para detener la fuerte hemorragia causada por la herida. No tardó mucho en expirar. Sus afligidos incondicionales amortajaron su cadáver lo mejor que pudieron y partieron con él hacia Burgos. Días más tarde fue enterrado en el monasterio de San Salvador de Oña, tal como había dispuesto él en vida.
Por su parte Bellido Dolfos fue aclamado por los zamoranos como el héroe que los había liberado del pertinaz asedio del rey don Sancho. Fue llevado a hombros por los que aún conservaban algunas fuerzas y jaleado y vitoreado por la plaza principal de la ciudad. El gobernador, Arias Gonzalo, y todos los que con él habían formado parte del gobierno de la ciudad durante el asedio aclamaron como héroe al valiente caballero que los acababa de liberar de tan fatídico sitio. Desde aquel mismo momento Bellido Dolfos fue nombrado hijo predilecto de Zamora, pero el tiempo, que todo lo cambia, y el reino de Castilla, que todo lo manipuló y tergiversó, vino en ningunearlo y difamarlo como a vulgar traidor asesino. Vituperios que héroe tan leal y valiente jamás debió haber recibido.
5
Don Alfonso, escoltado por la escuadra de su ayo Pedro Ansúrez, en la que también iban los hermanos de éste, Gonzalo y Hernando, llegó sin ningún contratiempo a la imperial Toledo. Fue recibido con los brazos abiertos por el rey taifa de la ciudad, Yahya ibn Ismail al-Mamun, subordinado suyo, a quien expuso los motivos que lo llevaron a demandarle refugio y protección.
—Yahya, mi buen amigo y amigo de mi glorioso padre, yo, que en otro tiempo fui rey poderoso y tu señor, vengo hoy aquí como rey destronado a solicitar tu amparo. He sido alevosamente privado de mi cetro por la ambición irrefrenable de mi hermano mayor, que no ha parado desde la muerte de mis padres hasta reunir en su sola persona el legado que nos dejaron nuestros augustos progenitores. Después de desposeer a mi hermano menor del reino de Galicia, se ha apoderado de mi reino, el reino hegemónico de León, con nocturnidad y alevosía. Sus huestes fueron vencidas y desbaratadas por las mías. Según las leyes de la caballería, ordené a mis valientes guerreros que no persiguieran a los guerreros cristianos vencidos. Hallábamosnos celebrando la victoria, cuando inesperadamente fuimos atacados por las tropas de mi hermano que se habían rehecho de una manera sorprendente. Contra toda ley de caballerosidad y de cortesía, fuimos atacados por sorpresa y vencidos innoblemente. Mi hermano hizo muchos prisioneros entre mis huestes y también a mí me tomó como rehén suyo encerrándome en las mazmorras del castillo de Burgos. Merced a las gestiones de mi hermana Urraca y de algún otro amigo poderoso, pude cambiar las mazmorras del castillo de Burgos por los hábitos del monasterio de Sahagún. De allí una vez más me han liberado los desvelos de mi dilectísima hermana y de algunos leales vasallos que no me han abandonado en mis desdichas.
»Yahya, mi buen amigo, vengo a refugiarme en tu reino, porque sé que no me negarás tu inestimable amistad y que bajo tu amparo obtendré total protección sobre las asechanzas de mi hermano Sancho y su insaciable ambición de poder. Mis deudos no se sienten capacitados para poder dármela ni tampoco mis primos los reyes de Navarra y Aragón, que temen la ira de mi hermano si me la ofrecieren. No te pido, mi buen amigo, que me ayudes a recuperar mi reino perdido, como sería lógico entre los de nuestro linaje a pesar de la diferencia de nuestras religiones. Tan sólo te pido, mi buen amigo Yahya, que nos permitas a mí y a mi reducido séquito vivir en paz a la sombra de tu palacio. Si así lo hicieres y algún día recupero mi cetro, te prometo solemnemente que no olvidaré este gesto y serás debidamente recompensado.
A pesar de hallarse allí don Alfonso en calidad de rey destronado, al-Mamún se deshizo en toda clase de atenciones y elogios con el fin de que su destierro le resultara lo más agradable posible.
—Mi buen amigo Alfonso, confía en mí como en tu mejor amigo. En mi casa hallarás todo lo necesario para tu regalo y bienestar. Te prometo que no echarás en falta tu propio palacio y que no encontrarás acogida más placentera en ningún otro reino. La suerte es mudable. Lo que hoy es desgracia mañana se puede trocar en dicha. Espero que entonces nuestra amistad siga tan inquebrantable como hoy y que no olvides este momento.
—No lo olvidaré jamás, mi buen amigo Yahya.
Al-Mamún dispuso desde el primer momento que fuera alojado en una de las mejores estancias que tenía al lado de su palacio. No quería que el destronado rey careciera de ninguna de las comodidades a las que estaba acostumbrado. Puso a su servicio varias doncellas para que don Alfonso pudiera disfrutar de una estancia regalada todo el tiempo que permaneciera en la ciudad. También le hizo el honor de sentarlo a su mesa para que no se sintiera extraño lejos de su casa y de su corte. No obstante, al-Mamún le exigió a don Alfonso una especie de juramento o promesa, en el que se comprometería a guardar secreto de todo lo que allí viera y conociera y a no utilizarlo jamás en su contra. Era lo menos que le podía pedir a quien consideraba en esos momentos algo así como su prisionero o invitado especial. Con todo desde el primer momento se reforzó la gran amistad que había entre ambos. Amistad que con el tiempo daría sus frutos.
Don Alfonso acompañaba a al-Mamún en sus paseos por la ciudad y por los jardines de la misma. Esto le ayudó a conocer su ubicación y los puntos débiles que podía ofrecer ante un potencial ataque. La ciudad, asentada sobre una colina en torno al río Tajo y protegida por unas sólidas murallas, resultaba prácticamente inexpugnable ante cualquier ofensiva. Pero don Alfonso en aquel momento no pensaba en conquistar Toledo. Ya habría tiempo para ello. Por su cabeza sólo rondaba la idea de cómo recuperar su reino perdido. Más de una vez había maldecido su espíritu bondadoso y su ideal de honorabilidad que lo habían llevado a su perdición. Nunca debió haber dado la orden de no perseguir a las huestes desbandadas de su hermano cuando lo venció en la batalla de Golpejera. Su hermano no tuvo para con él la misma deferencia. Ni siquiera eso, pues su hermano no hizo uso de las leyes de la caballerosidad que existían entonces. Sancho, cual víbora ponzoñosa, rehízo como pudo sus fuerzas desperdigadas para caer con nocturnidad y alevosía sobre sus huestes, que descansaban despreocupadamente después de la merecida victoria.
Transcurrían apaciblemente los meses en la ciudad del Tajo. Don Alfonso, que recibía toda clase de atenciones por parte de su huésped el rey taifa al-Mamún, no se sentía feliz. El cerco que su hermano había puesto a la ciudad de Zamora no cedía. Su hermana doña Urraca y todos sus súbditos debían de estar sufriendo lo indecible. Si él pudiera hacer algo para liberarlos, no lo dudaría un instante. Pero carecía de fuerzas para llevar a cabo cualquier plan. Tan sólo un puñado de leales, entre los que descollaba Pedro Ansúrez, estaba allí a su lado. ¿Dónde podían ir ellos y qué podían hacer ante un ejército tan poderoso como el de Sancho?
Ya habían cedido los rigores estivales en la que fuera capital de los visigodos. Sus habitantes, a pesar de estar habituados a las altas temperaturas veraniegas, procuraban sufrirlas lo menos posible refugiándose en los lugares más frescos de sus casas o amparándose en las sombras de sus tortuosas y estrechas calles, callejuelas y callejones. Los álamos y chopos de las riberas del Tajo habían trocado su verde habitual por tonos ocres y amarillentos. Una alfombra de cálidos colores cubría la verde hierba de sus orillas. Las golondrinas hacía tiempo que habían emigrado a zonas más cálidas. Las sofocantes noches estivales se habían trocado en suaves noches otoñales. La temperatura de la ciudad era más dulce y el aire más transparente. Don Alfonso estaba a punto de abandonar el palacio para proceder a su paseo matinal. En ese momento se acercaba un jinete polvoriento y sudoroso, que apenas había dado tregua a su caballo durante la noche, para llevarle la nueva. Se trataba del emisario que doña Urraca había enviado a Toledo unos días antes.
—Señor —dijo al tiempo que se postraba a sus pies—, el rey don Sancho ha muerto. Vuestra hermana doña Urraca os espera en Zamora. Debéis partir de inmediato.
Don Alfonso, que no salía de su sorpresa y asombro, le preguntó al mensajero:
—¿Cómo ha ocurrido eso?
—Señor, un caballero llamado Bellido Dolfos salió de la ciudad de Zamora en veloz carrera e hirió de muerte a vuestro hermano. Después, con la misma rapidez, regresó indemne a la ciudad.
—¡Bendito sea su nombre y bendita la hora en que tal hazaña hizo! Su gesta debería permanecer para siempre en los anales de la Historia. Por fin se ha hecho justicia ante tanta iniquidad.
—Señor —insistió el mensajero—, su hermana está deseosa de veros. Le agradecería que partiera sin demora para Zamora donde lo espera con sus más fieles partidarios, que han hecho posible la resistencia de la ciudad ante tan duro asedio.
Don Alfonso, sorprendido gratamente por aquella nueva que no esperaba, decidió poner en práctica el consejo que le daba el emisario de su hermana.
—Vasallos y amigos míos, como bien sugiere este buen servidor, no debemos permanecer más tiempo en esta ciudad, a pesar de habernos brindado tan afable acogida durante todos estos meses que ha durado nuestro destierro. Ahora debemos partir allí donde el deber nos llama, para tomar de nuevo las riendas de nuestro reino tan innoblemente perdidas. Dios o el destino han devuelto de nuevo a mis manos el cetro que me fue vilmente arrebatado. Es hora de reinar con justicia y de reunificar bajo mi corona todo el legado de mis padres. Hoy mismo partiremos para tierras de Zamora.
El pequeño séquito de leales totalmente eufóricos, capitaneado por Pedro Ansúrez, puso en marcha la maquinaria para abandonar aquel mismo día la ciudad del Tajo. Don Alfonso se despidió de su anfitrión, al-Mamún, redoblando sus vínculos de amistad hasta que la muerte los separase. Éste, como muestra de esa amistad, lo acompañó durante un trecho, regresando después a la ciudad no sin antes reforzar sus lazos amistosos y darle dinero con que sufragar los gastos del camino. Después de varios días de viaje por arduos y tortuosos caminos entre Toledo y Zamora, hacían su entrada triunfal en «la bien cercada», donde los esperaba con gran ansiedad doña Urraca.
—¡Bienvenido seas, hermano mío! —exclamó estrechando ardientemente entre sus brazos a su hermano predilecto—. ¡Cuánto tiempo sin vernos y qué largo y penoso se me ha hecho! —le susurraba con los ojos impregnados en lágrimas.
—Cálmate, querida hermana. Ya pasó todo. Ya me tienes a tu lado y te prometo que nadie nos volverá a separar.
—Dios te oiga, Alfonso. ¡No sabes cuánto he sufrido!
—Me lo imagino, Urraca, pero se ha hecho justicia. Por cierto, no debe quedar sin premio la gran gesta de Bellido Dolfos.
—No quedará. De eso puedes estar bien seguro. Pero pongámonos cómodos. ¡Tenemos tantas cosas de qué hablar!
Los dos hermanos pasaron a un saloncito privado, primorosamente decorado, del palacio de doña Urraca. Allí, a solas, sentados en sendos sillones ricamente enjaezados, podrían departir sosegadamente de todo lo que había agobiado sus corazones durante aquellos largos meses de separación.
—Te encuentro algo más demacrada y enflaquecida. ¿Habrás padecido mucho por los infortunios de estas gentes, no?
—Mucho, Alfonso. No te lo puedes imaginar. Si de mí hubiera dependido, habría cedido hace meses ante el asedio, pero el grupo de nobles que formaba la junta de gobierno de la ciudad, con Arias Gonzalo a la cabeza, me impidió hacerlo. Estaban dispuestos a morir antes que ceder. A mí me relegaron a un segundo plano para que no tuviera responsabilidades en sus decisiones. A partir de entonces me dediqué a socorrer a todos los necesitados que tuve a mi alcance. Más de un enfermo y de un niño famélico se desvanecieron en mis brazos sin poder hacer otra cosa que dejarlos morir. ¡Qué horrible es ver agonizar a la gente así sin poder ofrecerles ni siquiera un pedazo de pan!
—Me lo imagino, querida, y todo por la ambición insaciable de nuestro hermano. Pero olvidemos eso, que ya es pasado, para centrarnos en el presente y el futuro. Habrá que rehacer esta ciudad sin pérdida de tiempo. Lo más importante es abastecerla de los alimentos básicos que necesita la población. Luego ya se cubrirán las demás carencias que se detecten.
—Eso ya está hecho, Alfonso. Desde que levantaron el cerco los castellanos, no han parado de entrar en la ciudad carros repletos de alimentos porteados por los campesinos del alfoz y de muchas otras comarcas de nuestro reino. De momento las necesidades básicas se están cubriendo. Gracias a Dios hoy ya no hay ningún zamorano que no pueda llevarse un pedazo de pan a la boca. Los que ya no pueden recuperarse son los que nos han dejado y los que aún pueden hacerlo si los alimentos que les proporcionan no surten efecto por haber llegado demasiado tarde. El resto de necesidades poco a poco se irá cubriendo.
Mientras esto hablaban, fuera de palacio se produjo una breve escaramuza. Un pequeño grupo de personas famélicas se disputaban los restos de las provisiones de un carro que acababa de entrar en la ciudad. Los que podían conseguir alguna migaja, se la llevan ávidamente a sus bocas antes de que otras manos se la arrebataran. Grupos de famélicos recorrían todavía las calles de Zamora buscando con voracidad algo que comer. Y es que la hambruna aún estaba lejos de desaparecer de la ciudad, a pesar de las buenas intenciones de doña Urraca y de su junta de gobierno.
—¿Qué alboroto es ése? —preguntó don Alfonso.
—Nada importante, querido. Son pequeños grupos incontrolados que asaltan cualquier carro o cualquier puesto de abastos que encuentran. Ya hemos tomado medidas para solucionar el problema. En un par de días quedará resuelto.
—Habrá que abastecer más deprisa la ciudad para terminar con el hambre de esos infelices y también habrá que aumentar la vigilancia para evitar estos altercados.
—Sea como tú dices, Alfonso.
Unos días más tarde entraban cincuenta carros abarrotados de alimentos para satisfacer las necesidades de todos los zamoranos. Un grito de júbilo en favor del rey resonó en toda la ciudad cuando vieron tantas viandas juntas en torno a ellos. Su popularidad creció hasta límites insospechados.
Don Alfonso decidió quedarse en Zamora hasta que se cubrieran todas sus necesidades. La ciudad, después de tantos meses de asedio, necesitaba toda su atención. Ya habría ocasión de acudir al resto de problemas de su reino. Durante todo ese tiempo mantuvo muchas charlas con su hermana preferida relativas a su reino y al gobierno del mismo. El rey aceptaba los consejos de doña Urraca como si vinieran de su propia madre, pues ése era el papel que desempeñaba ella ante su hermano predilecto, que ahora se podía decir que ya no tenía ningún obstáculo para gobernar en todo el reino de sus progenitores. Por fin, después de aquellos azarosos años desde la muerte de sus padres, podía ver a Alfonso en lo más alto de su reinado, en el trono que habían ocupado sus padres con todo su poder. Bueno, estaba aún por medio el escollo del hermano menor, García, pero eso no tardarían en darle una solución definitiva.
—Ahora que ya están solucionados los problemas más urgentes de Zamora, ¿qué piensas hacer, Alfonso?
—En primer lugar, tendré que tomar posesión de los tres reinos en que fraccionaron nuestros padres su patrimonio y que ya había unificado Sancho. Habrá que dotarlos de una mayor cohesión, como la que tenían antes de su fragmentación. Luego ya iremos pensando en cómo ampliar este patrimonio. Por mi mente bulle la idea de incorporar todo el al-Ándalus a nuestro reino. No será tarea fácil, pero con el tiempo todo se andará. Tendré que diseñar un plan para hacerme con Toledo, nudo gordiano de toda la Península. Si lograra dominar esta ciudad, todos los demás reinos taifas caerían en mis manos como castillos de naipes.
Los dos hermanos se habían retirado al saloncito reservado después de un frugal almuerzo. Allí, en privado, podían hablar a solas sin que nadie los interrumpiera.
—¿Qué hacemos con García, que puede constituir un estorbo para tus planes? Ya sabes que sus facultades mentales están un poco mermadas y que su experiencia de gobierno en los pocos años que reinó en Galicia no fue nada halagüeña. La mayoría de los nobles gallegos abandonaron su patria durante su reinado por las desavenencias que tenían con él.
—Algo haremos, Urraca, pero no creo que sea éste el momento más idóneo para tratar ese problema. De momento puede permanecer en Sevilla donde no estorba a nadie. Más adelante ya decidiremos.
—Tal vez éste no sea el momento más adecuado para resolver de una vez por todas el problema de García, pero no debes obviarlo, pues podría convertirse en un serio contratiempo en el futuro. Los obstáculos que halles en tu camino elimínalos de raíz cuanto antes para que no tengas que arrepentirte más tarde de no haberlo hecho.
—Tendré en cuenta tus consejos, querida hermana. No se te escapa ni un detalle —la infanta se sintió halagada por el comentario de su hermano.
—Si no me preocupara por esos detalles, cuántas veces tropezarías en el camino. Y hablando de detalles, ¿cómo van tus amoríos con Inés de Aquitania? ¿La has visto alguna vez durante todos estos meses?
—¿Cómo quieres que la vea, Urraca, si no se me ha permitido salir del reino de Toledo? He tenido un destierro muy regalado, pero no ha dejado de ser una privación de mi libertad.
—Eso ya me lo imagino, Alfonso, pero podía haberte hecho alguna visita ella.
Don Alfonso no pudo contener la risa.
—Ni lo sueñes, Urraca. Mis futuros suegros no harían un viaje tan largo por el mero hecho de que su hija y yo nos viéramos. Son muy serios como para permitirse una veleidad como ésa. Y mi futura esposa no es más que una niña a la que sus padres no dejan ni a sol ni a sombra.
—Pero, al menos os habréis mandado algún mensaje, ¿no?
—Eso sí. Nos hemos intercambiado varios mensajes durante los siete meses que ha durado mi destierro.
—Supongo que la boda irá para adelante, ¿o qué?
—La boda sigue en pie tal como la habíamos acordado. Se celebrará el año que viene cuando Inés cumpla los catorce años.
—Desde luego, no es más que una niña. Podría ser perfectamente mi hija.
—Ya lo creo que podría ser tu hija. Es una niña encantadora que casi tendremos que criar nosotros. Espero que pronto se convierta en una mujer que me ayude a llevar las riendas del poder.
Doña Urraca emitió un profundo suspiro, como si se hubiera sentido celosa.
—Para eso ya me tienes a mí, que no pienso abandonarte mientras me quede un soplo de vida. Tu futura esposa que se dedique a darte hijos que aseguren tu descendencia.
—Una reina no debe ser sólo una máquina de engendrar hijos. Debe compartir con su esposo sus inquietudes y anhelos y muchos de los asuntos del reino.
—Eso último ya lo veremos, Alfonso. Recuerda que este reino es el de nuestros padres. Por lo que me afecta a mí bastante más que a ella. Ya te he dicho que me tendrás siempre a tu lado para ayudarte a llevar las riendas del poder.
—Lo sé, Urraca, lo sé. Pero no olvides que la reina ha de ocupar su lugar.
—Ya hablaremos de eso —contestó la infanta con un mohín que no dejaba mucho lugar a dudas.
Se había propuesto gobernar el reino bajo la sombra de su hermano. Sabía que éste tenía un carácter bastante maleable que ella había dominado desde siempre. Por eso se había alegrado tanto de que hubiera recuperado todo el legado de sus padres y se preocupaba por allanarle todos los obstáculos en su camino. Tenía una gran ambición de poder que esperaba ejercer al lado de su hermano y no estaba dispuesta a que nadie se interpusiera entre ambos.
—Y tu infantado, ¿cómo va?
—¿Cómo quieres que vaya después de estos siete largos meses de asedio? Está totalmente abandonado. Espero que ahora disponga de tiempo suficiente para dedicarme a él. Hay muchos asuntos pendientes y tengo grandes sueños que quiero realizar en un futuro no muy lejano.
—No lo dudo. Siempre has tenido un espíritu inquieto. Espero que esos proyectos sirvan para mejorar e incrementar el patrimonio que te legaron nuestros padres.
—Puedes estar seguro de ello, Alfonso. Una vez que se recupere la normalidad aquí en Zamora, pienso desplazarme a León para ver cómo van los trabajos de la nueva catedral. La última vez que estuve allí fue en la coronación de Sancho. Las obras iban bastante avanzadas, aunque les faltaban muchos detalles por terminar. Se puede decir que la estructura del monumento ya estaba acabada, pero carecía de toda la decoración interior. Su apariencia en aquel momento era fría y desoladora y yo deseo darle algo más de calor para que los actos religiosos que se celebren en él resulten más acogedores. No quisiera que el día de tu boda ofreciera el aspecto que tenía hace ocho meses.
—Seguro que lo conseguirás.
—Eso espero, Alfonso. Aunque hace ocho meses que no sé nada de las obras. Supongo que no las habrán paralizado como consecuencia de este asedio.
La nueva catedral, que se alzaba sobre los restos de la primigenia, erigida a su vez sobre los vestigios de las termas romanas de la Legio VII gemina felix, fue mandada construir por doña Sancha y don Fernando décadas atrás ante el aspecto deplorable que ofrecía la anterior, después de los duros ataques que Almanzor había asestado a la ciudad de León. Se trataba de una iglesia románica de unos sesenta metros de largo por cuarenta de ancho. Estaba fabricada en ladrillo y mampostería. Tenía tres naves rematadas en tres ábsides semicirculares, dedicado el central a Santa María como en la anterior.
Los dos hermanos continuaron charlando fraternalmente. Tenían muchas cosas que contarse después de aquellos largos meses de separación. Don Alfonso permaneció en Zamora el tiempo imprescindible antes de desplazarse a León, que lo esperaba con ansiedad después de tan larga ausencia. Asuntos perentorios del reino reclamaban su atención.
6
Poco después de la muerte de don Sancho, don García abandonó su retiro de Sevilla con la intención tal vez de recuperar su antiguo reino. No tardaron en llegar a oídos de doña Urraca las andanzas de su hermano menor. Inmediatamente partió hacia la capital del reino para prevenir a don Alfonso del potencial peligro que se cernía sobre su cabeza.
El monarca vivía ocupado en los asuntos de estado en su palacio de León al que había llegado escasos meses antes. Una fría mañana de mediados de febrero se presentó ante él doña Urraca. Después de las muestras de afecto entre ambos hermanos, ella se dirigió a él con la siguiente pregunta retórica:
—¿No sabes que García ha abandonado Sevilla y quizá esté pretendiendo reunir un ejército para recuperar Galicia?
—¿No me digas? —contestó el rey sin apenas inmutarse—. Te agradezco tus desvelos y tu interés por mi seguridad, pero puedes estar tranquila por lo que respecta a García. No dará un paso sin que yo me entere. Antes de que mueva un dedo se encontrará encerrado entre cuatro paredes. No te preocupes, no tardaré en acabar con la amenaza de nuestro hermano menor.
—Eso espero, Alfonso. No sabes la angustia que tengo y lo intranquila que estoy desde que me enteré que había regresado aquí. No he podido descansar un solo instante desde entonces por el desasosiego que me embarga.
—Cálmate, Urraca, y serena tu estado de ánimo. Haremos que lo encierren en unas mazmorras de donde no volverá a salir jamás. ¡Es tan testarudo y pertinaz! Podría disfrutar de una vida feliz en Sevilla con su clima maravilloso y donde no le falta de nada, pero no quiere. Prefiere los rigores de nuestros inviernos a las bondades de aquel clima tan benigno. Pues que no se preocupe, será complacido por entero.
Doña Urraca se acomodó en un diván más tranquila y calmada por las palabras de su hermano. No estaba dispuesta a que éste perdiera una parte del legado de sus padres después de todos los sufrimientos y privaciones por los que habían tenido que pasar hasta llegar a aquel momento. El reino de sus progenitores debería continuar formando un todo, como lo había sido hasta entonces, y ese todo debería ser regido exclusivamente por su hermano predilecto. No cabían fisuras ni facciones. Sus padres se habían equivocado al repartirlo entre todos con las amargas consecuencias que tal decisión había conllevado. Ahora, una vez unificado bajo una sola corona, no se podían permitir un nuevo error. Si alguien quería intentarlo, antes tendría que pasar por encima de su cadáver.
—Espero que cumplas pronto tu promesa. No me gustaría verte de nuevo envuelto en refriegas y luchas con García como ocurrió con Sancho. Debes asegurarte el trono y la corona de todo el legado de nuestros padres sin que se interponga ningún obstáculo. Si para ello tienes que eliminar a nuestro hermano, no dudes en hacerlo.
—Lo haré, Urraca. También yo pretendo mantener unificado todo el reino y ampliarlo hasta donde nuestras fuerzas nos lo permitan. No he olvidado la misión que tenemos los titulares del reino de León como herederos del reino visigodo, que no es otra que la unidad de toda España. Ya sabes que he empezado a confirmar los documentos como rex Spanie.
—Lo sé, Alfonso, y me enorgullezco de ello. Tú eres el rey más importante de todos los reyes cristianos peninsulares. Así, pues, estás en tu pleno derecho de utilizar ese título.
Acto seguido don Alfonso impartió algunas órdenes a uno de sus colaboradores. Un mes más tarde don García se presentó en palacio con la esperanza de que su hermano lo restableciera en su reino. Su ingenuidad y candidez se desvelaron cuando descubrió que todo había sido un engaño para encadenarlo de pies y manos y encerrarlo poco después en las mazmorras del castillo de Luna por el resto de sus días. Castillo que mandara construir Alfonso II el Casto en los roquedales que tajó el río Luna al noroeste de la ciudad de León, como bastión para la defensa del reino de Asturias.
Encarcelado el hermano menor, don Alfonso se vio libre de impedimentos para dedicarse de lleno al ordenamiento de su vida y al engrandecimiento de su reino. Aquel reino, heredero del reino de Asturias, que tenía ya más de siglo y medio de existencia, que tantas glorias había dado y que tanto empeño había puesto por liberar toda la Península del yugo árabe. Objetivos que el nuevo monarca estaba dispuesto a superar a lo largo del reinado que acababa de recuperar y que ahora prometía una paz interna y duradera.
Habían transcurrido varios meses desde el final del cerco de Zamora. Doña Urraca se desplazó de nuevo a León, ciudad en la que le gustaba pasar la mayor parte del tiempo. Tal como le había prometido a su hermano, quería seguir de cerca los trabajos de la nueva catedral. No en vano formaba parte del legado que había recibido de sus padres. En cuanto puso los pies en la ciudad, no se demoró mucho en acercarse a la nueva iglesia, cuyo aspecto tanto exterior como interior había mejorado bastante desde la última vez que la visitara. Exteriormente, su robustez impresionaba. Pero era su interior lo que más fascinaba. Sobre todo las recias columnas que dividían cada una de las naves y los tres ábsides, con su espectacular decoración escultórica, separados de las naves por un amplio crucero.
Doña Urraca se acercó al maestro cantero que dirigía la obra para obtener de primera mano un informe fidedigno de su actual estado.
—¿Cómo va la obra, maestro?
—Muy bien, señora —le contestó éste después de hacerle una respetuosa reverencia—. Si no surge ningún percance, espero que en otoño la podamos inaugurar.
—Debería haber estado ya terminada según lo pactado.
—Sí, señora. Pero en lo meses que quedó sin gobierno el reino y la propia ciudad, fue muy difícil conseguir un ritmo de trabajo satisfactorio. Muchos de los canteros y peones se negaron a trabajar si no recibían su salario. Me fue de todo punto imposible convencerlos de lo contrario. La mayoría regresaron a sus casas. Tan sólo mis hijos y media docena de fieles peones permanecieron en la obra. Sólo cuando regresó nuestro serenísimo rey, vuestro egregio hermano que Dios guarde muchos años, retornó al trabajo todo el personal.
—¿Y qué es lo que os falta para concluir las obras?
—Nos falta casi toda la decoración interior. Tenemos que esculpir los capiteles y las basas de todas las columnas tanto de las naves como de los ábsides. También tenemos que esculpir los arcos y los frontispicios de las puertas. Se tienen que tallar en granito la mayor parte de las imágenes que adornarán las hornacinas y los arcos decorativos que hay en su interior. Finalmente, tendremos que enlosar todo el suelo para que el templo sea más limpio y acogedor.
—¿Cuánto tiempo calculas que os llevará todo eso?
—Unos seis o siete meses, señora, si no hay contratiempos.
—Esperemos que así sea por el bien de todos.
La infanta, después de inspeccionar detenidamente todas las dependencias de la nueva catedral, abandonó el templo entre escéptica e ilusionada. Si se cumplían los pronósticos del maestro cantero, podría estar terminada antes del enlace de don Alfonso. Ya se ocuparía ella de que los trabajos se ejecutaran satisfactoriamente.
La catedral se consagró finalmente el diez de noviembre del 1073. Al acto asistieron los obispos de León y de Galicia y una gran parte de los de Castilla. También hubo una buena representación de los abades y priores de los muchos monasterios que poblaban todo el reino. Parte de la nobleza quiso asimismo estar presente en el acto. No en vano se trataba de la inauguración de la catedral de la capital del reino. Ofició el acto el obispo titular de León, Pelayo II, acompañado por el resto de obispos que se habían congregado, quien, después de todos los preliminares de la consagración de la nueva catedral, abrió ritualmente sus puertas para dar paso a la casa del Señor a los fieles que se congregarían en su interior para celebrar el Santo Sacrificio de la Misa, una vez terminado de consagrar el interior de la nueva catedral y su ara.
El rey Alfonso VI presidió el acto desde el palco real, situado en el lado del Evangelio. Detrás de él y casi a su lado se hallaba la infanta doña Urraca, protectora de la nueva catedral, cuya construcción había corrido a cargo, en buena parte, de su protectorado. Un poco más atrás que ella se hallaba la infanta doña Elvira, que también había acudido a la inauguración del nuevo templo. El resto de la nobleza y clero se situó en el amplio crucero que separaba los ábsides de las naves. Éstas se llenaron con todos los fieles que tuvieron la suerte de seguir la consagración desde el interior del templo. Fueron muchos más los que se vieron obligados a permanecer en el exterior del recinto por falta de espacio en su interior para albergarlos a todos. Terminada la ceremonia, el rey ofreció un banquete a los obispos y nobles asistentes. De esa manera puso el broche de oro a la consagración de la nueva catedral.
Doña Urraca y don Alfonso conversaban fraternalmente, como en tantas otras ocasiones, en el salón privado del palacio real, ricamente decorado y muy confortable para pasar largas horas en él. Era finales de noviembre. El clima en León se recrudecía. En noviembre solían caer las primeras nevadas, adelantando así el invierno, que se prolongaría hasta finales de febrero o principios de marzo. Las rachas de roble y encina crepitaban en la chimenea.
—Consagrada la nueva catedral y después de haber confirmado el reajuste legal, ahora deberíamos pensar solamente en los preparativos de tu próximo enlace matrimonial. Recuerda que falta menos de un mes para el mismo.
—Todo estará preparado para entonces, querida hermana, y si algo fallara, ya te encargarás tú de solucionarlo.
—De eso puedes estar bien seguro, Alfonso. No dejaré pasar por alto ningún detalle que nos pueda poner en evidencia ante tus futuros suegros y todo su séquito. Debemos causarles la mejor impresión posible.
—Estoy seguro que se la causaremos, máxime teniéndote a ti a mi lado.
En las facciones de la infanta se reflejó un gesto de vanagloria.
—Supongo que estarás deseando contraer matrimonio para tener descendencia. Ahora todo depende de ti para dar continuidad a nuestro linaje. Ya sabes que Elvira y yo debemos permanecer célibes si queremos conservar el infantazgo que hemos heredado.
—Lo sé, Urraca, y por eso deseo casarme lo antes posible. Ya se malogró mi anterior matrimonio por la muerte repentina de Ágata, así que espero y deseo que éste, que lleva cuatro años concertado, llegue a puerto felizmente y sin ninguna clase de contratiempos.
—Eso mismo espero yo. Por eso, aunque sé que todo el servicio doméstico se está ya dedicando de pleno para el acontecimiento, a partir de ahora mismo me ocuparé yo personalmente de todo para que no falte ningún detalle.
—Te lo agradezco de corazón, mi dilectísima hermana. Tú siempre estás a mi lado cuando más te necesito.
Doña Urraca se hizo cargo directo de todos los preparativos para el enlace matrimonial de su hermano predilecto. Por fin había llegado la hora de que éste contrajera nupcias con su prometida, Inés de Aquitania, que acababa de cumplir los catorce años. El acontecimiento tenía que brillar por todo lo alto. De eso se encargaría ella, que no dejaría pasar un sólo detalle para deslumbrar a todos los asistentes al mismo.
Hacía años que pensaba realizar varios obsequios a la catedral de León y qué mejor momento que aquél en el que su hermano predilecto iba a contraer matrimonio con su prometida. Doña Urraca había bordado en oro y plata con sus propias manos, o a través de la labor de sus doncellas, varias casullas de lino. Precisamente en aquel momento estaban a punto de terminar una capa pluvial blanca bordada toda en oro. Era la que portaría el obispo el día del enlace matrimonial de don Alfonso.
La infanta se acercó al taller de bordado que había instalado en su residencia.
—¿Cómo llevas esa capa, Casilda?
Casilda era la doncella preferida de doña Urraca. Sus bordados sobresalían por encima de los de las demás doncellas que tenía a su servicio. Dominaba sobre todo el oro y la plata. Las prendas por ella bordadas eran toda una obra de arte, que más parecían piezas de museo que ropajes para ser usados.
—Muy bien, señora. Está casi a punto.
—Ya sabes que la tiene que estrenar el señor obispo el día de la boda de mi hermano y que ésta se celebrará por Navidad.
—No se preocupe, señora. Estará terminada para ese día.
—Confío en ti, Casilda. Sé que no me fallarás.
Con ser ricos presentes, no eran éstos los que más valoraba la infanta. Lo que la había tenido en vilo durante mucho tiempo y la había privado de más de una hora de sueño era la gran cruz plateada, adornada con piedras preciosas, con un crucifijo de marfil, que pensaba regalar a la catedral en aquella fecha tan señalada. Doña Urraca no había dejado de visitar asiduamente al maestro orfebre en las últimas semanas. La fecha de la boda se aproximaba y la cruz no terminaba de estar lista. El orfebre había llegado a León en una peregrinación hecha a Santiago procedente de Alemania. De regreso a su patria, se detuvo en León, ciudad que eligió para establecerse y fundar un pequeño taller de orfebrería, que no tardaría en adquirir gran fama por sus maravillosos trabajos, la mayor parte de ellos insuflados en los conocimientos que había adquirido en su tierra. Fueron precisamente estos conocimientos los que inspiraron la cruz de la infanta. Una cruz que medía alrededor de dos metros de altura por uno veinte de sus brazos, toda ella chapada en oro y plata salpicada de esmaltes y piedras preciosas y con un crucifijo de marfil.
—¿Cómo van esos trabajos, Odón?
—Muy bien, señora. Tan sólo me queda grabar a los pies del crucifijo la inscripción en la que constará que ha sido donada por vuestra Alteza y vuestra propia imagen.
—Me parece estupendo todo eso, Odón, pero faltan muy pocos días para Navidad. Ya sabes que ese día quiero que esta cruz brille como el sol en un lugar destacado del altar mayor. Espero que no me falles.
—Descuidad, señora. Estará en su sitio en la fecha señalada.
Se acercaba la Navidad del año 1073. Doña Urraca no cesaba de impartir órdenes en el palacio real para que todo estuviera a punto el día de los esponsales de su hermano. Habían elegido aquella fecha tan señalada para dar más realce, si cabe, al acontecimiento. La víspera estaba todo en su sitio para el magno acontecimiento, pero la novia y su séquito no daban señales de vida ni se sabía nada de ellos. Era un contratiempo con el que no habían contado. Transcurrió la Nochebuena. Transcurrió la Navidad. Transcurrió el día siguiente sin noticias de doña Inés y sus acompañantes. Todo el mundo hacía conjeturas. Los rumores ya se habían extendido por toda la ciudad y los más chocarreros contaban chistes y chismes no exentos de mordacidad y de burla hacia los novios. Doña Urraca estaba nerviosa, demasiado nerviosa para sobrellevar con calma aquella situación tan enojosa.
—Deberías enviar a alguien por el camino de Burgos a ver si les ha pasado algo —le decía a su hermano mientras paseaba sin descanso por el salón del palacio retorciéndose las manos—. No es normal que no hayan llegado y que no den señales de vida.
—Cálmate, hermana. Todo se aclarará. Sus motivos tendrán.
—No digo que no tengan sus razones, pero deberías hacer algo. No podemos seguir en esta incertidumbre.
—¿Y qué quieres que haga?
—Pues lo que te acabo de decir. Enviar a un lacayo a que averigüe algo. No podemos seguir así. Todos los invitados están inquietos y algunos ya no se ocultan para hacer comentarios lacerantes o reír los chistes que se cuentan entre las clases bajas de la ciudad. Si no se soluciona esto pronto, vas a ser el hazmerreír de todo el reino.
—Lo sé, Urraca, pero nada puedo hacer para evitarlo. Alguna razón habrá que justifique este retraso. Ya se aclarará todo con el tiempo.
La infanta no estaba conforme. Seguía paseando sin descanso. Tan pronto se acercaba a la ventana que daba al patio interior del palacio para observar si había algún movimiento en él, como volvía al lado de su hermano con gran nerviosismo.
—Pero ¿por qué no puedes enviar al alguien a ver si los encuentra?
—Porque muy probablemente tomaría un camino distinto al de ellos. Sería perder el tiempo.
—Pues algo habría que hacer —reiteró con cierto malhumor ella, que no estaba conforme con la parsimonia de su hermano.
En ese momento se oyó un pequeño alboroto en el patio. A doña Urraca le faltó tiempo para correr a la ventana a ver de qué se trataba. Un jinete con un aspecto muy cansado acababa de apearse de su caballo. Solicitó ver con urgencia al rey, pues lo que tenía que comunicarle no admitía demora. No tardó en entrar en el salón real y postrarse de hinojos a los pies de don Alfonso.
—Señor —dijo después de hacer una profunda reverencia—, vuestra prometida y futura esposa junto con todo su séquito se hallan detenidos en Pancorbo, donde nos sorprendió una fuerte nevada. Llegarán a León cuando el tiempo se lo permita. Yo me he podido adelantar con grandes dificultades para preveniros.
«¡Qué cosa más extraña que nieve en Burgos y no nieve en León!», exclamó para sí misma doña Urraca con gran escepticismo. «Lo que hay que ver».
Unos días antes de Navidad un frente nuboso se acercó desde el nordeste hasta detenerse entre las cuencas del Cea y del Pisuerga. A su paso por las altas tierras de Castilla dejó un extenso manto blanco de más de medio metro de grosor, que fue lo que impidió el avance de la comitiva nupcial de los condes de Aquitania. Con gran trabajo y esfuerzo pudieron llegar a León el treinta de diciembre. El barro y los lodazales les habían hecho muy penoso el último tramo de su viaje.
Con la novia y su séquito ya en León, no se quiso demorar por más tiempo la boda. Así, pues, el día de Año Nuevo fue el día elegido para unir en santo matrimonio a ambos contrayentes. El enlace se celebró, como era costumbre, en la catedral de Santa María y San Cipriano, que brillaba en todo su esplendor después de su reciente inauguración. Doña Urraca no quiso escatimar gastos para que el recinto catedralicio luciera como el sol. Para ello sufragó al cabildo todos los dispendios que conllevara la iluminación y ornamentación de la catedral durante el solemne acto. En el lado del Evangelio del altar mayor mandó colocar la gran cruz, que brillaba como el lucero del alba para admiración de todos los asistentes a la ceremonia y para su propio envanecimiento. La infanta no podía permitir que León ofreciera un espectáculo bochornoso el día del enlace matrimonial de su rey.
La boda, que había sido acordada cuatro años antes pero que no se había podido materializar por la minoría de edad de doña Inés, se celebró con toda solemnidad. Ambos contrayentes estaban radiantes. Lucían sendos mantos de color púrpura bordados en oro y plata. Ceñían sobre sus cabezas las majestuosas coronas reales, que ensalzaban más sus apuestas figuras, en especial la nívea cara infantil de la reina, cual serafín caído del cielo. En su diestra el rey portaba un cetro de oro engarzado con esmeraldas, rubíes y diamantes, símbolo de su dignidad real.
Al enlace asistieron todos los nobles de León, Asturias, Galicia y Portugal y algunos de Castilla. Varios nobles de esta última parte del reino seguían aún recelosos por la trágica muerte de don Sancho. También acudieron muchos representantes de las casas reales del resto de reinos peninsulares y algunos extranjeros. La ceremonia fue concelebrada por los obispos de todas las diócesis del reino de León, como no podía ser menos. Por algo el contrayente era la cabeza visible de todo el reino. Hubo grandes banquetes y festejos que se prolongaron a lo largo de días y semanas, hasta que, ahítos de tanta saciedad y relajación, poco a poco los invitados fueron abandonando las estancias del palacio real para regresar a sus respectivos feudos. Y es que las bodas reales de aquellos tiempos no sólo servían de disfrute y pasatiempo, sino que eran un momento crucial para consolidar alianzas y firmar pactos y tratados entre los distintos reinos.
7
Doña Sancha, reina de León, consorte de don Fernando, le pidió a éste que reedificara la vieja iglesia de San Juan Bautista y San Pelayo para convertirla en un nuevo lugar de oración y en el panteón donde reposaran sus restos y los de sus descendientes por toda la eternidad. El rey accedió gustoso a la petición de su amada esposa. Así, ya durante su reinado se iniciaron las obras de reconstrucción del nuevo templo, mucho más sólido que el anterior, erigido con materiales también más nobles, como la piedra y el mármol. A su muerte, ambos egregios monarcas fueron enterrados en lo que no tardaría en convertirse en el Panteón de los Reyes de León.
Para dar mayor solemnidad al nuevo templo, don Fernando mandó trasladar al mismo las reliquias de Santa Justa de Sevilla. Envió a la ciudad hispalense una delegación presidida por los obispos Alvito de León, Ordoño de Astorga y el conde Nuño para que gestionaran correctamente su traslado. Ya en Sevilla, la delegación enviada por don Fernando no pudo hallar los restos de Santa Justa, encontrando en su lugar los de San Isidoro, el que fuera obispo de la ciudad. La delegación regresó muy ufana a León con los preciados restos del afamado santo hispalense. En la vetusta Legione se les rindió una calurosa acogida con pomposas celebraciones presididas por los propios reyes, a las que asistió gran parte de la nobleza y el clero de todo el reino. A continuación los restos del santo fueron depositados en una tumba dorada bajo el altar de San Juan Bautista en el interior del nuevo templo que se estaba edificando, cuya advocación quedó bajo los auspicios del nuevo santo. A partir de entonces dejó de llamarse iglesia de San Juan Bautista y San Pelayo para pasar a denominarse basílica de San Isidoro de León. Con las reliquias del obispo hispalense, máximo exponente de las creencias y el sentir religioso visigótico español, San Isidoro se convertiría en el preservador por antonomasia de la remembranza de los reyes de León.
Lucía un espléndido día de primavera sobre la regia ciudad de León. En los chopos de las riberas del Bernesga y del Torío ya despuntaban los botones que no tardarían en dar paso a las nuevas hojas, lustrosas, de un verde amarillento, que llenarían de sombra y frescor las márgenes de ambos ríos durante los ardorosos días de verano. Los álamos, de un tono más blanquecino en sus troncos, también dejaban entrever sus pequeñas yemas. Los alisos, con su gran fronda de verde oscuro cuya sombra hace las delicias de quien se acerca sudoroso y extenuado a la orilla del río, ya empezaban a mostrar sus pegajosos brotes. En los salgueros colgaban alegremente las colitas de gato, que pronto darían paso a las hojas de un gris plateado.
La ciudad vivía un día más sumergida en sus preocupaciones cotidianas en medio de un hervidero de gentes hacendosas y honradas. Los tenderos y mesoneros habían abierto ya sus puertas para atender solícitos a los potenciales clientes. Los labriegos y menestrales acudían a sus trabajos. Zapateros, curtidores, alabarderos, carpinteros, herreros, en fin, todos cuantos vivían de su oficio hacía horas que se afanaban en sus quehaceres. Y es que León era el más claro exponente de la clase burguesa de aquel entonces.
Don Alfonso y doña Inés habían estado paseando por los jardines de su palacio para desentumecer sus miembros y respirar el aire puro de la mañana. Acababan de regresar al salón. Allí los esperaba doña Urraca, que había declinado acompañarlos en su caminata matinal. Los reyes tomaron asiento al lado de la infanta.
—¿Ya os habéis cansado de pasear? —les preguntó amablemente doña Urraca mientras tomaban asiento.
—No exactamente, pero Inés prefiere retirarse aquí antes de que comience a calentar el sol. Su piel es demasiado delicada para soportar los rigores que se avecinan.
A pesar de hallarse al comienzo de la primavera, el día prometía ser caluroso. Algo bastante inusual en León.
—Y bien, ¿cómo va vuestro matrimonio? ¿Aún no hay señales de un futuro heredero?
Las níveas mejillas de doña Inés se tiñeron de un subido carmín al escuchar el inofensivo comentario de su cuñada.
—Todavía no, querida hermana, pero no perdemos la esperanza. No tardaremos en darte un sobrinito para que puedas gozar de él.
—No te puedes imaginar la ilusión que me haría. ¡Tengo tantas ganas de tener sobrinos...!
Doña Urraca exhaló un profundo suspiro de lo más hondo de sus entrañas. Tal vez con él arrancaba la congoja que la consumía interiormente por no poder ser madre. Había prometido permanecer célibe hasta la muerte para no perder el infantazgo que heredó de sus padres. Fue condición sine qua non. De no ser por ese impedimento, tal vez podría tener hijos ya adolescentes, pero su vida se vio enfocada hacia la Iglesia y sus obras benéficas. No tuvo elección.
—A todo esto, ¿cómo llevas los proyectos de San Isidoro?
—Van muy bien, Alfonso, aunque un poco despacio. Me temo que han de pasar muchos años antes de que veamos sus frutos. De momento nos conformaremos con el edificio tal como lo dejaron nuestros padres. Tengo grandes proyectos para convertirlo en un referente nacional en un futuro no muy lejano.
—¿Ah, sí? ¿Qué piensas hacer con él?
—No está decidido aún, pero estamos pensando ampliar la iglesia bajo las nuevas directrices que nos vienen de Europa. Sería dar al edificio que nos legaron nuestros padres un aire más románico. Habría que ampliar el transepto y abrir nuevas puertas. También quiero darle un aire mucho más majestuoso al panteón donde se hallan enterrados nuestros progenitores. El resultado final será un conjunto armónico bajo las más estrictas normas del arte románico. Quiero que los siglos venideros admiren esta bella obra de arte que saldrá de nuestras manos y que al mismo tiempo sea el orgullo de todos los leoneses.
—Me parece una idea estupenda, aunque no sé si podrás llevarla a cabo tú sola. Ya sabes que si no alcanza tu patrimonio para sufragar todas las obras, puedes contar con mi ayuda. No dudaré en dártela siempre que la necesites.
—Lo sé, Alfonso. Sé que jamás me abandonarás en los momentos difíciles, pero por ahora no creo que sea necesaria tu mediación. Sabes que las rentas de mi infantado son cuantiosas y que, entre otras obligaciones, tengo que colaborar al sostenimiento de las iglesias y monasterios que han quedado bajo mi amparo, con lo que pretendo liberar mi alma de las penas del infierno. No estaría bien que te demandara ayuda mientras tenga yo rentas que me permitan sufragar todos los gastos.
—Sé muy bien cómo funciona el infantado y las rentas que te produce, pero no sabemos el costo real al que puede ascender la magna obra que te has propuesto. Por eso, si te vieras en dificultades, no dudes en acudir a mí.
Don Alfonso siempre se mostraba liberal con los deseos y proyectos de su hermana mayor.
—Así lo haré si las circunstancias lo requieren.
Doña Urraca había recibido como patrimonio la mitad del infantazgo de sus padres. La otra mitad la había heredado su hermana doña Elvira. Comprendía la mayor parte de las iglesias y monasterios de León y una buena parte de los de Castilla. Entre otros, se hallaban bajo su jurisdicción los monasterios de San Isidoro de León, San Salvador de Palat del Rey, San Benito de Sahagún de Campos, San Zoilo de Carrión, Covarrubias y cerca de un centenar de villas e iglesias con sus rentas y señoríos y toda clase de prerrogativas eclesiásticas. Su poder era tal, que venía a constituir algo así como un pequeño estado dentro del estado. De acuerdo con la tradición visigótica y el rito hispánico, la infanta tenía poder en su jurisdicción para nombrar la mayor parte de los cargos eclesiásticos y oficios clericales. También decidía acerca de las obras que se debían llevar a cabo en los distintos monumentos y edificios eclesiásticos, sufragando la mayor parte de sus costos. Por otra parte, las donaciones dadas a la Iglesia eran cuantiosas. Estas donaciones, que a veces podían consistir hasta en una iglesia o una villa entera, en otras podían ser grandes cantidades de dinero u objetos sacros de un valor incalculable, las hacía para que los monjes intercedieran por ella y por sus allegados con misas y sufragios para la salvación de su alma. El temor a la condenación eterna en la Edad Media estaba muy arraigado. Desde el príncipe hasta el último de los villanos temía por la condenación de su alma. Prueba de ello eran las abundantes escenas sobre las penas del infierno que inundaban sus templos. Dibujos y grabados arquitectónicos representaban con crudeza las terribles penas a las que se veían sometidas las almas condenadas. Por eso, no dudaban en comprar la salvación eterna de su alma con toda clase de donaciones y beneficios. Los bienes materiales estaban supeditados a los bienes eternos.
—Y bien, mi querida hermana, ¿no nos puedes adelantar un poco cómo será ese edificio tan maravilloso que nos has anunciado?
—En principio, se trataría de derribar parte del templo actual para adaptarlo al nuevo estilo que nos viene de Francia. Sus paredes serán más recias y consistentes que las actuales. Su interior será abovedado y oscuro, con ventanas muy estrechas de medio punto, para llamar al recogimiento de los fieles. No conviene que las banalidades del mundo exterior perturben la paz y el recogimiento de las almas devotas que oren en su interior. Seguirá constando de tres naves, a las que se añadirá un crucero para ampliar el espacio interior. También se abrirán nuevas puertas que le darán mayor suntuosidad. Todo ello irá bellamente decorado de acuerdo con las nuevas corrientes arquitectónicas. Pero donde tengo puesto todo mi corazón es en el Panteón. Quiero que esta pequeña necrópolis de nuestro linaje se convierta en la admiración de los siglos venideros por su riqueza decorativa. Aparte de la riqueza arquitectónica que allí se despliegue, deslumbrará por los hermosos grabados que decorarán sus techos y paredes. El lugar donde reposen nuestros restos y los de toda nuestra familia ha de convertirse en el máximo exponente de la ciudad de León, que por algo es la capital del reino más importante de la Península. No cejaré en mi empeño hasta conseguirlo.
—Me parece una idea maravillosa. Que nuestro Señor te conceda larga vida para que puedas verlo acabado.
—Espero que así sea, aunque es un proyecto muy ambicioso, por lo que se necesitarán muchos años para verlo realizado y nuestras vidas son demasiado breves. Si Dios nuestro Señor en su infinita bondad no me permite verlo terminado, otros vendrán detrás de mí que podrán concluirlo. Lo importante es ponerlo en marcha y que un día se culmine esta magna obra.
—No te quepa la menor duda que así sucederá, querida hermana. Y ahora podríamos dar un breve paseo por el claustro para hacer algo de ejercicio antes del almuerzo. Mi amantísima esposa se está aburriendo con nuestra conversación. Conviene que se distraiga un poco.
La nívea cara de doña Inés, que había permanecido en silencio durante todo este tiempo, se cubrió de un subido carmín al sentirse aludida por su esposo. Ella había preferido escuchar y mantenerse al margen de los proyectos arquitectónicos de su cuñada. No quería interferir en ellos ni se sentía capacitada para hacerlo. Aparte de no ser más que una niña, llevaba todavía muy pocos meses en León como para conocer su historia y sus necesidades.
—Por mí podéis seguir con vuestra conversación. Estoy encantada de escucharos.
—Nada de eso, mi tierna niña. Vamos a pasear por el claustro para desentumecer nuestros miembros. Ya tendremos tiempo de volver sobre este tema.
La pareja real se dispuso a abandonar el salón en tanto que doña Urraca optó por encaminarse a su alcoba.
—¿No nos acompañas, Urraca?
—Prefiero recogerme en mis aposentos hasta la hora del almuerzo. Disfrutad del paseo.
Doña Urraca, con sus ya cuarenta años, sabía respetar los momentos de intimidad de la pareja real. Quería ayudar a su hermano en todo lo que éste necesitara, pero no pretendía ser una carga gravosa para el matrimonio. Su discreción le hacía ver cuándo estaba de más su presencia a su lado.
Hallábanse de nuevo reunidos don Alfonso y doña Urraca para tratar entre ambos asuntos de estado que no admitían demora. Doña Inés se había retirado discretamente a sus aposentos para descansar unas horas y permitir, al mismo tiempo, que su esposo y su cuñada resolvieran los problemas que concernían al reino. Ella era todavía muy niña para ocuparse de asuntos tan serios. De buen grado se ocuparía antes de los juegos propios de su edad que de las guerras o el gobierno del reino. Los dos hermanos comentaban los acontecimientos que habían ocurrido en los últimos tiempos, sobre todo las desmesuradas ansias de poder de su hermano Sancho, que lo habían conducido a su fatídico final. Desde que eran niños había ambicionado todo el reino de sus padres y no paró hasta conseguirlo, mas, como hemos visto, esto le costó muy caro. Aunque el desenlace final del cerco de Zamora ya se iba alejando algo en el tiempo, sin embargo, en ambos hermanos se producía un doble sentimiento a la hora de recordar aquellos hechos. Si por un lado se habían visto beneficiados con la muerte de su hermano mayor, que con su fortuita desaparición les había dejado el camino expedito para reunificar en la persona de don Alfonso todo el legado de sus padres, por otro, no dejaban de lamentar tan triste pérdida. A pesar de que a ninguno de los dos les había inspirado demasiadas simpatías en vida, sin embargo, a doña Urraca aún se le escapaba de cuando en cuando alguna lágrima furtiva al recordarlo. No en vano corría la misma sangre por sus venas.
—Ya han transcurrido varios meses desde el desenlace final del cerco de Zamora. Es llegada la hora de que organices tus mesnadas ante un posible ataque de nuestros enemigos.
—En estos momentos no temo la acometida inminente de nadie. Tanto nuestros primos los reyes de Navarra y Aragón, como los propios reyes taifas están más preocupados por pacificar sus respectivos reinos que por lanzar una ofensiva contra el nuestro.
—No obstante, sería bueno que no te descuidaras. ¿Ya has pensado en quién vas a poner a la cabeza de tus tropas? Ya sabes que Sancho nombró alférez de las suyas a Rodrigo, pero yo no te lo recomiendo. A pesar de haberse criado entre nosotros y de la fidelidad que le mostró siempre su padre al nuestro, no acabo de confiar en él. No sé qué tiene que me inspira cierta desconfianza.
—Pues ya somos dos, querida hermana. Rodrigo siempre se inclinó más por Sancho que por todos nosotros. No sé si era por ser el mayor y eso le hacía pensar que heredaría todo el reino o porque le inspiraba más simpatías que los demás. El caso es que no se separaba de Sancho, mientras que a nosotros nos miraba con cierto recelo y bastante distanciamiento. Además en la ignominia de Golpejera estoy seguro que detrás de Sancho estuvo la mano de Rodrigo. No sé qué pretendía conseguir de él y nunca lo sabremos, pero creo que entre los dos tramaban algo de gran trascendencia para el futuro de León y de España entera.
—Yo también lo creo —doña Urraca se cubrió los hombros con una mantilla, pues a medida que transcurrían las horas el ambiente iba refrescando—. A pesar de que Sancho deseaba por encima de todo hacerse con el reino de León, por ser el reino hegemónico, no obstante se le veía una predilección especial por Castilla. Era como si con el tiempo quisiera convertir en reino hegemónico a Castilla y nublar a León.
Don Alfonso dejó su asiento para dar un breve paseo por la estancia. Con las manos cruzadas a la espalda, meditaba las palabras de su hermana.
—Es posible que pretendiera algo de eso —comentó después de unos instantes de silencio—. En cierta ocasión, tras el reparto de nuestros padres, me hizo una confidencia. Me dijo que si no lograba reunir en su persona todo el patrimonio paterno, engrandecería tanto a Castilla que León quedaría totalmente eclipsado. Y me temo que se alió con Rodrigo para llevar a cabo su propósito. Nunca ha entrado en mis planes nombrar jefe de mis tropas al de Vivar. En vida de Sancho luchó siempre contra mis huestes. Aunque sólo sea por eso, no debo confiárselas a él.
—Entonces, ¿en quién piensas?
—En García Ordóñez. Es noble, valiente, leal y buen caballero. Siempre me ha sido fiel. En él tengo depositada toda mi confianza.
—Me parece acertada la elección. Ojalá el tiempo no nos haga ver que estamos equivocados.
—Eso espero.
—Ahora tengo que dejarte, Alfonso. Mis obligaciones me reclaman.
Los dos hermanos dieron por finalizada la reunión. Doña Urraca se retiró a sus aposentos a rezar sus oraciones vespertinas. Don Alfonso salió a pasear por los jardines de palacio mientras su cabeza seguía reflexionando sobre futuros planes para su reino.
8
Una calurosa mañana de principios de julio los reyes descansaban apaciblemente bajo la sombra de un frondoso nogal en los jardines de su palacio. Poco después se les unió la infanta doña Urraca, que el día anterior había regresado de una larga estancia en Zamora. En el jardín tan sólo se oía el susurro de una fuente que allí cerca manaba y el dulce canto de los pajarillos que se cobijaban entre los numerosos árboles que lo poblaban. El zafiro del cielo presagiaba un día bochornoso.
—Hola, feliz pareja. ¡Qué fresquitos estáis aquí!
—Por algo es uno de los lugares más agradables del jardín.
La infanta se sentó al lado de su hermano.
—No quisiera incomodaros, pero me veo obligada a preguntaros cómo va vuestro matrimonio y si ya hay alguna nueva de sus frutos.
Dos amapolas tiñeron las blancas mejillas de la niña reina ante la insinuación de su cuñada.
—Me temo que no, queridísima hermana. Tú siempre tan preocupada por la llegada de un sobrino.
—Ya sabes que es lo que más deseo en este mundo, sobre todo si es tuyo.
—Me halagas, estimada hermana.
Un momentáneo silencio se interpuso entre los tres que no tardó en romper doña Urraca.
—En breve se casa Rodrigo Díaz con nuestra prima Jimena Díaz. Por lo que veo, ha puesto sus ojos muy altos. ¿Quién nos iba a decir que algún día iba a emparentar con nosotros, aunque sea con un parentesco algo ya lejano?
—El mundo da muchas vueltas, hermana, y Rodrigo tiene demasiada ambición.
—Ambición es lo que no le falta, desde luego. ¿Y pensáis ir a la boda?
—No, en absoluto. Ya es suficiente el regalo que le he hecho, que es el de aprobar este matrimonio. Su acercamiento a nuestra familia no va a conseguir que cambie mis planes. Seguirá donde está y como está.
—Me parece una decisión acertada —comentó doña Urraca—. Por cierto, se casará en Burgos, ¿no?
—Pues no. Parece ser que se casará en Palencia. La familia de Jimena se ha inclinado por esta ciudad para celebrar los esponsales.
—En ese caso, casi nos vemos obligados a asistir, ¿no te parece?
—En absoluto. En representación nuestra irá Elvira, que será portadora de nuestro beneplácito y del obsequio que le hagamos.
El fuego abrasador se dejaba sentir cada vez más, aunque bajo la espesa fronda del nogal apenas se sentían sus efectos. Un sirviente de palacio se acercó tímidamente hasta allí. Después de una profunda reverencia, solicitó permiso para hablar. Don Alfonso se lo concedió.
—Señor, ha llegado un emisario del rey de Toledo. Dice que trae un mensaje muy urgente para Vuestra Majestad.
—No te ha dicho de qué se trata.
—No, Señor.
—Bien, hazle pasar. Lo recibiré aquí mismo.
Minutos más tarde el mensajero de al-Mamún se postraba ante don Alfonso. Éste le pidió que se levantara y que le comunicara el mensaje de su amigo.
—Señor, el rey al-Mamún solicita de Vuestra Majestad que le prestéis apoyo en la próxima campaña que va a realizar contra la ciudad de Córdoba. Os recuerda el pacto de amistad que firmasteis con él durante vuestra estancia en Toledo, en especial las promesas de colaboración y amistad que os hicisteis durante vuestra despedida. Mi señor cree que ha llegado el momento de ejecutar ese pacto.
—Dile a mi buen amigo Yahya que tendrá mi ayuda incondicional. No he olvidado los favores que me ha hecho y el pacto de amistad que rubricamos los dos en Toledo. ¿Cuándo piensa comenzar la campaña?
—Inmediatamente, Señor. En cuanto llegue vuestra ayuda.
—Entonces ya puedes partir para Toledo y decirle a tu señor que me pongo en marcha ahora mismo.
El mensajero se retiró al instante no sin antes hacer una profunda reverencia a los soberanos y a la infanta. Una vez solos, doña Urraca no pudo permanecer en silencio.
—¿De veras piensas partir ahora mismo para Toledo?
—En efecto. He dado mi palabra de honor y así pienso hacerlo. Un caballero nunca debe faltar a su palabra y menos aún si ese caballero es el rey.
—Podías enviar parte de tus tropas al mando de García Ordóñez y quedarte tú aquí. ¿Por qué tienes que arriesgarte en una campaña que no es la tuya?
—Porque mi honor y mi lealtad así me lo piden. Además, esa campaña aunque no lo creas, querida hermana, también es la mía. Si al-Mamún gana Córdoba para Toledo, las parias de este reino se incrementarán considerablemente y por otra parte se disminuirá el poder de al-Mutamid. Para acabar con los reinos taifas debo estrujarlos económicamente y al mismo tiempo hacer que se enfrenten entre ellos. Como ves, son mis intereses, nuestros intereses, los que defiendo.
Mientras ocurría este diálogo entre don Alfonso y su hermana, el rostro de doña Inés había pasado del rojo carmín al lívido atravesando varios estadios intermedios. Desde su enlace matrimonial no se había separado ni un solo día de su esposo. Ésta sería la primera prueba a la que se iba a ver sometida en su nuevo estado. Nunca hasta entonces se había sentido sola. ¿Cómo podría sobrellevar esa situación de abandono y soledad ella que tan sólo era una tierna niña?
—¿Has pensado en Inés? No es más que una delicada niña, ¿qué va a hacer en tu ausencia?
—Para eso te tengo a ti, mi querida hermana. Tú cuidarás de ella como si fuera tu propia hija.
—Puedes estar seguro que así lo haré. No abandonaré a esta criatura sola en este palacio. Procuraré estar a su lado todo el tiempo que dure tu ausencia. ¿Qué otra cosa puedo hacer?
Doña Inés no pudo contener sus emociones por más tiempo y se echó en brazos de su cuñada con los ojos inmersos en un piélago de lágrimas. Ella a su vez trató de consolarla oprimiéndola contra su pecho.
—No os pongáis melodramáticas que no vais a conseguir que cambie de opinión. Mi deber es acudir en socorro de mi buen amigo al-Mamún y nada ni nadie me va a hacer cambiar de mi propósito. ¿Qué ejemplo sería yo para mis súbditos si flaqueara y cediera ante las lágrimas de dos mujeres? ¿Qué valor infundiría en mis soldados si me quedara cómodamente en mi palacio ante los ruegos y las súplicas de mi esposa y mi hermana? El rey, el primer soldado de su ejército, ha de ir a la cabeza de sus tropas para darles ánimo e infundir valor en ellas con su ejemplo. Si me quedara aquí, no sería digno de seguir llevando la corona sobre mi frente. Hoy mismo comenzaremos los preparativos para salir cuanto antes al encuentro de las tropas de al-Mamún y todos juntos nos dirigiremos a Córdoba para presentar batalla a su rey y conquistar la ciudad califal. No hay más que hablar.
—Ya veo que tu concepto del honor y del deber es muy alto, pero deberías pensar también un poco en tu esposa y en tu familia. Si me lo permites, no creo que debieras arriesgar tu vida en tanto no tengas descendencia. ¿Qué pasaría con tu sucesión y nuestra dinastía si murieras en esta batalla? Deberías reflexionar un poco sobre las consecuencias que un hecho así acarrearía.
—No te preocupes por eso, mi querida hermana. Sabré cuidar en todo momento de mi persona para no correr ese riesgo. Pero esto no es óbice para permanecer aquí. Aparte de mi deber como rey de acudir al campo de batalla, si permaneciera aquí no tendría sosiego mientras durara el combate. No podría descansar ni de noche ni de día. Yo estoy hecho para la acción y para dirigir a mis hombres en el campo de batalla. Mi sangre hierve en mis venas y eso me impide estar ocioso. Es algo que no puedo remediar.
Doña Urraca seguía estrechando a la niña reina contra su pecho, que no cesaba de sollozar. Sus bellos ojos acastañados se habían encendido como ascuas al rojo vivo. Su macilento rostro estaba surcado por ríos de lágrimas. Todo su aspecto era conmovedor.
—Ya sé que la vida ociosa y sedentaria te aburre. Ya sé que la vida palaciega te hastía. Ya sé que sólo disfrutas luchando en el campo de batalla. Pero vuelve tus ojos sobre esta criatura que tienes a tu lado. Mira en qué estado está y en qué estado la dejas. ¿No crees que ella también se merece algo? ¿No crees que alguna vez también deberías renunciar a tu orgullo, a tu honor, a tu deber, a tus placeres en beneficio de quienes te rodean?
—Tal vez sí, pero entonces debería dejar de ser quien soy. Yo he nacido para la guerra, no para la paz; para la acción, no para la inactividad; para el ejercicio de las armas, no para el sosiego de las letras; para el campo de batalla, no para el claustro de un monasterio; para trotar, cabalgar, correr, luchar contra el enemigo, vencer o morir; pero no para encerrarme tras los muros de mi palacio a esperar pasivamente el resultado de la contienda.
—Ya veo que no te voy a hacer cambiar de opinión por mucho que lo intente. Haz, pues, lo que debas hacer.
—Así lo haré, queridísima hermana. En estos momentos sois las dos personas que más amo en la Tierra. Por vosotras dos lo daría todo en este mundo. Sin vosotras me sentiría solo y abandonado como un náufrago en medio del océano. Pero mi deber y mi honor están por encima de todo. Ellos me obligan a dejaros, aunque eso suponga marcharme con el corazón roto en mil pedazos.
Doña Urraca no quiso insistir más ante la firmeza inquebrantable de su hermano. Era consciente de que sus súplicas no conseguirían ablandar el corazón de don Alfonso ni tampoco lo lograrían las lágrimas de doña Inés. Ambas vieron partir a su hermano y esposo hacia una nueva aventura bélica de la que ignoraban cuál sería su resultado.
Don Alfonso con sus huestes partió para Toledo en auxilio de su buen amigo al-Mamún, al que había prometido ayudar siempre que lo necesitara. Las tropas aliadas de León y Toledo pusieron cerco a Córdoba, pero no lograron derrocar a su gobernador, Abbad Siray al-Dawla, que sería asesinado poco después, a comienzos del año 1075, por Hakan ibn Ukasa. Córdoba pasó a formar parte del reino de Toledo merced a la alianza de Hakan con al-Mamún. Éste se trasladó en el mes de febrero a la ciudad califal donde fue proclamado rey de la misma. En ella halló la muerte por envenenamiento tal vez imbuido por alguien próximo al gobernador asesinado.
A la muerte de Al-Mamún heredó el trono de Toledo su nieto, el endeble Yahya al-Qádir, que no tardaría en ver mermado su reino tanto territorial como políticamente. El primero en aprovecharse de su debilidad fue el emir al-Muqtadir de Zaragoza, que, al mando de un poderoso ejército, sometió a vasallaje al emir Abu Bakr de Valencia, que hasta entonces lo había sido de Toledo. Este hecho tendría gran transcendencia en el futuro para Alfonso VI, pues aparte del enorme desembolso económico que le hizo al-Muqtadir por la taifa de Valencia, el tratado de paz y no injerencia firmado con su abuelo sólo alcanzaba al propio al-Mamún y a su hijo, pero no a su nieto. Así, pues, la inesperada muerte de al-Mamún vino a dejar al rey de León con las manos libres para actuar en el futuro como le pluguiese.
9
Ciento setenta y seis años después de la inauguración solemne de la catedral de Iria- Santiago por Alfonso III el Magno, el obispo Diego Peláez, auspiciado por Alfonso VI, ordenó la construcción de un nuevo templo más acorde con las necesidades de los tiempos y con las nuevas corrientes arquitectónicas provenientes de Francia. Para ello derribaron la vieja iglesia, en cuyo solar se levantaría el actual templo románico que pueden contemplar cuantos peregrinos y fieles se acercan a Santiago. Su construcción se prolongaría durante varias décadas antes de ser consagrado en el año 1128 por el primer arzobispo de dicha sede catedralicia, Diego Gelmírez.
Ese mismo año de 1075 la infanta doña Urraca ordenó también la restauración y ampliación de la basílica de San Isidoro de León y de su Panteón Real. La infanta sabía que su realización llevaría muchos años, por lo que ella ya no viviría para verlo terminado, máxime cuando por aquel entonces contaba ya con cuarenta y dos años, edad demasiado avanzada para la época. Por eso no podía demorar por más tiempo el comienzo de las obras. Su obsesión por la ampliación de la basílica y la dignificación del panteón era tal, que esta obra constituyó el principal objetivo de su infantazgo. A ella dedicaría mucho tiempo y dinero en los años que le quedaban de vida.
Doña Urraca había mandado llamar a su hermana doña Elvira, que habitualmente vivía en Toro, ciudad que le había tocado en suerte merced al legado de sus padres. Ambas hermanas se regocijaron en su encuentro después de una larga ausencia.
—¿Cómo te encuentras, Elvira? ¿Has tenido buen viaje? —preguntaba doña Urraca a su hermana mientras la abrazaba afectuosamente.
—Muy bien, Urraca, aunque un poco cansada. ¡Se hace tan largo el viaje desde Toro hasta León...! Y tú, ¿cómo te encuentras tú, mi querida hermana?
—No me puedo quejar. Puedo dar gracias a Dios por la salud que gozo.
—Eso me llena de satisfacción —hizo una breve pausa—. Y bien, ¿para qué me has mandado llamar? Supongo que tendrás un motivo especial para hacerlo.
Las dos hermanas se sentaron en sendos sillones de madera forrados con telas preciosas. Una doncella les portó rosquillas y un delicioso licor para que tomaran un ligero refrigerio mientras charlaban.
—Claro que lo tengo, Elvira. He decidido ampliar el templo de San Isidoro. Ya tengo el proyecto y los planos. Comenzaremos por derribar parte de la actual iglesia para hacerla más espaciosa. La ampliaremos hacia el sur y el este. También quiero dotarla de un crucero que separe las naves de los ábsides. Todas estas obras deseo comenzarlas inmediatamente. Más adelante también reformaré el panteón donde descansan los restos de nuestros padres y donde lo haremos nosotras algún día. No pienso escatimar gastos en él para dotarlo de la suntuosidad que se merece. Para realizar todas estas obras es posible que necesite tu ayuda. Por eso te he llamado. Quería comunicártelo yo personalmente.
—Me parece una idea estupenda, Urraca. Puedes contar conmigo para todo lo que necesites.
—Estaba segura de ello. Sabía que no me fallarías. Espero no tener que recurrir nunca a tu patrimonio, pero tus palabras me tranquilizan ante cualquier adversidad que pudiera surgir. La obra será larga y costosa y nunca se sabe lo que puede ocurrir en el devenir de los tiempos. Hoy por hoy, gracias a Dios, con mis rentas tengo recursos suficientes para hacer frente a todos los gastos que se originen. Mas tu ofrecimiento me tranquiliza.
Doña Elvira tomó una rosquilla de la bandeja que había dejado sobre la mesa la doncella.
—Es deliciosa. ¿Dónde las hacen?
—Las hacemos aquí. Tenemos un repostero que hace verdaderas delicias.
—A juzgar por estas rosquillas, no lo pongo en duda. ¿Y qué me cuentas de Alfonso y de su matrimonio? ¿No hay nuevas?
Doña Urraca emitió un profundo suspiro antes de contestar.
—No, querida hermana, no. De momento no hay nada. Alfonso se fue hace meses a la campaña de Córdoba y aún no ha regresado. Pero antes de partir ya habían tenido tiempo suficiente para que Inés se quedara en cinta y, sin embargo, el sueño tan deseado no se ha producido. Esperemos que nos den algún sobrinito en el futuro.
—Seguro que lo harán. No olvides que Inés es aún una niña.
—Eso es verdad, pero Alfonso ya no es un niño. Ya se va haciendo mayor y aún no tiene descendencia. Además, no hace más que pensar en las guerras, lo que le puede acarrear graves consecuencias. Imagínate por un instante, Dios no lo quiera, que muere en una de ellas. ¿Qué pasaría entonces con la Corona y con nuestro linaje?
—Por Dios, no pienses así, Urraca. Confiemos en la bondad divina y recemos para que no le suceda nada. En último extremo, siempre nos quedaría el recurso de García.
Doña Urraca hizo un gesto de desaprobación.
—García es preferible que continúe donde está. Los pocos años que reinó en Galicia fue un verdadero desastre. Con él el imperio de nuestros antepasados, que tanto esfuerzo les costó reunirlo y tantas desdichas y pesares nos ha supuesto a nosotros el volver a unificarlo, se desmoronaría en cuatro días. Debemos ser realistas. El único que puede garantizar el engrandecimiento del reino y la continuidad de nuestro linaje es Alfonso. Él fue predestinado por los designios del Señor para llevar a cabo esta magna obra. Esperemos que sea el propio Señor quien le conceda larga vida para lograrlo.
Doña Elvira prefirió no ahondar en el tema. No quería involucrarse en los asuntos de estado. Para eso ya estaba su hermana. Ella sólo se ocupaba de su dote, que ya era bastante, pues tenía muchos siervos y vasallos a su cargo. Con el gobierno de su patrimonio y la dedicación de su vida a las obras pías y a las donaciones a la Iglesia para la salvación de su alma ya tenía suficiente.
—¿No me cuentas nada de tu infantado, Elvira?
—¿Qué quieres que te cuente? Ya sabes las preocupaciones y problemas que ocasiona nuestro patrimonio. La dote es tan vasta, que resulta materialmente imposible llegar a todos los dominios. Procuro que todo funcione lo mejor posible, pero siempre hay quien se aprovecha de nuestra ausencia para incumplir con sus obligaciones. Me basta saber que en líneas generales todo funciona correctamente.
—¿Efectúas donaciones regulares a las iglesias y monasterios que tienes bajo tu jurisdicción?
—Por supuesto que las hago. Aporto dinero con regularidad para cubrir sus necesidades materiales. No hace mucho doné al Monasterio de San Salvador de Tábara las iglesias de San Martín de Tábara y de Navianos de Alba. Procuro mantener al día mis obligaciones para con Dios y con la Iglesia por el bien de mi alma.
—Haces bien, hermana. En este mundo no estamos más que de paso. No debemos olvidar lo más importante, que es la salvación eterna. ¡Ay de aquellos que sólo piensan en los placeres y banalidades de este mundo y descuidan la salvación de su alma! Sufrirán eternamente las penas del infierno.
—Lo sé. Por eso procuro hacer tantas obras de caridad y beneficencia como puedo.
Más que un fraternal coloquio entre las dos hermanas, daba la impresión que doña Urraca estaba sometiendo a un auténtico interrogatorio inquisitorial a doña Elvira. Al darse cuenta de ello, trató de dar un nuevo sesgo a su conversación.
—Me temo que Alfonso quiere abandonar el rito hispano para pasarse al romano. A pesar de que hace tres años que suspendió el censo a la abadía de Cluny que le hizo nuestro gloriosísimo padre, hace dos le cedió el monasterio de San Isidoro de Dueñas, cesión a la que yo me opuse rotundamente. Y no creo que sea ésta la última. El abad Hugo ha sabido aprovechar hasta el máximo su influencia ante Sancho para liberar a Alfonso de la prisión de Burgos. Desde entonces nuestro hermano le ha tomado tanto afecto, que no sabe qué hacer para complacerlo. Ya verás cómo antes o más tarde se decanta por la norma cluniacense.
—No se atreverá a hacerlo. El rito hispano está muy arraigado en la Península, como para pretender sustituirlo por otro innovador y totalmente desconocido por el común de los fieles.
—No estaría yo tan segura de eso, Elvira. La propia Inés está influyendo en Alfonso en este sentido. Además no olvides que el rito romano representa la voluntad del papa y que éste hará que se imponga en toda la cristiandad. De momento el rey Sancho Ramírez de Aragón ya lo ha implantado en su reino.
—No compares el reino de Aragón, que se puede decir que acaba de nacer, con el reino de León, su extensión y su complejidad. Aquí no sólo nos diferencian nuestras leyes y costumbres, sino también nuestras lenguas. Desde tiempos inmemoriales los castellanos se han opuesto a nuestro Fuero Juzgo y a nuestra lengua. Hace siglo y medio ya se resistían a venir a León para resolver sus litigios. No será tan fácil implantar un nuevo rito litúrgico en todo este vasto imperio.
A finales de febrero todavía lucía un sol mortecino en León. No hacía muchos días que se habían desvanecido los últimos vestigios de la nevada caída a mediados de mes. Durante el día el sol tímidamente quería caldear un poco el ambiente, pero por las noches las fuertes heladas volvían a recordar los rigores invernales.
—¿Hace frío o lo tengo yo?
—Hace frío, Elvira. Ya sabes que aquí el clima es más severo que en Toro. Mandaré que pongan más leña en la chimenea.
—Por mí no lo hagas.
—Lo hago por ti y por mí, que también siento frío.
Doña Urraca llamó a una sirvienta para que atizara el fuego de la chimenea. Éste no tardó en avivarse y chisporrotear como consecuencia de la leña arrojada en él. Voraces lenguas comenzaron a lamer y enroscarse lentamente en las rachas de roble y encina como serpientes de fuego.
—Si se impone el rito romano, ya nos podemos despedir de todos nuestros privilegios y prebendas. El día que nuestros monasterios e iglesias acepten el nuevo rito, se acabará la potestad de nombrar cargos y beneficios eclesiásticos. Éstos sólo concernirán al papa, a los obispos y a los abades.
—No será para tanto, Urraca. Supongo que podremos seguir designando para los cargos de confianza a aquellas personas que nos son fieles. De no ser así, ¿cómo podrán funcionar armoniosamente todas esas instituciones?
—Dios dirá, Elvira. Lo único que sé con certeza es que Gregorio VII quiere acabar con los nombramientos eclesiásticos que hacen los nobles y los reyes. Así que, una vez que se implante el nuevo rito, ya nos podemos olvidar de la potestad que ahora tenemos.
Una gran algarabía se empezó a oír por los alrededores del palacio real y de la residencia de doña Urraca. Las gentes se arremolinaban alrededor de los jinetes que entraban en la plaza.
—¿Qué griterío es ése? —se preguntó doña Urraca mientras se acercaba a la ventana para ver de qué se trataba—. Hay varios soldados a caballo. ¿No será Alfonso que vuelve del asedio a Córdoba?
Pero no era don Alfonso el que regresaba, sino un pequeño destacamento de su ejército que había enviado a León para anunciar la conquista de Córdoba. Él se demoraría aún algún tiempo más en ayuda a su amigo al-Mamún, que tenía intenciones de tomar Úbeda también para anexionarla a su reino.
—Después del almuerzo podemos ir a saludar a Inés. ¡Pobrecilla! ¡Está tan sola y tan triste! Además no es más que una niña. Yo ahora me retiro a mi oratorio a rezar las oraciones del mediodía. ¿Tú que piensas hacer, Elvira?
—Te acompaño a rezar el Ángelus.
Las infantas se encaminaron al pequeño oratorio, cuyo altar presidían las imágenes de la Virgen María y del Sagrado Corazón ante las cuales, después de haber encendido sendas velas, se postraron para rezar las oraciones del mediodía.
A media tarde doña Urraca se acercó al aposento de su hermana para visitar juntas a su cuñada la reina doña Inés. Desde su venida a León, doña Elvira aún no había presentado sus respetos a su cuñada, por lo que era llegado el momento de hacerlo. Las dos hermanas se dirigieron a los aposentos de doña Inés precedidas por una de las doncellas de la reina.
—¿Cómo te encuentras hoy, mi querida niña? —dijo a modo de saludo doña Urraca acercándose a su cuñada para depositar dos besos fraternales en sus pálidas mejillas. La hermana mayor desde el primer día la había tratado casi más como a una hija que como cuñada y reina que era.
—No muy bien, Urraca. Sabes que echo mucho de menos a Alfonso. Hoy me han traído noticias de él, pero eso no es suficiente. Yo lo que quisiera es que estuviera aquí a mi lado siempre.
—Lo comprendo, Inés, pero ya sabes cómo son los hombres y cómo es Alfonso. Él jamás abandonará sus obligaciones por estar a nuestro lado —hizo una pequeña pausa—. Mira, Inés, aquí está Elvira que ha llegado hoy mismo de Toro. Viene a saludarte.
Ambas cuñadas se intercambiaron sendos besos fraternales a modo de saludo y los cumplidos de rigor. A continuación las dos hermanas tomaron asiento al lado de la reina. Ésta ordenó a sus damas de honor que se ausentaran para departir con más libertad las tres solas sobre sus impresiones e inquietudes.
—¡Cuánto tiempo sin verte, Elvira! No prodigas mucho las visitas a León.
—La verdad que no, querida cuñada. Me encuentro tan bien en Toro, que no echo en falta a León. Hace un año que no venía por aquí.
—¡Sólo un año! —exclamó casi con incredulidad doña Inés—. ¡Qué largo se me hace el tiempo!
—¿Por qué, mi querida niña, si me tienes a mí aquí casi permanentemente a tu lado?
—Lo sé, Urraca, y te lo agradezco de veras. Tal vez si no fuera por los largos períodos que pasas a mi lado, ya habría dejado de existir. No sólo echo en falta a Alfonso. También añoro mi tierra, mi familia y mis costumbres. Aquí todo me resulta extraño: la lengua, las tradiciones..., hasta los mismos ritos religiosos. Cuando me encuentro en la iglesia, me parece estar en otro mundo. No entiendo nada de vuestros ritos tan prolijos, tan amanerados, tan diferentes a los de mi país. Al asistir a ellos me da la impresión de que no profesamos la misma fe. Más de una vez le he pedido a Alfonso que adopte el rito romano en su reino.
—Dios no lo quiera, Inés. Éste es nuestro rito, el rito implantado por los santos padres de la Iglesia, en especial por San Isidoro, cuyas reliquias, como sabes, descansan en la basílica de esta ciudad cuya advocación ostenta. El rito hispánico es el rito que ya observaban nuestros antepasados los reyes visigodos, cuya implantación se pierde en el origen de los tiempos. Según la tradición, sus inicios se remontan a los comienzos del cristianismo.
—¿Tan lejos se va, Urraca?
—Eso es lo que cuenta la tradición. Desde luego nosotras no estamos dispuestas a cambiarlo por el que se nos trata de imponer desde Roma. Nuestros usos y costumbres también se merecen un respeto.
La reina hizo un gesto que parecía dar a entender que no estaba de acuerdo con la opinión de sus cuñadas.
—No pongo en duda que el rito hispano no esté fuertemente arraigado en vuestras costumbres, pero con el tiempo se impondrá el romano en todo el orbe cristiano. Y ahora es mejor que cambiemos de tema, porque sé que en éste no nos pondremos de acuerdo.
La reina y las infantas departieron largamente sobre asuntos más triviales e intranscendentes hasta la hora de despedirse. Doña Urraca y doña Elvira regresaron a su residencia, mientras que doña Inés volvió a sumirse en la profunda soledad de su palacio.
10
Hallábase en Babia don Alfonso, donde había ido a solazarse y practicar su deporte favorito la víspera de San Juan, cuando llegó hasta él un agotado y polvoriento emisario del reino de Navarra, que llevaba muchos días sin dar tregua a su cabalgadura para llevarle la fatídica noticia. El mensajero, postrado un pie en tierra, pidió permiso al rey para hablar.
—Con vuestra venia, Majestad.
—Dime, ¿qué nuevas me traes?
—Señor, Sancho Garcés de Pamplona ha sido asesinado.
El rey se quedó como petrificado.
—¿Qué has dicho?
—Lo que habéis oído, Señor.
Don Alfonso no acababa de dar crédito a la noticia.
—¿Y cómo ha ocurrido eso?
—A principios de este mes se hallaba mi señor, el rey don Sancho, cazando en Peñalén, en la confluencia de los ríos Aragón y Arga, cuando su hermano don Ramón lo empujó despeñándolo por el enorme abismo que se abría a sus pies. Quienes presenciaron el magnicidio no salían de su asombro. Dicen que don Sancho estaba a punto de disparar su arco para dar caza a un hermoso venado que se había puesto a tiro, cuando su hermano se acercó a él por detrás y, propinándole un fuerte empujón, lo lanzó de bruces al precipicio. El resto os lo podéis imaginar, Señor.
A pesar de que aquel espléndido día de comienzos del verano invitaba a la caza en los paradisíacos parajes de Babia, el rey de León detuvo a toda su comitiva y dio orden de regresar inmediatamente a la capital. Quería esperar en ella los acontecimientos futuros del reino de Navarra. Todo hacía presagiar que se avecinaban momentos convulsos para la sucesión al trono de Pamplona. Los hijos de Sancho Garcés eran aún unos niños. Su hermano Ramón, en complicidad con su hermana Ermesinda, era el autor material del regicidio, por lo que presumiblemente no heredaría la corona. Tan sólo quedaban dos candidatos posibles para ocupar el trono vacante. Uno era Sancho I de Aragón y el otro, Alfonso VI de León, ambos nietos de Sancho Garcés III de Pamplona. El menú estaba servido.
Ante el rey don Alfonso se abría un nuevo horizonte político. Era el momento de congregar a todo su ejército y marchar sin demora sobre el reino de Pamplona. El trono vacante constituía un apetitoso bocado que no se podía desperdiciar. Pero antes quiso consultarlo con la Curia Regia. Quería conocer la opinión de sus miembros, en especial la de su hermana doña Urraca y la de su alférez real García Ordóñez.
—Ya sabéis —comenzó diciendo don Alfonso— que el trono de Pamplona está vacante desde el asesinato de Sancho. Por las noticias que me llegan a través de mis informadores, ni sus hijos ni sus hermanos van a ocupar esa vacante. Así, pues, los únicos candidatos que quedamos somos Sancho Ramírez de Aragón y yo. Sé que Sancho Ramírez está preparando sus tropas para invadir Navarra. Yo también quisiera seguir su ejemplo, pues tengo tanto derecho como él a ocupar el trono de Pamplona. ¿Qué opináis vosotros?
La primera en tomar la palabra fue doña Urraca.
—Ya sé que tienes tanto derecho como nuestro primo Sancho Ramírez a ocupar el trono de Pamplona. También sé que la ampliación del reino siempre es algo apetecible y digno de tener en cuenta. Pero me dolería mucho que volvieras a caer en una guerra casi fratricida entre nuestro primo y tú, como ya hizo nuestro hermano Sancho en los primeros años de su reinado. ¿No habría otra forma de llegar al trono sin tener que hacer uso de las armas?
—Dímela tú, querida hermana.
—Mediante la negociación, por ejemplo.
—No es mala idea, pero para eso debe estar de acuerdo también nuestro primo y, por lo que sé, está reuniendo a todo su ejército para invadir el reino de Pamplona. En esas condiciones creo que yo no puedo ir solo a negociar. Tendré que llevar también a mi ejército conmigo para que me apoye.
En ese momento tomó la palabra García Ordóñez.
—Efectivamente, para negociar hay que tener las mismas armas. De nada serviría enviar una delegación a Pamplona para pactar ante un ejército dispuesto a tomar el trono por la fuerza. Debemos armar a nuestros hombres y salir de inmediato para tierras navarras. Con fuerzas más o menos iguales, tal vez vuestro primo se digne consensuar el reparto del reino sin entrar en batalla.
En toda la estancia se oyó un murmullo de aprobación por parte de los nobles asistentes, que con ese gesto daban su consentimiento a la intervención militar del rey en suelo navarro, aunque todos estaban de acuerdo en que se debía intentar alcanzar una solución sin derramamiento de sangre como había propuesto doña Urraca.
—Soy de tu misma opinión, García—ratificó el rey—, así que dejo en tus manos la organización de las huestes que nos han de acompañar. Cuando estén listas, partiremos sin demora para tierras de Pamplona.
—Que me place, Majestad. Con vuestro permiso me retiro para reunir las tropas sin más demora si no precisáis ya de mi presencia.
—Puedes retirarte, García, en buena hora.
—Gracias, Majestad.
El rey dio por terminada la reunión de la Curia.
Los nobles abandonaron el salón de sesiones. García Ordóñez siguió su ejemplo después de hacer una gran reverencia al rey y a su hermana para poner en práctica ipso facto el mandato de su señor. Los dos hermanos se quedaron solos para seguir departiendo sobre el tema que los había reunido.
—No deberías acudir tan alegremente a los campos de batalla, querido hermano. Una vez más te pido que mires por tu sucesión y por la continuidad de nuestro linaje. Ya hace dos años y medio que te has casado y aún no tienes descendencia ni hay, de momento, atisbos de que la tengas. Inés, aunque todavía es muy joven, ya ha madurado lo suficiente como para tener hijos. ¿Qué ocurre, Alfonso?
—Eso mismo me pregunto yo, queridísima hermana. Le voy a dar algún tiempo más, pero sospecho que Inés es estéril. No de otro modo se puede explicar que hasta ahora no haya quedado en estado.
—Es posible que haya algo más que eso. Cada día me parece encontrarla más pálida y pachucha. No deberías descuidarte en tomar medidas.
—Ya te he dicho que le daré algún tiempo. No es éste el momento de ocuparme de ese asunto. Ahora el reino me necesita en otro lugar y es allí donde tengo que acudir. Hace tiempo que tanto mis predecesores como yo mismo deseamos ampliar nuestras fronteras por el este. De hecho, parte de lo que hoy es el reino de Navarra ya perteneció a nuestro reino. Es llegada la hora de recuperar esos territorios y de ampliarlos si fuere posible. No puedo dejar pasar esta oportunidad que nos brinda el destino. Recuerda que nuestro objetivo es recuperar España entera para el cristianismo y unificarla, a ser posible, bajo una sola corona. Esa corona no puede ser otra más que la del reino de León, legítimo heredero del reino visigodo de Toledo. Todos nuestros antepasados han luchado por esa idea y lo mismo seguiremos haciendo nosotros mientras nos quede un hálito de vida.
Doña Urraca no estaba del todo conforme con esa idea. Temía que su hermano pudiera sufrir algún percance en cualquiera de los encuentros bélicos a los que se enfrentaba. La Historia estaba llena de ejemplos. Por eso procuraba enfriar sus impulsos guerreros y disuadirlo de la lucha y el combate siempre que podía. Pero sus estratagemas no le daban ningún resultado.
—Tú siempre anteponiendo los intereses del estado a tus propios intereses. Algún día te arrepentirás de haberlo hecho.
—Eso nunca, Urraca. De lo que me arrepentiría es de anteponer mis intereses a los del reino. Eso sería una gran ignominia para mí y para todos los de mi estirpe. Jamás nadie podrá decir de mí que fui un egoísta y un cobarde. Lucharé por la grandeza y esplendor de nuestro reino hasta derramar la última gota de mi sangre si fuere necesario.
—Ya veo que no te voy a hacer cambiar de idea, así que es mejor que lo dejemos estar. Te deseo con toda la fuerza de mi alma que tengas suerte en esta nueva empresa y que vuelvas sano y salvo de ella.
—Así lo espero, amadísima hermana. No te preocupes que sabré cuidarme.
Dos semanas más tarde partía don Alfonso al frente de sus mesnadas camino del reino de Navarra. A su lado cabalgaban su alférez García Ordóñez y algunos de sus más valientes vasallos, como Álvar Fáñez y Pedro Ansúrez, que lo seguía fielmente a todas partes como si de su propia sombra se tratara. A principios de agosto llegó a Nájera donde asentó sus reales a la espera de acontecimientos. Allí le llegaron noticias de que su primo Sancho Ramírez había ocupado Sangüesa, villa desde la que esperaba atacar directamente a Pamplona para hacerse con su trono. El rey leonés consideró las posibilidades que tenía de poder adelantarse a las pretensiones de su primo, pero vio que eran casi nulas, pues antes de que su ejército pusiera los pies en Logroño, su primo ya se habría apoderado de Pamplona.
Don Alfonso dejó un destacamento en Nájera y con el grueso de su ejército partió para Miranda de Ebro y Vitoria, ciudad ésta donde estableció su principal centro de operaciones. Desde allí dirigió todos los movimientos de sus tropas por gran parte de Navarra, Álava, La Rioja, Guipúzcoa y Vizcaya, así como las negociaciones con su primo Sancho Ramírez, que ya había tomado Pamplona, y la nobleza navarra. El rey aragonés consiguió ser reconocido como nuevo rey de Pamplona con el apoyo de los nobles navarros, en tanto que el rey leonés, con el apoyo de la nobleza local, conseguía hacerse fuerte en las plazas ocupadas. Después de largas negociaciones con Sancho Ramírez y con los nobles navarros, anexionó al reino de León toda la zona ocupada por sus tropas y la propia ciudad de Nájera, cocapital de Navarra, cuyo gobierno encomendó a su alférez y mejor amigo, el conde García Ordóñez, que no dudó en casarse con una de las infantas de Navarra. De esta manera retornaban al reino de León muchos de los territorios que ya le habían pertenecido en épocas pretéritas. Don Alfonso no pudo hacerse con el reino de Pamplona, pero regresó a León con un valiosísimo trofeo en el reparto del mismo.
11
Los intentos de implantar el nuevo rito romano en el reino de León mantenían las espadas en alto y los ánimos exacerbados, en especial en los cenobios y en los cabildos catedralicios. La nueva norma, emanada de la Santa Sede, no era vista con buenos ojos por el clero y la nobleza de León y de Castilla, donde tan arraigado se hallaba el rito hispano o mozárabe. Menos aún en Galicia y Portugal, cuyas ancestrales costumbres estaban mucho más arraigadas que en el resto del reino de León. Ante este enfrentamiento, que iba en contra de los deseos del monarca, Alfonso VI se vio obligado a solicitar la ayuda del abad de Cluny, con quien mantenía relaciones muy estrechas desde la intercesión de éste en su liberación de la prisión de Burgos.
Alfonso VI, a pesar de haber suspendido la contribución de mil dinares anuales a la abadía de Cluny hecha por su padre el rey don Fernando, había donado a esta abadía a cambio los monasterios de San Isidoro de Dueñas, San Salvador de Palat del Rey, Santiago de Astudillo y San Juan de Hérmedes de Cerrato. Tal vez estas donaciones no estuvieran inspiradas por la religiosidad del monarca, sino por las contraprestaciones que éste esperaba alcanzar con ellas para beneficio propio. Lo mismo esperaba del rito romano, que él intentaba introducir en su reino para mantenerlo a la altura del resto de reinos europeos occidentales. Pero con lo que no había contado don Alfonso era con la férrea oposición de clérigos y nobles a las nuevas imposiciones de Roma. Era tal el apego a los viejos cánones mozárabes, que muy pocos estaban dispuestos a abandonarlos en beneficio del nuevo rito romano impulsado sobre todo por Gregorio VII. Para conseguirlo, Alfonso VI solicitó al abad Hugo que le enviara a alguno de sus monjes avezado en las ceremonias romanas. Éste no tardó en complacer los deseos del rey enviándole a Roberto como legado suyo con especial recomendación.
La reforma, iniciada ya muchos años antes e impulsada por el papa Gregorio VII, no pretendía otra cosa que acabar con la simonía y el nepotismo, que tan extendidos estaban en la Iglesia católica y tanto daño estaban causando a la misma, y dotar al mismo tiempo al papa del máximo poder temporal y espiritual en la Tierra. Muchos de los miembros que formaban parte de la comunidad eclesiástica se encontraban allí sin una verdadera y auténtica vocación. Tan sólo pretendían cubrir sus necesidades materiales y su medio de vida. En una época en que era muy difícil sobrevivir fuera del ejercicio de las armas o de la dedicación a la Iglesia, muchos no dudaban en comprar cargos eclesiásticos o recibirlos a través de parientes con gran influencia política o eclesiástica. De ahí que la relajación en la disciplina, sobre todo en los monasterios, llegara a extremos tales, que más parecían lupanares que lugares de oración y recogimiento. Fue precisamente la abadía de Cluny allá por el 910 la que impulsó una gran reforma en sus monasterios para acabar con aquella relajación e indisciplina. Decidieron implantar la norma de San Benito, con más rigor si cabe que su propio fundador, y volver a la severidad de su disciplina. El papa consideró que la abadía de Cluny era el terreno abonado para extender su reforma, que la austeridad de sus monjes era el vehículo apropiado para llevarla a cabo, así que no dudó en aliarse con ellos para lograr su fin. De esta manera el abad dom Hugo se convirtió en el gran difusor de la reforma cluniacense o del nuevo rito romano.
Ya hacía algún tiempo que el monje Roberto había puesto sus pies en tierras de León. En un principio fue destinado como prior al monasterio de San Isidoro de Dueñas, que, como sabemos, ya formaba parte del patrimonio cluniacense, para que poco a poco fuera introduciendo en él el rito romano. Mas sus monjes no estaban muy conformes con las nuevas ceremonias que su prior trataba de imponerles. Día a día los ánimos se fueron caldeando hasta llegar a una rebelión total contra el nuevo rito y su prior. Don Alfonso se vio obligado a intervenir en el conflicto llamando a la corte al monje Roberto, pues no en vano éste se hallaba allí por su propia petición y por serle muy querido y estimado.
—¿Qué ocurre, Roberto, que me han dicho que hay un grave motín en tu monasterio?
—Señor, Dios sabe que he intentado implantar el nuevo rito en San Isidoro con toda mi buena fe, pero los monjes de ese monasterio parece que están endemoniados, pues ninguno ha querido renunciar a los ritos tradicionales y las ceremonias hispanas.
—Debes tener paciencia, Roberto. La tradición hispana tiene mucho arraigo en el pueblo español, en general, y en mis vasallos, en particular. La mayoría se oponen al cambio que quiere introducir Gregorio VII. Hasta mi propia familia es reacia al nuevo rito. Me hallo solo en mi propio reino como defensor de las nuevas corrientes que nos vienen de Francia y de Roma, por eso le pedí a mi amigo y benefactor dom Hugo que te enviara aquí para poner en marcha la reforma. No hallarás un camino de rosas en tu nueva tarea, sino un áspero y tortuoso sendero plagado de abrojos y espinas. Con perseverancia, comprensión y humildad podrás lograr el objetivo que nos hemos propuesto.
—Pero, Señor, ¿qué puede hacer este humilde monje ante la oposición de toda la comunidad monacal? Mis fuerzas tienen un límite al que creo haber llegado ya.
—Confía en la bondad del Señor. Dios en su infinita misericordia te desvelará el camino que debes seguir. Ten fe en Él y Él te ayudará.
—Así lo haré, Majestad.
A don Alfonso le preocupaba que no avanzara la reforma cluniacense, pues se había comprometido ante el abad Hugo y ante el propio papa a implantarla en todo su reino, pero los frutos obtenidos hasta el momento estaban muy lejos de los que él esperaba para calmar las exigencias del sumo pontífice. Éste ya no se conformaba con imponer su máxima autoridad en lo concerniente al poder espiritual, sino que también la reclamaba en el orden temporal, apoyándose para ello en una falsa donación hecha por Constantino, allá por el siglo IV, a la Iglesia de Roma. Esto chocaba de lleno con las aspiraciones de Alfonso VI, que, como heredero del reino visigodo de sus antepasados, pretendía constituirse en el máximo soberano de España. Tenía, pues, que conjugar sus propias aspiraciones con los deseos del papa, algo harto difícil de conseguir dado el poder omnímodo que el pontífice se había atribuido.
Tres años antes el propio Gregorio VII había dirigido sendas cartas a los reyes de Aragón y León en las que les instaba a implantar en sus respectivos reinos la reforma eclesiástica. De no hacerlo, caerían sobre ellos los anatemas de la Iglesia. De hecho, el propio legado del papa ya había destituido al obispo Jimeno de Burgos por su oposición al nuevo rito romano. Ahora volvía a insistir el papa en la obligación que habían contraído, y que tenían, de extender el oficio romano por todos sus reinos. También les recordaba la cesión de Constantino y, por tanto, la dependencia, tanto espiritual como temporal, de la cátedra de San Pedro de todos aquellos reinos.
—Ya sabes, Roberto, que te tengo en mucha estima y que aprecio sobremanera los consejos que me das, que emanan de tu gran sabiduría. Por eso me gustaría saber qué opinas de las pretensiones del sumo pontífice y qué me aconsejas que haga.
—Me halagáis, Señor, pues yo no soy más que un humilde monje indigno de estar a vuestros pies.
—No me vengas con falsa modestia, pues sé muy bien lo que eres y de lo que eres capaz. No en vano gozas de la máxima estima del abad Hugo. Dime, ¿qué harías en mi lugar?
Después de unos instantes en silencio, en los que Roberto parecía reflexionar, le habló al rey en los siguientes términos:
—Señor, para frustrar las pretensiones del papa sobre vuestro reino sin que se sienta herido por ello, debéis aliaros con el abad Hugo de Cluny. Él y sólo él podrá servir de mediador entre Vos y el sumo pontífice. Si con su ayuda no lográis vuestros propósitos, podéis dar por perdida la partida con el papa.
—Veo que eres muy perspicaz, caro Roberto, y que no estaba equivocado en la opinión que me mereces. Así, pues, ¿qué harías tú en concreto?
—Perdonad mi atrevimiento, Majestad, pero yo lo primero que haría sería restablecer el censo anual que instauró vuestro augusto padre con la abadía de Cluny. Señor, Cluny se está expandiendo y necesita muchos recursos para hacerlo. Vos sois un monarca muy rico gracias a los cuantiosos botines de guerra que habéis obtenido y sobre todo a las pingües parias que os pagan religiosamente los reinos taifas de casi toda España. Con tales sumas de dinero podéis comprar la voluntad del abad de Cluny, cuya influencia sobre el papa es de todos conocida. Gregorio VII no se atreverá a oponerse a las sugerencias de Hugo y menos aún a sus exigencias. Sabe que sin él y su abadía le será totalmente imposible implantar su reforma.
El rey reflexionó unos segundos sobre lo que el monje Roberto le acababa de decir. No le faltaba razón. Él era el soberano más rico de la Península y esa riqueza debía emplearla para aumentar su poder y su dominio sobre todo el territorio peninsular. ¿Cómo no se había dado cuenta antes de ello? Donaría a Cluny no sólo lo que había establecido su padre, el rey don Fernando, sino el doble. Así contentaría al abad Hugo para ponerlo enteramente de su parte. No era mala idea.
—Me has dicho que Cluny se está expandiendo. ¿Qué me has querido decir con esto?
—Lo que habéis oído, Señor. Cluny se está extendiendo por toda Europa occidental y para ello necesita mucho dinero. Pero no es sólo eso. También la propia abadía de Cluny se está agrandando. El abad dom Hugo se ha propuesto llevar a cabo una nueva ampliación de la abadía para que pueda cubrir sin problemas todas sus necesidades. En estos momentos aceptaría de buen grado cualquier donación que se le haga y estoy seguro de que sabría agradecerlo.
—Yo también estoy seguro de ello. Me has dado una gran idea, Roberto, que no dejaré caer en el olvido. Ahora te ordeno que regreses al monasterio de San Isidoro de Dueñas para convencer a sus tercos monjes de los beneficios de la reforma romana. En tus manos dejo el éxito de tan magna obra.
—Intentaré no defraudaros, Señor.
Pocos días después de su entrevista con el monje Roberto, Alfonso VI convocó la Curia Regia de León para tratar en ella los cambios que quería introducir en su reino. A ella asistieron todos los obispos y magnates entre los que no podía faltar doña Urraca, que era la principal consejera del rey. Don Alfonso siempre había tenido en su hermana mayor el apoyo de la madre que le faltaba. Ella había sabido ocupar ese puesto valiéndose del amor y el cariño que le profesaba. Entre ambos habían llevado conjuntamente las riendas del gobierno hasta allí.
El rey abrió solemnemente la sesión con las siguientes palabras:
—Ya sabéis que Gregorio VII está empeñado en que se adopte el rito romano en todos nuestros reinos. Nos ha vuelto a enviar otra carta en la que nos recuerda el compromiso contraído ante su legado en el último sínodo. En él todos los obispos asistentes se comprometieron a implantar la nueva norma, pero hasta la fecha nadie ha dado un paso adelante. El papa está enormemente contrariado por este comportamiento. Además, nos recuerda que todos los reinos hispanos están sometidos al poder temporal y espiritual de la sede de San Pedro, pues él fue quien extendió la fe cristiana en toda la Península Ibérica. Acabo de hablar con el monje Roberto sobre este tema y me ha dado algunas ideas que quiero poner en práctica.
Un murmullo general se extendió entre todos los asistentes. Ninguno de ellos estaba dispuesto a cambiar el rito hispano por el romano que proponía el sumo pontífice. Tomó la palabra doña Urraca en nombre de todos.
—Conozco las pretensiones que tiene el papa y no me agradan en absoluto. El abandono del rito mozárabe que practicamos desde siglos inmemoriales me parece que es el mayor despropósito que se le puede haber ocurrido. ¿Cómo piensa que vamos a romper con nuestras más profundas tradiciones sin ofrecer resistencia? Nuestro pueblo ha practicado las ceremonias religiosas tal como lo estamos haciendo desde los orígenes del cristianismo. El propio San Isidoro recogió esos ritos en sus Etimologías para que perduraran para siempre. Ahora el sumo pontífice quiere acabar de un plumazo con esa tradición de siglos. No sé qué opinarán los ilustres prohombres aquí reunidos, pero por mi parte te aseguro que no pienso aceptar las nuevas normas emanadas de la Iglesia de Roma ni voy a consentir que se implanten en mis monasterios e iglesias. Tú verás lo que haces, Alfonso.
—Mi dilectísima hermana, quisiera tenerte de mi lado en este tema tan espinoso como lo has estado siempre en todo nuestro reinado. Hasta ahora nunca hemos tenido ningún desencuentro que no se haya podido salvar. Espero que sigamos entendiéndonos en el futuro como lo hemos hecho hasta ahora.
—Pues me temo que no va a ser posible si sigues adelante con la renovación. Ya sabes que siempre me he opuesto al nuevo rito y a las cesiones que estás haciendo a la abadía de Cluny para implantar la reforma. Recuerda que en la cesión de San Salvador de Palat del Rey no renuncié a ninguno de mis derechos señoriales y así pienso seguir actuando en el futuro. Pero aún no nos has contado qué es lo que te ha sugerido Roberto.
Don Alfonso ya casi se arrepentía de haber comentado a la Curia la charla que había mantenido con el monje. Ahora no estaba seguro si sería prudente exponerlo ante la postura tan negativa que había tomado sobre el tema de la reforma su propia hermana, pero ya era demasiado tarde para echarse atrás.
—Roberto me ha dicho que puedo desbaratar las aspiraciones del papa si me alío con el abad Hugo.
—Pero ¿no es precisamente la abadía de Cluny la que se encarga de poner en marcha la reforma de Gregorio VII? —comentó el prelado de Astorga.
—Así es, monseñor.
—Entonces no comprendo lo que queréis decir.
—No me refiero a la reforma eclesiástica, sino a su afán por apoderarse del gobierno temporal de nuestros reinos.
—¡Ya entiendo! ¿Y qué tipo de alianza os ha propuesto Roberto?
—Me ha dicho que el abad Hugo necesita mucho dinero para ampliar la abadía. He pensado que sería el momento propicio para reanudar el censo que le hizo mi padre. Incluso podría doblarlo, así nos resarciríamos de estos años que he dejado de dárselo y conseguiría que el abad se pusiera totalmente de nuestra parte. Las parias que recibimos de los reinos taifas sufragarán con creces estos dispendios.
—Me opongo rotundamente a doblar el censo que estableció nuestro padre —replicó doña Urraca.
Todo el mundo contuvo la respiración durante unos segundos ante la contundente respuesta de la infanta.
—¿No sería más provechoso emplear esa ingente cantidad de dinero en la restauración y conservación de nuestros propios templos que en sufragar los gastos de la abadía de Cluny? —sugirió monseñor Pelayo Tedóniz, a la sazón obispo de León.
Todos los presentes aplaudieron calurosamente la iniciativa del obispo. No entendían por qué había que donar tan ingente cantidad de dinero al abad de Cluny, cuando sus propias diócesis carecían de recursos suficientes para mantener en buen estado sus templos y algunas de ellas incluso carecían de lo más necesario para subsistir.
—Me temo que no, ilustrísima. Nuestro propio futuro y el futuro de nuestro reino está en juego. Todo aquello por lo que hemos venido luchando desde que se inició la reconquista se vendría abajo. Tantos esfuerzos, tantos sacrificios, tantos sufrimientos, tantas batallas, tantas muertes, tantas ilusiones, tantas esperanzas a lo largo de todos estos siglos habrían sido inútiles si ahora depositamos nuestros reinos y nuestra corona en manos del papa. No tendría sentido todo lo que hemos logrado desde aquella pírrica, pero importantísima, victoria de Covadonga hasta la vastedad de este imperio si ahora cediéramos ante las exigencias de Gregorio VII. Necesitamos frenar sus aspiraciones y para lograrlo no hay nada mejor que nuestra alianza con dom Hugo. Él es el único que puede contener la desorbitada ambición del papa.
Nuevo murmullo entre los representantes de la Curia.
—Por mi parte —continuó don Alfonso—, estoy dispuesto a poner en marcha la reforma cluniacense en lo que respecta a los ritos sagrados, pero lo que no puedo aceptar es la dependencia directa de nuestros reinos del sumo pontífice. Espero con la ayuda de Dios y del abad Hugo hacer cambiar de idea a Gregorio VII.
De nuevo se escuchó un zumbido como de abejas por toda la sala. En esta ocasión fue monseñor Pedro Núñez, obispo de Astorga, quien tomó la palabra.
—Vos, Majestad, estaréis determinado a adoptar el rito romano en la liturgia, pero no seré yo quien impulse tal despropósito en mi diócesis. Antes prefiero la muerte que renunciar al rito que practicamos desde siempre.
Uno tras otro se fueron sumando todos los prelados a la postura del obispo de Astorga. No entendían por qué tenían que abandonar el rito que habían practicado toda la vida ni tampoco estaban dispuestos a perder los privilegios que habían gozado hasta entonces. Si adoptaban la reforma, ¿qué pasaría con todos los familiares que desempeñaban cargos u oficios en sus diócesis? Tendrían que conceder arciprestazgos, curatos y otros beneficios a personas extrañas que les vendrían impuestas desde fuera. Eso era algo inaudito que no estaban dispuestos a aceptar, como tampoco estaban determinados a adoptar el celibato de los obispos y demás clérigos que propugnaba Gregorio VII con su reforma.
Después de largas y acaloradas discusiones entre todos los miembros asistentes a la Curia Regia, don Alfonso impuso silencio.
—El papa no cederá en su reforma. Está totalmente decidido a implantarla en todo el orbe cristiano eliminando cualquier obstáculo que se le presente. Para ello se ha dotado de un enorme poder con su Dictatus Papae. Todo el que no acate su nueva doctrina será considerado hereje e infiel. Yo os recomiendo que no os demoréis en implantar el rito romano en vuestras diócesis. Si lo hacéis, todos saldremos ganando.
Los obispos más reacios continuaban expresando su desacuerdo a tal imposición. A la cabeza de todos ellos estaba monseñor Pedro Núñez, que parecía haberse convertido en el adalid de la resistencia. No en vano gozaba de un gran poder que no quería perder. El rey volvió a demandar silencio a la asamblea.
—Como he manifestado poco antes, defenderé el poder temporal de mi corona hasta el final. Para lograrlo, utilizaré todos los medios a mi alcance. Ya os he comunicado mi propósito de doblar los mil dinares de oro que concedió mi serenísimo padre a la abadía de Cluny. En estos últimos años le he donado varios monasterios. Con todos estos favores espero tener de mi parte a dom Hugo. Pero por si eso no fuera suficiente, en este momento os anuncio solemnemente que a partir de ahora utilizaré el título de «Emperador de toda España», para aplacar así las ansias de poder de Gregorio VII.
Los obispos y nobles de la Curia Regia aplaudieron con gran entusiasmo la decisión real.
—Ya sabéis —continuó don Alfonso— que el título de emperador ha sido empleado en más de una ocasión por algunos de mis antepasados, incluido entre ellos mi augusto padre. Pero ninguno lo ha hecho como emperador de toda España. Yo quiero reivindicar desde aquí ese honor que nos corresponde por llevar sobre nuestra frente la honorabilísima corona de León. El reino de León, continuador del reino de Asturias, que a su vez lo fue del prestigioso reino visigodo que unió toda España, porta consigo el testigo de volver a unificar toda la Península Ibérica. Ante la gran gesta que ha llevado a cabo a lo largo de más de siglo y medio de singladura, le corresponde el honor de capitanear a todos los demás reinos cristianos peninsulares. Es por eso y por el gran dominio que ejerce sobre la mayor parte de los reinos taifas por lo que yo me declaro Imperator totius Hispaniae.
La Curia en pleno puesta en pie aplaudió a rabiar las palabras de su rey. Todos estaban orgullos de pertenecer a aquel gran reino que en siglo y medio había sido capaz de reconquistar un tercio de la Península, al que aún le aguardaban grandes días de gloria en un futuro no muy lejano. A ello dedicaría todo su esfuerzo y empeño el rey don Alfonso.
12
La había conocido un año antes en una audiencia que había concedido a sus padres. Desde el primer momento quedó prendado de su extraordinaria belleza. Se trataba de Jimena Muñiz, hija de unos aristócratas bercianos. Don Alfonso no desaprovechó la oportunidad que el acaso le había brindado para insinuarse ante aquella beldad. Por aquel entonces las relaciones que mantenía con su esposa se habían enfriado considerablemente. Hacía ya más de tres años que se habían casado y aún no le había proporcionado ningún descendiente, lo que estaba dando lugar a habladurías entre la aristocracia y hasta entre el propio pueblo llano, tan inclinado siempre a los chismes y rumores de palacio. El rey encontró en aquella hermosa aristócrata la que podía ser su amante y futura esposa, si doña Inés no le daba algún hijo en un futuro inmediato.
Con el paso de los meses los encuentros entre don Alfonso y doña Jimena, aunque furtivos, se habían hecho cada vez más frecuentes. Este coqueteo no pasó desapercibido para doña Urraca, que seguía muy de cerca los pasos de su hermano, y ni siquiera para doña Inés, que ya había comenzado a sentir en sus propias carnes los abrasadores aguijonazos de los celos.
Una tórrida tarde de estío don Alfonso se había refugiado en el recinto más fresco de su palacio para huir de los rigores del verano. Una estancia en el ala norte en la que apenas penetraba la luz del día por dos angostas ventanas situadas a más de dos metros de altura sobre el nivel del suelo. Sus paredes de piedra, frías y desnudas, sólo albergaban algún que otro arco o espada ya en desuso. El suelo, pavimentado con grandes losas de pizarra, le confería un aire de mayor frescor. Una mesa de madera de roble y cuatro sillas de abedul componían todo el mobiliario. La infanta, que lo había seguido de cerca, no tardó en hacer acto de presencia.
—Así que es aquí donde te refugias cuando hace calor —le dijo a su hermano a modo de saludo.
Don Alfonso se sobresaltó un poco al oírla.
—Perdona, Urraca, no te he oído entrar.
—Ya sé que no me has oído entrar, Alfonso. Ahora que estamos aquí los dos juntos y que nadie nos molesta, quiero que me cuentes qué significan todos esos escarceos con esa joven que cada vez frecuenta más sus visitas a palacio. Piensa que igual que yo y que tu propia esposa, no tardará el servicio en darse cuenta de tus devaneos. El día que eso ocurra puedes estar seguro que tus relaciones con esa mujer serán de dominio público en todo el reino y fuera de él. ¿Me quieres decir qué pretendes?
—No pretendo nada, querida hermana. Sencillamente me he enamorado de Jimena.
—Y lo dices así, tan tranquilo. ¿No sabes que no te puedes casar con ella? Además de no estar a tu altura, sabes perfectamente que nos unen lazos de consanguinidad. Esto es un impedimento del que jamás te dispensará el papa. Rompe inmediatamente estas relaciones que no te reportarán más que problemas. Si no quieres continuar con Inés, repúdiala oficialmente y búscate otra mujer que esté a tu altura y te dé descendencia, pero no sigas con esa amante que te puede acarrear muchos dolores de cabeza.
—No puedo dejar a Jimena. Es superior a mis fuerzas. En cuanto a Inés, ya lo tengo decidido desde hace tiempo. La repudiaré el próximo mes por estéril. Hace ya cuatro años que nos desposamos sin que haya visos de descendencia. En estos momentos ya es un problema de estado que debo resolver. Espero que ni el obispo ni el papa me pongan ninguna objeción, pues nuestro reino necesita un heredero para su continuidad.
—Hace tiempo que deberías haber tomado esta decisión. En más de una ocasión te lo he venido insinuando yo misma. Pero eso no es óbice para que rompas inmediatamente tus relaciones extramaritales y desde todo punto de vista reprobables. Tus coqueteos con Jimena no deben salir de las paredes de este palacio. Si lo hicieran, sería una ignominia para ti y para el propio reino.
—No exageres, Urraca.
—No exagero, Alfonso. Piensa en lo que contaría la Historia si esto saliera a la luz.
—Si eso ocurriera, trataremos de velarlo de alguna manera a los siglos venideros. Pero no me sigas pidiendo que la deje, porque no puedo.
Doña Urraca hizo un gesto de desagrado. No sabía cómo liberar a su hermano de aquella peligrosa aventura amorosa.
—Si no puedes dejarla, al menos procura ser discreto hasta que repudies públicamente a tu esposa. Cuando quedes libre de las ligaduras del matrimonio, el escándalo ya no será tan grande si se descubren tus nuevos amoríos.
El ocho de septiembre, día de la Natividad de Nuestra Señora, se hallaba reunida en la catedral de León una buena parte de los nobles del reino. Se había difundido por todo él que su rey, Alfonso VI, iba a repudiar a su esposa, doña Inés de Aquitania, durante la celebración de la Eucaristía. La expectación era máxima. En el momento del Ofertorio, el obispo se acercó al rey para preguntarle ante todos los fieles presentes:
—¿Repudiáis a vuestra legítima esposa aquí presente, doña Inés de Aquitania?
—Sí, la repudio —contestó con resolución y firmeza don Alfonso.
—¿Qué motivos tenéis para repudiarla? —volvió a preguntar el obispo.
—La repudio por ser estéril —respondió el rey.
—Siendo así, desde este momento quedan rotos los lazos que os unían a ella en santo matrimonio. Señor, quedáis libre para contraer nuevo matrimonio si así os place.
Exonerado ya de sus ligaduras matrimoniales, don Alfonso no ocultó a nadie su relaciones extramatrimoniales con doña Jimena, la bellísima aristócrata berciana que se convirtió en su concubina. Era hermosa en extremo y de la misma edad que doña Inés. El monarca vio en ella no sólo el objeto de su libido desenfrenada, sino también la madre idónea para sus futuros hijos. Así, pues, a partir de aquel momento convivió con él, confirmando incluso documentos como si de su auténtica esposa se tratara, a pesar de no haber legitimado su situación marital.
Doña Jimena era acérrima partidaria del rito mozárabe. Como aristócrata que era, tenía varios intereses en más de un monasterio del Bierzo, en especial en el de San Andrés de Espinareda. No tardó en influir en el rey para que se demorara al máximo la implantación del rito romano que exigía el papa. En este sentido se convirtió inmediatamente en una gran aliada de las infantas doña Urraca y doña Elvira. Entre las tres lograron enfriar el gran entusiasmo que había manifestado en los últimos años don Alfonso por la reforma cluniacense. Desaparecida doña Inés de la escena, ya no mostraba tanta premura por la implantación del nuevo rito, máxime cuando con el cambio de rito el papa no sólo pretendía imponer su autoridad en el orden espiritual, sino también en el poder temporal, algo a lo que él se oponía rotundamente.
Un día de tantos se hallaban en la sobremesa del almuerzo la pareja real y la infanta doña Urraca. Después de haber charlado largo rato sobre temas domésticos y ciertas cuestiones banales, don Alfonso les comunicó la última noticia que había recibido.
—Me han informado que el papa quiere relevar al actual legado que tiene por considerarlo demasiado blando con la reforma. Aún no se sabe quién va a sustituirlo, pero todo apunta a que será alguien muy próximo al pontífice y a sus ideas. Está muy molesto por el retraso que lleva en nuestro reino la implantación del nuevo rito.
—Pues a mí me da igual que esté molesto o no —comentó doña Jimena—. Aquí siempre se ha practicado el rito mozárabe y no estamos dispuestos a que se nos imponga otro. El papa que se ocupe de Roma, que nosotros nos ocuparemos de lo nuestro.
—Así debería ser, pero se ha atribuido unos poderes que lo capacitan incluso para deponernos a nosotros si nos oponemos a sus decisiones.
—Eso es lo que nunca debería haber ocurrido, querido hermano, pero todos los reyes y príncipes habéis acatado esa atribución sin la más mínima resistencia. El único que se está enfrentando a él es el emperador de Alemania, Enrique IV.
—Y ya veis lo caro que le está costando ese enfrentamiento. El papa le ha respondido con la excomunión.
— Bueno, si eso es lo que quiere, tendrá que excomulgarnos a todos —apostilló con cierta indiferencia doña Jimena.
Don Alfonso sonrió con cierta indulgencia la ocurrencia de su amada.
—Puede que no tarde en hacerlo con nosotros, querida. Si no lo ha hecho hasta ahora, es posible que sea porque el actual legado no lo habrá puesto al corriente de nuestra situación. Mucho me temo que el próximo legado, si va a ser tan duro como dicen, sea lo primero que haga cuando conozca nuestras relaciones actuales.
—Pues casémonos para que eso no ocurra.
—Ya hace tiempo que lo habríamos hecho si pudiéramos. Nuestro parentesco, aunque lejano, no nos permite contraer matrimonio sin la dispensa del papa y éste no va a acceder a nuestra petición por mucho que insistamos.
El semblante de doña Jimena reflejó su contrariedad por unos instantes. No entendía cómo podían ser tan rigurosas las leyes de la Iglesia en ese tema. Su parentesco se remontaba a la quinta o sexta generación. ¿Cómo podían ser tan estrictos?
—Entonces sigamos así hasta el fin de nuestros días.
—Eso es lo que no consentirá el papa en cuanto conozca vuestra situación —le aclaró doña Urraca—. Por eso habrá que ir pensando en quién va a ocupar el puesto de esposa cuando llegue su sentencia, que llegará, no os quepa la menor duda.
—Entonces, ¿eso quiere decir que tendré que abandonar el palacio y la corte de León?
—Antes o más tarde me temo que tendrás que hacerlo, pues el protocolo y la decencia no permitirán que compartas el mismo techo con la verdadera esposa de Alfonso.
—¿Qué dices tú al respecto, cariño?
—Me temo que mi hermana tiene razón en el caso de que ocurra, pero, ¿por qué tenemos que preocuparnos por el futuro teniendo el presente todo para nosotros? Vivamos el hoy, que el mañana está por llegar y no sabemos lo que nos deparará. De momento sólo es un rumor el cambio de legado. Quizá tarde mucho tiempo aún en producirse. Mientras eso ocurre, vivamos el momento actual como si fuera el último de nuestra vida. En cuanto a la reforma del rito y las costumbres, esperemos también al próximo legado para ver qué nuevas nos trae.
—Todo esto terminará por provocar un cisma en la Iglesia, ya lo veréis —sentenció la infanta—. La mayor parte del clero y de la nobleza no quieren ni oír hablar de él. Habrá muchos problemas.
—Dios no lo permita, querida hermana.
Los ilustres contertulios dieron por finalizada la charla abandonando el comedor. Doña Urraca aprovechó el momento para retirarse a rezar los oficios divinos en su oratorio.
Después de la refutación, doña Inés se recluyó en un ala del palacio real de donde no volvió a salir hasta que, consumida por la enfermedad, por la melancolía y por el despecho, llegó la muerte a visitarla unos meses más tarde. Su cuerpo fue sepultado en el monasterio de San Benito de Sahagún, lugar que el monarca había elegido para su propio mausoleo. Así terminó sus días la reina niña que había llegado a León cuatro años y medio antes para convertirse en la esposa del rey más grande de la cristiandad hispánica.
13
León acostumbraba sufrir largos y crudos inviernos, cuyos efectos se prolongaban hasta bien entrada la primavera, pero aquel día, Pascua de Resurrección del año 1079, Febo derramaba esplendoroso sus dorados rayos sobre la ciudad del Bernesga, capital del reino. La naturaleza estaba aún aletargada por las continuas heladas caídas a lo largo de todos aquellos meses invernales. En las lejanas montañas del cordal cantábrico aún se vislumbraban las gélidas cúspides albas, como la Polvareda, la Polinosa en el macizo de Mampodre, el Pico Agujas, el Susarón o la Collada Fermosa, entre las más destacadas. Hacia el nordeste, más alejados y difuminados, se dejaban entrever, entre otros, Peña Brava, Pico Moro y Peña Corada en el macizo de los Picos de Europa.
Don Alfonso había mandado llamar a uno de sus más distinguidos vasallos y hombre de confianza. Se trataba de Rodrigo Díaz de Vivar que, merced a su matrimonio, había emparentado con la familia real, aunque con un parentesco ya lejano.
—¿Me habéis mandado llamar, Señor? —dijo a modo de saludo mientras hacía una reverencia a su rey.
—Sí, Rodrigo. Debes partir inmediatamente con tus mesnadas para Sevilla con el fin de reclamar a al-Mutamid las parias que nos debe. Hace ya algún tiempo que nos las debería haber abonado, pero parece que se está haciendo un poco el remolón. Ya sabes que el importe asciende a cincuenta mil dinares.
—Muy bien, Majestad. ¿Cuándo debo partir?
—Lo antes posible, Rodrigo. Le entregarás este documento a al-Mutamid —el rey le dio un pergamino enrollado y precintado con el sello de sus armas— en el que le recuerdo su sumisión y vasallaje a mi autoridad y le exijo total neutralidad ante mis planes. Deberá darte su conformidad por escrito, firmada de su puño y letra. Una vez cumplida mi misión, volverás aquí sin demora.
—Muy bien, Señor. Mandáis algo más.
—Nada más, Rodrigo. Sólo que seas diligente en tu cometido y vuelvas pronto aquí.
Unos días más tarde de la partida de Rodrigo Díaz de Vivar para Sevilla, el rey mandó llamar a su mejor hombre de confianza y alférez real, García Ordóñez.
—Señor, aquí estoy para lo que mandéis —García hizo una grave reverencia al rey en espera de lo que éste le ordenase.
—Te he llamado, García, porque quiero que vayas hasta Granada a cobrar las parias que nos debe el emir Abd Allah. Una vez allí, le prestarás tu ayuda para combatir al rey de Sevilla. Para ello deberás reunir un número suficiente de tropas que te permita obtener la victoria. El emir hace tiempo que desea conquistar la plaza de Sevilla y me ha pedido que le ayude a conseguirlo. Espero que tengáis éxito.
—Así lo haré, Señor. Podéis confiar en mí.
—Siempre he confiado en ti, García, y lo seguiré haciendo hasta que la muerte nos separe. Fuera de ti no encuentro otro hombre más fiel en mi reino.
—Me halagáis, Señor. Sabré corresponder a vuestra confianza.
—Lo sé, García. Puedes retirarte y partir cuanto antes.
—Gracias, Señor. Con la venia.
Una vez más el monarca leonés empleaba su estrategia favorita para lograr su objetivo, que no era otro que el desmembramiento y debilitamiento del al-Ándalus mediante su sangría económica y el enfrentamiento entre sus reyezurlos.
Mes y medio más tarde avanzaban las tropas de Abd Allah junto a las de García Ordóñez entre Cabra y Monturque, cuando les salió al encuentro un pequeño ejército de al-Mutamid comandado por el propio Rodrigo Díaz. El ejército granadino, que no se podía creer de dónde había surgido el sevillano, fue derrotado por éste contra todo pronóstico. Rodrigo aprovechó la ocasión para hacer prisionero a su eterno rival, García Ordóñez, a quien allí mismo le arrancó las barbas. Rodrigo Díaz nunca le había perdonado que lo relevara en el cargo de alférez del ejército leonés. Con este gesto y esta gesta el jactancioso Rodrigo Díaz de Vivar se ganó un eterno rival para el resto de sus días.
Mientras acaecían estos sucesos en tierras cordobesas, doña Jimena, concubina de don Alfonso, traía a este mundo una preciosa niña que venía a colmar de satisfacción a toda la familia real, en especial al rey, que por fin había logrado su primer retoño. Aquel pequeño ser recién nacido venía a confirmar que el repudio de doña Inés había sido acertado. A pesar de ser una niña y a pesar de ser un vástago extramatrimonial, el acontecimiento no dejó impasible a nadie. Doña Urraca no cabía en sí de gozo. Por fin su hermano predilecto ya tenía descendencia, aunque ésta fuera tan endeble. Nunca hasta entonces había reinado en León una mujer y menos aún si ésta había sido concebida fuera del matrimonio. Su madre había sido reina de León, pero no pudo reinar. Reinó en su lugar su padre, don Fernando, a pesar de que el reino era de su madre. Bueno, ella sabía que en realidad la que reinó fue su madre, doña Sancha, aunque para el mundo el que figuró fue su padre. Lo que venía a demostrar que la mujer estaba tan capacitada como el hombre para llevar las riendas del poder, pero las normas y la costumbre impedían que aquélla ejerciera tal potestad. Si ahora su hermano no tuviera descendencia masculina, habría que cambiar esas leyes para que su hija pudiera heredar el trono con absoluta normalidad.
El segundo problema era más acuciante. El parentesco de doña Jimena con su familia iba a ser un obstáculo muy difícil de salvar. El obispo de León ya había refutado aquella relación ilícita que mantenía su hermano. Era de esperar que cuando llegara a oídos del papa, éste reaccionara de la misma manera que lo había hecho el prelado leonés. No obstante, siempre quedaba abierta una puerta, máxime ahora que ya habían tenido descendencia. El concubinato fuera del matrimonio podía ser bendecido por la Iglesia si éste daba sus frutos, como era el caso de su hermano y doña Jimena. Cabía, pues, la esperanza de que la Iglesia cambiase con la llegada de aquel pequeño retoño.
Doña Elvira también se alegró del acontecimiento. Le faltó tiempo para trasladarse a León cuando conoció la noticia. Al igual que su hermana, hacía muchos años que esperaba la llegada de sus sobrinos. La temprana muerte de Sancho sin descendencia, la prisión de García asimismo sin hijos, el tardío matrimonio de Alfonso con una niña que resultó estéril, el compromiso de su hermana y de ella misma de permanecer célibes hasta la muerte habían contribuido a retardar tanto la llegada del primer vástago de su familia. Ahora, por fin, había venido a este mundo ese primer retoño, esa niña que, aunque concebida de una manera ilegítima, no dejaba de ser carne de su carne y sangre de su sangre. Habría que poner el máximo empeño y extremar los cuidados para que el fruto de ese amor no se malograra.
Reunida toda la familia real, doña Elvira se ofreció a ser la madrina de aquella delicada criatura con la condición de que tenían que ponerle su nombre.
—Faltan pocos días para bautizar a la niña —les recordó don Alfonso a sus hermanas—, ¿quién va a ser la madrina?
—Yo misma —contestó doña Urraca.
—Me gustaría ser yo y ponerle mi propio nombre —comentó doña Elvira—. ¡Me hace tanta ilusión ponerle mi nombre a nuestra primera sobrina!
Doña Urraca no estaba del todo conforme, pues a ella también le hubiera gustado que su primera sobrina llevara su propio nombre, pero accedió a que fuera su hermana la madrina.
—A mí también me gustaría que llevara mi nombre. En esta ocasión te concedo el honor, pero con la condición de que la próxima sobrina que tengamos ha de llevar mi nombre y yo seré su madrina.
—No hay problema por eso. Desde hoy tienes mi palabra que la próxima hija que tenga se llamará Urraca como tú, aunque, a decir verdad, desearía que fuera un varón.
—También nosotras lo deseamos, Alfonso —ratificó doña Urraca—. Esperemos que ahora que ha venido la primera, sigan a ésta muchos otros vástagos tuyos.
—Así lo espero yo también por el bien de nuestro linaje y del propio reino.
Después de estas palabras de don Alfonso un breve silencio se interpuso entre ellos. Fue doña Urraca la que vino a romperlo.
—Ahora el problema más espinoso lo constituye vuestra relación extramarital. Como sabéis, monseñor Pelayo ha calificado vuestra unión de ilícita y se niega incluso a administrar el sagrado bautismo a vuestra hija. Nos consta que él no sólo no va a oficiar la ceremonia, sino que ni siquiera piensa asistir a la misma, como muestra de rechazo a vuestras relaciones. Así, pues, lo más urgente sería negociar vuestra situación para darle una salida lo más digna posible.
—Todo se está intentando, Urraca, pero, como muy bien dices, el obispo Pelayo no nos está facilitando el camino. Pronto llegará aquí el nuevo legado del papa, que estoy seguro que va a ser aún más severo que nuestro obispo. Por las noticias que tengo, se trata del cardenal Ricardo, hombre recto y del círculo más próximo a Gregorio VII. Mucho me temo que nuestras relaciones sean muy pronto censuradas por el sumo pontífice, que no está dispuesto a que se produzcan escándalos entre sus fieles y menos si éstos han de servir de ejemplo a sus súbditos, como es mi caso.
—Razón de más para que urja una salida a vuestra situación ilegal —insistió doña Urraca—. Tal vez la única solución sea que te cases con alguna princesa con la que no te una ningún lazo familiar.
—Y yo, ¿qué hago? —preguntó angustiada doña Jimena.
—Tranquila, amor mío. De momento no tengo intenciones de separarme de ti. El tiempo dirá qué es lo que debemos hacer. Ahora es mejor que vivamos el presente y no nos dejemos agobiar por el futuro incierto.
La tarde ya declinaba cuando don Alfonso dio por finalizada la reunión familiar.
Un mes más tarde de estos acontecimientos llegaba a León, vencido y humillado, García Ordóñez con sus mesnadas. Tan pronto como puso sus pies en el palacio real solicitó ser recibido por el rey. Su amargo recuerdo del encuentro con las tropas de al-Mutamid y la vejación a la que había sido sometido por Rodrigo Díaz no lo dejaban descansar. Se sentía despechado por éste y no pararía hasta recibir una satisfacción que restituyera su honra.
El rey lo recibió con gran afabilidad. Esperaba que le portara buenas noticias de sus andanzas por Andalucía, pero no tardó en advertir que se había equivocado. Su alférez había fracasado en el cometido de ayudar a su aliado el emir de Granada. La triste nueva cambió el semblante de don Alfonso hasta entonces alegre y risueño.
—Majestad —García Ordóñez se postró ante sus pies—, no soy digno de seguir ostentando el cargo que me habéis conferido. Desde ahora mismo pongo a vuestra disposición mi empleo y mis mesnadas. Señor, he sido derrotado y humillado por Rodrigo ante el emir de Granada, ante el rey de Sevilla y ante todas sus mesnadas. Majestad, os ruego que aceptéis mi dimisión y que nombréis a otro más digno que yo para ocupar este puesto.
—Levántate, García, y cuéntame qué ha pasado.
El alférez real no se atrevía a levantarse y a mirar frente a frente a su señor. Tal era la vergüenza que sentía. A duras penas logró erguirse y dirigir una tímida mirada a los ojos del monarca.
—Señor, habíamos dejado atrás Cabra y nos estábamos acercando a Monturque cuando de improviso, y sin saber cómo ni de dónde salieron, nos vimos cercados por las tropas de al-Mutamid, que iban comandadas por Rodrigo. Aunque ofrecimos resistencia, ésta no sirvió de nada, pues las tropas sevillanas no tardaron en dejarnos inermes. Rodrigo me tomó entonces como su rehén y allí mismo delante de todos me mesó las barbas.
Don Alfonso se puso rojo de ira al oír el relato de su alférez.
—¿Quién le ha dado permiso a Rodrigo para unirse a las tropas de al-Mutamid y erigirse en su capitán? ¿Quién es él para actuar libremente y truncar así mis planes? No le saldrá gratuita esta batalla que ha ganado contra mi voluntad contraviniendo todos mis proyectos. Hace tiempo que venía planeando este encuentro para que Abd Allah le diera un escarmiento al rey de Sevilla y viene ahora este botarate a desbaratármelo todo. Ya le ajustaré las cuentas. Por cierto, ¿sabes dónde está ahora?
—No, majestad.
—Bien, ya se dejará ver algún día. ¿Has logrado la recaudación?
—Sí, Majestad. Se la he entregado al tesorero de palacio antes de subir aquí.
—Muy bien. Pues ahora puedes retirarte a tu residencia a descansar. Te confirmo en tu cargo y te recuerdo lo que te dije antes de partir para Granada. Nunca dejaré de confiar en ti.
—Gracias, Señor. Me otorgáis mucho más de lo que me merezco.
— Ve con Dios, García, y descansa.
Todos los pasos que venía dando últimamente Alfonso VI en su política imperialista se encaminaban a debilitar al máximo el reino de Toledo. A la crisis territorial que estaba padeciendo este reino había que añadir la crisis política. Los sectores de la sociedad más disconformes con el oneroso gravamen que les imponía un rey infiel se rebelaron contra el débil Yahya al-Qádir. Solicitaron para ello la ayuda del emir de Badajoz, quien obligó a al-Qádir a refugiarse en sus fueros de Cuenca, mientras él ocupaba el trono de la ciudad imperial.
Ante esta situación tan desesperada, al-Qádir se vio obligado a solicitar el auxilio de Alfonso VI, que de esta manera vio abiertas las puertas para llevar a cabo su anhelado sueño: extender las fronteras del reino de León hasta los límites del Tajo. Las condiciones que don Alfonso le impuso al destronado rey fueron desorbitadas. Además de las cuantiosas cantidades en metálico que le exigió, le obligó a entregarle los estratégicos castillos de Canturias y Zorita, que controlaban dos de los accesos más importantes a la ciudad del Tajo, uno por el oeste y otro por el este. Poco después el monarca leonés atacó con sus mesnadas el reino taifa de Badajoz como represalia por el asalto de Omar al-Mutawakkil a Toledo. En esta gesta conquistó la ciudad de Coria, bastión de suma importancia en su afán de reconquista de toda la Península, al tiempo que las tropas cristianas se establecían firmemente en la línea del Tajo, con el impacto psicológico que esto suponía para los reyes taifas.
14
Dorado atardecer de otoño. Chopos y abedules vestidos de ocres y amarillos se miraban en el plateado espejo del Cea. En los remansos del río miles y miles de hojas se arremolinaban mecidas por el viento. Por entre las ramas semidesnudas de los chopos se infiltraban los rayos de oro murientes reflejándose en la cristalina superficie como caleidoscopio multicolor. Las campanas del monasterio de San Benito de Sahagún tocaban a vísperas. Después de un largo y extenuante día dedicado a la oración y al recogimiento, había llegado el momento de reunirse para rezar la última hora antes de la postrera colación. En pocos minutos los monjes se congregaron en el coro de la iglesia para elevar a Dios los salmos vespertinos bajo la atenta mirada del abad Julián. Finalizadas las vísperas, se dirigieron al refectorio en silencio y en estricto orden de edad y dignidad. Cerraba la comitiva el reverendo padre abad.
En el frío y austero refectorio los aguardaba una frugal cena a base de verduras y legumbres. Ni carnes ni pescados la acompañaban. Tan sólo un pedazo de pan y un vaso de agua. En el cenobio de Sahagún la cena siempre acostumbraba a ser ligera. La comida fuerte era el almuerzo del mediodía, en el que no se escatimaban las carnes y pescados y todo tipo de viandas procedentes del coto del monasterio o de otras partes de sus feudos, todo ello regado con buenos caldos de sus bodegas.
Durante la cena todos permanecieron en silencio escuchando la lectura piadosa que recitaba el monje de turno. A su término, el abad Julián les dirigió unas breves palabras.
—Hijos míos, tengo que anunciaros que hoy es el último día que presido esta mesa y que regento este monasterio como vuestro abad. Mañana seré sustituido por un nuevo abad que ha designado el propio rey don Alfonso.
Un murmullo general se extendió entre los monjes. No estaban preparados para recibir una noticia así. El primero en replicar fue el padre prior.
—Pero ¿cómo puede nombrar un nuevo abad sin nuestro consentimiento y su aceptación por toda la comunidad?
—No lo sé, padre Crisóstomo, pero así es. Hoy acabo de recibir la carta de presentación del propio soberano. En ella se nos recomienda encarecidamente que nos pongamos bajo las órdenes del nuevo abad y que cumplamos con la más rigurosa obediencia las instrucciones que él nos dé. Por lo que me anticipa su Majestad, viene con el objetivo fundamental de instaurar en nuestro monasterio la reforma de la abadía de Cluny.
—No lo aceptaremos ni a él ni a su reforma —manifestó el padre Crisóstomo—. Sólo obedeceremos a vuestra reverencia. No queremos que se nos imponga un abad contra nuestra voluntad.
Todos apoyaron la postura del padre prior. Un cuchicheo general se extendió por el refectorio. El padre abad se vio obligado a acallarlo.
—Si como acaba de decir el padre prior sólo me obedecéis a mí, yo os pido que todos obedezcamos la decisión real como buenos vasallos de su Majestad, aunque no estemos de acuerdo con este nombramiento.
Una vez más el descontento de los monjes se hizo patente. Ninguno de ellos quería aceptar de buen grado el nombramiento del nuevo abad que se les imponía, a pesar de que nadie, salvo el abad Julián, conocía quién iba a ostentar esa dignidad.
—A todo esto, ¿conoce vuestra reverencia quién va a ser el nuevo abad? —preguntó el padre prior.
—Se trata de un monje que procede de la abadía de Cluny, llamado Roberto. Lleva varios años en el monasterio de San Isidoro de Dueñas intentando implantar la reforma. Según tengo entendido, el rey don Alfonso lo tiene en gran estima. Parece ser que el propio abad Hugo se lo envió con gran recomendación y que desde entonces el rey lo tiene como su consejero personal en asuntos de religión y de fe. El monarca se ha comprometido con el abad Hugo y con el papa a implantar el nuevo rito romano en todos sus dominios. Para lograr ese objetivo, parece ser que ha elegido nuestro monasterio como punta de lanza. Ya sabéis el gran aprecio que siente su Majestad por este cenobio, no sólo por haber pasado en él muchas temporadas, aparte de la estancia forzosa que tuvo que vivir aquí por orden de su hermano Sancho, sino también por el arraigo que ha tenido nuestro monasterio desde su fundación con la familia real. Si don Alfonso lo ha elegido para iniciar en él la reforma cluniacense, razones muy poderosas lo habrán llevado a tomar tal decisión. No seremos nosotros quienes estorbemos sus planes.
La comunidad benedictina tornó a hacer patente su disconformidad con aquel nombramiento, que consideraban a todas luces irregular, improcedente e inoportuno. El padre abad volvió a restablecer el orden entre sus monjes.
—Hijos míos, al profesar en este monasterio habéis hecho voto de obediencia. Sólo os pido que lo tengáis presente. Ahora retornemos a la normalidad. Regresemos al coro para rezar completas y a continuación elevemos al Señor un acto de desagravio por nuestras veleidades. Que cada cual haga en su interior un acto de contrición y renueve su voto de obediencia. Vayamos en paz.
Después de las oraciones los monjes se retiraron a sus celdas a descansar. A la hora de maitines muchos de ellos acudieron con los ojos enrojecidos y grandes ojeras, signos de no haber conciliado el sueño durante aquellas breves horas. Lo mismo ocurrió a la hora de laudes y a la hora prima. A la hora tercia el descontento entre la comunidad era patente. Una gran parte de ella estaba resuelta a abandonar el monasterio cuando llegara el nuevo abad. Fue a la hora sexta, después de rezar los oficios divinos, cuando se hallaban de nuevo reunidos en el refectorio para tomar el frugal potaje que les serviría de sustento a sus miserables cuerpos, el momento en el que llegaron a un acuerdo casi unánime. Al finalizar el parco refrigerio, el padre prior pidió permiso para tomar la palabra.
—Con el permiso de su reverencia, padre abad, quiero hacer patente el descontento que reina entre la mayor parte de los miembros de nuestra comunidad por el desafortunado nombramiento del nuevo abad de este monasterio. Muchos de nosotros estamos dispuestos a abandonar la abadía en el mismo momento en que tome posesión ese intruso. Desde que se fundó esta santa casa, todos los abades que la han regido han sido nombrados por acuerdo unánime de la comunidad. No aceptamos que se nos imponga desde el exterior un abad que nosotros no hemos elegido. Tampoco aceptamos el cambio de rito y la implantación de una nueva regla monástica sin estar consensuada por todos nosotros. Hemos pedido perdón a Dios por este acto de soberbia y estamos seguros de que él nos lo concederá, pues lo que queremos es continuar entregando nuestra vida a su servicio bajo la regla que nos ha regido hasta la actualidad. Padre abad, le pedimos perdón también a su reverencia si lo hemos ofendido, pero no estamos dispuestos a obedecer a nadie más que no sea vuestra paternidad.
La mayor parte de los monjes estaba totalmente de acuerdo con las palabras del padre Crisóstomo. El abad Julián, después de haber escuchado en silencio los razonamientos del prior, se dirigió a su comunidad en los siguientes términos:
—Padre Crisóstomo, no puedo estar más de acuerdo con todos los razonamientos que acabas de exponer. Es cierto que no se ha respetado ninguna de las normas que rigen en este monasterio desde su creación. Ahora bien, vamos a darle un margen de confianza al nuevo abad para ver qué nuevas trae y qué innovaciones trata de introducir. Si al cabo de una semana no nos convencen sus métodos, entonces tomaremos la decisión más adecuada. ¿Os parece bien, hijos míos?
La comunidad estuvo de acuerdo con la propuesta del abad Julián. Ya sólo restaba la llegada del nuevo abad. Ésta se produjo a la hora nona cuando todos los monjes se preparaban para el oficio divino después de un ligera siesta. Terminados los oficios, el nuevo abad reunió a toda la comunidad.
—Me llamo Roberto y he sido designado por su Majestad para regir desde hoy los destinos de esta abadía. Procedo de la abadía de Cluny que, como todos sabréis, desde su creación se ha propuesto regular y regenerar la vida monacal. Ya son muchos los monasterios de toda la cristiandad occidental que se han sometido a su norma. Todos obedecen a un mismo superior, que es el abad de Cluny, dom Hugo. Espero que muy pronto este monasterio pase a formar parte de esta gran comunidad que nos une a todos y que todos vosotros os sintáis orgullosos de pertenecer a la misma. Su poder en estos momentos es casi ilimitado, tan sólo superado por el poder del papa, quien no toma ninguna decisión sin antes contar con el parecer de nuestro gran abad Hugo. Mañana mismo comenzaremos a cambiar los ritos y la regla de este monasterio. El papa, el abad Hugo y el propio rey don Alfonso están empeñados en que en este monasterio impere muy pronto el rito romano y que sus miembros se rijan por la norma cluniacense. Yo también lo espero y os animo para que entre todos juntos logremos satisfacer sus deseos que son los del Señor.
A continuación tomó la palabra el abad Julián.
—Amigo Roberto, acabas de llegar a este monasterio y ya nos anuncias que mañana mismo comenzarás a implantar la norma cluniacense, como si aquí no tuviéramos una norma propia por la que nos regimos desde los orígenes de esta santa casa, a la que no estamos dispuestos a renunciar tan fácilmente. ¿No has pensado que para poner en marcha ese cambio deberías contar con el beneplácito de toda nuestra comunidad? En esta venerable abadía acostumbramos a tomar las decisiones trascendentes entre todos. No nos gusta que venga alguien desde fuera a decirnos qué debemos o qué no debemos hacer. Por otra parte, nos hablas de la norma cluniacense, de sus bondades, del poder de la abadía de Cluny, pero no nos has dicho en qué consiste esa norma. Como puedes comprender, no podemos aceptar a ciegas algo que desconocemos. Si no nos explicas en qué consiste esa nueva norma, nadie de este monasterio aceptará el cambio.
A pesar de que el recato y la humildad de los monjes no les permitía manifestar con signos externos sus estados anímicos, un enorme aplauso ovacionó las palabras del abad Julián. A su término retomó la palabra el abad Roberto.
—Con la reforma, este monasterio pasará a depender directamente de la abadía de Cluny, como todos los demás que forman parte de esta gran familia. En cuanto a su regla interna, volveremos a los orígenes de la regla benedictina, que nos pedía obediencia, castidad y pobreza como únicos medios para alcanzar la vida eterna. Nos dedicaremos exclusivamente a la oración y contemplación, dejando los trabajos físicos para el personal subalterno. El oficio divino acaparará toda nuestra atención, que alcanzará su cúspide con la celebración de la Eucaristía en la hora tercia. Entre horas rezaremos salmos y preces por las almas de los fieles difuntos que contribuyeron con sus donaciones en vida al sostenimiento de nuestra casa, de tal manera que no haya hora en el día que no elevemos alguna plegaria al Señor. Para que nuestro cuerpo no nos distraiga de la dedicación sublime de nuestro espíritu a la oración y a la vida contemplativa, debemos disciplinarlo frecuentemente y someterlo a continuos ayunos y abstinencias. Para terminar, os recordaré que ninguno de vosotros podrá salir del monasterio sin mi consentimiento.
La reforma propuesta disgustó en extremo a la comunidad benedictina, en especial tres puntos que no les terminaban de convencer. Uno era la subordinación del monasterio a la abadía de Cluny con todo lo que esto podía conllevar. El segundo era la frugalidad de las comidas. Y el tercero, la prohibición de abandonar el recinto monacal sin permiso de su abad. Este último punto era el que más recelo suscitaba entre los monjes de Sahagún. Hasta ese momento habían gozado de plena libertad para entrar y salir del monasterio cuando les placía. Era, por así decirlo, el leitmotiv de su vida licenciosa. Los monjes de aquella época tenían entera libertad para llevar una doble moral siempre que no fueran descubiertos. Nadie vigilaba sus pasos cuando se ausentaban del monasterio, pero si alguno era descubierto por llevar una vida licenciosa y libertina, el castigo que recibía era ejemplar. Podían llegar a emparedarlo. Ésa era la teoría. En la práctica ningún monje llegó a ser castigado por su vida extramuros. Por eso la última cláusula no satisfizo a nadie.
El abad Julián iba a replicar las últimas palabras del abad Roberto, pero se le adelantó el padre prior.
—Su reverencia nos acaba de pintar una vida demasiado ascética que yo no pienso aceptar. Mañana mismo abandonaré esta santa casa a la que he dedicado casi toda mi vida. Me iré a otro cenobio donde se siga practicando el rito hispano y nuestra santa regla.
—No te irás solo, fray Crisóstomo —le anunció el abad Julián—, nosotros te acompañaremos.
Con estas palabras del hasta entonces abad del monasterio se abrió un cisma en el cenobio facundino de consecuencias imprevisibles. Una buena parte de los monjes de la comunidad se sumó a la postura del abad Julián y del prior, abandonando al día siguiente el monasterio en el que habían pasado buena parte de su vida. El resto permaneció en él bajo las órdenes del nuevo abad Roberto, que no dudó en poner en práctica la reforma para la que había sido elegido. A pesar de las buenas intenciones del abad, los pocos monjes que se quedaron en el cenobio se resistían a adaptarse al nuevo modo de vida que dom Roberto les imponía. Sólo aceptaban el nuevo rito de la Eucaristía en la misa que celebraban todos juntos a la hora tercia, porque les obligaba el abad. En las que celebran particularmente cada uno de ellos seguían practicando el rito mozárabe, como siempre habían hecho. El resto de cambios en la vida monacal los iban aceptando a disgusto, eso a pesar de que los monjes que se habían quedado en Sahagún eran los más dóciles y piadosos.
Transcurrido un mes del intento de implantación de la norma cluniacense en el monasterio de Sahagún sin haber obtenido grandes logros y ante el malestar generalizado de los pocos monjes que en él habían permanecido, el abad Roberto reconsideró su postura retornando a la prístina norma facundina con el fin de contentar a los monjes que aún permanecían con él y al mismo tiempo conseguir que regresaran los que se habían marchado. Pero su postura no surtió los efectos por él deseados. Para su desgracia, un par de meses más tarde de haberse hecho cargo del monasterio de San Benito de Sahagún se presentó de improviso en él el legado del papa. A oídos del cardenal Ricardo habían llegado ciertos rumores de la relajación que existía en la abadía facundina. Lo que quiso comprobar personalmente. Una fría mañana de diciembre, a la hora sexta, cuando toda la comunidad se hallaba disfrutando de un opíparo almuerzo en el refectorio, hizo su entrada en él el cardenal Ricardo contemplando con sus propios ojos la relajación a la que había llegado aquella comunidad cenobita. No quiso saber nada más. El abad Roberto trató de explicarle los motivos que lo habían llevado a aquella situación, pero el inflexible legado papal lo dejó con la palabra en la boca dándole la espalda y abandonando el cenobio con evidentes muestras de ira y enfado. Los días del abad Roberto en el monasterio de Sahagún estaban contados.
15
Don Alfonso era padre de una hermosa niña nacida de sus relaciones extramaritales con Jimena Muñiz. El monarca pretendía legitimar esa relación anómala uniéndose en santo matrimonio con su concubina, mas los lazos de parentesco que los amarraban impedían que la Iglesia viera con buenos ojos aquella unión. Cansado de negociar con el obispo de León y con el legado del papa, se vio obligado a inclinarse por la solución más decorosa a su actual situación. Ésta no fue otra que la de comprometerse con Constanza de Borgoña, viuda del conde Hugo II de Châlon. Doña Jimena no vio con buenos ojos ese compromiso que la privaría a ella de ser la reina consorte del soberano leonés. Toda la grandeza con la que había soñado, todas las ilusiones que se había forjado desde el comienzo de sus relaciones con don Alfonso se desvanecían como humo que se disipa en el aire, como frágiles nubes que se lleva el viento.
—No me puedes hacer esto, amor mío. ¿Dónde están todas aquellas promesas que me hiciste, todos aquellos compromisos que adquiriste para conmigo?
—Lo siento, Jimena. De veras que lo siento.
—Eso no basta, Alfonso. Me prometiste que me convertirías en tu legítima esposa, que sería la reina consorte de tus reinos, y ahora me dejas tirada en medio del barro. No me puedes hacer esto.
—Sabes que te quiero más que a nada ni a nadie en este mundo. Por ti lo daría todo. Por ti sería capaz de ir hasta el fin de la Tierra. Pero lo que no puedo es luchar contra imposibles. Sabes que lo he intentado todo y todo ha sido inútil. El obispo de León, el legado Ricardo, hasta el abad Hugo, todos se oponen a nuestro matrimonio. El único que parece estar de nuestro lado es el abad Roberto de Sahagún, pero él solo tiene poca fuerza para influir en los poderosos. Me temo que en cualquier momento vamos a recibir un buen varapalo del papa.
—¿Y qué si lo recibimos? Rompe con todos ellos. Rompe incluso con el papa, con toda la autoridad que se ha arrogado y con todas sus reformas.
—¿Cómo quieres que haga eso, amor mío? Sería nuestra perdición. Ya ves lo que está haciendo con Enrique IV. Conmigo no sería una excepción. Mal que nos pese tenemos que acatar el orden establecido.
Doña Jimena no estaba de acuerdo con don Alfonso. Sabía que sus sueños de gloria estaban a punto de esfumarse, que aunque continuara en palacio, lo que dudaba mucho, sería relegada a un segundo plano. ¿Cómo iba a soportar esa humillación ante toda la corte y sobre todo ante la que se convertiría en esposa oficial del rey y, por tanto, en reina? Ella no sería segundo plato de nadie, ni siquiera del rey.
—Si no rompes tu compromiso con la extranjera, abandonaré la corte y no me volverás a ver nunca más.
—No lo harás, Jimena. Me casaré con Constanza para cubrir las apariencias, pero te seguiré amando a ti. Por nada del mundo permitiré que te vayas de mi lado.
—Eso no son más que frases bonitas, pero vacías de contenido —le contestó la amante con el ceño fruncido y el gesto austero—. Yo sé que en cuanto te cases con ella te olvidarás de mí. Y si no lo haces al principio, lo harás más adelante por convencimiento propio o movido por las circunstancias. ¿Qué papel desempeñaría yo aquí? Sabes muy bien que nuestra religión y nuestras costumbres no admiten la poligamia. ¿Cómo podría justificarse entonces mi presencia en palacio? Debes elegir, Alfonso, o ella o yo, pero las dos al mismo tiempo, no. Decídete.
—No me lo pongas más difícil, amor mío, pues me vas a romper el corazón. Constanza será mi esposa, pero sólo tú serás mi amor. Ya buscaremos una casita acomodada donde alojarte y donde poder vernos sin las miradas indiscretas de nadie. Será nuestro nido de amor.
—Eso nunca, Alfonso. No me prestaré a ese juego jamás. Si salgo de palacio, será para irme a mis posesiones del Bierzo. No permaneceré aquí ni un minuto más.
En esos momentos fueron interrumpidos por el ujier de palacio.
—Señor, el legado del papa solicita permiso para entrevistarse con su Majestad. Dice que es muy urgente.
—Hazlo pasar.
Mientras el ujier iba en busca del legado papal, doña Jimena se preguntó en alta voz:
—¿Qué querrá éste ahora? No me extrañaría que viniera a tratar de lo nuestro.
—Pronto lo sabremos, amor mío.
—¿No crees que debería irme?
—En absoluto. Lo que tenga que decir nos lo dirá a los dos juntos. Así no habrá tergiversaciones ni malentendidos.
Justo en ese momento llegaba otra vez el ujier en compañía del cardenal Ricardo.
—Majestad, señora, con la venia —manifestó a modo de saludo el legado papal.
—Tenéis la palabra, Señor Legado.
El legado se cortó un poco, pues no esperaba encontrar allí a la concubina de don Alfonso, que era precisamente uno de los motivos de su audiencia con el rey.
—Majestad, acabo de visitar el monasterio de Sahagún y lo que he visto allí no hay palabras para describirlo. Me he encontrado un lugar donde reinan todos los vicios y no se respeta ni una sola de las virtudes. El cenobio elegido para implantar nuestra reforma resulta ser poco menos que un lupanar. El abad Roberto no sólo no ha puesto en marcha la reforma cluniacense, sino que ha permitido que la vida del monasterio se relaje mucho más que lo que estaba antes de su llegada. Daré cuenta de todo ello a Su Santidad para que tome las medidas que estime oportunas.
—No entiendo cómo puede haberse dejado arrastrar hasta esos extremos el abad Roberto, que siempre ha despertado en mí una gran admiración por su profundo espíritu religioso totalmente acorde con la norma cluniacense. Algo muy grave ha tenido que ocurrir para que se haya apartado de la reforma. Cuando lo envié a Sahagún, mi monasterio predilecto, era el hombre más convencido del nuevo orden. Eso y la recomendación explícita del abad Hugo fueron los motivos que me movieron a nombrarlo abad de dicho cenobio para iniciar en él la reforma eclesiástica.
—Pues los resultados no pueden ser más nefastos. Hoy mismo enviaré al papa mi informe. Hay que cortar fulminantemente los desmanes que allí se están produciendo. Esa casa tiene que volver inmediatamente a la senda del Señor y abandonar el precipicio al que la ha conducido Satanás.
—Hágase lo que más convenga, Señor Legado.
El cardenal Ricardo carraspeó un poco antes de enfrentarse al otro gran tema que lo había llevado a entrevistarse con el rey. No sabía cómo empezar y menos aún ante la presencia allí de la persona contra la que quería arremeter.
—Majestad, hay otro asunto que quería abordar por ser de suma importancia para Vos, Señor, y para la buena marcha del reino.
—Decidme de qué se trata.
—El caso es, Majestad, que desde la muerte de vuestra esposa estáis viviendo con esta mujer en una situación que la Iglesia no puede aceptar. Debéis romper inmediatamente vuestras ilícitas relaciones y reconciliaros con la santa madre Iglesia por bien vuestro y de vuestros súbditos. No podéis seguir así por más tiempo.
—Si nuestras relaciones son ilícitas a los ojos del mundo y de la Iglesia es porque ésta no quiere flexibilizar sus normas y dar el consentimiento para que regularicemos nuestra relación.
—Sabéis, Señor, que la Iglesia no puede consentir las relaciones matrimoniales entre dos personas a las que las unen lazos de consanguinidad. Desistid de vuestro propósito, pues la Iglesia nunca dará su consentimiento.
—Nuestros lazos de consanguinidad son muy tenues, motivo por el que la Iglesia debería ser más flexible a la hora de pronunciarse sobre nuestro caso.
El legado pontificio hizo un gesto de vaguedad.
—Nada podemos hacer al respecto. El derecho canónico es muy explícito. La Iglesia de Roma anulará todos aquellos matrimonios en los que haya algún lazo de consanguinidad. No especifica qué grado ha de haber.
—Pues yo sé de más de un matrimonio que ha sido autorizado por la Iglesia a pesar de tener lazos de parentesco sus contrayentes —terció doña Jimena que hasta entonces había estado escuchando en silencio el diálogo entre el rey y el legado papal.
—Tal vez, pero será en casos de personas irrelevantes —matizó el cardenal Ricardo—. Cuando se trata de la persona del rey se ha de ser muy estricto, pues él debe dar ejemplo a todos sus súbditos y vasallos. ¿Cómo podríamos imponer esta norma a toda la comunidad cristiana si permitiéramos que la violaran sus reyes? Sería el caos y eso es lo que tratamos de evitar.
—Métanse vuestras mercedes sus normas por donde quieran, que yo no pienso acatarlas. Me casaré con Alfonso aquí presente con o sin vuestro consentimiento.
—Señora, ¿sois consciente de lo que estáis diciendo? Esto que acabáis de manifestar es motivo suficiente para excomulgaros. Retirad lo que acabáis de decir.
—No pienso retirarlo. Ya estoy harta de tanto escrúpulo como mostráis.
Don Alfonso, ante el cariz que tomaban los comentarios de su amante, intervino para apaciguar los ánimos y reconducir el diálogo.
—Jimena, retráctate de lo que acabas de decir y pide perdón al señor legado. No podemos transgredir la ley ni tomarnos la justicia por nuestra mano.
—Pues que autoricen de una vez nuestro matrimonio. Ya estoy cansada de tanto impedimento y tanto reparo.
—Lo haríamos gustosamente si pudiéramos —repitió el legado pontificio—, pero ya os he explicado los motivos que hay. El rey no sólo ha de ser virtuoso sino parecerlo y vuestra situación deja mucho que desear. Por eso hay que cortarla de raíz. Os recomiendo a ambos que pongáis fin a vuestra ilícita unión y que don Alfonso formalice cuanto antes su compromiso matrimonial con doña Constanza. Por mi parte, informaré al sumo pontífice de este escándalo que estáis provocando.
—No tenéis derecho a hacerlo —protestó doña Jimena—. Nuestro amor es puro y además ya ha dado sus frutos. Sólo queremos que la Iglesia lo legitime.
—No insistáis, señora, que eso no es posible. Seguid mi consejo. Ahora con la venia me retiro, pues tengo muchas otras obligaciones que cumplir. ¡Majestad!, ¡Señora!
El legado hizo una breve inclinación de cabeza antes de abandonar el salón real. El monarca y su concubina no sabían qué decir. En ese momento hizo entrada doña Urraca, que estaba esperando a que se fuera el cardenal para pasar a saludarlos. Antes había ido a ver a la pequeña Elvira, que dormía plácidamente en su cuna vigilada constantemente por el ama de cría.
—¿Cómo están estos dos tortolitos? —preguntó cariñosamente a modo de saludo la infanta sin darles tiempo a que le respondieran—. Acabo de ver a ese pimpollo que tenéis. Está preciosa. Aquí le traigo una camisita y un gorrito bordados con primor y con todo el amor de su tía. Espero que sean de vuestro agrado.
—Lo son, querida hermana, aunque no deberías haberte molestado en traerlos. Ya no sabemos qué hacer con tanta ropa como tiene.
—Podéis regalarla a alguien que la necesite —interpeló doña Urraca a su hermano mientras tomaba asiento—. ¿Y cómo van esas relaciones con el papa? ¿No cede en sus pretensiones imperialistas?
—Hasta ahora no. Tendremos que seguir negociando a través de dom Hugo. Supongo que mi próximo enlace matrimonial con su sobrina agilizará aún más las cosas.
—Pero ¿de dónde habrá sacado ese hombre de Dios que los reinos hispánicos le pertenecen? ¿Para eso se han esforzado tanto nuestros antepasados y nosotros mismos? ¿Para ponérselos ahora a él en bandeja?
—Se apoya en una falsa cesión de Constantino, pero no se va a salir con la suya, al menos por lo que respecta a mis reinos. Estoy dispuesto a que se implante en ellos el rito romano a cambio de que se olvide para siempre del poder temporal sobre los mismos. En ello estamos con el abad Hugo y así se lo haremos saber. Mientras no ceda en sus pretensiones temporales, aquí no se avanzará un paso en la reforma que trata de implantar.
—Por mí como si no se pone en marcha nunca. Ya sabes que soy muy reacia a esos cambios. Por cierto, ¿cómo le va al abad Roberto por Sahagún?
Don Alfonso se tomó un pequeño respiro antes de contestar.
—No muy bien, Urraca. Hace unos días vino a verme para informarme de los logros que ha conseguido. A fuer de sinceros, no ha obtenido ninguno. Cuando tomó posesión de su cargo, el abad Julián abandonó el monasterio con la mayor parte de los monjes. Los que permanecieron allí tampoco se han mostrado nada dóciles a los cambios. Debido a esto, Roberto ha dado marcha atrás y ha vuelto al rito hispano para atraer de nuevo a los fugitivos, pero ni aún así quieren volver a Sahagún mientras siga él de abad. No sé qué hacer, pues el cardenal Ricardo está al corriente de los hechos y se lo va a comunicar al papa inmediatamente. Es lo que nos acaba de decir. Tendremos que esperar los acontecimientos.
—Y de vuestras relaciones, ¿qué os ha dicho?
—Te lo puedes imaginar.
Al oír esto, la infanta puso cara de circunstancias. Se temía lo peor.
—Me parece que se avecina una fuerte tormenta, mi querido hermano. Por un lado, el rechazo a las pretensiones del papa; por otro, el fracaso de Roberto. Y por si todo esto fuera poco, vuestra relación extramarital. Gregorio VII tiene que estar que se sale de sus casillas ante los problemas que le estás ocasionando.
—Yo no lo veo así. El primero ha sido él quien lo ha provocado. El tercero también tiene parte de responsabilidad por no suavizar la doctrina de la Iglesia en estos casos. No es lo mismo un parentesco de segundo o tercer grado grado, que uno de séptimo u octavo, o más alejado aún, como es el nuestro. En cuanto a Roberto, sigo pensando que es un buen monje que lo han sobrepasado los acontecimientos. Ya sabes que fue enviado por el abad Hugo con su máxima recomendación. Si ha fracasado no es culpa mía.
—El papa no lo verá así y si no, tiempo al tiempo. ¿Y tú qué dices, Jimena?
—¡Qué voy a decir! Que no hay derecho a que sean tan rigurosos con nosotros cuando hay un montón de matrimonios autorizados por la Iglesia con un parentesco mucho más cercano que el nuestro. Se están ensañando con nosotros por motivos que se me escapan, o tal vez no. Seguro que el papa no quiere autorizar nuestro matrimonio por el duelo personal que mantiene con Alfonso. Si no fuera por eso, estoy convencida que habría dado ya su consentimiento. A qué viene lo de dar ejemplo. Eso no es más que una excusa que se han inventado para ocultar el verdadero motivo. A mí no me la dan.
—Es posible que tengas razón, Jimena, pero con resistir no vas a conseguir nada. Lo mejor es que sigáis los consejos del legado.
Los tres guardaron silencio. La situación era muy comprometida sobre todo para el rey. Debía tomar una decisión que le dolería mucho.
—En tanto no se pronuncie el papa, la situación seguirá como hasta ahora —sentenció don Alfonso—. Vivamos el presente sin preocuparnos por lo que nos depare el futuro. Cuando llegue el momento, decidiremos lo que más nos convenga.
—Eso está muy bien, Alfonso, si pensáis sólo en vosotros mismos. Pero tú no puedes olvidar que te debes a tu reino. Eso te obliga a poner los intereses de estado por encima de los tuyos propios y esos intereses exigen que se ponga fin a esta situación anómala. Si no podéis contraer matrimonio oficial por la Iglesia, debes comenzar los trámites para casarte lo antes posible con Constanza. Ya sabes que está todo preparado y sólo falta una palabra tuya para que venga a reunirse contigo. Lo siento por Jimena aquí presente, mas por el bien de tu reino debes tomar esa decisión cuanto antes.
—Siempre he escuchado tus consejos como si vinieran de nuestra propia madre, querida hermana. Sé que eres sensata y que te riges por la razón cuando me haces estas sugerencias, pero en mí hay un gran conflicto entre la razón y el corazón. Sé que para acabar con todo este problema lo más sensato es casarme con Constanza. Sin embargo, mis sentimientos no van por ese camino. Amo a Jimena y no siento nada por Constanza. ¿Cómo puedo actuar en contra de mi corazón?
—Tendrás que hacerlo, Alfonso. No queda otra alternativa. Lo siento por vosotros y por esa preciosa niña que duerme plácidamente en la habitación de al lado ajena a los avatares que están viviendo sus padres en estos momentos. Por encima de vosotros están los intereses del reino y esos intereses exigen que hagáis el sacrificio que se os pide. Qué más quisiera yo que el papa os diera la razón y pudierais legitimar y santificar vuestra unión, pero eso no va a ocurrir, así que no debes demorar tu decisión.
Los dos amantes se resistían a aceptar la evidencia. Los vínculos amorosos que los unían eran tan fuertes, que pretendían vencer todos los obstáculos que les ponían por delante. Mas era llegado el momento de poner fin a aquella locura de amor, al menos de acabar con él de una manera oficial y patente.
—Daré las instrucciones necesarias para que Constanza se traslade a nuestra corte cuando le plazca. No quiero prolongar por más tiempo esta triste agonía. Lo siento, Jimena. He hecho lo humanamente posible para que lo nuestro llegara a buen puerto. Veo que no puede ser. Todo el mundo está contra nosotros y nosotros dos solos no podemos luchar contra todos ellos. No obstante, te prometo que nuestro amor será eterno, que jamás te abandonaré.
—No hagas promesas vanas que no vas a cumplir —le contestó doña Jimena—. Lo nuestro se acaba aquí. No hay por qué darle más vueltas. Mañana mismo partiré para mis posesiones del Bierzo con la niña. Aquí ya nada tenemos que hacer.
—No digas eso, amor mío. Vosotras dos no abandonaréis la corte por nada del mundo. Ya me cuidaré yo de que eso no ocurra.
Doña Urraca, al ver el cariz melodramático que estaba tomando el diálogo entre su hermano y doña Jimena, optó por desaparecer discretamente del salón sin que ellos lo notaran. Tan ensimismados estaban uno con el otro. Allí los dejaremos nosotros también que limen sus pequeñas discrepancias y que suturen las sangrantes heridas de sus amantes corazones sin testigos que los delaten.
16
La incipiente primavera se asomaba ya a las extensas alamedas del Cea. Los grises dejaban paso a tonos más verdosos. Los alisos permanecían aún desnudos. Los salgueros y paleras, también desnudos, dejaban ver ya sus henchidas yemas que no tardarían en germinar. Negros nubarrones amenazadores de lluvia cubrían el cielo facundino. Entre claro y claro el tibio sol primaveral dejaba sentir sus suaves caricias. El agua, como cegador espejo, se deslizaba rauda río abajo en un constante fluir que parecía no tener fin. La corriente, siempre la misma y siempre distinta, era un trasunto de la vida, que no se detiene jamás. Don Alfonso y doña Jimena asidos de la mano paseaban sosegadamente a orillas del Cea. Se habían retirado unos días al monasterio de San Benito de Sahagún, aprovechando la Semana Santa, para descansar de sus obligaciones habituales y para comentar con el abad Roberto los problemas que los agobiaban. Tal vez aquélla fuera la última oportunidad que les deparara el destino.
—Podíamos quedarnos aquí para siempre, Alfonso, y no volver nunca más a la corte con todos los problemas y sinsabores que conlleva.
—Podíamos hacerlo, Jimena, pero mis obligaciones no me lo permiten.
—Siempre con tus obligaciones. Y nuestro amor, ¿qué?
—Nuestro amor tendrá que supeditarse a esas obligaciones. Mis súbditos y vasallos están por encima de nuestro amor y de nuestros caprichos e intereses personales.
Los dos enamorados observaban la corriente del río. Pronto las lluvias de finales de abril y mayo acrecentarían su caudal con los deshielos de las montañas. Los negros nubarrones que se cernían sobre sus cabezas así lo vaticinaban. El sol se había ocultado tras ellos y una leve brisa comenzó a mecer las ramas de los árboles. La luz se tornó en oscuridad y las nubes se volvieron más amenazantes.
—Regresemos al monasterio. Parece que quiere empezar a llover.
—Sí, volvamos. Roberto ya habrá terminado los oficios y seguro que nos está esperando. Tenemos mucho de qué hablar.
La enamorada real pareja regresó al cenobio benedictino a través de una vereda que serpeaba entre prados y huertas. Algunos campesinos, vasallos del monasterio, estaban laborando ya los terrenos para la próxima siembra. El abad Roberto esperaba a la real pareja en el salón capitular y biblioteca del cenobio al mismo tiempo. Allí podrían hablar tranquilamente sin que nadie los estorbara. Sus estanterías estaban llenas de libros y pergaminos, muchos de ellos copiados por los propios monjes del monasterio. El centro lo ocupaba una larga mesa de nogal rodeada de dos docenas de sillas de la misma madera. Los reyes y el abad tomaron asiento en su cabecera.
—¿Qué habéis decidido por fin sobre vuestra situación? —les preguntó cariñosamente el abad Roberto.
—Tendremos que aceptar la decisión del papa. No tardará en llegar Constanza a la que tendré que aceptar como mi legítima esposa. Ya he dado mi palabra.
—Si no estáis enamorado, os aconsejo, Señor, que no os caséis con ella. No os lo perdonaríais jamás.
—Mi corazón es de Jimena, pero mi cabeza está con Constanza. Debo acabar con esta insólita situación por el bien de mi reino.
—Romped con el papa, Señor, y casaos con doña Jimena. Yo me presto a llevar a cabo la ceremonia si los demás se niegan a hacerlo.
Don Alfonso no podía dar crédito a las palabras del abad. Siempre había seguido sus consejos en asuntos religiosos, pero lo que acababa de proponerle le parecía un auténtico despropósito. ¿Cómo iba a romper con el papa? Eso significaría su ruina total.
—Olvidas, Roberto, que el papa se ha arrogado el poder de destituir a reyes y príncipes.
—Pues entonces tratad de presionarlo. Decidle que si no os concede la dispensa para casaros con dona Jimena, no implantaréis el nuevo rito en ninguno de vuestros reinos. Quizá así logréis convencerlo.
—No daría resultado, caro amigo. El papa está empeñado en llevar a cabo esa reforma y no se detendrá ante ningún obstáculo para conseguirlo. Nuestra negativa a seguir su doctrina no nos acarrearía más que disgustos, como te los traerá a ti por haberlo desobedecido. El cardenal Ricardo está esperando que se pronuncie el papa para actuar. Si de él dependiera, hace días que te habría destituido de abad.
—No me importa lo que me pueda ocurrir a mí, Señor. Lo que me importa es lo que estáis sufriendo Vos y esta infeliz mujer. Quisiera poner término inmediato a este largo calvario que estáis padeciendo ambos, en especial ella. ¿Acaso no habéis pensado en la situación tan enojosa en la que quedará doña Jimena si consumáis vuestro matrimonio con doña Constanza?
A doña Jimena le resbalaron dos furtivas lágrimas por sus sonrosadas mejillas al oír el comentario del padre abad.
—Claro que lo he pensado y pienso darle una solución, aunque ella no está muy dispuesta a aceptarla.
—No la aceptaré nunca, Alfonso. El día que esa mujer ponga los pies en palacio, los míos dejarán de hollarlo. Ya te lo he dicho en más de una ocasión. O ella o yo; las dos juntas, jamás.
—Tiene razón doña Jimena, Señor. Pensadlo bien y decidíos antes de que sea demasiado tarde. Dad marcha atrás y legalizad vuestra situación. Os puedo casar aquí mismo y podéis regresar a León como un matrimonio normal.
—No insistas, Roberto. Si lo hicieras, nuestro matrimonio sería inmediatamente anulado y no surtiría ningún efecto jurídico ni canónico. Lo mejor es que Jimena acepte mi oferta para poder seguir viéndonos a pesar de mi matrimonio con Constanza.
—Eso no puede ser, Majestad. Doña Jimena tiene toda la razón.
Los tres interlocutores permanecieron unos instantes en silencio como tratando de ordenar sus pensamientos. El primero en romperlo fue el monarca.
—Dejemos nuestra personal situación a un lado y ocupémonos un poco de ti, querido Roberto. Nuestra principal preocupación ahora es lo que está pasando en este monasterio. Te nombré su abad para que implantaras la reforma cluniacense y veo que no sólo no lo has hecho, sino que la disciplina de esta santa casa se ha relajado en demasía. ¿Me quieres decir qué te propones, caro amigo?
—Majestad, Vos sabéis muy bien que cuando llegué a este monasterio puse todo mi empeño en implantar la reforma, pero la mayoría de sus monjes, encabezados por el abad Julián, prefirieron abandonar esta santa casa antes que acatar el nuevo orden. Los que aquí quedaron no aceptaban de buen grado las reformas que trataba de implantar. Todos ellos en privado seguían fieles al rito hispano. ¿Qué queríais que hiciera ante esa situación? Después de muchas reflexiones y muchos remordimientos en mi conciencia, decidí volver a la norma primigenia para ver si así se calmaban los ánimos y a su vez lograba que regresaran a la casa madre los miembros descarriados. El primer objetivo se ha conseguido totalmente, no así el segundo, pues tan sólo han regresado media docena de ellos. Los demás han prometido que no volverán a esta santa casa mientras yo siga siendo su abad.
—Me temo que con tu decisión has disgustado mucho a Gregorio VII. Su reacción no va a ser nada favorable para ti, Roberto. No deberías haber olvidado el motivo por el que fuiste enviado a mi reino y por el que te nombré abad de este cenobio.
—Lo sé, Majestad, pero por encima de ese proyecto y por encima de mi beneficio personal estaba el bien general de esta santa casa, su paz y su armonía. No podéis sospechar, Señor, la desolación que produjo en mi alma ver estas santas paredes semivacías. La mayor parte de las celdas, cerradas. El claustro, solitario. La iglesia, casi desierta. El refectorio, frío y desocupado. Se parecía más a un caserón fantasma que a un cenobio dedicado a la oración y al recogimiento de sus moradores.
Doña Jimena estaba totalmente conforme con el proceder del abad. Ella, al igual que la mayor parte de clérigos y nobles, se oponía al nuevo rito romano. La tradición hispánica tenía demasiado arraigo en la Península como para que fuera abandonada de buen grado y sin ofrecer resistencia. La mayor parte de la gente prefería seguir inmersa en las costumbres que les habían inculcado desde su más tierna infancia. Lo nuevo, lo desconocido les infundía pavor.
—Has obrado correctamente, Roberto. Yo en tu lugar hubiera hecho lo mismo. ¿Por qué tenemos que cambiar nuestros ritos, nuestras costumbres de toda la vida, por otros que no sabemos qué nos depararán? Además, lo has hecho de buena fe, para replegar de nuevo el rebaño descarriado.
—Ése ha sido el principal objetivo que me ha movido a hacerlo, doña Jimena.
—Pero no lo has logrado —replicó don Alfonso—. En cambio, has conseguido soliviantar la ira del papa, lo que te acarreará graves consecuencias.
—Soy consciente de ello, Majestad, mas no me arrepiento de lo que he hecho. Aunque el abad Julián y la mayor parte de sus fieles no han regresado a este monasterio, me siento feliz al ver que los monjes que han permanecido conmigo son dichosos. ¿Qué me importan todos los anatemas del papa si mis súbditos son bienaventurados?
—Sea —concedió el rey—. Por mi parte no pondré ningún obstáculo para que sigas de abad en este monasterio, pero mucho me temo que la actitud del papa no va a ser la misma. Espero que sepas asumir las consecuencias de tu conducta en su momento.
—Así lo haré, Majestad. Podéis estar seguro de ello.
La hora del almuerzo se acercaba. El padre abad invitó a los regios huéspedes a acompañarlo hasta el refectorio. Aquél podría ser el último almuerzo que disfrutarían juntos. Don Alfonso y doña Jimena regresarían a León al día siguiente de madrugada. Al abad Roberto se le presentaba un futuro incierto.
17
Hacia mediados del año 1080 el papa Gregorio VII envió una dura misiva a Alfonso VI, en la que lo amenazaba con la excomunión si no destituía inmediatamente al abad Roberto y rompía sus relaciones ilícitas con la pérfida mujer con la que convivía. A comienzos de aquel mismo año el monarca leonés había contraído santo matrimonio con Constanza de Borgoña, hija de Roberto I de Borgoña y Hélie de Samur, hermana de Hugo el Grande.
Don Alfonso había contraído estas nuevas nupcias para acallar el malestar que habían suscitado sus relaciones extramatrimoniales con doña Jimena. La hermosa aristócrata berciana, a pesar de todas sus maquinaciones por conseguir el pleno reconocimiento de su unión con el rey por parte de la Iglesia, no lo logró. Ésta se opuso frontalmente a aquella unión, que a todas luces consideraba ilícita, y su desacuerdo desembocó finalmente en la dura misiva del papa.
Don Alfonso había tenido que desafiar las lágrimas y los ruegos de doña Jimena presionado por todos los estamentos y por todos sus consejeros, a excepción del abad Roberto de Sahagún. Ni uno solo de los obispos de su reino ni uno solo de los nobles ni uno solo de los magnates ni tan siquiera sus propias hermanas estaban de acuerdo con las relaciones que mantenía con aquella mujer. Su hermana doña Urraca, que en principio había aceptado con buenos ojos las relaciones ilícitas de su hermano con doña Jimena, con el paso del tiempo, al ver que la Iglesia cada vez se distanciaba más de estas relaciones, también cambió de opinión. Era cierto que de esa unión había nacido la preciosa sobrinita que ella adoraba, pero una esposa legítima también le podía proporcionar descendencia a su hermano. Entonces, ¿qué motivo había para mantener una relación anómala, que tanto irritaba a la Iglesia y que tan graves consecuencias podía acarrearle?
Un día de finales del pasado otoño se encontraron a solas por casualidad don Alfonso y doña Urraca, momento que ella aprovechó para expresarle su más profundo malestar por su pertinaz persistencia en mantener sus ilícitas relaciones. Ya hacía algún tiempo que había llegado a palacio doña Constanza, cuyo próximo enlace matrimonial estaban preparando. Los encuentros entre don Alfonso y doña Jimena eran cada vez más comprometedores. Su futura esposa no podía ignorar esas reuniones, aunque aparentara no saber nada al respecto. Por eso doña Urraca decidió hablarle con entera y absoluta claridad a su hermano.
—Alfonso, conoces muy bien mi predilección por Jimena, pero debes cortar de raíz tus relaciones con ella por tu propio bien y por el del reino.
—No puedo, Urraca. Es superior a mis fuerzas.
—Pues tendrás que hacerlo. Tus relaciones con esa mujer te traerán malas consecuencias. Tu futura esposa, con la que no simpatizo, está a punto de descubrirlo, si es que no lo ha hecho ya.
—¿Cómo no lo va a saber si nadie le ha ocultado nuestras relaciones?
—No te hagas el ingenuo, Alfonso. Claro que sabe lo vuestro. Faltaría más. ¿Acaso no conoce a vuestra hija de la que se prendó desde el primer momento que la vio? ¿Crees que antes de aceptar casarse contigo no era consciente de vuestras relaciones? No me refiero a eso. Ella ha aceptado casarse contigo esperando que rompas con Jimena al instante y eso de momento no ha ocurrido. Procura que suceda cuanto antes.
—Ya te he dicho que no puedo, Urraca. Tendré que ser más cauto en mis encuentros con Jimena, pero no me pidas imposibles.
La infanta mostró el ceño más severo que su hermano le había visto jamás.
—En esto estás completamente solo, Alfonso. Nadie te apoya ni lo hará en el futuro.
—Me apoyáis Roberto y tú.
—Te equivocas, Alfonso. Yo en esto no te respaldo. Aunque no congenio con Constanza por sus ideas contrarias a las mías, sin embargo comprendo que te conviene casarte con ella. En cuanto al auxilio de Roberto, de nada te va a servir. Bastante tendrá él con asumir lo que le caiga encima. Estás completamente solo y con la animadversión de la Iglesia. Es lo último que te podía ocurrir. Gánate de nuevo al clero para tu bando si quieres seguir al frente de tu reino. Ya tienes suficiente con el enfrentamiento que mantienes con el papa por conservar el poder temporal. No lo agraves enemistándote con todo el clero. Ahora se te ofrece una gran oportunidad para lograrlo casándote con Constanza. Sabes que es sobrina del abad Hugo y la gran influencia que éste tiene ante Gregorio VII. Llevas años intentando atraerlo a tu causa. No lo estropees todo ahora por el amor de esa mujer.
—No lo estropearé, querida hermana.
—Pues no lo parece. Olvida a Jimena y cásate inmediatamente con Constanza. Será la mayor victoria que habrás logrado en tu vida. Con el apoyo incondicional de Hugo el Grande, seguro que se allanarán todos los obstáculos que hay en el camino hacia el buen entendimiento entre tú y Gregorio VII.
—Me casaré en cuanto esté todo preparado. De eso no te quepa la menor duda, Urraca. Hace tiempo que he visto las ventajas que me puede reportar mi matrimonio con la sobrina de Hugo. No pienso renunciar a ellas. Pero sigo enamorado de Jimena y eso no lo puedo evitar.
—Tú verás lo que haces. Si algo sale mal, no digas que nadie te lo advirtió.
Doña Urraca dejó a su hermano con la palabra en la boca abandonando el salón sin volver la vista atrás. Su enfado era patente.
Don Alfonso tomó en serio los consejos de su hermana. No podía poner en peligro su próximo enlace matrimonial con doña Constanza. Preparó una lujosa casita alejada del palacio para hospedar en ella a doña Jimena y al fruto que habían tenido entre ambos, la pequeña Elvira. El nuevo nido de amor permitiría los encuentros del monarca con su amante sin riesgo de ser descubiertos por su legítima esposa. Doña Jimena en un principio se opuso rotundamente a aquel romance. Como ya le había manifestado en más de una ocasión a su amanate, sólo saldría del palacio para regresar a sus feudos bercianos. Pero las palabras de amor del monarca, sus ruegos, su amor paternal, su insistencia para que se quedara a su lado hicieron que desistiera de su propósito inicial y aceptara de mala gana el plan que le proponía. La altiva aristócrata se sentía humillada y postergada, mas el profundo amor que sentía por el rey venció todos los obstáculos y acabó con todos sus escrúpulos. Aquella situación se prolongaría durante algunos años antes de ponerle punto final.
A finales de diciembre o principios de enero, como ya ocurriera con doña Inés, don Alfonso contrajo nuevas nupcias con doña Constanza de Borgoña, que había llegado unos meses antes a la corte leonesa con ese fin y era ya hora de llevarlo a cabo. Como todas las bodas reales, la ceremonia se celebró en la catedral de Santa María y San Cipriano presidida por el obispo Pelayo de León y concelebrada por varios prelados más del reino. A ella asistieron muchos nobles y aristócratas de todo el reino, entre los que se encontraban doña Urraca y doña Elvira, que se mantuvieron en un discreto segundo plano dadas sus discrepancias con su cuñada, la nueva reina.
Doña Constanza había mostrado desde su llegada a León su predilección por el rito romano, lo que colisionaba de pleno con las preferencias de sus futuras cuñadas. Ellas jamás aceptarían de buen grado la lex romana. Ya lo habían manifestado en muchas ocasiones y nada ni nadie les haría cambiar de opinión. Las preferencias de su futura cuñada auguraban un alejamiento de ambas de la corte real de su hermano. Doña Elvira ya lo venía practicando desde la muerte de sus progenitores. Doña Urraca, por el contrario, había estado muy apegada a su hermano predilecto hasta aquel momento. Pero, con su nuevo matrimonio, llegó a un punto de inflexión que daría al traste con todo lo que ella se había forjado hasta la fecha. En realidad se había comportado con su hermano casi como una madre desde el día que les había faltado ésta y le había ayudado a conllevar las riendas del reino. Ahora la situación era muy distinta. Ella y la nueva reina no congeniaban. Se retiraría discretamente a sus feudos de Zamora para dejar las manos completamente libres a su hermano y a su nueva cuñada.
A finales de abril y principios de mayo se produjeron dos acontecimientos muy relevantes que vendrían a poner fin al cisma que se había implantado en la Iglesia de los reinos de Alfonso VI. Se trata del concilio celebrado en Burgos y de la deposición de Roberto como abad de Sahagún, que veremos con más espacio en el próximo capítulo. Un mes más tarde de estos sucesos, don Alfonso recibió la carta que le había enviado Gregorio VII, muy molesto por el retroceso que había sufrido la implantación del rito romano en el reino de León. El papa atribuía esa demora a la personal actitud que había tomado el abad de Sahagún, Roberto, que en vez de promover la reforma se había decantado por el rito mozárabe, y a la influencia de la mujer perdida sobre el monarca, que, sin mencionarla, todo parecía indicar que se trataba de doña Jimena. El papa ordenó la destitución fulminante del abad Roberto, al que él consideraba pseudomonje, y su reclusión inmediata en la abadía de Cluny. Se abría así una nueva etapa en el entorno familiar y conyugal del rey don Alfonso y en sus relaciones con la Iglesia de Roma.
18
A finales de abril del año 1080, el cardenal Ricardo, legado pontificio del papa Gregorio VII, convocó en Burgos a todos los obispos y magnates de los reinos de León, Castilla y Galicia. El objeto de la convocatoria era la implantación definitiva del rito romano en todos los territorios de Alfonso VI. El papa estaba cansado de tanta moratoria y tantas excusas como había para retardar al máximo la adopción de la nueva liturgia en todos los dominios del reino de León. La ley emanada de la Cátedra de San Pedro debía imperar sin más demora en todos los reinos cristianos occidentales. Uno de los reinos más díscolo y más reacio a aceptar este mandato era el de Alfonso VI. Había que acabar, pues, con esa tozudez rayana con la insubordinación a Roma.
Los obispos fueron acudiendo paulatinamente a la capital castellana. También se iban concentrando poco a poco en ella los magnates del reino. El último en hacerlo fue el rey Alfonso VI. Con su llegada se dio por inaugurado el concilio. El cardenal Ricardo se encargó de abrir la sesión.
—En el nombre de la Santísima e indivisa Trinidad, Padre, Hijo y Espíritu Santo, que creó lo visible e invisible, cuyo reino no tiene ni principio ni fin. Amén. Yo, el cardenal Ricardo, legado de Su Santidad el papa, declaro inaugurado este concilio. Majestad, ilustrísimas, excelentísimos señores, hace dos años me envió Su Santidad a estos reinos con el propósito de acabar de una vez para siempre con el rito hispano que se practica aún hoy día en la mayor parte de las iglesias y monasterios de este vasto territorio. Hoy nos hemos reunido aquí para poner fin a tan insólita situación, que ha llevado a nuestra santa madre la Iglesia a vivir un cisma absurdo durante estos últimos años. Es cierto que ayudó a crear este clima enrarecido un malentendido del Santo Padre por el que se creyó con el derecho de soberanía, no sólo espiritual sino también temporal, sobre todos los reinos cristianos hispanos. Enmendado ese equívoco a través de una carta que envió en octubre pasado a Su Majestad, Alfonso VI, y expedita así la senda para la normalización litúrgica, ha llegado la hora de dejar atrás vuestra antiquísima liturgia para dar paso a la norma emanada de Roma. Con estas palabras queda abierta la asamblea.
Un murmullo susurrante a modo del que produce un enjambre de abejas se extendió por todo el recinto. Los obispos, magnates y próceres allí reunidos comentaban en voz baja las palabras del legado papal. A continuación le correspondió el turno al monarca.
—Señor Legado, ilustrísimas, excelentísimos señores y mis fieles vasallos, hace tiempo que adopté la decisión de cambiar el rito hispano por el romano en nuestros reinos, pero la pretensión del papa acerca de su soberanía temporal sobre todos los reinos cristianos de la Península hizo que me retractara de mis primeras intenciones. Cuando recibí la carta del pontífice no podía dar crédito a lo que leía. ¿Cómo era posible que Su Santidad osara demandar para sí la potestas sobre mis reinos que tanto esfuerzo nos había supuesto conquistarlos y tanta sangre había sido derramada por ellos a lo largo de casi cuatro siglos? ¿Para qué habían servido tantas batallas, tantas victorias, tantas derrotas, tantos sufrimientos, tantos sacrificios, tanta sangre derramada por tantos y tantos valientes que habían luchado durante aquellos siglos por el engrandecimiento de nuestro reino y por la unidad de España? ¿Para tener que cedérselo ahora bonitamente al pontífice de Roma, que nunca ha derramado una sola gota de sangre por él, apoyándose para ello en una falsa donación que dice haber hecho Constantino a la Cátedra de San Pedro? No hay palabras para describir la ira que embargó mi espíritu en aquel momento. ¿Cómo podía el papa pretender desposeerme de lo que era mío por derecho propio? No podía creerlo. Por eso días más tarde reuní a mi Curia y en ella me proclamé Emperador de toda España, para dejar claro así al papa que yo soy el único que tiene pleno derecho a portar sobre mi cabeza la corona de León. He de reconocer que para hacer desistir a Gregorio VII de sus aspiraciones temporales sobre estos reinos he tenido una gran ayuda y colaboración en el abad de Cluny. Colaboración que espero seguir teniendo en el futuro. Sin su inestimable mediación jamás habría conseguido convencer al papa. Quede aquí constancia de mi inmenso agradecimiento a Hugo el Grande. Como acaba de señalar el señor legado, Gregorio VII se ha retractado de sus injustas pretensiones. Así, pues, ante ese cambio de actitud del papa y por haber recibido un mandato divino, desde hoy estoy dispuesto a aceptar la lex romana en todos mis reinos.
Nuevo murmullo entre los asistentes. La mayor parte de obispos y magnates del reino estaban de acuerdo con el rey. Pero hubo algunos prelados que mostraron cierta reticencia a la implantación del nuevo rito, como los de Braga y Santiago, en tanto que el de Astorga se opuso radicalmente.
—Majestad, ya os dejé clara mi postura en la Curia Regia hace tres años —fueron las palabras con las que inició su intervención monseñor Pedro—. Tendrán que pasar sobre mi cadáver si quieren implantar el nuevo rito en mi diócesis. No renunciaré jamás a nuestra tradición, que es el sagrado rito de nuestros antepasados y de los santos padres de la Iglesia hispana. Con él hemos elevado nuestras preces al Señor. Con él hemos cantado y alabado su gloria infinita. Con él hemos adorado a Cristo redentor. Con él hemos suplicado la intercesión de su madre la Virgen María por la salvación de nuestras almas y hemos cantado himnos en su loor. Con él hemos venerado a los santos y mártires de nuestra santa madre Iglesia. ¿Por qué hemos de abandonar todas estas prácticas religiosas que hemos heredado de la tradición?
—Porque con el nuevo rito podrás seguir adorando al Señor y venerando a sus santos igual que lo has hecho hasta ahora —le contestó el legado papal—. No se trata de romper con todo el pasado y partir de la nada. Se trata de unificar la liturgia de la Iglesia de Roma en todo el orbe cristiano. Se trata de uniformar todas las plegarias que elevemos al Señor, nos encontremos donde nos encontremos. Se trata de que la celebración de la santa Eucaristía sea idéntica en todas partes. Se trata de administrar los santos sacramentos de la misma manera en todas nuestras iglesias y catedrales. Se trata, en definitiva, de que no haya ninguna diferencia en la práctica del culto divino en todos y cada uno de nuestros templos se encuentren donde se encuentren.
—Pero tengo entendido, señor legado, que el rito romano suprime muchos de los salmos que incluye el nuestro. Cercena muchas de las partes de que consta la celebración de la santa Eucaristía: ya no habrá Liturgia de la Palabra ni de la Eucaristía; tampoco se realizará el Rito de la Paz ni la Fracción del Pan o la Despedida. Y lo mismo ocurrirá con las demás funciones litúrgicas.
—Así es, ilustrísima. La celebración de la santa Misa contendrá en esencia todas esas partes que acabas de mencionar, pero más reducidas y dispuestas en otro orden. La santa Eucaristía será más sencilla y más breve para no fatigar tanto a los fieles. La lex romana simplifica la liturgia.
—Pues eso es lo que yo no pienso aceptar, Señor Legado. Seguiré practicando el rito mozárabe por prolijo que resulte.
Ante la tozudez del obispo de Astorga, el rey se vio obligado a amonestarlo.
—Monseñor Pedro, te ordeno que aceptes la nueva norma de grado o por fuerza.
—No pienso aceptarla, Señor.
—Te conmino a que te retractes de tus palabras o sufrirás las consecuencias por no hacerlo.
—Estoy dispuesto a asumirlas, Señor, por duras que sean, pero no pienso deponer mi actitud.
—Muy bien, monseñor Pedro. Tomamos nota de ello. ¿Alguien más se niega a implantar el nuevo rito en su diócesis?
Ninguno de los demás obispos se atrevió a levantar la voz, aunque por lo bajo se escuchó algún susurro.
El legado Ricardo tomó de nuevo la palabra.
—Majestad, parece ser que todos los obispos, a excepción de monseñor Pedro, aceptan de buen grado la asunción de la nueva liturgia. Así, pues, a partir de hoy decretamos que el rito hispano sea reemplazado por la lex romana. Ésta queda definitivamente aprobada desde este momento y será implantada en todas las catedrales, iglesias y monasterios de vuestro reino, mientras que queda abolida la legislación canónica en la que se sustentaba aquélla. Asimismo decretamos que desde hoy sean abolidas la biblia de San Isidoro y las normas monacales de San Fructuoso. Me consta que la mayor parte de los monasterios son reacios al nuevo rito, en especial el monasterio de San Benito de Sahagún, cuyo actual abad fue nombrado expresamente por Vos para que implantara el rito romano y llevara a cabo la reforma cluniacense en él. Nada más lejos de la realidad. Roberto, en vez de implantar el nuevo rito, como se le había ordenado, ha adoptado una postura harto hostil hacia nosotros, pues se ha congraciado con los monjes del monasterio para seguir practicando el rito hispano y para relajar la disciplina del cenobio hasta límites inauditos. Su destitución y expulsión del monasterio debe ser inmediata. En su lugar se nombrará a alguien capaz de implantar el rito romano, así como la restitución de su disciplina a la norma cluniacense.
—Vuestra recomendación será atendida, Señor Legado —contestó el monarca—. Si no hay ninguna sugerencia más, doy por concluida la asamblea. Sólo me resta desearos suerte en vuestro cometido. ¡Que Dios nuestro Señor ilumine a sus ilustrísimas!
—¡Que así sea! —contestaron todos a coro.
Poco después de estos sucesos era depuesto en su cargo monseñor Pedro Núñez, obispo de Astorga. Para ocupar su sede fue nombrado Osmundo, un clérigo francés que llegó a la corte de León acompañando al séquito de doña Constanza, fiel seguidor de la norma cluniacense y del rito romano.
Mayo vestía de color toda la comarca de Sahagún y la ribera del Cea. Una variada gama de verdes cubría todo cuanto abarcaba la vista: huertas, prados, alamedas, márgenes del río, ribazos, tierras de labor. El vasto firmamento estaba surcado por alguna que otra nube algodonosa, cual níveo vellón, que resaltaba aún más si cabe el intenso azul del cielo. La comitiva real avanzaba lentamente por la extensa planicie que atravesaba el camino real de León a Sahagún. Poco después se detenía ante las puertas del monasterio, cuyo guardián se apresuró a abrir al percatarse de la presencia del rey.
—Majestad —el portero se hincó de hinojos ante el rey—, es un gran honor recibiros. Pero pasad, pasad, Señor. Tened la bondad de acompañarme a esta sala en la que podéis acomodaros como mejor os plazca mientras voy en busca del padre abad.
El hermano portero dejó en la sala de recepción del monasterio a don Alfonso y a sus acompañantes. Poco después regresaba en compañía del abad.
—¿A qué debo este honor, Señor? —preguntó el abad Roberto al rey mientras le hacía una gran reverencia.
—Me temo que no soy portador de buenas noticias para ti, Roberto. El legado Ricardo ha solicitado tu deposición en el concilio de Burgos. Abandonarás hoy mismo esta santa casa sin más dilación. Ya puedes empezar a recoger tus pertenencias y a despedirte de toda la comunidad.
—¿Tan presto ha de ser?
—Sí, querido Roberto. El papa está muy molesto con tu proceder aquí. Es presumible que no tardemos en recibir alguna misiva de él en la que nos manifieste su descontento. Para no desairarlo más, nos adelantaremos a su deseos. Regresarás a la casa madre y te pondrás a disposición del abad Hugo.
—Así lo haré, Majestad, si eso es lo que ordenáis. Ahora mismo mandaré tocar a sexta, momento que aprovecharé para despedirme de todos mis hijos. En cuanto a mis pertenencias, no necesito mucho tiempo para recogerlas, pues todo lo que tengo lo llevo encima. Todo lo que he usado aquí durante este tiempo era del monasterio y a él se lo dejo. Pobre entré y pobre salgo. Nada traje y nada me llevo.
Finalizados los salmos y plegarias de la hora sexta, el abad Roberto se despidió paternalmente de todos los monjes. Después con gran dolor de su corazón abandonó el monasterio de San Benito para nunca más volver a él.
Al día siguiente de la despedida del abad Roberto, don Alfonso presentó a los monjes al que dom Hugo proponía como nuevo abad del cenobio facundino.
—Estimada comunidad, todos sabéis que este monasterio me es muy querido y amado. Su fundación, que se remonta a algo más de dos siglos, fue auspiciada por mi augusto antepasado Alfonso III el Magno. Desde él hasta nuestros días todos mis predecesores se han volcado con prebendas y privilegios hacia este cenobio. Yo mismo le he concedido varios y no serán los últimos. Por eso, y porque me es tan querido y estimado, sólo deseo para él lo mejor. Y lo mejor en estos momentos considero que es la implantación de la reforma cluniacense dentro de estas sacrosantas paredes. Para llevar a cabo tan alto fin, nadie mejor que fray Bernardo aquí presente. Él es el recomendado por Hugo el Grande. Aquí se quedará entre vosotros si decidís elegirlo como vuestro futuro abad. Si así fuere, tendrá las bendiciones no sólo del abad Hugo, sino las del papa Gregorio VII y las mías propias.
Un murmullo recorrió toda la comunidad benedictina una vez escuchadas las palabras del rey. Sería difícil interpretar si era a favor o en contra de la propuesta del monarca, aunque pronto se vería que la mayor parte de los monjes estaban de parte del candidato propuesto. El monarca tenía el propósito de aumentar los beneficios del cenobio y su restauración si la comunidad aceptaba vivir bajo la norma cluniacense. Por tratarse de su monasterio favorito, pretendía convertirlo en el más importante de sus reinos, algo así como el Cluny español.
Bernardo de Sedirac, monje benedictino, había llegado al reino de León con la comunidad cluniacense solicitada años antes por el propio Alfonso VI. Era originario de La Sauvetat de Blanquefort, pequeña localidad situada cerca de la ciudad de Agen. Los primeros años de su vida los dedicó al estudio de las letras en las que descolló considerablemente, pero su humildad y sencillez lo llevó a cambiar los honores mundanos por los hábitos de la comunidad cluniacense. Esas grandes dotes y esas virtudes hicieron que el abad Hugo le tomara gran afecto, eligiéndolo como sustituto del abad Roberto.
La gran sencillez, la discreción, la forma suave de hablar, la bondad de Bernardo lograron que toda la comunidad benedictina lo aceptase encantada como su nuevo abad. Su nombramiento se produjo pocos días más tarde, en el capítulo extraordinario convocado al efecto, en presencia del rey don Alfonso y del legado pontificio, el cardenal Ricardo.
—Majestad, en nombre de esta comunidad que me ha tocado presidir efímeramente —proclamó el padre prior ante el rey al tiempo que le hacía una grave reverencia—, tengo el honor de comunicaros que hemos decidido nombrar abad de este santo monasterio a fray Bernardo de Sedirac. Todos esperamos con impaciencia y humildad que Vos, Señor, aceptéis nuestra voluntad. Que Dios os bendiga si así lo hiciereis.
—Padre prior, comunidad benedictina, acepto de buen grado vuestra decisión y confirmo solemnemente el nombramiento de Bernardo de Sedirac como nuevo abad de este monasterio. A partir de hoy me involucraré aún más en los privilegios y prebendas de esta santa casa. Ahora prosigamos con el resto de la ceremonia.
Acto seguido el padre prior entregó el báculo de mando al abad electo y todos juntos entonando el Te Deum se dirigieron a la iglesia para rendirle la obediencia debida. Finalizada la ceremonia, la comunidad entera regresó a la sala capitular donde los esperaban el soberano y el cardenal Ricardo. Allí tanto el padre prior como el resto de monjes que ostentaba algún cargo lo pusieron en manos del abad para que éste dispusiera de ellos libremente. Una vez confirmados o designados los nuevos cargos, el abad dio por finalizada la ceremonia no sin antes haber fijado la fecha de su consagración, que se llevaría a cabo el domingo siguiente presidida por el obispo Pelayo de León.
A las doce de la mañana del domingo dio comienzo la ceremonia de la consagración del nuevo abad. Toda la comunidad benedictina se hallaba reunida en la sala capitular para presenciar el acto. El rey ocupaba el palco de honor. El obispo Pelayo, revestido con la capa pluvial, la mitra y el báculo, leyó las obligaciones al nuevo abad, que no dudó en aceptarlas con gran humildad. Acto seguido se entonó el Te Deum que los acompañaría hasta la iglesia donde celebrarían una misa solemne. Antes de la lectura del Evangelio, se presentó el nuevo abad para que el obispo lo consagrara mediante la profesión de votos y la sumisión al papa. Luego ambos se postraron ante el altar mientras la comunidad rezaba una letanía pidiendo al Señor que bendijera al nuevo abad y lo hiciera digno merecedor del cargo para el que había sido elegido. A continuación se levantó el obispo para rezar nuevas preces antes de ofrecer la Santa Regla y el báculo al abad, que de esta manera quedaba confirmado en su cargo. Finalizada la ceremonia, se trasladaron al coro donde el obispo confirmó la autoridad del abad en todo su dominio monástico. A continuación, el abad ocupó la silla abacial donde recibió la obediencia de todos los monjes a través de un besamanos.
Con Bernardo de Sedirac como abad de San Benito de Sahagún se iniciaría una nueva etapa de desarrollo y prosperidad para el monasterio facundino, que vendría a emular a la propia casa madre, la abadía de Cluny. Muchos de los monjes que habían abandonado el cenobio cuando fue nombrado abad el controvertido Roberto, al enterarse del nombramiento del nuevo abad, no dudaron en regresar a aquella santa casa deseosos de ponerse incondicionalmente bajo su protección. Las ordenanzas internas se adaptaron, no sin cierta reticencia, a la reforma emanada de la abadía de Cluny y el rito mozárabe dejó paso al rito romano, todo ello bajo los auspicios del propio rey don Alfonso. Fue ese amparo el que condicionó la reforma cluniacense en el monasterio facundino y el que le confirió el carácter de casa madre en España, de la que llegaron a depender más de sesenta monasterios y prioratos. Poco después de ser nombrado abad Bernardo de Sedirac, Alfonso VI concedió el privilegio de inmunidad para el propio monasterio y su abadengo, que quedaban libres de la intervención de los agentes del rey. Tres años más tarde quedaría también exento de toda jurisdicción civil y episcopal por privilegio que le otorgó Gregorio VII, quedando sometido directa y exclusivamente a la autoridad emanada del papa y a su protección. Esto no tardó en suscitar varios conflictos, sobre todo con el episcopado de León, que reclamaba para sí los derechos que tenía desde tiempos inmemoriales sobre las iglesias del feudo monacal. En estos conflictos se vio obligado a intervenir el papa, que no dudó en fallar a favor del monasterio facundino.
La Regla de San Benito se tradujo en una vida más ascética por parte de la comunidad facundina. Dedicaban la mayor parte del día a la oración y al canto de los salmos. Su indumentaria consistía en cogulla de estameña, escapulario, saya leonada, calzas y zapatos. Cuando recibían vestido o calzado nuevos tenían que dar el viejo a los pobres, como exigía el voto de pobreza que habían profesado. La mesa era bastante frugal todo el año. Recibían tres raciones al día de un potaje de verduras y hortalizas. Cuatro días por semana lo acompañaban de pescado. En Cuaresma la dieta era aún más austera, a la frugalidad de la comida había que añadir los correspondientes ayunos. Los novicios estaban sometidos a una disciplina más rigurosa aún. Cada uno de ellos tenía su respectivo maestro, que lo acompañaba todo el día a dondequiera que fuera. Tenían prohibido salir del monasterio y no podían hacerlo a menos que fueran en compañía de otros novicios y de sus respectivos maestros.
La reforma cluniacense marcó un antes y un después en el cenobio facundino. Tal vez por eso el monasterio de San Benito de Sahagún era el predilecto de Alfonso VI. No en vano lo había elegido como el lugar favorito para su descanso y constituía algo así como su segunda residencia. Poseía varias dependencias en su interior para su uso exclusivo y lo eligió como su panteón particular, renunciando así a la tradición de sus predecesores de ser enterrados en el panteón de San Isidoro. La propia reina Constanza mandó construir un palacio al lado mismo del monasterio en el que acostumbraba pasar largas temporadas.
19
Acalladas aparentemente las voces discrepantes con la nueva liturgia y vueltas al redil de la santa madre Iglesia la mayor parte de las ovejas descarriadas, el rey Alfonso VI dedicó todos sus esfuerzos a acrecentar sus reinos y a defenderlos de los ataques e incursiones de sus enemigos. Unos meses después de la celebración del concilio de Burgos, tropas musulmanas se adentraron en territorio castellano, por tierras de Osma y San Esteban de Gormaz, lo que puso en pie de guerra al rey y a sus huestes. Don Alfonso encomendó a uno de sus más valientes guerreros, Rodrigo Díaz de Vivar, la misión de enfrentarse a las tropas islamitas y de obligarlas a regresar a su lugar de origen.
Rodrigo, de espíritu belicoso e inquieto que le hacía anhelar más los temerarios peligros del campo de batalla que la apacible vida cortesana, aceptó de buen grado la misión que le encomendara el rey. El de Vivar cayó con sus huestes sobre las tropas muslimes, desbaratándolas y obligándolas a huir por tierras de Soria y Guadalajara. En su persecución Rodrigo penetró en territorio toledano, donde arrasó y saqueó varias poblaciones sin autorización ni conocimiento del rey. Este hecho indignó sobremanera a Alfonso VI, pues el rey taifa de Toledo era su vasallo que le pagaba cuantiosas parias por su protección. El rey, muy enojado por estos acontecimientos, mandó llamar a Rodrigo Díaz ante su presencia.
—¿Me habéis mandado llamar, Señor? —interrogó Rodrigo a modo de saludo hincando una rodilla en tierra.
—Sí, Rodrigo —le contestó escuetamente el rey muy enojado—. Es la segunda vez que me desobedeces y obstaculizas mis planes. La primera, cuando hiciste prisionero a García Ordóñez y desbarataste mis proyectos para someter al rey de Sevilla, tan sólo te hice una amonestación por haber desobedecido mis órdenes. En esta ocasión has llegado demasiado lejos. Has penetrado sin mi permiso en territorio del rey de Toledo y has saqueado varias de sus poblaciones contraviniendo el pacto de vasallaje que me debe. No puedo seguir permitiéndote que vayas por ahí haciendo tu propia voluntad sin respetar mis órdenes. En mis reinos la única autoridad soy yo y solamente yo. Ni siquiera he permitido que el papa se arrogue esa autoridad que pretendía bajo falsos subterfugios, ¿no creerás que te lo voy a consentir a ti, que no eres más que un simple vasallo mío? En castigo por este atrevimiento, abandonarás mis reinos para siempre. Tienes ocho días para dejar mis tierras.
—Majestad, no creí que mi comportamiento fuera motivo de vuestro enojo, antes al contrario, pensé que os sentiríais orgulloso de mi gesta.
—¿Orgulloso de tu gesta, Rodrigo? Pero, ¿cómo osas proferir tal impertinencia ante mí? Sabes muy bien que al-Qádir es vasallo mío y que me paga religiosamente las parias cada año. ¿Cómo crees que se va a tomar esta ofensa que le has infligido? ¿Piensas que me va a seguir pagando las parias en el futuro sin hacer ningún reparo u oponerse a ello? No te puedes imaginar las consecuencias tan graves que me puede ocasionar tu gran imprudencia.
—Lo siento, Majestad. Nunca pensé que pudiera ser tan grave.
—Tú nunca mides las consecuencias de tus actos. Eres un inconsciente y un irresponsable, Rodrigo. Por eso te conmino a que abandones mis reinos en el término de ocho días. Si pasado este plazo aún te hallares en mis dominios, te juro que irás a hacer compañía a mi hermano en las mazmorras del castillo de Luna. A partir de hoy no me resulta grata tu presencia en mis estados. A pesar de que eres un valiente caballero, prefiero prescindir de tus servicios por esa arrogancia desmesurada que me has demostrado en más de una ocasión. Echaré en falta tu brazo y tu espada, pero me sentiré completamente recompensado al alejar de mí a un vasallo tan desleal como tú. Vete de mis reinos, Rodrigo, y no vuelvas a pisarlos si no es para acatar mis órdenes y ponerte a mi entero servicio.
Rodrigo Díaz de Vivar, que hasta ese momento había permanecido postrado ante el rey, se puso en pie.
—Me iré, Señor, y nunca más volveré a usar mi espada en vuestro servicio. Buscaré otro señor que me dé cobijo bajo su corona y, si no lo encuentro, me refugiaré incluso en tierra de moros, pero Vos no volveréis a contar jamás con mis servicios entre vuestras huestes. ¡Quedad, Señor, en mala hora en vuestros reinos!
— Vete, Rodrigo, no me enojes más. Sabes que, a pesar del destierro, te respeto tus posesiones en Castilla. Márchate ahora y no me obligues a cambiar de intenciones. Si algún día enmendares tu arrogancia, aquí me hallarás con los brazos abiertos para acogerte de nuevo en mis reinos y concederte mi perdón, pero si no lo hicieres, olvídate para siempre de mí.
—Me voy con el corazón partido por lo que dejo atrás y por el futuro incierto que me aguarda, pero me voy con la cabeza enhiesta. Correré los riesgos que me depare la vida, pero no me humillaré jamás. Nunca más volveré a estar a vuestro servicio, Señor.
Rodrigo Díaz de Vivar reunió a sus mesnadas y con ellas se retiró a tierras extrañas en busca de un nuevo señor al que ofrecer los servicios de su brazo.
Pasó varios meses don Alfonso refugiado en su palacio sin que acaeciera ningún suceso digno de destacar, hasta que un día la reina doña Constanza le dio una nueva que vino a alegrar su afligido corazón. Su esposa le anunció que esperaba un hijo. A partir de entonces el rey no viviría más que por y para su futuro vástago.
La primogénita legítima de don Alfonso vino al mundo justo cuando se acababa de celebrar la Noche de San Juan. En medio de una extraordinaria expectación, fue recibida con muestras de gran alegría por todos los miembros de la familia real, si bien el rey hubiera preferido un varón. Doña Urraca y doña Elvira no cabían en sí de gozo. Era su segunda sobrina y la primera en la línea legítima de la sucesión. A doña Urraca le faltó tiempo para recordarle a su hermano predilecto la promesa que le había hecho cuando nació su primera hija.
—¿No te habrás olvidado de lo que me prometiste cuando nació Elvira? —le dijo mientras arrullaba entre sus brazos a la recién nacida.
—No sé de qué me hablas, Urraca.
—Me refiero a que en aquel momento me prometiste que, si tenías otra hija, le pondrías por nombre Urraca. ¿No me lo querrás negar ahora?
—No, por Dios, querida hermana. Si es tu deseo que se llame Urraca, Urraca se llamará la niña. No seré yo quien te prive de esa satisfacción, aunque no estaría de más consultárselo también a Constanza a ver qué opina ella.
No se lo pensó dos veces. Doña Urraca entró en la alcoba de la reina con la recién nacida en brazos y su anhelo en lo más hondo de su corazón.
—¿No te opondrás a que le pongamos mi nombre a la niña, verdad Constanza? —le lanzó de sopetón y sin más preámbulos a su cuñada con la recién nacida en brazos.
—Pues no sé qué quieres que te diga, Urraca, no había pensado en ello, pero si eso te hace feliz, se lo pondremos.
—Me lo había prometido Alfonso hace tiempo y también me prometió que sería su madrina. No tendrás ningún inconveniente en ello, ¿no?
—En absoluto. Por mi parte no habrá ningún problema.
Doña Urraca depositó a la infanta en brazos de su madre y abandonó rebosante de júbilo la alcoba real.
—Constanza no se opone —les comunicó llena de gozo a sus hermanos al salir de los aposentos de la reina—, así que seré su madrina y le pondremos mi nombre.
—Sea como tú dices, Urraca —le contestó don Alfonso.
—La bautizaremos en la basílica de San Isidoro. Aprovecharé el acto para hacer al templo la donación del cáliz que les regaló a nuestros padres el emir de Denia, Alí ibn-Muyahid, y que he mandado decorar a los mejores orfebres de León. Con este gesto inmortalizaré más si cabe el templo que albergará en los siglos venideros nuestros propios restos, los de nuestros antepasados y los de nuestros descendientes.
El cáliz de doña Urraca consta de dos copas de ónice muy antiguas. Parece ser que el uso de este tipo de copas se remonta a los siglos I a. C. y I d. C. La copa más grande se utiliza como copón propiamente dicho, mientras que la más pequeña, invertida, hace de peana del mismo. Están recubiertos de oro y pedrería el borde del copón, el nudo y la parte inferior de la peana. Se encuentra asimismo recubierto de oro el interior del copón. Todo el trabajo de orfebrería está hecho con primor, representando variadas filigranas y figuras, como era propio de la Edad Media. También tiene incrustados una serie de zafiros, esmeraldas, amatistas y perlas por todo él. En la parte superior del cáliz hay destacado un camafeo hecho de vidrio, que durante mucho tiempo se creyó que podría representar la efigie de doña Urraca, porque en el nudo del cáliz y debajo de esta figura se halla la inscripción con el nombre de la donante: IN NOMINE DOMINI VRRACA FREDINANDI. Mas se ha descartado esta posibilidad, porque en la Edad Media los rostros de las mujeres honradas se representaban siempre velados y éste no lo está. Su función es simplemente decorativa.
El primer domingo de julio el cielo azul de León brillaba en todo su esplendor. La comitiva real dirigió sus pasos a la basílica de San Isidoro por las estrechas calles de la ciudad. Un sinnúmero de gente llenaba las calles por donde tenía que pasar la comitiva regia y la plaza de San Isidoro. A su paso todos querían ver a la princesa recién nacida, pero la guardia real y el celo de doña Urraca lo impedían. En la plaza de San Isidoro la guardia se vio obligada a habilitar un pasillo hasta la puerta sur del templo para facilitar el paso de la comitiva. En el interior de la basílica no cabía un alma más. Todo el mundo deseaba ver a la primogénita del rey y presenciar su bautismo. El obispo don Pelayo esperaba a la comitiva y a la neófita al pie de la pila bautismal. Era para él un gran honor dar entrada oficial en el regazo de la santa madre Iglesia a la primogénita legal del rey más importante de la cristiandad hispánica. Se había opuesto rotundamente a la unión de don Alfonso con doña Jimena, en cambio había bendecido y santificado el matrimonio entre el soberano y doña Constanza, cuyo fruto ahora iban a recibir en el seno de la Iglesia católica. En cuanto la comitiva real puso los pies en la basílica de San Isidoro, dio comienzo la ceremonia del bautismo. Doña Urraca, que no cabía en sí de gozo, no se desprendió ni un solo instante de su ahijada durante todo el acto, que fue revestido de toda la pompa y boato propios de su estirpe.
Finalizado el ritual, la infanta doña Urraca donó oficialmente al abad de la basílica el valioso cáliz que el emir de Denia había regalado a sus padres y que ella había mandado decorar tan primorosamente. El abad se lo agradeció en extremo y se comprometió a celebrar una misa diaria por el eterno descanso de su alma como premio a tan sublime ofrenda. La infanta también hubiera deseado que para aquel acto la reforma del templo hubiera estado ya finalizada, pero tan sólo se podían contemplar los cimientos y algún que otro lienzo de los nuevos ábsides que se estaban erigiendo por el este. Las obras iban muy despacio por la falta de mano de obra y sobre todo por la ausencia de un maestro de obras con claras dotes arquitectónicas y de mando. En varias ocasiones había elevado el problema a su hermano sin obtener resultado. Tal vez fuera éste el momento propicio para intentarlo de nuevo.
A la salida del templo el rey quiso acercarse hasta las obras que se estaban realizando. La impresión que éstas le causaron fue más bien decepcionante.
—¿Después de todos estos años sólo se ha construido esto?
—Sólo esto, Alfonso. Ya te he dicho en más de una ocasión que las obras van muy despacio. Demasiado despacio para mi gusto y para mis deseos. A este ritmo estoy segura que jamás las veré finalizadas. El problema es el maestro de obras. Es una persona poco experta y sin ninguna aptitud de mando. Los oficiales y peones trabajan al ritmo que quieren y éste es el resultado. Más de una vez te he pedido sin éxito que me envíes un nuevo maestro. Creo que es llegada la hora de tomar cartas en el asunto.
—Hoy mismo ordenaré que se desplace aquí uno de los maestros de obras de la catedral de Santiago. Esto no puede seguir así.
—Dios todopoderoso te lo tenga en cuenta si así lo hicieres, querido hermano. Por mi parte te quedaré eternamente agradecida por este gesto. Espero que con un buen maestro las obras del templo avancen al ritmo que yo deseo. Ya sé que no las veré terminadas, pero sí me gustaría ver al menos el armazón de lo que va a ser esta iglesia en el futuro. Mi alma no descansaría tranquila en el más allá si no lo lograra.
—Pues a partir de hoy ya puedes descansar en paz aquí y en el otro mundo. Mañana mismo saldrá un emisario para Galicia en busca del nuevo maestro.
Después de estos comentarios y de la breve visita a las obras que se estaban realizando en la basílica de San Isidoro, la comitiva real regresó al palacio muy feliz con su retoño convertido ya en nuevo miembro de la comunidad cristiana.
20
Hallábase el monasterio de San Pedro de Montes en el mismo paraje paradisíaco en que lo describiera San Valerio cuatro siglo antes, lugar que no había cambiado un ápice desde entonces, pero sí lo había hecho el cenobio primigenio fundado por San Fructuoso, que conoció y habitó San Valerio, del que ya no se conservaba ningún vestigio. El actual monasterio había sido reconstruido dos siglos atrás por San Genadio a partir de las ruinas del anterior. Erguíase altivo en una pequeña explanada de los montes Aquilianos en las estribaciones del pico de La Guiana, lugar más parecido al Edén, como lo describió el propio San Valerio, que a cualquier otro rincón de la Tierra. Todo en él irradiaba belleza y armonía: su verdor, su exuberante vegetación, sus variedad de flores y aromas, su frescor, su silencio, roto tan sólo por el agradable canto de los pajarillos o por el suave rumor de los arroyos que serpean por sus profundos valles.
A este ameno lugar llegó una mañana del mes de junio el depuesto obispo de Astorga, Pedro Núñez, para suplicar asilo bajo el techo de San Pedro de Montes. Abriéronle las puertas del cenobio y también sus brazos los pacíficos monjes que en él dedicaban su vida a la oración y al trabajo. El abad Pelayo, que a la sazón regía los destinos de aquella santa casa, lo recibió amablemente en su celda.
—¿A qué debo tu inesperada visita don Pedro?
—No se trata de una visita, Pelayo. Vengo a pedirte asilo en tu monasterio. El rey don Alfonso me ha depuesto en mi cargo de obispo de Astorga por oponerme a la reforma que tratan de implantar en nuestro reino.
—¿Cómo es eso, Pedro? Explícame en qué consiste —solicitó con cierto asombro no exento de incredulidad el padre abad.
—Se basa en cambiar nuestros ritos ancestrales por la nueva liturgia emanada de la Cátedra de San Pedro. Algo a lo que yo no estoy dispuesto. Con la nueva norma la celebración de la Eucaristía y demás actos litúrgicos serán más breves y se uniformarán en todo el orbe cristiano. Pero el trasfondo de la reforma no consiste sólo en eso. Lo que pretende el papa con esta reforma es el poder espiritual absoluto sobre toda la Iglesia. Y no se conforma con el poder espiritual, también ambiciona el poder temporal de todos los reinos cristianos de la Península Ibérica, algo a lo que el rey don Alfonso se ha opuesto con rotundidad.
—Entonces, ¿también afectará el cambio a los monasterios?
—En efecto. En los cenobios se implantará la reforma cluniacense, que consiste en una vuelta a la regla de San Benito. Ésta se aplicará en todo su rigor y severidad. Ya no habrá más relajación ni laxitud en la disciplina. A partir de ahora desaparecerán todas las prerrogativas que teníais los abades para nombrar cargos y beneficios. Todo pasará a depender de la Santa Sede.
El abad no acababa de creerse lo que le comentaba Pedro Núñez. No podía ser que él perdiera los fueros y privilegios de los que gozaba. Si eso era cierto, su autoridad se vería muy mermada.
—Si es así, yo tampoco aceptaré la reforma cluniacense. ¿Qué les ocurrirá a todos mis deudos si pierdo la potestad que tengo ahora? No quiero ni pensarlo. Con nosotros conviven también muchos seglares que no están sometidos a la regla y algunos monjes que hacen más vida seglar que monacal. ¿Qué pasará con ellos?
—Si estás decidido a no acatar la reforma, puedes contar conmigo. Ya sé que el rey es partidario del nuevo rito y que se ha comprometido con el papa y con el abad de Cluny ha implantarlo en todos sus reinos, pero la mayoría de sus vasallos no están dispuestos a hacerlo. Hay muchos magnates y aristócratas que proclaman en alta voz su disconformidad con la nueva norma, incluidas las propias infantas. En el concilio de Burgos, muchos de mis colegas se callaron por no perder la cátedra como me ha ocurrido a mí, pero no todos estaban de acuerdo con la reforma. Son las esposas del soberano, con sus costumbres extranjerizantes, y las propias ideas expansionistas de don Alfonso las que lo han llevado a aceptar el nuevo rito.
—No sé qué pensará hacer Oramio, pero, por lo que a mí respecta, en San Pedro no aceptaremos el cambio. Son muchos los intereses que hay en juego. Hablaré con Oramio para convocar un capítulo extraordinario en el que se podrán pronunciar libremente todos nuestros hermanos. Espero que el parecer de la mayoría coincida con el mío.
El monasterio de San Pedro de Montes por aquella época comprendía varias iglesias y su gobierno estaba compartido por dos abades. Cada uno de ellos obedecía las órdenes de la familia aristocrática que controlaba la correspondiente basílica. En esa situación no era fácil llegar a un consenso.
Un mes más tarde de la llegada de Pedro Núñez al monasterio de San Pedro de Montes se convocaba un capítulo para decidir la postura que debían adoptar todos sus miembros ante el nuevo rito litúrgico y la reforma cluniacense. Ambos abades, Pelayo y Oramio, presidían la asamblea. Después de varias horas de discusión, el capítulo se cerró con el consenso casi unánime de sus miembros a favor de seguir practicando el rito hispano. En el resultado final tuvo mucho que ver la influencia del obispo depuesto, Pedro Núñez, que no estaba dispuesto bajo ningún concepto a que se implantase el rito romano. No tardó en llegar la nueva a oídos del rey, que no dudó en ordenar la inmediata deposición de los dos abades y su sustitución por uno nuevo, cargo para el que fue elegido el abad Vicente.
Habían transcurrido dos años desde la elección de dom Vicente como nuevo abad del monasterio de San Pedro de Montes y como impulsor de la reforma cluniacense en el mismo, mas los resultados obtenidos hasta la fecha estaban muy lejos de los objetivos señalados. Los monjes seguían practicando el rito mozárabe en la liturgia y pocos eran los que habían abandonado sus licenciosos hábitos nada acordes con la reforma cluniacense. El rey era consciente de ese desafuero, pero no sabía cómo resolverlo. Y aún contribuían menos a ello los comentarios de su concubina, doña Jimena Muñiz.
—Deberías olvidarte de los monjes de San Pedro de Montes y dejarlos que hagan lo que les plazca. Sabes muy bien que la reforma cluniacense y el nuevo rito no han cuajado en las gentes de tus reinos. Todo el mundo piensa que el rito hispano era más entrañable y más nuestro. El rito romano es más frío, más artificioso. Carece de enjundia.
—Tal vez tengas razón, Jimena, pero he dado mi palabra al papa y al abad de Cluny y pienso cumplirla. Me juego mucho en ello.
—Claro. Por eso preferiste a Constanza antes que a mí, por lo mucho que te jugabas.
—No digas tonterías, amor mío. Sabes que lo nuestro no pudo ser. Si hubiéramos continuado, el papa no hubiera tenido ningún reparo en excomulgarnos. ¿No querrías eso? Constanza es mi esposa legal, pero tú eres mi único amor.
—Eso es lo que me dices a mí cuando estás conmigo, pero seguro que a ella le dices lo mismo cuando estás a su lado.
—No seas tan celosa y tan suspicaz, Jimena. Te repito que tú eres la única a la que quiero.
—Dejemos el tema porque no nos vamos a poner de acuerdo, como en tantas otras ocasiones, y volvamos a los monjes de San Pedro. Ya sabes que allí se ha hospedado Pedro Núñez desde que lo depusiste de su cargo. ¿No podrías ser un poco más indulgente con él?
Don Alfonso se puso muy serio al oír la súplica que le hacía su amante. Era lo último que deseaba escuchar.
—No me pidas imposibles, amor mío. Pedro Núñez ha hecho muchos méritos para estar donde está. Es el único que se ha opuesto con total radicalidad a la reforma del papa y estoy seguro que es el principal instigador del cisma de San Pedro de Montes. No me pidas que tenga indulgencia con él, porque es el que menos se la merece. Si de mí dependiera, no sólo habría perdido la cátedra de Astorga, sino también su condición sacerdotal. Es indigno de llevar el hábito que lo cubre.
—Pedro no es más que hijo de su tiempo. ¿Acaso no me opongo yo y no se oponen tus propias hermanas al cambio de rito? Piensa que esta reforma no responde más que a la ambición desmesurada de la Cátedra de San Pedro, en especial la de Gregorio VII. Ya ves hasta dónde han llegado sus pretensiones, hasta querer hacerse con el poder omnímodo de toda la Península. Somos muchos los que deseamos continuar con nuestros ritos ancestrales y Pedro es tan sólo uno más entre todos nosotros.
—Pedro no es uno más. Ocupaba un puesto muy relevante cuya influencia es decisiva para llevar a cabo la reforma. Lo que podáis pensar tú, mis hermanas y muchas otras personas anónimas no tiene la repercusión de lo que piensa cada uno de los prelados de nuestro reino. Su ejemplo es crucial para implantar la reforma con éxito. Por eso a los detractores hay que sancionarlos con un castigo ejemplar.
El anaranjado disco de fuego ya estaba próximo a su ocaso en aquella tarde templada de septiembre. Una leve brisa mecía suavemente los chopos y álamos de la ribera del Bernesga. Dos pegas revoloteaban entre sus ramas emitiendo graves graznidos.
—Ya está a punto de ponerse el sol. Debo irme para no infundir sospechas. Le prometí a Constanza que regresaría antes del anochecer.
—Yo siempre me tengo que conformar con las sobras, Alfonso. Vienes a mí como si fueras un ladrón o un fugitivo, siempre a hurtadillas. Es como si fuera una apestada o una mujer de la vida. No aguanto más esta situación. Ya te dije antes de que ella entrara en tu vida que yo no iba a ser un segundo plato. Estoy otra vez embarazada de ti. Nuestro próximo hijo nacerá en mayo. Ése será el momento que elegiré para abandonar León para siempre y regresar a mis posesiones del Bierzo. Ni un día más permaneceré en esta ciudad donde mi vida ya no tiene ningún sentido.
—No digas eso, Jimena, que me partes el corazón. Seguirás viviendo en esta casita, al lado del Bernesga, donde no te faltará de nada y yo vendré a verte siempre que mis obligaciones me lo permitan.
—Lo ves, Alfonso. Yo siempre estaré relegada a un segundo plano. Tú mismo lo acabas de decir. No y mil veces no. Me iré a mis feudos para dejarte libre el camino. Está decidido.
—Si te empeñas tendré que dejarte partir, pero mi corazón estará siempre donde tú estés. Cuando estoy con Constanza no pienso más que en ti.
—Sigue con ella que te dará hijos legítimos, como te ha dado ya a Urraca, y te allanará el escabroso camino de tu reinado con la influencia de su tío Hugo de Semur. Yo no puedo proporcionarte ningún patrocinio y mucho menos uno de tan alta alcurnia como ése. No soy más que una mujer insignificante que sólo te originará desgracias e infortunios.
—No pienso insistir. Sabes muy bien que me he tenido que casar con ella porque lo nuestro era imposible. No le demos más vueltas. Ahora me tengo que ir. El sol se ha puesto ya y no me queda mucho tiempo antes de que anochezca. Me voy, pero mi corazón se queda aquí. Volveré en cuanto mis obligaciones me lo permitan.
Don Alfonso selló con un beso amoroso los labios de su amante que le iba a replicar. A continuación de un salto montó sobre su caballo y se alejó velozmente por la vereda del Bernesga en dirección a su palacio. Entró en él justo cuando se encendían las antorchas que intentarían devorar las tinieblas de la noche.
21
Rodrigo Díaz de Vivar abandonó con sus huestes los territorios del rey de León con el propósito de nunca más regresar a ellos. Su despecho era tal, que juró no volver a servir jamás al rey don Alfonso. En un primer momento pensó dirigirse al reino de Aragón, pero no tardó en descartarlo porque su rey no iba a aceptar darle asilo para no enemistarse con su primo el rey de León. Se dirigió al condado de Barcelona para ponerse a las órdenes de Berenguer Ramón II.
—Señor, vengo con mis mesnadas a ponerme a vuestro servicio para lo que tengáis a bien ordenarme. Desde este mismo momento me declaro vasallo vuestro hasta la muerte. Mi brazo luchará con denuedo contra vuestros enemigos por el engrandecimiento de vuestro condado. Tendréis en mí el más leal defensor de vuestros territorios.
—¿Tal vez con la misma lealtad que has servido a Alfonso VI?
—Señor, no me juzguéis por lo que os hayan dicho de mí. Juzgadme por mis hechos. Dadme una oportunidad para demostraros que os seré leal hasta la muerte.
—Más de una ocasión te ha dado el rey de León y más de una vez lo has agraviado. ¿Crees que conmigo vas a ser distinto? Te engañas Rodrigo. Tú no cambiarás en tu vida por mucho que te empeñes, porque tu orgullo y tu amor propio no te lo permiten. Sal de mis dominios en buena hora y no te dignes volver nunca más a ellos.
Decepcionado Rodrigo por no poder combatir bajo una bandera cristiana, volvió sobre sus pasos para ofrecer sus servicios al rey al-Muqtadir de Zaragoza, que no dudó en abrirle los brazos y acogerlo en su reino. No en vano el rey taifa recordó el valeroso brazo del joven Rodrigo en la conquista de Graus dieciocho años antes.
—Bienvenido seas a nuestro reino, valeroso Rodrigo. Será un honor para mí contar con tu espada invencible. Desde hoy lucharás a mi lado contra todos mis enemigos y ocuparás un lugar destacado en mi corte.
Rodrigo Díaz de Vivar hincó una rodilla en tierra al tiempo que besaba la diestra que le ofrecía su nuevo señor en señal de vasallaje y acatamiento.
—Mil gracias os doy, mi Señor, por la gran merced que me acabáis de conceder. Tanto mi espada como las de mis vasallos estarán enteramente a vuestro servicio a partir de hoy. Señor, nunca os arrepentiréis de haberme acogido bajo vuestro cetro.
—De eso estoy plenamente convencido. A partir de este momento te convertirás en la mano derecha de mi hijo primogénito, al-Mutamán, del que no te separarás jamás. Lo seguirás a dondequiera que vaya y lo defenderás en todo momento si fuere necesario, pues él es el llamado a sucederme en el trono. Si algo le acaeciera, lo pagarás con tu propia vida.
—Descuidad, Señor. Sabré estar a la altura de mi cometido. No os defraudaré.
—Ahora puedes acomodarte en el ala oeste de mi palacio donde hallarás todo lo necesario para tu alojamiento. Sé de nuevo bienvenido a mi reino.
—Gracias renovadas os doy, Señor, por acogerme en vuestro reino y por confiar en mí. Seré vuestro más leal vasallo.
—Que Allah te premie si así lo hicieres o te castigue en caso contrario.
—Ahora con vuestra venia, Señor, me retiro a descansar a los aposentos que habéis tenido a bien otorgarme.
—Que me place.
Durante todo un año Rodrigo Díaz combatió contra moros y cristianos al lado de su nuevo señor. Al cabo de este tiempo Alá llamó a su lado al rey al-Muqtadir. Le sucedió en el trono su hijo al-Mutamán, a quien el de Vivar siguió prestando los servicios que le prometiera a su padre. Con la muerte de al-Muqtadir se suscitaron nuevas luchas entre las distintas facciones árabes de la taifa de Zaragoza. Al-Muzaffar, derrotado y encarcelado por su hermano al-Muqtadir, había vuelto a recobrar el gobierno de Lérida tras la muerte de éste, pero su sobrino, el nuevo rey de Zaragoza, no estaba dispuesto a consentirlo. En 1082 al-Mutamán conquista Lérida encarcelando de nuevo a su tío, que es conducido al inexpugnable castillo de Rueda de Jalón para evitar que se fugue otra vez. Entretanto los leridanos aclaman por rey al joven al-Mundir, hermano de al-Mutamán, tal como había dispuesto en su testamento el rey al-Muqtadir.
Al-Muzaffar se hallaba triste y pensativo en las mazmorras de la fortaleza de Rueda de Jalón. Sabía que si no salía de allí sus días estaban contados. En aquella aciaga soledad su imaginación no hacía más que urdir mil subterfugios y maquinaciones para ganarse la confianza del alcaide y con ella su libertad. Mas sus ardides no daban el resultado apetecido.
—Carcelero, dile al alcaide que quiero hablar con él. Tengo algo muy importante que proponerle.
—Ya sabéis que el alcaide no se digna bajar a las mazmorras de este castillo. No insistáis en hablar con él.
—Si él no quiere bajar aquí, llévame ante él.
—Lo siento, señor. No tengo tales atribuciones.
—Te daré esta cadena de oro que vale veinte dinares si me conduces ante él.
Al carcelero se le salían los ojos de las órbitas al ver relucir la dorada cadena entre los dedos de al-Muzaffar. Él no ganaba veinte dinares en varios años de servicio.
—Lo intentaré, señor. Hablaré con el alcaide a ver qué se puede hacer.
Ya había transcurrido más de un mes desde el intento de soborno del carcelero sin que el prisionero hubiera conseguido su propósito. Cada vez que aquél se acercaba a la mazmorra, al-Muzaffar no hacía más que jugar con la dorada cadena entre los dedos de sus manos. El guardián no le quitaba los ojos de encima a aquel preciado tesoro que ya lo consideraba suyo. Para conseguirlo tan sólo era necesario que el alcaide cediera ante su testarudez.
—¿Quieres la cadena?
—Es lo que más deseo en este mundo.
—Pues convence al alcaide para que se digne hablar conmigo.
—Lo he intentado una y mil veces, señor, pero él no quiere ceder.
—Dile al alcaide que le daré un gran tesoro si acepta hablar conmigo y me facilita la huida de este castillo.
—Se lo diré, señor.
Una semana más tarde el prisionero fue conducido ante la presencia del alcaide de la fortaleza.
—Ya sabéis, señor —comenzó a decir Albofalac—, que esto va contra el reglamento. Si se llegaran a enterar mis superiores, me juego el puesto y tal vez hasta la cabeza. Ha de ser muy importante lo que me vais a proponer para obligarme a arriesgar tanto. Decidme de qué se trata.
—No seas tan impaciente, Albofalac. Te explicaré mi plan con todo detalle, pero ¿no crees que antes debería tomar algo reconfortante y apetitoso para recobrar mis fuerzas y poder así exponerte mejor mi idea?
—Disculpad, señor, que no haya pensado en eso. Ahora mismo os haré traer un buen cocido y las mejores viandas que hay en mi despensa.
El alcaide pasó la orden a la cocina para que satisficieran los deseos del prisionero. Minutos más tarde una humeante olla de cocido y una fuente llena a rebosar de costillas de cordero y chuletas de ternera hacían los honores sobre la mesa del alcaide. El prisionero no se hizo de rogar dando rápido cumplido a los manjares que alegraban su vista y activaban sus glándulas salivales y sus jugos gástricos.
—Ahora, señor alcaide, que hemos saciado nuestro apetito, ha llegado el momento de exponerte mi proyecto que a ambos puede beneficiarnos.
—Vos diréis de qué se trata, señor.
—En estos momentos mis dos sobrinos están enfrascados en una ardua batalla entre sí para hacerse con la plaza de Lérida, por lo que no van a prestar atención a mis movimientos, máxime creyéndome encerrado en las mazmorras de este castillo. Así, pues, el factor sorpresa será crucial para el éxito de mi ardid.
El alcaide seguía con la máxima expectación las palabras de al-Muzaffar sin vislumbrar su propósito.
—¿Y en qué consiste vuestra treta?
—Consiste en que cedas este castillo al rey de León.
—Pero ¿cómo se os ocurre tamaña barbaridad? Si ya es arriesgado para mí haberos concedido esta audiencia, ahora pretendéis que le dé gratuitamente esta fortaleza a Alfonso VI. Eso sería para mí firmar mi propia sentencia de muerte. Vos no estáis en vuestros cabales, señor.
—Escúchame con atención, Albofalac. Si Alfonso VI se posesiona de este castillo, yo, con su ayuda, me adueñaré de Zaragoza mientras mis sobrinos están distraídos en la conquista de Lérida. Una vez establecido en el poder, me será muy fácil desbaratar los planes de mis sobrinos y encarcelarlos de por vida.
El alcaide no estaba convencido del todo.
—¿Así de sencillo, señor?
—No será tan sencillo. Habrá que luchar, pero con la ayuda del rey de León lograremos derrotar y vencer a mis sobrinos. De eso no te quepa la menor duda.
—Supongamos que vencemos. ¿Yo qué gano en todo eso?
—Amigo Albofalac, si mi plan tiene éxito te haré dueño de un gran tesoro con el que podréis vivir tú y tu familia el resto de vuestros días sin tener que trabajar. Piénsatelo bien.
—No sé, no sé, señor. Tengo mis dudas. Lo que me ofrecéis es muy tentador, pero si vuestro plan llegara a fracasar, mi vida no valdría un maravedí. Vuestros sobrinos no tendrían conmiseración conmigo ni con los míos. Tengo que considerarlo más despacio y discutirlo con mi familia. Dadme unos días de plazo.
—Háblalo con tu familia, pero no te olvides que el tiempo apremia. Mis sobrinos no estarán eternamente en lucha entre sí. Es ahora el momento idóneo para realizar mi proyecto. No lo estropeemos.
—Descuidad, señor, en un par de días os daré la respuesta.
—Así lo espero.
El prisionero fue recluido de nuevo en su inmunda mazmorra, mientras el alcaide discutía con su mujer y sus hijos el alcance de tan sustancioso plan. La diosa Fortuna acababa de poner a su alcance el mayor de los sueños que jamás podía haber imaginado. Si la estratagema tenía éxito, él y su familia se convertirían en ricos de la noche a la mañana. Eso era un sueño. ¡Ah! ¿Pero si en vez de un éxito se convertía en un fracaso? Entonces su cabeza rodaría por el suelo separada del resto del cuerpo de un sablazo. ¿Valía la pena el riesgo? Las dudas llenaban el alma de Albofalac. Al final pudo más la codicia que el miedo a la muerte. Ordenó conducir al prisionero de nuevo a su despacho.
—Y bien, ¿qué has decidido, Albofalac? —preguntó éste cuando estuvo ante su presencia.
—He decidido apoyaros, señor.
—Entonces no perdamos más tiempo. Manda un emisario a Alfonso VI para que venga a tomar posesión de este castillo y desde él pueda ofrecerme toda la ayuda y protección que necesito. Lo demás corre de mi cuenta.
—Bien, señor, hoy mismo partirá el emisario. Espero que todo salga como hemos planeado por el bien de ambos.
—No te preocupes, Albofalac. Allah está con nosotros y nos protegerá.
Cuando el mensajero de Albofalac se presentó ante Alfonso VI, éste acababa de llegar a León después de haber realizado con sus tropas una incursión por tierras sevillanas. El rey de Sevilla, al-Mutamid, no estaba dispuesto a seguir pagando parias al todopoderoso rey de León. Había decidido desafiarlo negándose a pagar la última paria que le exigía. Le amenazó con llamar en su ayuda a Yusuf ibn Tasufin. Alfonso VI envió dos columnas contra Sevilla, la segunda, encabezada por él mismo, llegó hasta los alrededores de la antigua Hispalis arrasando todo cuanto encontraban a su paso. Desde allí se desplazaron hasta Medina Sidonia y Tarifa, donde don Alfonso penetró con su caballo en aguas del océano como acto simbólico de su dominio.
Un gélido seis de enero del año 1083 llegaban a dar vista al castillo de Rueda de Jalón las tropas de Alfonso VI guiadas por el mensajero de Albofalac. El cielo de un gris plomizo amenazaba una inminente nevada. El cierzo soplaba con toda su fuerza. Varios cuervos pasaron volando y graznando por encima de las cabezas del soberano leonés y sus soldados. El rey los tomó como un mal agüero.
—¿Estás seguro que tu alcaide te garantizó que nos entregaría el castillo? —le preguntó don Alfonso por enésima vez al mensajero de Albofalac.
—Señor, que me parta aquí mismo un rayo si miento.
Don Alfonso no las tenía todas consigo. Algo en lo más recóndito de su corazón le hacía sospechar que se trataba de una celada. No desconfiaba del mensajero sino del alcaide. ¿Por qué le iba a entregar el castillo sin ofrecer resistencia? A pesar de ir siempre a la vanguardia de sus tropas, en esta ocasión el soberano leonés prefirió que lo precedieran sus hombres de confianza. No se fiaba. Envió por delante al infante Ramiro de Navarra y a Gonzalo Salvadórez.
—Os adelantaréis con vuestras huestes para hacer efectiva la toma del castillo —les ordenó—. Yo os seguiré después con el resto de las tropas. ¡Buena suerte y que Dios os acompañe!
—Gracias, Señor —le contestaron los dos fieles vasallos.
El rey permaneció en su sitio en espera de los acontecimientos. Las puertas del castillo estaban abiertas de par en par. El puente levadizo, tendido para que pudieran penetrar en la fortaleza las tropas de Alfonso VI sin ningún obstáculo. Ramiro y Gonzalo entraron en el castillo seguidos de sus más fieles vasallos sin sospechar nada. Cuando se hallaban dentro se cerraron las puertas y fueron atacados por la guardia de Albofalac, que en pocos minutos acabó con todos ellos. Desde fuera nada pudieron hacer. Tan sólo escuchar el grito de «¡traición!» que pronunciaban los infelices antes de ser ejecutados.
¿Qué había ocurrido para este cambio estratégico y para esta deleznable traición? En el tiempo que medió entre la marcha del mensajero y la llegada de las tropas de Alfonso VI, había fallecido al-Muzaffar. Ante este luctuoso suceso, el alcaide del castillo temió que su plan fuera descubierto y que su cabeza rodara por los suelos. Así, pues, no dudó en cambiar de estrategia para aparecer ante los ojos de su rey como un héroe y no como un traidor.
El acaso hizo que en aquel preciso momento se presentara en Rueda de Jalón Rodrigo Díaz de Vivar. Enterado de los hechos, quiso entrevistarse con su antiguo señor, pero don Alfonso se negó en redondo a recibirlo en sus reales. El rey leonés no descartaba que el desterrado caballero hubiera tenido algo que ver con tamaña traición.
22
Inermes ante tan flagrante traición, las huestes de don Alfonso contemplaban atónitas las inexpugnables murallas del castillo de Rueda sin poder hacer nada en favor de sus compañeros, que fueron asesinados con gran alevosía en su interior. Tras largas horas de espera, pudieron ver con espanto cómo arrojaban los cadáveres de los infortunados guerreros por las paredes escarpadas de la fortaleza. Don Alfonso ordenó recoger los cuerpos de los asesinados para rendirles los honores debidos y darles cristiana sepultura. Entre los caídos tan ignominiosamente se hallaba Gonzalo Salvadórez, primo del propio rey, cuyos restos mortales fueron trasladados hasta el monasterio de San Salvador de Oña donde quería ser enterrado.
Triste y afligido regresó a León don Alfonso, cuyo noble corazón no podía entender tan aciaga felonía. ¿Cómo era posible que lo hubieran engañado a él que era el más grande de todos los reyes de la cristiandad hispana? ¿Y quién se había atrevido a forjar tan gran infamia? No podía ser sólo obra del alcaide de la fortaleza. Detrás tenía que estar la mano de alguien que lo odiaba a muerte. No le cabía la menor duda. Entre éstas y otras reflexiones por el estilo transcurrían los días en la corte para el soberano leonés, que no se perdonaba el haber perdido tantos y tan valerosos vasallos en una gesta tan denigrante.
Los últimos días de un lluvioso abril finalizaban ya. La crecida del Bernesga era más que notoria y en algunas partes sus aguas estaban a punto de salirse de madre. El sol vespertino brillaba en un cielo límpido y azul tras el intenso chaparrón caído pocas horas antes. Don Alfonso se acercó al nido de amor de su amada. Después de abrazarla y besarla amorosamente, se dirigió a ella con el ánimo afligido:
—Mañana debo partir con mis huestes para el reino de Toledo. Aún no se ha cerrado en mi corazón la profunda herida que me produjo la acibarada traición de Rueda en la que perdí a muchos de mis mejores vasallos y ya tengo que volver al campo de batalla, pero el deber manda. La vida sigue a pesar de fracasos tan humillantes como aquél. He de continuar luchando por la gloria y el engrandecimiento de nuestro reino.
—¿Y me vas a dejar sola en este estado? —le susurró entre suspiros y lágrimas doña Jimena—. ¿Ni siquiera vas a estar aquí cuando nazca nuestro próximo hijo?
—Lo siento, amor mío, pero el deber me llama. Tengo que frenar los avances de las taifas mahometanas y para ello he de desplazarme forzosamente a tierras de Toledo.
—¿No puedes olvidar por un momento tus ansias de poder para quedarte a mi lado?Imagínate que caes en la batalla. Nunca llegarás a conocer a tu nuevo hijo.
—Correré ese riesgo. El deber de un rey es estar por encima de todo allí donde sus vasallos y su reino lo necesitan y mi deber ahora es defender las fronteras de mi reino con las del reino de Toledo.
Doña Jimena, que no había cesado de derramar copiosas lágrimas desde que don Alfonso le comunicara su decisión, tomó asiento en un escaño para no desplomarse exánime. El rey se sentó a su lado y la estrechó amorosamente entre sus brazos.
—Ya veo que no te importa nada el hijo que estoy a punto de darte. Dios sabe dónde estarás cuando venga a este mundo ni si lo llegarás a conocer algún día.
—No digas eso, amor mío. Los hijos que tú me das son hijos del amor verdadero. ¿Cómo osas decir que no me importan? Tanto Elvira como el próximo retoño que está a punto de nacer serán tan hijos míos como los que me pueda dar la reina. Tú y tus hijos me importáis más de lo que crees.
—Si es así, ¿por qué nos relegas a un segundo plano?
—Conoces tan bien como yo el motivo. Razones de estado me obligan a hacerlo. Si de mí solo dependiera, jamás te habría separado de mi lado.
—Motivo suficiente para que abandone León y regrese a mis feudos. Como te anuncié hace meses, cuando nazca el hijo que llevo en mis entrañas regresaré al Bierzo. Allí está mi hogar de donde nunca debí salir. Parte mañana para el campo de batalla si crees que ése es tu deber. Cuando cruces hoy el umbral de esa puerta, lo harás por última vez. A tu regreso no encontrarás aquí un hogar, sino cuatro paredes desnudas y vacías.
El rey la oprimió contra su pecho.
—No seas tan cruel conmigo. Tus palabras vienen a acongojar aún más mi corazón de lo que ya está por las pérdidas irreparables que sufrimos en Rueda de Jalón. Partiré para esta campaña completamente desolado. Alegra mi espíritu con un rayo de esperanza.
—Mi decisión está tomada. No hay marcha atrás.
—Al menos me comunicarás el nacimiento de nuestro hijo.
—Ya habrá alguien que se cuidará de hacerlo en mi lugar.
—Eres muy despiadada conmigo.
—No tanto como tú conmigo. ¿Te parece bien haberme alejado de palacio como una leprosa, haberme traído a esta casa como una ramera y abandonarme ahora a mi suerte cuando voy a tener un hijo tuyo?
—¿Leprosa tú, que eres Venus encarnada? ¿Ramera tú, que eres más casta que Susana? No digas lo que tú misma no crees. Tampoco puedes culparme de abandonarte, porque, aunque yo no esté aquí, no te faltará la compañía de personas de mi entera confianza que te procurarán todos los cuidados que necesites.
—Te lo agradezco, pero eso no me hará cambiar de propósito.
—Eres muy dura, Jimena. Espero que algún día se ablande tu corazón y seas más condescendiente conmigo. Sabes que no soy libre, que no puedo elegir, pero te obstinas en no querer ver la realidad. Mañana partiré con mis huestes para luchar contra nuestros enemigos y para llevar a cabo nuevas gestas que llenen de gloria a nuestro reino. ¡Qué más quisiera yo que quedarme aquí a tu lado para recibir entre mis brazos y estrechar contra mi pecho al nuevo hijo que me vas a dar! Pero no puedo hacerlo, amor mío —don Alfonso oprimió de nuevo contra su corazón a su amada—. Perdóname por no poder estar a tu lado en ese momento tan crucial y por tener que abandonarte ahora así.
Doña Jimena sollozaba y se estremecía entre los brazos de don Alfonso presa de una gran congoja y de sentimientos contradictorios, de amor y odio a la vez. Comprendía que el rey debía cumplir con su deber, que éste estaba por encima de todo lo demás, pero no podía perdonarle que la dejara en aquel estado y en aquel momento. Su amor de madre y de mujer le obnubilaba todo raciocinio. El hombre que la abrazaba en aquel momento para ella era sólo su amado, su esposo, aunque no estuvieran casados, y no podía entender que tuviera que abandonarla, porque el amor no se atiene a razones. Si se iba de su lado, no volvería a darle su amor.
—Márchate, cruel, pero si te vas has de saber que jamás me volverás a tener a tu lado. Éste será el último día que nos veamos.
Don Alfonso la estrechó aún más contra su pecho.
—No digas eso, amor mío. Sabes que te quiero y que nunca dejaré de quererte. Ahora me voy para no prolongar más nuestro dolor, pero te juro que cuando regrese, lo primero que haga será ir a verte dondequiera que estés. Me voy con el corazón roto en mil pedazos por esta incertidumbre en que me dejas. Me voy, pero te juro que volveré.
Un ósculo de amor selló los labios de doña Jimena antes de que pudiera replicarle. Luego el rey montó sobre su caballo y sin volver la vista atrás se alejó a todo galope.
A la salida de la aurora don Alfonso ya se hallaba a media legua de León camino de la frontera suroriental de su reino. Su afán de expansión y de conquista de la ciudad imperial espoleaba su imaginación y su montura. Unos días más tarde cruzó con sus huestes la sierra de Guadarrama para dirigirse a Magerit, plaza que no tardó en conquistar. A ésta siguieron las de Talavera, Santa Olalla y Escalona por tierras de Toledo. El rey se sentía satisfecho y orgulloso de los logros obtenidos en su campaña, pero en su corazón llevaba clavada una espina que no lo dejaba ser feliz. A orillas del Bernesga había dejado desolada a su amada. Desde su partida no había vuelto a saber nada de ella. Ni si quiera le habían hecho saber si su hijo había nacido vivo o muerto, si era niño o niña, ni el nombre que le habían puesto. Siempre que sus preocupaciones militares se lo permitían, su pensamiento volaba raudo al nido de amor que había dejado al lado del Bernesga, mas eso no era óbice para que se aplacara el dolor que inundaba su corazón. Don Alfonso se sentía triste y afligido.
Quince días después de la partida de Alfonso VI nacía su tercera hija, a la que le pusieron por nombre Teresa, que con el tiempo llegaría a ser la madre del primer rey de Portugal. Doña Jimena no tardó en llevar a cabo su amenaza. En cuanto sus fuerzas se lo permitieron, abandonó León con sus dos hijas para nunca más volver a poner los pies en él. Se refugiaría en el Bierzo donde esperaba pasar el resto de su vida en expiación de sus pecados. Con ella se llevó el fruto de su amor y todo el dolor de su corazón.
23
La batalla de Covadonga el 28 de mayo del año 722 puso el primer hito para la recuperación de la Península Ibérica por parte de la cristiandad hispana. Durante casi dos siglos los descendientes de aquellos «asnos salvajes», como los denominaron los musulmanes, fueron recuperando territorios ocupados por el pueblo invasor, con el fin de recobrar algún día las tierras del Sur perdidas en la batalla de Guadalete. Todos sus esfuerzos se encaminaban a ese fin y así poco a poco se fueron integrando en el reino astur los territorios de la cornisa cantábrica y del macizo galaico hasta llegar incluso a adentrarse por la meseta del Duero. Pero no fue hasta el reinado de Alfonso III el Magno cuando se acuñó el término de Reconquista para designar tan ambicioso plan. Este gran monarca fue el artífice del ingente proyecto nacional que con los siglos terminaría con la invasión árabe y daría origen a la unidad de España. Sus descendientes, los reyes leoneses, pusieron su máximo empeño en llevar a cabo tan loable propósito y no pararon mientes en toda clase de obstáculos con tal de conseguirlo. Las batallas se sucedieron una tras otra para continuar la conquista de nuevas tierras que irían acrecentando poco a poco el reino de León. Así, llegamos al momento histórico en que Alfonso VI conquista la ciudad de Toledo, ciudad que otrora fuera la capital del reino visigodo y que desde tiempos inmemoriales era el objetivo primordial de los reyes asturleoneses.
Desde hacía años Alfonso VI el Bravo había llevado a cabo una estrategia política y militar sobre el reino taifa de Toledo que se podría calificar de acoso y derribo. Formaban parte de este proceso los pactos de no agresión que había firmado con las taifas de Sevilla y Zaragoza, así como la conquista de Coria, que actuaría de freno ante un posible ataque de la taifa de Badajoz. Pero también hay que destacar los enormes avances que Alfonso VI había dado en la conquista de numerosas plazas, como Madrid, Talavera, Santa Olalla, Escalona, y castillos, como los de Canturias y Zorita, a lo largo de la cuenca del Tajo, que le servirían de apoyo para abrir las puertas de la ciudad imperial. La conquista de estas plazas y la consolidación para el reino leonés de toda el área comprendida entre el Duero y el Tajo sería el avance más importante que se había dado en más de un siglo. La escasez de recursos materiales y humanos y la escabrosidad del terreno habían impedido hacerlo antes. Ahora concurrían las circunstancias idóneas para apoderarse de Toledo y de todo lo que éste representaba para moros y cristianos.
A ello contribuyó, por una parte, el desmembramiento del al-Ándalus en una serie de reinos taifas que sólo miraban su engrandecimiento y el enriquecimiento propio en detrimento del conjunto de la España musulmana. Lo que ayudó a debilitarlos cada día más ante unos reinos cristianos cada vez más fuertes. Por otra parte, la primacía del reino de León se imponía día a día no sólo sobre los reinos taifas, sino también sobre los reinos cristianos. No olvidemos que el mismo Alfonso VI se había autoproclamado Emperador de toda España. Pero lo más importante fueron sus uniones conyugales y sus alianzas ultra pirenaicas, junto con las relaciones con la abadía de Cluny y, por mediación de ella, con el papado, que abrieron el reino a Europa y a la ayuda que ésta le podía prestar para lograr sus objetivos nacionales.
La idea de la recuperación de Toledo como cuna de la capitalidad nacional nace ya con Fernando I, que, como sucesor de los distintos reyes asturianos y leoneses, se siente legítimo heredero de esa tradición y con pretensiones de imponer su supremacía sobre los demás reyes cristianos de la Península. Para lograrlo estableció la alianza con Cluny y el sistema de parias con los reyes taifas de la Hispania musulmana. Su hijo, Alfonso VI, consolidó esas aspiraciones para autoproclamarse Emperador de toda España, explotando el sistema de parias y potenciando al máximo las relaciones con Cluny como aval de su política exterior. Todo ello debía tener como colofón la conquista de la ciudad imperial, símbolo de la unidad de España, como lo fuera ya casi cuatro siglos antes para los reyes visigodos.
Los rigores estivales habían dejado paso a unos días más apacibles de mediados de septiembre. Don Alfonso y doña Constanza paseaban plácidamente por los jardines de palacio. Su hija doña Urraca, que a la sazón contaba con poco más de dos años, correteaba por entre los parterres y setos que describían distintas figuras geométricas. El gusto por aquel diseño lo había introducido doña Inés, pero había sido doña Constanza la que lo había consolidado. El jardín palatino constituía un placer para los sentidos, en especial para la vista y el olfato. La variedad de colores y perfumes de sus plantas y flores deleitaban a todos los que tenían la suerte de hollar sus calles perfectamente alineadas y delimitadas.
—¡Ten cuidado, cariño, no te vayas a caer! —le dijo doña Constanza a su hija que correteaba sin cesar vigilada constantemente por la atenta mirada de la niñera, que la seguía a todas partes.
—No te preocupes por la niña —la amonestó cariñosamente don Alfonso—. Ya ves que Ágata está siempre pendiente de ella.
—Lo sé, Alfonso, pero no puedo evitarlo cada vez que la veo correr de esa manera.
—Está en la edad. Si no lo hace ahora, ¿cuándo quieres que lo haga? —don Alfonso atrajo hacia sí a su esposa para depositar un fugaz beso en sus labios—. Vamos a sentarnos en este banco.
Entretanto la pequeña y su niñera se perdían por entre los parterres y setos.
—¿Por qué no nos vamos unos días al monasterio de San Benito ahora que está a punto de comenzar el otoño? —le susurró casi al oído doña Constanza a su esposo.
—En estos momentos no puede ser. Tengo que resolver muchos asuntos de estado que no admiten demora y me llevarán bastante tiempo. Iremos a pasar la Navidad y los meses de invierno.
—Estupendo. Así podremos estrenar mi palacio y seguir todos los oficios divinos por el nuevo rito romano. Supongo que el abad Bernardo no nos defraudará en ese sentido. Aquí, en cambio, hay todavía muchos clérigos que se resisten. Hasta don Pelayo a veces oficia la Eucaristía por el rito antiguo. Deberías darle un toque de atención.
—Ya lo sé, pero no es bueno atosigar tanto. Es mejor tener algo de flexibilidad con ellos para que poco a poco vayan asimilando la nueva liturgia. Así casi sin darse cuenta irá calando en sus costumbres y con el tiempo todo el mundo practicará el rito romano.
La tarde declinaba ya. El sol se había ocultado tras la fronda de un centenario nogal.
—El papa está algo disgustado por la lentitud del cambio, como nos lo ha hecho saber no hace mucho su legado. No deberíamos arriesgarnos a enojarlo de nuevo. Y mi tío también se está cansando de interceder por nosotros ante él. Deberías ser más exigente con los prelados y con el clero.
—Lo intentaré, pero creo que es mejor no forzarlos demasiado. Por lo que respecta a tu tío, podemos estar completamente tranquilos. Los dos mil dinares de oro que le doy cada año abren hasta la puerta más pesada que pueda haber en Roma. No nos defraudará ante el poder espiritual ni ante el poder civil. Espero que con su influencia podamos conseguir los refuerzos bélicos que necesitemos en el futuro.
—¿Para qué vamos a necesitar refuerzos bélicos?
—Para avanzar en la reconquista de España. ¿No creerás que me voy a quedar de brazos cruzados y conformarme con lo conseguido hasta aquí? La idea de conquistar la Península entera para la cristiandad que nació ya en mis lejanos antepasados sigue totalmente en pie, como antorcha viva que alumbra nuestro camino hacia la victoria final. Llevo años diseñando una estrategia para apoderarme del reino de Toledo y no voy a desistir ahora de mi empeño. Tan sólo espero que se presente la oportunidad propicia para llevar a cabo el ataque final. Es sólo cuestión de tiempo.
La tarde iba avanzando. El sol se inclinaba cada vez más. En aquellos momentos apareció correteando y gritando bajo la sombra del nogal la pequeña infanta seguida de cerca por su niñera. Los reyes se entretuvieron unos instantes en contemplarla antes de seguir con su plática.
—¿Y para qué te servirían los refuerzos bélicos que te pudieran enviar desde Francia?
—Me servirían para poner en jaque al rey al-Mutamán de Zaragoza y para frenar el avance de mi primo Sancho Ramírez de Aragón. Mientras yo con la fuerza principal de mis huestes atacara y me hiciera con Toledo, el resto de mis mesnadas reforzado por el contingente borgoñón podrían tomar Zaragoza y ganar para mi causa todo ese reino. ¿Te imaginas el golpe de efecto que esto produciría ante los demás reinos taifas? Sería el principio del fin de su existencia.
—Visto así parece un plan perfecto. Pero, ¿crees que saldrá como lo has planeado?
—Todo depende de la ayuda y el socorro de tu familia. Por lo que a mí respecta, estoy totalmente convencido de que el plan será un éxito. Sisnando Davídiz me lo ha confirmado. Ya sabes que es el mejor consejero que tengo en temas árabes. Él me ha asegurado que un ataque en estos momentos a Yahya al-Qádir sería todo un éxito, dado el estado de debilidad en el que se encuentra ante el resto de reyes taifas y ante sus propios súbditos.
Sisnando Davídiz, también conocido como Amir abd Allah, era un mozárabe de origen judío nacido en Tentúgal. Fue capturado por al-Mutamid y obligado a convertirse al islam. Por su valentía llegó a destacar en los ejércitos musulmanes y a ser muy querido por el rey de Sevilla, que lo nombró embajador ante Fernando I. Con el tiempo se pasó a las líneas cristianas para ponerse a las órdenes de los reyes de León, Fernando I y Alfonso VI, a los que sirvió como mediador con los reyes taifas. Desde 1076 hasta 1080 permaneció en Zaragoza como embajador de Alfonso VI ante aquella taifa. Durante ese tiempo consiguió que el rey al-Muqtadir de Zaragoza firmara un pacto de no asedio a las huestes de don Alfonso, dejando a éste las manos libres para actuar a su antojo en la frontera oriental de su reino. Con ello el rey leonés daba un paso más en su avance hacia la conquista del reino de Toledo y su tan anhelada capital.
El sol declinaba en el lejano horizonte. Don Alfonso y doña Constanza decidieron retirarse. La tierna infanta y su niñera hacía ya algún tiempo que habían abandonado los jardines para recogerse en el interior del palacio. Aunque eran los últimos días del verano, los atardeceres ya comenzaban a refrescar un poco y convenía ponerse a resguardo de aquellos cambios de temperatura si no querían pagarlo con algún resfriado inoportuno.
Como le había prometido a su esposa, el rey don Alfonso tenía la intención de trasladarse con toda su familia al monasterio de San Benito para pasar allí la Navidad y parte del invierno, pero un mes antes recibía la solicitud expresa de Yahya al-Qádir de acudir en su socorro. El rey moro se sentía acosado por sus propios correligionarios los reyes taifas de Sevilla y de Zaragoza y hasta por el mismo Sancho Ramírez de Aragón.
En 1075 se independizó el gobernador moro de Valencia. En 1078 el rey al-Mutamid de Sevilla logró recuperar después de tres años de lucha la ciudad de Córdoba y todas las plazas que le había arrebatado al-Mamún al sur del Guadiana. Con esta victoria había vuelto a poner freno a las aspiraciones expansionistas de la taifa de Toledo por su frontera sur. Por último, el rey al-Mutamán de Zaragoza se hizo con Molina de Aragón y Santaver, desplazando sus fronteras hasta el río Guadiela, en tanto que Sancho Ramírez se adueñaba de la propia ciudad de Cuenca.
Rodeado y aislado por todas partes y con una oposición más que evidente de sus propios súbditos, a Yahya al-Qádir no le quedó otro recurso que el de recurrir al auxilio del rey de León, invocando para ello el acuerdo de amistad y colaboración que había firmado con su abuelo años atrás. Don Alfonso acudiría presuroso a tierras de Toledo para prestar la ayuda que al-Qádir le solicitaba. No tardaría en expulsar a al-Mutamán y a Sancho Ramírez de las plazas que habían usurpado y devolvérselas a su legítimo dueño. Mas tampoco tardaría en percatarse de lo poco que apreciaban a al-Qádir sus propios súbditos y vasallos. Este hecho fue determinante para que rompiera el compromiso que había adquirido con su amigo el rey al-Mamún. Diestro estratega y perspicaz diplomático, Alfonso VI descartaría el ataque frontal a la ciudad imperial para evitar el alto número de víctimas que esto provocaría. Desecharía asimismo el apoyo que le podían proporcionar desde el interior de la ciudad los súbditos descontentos con su rey moro. Como mejor solución, optaría por ponerle sitio hasta que el rey Yahya al-Qádir resolviera entregársela.
Los días eran cada vez más cortos. El sol de mediados de noviembre no conseguía calentar el ambiente gélido que envolvía a la ciudad de León y el entorno que la rodeaba. El viento helado que descendía de las cumbres nevadas del cordal cantábrico potenciaba la sensación de frío que invadía toda la ribera del Esla y del Torío. Aún no se habían desvanecido del todo los vestigios de la última nevada caída la noche de Todos los Santos. En las umbrías se divisaban pequeñas manchas blancas que moteaban el paisaje como piel de vaca pinta. Los habitantes del lugar preferían refugiarse en el interior de sus casas para evitar aquel viento helador. Los reyes conversaban afablemente al amor de la chimenea que caldeaba el gélido ambiente de su palacio.
—Tendremos que quedarnos un día más encerrados en casa —le comentaba don Alfonso a su esposa que se abrigaba lo mejor que podía para guarecerse del frío—. El viento corta como el filo de mi espada.
—Yo no pienso moverme de aquí. ¡Pobres gentes las que tienen que enfrentarse a estos rigores climatológicos!
—Las circunstancias obligan, querida. A veces uno no puede elegir lo que le gustaría hacer.
En ese momento uno de los sirvientes solicitó permiso para hablar.
—Majestad, acaba de llegar un emisario de al-Qádir.
—¿Qué quiere?
—No lo sé, Señor.
—Muy bien. Hazle pasar.
Momentos más tarde se presentaba el mensajero de al-Qádir ante los reyes de León. Después de hacerles una profunda reverencia, se dirigió al rey en los siguientes términos:
—Señor, el rey al-Qádir me manda que solicite vuestra ayuda ante lo que considera una grave invasión de su territorio por parte de al-Mutamán. Mi señor implora el acuerdo de paz y colaboración que firmó vuestra Majestad con su abuelo al-Mamún.
—Recuerdo ese compromiso y en aras a él le ofreceré mi ayuda a tu señor, pero antes quisiera saber qué territorios concretos ha invadido al-Mutamán y qué es exactamente lo que le preocupa a al-Qádir.
—Señor, al-Mutamán ha invadido Molina de Aragón y Santaver, mientras que Sancho Ramírez se ha incautado de la ciudad de Cuenca.
—Muy bien. Puedes decirle a tu señor que me desplazaré inmediatamente con mis huestes a los lugares indicados y que recuperaré para su trono las plazas ocupadas.
El mensajero de al-Qádir se retiró con graves reverencias mostrando al rey su máximo agradecimiento por la promesa hecha. Cuando se quedaron los reyes solos, doña Constanza imploró a su esposo que no la dejara sola en aquellos momentos.
—Pero ¿de veras vas a acudir en auxilio de al-Qádir y me vas a dejar aquí sola otra vez?
—Es mi deber hacerlo. Me comprometí con su abuelo a prestarles ayuda siempre que la necesitaran y no puedo defraudarlos. Un rey tiene que tener palabra de honor y cumplirla en todo momento.
—Como bien dices, el compromiso fue con su abuelo, no con al-Qádir. ¿Por qué te vas a sentir obligado con ese pacto toda tu vida?
Don Alfonso meditó un momento las palabras de su esposa antes de contestar.
—Es cierto que el pacto fue con al-Mamún y su hijo y no con su nieto. En aquel momento ni al-Mamún ni yo mismo podíamos prever que su hijo no llegaría a reinar, que lo haría en su lugar su nieto. La vida a veces nos puede llegar a jugar estas malas pasadas. Mi amigo Yahya pensaba, con razón, que su hijo me sobreviviría. Así que no hicimos extensivo nuestro pacto a más generaciones. Como ahora las circunstancias han cambiado, no me veo obligado a guardar todos los extremos de aquel pacto. Iré al reino de Toledo para recuperar las plazas ocupadas por sus enemigos y después aprovecharé la ocasión para que al-Qádir se rinda ante mí. Creo que son los designios del Altísimo los que han puesto a mi alcance esta gran oportunidad para conquistar la plaza que tantos siglos llevamos anhelando los descendientes de aquellos reyes visigodos. Puede que éste sea el principio del fin de la invasión árabe en España. Recuperaré Toledo y después caerán los demás reinos taifas hasta que toda la Península quede libre de su presencia. Dios nuestro Señor me brinda esta oportunidad para devolver toda esta tierra al seno de la Iglesia. Hágase su voluntad.
Mes y medio más tarde las fuerzas de Alfonso VI habían conquistado de nuevo las plazas de Molina de Aragón, Santaver y Cuenca para el reino de Toledo. Fue a partir de ese momento cuando el rey de León puso en marcha el plan estratégico que tantos años llevaba fraguando para apoderarse de la ciudad imperial. Había llegado la hora de reconquistar la capital de la Hispania visigoda y de restituir su función política y administrativa dentro del territorio nacional. Para ello había que poner en marcha una serie de estratagemas que dieran como resultado final la ocupación de Toledo con el menor derramamiento de sangre posible. Don Alfonso no quería protagonizar grandes batallas en las que se enfrentaran sus huestes con las de al-Qádir, pues esto podía atraer la atención de los demás reyes taifas que se pondrían a la defensiva y podían coaligarse para dar apoyo al rey toledano. Era mejor emplear una táctica de acoso y derribo, pero sin enfrentamientos cuerpo a cuerpo de ambos ejércitos. Alfonso VI, aconsejado por el conde Sisnando, decidió llevar a cabo una serie de razzias en múltiples direcciones por todo el territorio del reino toledano. Ocupó, por un lado, los castillos de Canturias y Zorita para cerrar el paso a los socorros que pudieran llegarle a al-Qádir desde poniente y levante y por otro, desplegó avanzadillas de sus tropas para que se internaran a lo largo y ancho del territorio toledano quemando aldeas y cosechas y sembrando el terror por todas partes. Él en persona con el cuerpo central de su ejército se situó en los alrededores de Toledo. Al mismo tiempo exigió mayores parias e incrementó los impuestos al rey taifa. De esta manera conseguiría la asfixia económica de al-Qádir y sus partidarios y el descontento total del pueblo, que exigiría la salida del rey moro de la ciudad y la entrega de ésta al rey cristiano.
Después de varios meses de cerco y acoso, al-Qádir decidió enviar a Afonso VI varios emisarios con el fin de solicitar permiso para que los reyes taifas le mandaran refuerzos. Pero don Alfonso, que no estaba dispuesto a ceder más ante las súplicas del rey moro, se lo denegó. Ante esta negativa, al-Qádir, que cada día estaba más solo y abandonado, se vio obligado a firmar la capitulación con Alfonso VI para entregarle el trono sin menoscabo de su honor y dignidad.
Hallábase el rey Alfonso en sus reales ataviado con sus mejores galas para recibir al derrotado al-Qádir, que se presentó en el campamento alfonsí con sus incondicionales a las ocho de la mañana de un radiante 6 de mayo del año 1085. Don Alfonso no se hizo esperar. Acompañado por el leal Sisnando, hizo pasar a su tienda al rey derrocado junto a uno de sus consejeros.
—Y bien, amigo al-Qádir, ¿qué es lo que os mueve a visitar mi humilde morada a una hora tan temprana?
—No os burléis de mí, Señor. Sabéis muy bien a lo que he venido. No andemos con rodeos y vayamos al grano. ¿Qué me ofrecéis por dejaros libre la ciudad de Toledo?
El rey don Alfonso le iba a contestar en no muy buenos modales, pero fue frenado por su leal consejero.
—Señor, debéis hacerle una concesión ventajosa a la liberal oferta que os ha hecho. Antes de contestarle, considerad vuestras palabras.
—¿Y qué crees que debo ofrecerle, Sisnando?
—Podríais ofrecerle las tierras de Huete, que siempre han pertenecido a su familia, y el reino de Valencia. Sería una salida honrosa para él y un buen acuerdo para Vos. Pensad que al-Qádir seguirá siendo vuestro vasallo.
—Bien, ¿qué os parece la propuesta de mi consejero, al-Qádir?
—Acepto la oferta por la que os quedaré eternamente agradecido, Señor. Por lo que a mi persona respecta, me veo sobradamente recompensado, pero quisiera también pediros clemencia para mis súbditos, que permanecerán aquí al albur de los gobernantes cristianos.
—¿Decidme qué demandáis para ellos?
—Señor, para ellos pido que se les respeten sus mujeres y sus bienes, que sean libres para permanecer en la ciudad o marcharse a donde quieran, respetándoles sus propiedades y el derecho a recuperarlas si algún día deciden volver a esta ciudad. También pido que se respete su religión y sus costumbres, así como el uso de la mezquita mayor para su culto. Por último, imploro que paguen los mismos tributos que me estaban pagando a mí hasta ahora.
Don Alfonso consultó con Sisnando la petición del rey taifa. Al consejero le parecieron justas las demandas de al-Qádir, por lo que a continuación firmaron la capitulación de la ciudad imperial. Don Alfonso ya hacía cierto tiempo que se titulaba emperador de Toledo con la certeza de que algún día llegaría a conquistarla, pero aquel instante fue tal vez el más importante y de mayor trascendencia de su vida. No sólo él sino muchos de sus antepasados habían soñado con recuperar la ciudad imperial como máximo emblema del reino de León y de la unidad de España. Había llegado por fin el momento de ver cumplido su supremo anhelo. Ahora ya era dueño de la ciudad y del reino de Toledo que añadiría a su ya vasto imperio de León. Las fronteras definitivas del viejo reino pasaban del Duero al Tajo, objetivo perseguido durante más de un siglo. Ahora sí que se podía titular con pleno derecho Imperator totius Hispaniae. ¿Quién le podía negar ese título?
Firmado el acuerdo con al-Qádir, el rey de León le concedió el tiempo suficiente para que pudiera abandonar la ciudad con todas sus posesiones y su séquito. Alfonso VI entró triunfalmente en la anhelada y largamente acariciada ciudad de Toledo el 25 de mayo del año 1085 por la Puerta Antigua de Bisagra. Efemérides que quedará para siempre grabada a fuego en los anales de la Historia de España.
24
Alfonso VI entró triunfante en la ciudad imperial con su cohorte de honor, rodeado de estruendosas fanfarrias que recorrieron las calles de la ciudad durante horas. No se demoró en hacerse cargo de los edificios oficiales y del palacio que hasta aquel momento habían ocupado al-Qádir y sus predecesores. Uno de sus primeros actos fue el de nombrar como gobernador de la ciudad a su consejero Sisnando Davídiz, hombre de su máxima confianza y gran experto en asuntos árabes. Tampoco postergó la designación como gobernador de Valencia a su mano derecha en los campos de batalla, el capitán Álvar Fáñez, que acompañaría al destronado rey taifa en su nuevo destino.
A partir de la toma de Toledo, Alfonso VI comenzó a tratar a los reyes taifas con cierta altanería y desprecio por considerar que ya los tenía sometidos a su poder. En sus planes entraba la conquista de todos los reinos taifas sin mayores dificultades en cuanto se hiciera con el reino central. Con la ocupación de éste y el reino de Valencia vasallo suyo, quedaba cortada toda comunicación entre los reinos taifas del norte y el sur. Su aislamiento y su debilitamiento les haría caer como castillos de naipes. Al menos eso es lo que pensaba don Alfonso, que cada día les haría la vida más difícil a base de incrementar los impuestos y los sacrificios económicos. Su consejero Sisnando no era del mismo parecer y no dudó en hacérselo saber.
—No deberíais despreciar a los magnates árabes, Señor. Ellos son los que mejor conocen la ciudad y su gente. No os cebéis en ellos y sus bienes movido por la avidez y por el afán de poder. No hallaréis gobernantes más dóciles y más sumisos.
—Agradezco tus consejos, Sisnando, pero no me vas a convencer. La única forma de dominar a los árabes sin emplear las armas es su debilitamiento económico hasta límites inauditos. Por eso a partir de ahora incrementaré las parias que me venían pagando con nuevos gravámenes, hasta que la asfixia económica les obligue a depositar sus cetros en mis manos. Cuando las poblaciones sometidas a su poder se vean en la indigencia más absoluta, no dudarán en ponerse en su contra y pasarse a mi bando. La conquista de sus reinos será un simple paseo militar.
—Señor, me gustaría daros la razón, pero mucho me temo que eso no va a suceder tal como decís. No os ensañéis con los reyes taifas, porque son vuestros aliados. Vuelvo a repetiros que no hallaréis gobernadores más obedientes que ellos. Si los ponéis en vuestra contra, no dudarán en pedir ayuda a alguien que los defienda. Dios quiera que esto nunca ocurra, pero si ocurriere, no digáis que nadie os previno. Sed cauto y sensato. Es mejor que los tengáis como amigos que como enemigos.
—Sabios consejos son los que me das, Sisnando, pero no creo que en estos momentos haya nadie que esté dispuesto a venir en su ayuda, máxime sabiendo que tengo de mi parte a más de un príncipe franco, que están dispuestos a venir en mi socorro cuando yo se lo pida.
—No estaría yo tan seguro de eso, Señor, pero sea como Vos decís.
—No dudes que así será, Sisnando, y si no lo fuere, yo seguiré luchando contra esta caterva de infieles hasta expulsarlos de la Península Ibérica. Sin duda, Dios me ha elegido para llevar a cabo esta magna obra que tantos siglos ha que comenzamos. Ha llegado el momento de recuperar todo el solar hispano de los visigodos para la fe cristiana. Pronto se cumplirán ya cuatro siglos de aquella denigrante derrota de Guadalete. Espero que podamos celebrar el cuarto centenario de esa efemérides en una España cristiana y unida. Ahora gobierna esta ciudad con mano dura para que no se desbande. Lo único que concedo es que puedan seguir practicando su religión en las mezquitas que se les han asignado. Nada más. Mañana partiré para el campo de batalla para seguir ganando las plazas que aún se nos resisten. Tengo que asegurar la cuenca alta del Tajo y la del Henares. Queda, pues, con Dios, Sisnando, y que Él te ilumine.
Se acercaba la Navidad. El rey acababa de regresar de sus campañas bélicas por las cuencas del Tajo y del Henares. Sólo deseaba descansar. Pero la reina Constanza, que estaba cansada de descansar, lo que quería era trasladarse al monasterio de San Benito para pasar allí la Navidad y los meses invernales. La monotonía de tanto tiempo en palacio le producía hastío. Quería salir de León para respirar aires nuevos. Además, quería seguir todas las ceremonias litúrgicas de aquellos días por el rito romano, que sólo se lo garantizaban en el monasterio de Sahagún. Motivo más que suficiente para desear celebrar allí fechas tan señaladas.
—Alfonso, ya se está acercando la Navidad. ¿Es que no piensas llevarme a Sahagún este año?
—No me apetece mucho, Constanza. Sabes que acabo de llegar de las campañas bélicas de un año muy ajetreado. Me gustaría dedicar estos meses a descansar nada más.
—Eso lo puedes hacer en Sahagún con mucha más tranquilidad que aquí.
—Preferiría no ir, pero lo haré aunque sólo sea para comunicar personalmente a Bernardo su nombramiento como arzobispo de Toledo.
—¿Vas a proponer a Bernardo como arzobispo de Toledo?
—Ya hace tiempo que lo propuse. Cuando tenía sitiada la ciudad y estaba seguro de que iba a caer en mi poder, envié un mensajero a Gregorio VII con la propuesta que sé que aceptó, pero como falleció el mismo día de la toma de Toledo, no pudo confirmar su nombramiento. Espero que su sucesor no tenga ningún reparo en hacerlo.
—Me alegro por Bernardo. Es un santo varón que se merece eso y mucho más.
—Ya sé que se lo merece y que goza de toda mi confianza. Por eso lo quiero allí, porque es una pieza clave para cristianizar esa zona tan importante que hemos añadido a nuestro reino. Él será el encargado de llevar a cabo la reforma cluniacense y la adopción del rito romano en todo el reino de Toledo, un territorio totalmente mahometizado al que costará muchos esfuerzos volver a atraer al redil de la Iglesia. En él he depositado todas mis esperanzas con el fin de lograr ese cambio sin grandes traumas.
El frío exterior era glacial. La pareja real se había acomodado al lado de la chimenea para recibir más de cerca las carias del fuego.
—Esperemos que tenga más éxito que el que se está obteniendo aquí. Ya sabes que aún hay muchos clérigos que se oponen al nuevo rito y no digamos los fieles, que si de ellos dependiera, no abandonarían el rito hispano en toda su vida.
—Lo sé, Constanza. Sé que hasta mis propias hermanas son reacias al nuevo rito. También sé que muchos monjes y clérigos de nuestro reino se resisten a implantar el rito romano. Hace ya más de dos años que murió don Pedro y el monasterio de San Pedro de Montes sigue inmerso en un confuso cisma del que mucho nos tememos que le costará salir. La semilla que sembró allí Pedro ha arraigado tanto, que pasarán muchos años antes de que se erradique por completo. Aún sigue habiendo demasiada discrepancia entre las dos comunidades a las que es muy difícil poner de acuerdo. También me consta que en Galicia y Portugal todavía son más reacios al nuevo rito, por eso habrá que tener paciencia para que poco a poco éste vaya calando en el espíritu de los fieles.
Una semana más tarde los reyes se hallaban ya en Sahagún. El frío seguía siendo intenso, pues la nieve no sólo coronaba los altos picos de la cordillera Cantábrica, sino que llegaba hasta las montañas más próximas al monasterio gracias a la nevada caída dos semanas antes. La familia real se hospedó en el palacete que doña Constanza había mandado construir al lado del monasterio, a pesar de tener en éste reservadas varias dependencias para su uso exclusivo. La reina se sentía más confortable y más aliviada en su propio palacio.
Al día siguiente los reyes fueron recibidos con todos los honores en la sala capitular del monasterio por la comunidad benedictina en pleno presidida por el abad Bernardo. El rey aprovechó el acto para hacer público el nombramiento de dom Bernardo como arzobispo de Toledo, que ya en privado le había comunicado personalmente el día anterior cuando el abad fue a ofrecerle sus respetos.
—Comunidad facundina que tanto aprecio, tengo el honor de comunicaros que dom Bernardo ha sido designado como nuevo arzobispo de la recién conquistada ciudad imperial —un murmullo general recorrió toda la sala, no sabemos si de aprobación o desacuerdo—. En los próximos meses abandonará esta santa casa para tomar posesión de la cátedra de Toledo, donde esperamos que su sabiduría, su bondad y su humildad logren éxitos tan grandes al menos como los conseguidos hasta aquí —en esta ocasión fue una gran ovación la que interrumpió el discurso del monarca—. Sé que es el mejor adalid que puedo encontrar para llevar a cabo la implantación de la doctrina de Roma en la Iglesia toledana tan imbuida en el rito mozárabe y en la cultura ismaelita. Con él la Iglesia de nuestro reino debe recuperar la primacía que le corresponde en el conjunto de los reinos cristianos de la Península. No será liviano su camino, pero con su bondad y sabiduría logrará salvar todos los obstáculos que encuentre. Por mi parte no escatimaré medios ni recursos para allanarle ese camino. Sólo me resta desearle éxito en su nueva etapa. ¡Que el Señor lo ilumine para que pueda gobernar la Iglesia española con sabiduría y humildad!
—Que así sea —contestó la comunidad a coro. A continuación tomó la palabra dom Bernardo.
—Gracias, Señor, por este nombramiento que me hacéis que no merezco. Desde que puse los pies en vuestro reino, no he hecho más que recibir mercedes por parte de Vuestra Majestad. No tengo palabras para agradeceros tanta bondad y tantas deferencias con mi humilde persona. No soy digno de tantos beneficios. No obstante, intentaré estar, Señor, a la altura de las circunstancias para desempeñar con honor el cargo para el que me habéis designado. Pediré ayuda a Dios nuestro Señor para que me ilumine en los momentos difíciles de mi episcopado. ¡Que Su Sabiduría y la gracia del Espíritu Santo me iluminen siempre y en todo lugar para tomar las decisiones más acertadas para todos los fieles cristianos!
—Que así sea —le contestaron.
Los reyes, después de felicitar efusivamente a Bernardo de Sedirac, se retiraron al palacete real, dejando a la comunidad benedictina inmersa en un besamanos al padre abad para darle la enhorabuena por el nombramiento y desearle toda clase de parabienes en su nueva vida.
Con la bendición de Hugo el Grande, a principios de marzo dejaba Bernardo de Sedirac la vega del Cea para dirigirse con una pequeña comitiva de monjes benedictinos hacia su nuevo destino. Un tenue resplandor de un rosa pálido dibujaba una línea casi imperceptible por el oriente, mientras que el resto del firmamento permanecía aún oscuro y estrellado. El día prometía ser esplendoroso, aunque las temperaturas se mantendrían en la banda baja como correspondía a la época del año. Don Bernardo iba a caballo de una vieja mula. Sus acompañantes caminaban a pie a su lado. Dos acémilas portaban sus escasos enseres, entre los que se hallaban los libros del nuevo rito romano. Les esperaban al menos dos semanas de un largo viaje por los tranquilos caminos y veredas que los llevarían hasta Toledo.
La ciudad del Tajo seguía gobernada por Sisnando Davídiz, que, con su política de paz y concordia, intentaba por todos los medios frenar la fuerte desbandada de los musulmanes hacia otros reinos taifas que había provocado la conquista de Toledo y el exilio de al-Qádir. Pero la llegada masiva de cristianos, que se generalizó con el nombramiento de Bernardo de Sedirac como nuevo arzobispo de la ciudad, tuvo como consecuencia el exilio de casi todos los muslimes con el consiguiente problema del alarmante descenso poblacional, que provocó graves perjuicios a varios sectores de la producción, particularmente al agrícola por la escasez de mano de obra. Para paliar este problema, Alfonso VI ordenó suavizar las medidas y respetar la liturgia hispana para retener al menos a la población mozárabe. Toledo sería la única ciudad de todo el imperio que conservaría varias iglesias en las que se seguiría practicando el rito hispano en vez del romano.
A comienzos de la primavera llegó don Bernardo, liberado ya de su cargo abacial, a la ciudad de Toledo con el grupo de monjes que lo acompañaban. Faltarían todavía algunos meses para que se celebrara su consagración como arzobispo de la recién conquistada ciudad imperial, pero había que realizar los preparativos necesarios para llevar a cabo dicha ceremonia y para cristianizar al máximo la ciudad que tantos siglos llevaba bajo dominio musulmán. Había que convertir la mayor parte de las mezquitas en iglesias cristianas, empezando por la mezquita principal que se transformaría en catedral. Alfonso VI había prometido a al-Qádir respetar esta mezquita para uso exclusivo del islam, pero don Bernardo no estaba de acuerdo con esa idea. La mezquita principal había sido ubicada donde siempre había estado la catedral de los reyes visigodos. Ahora había llegado el momento de restituir ese honor a la nueva catedral de Toledo. Para ello sólo bastaba con convertir la mezquita en iglesia cristiana y dotarla de la suntuosidad que su nuevo culto exigía. Don Bernardo aprovechó el momento para adaptarla también al nuevo rito romano que pensaba implantar en ella desde el primer día. Estos cambios, que los musulmanes interpretaron como una profanación a su templo más emblemático, fueron el detonante que abrió las puertas al gran éxodo de sarracenos hacia otros reinos hermanos.
Pronto empezaron a celebrarse en la mayor parte de las mezquitas de la ciudad las ceremonias litúrgicas cristianas, siguiendo la lex romana a pesar de la escasez de libros litúrgicos y del ajuar sagrado necesario. Don Bernardo tenía prisa por imponer el nuevo rito a sus feligreses. Ese celo por la implantación del nuevo rito molestó en gran medida a los mozárabes toledanos, que no estaban dispuestos a abandonar los ritos y las costumbres que habían venido practicando desde tiempos inmemoriales. El conflicto surgido entre los viejos cristianos de Toledo y los que acababan de llegar con la toma de la ciudad desembocó en la dimisión de Sisnando Davídiz como gobernador de la misma. Él había propuesto una política de concordia y armonía entre ambas culturas, de sana convivencia entre el mundo cristiano y el mundo musulmán, y lo que estaba ocurriendo era todo lo contrario. Los musulmanes abandonaban en masa la ciudad y hasta los propios mozárabes estaban dispuestos a hacerlo. Eso no podía tener buenas consecuencias, como no tardó en darle la razón la cruda realidad.
Alfonso VI, creyéndose ya señor de toda España y que todos los reyes taifas le rendían pleitesía, cercó la ciudad de Zaragoza con el fin de hacerse con ella y con todo su reino lo mismo que había hecho con Toledo. Mas el emir de Sevilla, al-Mutamid, ante esta nueva provocación del rey leonés, solicitó la ayuda de Yusuf ibn Tasufin, emir de los almorávides y señor del Magreb. Éste desembarcó en Algeciras a principios de julio con un ejército de quince mil hombres bien armados. A él se unirían más tarde otros diez mil procedentes de los reinos taifas de Sevilla, Almería, Badajoz y Granada. Todos juntos se enfrentarán a Alfonso VI en Sagrajas al nordeste de Badajoz.
Alfonso VI, al enterarse del desembarco de las tropas almorávides en la Península, abandonó el cerco de Zaragoza para dirigirse con sus tropas al encuentro del ejército de Yusuf. El enfrentamiento se produjo el 23 de octubre del año 1085 en la localidad de Sagrajas. Apenas amanecido, la vanguardia de las tropas cristianas al mando del Álvar Fáñez se lanzaron de improviso sobre las descuidadas tropas musulmanas, provocando la desbandada y el pánico entre ellos y un cierto número de bajas. Rehechas las tropas almorávides de aquel ataque sorpresa, cargaron contra las tropas cristianas provocándoles un gran número de muertos y heridos. Ante la magnitud de los acontecimientos, los guerreros cristianos se dispersaron en todas direcciones dejando a Alfonso VI en una situación muy comprometida auxiliado por sus más fieles seguidores. El propio don Alfonso fue herido en un muslo. Logró salvar su vida gracias a la ayuda de sus más fieles vasallos, que consiguieron arrastrarlo lejos del fragor de la batalla. Fueron muchos los muertos por ambos bandos, aunque la peor parte se la llevaron las huestes cristianas, que vieron diezmadas sus fuerzas en tan aciago día. Yusuf se alzó con la victoria pero no le sirvió de mucho, porque tuvo que regresar al Magreb para asistir al entierro de su primogénito, muerto en la batalla, en tanto que sus tropas no supieron sacarle mayor rédito a la victoria. Tan sólo recuperaron las tierras del sur del Tajo y la plaza fuerte de Uclés, aparte de dejar de pagar las parias los reyes taifas. Ésta fue la primera derrota seria que sufrió Alfonso VI por parte de los sarracenos. Derrota que marcaría un punto de inflexión en su política imperial.
25
Faltaba una semana para la celebración de la Natividad del Señor. Toledo era un hervidero de gentes que se arremolinaban alrededor de la nueva catedral, llenándola por completo, al igual que la plaza aneja y las callejuelas y callejones que la circundaban. Era el día elegido para la consagración de Bernardo de Sedirac como nuevo arzobispo de la diócesis primada de España. Habían transcurrido nueve meses desde su llegada a la ciudad imperial para hacerse cargo de la diócesis. Todo ese tiempo lo había dedicado a preparar la mezquita mayor para albergar la cátedra arzobispal. Fue una decisión que disgustó en gran manera a los musulmanes residentes en la ciudad del Tajo y hasta al propio Alfonso VI, que había dado su palabra a al-Qádir de respetarla como símbolo de su buena voluntad para la convivencia de ambas religiones. Pero don Bernardo y la reina Constanza no estaban de acuerdo. Aquel templo tenía un gran simbolismo para los cristianos, como lo tenía la propia ciudad de Toledo. Había funcionado como la catedral primada de España hasta la invasión árabe y ahora, cuando se había recuperado para los cristianos la emblemática ciudad, también debería recuperarse para el culto católico la que otrora fuera su catedral. Así se lo hizo saber al rey y así lo dispuso para que su consagración se llevara a cabo en ella.
Se acercaban las doce del mediodía. En la mezquita catedral no cabía un alma más. Fuera, la plaza y las callejas adyacentes estaban abarrotadas de gente a pesar del intenso frío que hacía. Los cristianos toledanos y los venidos de otras partes del reino no querían perderse la consagración del primer arzobispo de la ciudad libre. Hacía casi cuatrocientos años que Toledo había quedado sometida al poder árabe. Ahora había llegado el momento de volver a restituirla a la fe cristiana, aunque para ello tuviera que compartir espacio con otras religiones. El propio rey lo había dispuesto así en su afán de tolerancia entre las distintas culturas. Incluso aceptó que varias de las iglesias de la ciudad siguieran practicando el rito hispano para que los mozárabes permanecieran en ella.
Para la gran ceremonia se habían reunido en la ciudad imperial una docena de prelados llegados de las distintas partes del reino. Los había leoneses, castellanos y gallegos. Todos querían estar representados en el acto de consagración del que estaba a punto de convertirse en primado de España. La catedral lucía todas sus galas. Los doce obispos y arzobispos vestían casulla blanca, mitra del mismo color y portaban el báculo en su diestra. Se dirigían al altar de menor a mayor. Cerraba la comitiva el de más alta dignidad, que sería el que presidiría la ceremonia. Los nobles y magnates llenaban el ábside y parte del transepto de la catedral. Los caballeros e hidalgos se distribuían por el resto de las naves mezclados con los pocos representantes del pueblo llano que lograron entrar en el templo. Los reyes presidían el acto desde el palco real situado al lado del Evangelio, lugar reservado exclusivamente para quienes ostentaban tan alta dignidad.
A las doce en punto dio comienzo el oficio de la Santa Eucaristía bajo el más estricto rigor de la lex romana. Oficiados los primeros salmos, hizo acto de presencia don Bernardo en traje de presbítero. Distintos obispos se sucedieron en la lectura de la Epístola y del Evangelio, así como otros salmos y preces, finalizando con el sermón que versaría sobre los deberes y el cargo del episcopado. A continuación dos obispos presentaron a don Bernardo ante el arzobispo decano, quien, siguiendo todos los requisitos marcados por la liturgia romana, lo consagró como nuevo arzobispo de Toledo. Acto seguido el rey le hizo la siguiente donación bajo el altar de Santa María:
—Yo, Alfonso, rey de León, de Castilla, de Galicia y ahora también de Toledo por la gracia de Dios, te doy a ti, Bernardo, arzobispo de esta ciudad, las villas de Brihuega, Almonacid y Buitrago de Lozoya, entre otras, así como las heredades, casas y tiendas que pertenecieron a este templo mientras fue mezquita. Que Dios nuestro Señor te ilumine para que sepas administrar para mayor gloria de la Iglesia todos estos bienes que te otorgamos y para que guíes por la senda del bien y de la virtud a tu nuevo rebaño.
—Que así sea —le contestaron.
Durante el festín que se celebró a continuación de la consagración del nuevo arzobispo, el monarca leonés aprovechó para dejar sentadas las bases de convivencia en la ciudad entre las distintas culturas. A la izquierda del rey se sentó Bernardo de Sedirac y a la derecha de la reina, el conde Sisnando Davídiz. Don Alfonso, que aún permanecía algo convaleciente de la herida que recibiera en la batalla de Sagrajas, comenzó por amonestar benévolamente al arzobispo por haber transgredido alguno de los acuerdos que él había firmado con al-Qádir cuando éste renunció al trono toledano. No quería abrir nuevas heridas, pero no estaba del todo conforme con la actuación del cluniacense.
—Bernardo, no me ha gustado la decisión de convertir la mezquita mayor en catedral —le susurró el rey en un aparte—. Le prometí a al-Qádir que la respetaría para el culto del mahometanismo y me disgusta faltar a mi palabra.
—Lo siento, Majestad, pero yo también la quería para el culto católico. ¿Cómo íbamos a dejar la mezquita más grande y la mejor situada para uso de los ismaelitas? Eso hubiera sido como no reconocer su derrota. El culto cristiano ha de ocupar un lugar preeminente en la ciudad y nada mejor para eso que utilizar la mezquita mayor como catedral. Los sarracenos deben saber que a partir de ahora ocupan un segundo plano aquí.
—No eran ésas mis intenciones cuando firmé el pacto con al-Qádir. Le prometí que los moros serían tratados en un plano de igualdad con los cristianos. Me desagradaría mucho que se quebrantara lo convenido.
—Pues me temo que ya se ha roto, Majestad. Al día de hoy son incontables los mahometanos que han abandonado la ciudad y la perspectiva es que esa tendencia irá a más, sobre todo desde que desembarcaron los almorávides en Algeciras. Nuestra decisión les puede haber servido de acicate para dejar Toledo, pero me temo que lo que más los ha animado a hacerlo ha sido la llegada de sus nuevos correligionarios.
En ese momento tomó la palabra Sisnando, que seguía con gran atención la conversación entre el rey y el arzobispo.
—Señor, ya os advertí que no deberíais ser tan duro con los vencidos. Deberíais haber seguido mi consejo y haberles dado el gobierno de la ciudad. Quizá así podíais haber evitado la invasión de los almorávides, pues éstos fueron llamados por los reyes taifas, en especial por al-Mutamid, precisamente por el pavor que suscitó en ellos la toma de Toledo. Deberíais haber nombrado gobernador a Ibn-Dil-Num, como os propuse, que os hubiera servido con fidelidad y no habría creado ninguna alarma.
—O tal vez sí —le contestó don Bernardo—. Señor conde, os basáis en un futurible cuando hacéis esas afirmaciones. Nadie sabe lo que podría haber ocurrido de haber tomado otra decisión. Sólo estamos seguros de lo sucedido tras los hechos acaecidos. La invasión se ha producido y ahora no podemos dar marcha atrás. Habrá que afrontarla como mejor proceda.
Sisnando Davídiz y Bernardo de Sedirac mantenían profundas discrepancias en el ámbito ético y moral. A pesar de que el conde se había convertido al cristianismo, no dejaba de sentir cierta simpatía por el islamismo y una gran tolerancia hacia las creencias y costumbres de los musulmanes. No en vano había profesado su religión durante años. Eso lo había dotado de una gran capacidad de persuasión entre moros y cristianos, como lo había demostrado en muchas etapas de su vida sobre todo en el condado de Coímbra. En la recién conquistada ciudad de Toledo había intentado por todos los medios conciliar las relaciones entre ambas culturas, pero su misión había fracasado. Y había fracasado principalmente por la llegada de Bernardo de Sedirac con su intransigencia y su integrismo. El arzobispo no sólo estaba en contra de la convivencia con los musulmanes, sino también de la coexistencia con los mozárabes y sus ritos. Precisamente él había sido enviado allí para imponer el rito romano en la ciudad imperial y en todo su reino.
—Cierto, ilustrísima, que nadie sabe lo que podía haber ocurrido de haber seguido otro camino. Ahora ya es tarde para remediarlo. Por mi parte ya hace días que he puesto mi cargo a disposición de Su Majestad por considerar que he fracasado en mi cometido. Quería una ciudad hermanada, abierta a todas las religiones, tolerante para con todos, sin importar que fueran judíos, mahometanos, mozárabes o cristianos, y me encuentro con una ciudad en la que hasta los mozárabes quieren huir por no hallarse cómodos en ella. Desde luego, no es la ciudad con la que yo había soñado.
—¿Qué propones, Sisnando?
—Señor, propongo que mantengáis el rito mozárabe en algunas parroquias de la ciudad. Así frenaréis el éxodo de toda esta población que está dispuesta a abandonar Toledo antes que renunciar a sus ritos y costumbres. Pensad que aquí no se ha conocido otro rito en toda su historia y que éste ha pervivido incluso con la dominación árabe durante todos estos siglos. No sabrían encajar el nuevo rito romano sin que les produjera un trauma difícilmente superable por la mayoría de ellos.
El rito mozárabe estaba arraigado en Toledo desde los primeros tiempos del cristianismo bajo el Imperio romano. Se mantuvo durante la dominación goda enriquecido por las aportaciones de los grandes Padres de la Iglesia española y cristalizó en la ciudad imperial durante la invasión árabe por ser la única ciudad del al-Ándalus con una población mozárabe estable y constante. No podían permitir que ahora, que pasaba a manos cristianas, acabaran con un rito casi milenario. Pero don Bernardo no estaba muy conforme con sus pretensiones.
—Majestad, eso constituiría un gran freno para la implantación y expansión de la lex romana. Vos sabéis que mi nombramiento como arzobispo de esta ciudad es para instaurar e imponer el rito romano. Si ya desde el principio cuento con cortapisas, me será muy difícil cumplir con mis objetivos. Os suplico que reconsideréis la propuesta de Sisnando.
—Bernardo, creo que Sisnando tiene razón, como posiblemente la tuviera cuando me aconsejó que confiara en los ismaelitas. Dispongo que el rito mozárabe se mantenga en seis parroquias de la ciudad, a las que se asignarán todos los cristianos residentes en Toledo antes de su reconquista. El rito romano se practicará en la catedral y en todas aquellas iglesias de nueva creación. Así complaceremos a todo el mundo.
—Bien, Señor, se respetará vuestra voluntad. Pero ahora permitidme que os haga mis observaciones. Me encuentro con una serie de dificultades para la implantación del nuevo rito. Aparte de la adaptación de las distintas mezquitas para el culto cristiano, carezco de lo más elemental para poner en marcha la nueva liturgia. No tengo el ajuar sagrado necesario ni los libros litúrgicos imprescindibles. Tan sólo dispongo de los ejemplares traídos del monasterio de Sahagún, todos indispensables para el uso de la catedral.
—El ajuar sagrado se encargarán de suministrártelo las monjas de los distintos monasterios. Si no hay suficientes monjas, se abrirán nuevos monasterios que proporcionen la mano de obra suficiente. Para la confección de libros litúrgicos sería conveniente crear una escuela de copistas. Te encargarás tú mismo en coordinación con el gobernador de la ciudad para hacerla realidad en poco tiempo.
—Lo haré con mucho gusto, Majestad. Es de suma importancia, aunque también lo es la organización del cabildo catedralicio. He traído conmigo algunos monjes del monasterio de Sahagún que son de mi entera confianza. Mas su número es insuficiente para cubrir todas las necesidades de la catedral. Necesitaría incrementarlo y no sé si hacerlo con clérigos seglares o solicitar más monjes cluniacenses. Para mi gusto preferiría los segundos. He consultado con dom Hugo y me ha aconsejado que me rodee de monjes. Me recomienda que el cabildo se rija por una vida claustral.
—Me parece muy bien, Bernardo. Tienes todo mi beneplácito para hacerlo.
El banquete tocaba a su final. Los comensales comenzaban a disgregarse dejando poco a poco la estancia vacía. Los últimos en retirarse fueron los reyes y el flamante arzobispo que seguía departiendo con Su Majestad sobre los obstáculos y dificultades que a cada paso encontraba en su nuevo camino. Comenzaba oficialmente un extenso mandato para el monje benedictino.
Consagrado arzobispo de Toledo, don Bernardo derogó todas las leyes favorables a los musulmanes que había dado Alfonso VI, como había hecho ya con la mezquita mayor convertida en catedral. Los que antes de la toma de posesión de la ciudad constituían mayoría absoluta se estaban convirtiendo ahora en una minoría casi inapreciable por el gran éxodo hacia otros reinos islamitas. Y es que el nuevo arzobispo no estaba dispuesto a tolerar la presencia de tanto musulmán en su sede primada. Faltaría todavía algún tiempo para que fuera reconocida como tal por Roma, pero para él ya había empezado a funcionar con esa prerrogativa.
26
A comienzos del año 1087 don Alfonso se hallaba en su palacio de Toledo aún convaleciente. La herida del muslo ya se había restañado, pero el rey aún sentía molestias y debilidad en la pierna. Debía ejercitarla diariamente para devolverla a su prístina fortaleza y funcionalidad. Era una suerte que los almorávides le hubieran concedido una tregua, pues en aquellas condiciones físicas poca resistencia les podía ofrecer en el campo de batalla. Había mandado llamar a Rodrigo Díaz de Vivar para nombrarlo capitán de la ciudad. Quería reconciliarse con él después de la derrota de Sagrajas.
—Majestad, Rodrigo Díaz de Vivar espera en la antesala a ser recibido por Vos —anunció el ujier con una gran reverencia.
—Hazle pasar, por favor.
El criado se retiró dejando el camino expedito al capitán.
—Señor, aquí me tenéis a vuestra entera disposición para lo que queráis mandar —Rodrigo hincó una rodilla en el suelo en señal de respeto y acatamiento a su rey—. Os pido perdón por el daño que os haya podido causar.
—Perdonado estás, Rodrigo, y como prueba de ello te nombro desde ahora mismo capitán de esta ciudad. Procura guardarla y defenderla de los posibles ataques de los sarracenos. Ya sabes que ésta es la ciudad más emblemática para nosotros y también lo es para nuestros enemigos, que intentarán por todos los medios recuperarla para sí. Confío en tu valor y lealtad para conservarla siempre de nuestro lado como enseña de nuestro pasado y de la futura unidad de España. No me defraudes otra vez.
—No os defraudaré, Señor, podéis estar seguro. Mi brazo y mis huestes lucharán a partir de hoy a vuestro lado para enaltecer a León y a Castilla y elevar su estandarte a lo más alto del imperio español.
Rodrigo Díaz de Vivar se había desplazado a la ciudad imperial con todas sus huestes para defenderla de un posible ataque de los musulmanes.
—Espero que así sea, Rodrigo. Ahora levántate y estrechemos nuestras manos en señal de reconciliación y lealtad.
El feroz lobo se había revestido con piel de cordero para engañar a su señor. No se sabe muy bien con qué intención pudo hacerlo, pero sus palabras no salían de su corazón como más adelante se demostraría. El rey, en cambio, creyó que su vasallo se había enmendado de verdad y que sus declaraciones eran sinceras.
—Rodrigo, agradezco que vuelvas al seno de mi reino y como prueba de mi buena voluntad no sólo te confío la defensa de esta ciudad, sino que te concedo carta blanca para que te puedas apropiar, en mi nombre, de todos los castillos, ciudades y tierras que conquistares en toda la zona del levante.
—Os doy las gracias, Señor, por todas las mercedes que me hacéis. Podéis quedar tranquilo, que no os defraudaré en la confianza que acabáis de depositar en mí.
—Así lo espero, Rodrigo. Entre ambos podemos llevar a cabo grandes gestas para nuestro reino. A pesar de la invasión de los almorávides, si unimos nuestras fuerzas y la alianza de los demás reinos cristianos, podremos vencer fácilmente al infiel y obligarlo a cruzar el estrecho. Conseguida la conquista de Toledo, el resto de la Península no debería ser más que un paseo militar para nosotros. Tú podrías encargarte de cortar el paso desde el sur tendiendo un puente desde aquí hasta Valencia. Entretanto yo podría intentar la conquista de los reinos taifas andalusíes comenzando por los más occidentales. Para terminar con las taifas de Zaragoza y Lérida contamos con Sancho Ramírez y con el conde Berenguer de Barcelona, además de la ayuda que nos puedan prestar desde los condados occitanos. Si mis planes salen como los he pensado y unimos todas nuestras fuerzas, podremos acabar en pocos meses con la invasión árabe de España.
—Señor, tal como lo planteáis parece casi un juego de niños. Podéis contar con mi entera adhesión y lealtad.
—Que Dios te lo premie si así lo hicieres y si no, que caiga sobre ti su rayo vengador.
Un manto grisáceo y húmedo había ido ascendiendo por el cauce del Tajo desde primeras horas de la mañana hasta envolver la ciudad por entero. El rey oteó el horizonte desde el balcón de su palacio para recogerse de nuevo al calor de la chimenea. El día era demasiado desapacible para salir a dar una vuelta con su caballo.
—Mandáis algo más, Señor.
—Nada más, Rodrigo. Si hiciera buen día, podrías acompañarme a dar un paseo por el campo para ejercitar esta pierna, pero con esta niebla tan húmeda prefiero quedarme en palacio. Otro día será. Puedes retirarte.
Rodrigo Díaz se retiró haciendo una grave reverencia a don Alfonso, no sabemos si de sumisión o de simulación. Su altanería no era proclive a tales muestras de humillación y acatamiento. El rey se quedó solo con sus propios pensamientos. Tal vez seguía fraguando en su imaginación el plan que acababa de esbozar al de Vivar con el que pretendía acabar de una vez por todas con la invasión árabe.
A principios de abril la primavera ya se asomaba por las riberas del Tajo. Don Alfonso contemplaba el panorama desde los jardines de palacio. Su mirada se perdía por la verde fronda que cubría ambas orillas del imponente río. Aquello le recordaba otros momentos, ya lejanos en su pasado, cuando había vivido unos meses en Toledo expatriado de su propio reino. Entonces soñaba con conquistar algún día la ciudad que había sido emblema de muchos de sus antepasados. Ahora ya era suya, pero en el lejano horizonte se cernía una sutil amenaza como negra ave de mal agüero. El rey se sentía preocupado por lo que pudiera ocurrir en el futuro inmediato. Su enfrentamiento con los almorávides en Sagrajas había obtenido un saldo negativo. Allí perdió muchos guerreros valientes y algunos de sus mejores vasallos. Él mismo resultó herido en una pierna que le había hecho permanecer convaleciente durante varios meses, aunque en aquel momento ya se encontraba totalmente restablecido. Debería haberle hecho caso a su amigo y consejero Sisnando. Tal vez hubiera evitado todas esas adversidades y ahora no se vería amenazado por aquellas huestes semisalvajes del norte de África. Pero esa amenaza estaba ahí y tarde o temprano tendría que enfrentarse de nuevo a ella o ella volvería a enfrentarse a él. ¿Qué podía hacer? Don Alfonso reflexionaba sobre este problema mientras extendía su mirada sobre la ribera del Tajo sin verla. Miraba pero su mirada se perdía en el infinito. En más de una ocasión había consultado al abad Hugo sobre el tema. Éste siempre le había aconsejado que solicitara ayuda al papa, pues el problema de los almorávides no era sólo local sino de toda la cristiandad. Don Alfonso pensó que había llegado el momento de poner en práctica los consejos de dom Hugo. Así, pues, decidió solicitar al papa la convocatoria de una cruzada para acabar con la invasión de los sarracenos en España. Con la ayuda de las huestes extranjeras y el plan que había ideado, expulsarían para siempre a los invasores de la Península.
Don Alfonso, después de estas reflexiones, regresó a palacio para escribir sendas cartas, una al papa Víctor III y otra a dom Hugo, abad de Cluny. En ellas les pedía encarecidamente que reunieran cuantas fuerzas pudieran y las enviaran a España para luchar contra los enemigos de la fe católica y para la defensa del reino de Cristo sobre los infieles musulmanes, que amenazaban con volver a dominar toda la Península Ibérica y desde aquí extender su dominio sobre el resto de Europa.
El rey obtuvo respuesta, pero no tan contundente como la que él esperaba. El ejército cruzado, compuesto por soldados provenzales, borgoñones, del Languedoc y de Normandía en número totalmente insuficiente para las pretensiones de Alfonso VI, se limitó sin éxito a poner cerco a Tudela. Mas ésa no era de ningún modo la colaboración con la que el emperador soñaba. El rey de León, de Castilla, de Galicia y de Toledo esperaba un gran ejército de soldados europeos capaz de aplastar al invasor y de borrar su huella de la faz de la Península Ibérica. En cambio, tan sólo había recibido una caricatura. ¿Para eso se había molestado él en enviar tantos miles de dinares a la abadía de Cluny y haber abierto las puertas del reino de León a Europa?
Entretanto, Rodrigo Díaz de Vivar se dirigió a Zaragoza para unirse a Áhmad al-Mustain II y ambos juntos acudir a Valencia en socorro de al-Qádir, protegido de Alfonso VI, que sufría los ataques y el sitio del rey de Lérida, al-Mundir, aliado del conde Berenguer Ramón II de Barcelona, cuya pretensión era apoderarse de la taifa de Valencia. Rodrigo repelió el ataque de al-Mundir, pero éste logró tomar la plaza fortificada de Murviedro, situada al norte de Valencia, desde donde volvió a acosar la ciudad del Turia. Rodrigo regresó a Toledo para pedir refuerzos a su señor que no dudó en prestárselos. Tanta era la confianza que don Alfonso tenía en su capitán.
El rey leonés emprendió una campaña desde Toledo hacia el sur con intención de someter a los reyes de aquellas taifas y cobrarles las parias que le adeudaban. Estaba desilusionado por el escaso apoyo que había recibido de sus aliados ultrapirenaicos, pero no por eso desistió de poner en práctica su plan de reconquista. La sangre le hervía en las venas y no le permitía descansar un instante, consciente del peligro que significaba para sus propósitos la invasión almorávide. Quería apoderarse de todo el sur peninsular antes de que volvieran los temidos guerreros norteafricanos. Más de una vez se había arrepentido de no haber seguido los consejos del prudente Sisnando. Si lo hubiera hecho, tal vez nunca hubieran sufrido los ataques de aquellos desalmados, pero su ambición lo cegó, su menosprecio hacia el enemigo vencido le distorsionó la realidad. En la cúspide de su poder se creyó invencible. Alfonso VI cometió un grave error táctico que pagaría muy caro y que supondría un gran retroceso en la Reconquista española.
En sus correrías por el sur, el rey don Alfonso fijó su objetivo en la conquista de Aledo, que constituía un lugar estratégico para controlar el paso de tropas y víveres desde Andalucía a Valencia y viceversa. Con la caída de Toledo se produjo un gran desconcierto entre los musulmanes que defendían la plaza, circunstancia que aprovecharon las huestes del emperador, al mando de García Jiménez, para apoderarse de tan importante punto. Después de un largo asedio, las tropas cristianas lograron vencer a las musulmanas y hacerse con la plaza. Desde aquel lugar privilegiado realizaron una serie de incursiones por las comarcas de Murcia y Orihuela, sembrando el terror entre sus habitantes y controlando todas las vías de comunicación. La alarma creada en la región sería el detonante para la segunda venida de Yusuf ibn Tasufin.
Después de solicitar los refuerzos al emperador, Rodrigo Díaz regresó a tierras valencianas. Al llegar a Valencia se encontró con la ciudad sitiada por las tropas de Berenguer Ramón II, que se había aliado con el rey de Zaragoza, al-Mustain II. Rodrigo se alió con al-Mundir de Lérida y logró disuadir al conde de Barcelona para que abandonara el sitio sin hacer uso de la fuerza. A partir de ahí comenzó a cobrar para sí las parias que al-Qádir pagaba a Alfonso VI o a Berenguer II. No parece que esta conducta supusiera un gesto de gran lealtad hacia su señor natural, máxime cuando ya no era la primera vez que llevaba a cabo tal felonía
27
Don Alfonso regresó a Toledo después de su campaña militar por el sur de la Península. A su llegada a la ciudad del Tajo fue informado por sus consejeros de la alta traición que el obispo de Iria Flavia, Diego Peláez, había tramado contra él para lograr la independencia del reino de Galicia. También pretendía que la diócesis de Santiago fuera declarada primada de España, a lo que se oponían las de Braga y Toledo.
Parece ser que las discordancias entre don Alfonso y el obispo de Santiago venían ya desde lejos. Fue nombrado obispo de la diócesis de Iria-Santiago poco después del encarcelamiento de don García. Diego Peláez era partidario del príncipe destronado y en lo más recóndito de su corazón guardó siempre un acerbo rencor hacia el responsable de aquel encierro que él consideraba totalmente injusto. El obispo siempre estuvo de parte de la nobleza gallega que se oponía a Alfonso VI. Una buena parte de la nobleza gallega era partidaria del depuesto rey don García. A pesar de que éste había soliviantado los ánimos de muchos de sus súbditos y vasallos, había otros entre éstos que se habían visto beneficiados por el despótico rey. Eran los incondicionales de don García, que jamás aceptaron a don Alfonso como rey de Galicia y lo consideraron un usurpador, si bien el rey leonés actuó como lo había hecho su propio hermano Sancho y como era normal en aquella época. Este movimiento se vio apoyado incluso por algún príncipe extranjero, como es el caso del caudillo normando Guillermo el Conquistador. Las luchas internas por el poder en la Edad Media eran moneda corriente.
—Señor, mientras estabais luchando contra los mahometanos se ha producido una insurrección en Galicia, encabezada por Rodrigo Ovéquiz.
—¿Quién te ha dado esa información, Sisnando?
—El hecho es de dominio público, Majestad. Parece ser que los insurgentes se han refugiado en la zona más septentrional, en las inmediaciones de Ortigueira. También se dice que el obispo Diego Peláez les ha dado su apoyo.
—Partiremos para Galicia sin pérdida de tiempo. Hay que sofocar esa revuelta como sea. Los partidarios de mi hermano no me perdonan que lo depusiera y lo encerrara para el resto de sus días.
Un mes más tarde las tropas de Alfonso VI habían reducido la resistencia de los rebeldes en Ortigueira, tomando como prisioneros a los cabecillas de la misma entre los que se encontraba el obispo Diego Peláez. Poco después el rey convocaba el concilio de Husillos en la abadía del mismo nombre próxima a Palencia.
El lánguido sol no lograba disipar la neblina que se cernía sobre el Carrión aquella gélida mañana de finales de marzo. Al cabo de unas horas el tenue velo gris se desvanecía poco a poco, pero la helada brisa hacía aún más desagradable el ambiente. El rey don Alfonso llegaba a la abadía de Husillos acompañado por su guardia personal. Lo esperaban impacientes todos los obispos y abades congregados para el acontecimiento. Presidieron el acto el legado del papa, cardenal Ricardo, el arzobispo de Toledo, don Bernardo de Sedirac, y el arzobispo de Aix (Provenza). Los mitrados presentes eran los de León, Astorga, Oviedo, Tuy, Mondoñedo, Coímbra, Orense, Burgos, Palencia, Nájera y Pamplona. Como era de esperar, no podía faltar el obispo de Iria Flavia, que asistió al acto sin grilletes pero en calidad de prisionero. También se hallaron presentes los abades de Sahagún, Arlanza, Silos, Oña y Cardeña. Actuó como anfitrión don Pedro Ansúrez, conde de Monzón.
—En el nombre de la Santísima Trinidad, Padre, Hijo y Espíritu Santo. Amén. Majestad, Excelencia, Ilustrísimas, Reverendísimos Padres, como legado de Su Santidad Urbano II, declaro inaugurado este Concilio de Husillos en el que se van a debatir aspectos muy importantes para el gobierno de la Iglesia española y del reino. Trataremos en primer lugar de confirmar la diócesis primada de España. En segundo lugar, restableceremos la diócesis de Osma y sus límites respecto de la de Burgos. Finalmente, decidiremos sobre la delicada situación del arzobispo de Iria, don Diego Peláez. Que el Espíritu Santo nos ilumine a todos para dilucidar la verdad y para que nuestras decisiones sean conforme a derecho. Queda abierto el concilio.
El primero que solicitó la palabra fue Diego Peláez para defender su inocencia y para reivindicar la primacía de la Iglesia española para la diócesis de Iria-Santiago, pero su petición fue denegada por hallarse allí en calidad de prisionero y no como miembro de pleno derecho de la asamblea. En su nombre se pronunció el obispo de Mondoñedo.
—Puedes hablar, Gonzalo —sentenció el cardenal Ricardo.
—Majestad, Señor Legado, Excelencia, Ilustrísimas, Reverendísimos Padres, todos los obispos de Galicia opinamos que la sede primada debería corresponder a la diócesis de Iria-Santiago por ser el punto de encuentro de muchos peregrinos, cuya fama transciende allende nuestras fronteras. Nadie mejor que Santiago podría representar los intereses de una España unida y de una Iglesia sin fisuras. Gracias al magnánimo esfuerzo que ha hecho durante todos estos años Su Majestad el rey don Alfonso para la mejora y seguridad del camino a lo largo de todo su recorrido, hoy son miles de peregrinos extranjeros los que llegan cada año a honrar a nuestro santo patrón. Ellos son los mejores embajadores de nuestra patria y nuestra iglesia en el resto de Europa. Pido, pues, que la diócesis de Iria-Santiago sea la primada de España.
Finalizada su intervención, don Gonzalo Froilaz tomó asiento. Ninguno de los presentes intentó replicarle, tan sólo hicieron algunos comentarios entre ellos. Como nadie se decidía, tomó la palabra el propio don Bernardo.
—Majestad, Señor Legado, Excelencia, Ilustrísimas, Reverendísimos Padres, acabamos de escuchar las palabras de nuestro ilustre colega don Gonzalo Froilaz. Sus argumentos son sólidos, consistentes, no me cabe la menor duda, pero no lo son más que los que puede tener Toledo. Poco después de la caída del Imperio romano Toledo comenzó a perfilarse como la capital de todo el suelo peninsular. Los reyes visigodos no tardaron en erigirla en capital de su reino, que poco a poco se fue incrementando hasta aglutinar en sí a todos los demás territorios de la Península. La Iglesia no quiso ser ajena a este proceso y por ello determinó que la sede primada debía recaer en la diócesis de la capital imperial. Con la invasión árabe, Toledo quedó sometida al imperio mahometano, pero ahora hemos recuperado la ciudad y su territorio para nuestro reino. Por la misma razón debemos recuperar su primacía en el orden jerárquico de la Iglesia. A Toledo le asisten todas las razones históricas para ser la sede primada de España.
Al término de la intervención del arzobispo de Toledo se produjo una gran conmoción entre sus ilustrísimas. Con la excepción de los mitrados gallegos, todos los demás se decantaban por Toledo. Al cabo de unos minutos, el legado papal sometió a votación el tema. El resultado fue aplastante. Toledo venció por mayoría.
—Por diecisiete votos a favor y cuatro en contra queda declarada la archidiócesis de Toledo como primada de España —declaró el Señor Legado—. Ahora pasaremos a considerar el segundo punto.
Don Bernardo de Sedirac había pedido restaurar la antigua diócesis de Osma, suprimida durante la dominación musulmana. El concilio declaró por unanimidad su restauración y aprobó los límites entre ésta y la de Burgos. El arzobispo de Toledo ya tenía designado un candidato para ocupar la nueva plaza. Se trataba de un cluniacense francés, Pedro de Bourges. La nueva sede quedaría bajo la dependencia directa de Toledo.
El tercer punto del orden del día, y quizá el más delicado, era el enjuiciamiento del obispo de Iria, Diego Peláez. El legado papal le dio el uso de la palabra al rey.
—Majestad, tenéis la palabra para presentar los cargos que consideréis oportunos contra la actuación del acusado aquí presente don Diego Peláez, obispo de Iria Flavia.
—Señor Legado, Excelencia, Ilustrísimas, Reverendísimos Padres, se acusa a Diego Peláez del delito de alta traición a mi persona. Ha conspirado para restaurar en su trono a mi hermano don García con la ayuda de Guillermo el Conquistador. Últimamente también ha dado su apoyo a los sediciosos capitaneados por Rodrigo Ovéquiz, cuya rebelión hemos sofocado hace poco en Ortigueira. Por todo ello consideramos que es indigno de seguir ostentando los atributos de obispo que porta y le exigimos que renuncie a ellos sin más dilación.
El legado pontificio invitó al acusado a defenderse.
—Diego Peláez, si tienes algo que manifestar en tu defensa, hazlo ahora y si no, aceptarás la sentencia que pronuncie este concilio contra ti.
—Majestad, Señor Legado, Excelencia, Ilustrísimas, Reverendísimos Padres, acepto todos los cargos que me imputáis, pues en realidad he conspirado para reponer en su trono a nuestro soberano destronado don García, único rey legítimo de Galicia. Asumo la pena que me podáis imponer y como prueba de ello aquí os hago entrega de mi báculo y de mi anillo episcopal.
Los gallegos siempre habían considerado que el destronamiento y posterior prisión de don García habían sido ilegítimos. No aceptaban la decisión de Alfonso VI de encerrarlo en una mazmorra por el resto de sus días y lo hacían responsable de su desgracia. Olvidaban que el que lo había destronado había sido su hermano mayor, Sancho I de Castilla, en su afán de apoderarse de todo el legado de sus padres. Alfonso VI no hizo más que consolidar lo que ya había llevado a cabo su hermano mayor, pero muchos de los nobles gallegos no lo veían así y por eso trataban de deslegitimarlo considerándolo un traidor. Muchos magnates gallegos no admitían que Galicia formara parte, primero, del reino de Asturias y, después, del reino de León desde los comienzos de la Reconquista. Seguían obstinados en prolongar la pervivencia de la provincia Galleciae de los romanos, que nada tenía que ver con la Galicia de la Reconquista.
El obispo confeso fue depuesto de su cargo y enviado a prisión. Don Alfonso aprovechó el momento para proponer como nuevo obispo de Iria Flavia al abad de Cardeña.
28
Durante el verano del 1088 Alfonso VI salió con sus tropas de la ciudad imperial hacia Aledo para sumarse a las de Álvar Fáñez y juntos defender la estratégica fortaleza que dominaba toda la comarca del bajo Gaudalentín y la sierra de Espuña. La segunda venida de los almorávides a la Península todo hacía prever que iban a dirigir un fuerte ataque a aquella fortaleza, por constituir un enclave crucial para el control de las tropas que querían avanzar hacia el levante y el sudeste peninsular.
Don Alfonso envió un emisario a Rodrigo Díaz de Vivar, que se encontraba en Valencia, para ordenarle que fuera a socorrer también con sus huestes el castillo de Aledo, pues todas las fuerzas que pudieran reunir eran pocas para hacer frente al ejército avasallador de los almorávides. El emperador tenía motivos suficientes para considerarlos así por su experiencia en la batalla de Sagrajas.
Las tropas almorávides al mando de Yusuf ibn Tasufin habían desembarcado en Gibraltar. Rápidamente se les unieron las de al-Mutamid de Sevilla y juntos se encaminaron a Málaga donde se les sumaron las de Tammin ibn Buluggin. El temido ejército almorávide con el refuerzo de las fuerzas taifas se dirigió al castillo de Aledo para derrotar las tropas cristianas y reconquistar la plaza, aunque no contaban con la heroica resistencias de los valerosos cristianos al mando de Álvar Fáñez. Yusuf plantó sus reales ante las murallas del castillo. Los ataques eran feroces, pero la resistencia de los defensores de la fortaleza era contumaz. Los emires musulmanes se turnaban para atacar el castillo, mas no lograban hacer mella en él. Sus ocupantes se defendían como leones desde el interior de la fortaleza. En vista de los nulos resultados, la moral de los sitiadores comenzó a agrietarse y no tardaron en aparecer disensiones entre ellos. En ese estado de ánimo hicieron aparición las huestes de don Alfonso, que en poco tiempo lograron desbaratar las tropas musulmanas y romper el cerco que asediaba el castillo de Aledo. Con motivo de la derrota de los musulmanes, el rey leonés restableció el régimen de parias con Zaragoza, Levante y Granada.
Libre la fortaleza de la presencia de los sitiadores, Álvar Fáñez abrió las puertas del castillo de par en par para dar paso a don Alfonso y su séquito. Después de abrazarse afectuosamente, el rey felicitó a su capitán por la férrea defensa que había hecho del castillo.
—Mi más sincera enhorabuena por la tenaz resistencia que habéis ofrecido al enemigo en este emblemático lugar. León y Castilla os estarán eternamente agradecidos.
—Gracias, Majestad —le contestó Álvar Fáñez en nombre de los valientes guerreros—. No hemos hecho más que cumplir con nuestro deber, Señor. Nos enviasteis aquí para defender esta plaza con nuestra vida si fuere necesario y eso es lo que hemos hecho.
El rey abrazó de nuevo a su capitán.
—Gracias, Álvar. Hombres fieles como tú son los que necesito y no traidores como Rodrigo. ¿Dónde se ha escondido ese felón que debería haber llegado aquí antes que yo? Si tuviera que confiar la reconquista de España en hombres como él, tarde la veríamos libre de infieles. No es la primera vez que hace su propia voluntad, pero sí va a ser la última. No puedo soportar por más tiempo sus desplantes y su altanería.
—Señor, puede haberse encontrado con algún ejército enemigo que le haya impedido llegar a tiempo —insinuó Álvar Fáñez tratando de disculpar al Capitán.
—Imposible. Los sarracenos que en estos momentos pueden enfrentarse a nosotros estaban todos aquí. El resto son sufragáneos míos y no se atreven a luchar contra mis ejércitos. En cuanto a Sancho Ramírez y Berenguer Ramón, ninguno de los dos osaría interponerse en su camino. No hay excusa ninguna. Si no está aquí es porque no ha querido.
Nadie osó replicar a don Alfonso. En aquel momento estaba demasiado enojado por el desplante de Rodrigo como para admitir excusas por su aciago comportamiento. Todo el mundo lo entendió así, hasta el propio Álvar Fáñez, que no quiso insistir en disculpar la deplorable conducta del de Vivar por no soliviantar más a su señor. De hecho, nadie de los allí presentes comprendía aquel desplante del caballero castellano ni a ninguno de ellos se le hubiera ocurrido hacer una afrenta semejante a su soberano.
El ejército de Alfonso VI descansó unos días en el castillo de Aledo para reponer fuerzas. Luego regresarían a Toledo sin ningún percance. En la fortaleza se quedó Álvar Fáñez para seguir defendiéndola de posibles ataques musulmanes. A su llegada a la ciudad del Tajo, don Alfonso hizo llamar ante su presencia a Rodrigo Díaz de Vivar. Tenía que satisfacer de inmediato el agravio que le había ocasionado.
El rey se hallaba en el salón principal de su palacio real. Era el que utilizaba para los grandes acontecimientos y las ceremonias más graves. Se había revestido de sus atributos reales y rodeado de sus consejeros y de varios próceres del reino, porque quería dotar al acto de toda la solemnidad posible.
—Que pase el acusado —ordenó don Alfonso.
Rodrigo Díaz compareció ante el rey con cierto aire de altivez y unos modales que no demostraban arrepentimiento por lo que había hecho. Este nuevo gesto de soberbia no pasó desapercibido para los consejeros y grandes dignatarios que asistían al acto. Un sordo murmullo se expandió por todo el salón.
—Rodrigo, nos hemos reunido aquí —comenzó a hablarle don Alfonso en un tono bastante afable— para que nos expliques el motivo por el que no acudiste a la cita en Aledo. Estamos muy dolidos y afrentados por tu ausencia en un momento tan importante como aquél para la defensa de nuestros intereses. Como ves, me acompañan mis consejeros y muchos de los grandes hombres del reino para tratar entre todos de juzgarte lo más ecuánimemente posible y de ser benevolentes si justificas tu proceder.
—Os lo agradezco, Majestad.
—Entonces, ¿puedes decirme por qué has desobedecido mis órdenes y no te has presentado con tus tropas en Aledo como te había ordenado?
—Extravié el camino, Señor.
Un murmullo general cundió por toda la sala. Nadie de los presentes podía dar crédito a lo que oía. ¿Cómo era posible que un hombre tan experto en la zona hubiera errado su ruta? Su respuesta era un gesto más de su altanería. Con ese comportamiento no lograría la indulgencia del rey y de sus acompañantes.
—¿Que extraviaste el camino?—replicó con rabia don Alfonso—. ¿Tú que conoces estas tierras como la palma de la mano me quieres hacer creer que erraste el camino de Aledo? Dame una excusa mejor, porque ésa no puedo aceptarla. Aunque no es necesario que me la des, de sobra sé cuál fue tu pretexto para no acudir en nuestro socorro. Rodrigo, ya te desterré una vez por no acatar mis órdenes y te perdoné por tu valor y por tus grandes dotes de guerrero. Entonces cerré los ojos e hice oídos sordos a cuantos se opusieron a tu perdón. Ha llegado el momento de acabar de una vez para siempre con todas tus insolencias. Saldrás nuevamente de mis reinos para nunca más volver. Esta vez no te voy a perdonar ni te voy a permitir que conserves tus bienes. Se te confiscarán todas tus propiedades y las de tu familia. Abandonarás estas tierras en compañía de tu mujer y de tus hijos. A partir de hoy se te cierran para siempre las puertas de León y de Castilla. Aléjate de mis reinos.
—Que me place, Señor. No sabéis cuán liberado quedo con vuestra decisión. Muchas veces había deseado romper las ligaduras que me ataban a Vos y ahora ha llegado el momento de ver cumplidos mis sueños. Desde ahora mismo seré mi propio señor. Nunca más volveré a supeditarme a las órdenes de nadie y mucho menos a las de Vos, Señor. Partiré hoy mismo de estas tierras a las que no pienso volver si no es para luchar contra Vos. Mandaré inmediatamente aviso a mi mujer y a mis hijos para que vayan a reunirse conmigo allá donde me establezca. Quedaos con vuestro reino, Señor, que yo intentaré ganarme otro para mí y los míos. No necesito nada de Vos.
Después de haber pronunciado estas palabras, abandonó el salón real sin volver la vista atrás.
—¡Qué orgullo lleva encima! —exclamó no sin asombro Sisnando Davídiz.
—Dejémoslo que se vaya en paz —sentenció el rey—. Algún día le tendrá que dar cuentas al Señor de sus actos. Ahora es mejor que se vaya a tierra de moros, que es donde parece encontrarse en su propio elemento. Nosotros seguiremos con nuestra lucha para unificar toda la Península.
—Que así sea —contestó don Bernardo—, pero, ¿no sería mejor que lo encerrarais en las mazmorras en las que se está pudriendo vuestro propio hermano, Señor? Pensad que si lo dejáis libre, os puede causar graves problemas otra vez.
—¿Qué problemas me puede causar, Bernardo?
—No lo sé, Señor. No soy adivino. Pero, para evitar posibles males futuros, yo lo encerraría ahora que aún lo tenemos en nuestras manos. Después será demasiado tarde.
—Tal vez si lo encerrara sería peor, Bernardo. Además, no sabemos si en el futuro nos podrá ayudar todavía en nuestro objetivo, que no es otro que la reconquista de toda España. Dejémoslo ir en paz con sus huestes a donde todos sabemos que irá.
Como pronosticó el rey, Rodrigo Díaz de Vivar se marchó a tierras de Valencia donde consiguió recluir a Berenguer Ramón II en su condado de Barcelona y dejar libres las tierras del Levante por las que el conde luchaba. El espíritu belicista y batallador de Rodrigo hizo que conquistara para sí el reino de Valencia, donde se estableció con su familia como señor independiente de moros y cristianos, pero con sus escasos medios no logró repoblar todo aquel vasto territorio, lo que conllevaría nefastas consecuencias para el conjunto de la Reconquista. El llamado a conquistar y repoblar todo ese territorio del Levante era Berenguer Ramón II, que contaba con los medios suficientes para hacerlo. Pero en su camino se interpuso el altivo Rodrigo Díaz de Vivar. ¿Qué se proponía con este golpe de efecto? ¿Satisfacer su ego personal? ¿Crear un reino propio dentro de la Península con el que erigirse algún día en reino hegemónico, desplazando a los demás reyes cristianos y a su señor natural? ¿O lo hizo simplemente por despecho? Nadie podrá dar una respuesta satisfactoria a todos estos interrogantes, porque lo más probable es que todos ellos formaran parte de su estrategia. Lo que sí podemos afirmar sin temor a equivocarnos es que su irresponsable proceder ocasionó un retraso de más de un siglo en la gloriosa Reconquista nacional, pues su enclave en el levante peninsular no sirvió más que para frenar durante muchos lustros el avance de las tropas cristianas hacia el sur. Toda una gran gesta por su parte desde el punto de vista de la unidad nacional.
29
Grandes acontecimientos se estaban produciendo en el seno de la familia de Alfonso VI el Bravo fuera de las gestas bélicas que llevaba a cabo el rey emperador. Mientras en Galicia se conspiraba para restaurar en el trono a García II, éste iba consumiendo lentamente su vida aherrojado en las profundidades de las mazmorras del castillo de Luna. Ya pronto se cumplirían diecisiete años de su prisión. Aquella prisión que comenzara cuando acudió presuroso a la cita que su hermano Alfonso le brindó, en la ingenua creencia de que le iba a restituir el reino que había heredado de sus padres. Nada más lejos de la realidad. Don Alfonso en ningún momento pensó en desunir lo que había unido su hermano mayor y que tan caro le había costado a éste.
La última vez que don García vio la luz del sol fue un día de primavera del año 1073. A pesar de que el astro rey brillaba en lo alto del cielo, el día era frío y desapacible. De las blancas cumbres de la Cordillera Cantábrica descendía un viento helador por el valle del Luna que penetraba hasta la médula de los huesos. El prisionero cargado con las pesadas cadenas elevó por última vez sus ojos al cielo para dejar grabado en su mente el intenso azul que no volvería a ver nunca más. Luego dirigió su mirada a las cumbres más altas del cordal para despedirse de ellas. Se hallaba a las puertas del paraíso que llevaban disfrutando sus antepasados desde hacía más de un siglo, pero que él no iba a gozar jamás. A sus pies se hallaban las lóbregas mazmorras en las que no tardarían en sepultarlo en vida y de las que ya no volvería a salir nunca más para respirar el aire puro de aquellas impolutas montañas.
Ninguno de sus hermanos se dignó visitarlo en todos aquellos años. El prisionero sólo recibía la visita de su carcelero dos veces al día. Durante aquellos largos años de encierro tuvo mucho tiempo para reflexionar. Se preguntó una y mil veces si merecía la pena haber nacido. También se preguntó si no habría sido mucho más feliz de haber nacido en un humilde hogar. ¿De qué le había servido ser hijo de los reyes cristianos más poderosos de su tiempo en la Península Ibérica? En aquellos largos y tediosos años no dejó de maldecir mil y una vez la desventurada idea que su padre tuvo de dividir el reino entre los tres hijos varones. Si no lo hubiera hecho, si hubiera dejado todo su legado al mayor, a Sancho, tal vez él no se habría visto obligado a pasar todos esos años encerrado en una mazmorra, como una alimaña de la que todos se quieren alejar y de la que nadie se acuerda. Pero el mal ya estaba hecho y a él le había tocado la peor parte: vivir sepultado los diecisiete últimos años de su vida. ¿Qué delito había cometido? Sólo el de nacer en el seno de una familia real, la familia real más poderosa de la Hispania cristiana de su tiempo.
Llevaba ya meses con la salud muy quebrantada. Una tos preocupante y nada halagüeña salía constantemente de las profundidades de su pecho. Con el paso del tiempo ésta comenzó a acompañarse de esputos purulentos. Su cuerpo se demacraba de día en día. El frío invierno vino a agravar aún más si cabe el estado del enfermo. Desde finales de enero la tos se hizo cavernosa y los esputos se volvieron sanguinolentos. Los últimos días de su existencia parecía más un muerto viviente que un ser humano. Su cadavérico aspecto infundía lástima y terror al mismo tiempo, hasta que el 22 de marzo del año 1090 entregó por fin su alma al Señor. En su testamento dejó escrito que quería que lo enterraran aherrojado con las cadenas que había portado los diecisiete últimos años de su vida.
A los funerales del infortunado exrey asistieron sus dos hermanas, doña Urraca y doña Elvira. Cuando doña Elvira se enteró del fallecimiento de su hermano don García, realizó las gestiones necesarias para que sus restos mortales fueran trasladados al panteón familiar de San Isidoro. Sus huesos no podían pudrirse en el mismo lugar donde se había ido pudriendo poco a poco su cuerpo en vida. Era hijo de los reyes de León, además de haber sido rey, por lo que sus restos debían descansar junto a los de los demás miembros reales.
Casi un mes más tarde de su fallecimiento llegaban los restos mortales de don García a León. Doña Urraca y doña Elvira se hallaban en el palacio real donde habían llevado el féretro del finado para rendirle el último homenaje. Don Alfonso prefirió permanecer en su sede toledana. Declinó su asistencia al funeral de su hermano menor con el que no quiso mantener relaciones ni en vida ni después de muerto.
—¿Estás segura que ya lo tienen todo preparado en el panteón para el entierro? —le preguntó doña Elvira a su hermana, ambas vestidas de riguroso luto.
—Claro que lo estoy, Elvira. Me he cuidado durante toda esta semana de rematar los últimos detalles.
—Ya sabes que el pobrecito pidió que lo enterraran con las cadenas que lo tuvieron atado durante todos estos años. ¡Cuánto debió de sufrir!
—Lo sé, hermana, pero no íbamos a permitir tamaño dislate. He hecho que las esculpan en la tapa de su sarcófago. De esa manera le resultarán más leves y no serán un lastre en su eterno descanso.
—Mejor. Así podrá presentarse ante el Señor más ligero de equipaje. ¡Que Dios lo tenga en su gloria después de su largo peregrinar por este valle de lágrimas!
—Que así sea.
Las dos hermanas se prepararon para seguir el féretro que estaba a punto de ser conducido al Panteón Real. Aun sin quererlo, se les escaparon dos lágrimas furtivas por sus macilentas mejillas. Al fin y al cabo llevaba su misma sangre.
Era una fresca mañana del mes de abril. Las calles de León estaban completamente empapadas a causa de la intensa lluvia caída durante la noche. Varias nubes blanquecinas decoraban aquí y allá el intenso azul del cielo. Los átomos solares resplandecían con esplendor a través de la límpida atmósfera. Las golondrinas describían mil itinerarios sobre la ciudad. Media docena de blancas palomas sobrevolaron por encima de las cabezas del cortejo fúnebre, mientras una pega graznaba en lo alto de un tejado. Las dos infantas, de riguroso negro, marchaban inmediatamente detrás del féretro de su hermano. La comitiva llegó a la plaza de San Isidoro. Los porteadores depositaron el féretro ante la Puerta del Cordero para que el obispo pronunciara las primeras plegarias antes de introducirlo en su interior, donde celebrarían una Misa de réquiem por el ilustre finado.
Las obras de la colegiata seguían avanzando, pero a un ritmo demasiado lento para los deseos de doña Urraca. Ni con el impulso dado por el maestro de obras llevado desde Santiago conseguía que la reforma del templo progresara al ritmo que ella quería. Ya hacía tiempo que había dejado de luchar por ver la obra terminada antes de su muerte. La realidad era más tozuda que sus anhelos. A pesar del lento ritmo, ya habían erigido los lienzos de los tres ábsides, del transepto y de toda la fachada meridional hasta la altura de las ventanas. Poco a poco el nuevo templo iba tomando forma.
—Cada vez que visito León veo el nuevo avance de las obras —le comentó doña Elvira con un susurro de voz a su hermana—. A ver si tenemos suerte de verlas terminadas algún día.
—No lo sueñes, querida hermana. Los trabajos no se desarrollan tan de prisa como yo hubiera deseado.
Las dos hermanas guardaron silencio, porque en aquel momento don Pedro pronunciaba las primeras preces. A continuación introdujeron el féretro en el interior de la basílica para celebrar la Santa Eucaristía por el eterno descanso del alma de don García. Todo el cortejo fúnebre entró en el interior del templo en el más absoluto silencio. Finalizado el acto religioso, trasladaron los restos mortales del difunto al panteón familiar, situado a los pies de la iglesia, en el ala oeste, donde ya los estaba esperando el sarcófago abierto. Después de introducir el féretro en el mismo, lo sellaron con la pesada cubierta de piedra en la que habían esculpido las cadenas por orden de doña Urraca. Las infantas recibieron con gran estoicismo el pésame de todos los presentes al lado del sarcófago. Cuando se quedaron las dos solas, doña Elvira no pudo callar por más tiempo lo que llevaba encerrado en su corazón desde que entró en el Panteón Real.
—Pero ¿qué maravilla es ésta, Urraca? ¡No me lo puedo creer!
La parte arquitectónica del Panteón Real estaba ya finalizada. Doña Urraca había ordenado cubrir la especie de atrio que los reyes don Fernando y doña Sancha habían destinado a panteón familiar. El resultado no podía ser más sorprendente.
—¿Te gusta, Elvira?
—¿Que si me gusta? Esto es una preciosidad. ¡Si lo hubieran visto así nuestros padres!
—Pues esto no es nada para lo que va a ser.
—¿Aún piensas hacer más cosas en él?
—Falta pintar las bóvedas. Esto ya no lo veremos nosotras, porque antes tienen que acabar toda la iglesia y como ves aún tienen para rato. Pero yo tengo el proyecto de cómo va a quedar. Cuando esté todo acabado, entonces sí que será una verdadera preciosidad.
—¿Y no me puedes adelantar algo?
—Claro, pero primero vamos a ver la parte arquitectónica, que ésta sí que ya está casi terminada, salvo algunos pequeños detalles que irán acabando poco a poco.
Las dos infantas se situaron en el centro del panteón, un cuadrado de ocho metros de lado dividido en tres naves por dos robustas columnas exentas. El techo lo forman seis bóvedas entrelazadas por arcos fajones y formeros, que se apoyan en cuatro gruesos pilares reforzados por columnas. En los muros se enlazan entre sí con arcos ciegos y columnas adosadas. Observando el conjunto desde el centro, no podía ser más fascinante. Doña Elvira se quedó un largo espacio de tiempo absorta en la contemplación de tanta belleza. La mayor parte de los capiteles estaban esculpidos con bellas imágenes bíblicas, como el sacrificio de Isaac, Balaam sobre el asno, Daniel en el foso de los leones o Moisés con las Tablas de la Ley. También los había de carácter más simbólico, como los grifos bebiendo de la crátera, la mujer con las serpientes en los senos, el hombre que combate con un felino, las luchas entre animales. Los hay con roleos, con hojas de acanto, palmetas, bolas, incluso de inspiración pagana. Los ábacos también son de formas y hechuras tan dispares como los propios capiteles, desde los más sencillos hasta los más afiligranados, como los decorados con palmetas, los ajedrezados, con bolas, en fin con formas tan variadas como la imaginación de los artistas les dio a entender.
—Todo esto es maravilloso —se atrevió a decir doña Elvira después de su prolongada contemplación— y muy instructivo para la gente sencilla y devota. Pero observo que hay algunos capiteles adosados a los muros que todavía no están labrados.
—Efectivamente, la premura por cubrir el techo del panteón obligó a colocar esos capiteles sin esculpir. Forman parte de los pequeños detalles que ya te advertí que aún no estaban acabados. Los está esculpiendo poco a poco uno de los oficiales canteros.
—El conjunto es una maravilla, pero no me puedo hacer a la idea de cómo quedará cuando esté totalmente acabado, con las pinturas incluidas que dices que va a llevar el techo abovedado.
—Nosotras ya no lo podremos ver, Elvira. Vamos a sentarnos en este poyo que tienen aquí los canteros y te lo contaré con más calma.
Las dos hermanas tomaron asiento en un pequeño banco de piedra que tenían allí los operarios para darse algún pequeño descanso o para apoyar en él los bloques de piedra que iban a labrar.
—Cuéntame, Urraca, cómo van a decorar el techo.
—Después de construir estas bóvedas tan bonitas y de colocar todo el tejado, le pedí al maestro de obras que me hiciera un croquis de la decoración que iba a llevar el techo. Yo le había insistido que labraran las bóvedas al estilo de los capiteles, pero él me dijo que eso suponía mucho tiempo y que retrasaría el cierre de la cubierta varios años. Me propuso entonces que era mejor pintarlas, pues eso se podía hacer con calma y tranquilidad una vez cubierto el panteón y cuando los demás trabajos no apremiaran. Así, pues, hace algo más de un año me presentó el croquis de las pinturas para que yo le diera el visto bueno. Me ha prometido que se respetará mi voluntad a la hora de ejecutar el trabajo. Lo que nunca llegaremos a saber es cómo quedarán en realidad, porque eso depende del artista que lleve a cabo la obra. Pero los temas sí que serán los que yo he aprobado.
—¿Y qué temas son esos, Urraca, que me tienes en ascuas?
—Pues mira, las distintas bóvedas que conforman el techo se decorarán con dibujos en rojo, amarillo, distintas tonalidades de grises y negro para las epigrafías, todo ello sobre el fondo blanco que ahora ves. La bóveda del centro del panteón representará el Pantocrátor. Como todo Pantocrátor, irá enmarcado en un óvalo. Estará en posición sedente, su cabeza estará rodeada por un nimbo con el símbolo de la cruz, en su mano izquierda portará los Evangelios, mientras que con la diestra bendecirá a toda la Humanidad. Sus pies reposarán sobre un arco que representará la Tierra. Las cuatro esquinas estarán flanquedas por los cuatro evangelistas, con cuerpos de hombre y cabeza cada uno de ellos con el símbolo que lo representa.
—Quedará muy bien. ¡Lástima que no lo podamos ver!
—Otro espacio irá dedicado a la matanza de los Inocentes. En él figurarán Herodes y varios soldados ejecutando su orden. En otro se representará la anunciación a los pastores del nacimiento de nuestro Señor. Allí figurará una escena campestre con varios grupos de animales y los pastores a los que el ángel les anunciará la buena nueva. También se representará la Crucifixión de Cristo y otros pasajes del Antiguo y Nuevo Testamento, como santos y personajes bíblicos. Además de todas esas escenas sagradas, se representarán asimismo los signos del Zodíaco y un calendario con las distintas actividades agrícolas que se realizan a lo largo del año. Todo el conjunto, aparte de su extraordinaria belleza, será muy ilustrativo para las gentes sencillas que se acerquen a contemplarlo.
—Maravilloso, será realmente maravilloso. Me estoy haciendo una vaga idea de cómo será, pero lo que daría por poder contemplarlo en estos momentos. ¡Lástima que hayan pospuesto su ejecución para tiempos venideros!
—Sí, es una lástima. Yo también hubiera querido verlo antes de morir, pero no va a ser posible. Ahora, querida hermana, vamos a rezar una última oración por el terno descanso de nuestros padres y hermano antes de abandonar la estancia.
Con este último acto dieron por finalizadas las honras fúnebres por don García, cuyos restos permanecerían en aquel sagrado lugar por los siglos de los siglos.
Otro de los acontecimientos importantes que por esta época vino a conmocionar la Casa Real leonesa fue el matrimonio, o el concierto de matrimonio, entre la infanta doña Urraca, primogénita legítima de don Alfonso, que a la sazón contaba con unos nueve años, y el conde Raimundo de Borgoña. Con motivo de la muerte de su tío don García, doña Urraca se convirtió en la heredera legítima del reino de León al no haber ningún otro heredero directo entre ella y su padre el rey Alfonso VI. Esto era motivo suficiente para que contrajera matrimonio con alguien que pudiera estar a su altura. Y quien mejor para ello que don Raimundo de Borgoña, hijo del conde Guillermo I y de Estefanía de Borgoña y sobrino de la propia reina consorte doña Constanza.
Día radiante de mayo en todo su esplendor primaveral. El sol ya dejaba sentir los cercanos rigores estivales. Los jardines reales eran toda una explosión de luz y color. Rosas, claveles, margaritas, campánulas, alhelíes y un sinnúmero de plantas y flores que deleitaban los sentidos se extendían por doquier. Don Alfonso y doña Constanza paseaban por aquel edén absortos en animada conversación.
—Ahora que ha fallecido tu hermano deberías legitimar la sucesión al trono de nuestra hija Urraca. Estas cosas no pueden dejarse al azar.
—Lo sé, Constanza, y me duele tener que hacerlo. Ya sabes que siempre he deseado un heredero varón, pero Dios no me lo ha querido dar. Me gustaría que aún pudieras concederme este deseo.
—Ya sabes que lo he intentado muchas veces, pero el Señor sólo ha permitido que viva Urraca. Ahora ya es muy tarde para albergar nuevas esperanzas. Así, pues, no te demores en proclamar su sucesión al trono. ¿Te imaginas por un momento, Dios no lo quiera, qué pasaría si fallecieras antes de hacerlo?
—No me demoraré, pero antes deberíamos buscarle un esposo que sea merecedor de ella. Un rey consorte que pueda llevar dignamente sobre su frente el oneroso peso de tan magna corona.
Un jilguero desgranaba sus notas al viento posado en una jara florida.
—¿Crees que nuestra hija no será digna de portar esa corona?
—No es cuestión de que yo lo crea o lo deje de creer. Es que la tradición y el Fuero Juzgo dicen que la corona ha de pasar de varón a varón. Ése es el problema. El caso más reciente lo podemos ver en mis propios padres. La heredera de la corona de León fue mi madre y en cambio quien ostentó el título fue mi padre.
—Que yo sepa, lo ostentaron los dos y si me apuras un poco, la que reinó fue tu madre, aunque tu padre diera la cara.
—En eso tienes razón. Mi madre estuvo casi siempre al frente de los problemas más importantes del reino. Pero no todas las mujeres tienen la fuerza de carácter que tenía mi madre.
—¿Y por qué no la puede tener también tu hija? Al fin y al cabo es su nieta y lleva su misma sangre.
—Pudiera ser, pero nuestra hija es aún una niña y no podemos adivinar cómo será de mayor. Por eso hay que buscarle un marido que sea digno de ella.
El jilguero levantó el vuelo cuando vio aproximarse a la pareja real.
—Bien, ¿en quién has pensado?
—No lo he pensado todavía, aunque un buen candidato podría ser Raimundo. Es joven, noble, valiente y un buen guerrero. No me importaría tenerlo por yerno. Podría ser un digno rey de León.
—Pues si tú has pensado en él, no seré yo quien se oponga.
Raimundo de Borgoña había llegado al reino de León con las tropas que formaban parte de la exigua cruzada enviada por los condes transpirenaicos ante la solicitud que Alfonso VI les hizo después de la batalla de Sagrajas para luchar contra los almorávides.
—No se hable más. Concertaremos la boda de Raimundo y Urraca que podemos fijar para este mismo año, aunque los esponsales reales no se lleven a cabo hasta la mayoría de edad de la niña. Es lo mismo que me ocurrió a mi con Inés, tu predecesora.
—Queda concertada su unión matrimonial. Y ahora me gustaría proponerte algo para nosotros dos.
—¿A qué te refieres?
—Me gustaría ir a pasar los meses más calurosos del verano al monasterio de Sahagún. ¡Aquí son tan sofocantes...!
—Lo siento, querida. Yo tengo que partir inmediatamente para tierras del al-Ándalus. Acaba de desembarcar en Algeciras otra vez Yusuf. Debo correr con mis huestes a las fronteras de los reinos taifas para defender nuestro reino de los ataques de ese fiero infiel. Pero si quieres puedes ir tú a pasar el verano en el clima más benigno de la vega del Cea, en nuestro dilecto monasterio de Sahagún.
—Si tú no vas me sentiré muy triste sabiéndote en el campo de batalla con peligro de perder tu vida.
—No puedo hacer otra cosa, Constanza. El deber me llama. Si no fuera a defender mi reino, ¿qué ejemplo les daría a mis vasallos y mis guerreros? Tú puedes elegir el lugar que te plazca, pues tan sola vas a estar aquí como en León.
—Tienes razón, Alfonso. Me iré en cuanto tú te vayas.
El sol ya se había elevado bastante sobre la bóveda celeste, lo que obligó a la egregia pareja a abandonar los jardines reales para huir de sus rigores. El Tajo discurría majestuoso a los pies de la ciudad imperial.
Con este enlace Alfonso VI daría un nuevo impulso para estrechar sus lazos familiares con las principales casas de los condados galos y reforzaría aún más si cabe la apertura de su reino a los nuevos aires que venían de Europa. Apertura que ya iniciara su padre Fernando I de León en los últimos años de su reinado.
30
Yusuf ibn Tasufin regresó por tercera vez a la Península Ibérica con el propósito de acabar con los reyes taifas y erigirse en el único emir de todo el al-Ándalus. Aconsejado por los líderes religiosos islamitas y apoyado por el pueblo llano, desembarcó en el puerto de Algeciras en junio del 1090. Sus primeros pasos lo condujeron a Málaga, donde derrotó a su reyezuelo de la dinastía zirí, y luego a Granada, haciendo lo mismo con Abd'Allah ben Buluggin ben Badis. Al ver el cariz que tomaban los acontecimientos, Abu Nasr Al'Fath al-Ma'mun, gobernador de Córdoba, decidió poner a salvo a su esposa y a toda su familia enviándolos al castillo de Almodóvar del Río bajo la protección de setenta guerreros.
—Zaida, tendrás que abandonar la ciudad y ponerte a salvo en un lugar seguro con nuestros hijos y el resto de nuestra familia —le dijo con gran pesar al-Ma'mun a su esposa.
—¿Por qué me pides eso, amor mío?
—Porque las tropas de Yusuf ya han dejado Granada y se encaminan hacia aquí. No tardarán en cercar nuestra ciudad y atacarnos como han hecho con Málaga y Granada. Por Allah, no quisiera que te hallaras aquí entonces. Así que recogerás todos los enseres que creas necesarios y te irás lo antes posible a refugiarte al castillo de Almodóvar. Dispondré que te acompañen unos cuantos de mis mejores guerreros para que te den protección.
—¿No fue tu propio padre quien le pidió su ayuda?
—Sí, pero parece ser que ahora Yusuf ha cambiado de opinión. Pretende derrocar a todos los reyes taifas para proclamarse emir del al-Ándalus.
—No te dejaré solo en este momento tan difícil. Si tú mueres, yo también quiero morir contigo.
—No, amor mío. No consentiré que hagas ese sacrificio por mí. Te marcharás ahora mismo para el castillo de Almodóvar como te he ordenado y allí intentarás salvar tu vida. Yo me quedaré aquí para hacer frente a ese desalmado. Si salgo vencedor de la contienda, iré a reunirme contigo al castillo de Almodóvar. Ahora vete, pues el tiempo corre en nuestra contra. Las tropas de ese ingrato se acercan a nuestra ciudad.
Zaida había nacido en el seno de una familia omeya en el año 1063. Era muy hermosa y fue educada primorosamente por su madre. Se casó con el hijo de al-Mutamid, Abu Nasr Al'Fath al-Ma'mun, gobernador de Córdoba.
Al-Mutamid solicitó ayuda a Alfonso VI, de quien volvía a ser tributario, para que lo defendiera de la insaciable sed conquistadora de Yusuf. Las huestes cristianas, al mando de Álvar Fáñez, se enfrentaron a las tropas almorávides en las inmediaciones de Almodóvar del Río. El enfrentamiento fue cruento para ambos bandos, aunque la peor parte se la llevaron las tropas de Álvar Fáñez, que tuvieron que retroceder hacia tierras castellanas para evitar la derrota total.
Durante la contienda Zaida permanecía en vilo escondida en el castillo de Almodóvar, donde los setenta guerreros que la custodiaban estaban dispuestos a derramar hasta la última gota de su sangre por defender su preciada vida. La bella mora vivía en un mar de incertidumbres. No sabía si dirigirse a la corte de su suegro o pedir ayuda a las tropas del rey de León. Al final optó por esto último, porque en la corte de Alfonso VI tenía más probabilidades de salvar su vida que en la de al-Mutamid. Los soldados de Yusuf ya se acercaban al castillo con intenciones de cercarlo y asediarlo. Ése fue el instante que Zaida eligió para partir a todo galope a lomos de su caballo, escoltada por una docena de sus mejores hombres, al encuentro de las tropas cristianas que se hallaban en la margen derecha del Guadalquivir. Álvar Fáñez al verla salió a su encuentro evitando que los almorávides que la perseguían la detuvieran o la asesinaran. Poco después la bella Zaida se hallaba a salvo en medio de las tropas cristianas, que a todo galope abandonaron el lugar para regresar a Toledo. Las bajas que habían sufrido en su encuentro con los almorávides eran tantas, que no podían seguir haciéndoles frente. Así fue cómo llegó la princesa Zaida a la ciudad imperial.
Nada más poner los pies en el palacio real la princesa mora, el rey Alfonso VI se quedó prendado de su encanto. Nunca había visto beldad como aquélla. Aparte de su exquisita educación, derramaba belleza por todas partes. Ojos negros como el azabache, cabello a juego con sus ojos, frente de marfil, labios de coral, diminutas perlas en su boca, cuello de alabastro, cuerpo bien proporcionado y moldeado. El rey se quedó anonadado al verla. Más de una vez había oído hablar de su extraordinaria hermosura, pero nunca se había imaginado que pudiera ser tanta. ¿Cómo era posible que en este mundo hubiera un dechado de perfección como aquél? Don Alfonso, que casi le doblaba la edad, se enamoró inmediatamente de ella a pesar de que todavía amaba a su esposa la reina doña Constanza. El corazón del monarca, tan enamoradizo, volvió a romperse en mil pedazos ante la disyuntiva que se le planteaba. ¿Con cuál de las dos se quedaba, con la esposa legal o con la bella Zaida? De nuevo se le reproducía el dilema que ya viviera con doña Jimena Muñiz. Tendría que optar otra vez por la diplomacia para evitar las habladurías a las que podía dar lugar o, lo que era aún peor, las reprobaciones de los magnates del reino y de la propia Iglesia. De momento la bella mora se alojaría en un palacete fuera del palacio real. Eso haría acallar las malas lenguas.
—¿Parece que te ha impresionado la princesa mora? —le comentó un día doña Constanza a su esposo poco después de la llegada de Zaida a Toledo.
—Tengo que admitir que es muy bella, la verdad sea dicha. Nunca me imaginé que pudiera existir una beldad así.
—Y claro, tú te has enamorado de ella.
—No es lo que parece, esposa mía, pero debo reconocer que su belleza no deja a nadie impasible.
—Y tú, como buen amante de la belleza, te has dejado cautivar por ella.
—No seas tan malpensada, Constanza. Ella es demasiado joven para mí.
—Más a tu favor, pues siempre has mostrado debilidad por las jovencitas.
La reina, que no se había olvidado de los devaneos de su esposo con doña Jimena en sus primeros años de matrimonio, temía que éste recayera en sus amoríos una vez más. La joven princesa mora era demasiado hermosa para que su marido desperdiciara bocado tan exquisito.
—Para despejarte el camino me iré a vivir a León, de donde nunca debería haber salido. Así no hallarás obstáculos.
—No digas tonterías. Tú nunca has constituido ningún obstáculo para mí.
—No estaría yo tan segura. No obstante, me iré a vivir a León, ciudad que prefiero a ésta y que nunca debería haber abandonado, a diferencia de ti, que parece que te has olvidado de la ciudad que te vio nacer.
—Eso nunca, Constanza. Jamás me olvidaré de León y de todo lo que representa. Es el núcleo de mi reino al que debo todo lo que soy. León estará siempre en mi cabeza y en mi corazón, aunque los designios del Señor me hayan obligado a alejarme de allí. Debo residir en Toledo para mantener cohesionados mis reinos y para estar más cerca del enemigo infiel. Desde aquí puedo dirigir mejor mis operaciones militares contra los agarenos y con ello dar mayor seguridad y estabilidad a nuestros súbditos y vasallos. Pero nunca me olvidaré de León.
—Cumple con tu deber, esposo mío. Yo en la próxima primavera regresaré a León, ciudad de la que nunca debí partir. Cuando quieras verme, me encontrarás en ella o en Sahagún, lugares que no pienso volver a abandonar.
—Si te vas me causarás un gran dolor de corazón. Sabes que te amo y que estimo en mucho tu presencia a mi lado. Tú lo has sido todo para mí en mi vida. Me has dado fuerzas para seguir adelante, para enfrentarme a la adversidad. Me has aconsejado en los momentos difíciles. Me has servido de guía para discernir el camino recto en medio de la oscuridad. Me has iluminado para aceptar la lex romana en contra del rito hispánico. Has inculcado en mi alma el gusto por las costumbres europeas, por su arte, por su cultura, por sus maneras refinadas. Por último, me has dado una heredera legítima al trono. Si te alejas de mi lado, me sentiré solo y huérfano. Cuando regrese del campo de batalla, no hallaré quien alegre mi corazón ni reconforte mi espíritu.
—Ya habrá alguien que ocupe mi lugar y si no ya sabes dónde encontrarme. No tienes más que desplazarte hasta allí para estar a mi lado y recibir mi cariño.
—No seas tan cruel, esposa mía. Quédate aquí como único consuelo de mi herido corazón.
A pesar de los ruegos de don Alfonso, la reina cumplió su palabra. Finalizada la Semana Santa, abandonó Toledo con su séquito para regresar a la capital del reino que ella tanto añoraba. Por su parte, el rey ya hacía algún tiempo que había dejado la ciudad imperial para dirigirse a tierras del sudeste peninsular, pues le habían pasado aviso de los nuevos ataques y asedios de los almorávides al castillo de Aledo. Incluso con el refuerzo de las tropas imperiales, la defensa de tan estratégica plaza se hizo del todo imposible. Al ver el sesgo que tomaban los acontecimientos, Alfonso VI decidió abandonar el castillo no sin antes arrasarlo por completo para que no sirviera de base de operaciones y de defensa a los musulmanes. Con la pérdida de Aledo se perdía también el último enclave cristiano en tierras musulmanas. Los almorávides continuaban su avance inexorable de reconquista y unificación de todo el al-Ándalus, que era el objetivo que se había propuesto Yusuf ibn Tasufin con su tercera venida a la Península Ibérica.
Don Alfonso llegó a Toledo con el signo de la derrota marcado en su rostro. Había perdido el último reducto que poseía en tierras musulmanas y eso suponía un parón, cuando no un retroceso, en el magno proyecto de la Reconquista. Su política ahora tenía que centrarse en la defensa a ultranza de la ciudad imperial, símbolo tanto para moros como cristianos del poder político y de la unidad de España. Toledo se convertiría a partir de aquel momento en el punto de mira de los ataques del insaciable Yusuf, que intentaría por todos los medios reconquistarla para el al-Ándalus. Pero allí se encontró con la férrea resistencia de Alfonso VI, el Bravo, que no cedió un milímetro de tan preciado galardón.
Cuando don Alfonso entró en su palacio real lo halló sin alma, pues hacía meses que la reina Constanza se había marchado para León. Al pesar por la pérdida del castillo de Aledo había que añadir el dolor por la ausencia de su amada. La compañía de la reina le hubiera servido de consuelo en un momento tan difícil, pero en su lugar sólo halló soledad. El rey se sentía triste y deprimido. A punto estuvo de dejarlo todo y partir en busca de su esposa. Mas algo o alguien le hizo recordar que al lado del palacio real vivía la bella Zaida. Un rayo de esperanza iluminó de pronto su mente. Una alegría inmensa inundó su corazón. Don Alfonso sin esperar más se fue en busca de su nuevo amor.
La encantadora princesa mora llevaba meses aguardando la llegada del emperador. Sus bellos ojos negros habían derramado muchas lágrimas en todo aquel tiempo. Se había prendado de él desde el primer momento y no lo podía olvidar ni de noche ni de día. Cuando se enteró del regresó de don Alfonso, su corazón se sobresaltó. A través de las celosías espió todos sus movimientos con gran emoción y la respiración contenida. Esperaba que su idolatrado amor, porque lo había idolatrado durante aquellos meses de ausencia, volviera la mirada hacia el balcón donde ella se encontraba. Pero el rey entró en su palacio con gran gravedad sobre su montura. Llevaba el semblante serio, la cabeza enhiesta, la mirada al frente y el gesto adusto. En aquel momento sólo pensaba en la humillante derrota. En cambio, su enamorada no pensaba más que en él y esperaba de él una pequeña sonrisa, una mirada furtiva, algo que le hiciera comprender que no se había olvidado de ella. Nada de eso ocurrió, lo que entristeció en gran manera su espíritu. Se retiró de la celosía. Se dejó caer sobre un diván. Oprimió su pecho. Profundos y entrecortados suspiros comenzaron a brotar de lo más profundo de su corazón. Sus bellos ojos negros se llenaron de lágrimas que surcaban su rostro de alabastro. Su pena parecía no tener fin. En ese preciso instante una de sus camareras le anunció la visita del rey. Antes de que la sirvienta se retirara ya se hallaba don Alfonso dentro del salón. La bella Zaida no tuvo tiempo ni siquiera de enjugarse sus lágrimas.
—¿Por qué lloras hermosa criatura caída del Olimpo? —le dijo mientras la atraía hacia sí y le enjugaba las lágrimas de su rostro marfileño con su pañuelo de seda—. Eres la más bella de las mujeres. Eres como una diosa. Eres Afrodita encarnada.
—Amor mío, creí que te habías olvidado de mí —le contestó ella entre sollozos y suspiros.
—¿Cómo puedes pensar eso si tú lo eres todo para mí?
La princesa iba a replicarle, pero un apasionado beso selló sus coralinos labios impidiéndole articular una sola palabra. Después de su primer ósculo de amor ella pudo preguntarle con un hilo de voz:
—¿Y tu esposa? ¿Qué pensará la reina de nuestro amor?
—¿Qué importa ahora eso si nos tenemos los dos?
La bella Zaida sentía remordimientos por aquel amor furtivo, pero al mismo tiempo no deseaba perderlo ni compartirlo con nadie, ni siquiera con la legítima esposa de su amado. Desde aquel momento nació una pasión irrefrenable entre ambos, un idilio que les haría vivir unos meses de dicha sin fin. Don Alfonso se olvidó por completo de doña Constanza, que por aquel entonces se hallaba en León, y no tuvo ojos más que para la bella mora que lo cautivaba por completo. Para tener mayor libertad de movimientos, alejó de la corte a su hija y a su yerno nombrando a éste gobernador de Galicia en calidad de conde. Sin ojos que lo delataran dedicó los últimos meses de aquel año y primeros del siguiente a vivir intensamente su nuevo amor, hasta que en la primavera regresó la reina consorte a su lado movida por la nostalgia y por los síntomas de una incipiente enfermedad. El rey se quedó sorprendido al verla entrar en palacio.
—¡Qué sorpresa, Constanza! ¿Has vuelto? —le comentó con cierta indiferencia a modo de saludo.
—Ya ves que sí.
—¿Y cómo es eso? ¿No prometiste que no volverías a abandonar León jamás?
—Sentía nostalgia de verte, esposo mío. En León me encontraba muy sola y quería disfrutar de tu compañía —un acceso de tos acompañó sus últimas palabras.
—¿Te encuentras mal, querida?
—No es nada. Un catarro que he pillado los últimos días de este invierno tan crudo que hemos tenido.
—No deberías haber viajado en ese estado. Se te puede haber complicado. Será mejor que llamemos a nuestro físico de confianza.
—No merece la pena. Se me pasará pronto, ya lo verás.
A pesar de la negativa de la reina, don Alfonso ordenó que el médico reconociera a su esposa, pues su tos era bastante cavernosa y además tenía algo de fiebre. El médico, después de examinarla, le recetó varios medicamentos y pócimas con el fin de que le aliviaran aquella tos tan preocupante, pero su diagnóstico no fue nada esperanzador. La reina había contraído una neumonía cuyas consecuencias en aquel momento eran impredecibles. La enfermedad no estaba aún en un estado muy avanzado, mas los síntomas hacían prever lo peor. Debería guardar cama y reposo absoluto además de tomar los medicamentos que le había prescrito si quería restablecerse. Con todo y con eso no le garantizaba su curación.
Al cabo de quince días doña Constanza notó una mejoría relativa que le permitió abandonar el lecho en el que yacía desde su llegada a Toledo. Había desaparecido la fiebre y ya casi no tosía. El tiempo más suave también parecía contribuir a su recuperación. La reina, aunque todavía un poco débil, se aventuró a dar un paseo por los jardines del palacio real. La variedad de aromas y colores de las distintas rosas y flores que lo inundaban incitaban a ello. Pero sus debilitadas fuerzas la abandonaron pronto y tuvo que tomar asiento en el banco más próximo para no desmayarse.
—No deberías hacer estos esfuerzos tan pronto —la amonestó cariñosamente don Alfonso que la había acompañado hasta allí—. Tu cuerpo está todavía muy débil para exigirle tanto. Volvamos a palacio donde te hallarás más confortablemente.
—No, por favor. Déjame saborear un poco más toda esta belleza. ¿Recuerdas la última vez que paseamos por este jardín?
—Claro que la recuerdo, querida. Entonces me juraste que querías regresar a León y que nunca más lo abandonarías.
—Eso no volverá a ocurrir. Ahora te prometo que no te abandonaré jamás. Siempre estaré a tu lado, estés donde estés.
La delicada mano de la reina tomó la de su esposo en una pequeña muestra de ternura. Aunque había mejorado de su enfermedad, presentía que le quedaba poco tiempo de vida y quería aprovecharlo. Quería recuperar el tiempo perdido, que se había ido para nunca más volver.
—¿Por qué nos tenemos que complicar tanto la vida, esposo mío? ¿Por qué no podemos vivir aquí los dos juntos como un matrimonio normal?
—Porque no somos un matrimonio normal, querida. No querrás que me quede aquí de brazos cruzados contemplando las flores, el vuelo de los pájaros, el suave discurrir de las aguas del Tajo, el devenir de los días sin otro tipo de preocupaciones. Yo soy el rey y tengo que velar por el bienestar de mis súbditos y vasallos. Tengo que defender mi reino de los ataques de nuestros enemigos. Tengo que luchar para ampliar sus fronteras, para expandir su territorio hasta los confines del mar, para expulsar de todo el suelo peninsular al enemigo infiel. Tengo una misión que cumplir, que es el legado de mis antepasados, que no es otro que la Reconquista de todo el suelo español. Hace siglos que mis predecesores se propusieron reconquistar toda la Península para el cristianismo y mientras esto no ocurra, sus descendientes no hallaremos paz en la Tierra. Sólo descansaremos el día que el último sarraceno cruce el estrecho de Gibraltar en sentido inverso a como lo realizó hace ya casi cuatro siglos.
—¿Y no crees que estás errando tu política?
—¿Por qué lo dices, querida?
La reina presionó con más fuerza la mano de su esposo como para afianzarse en él antes de contestar.
—Porque deberías haber sido más duro con los ismaelitas cuando los tuviste a casi todos sometidos a tu voluntad.
—No tuve otra elección.
—Sí que la tuviste, Alfonso, pero te dejaste llevar por la ambición creyendo que ésta no iba a tener fin.
—No te entiendo, Constanza.
—Es muy sencillo. Debiste apoderarte de sus territorios y no dedicarte a exprimirlos con tus impuestos. Debiste quitarles el poder en vez de las riquezas.
—Tal vez tengas razón, querida esposa, pero no es tan sencillo como parece. Si los hubiera privado del poder se habrían rebelado igualmente. ¿De qué nos hubiera servido conquistar los reinos taifas si la mayor parte de sus habitantes son mahometanos y como tales jamás se hubieran integrado con nosotros? Para reconquistar cada territorio ocupado por ellos, debemos repoblarlo mayoritariamente con cristianos que no tenemos. Ésa es la clave. La población sarracena de toda la Península es superior a la cristiana y en el al-Ándalus es mayoritaria, pues los mozárabes constituyen una minoría insignificante. Ante ese problema, de nada sirve conquistar los territorios a no ser que tengas de tu parte la población ismaelita, cosa harto difícil, pues ellos no quieren integrarse con nosotros y, como es lógico, tampoco nosotros con ellos. Créeme, querida, la mejor opción fue la tomada. Al menos hemos obtenido grandes riquezas de ellos.
—Habremos obtenido grandes riquezas, pero la Reconquista me parece que se va a demorar todavía un poco. Me da la impresión que los que nos habían invadido hasta ahora eran unos corderitos al lado de los nuevos invasores. Y ahora me gustaría volver a mis aposentos. Me siento algo fatigada y esta ligera brisa que se ha levantado puede que no me vaya muy bien.
Don Alfonso llamó a una de las camareras para que acompañara a la reina a palacio. Luego salió a través de una recatada puerta que había en uno de los muros del jardín para verse con su concubina. La princesa mora lo estaba esperando con gran ansiedad en su palacete. Cuando lo vio entrar, se dejó caer en sus brazos.
—Has tardado mucho en venir, amor mío —fue el reproche que le hizo a modo de saludo.
—Sabes que hay momentos en que la reina me requiere a su lado. No puedo desairarla, pues eso podría indisponerla contra nosotros y aún podría ser peor.
—Lo comprendo, pero yo quisiera tenerte siempre junto a mí. En tu ausencia las horas se me hacen interminables.
—No seas impaciente. No creo que tardemos en tener todo el tiempo para nosotros solos.
—¿Está peor Constanza?
—No, no está peor. De hecho hoy ha salido a dar un paseo por el jardín, por eso he tardado algo más en venir. Pero me temo que es una mejoría transitoria. El médico me ha dicho que su mal no tiene cura. Tiene una infección en los pulmones que no tardará en acabar con su vida.
—Lo siento de veras. Aunque sea mi rival, no le deseo un final tan desgraciado.
Zaida se separó suavemente de los brazos de su amado y fue a tenderse en un cómodo diván. El rey se sentó a su lado y comenzó a acariciarle su ondulado cabello.
—Eres preciosa. No sé si podría vivir sin ti.
—No digas tonterías. Pues claro que podrías vivir sin mí como lo has hecho hasta que me conociste.
—Pero desde que te conocí ya no es lo mismo.
—Eso lo decís todos cuando estáis enamorados —ella hizo una breve pausa como para ordenar sus pensamientos—. ¿Sabes? Voy a tener un hijo tuyo.
—¿Estás segura?
—Segura no, segurísima.
Don Alfonso se puso loco de contento.
—¡Voy a tener un hijo! Espero que sea varón. ¿Para cuándo será?
—Para finales de noviembre o principios de diciembre.
—No me lo puedo creer. ¡Un hijo tuyo! Le pediré a Dios que me conceda un varón para convertirlo en heredero de mis reinos. Esto tendremos que celebrarlo, Zaida, sobre todo cuando nazca y se desvele su sexo. Llevo toda mi vida deseando tener un hijo varón y hasta ahora no se han cumplido mis deseos. Esperemos que lo hagan esta vez.
Mes y medio más tarde la reina Constanza recaía en su dolencia. De repente se incrementó la tos que nunca había desaparecido del todo. Al principio los esputos eran algo viscosos. Poco a poco se fueron haciendo más amarronados. La fiebre iba en aumento y los escalofríos, a pesar de las altas temperaturas del incipiente verano, no cesaban. La reina perdió el apetito. Su hermosura dejó paso a una figura cadavérica con los ojos hundidos rodeados de grandes ojeras amoratadas, la piel amarillenta, la frente arrugada, la nariz casi transparente, los labios delgados y cenicientos. De día en día su aspecto era más el de un cadáver que el de un ser viviente, hasta que un mes más tarde rindió su alma al Señor.
Don Alfonso se sintió muy abatido por la enfermedad y la muerte de su esposa. Era cierto que en aquel momento amaba a otra, pero no era menos cierto que había amado a doña Constanza con todo su corazón y que éste le dio un gran vuelco cuando ella expiró. Después de los rigurosos funerales de estado que le rindieron, ordenó que trasladaran su cadáver al monasterio de San Benito de Sahagún, lugar donde ya se hallaba enterrada doña Inés y donde algún día también sería enterrado él, como así lo había dispuesto ya hacía tiempo. Con la muerte de doña Constanza se abría una nueva etapa en la vida del rey emperador.
31
Don Alfonso se trasladó al monasterio de San Benito de Sahagún para rendir el último homenaje a su amada esposa doña Constanza de Borgoña. Ante la noticia del luctuoso acontecimiento, se reunieron en el lugar varios obispos y un gran número de magnates del reino. Doña Jimena Muñiz aprovechó la ocasión para reencontrarse con su antiguo amante, de quien se había separado por su matrimonio con la ahora finada. Habían transcurrido diez años sin que hubieran tenido un solo encuentro en tan largo período de tiempo. Doña Jimena albergaba la esperanza de que volviera a renacer su antiguo amor ahora que su rival había fallecido. No contaba con los cambios que se pudieran haber producido en el corazón de su amado. Ella seguía impertérrita en su amor y creía que a don Alfonso le tenía que suceder lo mismo.
El funeral se celebró en la iglesia del monasterio. Lo presidió don Alfonso desde el palco real situado al lado del Evangelio. Al final del mismo todos los magnates del reino y personas principales pasaron de uno en uno a dar el pésame al soberano. Cuando le tocó el turno a doña Jimena, ésta fijó sus ojos en los de don Alfonso para observar su reacción, pero el rey no se inmutó. Su corazón no estaba en aquel momento por el de su antigua amante, por quien todavía sentía un gran aprecio pero ya no amor. La examante se retiró humillada y confundida por tan frío encuentro. Esperaba algún gesto, algún detalle, algún movimiento apenas perceptible de las facciones del soberano cuando la viera. Pero nada de esto sucedió. Con gran despecho abandonó la iglesia y se dirigió presta a su carruaje para poner lo antes posible tierra de por medio entre ella y su examante. No podía permanecer un instante más allí, porque le quemaba los pies la tierra que él pudiera hollar. Cuando se disponía a partir, un criado real la detuvo.
—Señora, Su Majestad os espera.
Un rayo que le hubiera caído encima en aquel momento no le habría producido el impacto que aquellas palabras le causaron.
—¿Dónde está? —es lo único que se atrevió a decir.
—Seguidme, por favor.
Doña Jimena siguió en silencio al criado, que la condujo hasta el palacete que había mandado construir doña Constanza. Allí, sin testigos, en un saloncito reservado, la recibió don Alfonso. La esperaba de pie con cierta impaciencia. Después de un fraternal abrazo entre ambos, le habló en los siguientes términos:
—No esperaba tu presencia aquí. No sé a qué has venido, pero lo nuestro terminó hace años. Hubo un momento en que estuve locamente enamorado de ti y me hubiera casado contigo de no haberse opuesto rotundamente la Iglesia a nuestro enlace. Seguí amándote después de mi matrimonio con la malhadada Constanza. Tuvimos una segunda hija después de haberme casado con ella. Pero todo eso se acabó, Jimena. Todo eso pertenece al pasado. Ahora son nuevos tiempos. Yo ya no estoy enamorado de ti. Si has venido porque me he quedado viudo y ahora podrías ocupar el lugar de mi difunta esposa, te equivocas. Tu momento ya pasó. Lo único que puedo hacer por ti es concederte algún beneficio real. Pensaré qué te puedo ofrecer, aunque ya lo tengo prácticamente decidido. ¿Qué te parece la tenencia del castillo de Ulver? Tu padre ya fue tenente de él y tú podrías desempeñar muy bien ese puesto. Si lo aceptas, es tuyo. También he pensado en beneficiar a nuestras hijas, que supongo que serán tan hermosas como tú. Concertaremos sendos matrimonios que no las desmerezcan. ¿Qué opinas tú?
Doña Jimena se quedó sin palabras al oír el discurso del rey. Cuando la detuvo su criado y la llevó ante él, esperaba otra cosa. Nunca se imaginó que la iba a desdeñar de esa manera. Aún recordaba la promesa que le había hecho antes de marcharse para el Bierzo. Cuando regresara de la guerra iría a buscarla dondequiera que estuviera, le prometió la última noche que pasaron juntos en aquella casita al lado del Bernesga. Pero jamás fue. Nunca más se acordó de ella a pesar de haberle dado dos hijas. Dos hijas que eran su tesoro y que ahora también parecía querer apropiarse de ellas, cuando por ellas no había hecho más que concebirlas. Bueno, le acababa de hacer una oferta que debería considerar. Él tenía grandes influencias para casarlas bien. No convenía desaprovecharlas. Tal vez fuera el único regalo que recibieran de su padre.
—¿Con quiénes las casarías?
—A Elvira la podríamos casar con el conde de Tolosa, Raimundo IV. Es un buen partido.
—Pero es demasiado viejo para ella —objetó doña Jimena—. Le lleva casi cuarenta años.
—Si te vas a fijar en esas pequeñeces, no la casaremos jamás. Hoy día la edad no cuenta en estos matrimonios. Lo que cuenta es el estado de los cónyuges. Es su posición.
—Y a Teresa, ¿con quién la vas a casar?
—Para Teresa había pensado en Enrique de Borgoña. Ya sabes que es primo de Raimundo, que se ha casado con mi hija Urraca. ¿Te parece bien?
Doña Jimena mantuvo silencio unos instantes antes de contestar. Era consciente de que ambos constituían un buen partido para sus hijas. El de Elvira, demasiado mayor para ella, pero habría que aceptar ese inconveniente como mal menor. Sus hijas se merecían ser princesas por ser hijas del rey más importante de la cristiandad hispánica, así que, ¿por qué no podían casarse con aquellos señores de la nobleza francesa? Sí, sus hijas emparentarían con la alta nobleza y quién sabe si algún día no podrían llegar a ser reinas, como a punto estuvo ella de serlo si no se hubiera entrometido la Iglesia. Sus hijas podrían hacer realidad sus sueños. ¿Por qué no?
—Me parece bien, Alfonso. Por nuestras hijas acepto el trato, aunque yo quede relegada a un segundo plano.
—¿Te parece poco lo que te otorgo, Jimena?
—No me parece poco comparado con lo que tengo, pero sí con lo que esperaba obtener. Recuerda que me prometiste hacerme tu esposa y por lo tanto convertirme en reina. Ya veo que aquello sólo fue un sueño en el que jamás debí creer.
—Sabes que no es verdad. Mi primera y auténtica intención fue la de casarme contigo, pero la Iglesia se opuso rotundamente a nuestro matrimonio. Clemente VII tenía preparada nuestra excomunión si hubiéramos persistido en el intento. No me culpes, pues, a mí de algo que fue ajeno a mi voluntad.
—Y ahora, ¿qué? Ahora ya no está Constanza por medio.
—Ahora existe el mismo impedimento que entonces, que es nuestro parentesco. No insistas, Jimena. Lo nuestro no tiene remedio.
—Si no tengo otra opción, aceptaré la tenencia de Ulver y me retiraré a mis posesiones del Bierzo hasta el fin de mis días. Espero que nuestras hijas tengan más suerte y sean más dichosas que yo. Eso reconfortará mi agitado espíritu y consolará mi alma.
Sin esperar la respuesta de su examante, dejó el saloncillo con una gentil genuflexión y se dirigió hacia su carruaje sin volver la vista atrás. Don Alfonso la observó a través de las celosías de la ventana. Había estado un poco frío con ella, lo admitía, pero no podía dar marcha atrás. No podía regresar al pasado como si los últimos diez años no hubieran existido. Desde entonces habían cambiado mucho las cosas y también su corazón. Aún sentía cierto amor por doña Jimena, aunque era un amor ya marchito. Ahora su corazón lo ocupaba un nuevo amor, más joven, más fresco, más genuino. Jimena era el pasado. Éste era el presente y el futuro.
Don Alfonso quiso detenerse varias semanas en Sahagún donde hacía años que no se acercaba y tanto añoraba. Aquel reencuentro en su monasterio predilecto con dos de sus mujeres más amadas, una muerta y la otra despechada, le traía a la memoria placenteros recuerdos de su pasado. Un pasado que se alejaba con tanta o más rapidez con la que se acercaba el futuro. Allí había vivido momentos felices con ambas mujeres y también le había tocado probar el acíbar de alguno de los momentos más amargos de su vida, como la deposición de su consejero y amigo el abad Roberto. Todo aquello formaba parte ya de la Historia. No eran más que recuerdos. Ahora había que mirar hacia delante. Pasaría unos días de descanso en la paz del monasterio para solaz de su espíritu. Los monjes le ayudarían a encontrar esa paz y ese bienestar tan deseados. Luego tendría que volver al ajetreo cotidiano de la vida real.
Noviembre tocaba a su fin mientras la princesa Zaida esperaba dar a luz el fruto de su amor. Su avanzado estado de gestación le decía que el nuevo ser estaba a punto de venir al mundo. Don Alfonso hacía algo más de un mes que había regresado de su incursión por tierras lusitanas, en la que incorporó Santarem y Lisboa a su corona. Desde entonces no se había separado un momento de la bella mora. Esperaba con gran impaciencia el alumbramiento de su nuevo retoño, que una y otra vez suplicaba al Hacedor que fuera un varón. Su difunta esposa doña Constanza sólo le había dado hijas, de las que no había sobrevivido más que una, doña Urraca. Era hora ya de tener un heredero varón para que ciñera algún día su corona. Su reino,¡ qué su reino!, su imperio no podía quedar en manos de su hija Urraca y su marido borgoñón.
Recién iniciado diciembre la bella Zaida salió de cuentas. Dos días más tarde daba a luz un hermoso varón que llenó de alegría a Alfonso VI y le hizo derramar algunas lágrimas. Por fin se habían cumplido sus deseos y daba infinitas gracias a Dios por haberle concedido aquel retoño que alegraría los últimos años de su vida.
—¡Alabado sea el Señor que se ha dignado darme un varón para consuelo de mi vejez! —exclamó con júbilo cuando recibió la noticia—. Por fin tendré un digno heredero para mi corona.
Minutos más tarde entraba a ver a la madre y al recién nacido. Zaida amamantaba con su pecho al retoño que parecía haber venido a este mundo con buen apetito. El rey se acercó a ellos pletórico de alegría y emoción.
—¿Cómo están mi bella princesa y mi deseado heredero?
Los estrechó contra su pecho con gran ternura.
—Estamos muy bien —contestó su amante—. Un poco débil, pero, por lo demás, muy bien y muy feliz por haberte dado un varón.
—Yo también lo estoy, amor mío —el monarca depositó un fugaz beso en los labios de su amada—. Cuidaremos de él para que pueda hacerse un hombre y llevar algún día sobre sus sienes esta pesada corona. Él es mi última esperanza.
—Para eso antes tendremos que casarnos.
—Y nos casaremos, mi dulce amor.
—Tus consejeros y los magnates del reino no me aceptarán.
—Te aceptarán si se lo pido yo.
El recién nacido comenzó a llorar tal vez impresionado por la conversación de sus padres. Poco después se quedó profundamente dormido.
—No me reconocerán por mi religión —comentó con cierta tristeza Zaida la mora.
—Conviértete al cristianismo.
—Lo dices como si fuera fácil hacerlo.
—No será fácil, pero portar una corona bien merece el esfuerzo.
La amante se quedó unos instantes pensativa. No era nada sencillo hacerlo. Ella había nacido en el seno de una familia islamista. Toda su vida había sido educada bajo las normas del Corán, que no admite más religión verdadera que el islam. ¿Cómo iba a cambiar su fe por otra que, además, era antagónica con la suya? No podía hacerlo. Ni Alá ni Mahoma ni los suyos se lo perdonarían.
—No puedo hacerlo, Alfonso. No puedo renunciar a mi fe así sin más ni más.
—Si no renuncias al mahometanismo nuestro hijo no podrá llevar mi corona, pues no podría legitimarlo. Piensa bien lo que dices, amor mío. Piénsalo detenidamente, aunque sólo sea por nuestro hijo.
—Lo pensaré, cariño, pero no te prometo nada.
—Por lo menos nuestro hijo se educará en la religión cristiana. Tal vez en el futuro cambies de opinión y decidas convertirte. Si eso ocurriera, como espero que ocurra, nuestro hijo se hallará preparado.
La princesa mora no estaba del todo conforme, pero accedió a las condiciones del rey cristiano. No quería convertirse en un obstáculo insalvable para el futuro de su hijo. Don Alfonso los dejó solos para que descansaran. Tiempo habría para solucionar el problema y limar asperezas.
32
A pesar de que don Alfonso había tratado por todos los medios de mantener en el más absoluto secreto sus relaciones sentimentales con la princesa mora, no tardó en filtrarse la noticia del nacimiento de su primer hijo varón entre los miembros más próximos de su familia. Su hija doña Urraca no pudo contener la rabia que tal acontecimiento le causó. Un hermano varón, por más ilegítimo que fuera, era una seria amenaza para heredar el trono de León y con él la corona imperial. Su marido, Raimundo de Borgoña, no se lo pensó dos veces para comenzar a conspirar contra el rey. Tenía el terreno abonado para hacerlo. Su propio suegro lo había nombrado conde de Galicia donde gobernaba a su antojo sin dar cuentas al rey. Además, merced a la última incursión de Alfonso VI por tierras lusitanas, había ampliado su territorio hasta las ciudades de Lisboa y Santarem. Con todo aquel vasto territorio bajo su mando, que comprendía desde la costa cantábrica hasta la desembocadura del Tajo, Raimundo se sentía con el poder suficiente como para hacer frente a su suegro y arrebatarle la corona de su imperio. Instigado por su esposa doña Urraca, no paraba de intrigar contra el monarca sintiéndose totalmente respaldado por parte de la nobleza gallega.
—No se saldrá con la suya —gritaba malhumorada en un arrebato de ira doña Urraca poco después de enterarse del nacimiento de su hermanastro—. Yo soy la heredera legítima y no me va a privar del trono.
—No te preocupes, querida. Haremos todo lo posible para que no pueda proclamar heredero al trono a ese bastardo. La mayor parte de la nobleza gallega está descontenta con él y no dudará en ponerse de mi lado si se lo pido. No le perdonan que encerrara a tu tío don García en aquella lúgubre mazmorra hasta su muerte y que los privara de esa manera de su rey natural.
—Eso tampoco es del todo exacto. Los nobles gallegos nunca han reconocido la hegemonía del reino de León ni antes el de Asturias. Siempre han querido ser independientes. Lo que pasa que el encarcelamiento de mi tío les viene muy bien como excusa para seguir fraguando su independencia. No debes caer en su red y dejarte llevar por su juego. Si algún día heredara el trono de León, puedes estar bien seguro que seguirían conspirando contra nosotros. Lo llevan en la sangre desde tiempos inmemoriales y no se detendrán hasta conseguirlo a no ser que los atemos muy corto.
—Lo tendré en cuenta para ahorrarnos alguna sorpresa.
—Harás bien. Ahora debemos aprovecharnos de su apoyo para derrocar a mi padre y acabar así de una vez por todas con la amenaza que supone el nacimiento de ese niño. Cuando tengamos el poder, ya tomaremos medidas para acabar con las ansias de independencia de estos cretinos.
Así discurría la conversación entre doña Urraca y don Raimundo en aras a sus propios intereses y en detrimento de los del rey y de su futuro heredero. Mas don Alfonso no tardó en enterarse de las maquiavélicas maquinaciones que urdían contra él, por lo que adelantó la boda de su hija ilegítima doña Teresa con don Enrique de Borgoña, a quienes les otorgó como regalo de bodas todo el territorio lusitano que va desde el Miño hasta el Tajo. Con esta hábil maniobra dejó inerme a Raimundo para lograr sus objetivos. Lo que no pudo adivinar don Alfonso con tan sutil estratagema para desbaratar las legítimas aspiraciones de su hija doña Urraca es que acababa de poner la primera piedra para la fragmentación de su imperio. ¡Cómo se hubieran removido sus huesos en la tumba si hubiera llegado a saber que su nieto, el hijo de doña Teresa, llegaría a ser el primer rey de Portugal! Con esta decisión precipitó lo que trataba de evitar.
Para desviar la atención sobre su concubina y su hijo bastardo, a quien habían puesto por nombre Sancho en honor a su tío y a su abuela doña Sancha de León, Alfonso VI concertaría un nuevo matrimonio con Berta de Toscana, pero antes de consumarlo quiso intentarlo de nuevo con la bella mora.
—Zaida, amor mío, te pido una vez más que te conviertas al catolicismo y que te cases conmigo para legitimar el fruto de nuestro amor.
—No puedo hacerlo, Alfonso. Lo he intentado una y mil veces, pero no puedo renunciar a la fe de mis padres y de todos mis antepasados. Antes la muerte que renegar de la fe de Mahoma.
—¿Ni siquiera por nuestro hijo lo puedes hacer?
—Ni siquiera por él, cariño.
—Pues lo siento de veras, porque me veo obligado a tomar una decisión que no quería adoptar.
Zaida miró a su hijo que dormía plácidamente en la cunita que le habían preparado.
—¿Qué decisión es ésa?
—Como no quieres legitimar a nuestro hijo, me veo obligado a casarme otra vez para intentar engendrar un nuevo heredero. Lo siento de veras porque tú estás por encima de cualquier otra mujer, pero te has obstinado en perseverar en tu religión y eso nos cierra herméticamente las puertas a nuestro matrimonio.
La princesa mora no se inmutó al oír la decisión del rey. Procuró contener sus emociones aparentando una calma total.
—¿Y quién es ella? ¿La conozco?
—No, no la conoces. Es extranjera. Es una princesa de la Toscana.
—¿Cómo se llama?
—Berta.
—Te deseo que seas muy feliz con ella.
—Sabes muy bien que no lo seré, que sólo seré feliz a tu lado, pero te has obstinado en negarme esa felicidad.
Zaida emitió un profundo suspiro.
—No me pidas imposibles, amor mío. No puedo renunciar a mi fe.
—Si decides hacerlo, aún puedes ocupar su lugar.
Por toda respuesta la princesa mora se echó a llorar. Estaba locamente enamorada del monarca, pero su profunda fe le impedía cumplir sus deseos. Seguiría siendo su concubina si él no se oponía a ello.
—No puedo —fue todo cuanto pudo articular entre sollozos y suspiros—. Déjame seguir siendo tu concubina en la clandestinidad. Pasaré lo más desapercibida posible en esta morada que me has proporcionado. Aquí me encontrarás siempre dispuesta a satisfacer tus deseos. Seré tu esclava para toda la vida, pero no me obligues a renegar de mi fe.
—No insistiré más. Me voy con una aguda espina clavada en mi corazón. Hubiera dado la mitad de mi reino por tenerte como mi legítima esposa, mas no ha podido ser. Si algún día cambias de opinión, mi propuesta seguirá en pie.
No hubo respuesta. El rey depositó un beso en la frente marfileña de su amada y otro en la sonrosada mejilla de su hijo antes de abandonar el palacete. Desde el umbral dirigió una última mirada a los seres que más amaba en aquel momento. Luego cerró la puerta tras de sí y se fue a su palacio con el corazón roto por el dolor. Sabía que no los había perdido del todo, pero no había podido cumplir su sueño: legitimar a su vástago. No perdía la esperanza de hacerlo algún día si el cielo le deparaba la oportunidad. De momento eso era sólo una conjetura. Ahora debía acelerar los trámites para casarse con Berta, pues el tiempo apremiaba. Estaba a punto de cumplir cincuenta y cuatro años y aún no tenía un heredero reconocido. No podía descuidarse para lograrlo.
Zaida se quedó triste y desconsolada. Dos gruesas lágrimas discurrían por sus tersas mejillas como dos gotas de rocío en un lirio a primera hora de la mañana. Su vaporosa mirada contemplaba al tierno infante que dormía plácidamente ajeno a la pena que consumía su alma. Su amor se había ido para casarse con otra y todo debido a su religión. Una palabra suya y todo se arreglaría. ¿Por qué no se la daba? Sus padres, sus mayores, los imanes le habían inculcado la fe islámica en la que creía firmemente. Alá era el único Dios, el Dios verdadero, y Mahoma su profeta. Apartarse de su doctrina era condenarse para siempre. ¿Cómo iba a querer eso para sí? Pero ¿y si el mahometanismo no era la religión verdadera? ¿Si la religión verdadera era el cristianismo? Porque los cristianos también aseguraban que la única religión verdadera era la suya. ¿Cómo discernir la verdad? ¿Cómo aclarar la duda? ¿Cómo resolver el problema? La bella mora vivía en un dilema. Su corazón estaba con don Alfonso, mientras que su razón la mantenía aferrada a su fe. De momento, persistiría fiel a sus creencias sin renunciar a su amor. Con esa estratagema conservaría a su amado y el fruto de su amor sin dejar de ser ella misma. El tiempo le diría qué tenía que hacer.
Don Alfonso dispuso con urgencia sus desposorios con Berta de Toscana. Los esponsales se llevaron a cabo sin gran boato en la catedral de Toledo. Fueron oficiados por el arzobispo Bernardo de Sedirac. La nueva reina, totalmente desconocida para la mayor parte de los magnates del reino, no despertó gran interés en la alta nobleza de la época. Se sabía que procedía de la Toscana, una región noroccidental de la Italia central, pero nada más. El objetivo del monarca al casarse con ella no era otro que el de asegurar su descendencia masculina. Fallido el intento de legitimar a su único hijo varón, Alfonso VI optó por contraer matrimonio con otra mujer que le diera algún descendiente. Desde que descubriera las maquinaciones de su hija doña Urraca y su yerno don Raimundo para hacerse con el trono, no descansó un instante para impedírselo a cualquier precio. Estaba dispuesto a todo con tal de que no lograran su objetivo incluso después de muerto él. No podía perdonarles su traición y su ambición desmesurada.
El monarca sufría cada día que pasaba sin esperanzas de tener un hijo legítimo. Su tercera esposa no parecía estar muy dotada por la naturaleza para darle aquella satisfacción. El tiempo transcurría sin que la reina se quedara en estado. Don Alfonso volvía una y otra vez a pensar en su adorado Sancho. No se quitaba de su mente el fruto de su verdadero amor con su idolatrada Zaida. Si su actual matrimonio no le daba los frutos deseados, legalizaría de grado o por la fuerza su relación con la princesa mora. Era su última esperanza. Ya había repudiado a su primera esposa por su esterilidad, no le temblaría el pulso por hacerlo otra vez. La razón de Estado estaba por encima de todo.
Antes de tomar una decisión drástica sobre su matrimonio, el rey dispuso todo lo necesario para que su hijo Sancho se educara en los principios de la fe cristiana. No iba a permitir que su adorada amada le inculcara los dogmas ismaelitas. Ya había podido comprobar su obcecación y su tozudez ante las normas del Corán. Ni siquiera su amor o el de su hijo la habían obligado a ceder. Si aquel hijo iba a ser su heredero, no podía educarse en una doctrina tan inexorable. ¿Cómo iba a ceder su corona a un hijo agareno cuando éstos eran sus enemigos naturales? ¡Eso nunca! Su hijo se educaría con arreglo a las normas cristianas y bajo el amparo de la Iglesia romana. De eso se encargaría su amigo y consejero Bernardo de Sedirac. Si algún día heredaba su corona, sería digno merecedor de ella y de todo lo que ésta representaba.
33
En la primavera del año 1097 las huestes de don Alfonso marchaban por las hoces de Medinaceli en dirección a Arcos de Jalón. La vegetación vestía sus variopintos colores primaverales en medio de la estepa castellana. El emperador se dirigía a tierras de Zaragoza para auxiliar a su vasallo al-Mostaín II contra el ataque de Pedro I de Aragón. Iba al frente de sus tropas flanqueado por sus más fieles vasallos. Un jinete cabalgaba en un caballo sudoroso abriéndose paso entre la apretada tropa para llegar hasta el rey. Era un emisario de tierras del al-Ándalus.
—Majestad, Yusuf ha desembarcado otra vez con un gran ejército en las costas del Estrecho —le comunicó casi sin aliento.
—¿De nuevo vuelve ese perro salvaje a hostigarnos con el ejército de demonios que trae consigo? Volvamos sobre nuestros pasos para hacerle frente y derrotarlo de una vez para siempre —don Alfonso ordenó a sus tropas que se detuvieran—. ¿Sabes a dónde se dirige? —le preguntó al emisario.
—Parece que ha puesto rumbo a Córdoba, Señor.
—Bien. Nos encaminaremos a la frontera entre Toledo y Córdoba. Allí será donde nos esperará y querrá presentarnos batalla. Ahora un heraldo partirá hacia Huesca para pedir a Pedro I su ayuda en esta batalla y otro se dirigirá a Valencia, donde espero que esta vez Rodrigo Díaz no nos falle. Los demás desandaremos el camino andado.
Don Alfonso, tan magnánimo, tan noble siempre, había vuelto a perdonar a su díscolo vasallo, Rodrigo Díaz de Vivar, aunque no estaba seguro de que éste se hubiera arrepentido de sus faltas. Su insolencia, su orgullo, su arrogancia y su ambición desmedida por el dinero y el poder no le permitían humillarse ante su señor natural. Si a ello añadimos que se había hecho señor de Valencia y poseía un poderoso ejército, tenía motivos más que suficientes para vanagloriarse y no acudir en auxilio del emperador. Habría que esperar el transcurso de los acontecimientos para ver si acudía o no en apoyo de las tropas cristianas.
Ya en tierras toledanas, don Alfonso eligió la zona de Consuegra, próxima a los Montes de Toledo, por ser el lugar más idóneo para presentar batalla al invasor. Desde su castillo se divisaba una amplia panorámica, ideal para dirigir las operaciones militares. En caso necesario, también podía constituir un buen refugio donde guarecerse.
A mediados de junio las huestes de Alfonso VI se hallaban ya en las inmediaciones del castillo de Consuegra. Estaban formadas por los aproximadamente cuatro mil hombres que el monarca había reunido para auxiliar a al-Mostaín II. Como las tropas musulmanas demorarían bastante su presencia en el campo de batalla, las huestes cristianas aprovecharon el tiempo para aprovisionar bien de agua y víveres todos los castillos y fortalezas de la línea fronteriza con el al-Ándalus, en especial el castillo de Consuegra.
Yusuf ibn Tasufin había instalado entretanto su cuartel general en Córdoba. Desde allí mandó reunir un gran número de guerreros del al-Ándalus, tanto de oriente como de occidente, que engrosarían sus tropas especializadas. Cuando consideró que ya estaba todo dispuesto, envió parte de sus tropas con todos los guerreros reunidos del al-Ándalus a enfrentarse con las huestes de Alfonso VI. Al mando de este gran contingente iba el general Mohammed ben al-Hach, mientras Yusuf decidió permanecer en Córdoba a la espera de los acontecimientos.
El doce de agosto el imponente ejército almorávide se dejó ver desde el castillo de Consuegra en dirección suroeste hacia las estribaciones de los Montes de Toledo. Un gran número de hombres a pie y a caballo, armados hasta los dientes, avanzaba rumbo a Toledo. Pero en medio del camino, en Consuegra, se habían apostado las huestes de Alfonso VI para impedirles el paso. El estruendo de los tambores, el gran contingente de tropas, la enorme polvareda que levantaban al avanzar hacían estremecer hasta al más valiente de los soldados cristianos. Don Alfonso observaba sus movimientos desde la torre albarrana del castillo. El gran ejército almorávide detuvo su avance cuando todos sus miembros salieron a campo abierto. El monarca leonés contemplaba atónito tan ingente número de tropas y temía lo peor. Temía que le ocurriera lo que ya le había sucedido en la batalla de Sagrajas. ¿Dónde estaban los refuerzos que había pedido? De Pedro I de Aragón no tenía noticias y de su vasallo Rodrigo Díaz tan sólo había recibido unos trescientos hombres, número totalmente insuficiente ante aquella enorme máquina de matar que tenía delante. ¿Dónde estaba la alianza de los cristianos para luchar contra los invasores almorávides? ¿Dónde la llama de la Reconquista que se encendiera en la batalla de Covadonga y que los había alumbrado durante todos aquellos siglos? ¿Dónde la promesa de los francos para luchar todos juntos contra los seguidores de Mahoma y erradicarlos de la Península Ibérica? Pero no era momento de lamentaciones. Había que luchar contra aquel cruel enemigo que tenía delante y debía hacerlo sin demora y con los escasos medios de que disponía. No podía permitirles que pasaran adelante y se adueñaran otra vez de la ciudad imperial.
Dos días permaneció el ejército almorávide acampado en las márgenes de los Montes de Toledo. El tercer día emprendieron la marcha rumbo a Consuegra. La gran polvareda que levantaban, los gritos de guerra que emitían, el estruendo de los tambores y las fanfarrias, todo infundía pavor en las huestes cristianas que los aguardaban en las inmediaciones del castillo. Don Alfonso dispuso su ejército para el ataque. A pesar de su inferioridad, no dudó en infundirles todo su valor para enfrentarse a aquella destructora máquina.
—Vasallos y soldados míos, Dios está con nosotros. No nos dejemos amedrentar por su número y contendamos contra ellos con ardor y valentía. No olvidemos nuestras glorias pasadas y todo lo conseguido hasta aquí. ¡Por León, por Castilla, por Galicia, por la Reconquista, por la unidad de España! ¡Luchemos todos juntos! ¡Enfrentémonos a ellos hasta vencer o morir!
Alfonso VI colocó en posición de combate las tropas de Álvar Fáñez, de Pedro Ansúrez, de García Ordóñez y de Diego Rodríguez de Vivar para hacer frente al ejército sarraceno. Cuando el grueso del ejército infiel, formado en su mayoría por guerreros andalusíes, ya estaba próximo a Consuegra, las huestes cristianas se abalanzaron sobre ellos con el propósito de romper su unidad y provocar su disgregación. El primer impacto fue favorable al ejército cristiano, que logró dispersar por la extensa llanura a los musulmanes. Mas no tardaron en rehacerse éstos para atacar de nuevo, ahora reforzados por la caballería que había permanecido hasta entonces en la retaguardia. El monarca leonés, al percatarse de aquella estratagema, ordenó a sus tropas que se replegaran en el castillo, momento que aprovecharon los almorávides para infligirles un gran castigo ocasionándoles muchas bajas. En la desbandada general y el repliegue de las tropas, todos los capitanes lograron ponerse a salvo en el interior del castillo, excepto Diego Rodríguez que quedó atrapado con sus guerreros en medio de la caballería almorávide.
—¿Dónde está Diego? —preguntó con angustia el rey a sus capitanes.
—Se ha quedado fuera, Señor —le contestó García Ordóñez.
—¿No os pedí encarecidamente que velarais por su vida, que no es más que un joven intrépido pero inexperto en las lides bélicas?
—Señor, hicimos cuanto pudimos por salvar su vida —comentó García Ordóñez—, pero él se empecinó en seguir a un grupo de sarracenos que huían a la desbandada y ésa fue su perdición. Sin darse cuenta tanto él como el pequeño grupo de guerreros que lo acompañaban se vieron envueltos por la caballería almorávide. Entre ellos y nosotros se interpusieron más de quinientos jinetes y un número indeterminado de infantes andalusíes, que impidieron cualquier tipo de ayuda que hubiéramos intentado prestarle. Sólo pudimos contemplar desde la lejanía y con gran impotencia cómo se defendía el valiente Diego de sus enemigos y lo cara que vendió su vida. Lamentamos su pérdida con gran dolor de corazón.
—Yo sí que la lamento, pues me era un joven muy estimado en quien tenía puestas grandes esperanzas —el rey hizo una breve pausa—. ¿Os habéis asegurado de cerrar bien las puertas del castillo para que no entren los infieles?
—Están totalmente aseguradas, Señor —le confirmó Álvar Fáñez.
—Bien, resistiremos aquí el ataque de esos salvajes mientras fluya una gota de sangre por nuestras venas. Lo de hoy ha sido una derrota en la primera batalla, pero aún no hemos perdido la guerra. En estos momentos seguro que están ideando la forma de abatirnos en este castillo. No lo van a tener nada fácil. Cada uno de nosotros defenderemos un ala de esta fortaleza desde cada una de sus torres. No permitiremos que ni un solo enemigo logre asomar su cabeza por una de las almenas. Antes tendrán que pasar por encima de nuestros cadáveres.
—Sí, Señor —asintieron todos al unísono.
—Ahora cada cual que ocupe su puesto.
El rey permaneció en la torre albarrana desde donde podía observar todos los movimientos del enemigo y dirigir las operaciones de resistencia en el interior de la fortaleza. Desde allí pudo observar cómo se había ido concentrando el enemigo alrededor del castillo. No tardó en ver cómo se preparaban para el primer ataque. Don Alfonso alertó a sus capitanes para que estuvieran en guardia. Poco después se veían rodar por las laderas abajo cuerpos inertes atravesados por las flechas de los arqueros cristianos. El resto de los atacantes, sorprendidos por la furibunda resistencia de los cercados, retrocedieron precipitadamente sobre sus pasos. Los capitanes almorávides proferían gritos de enaltecimiento para infundir coraje a sus guerreros, que de nuevo volvieron a la carga sobre el castillo insuflados de renovado valor. Mas no tardaron en retroceder sobre sus pasos fustigados por las flechas, piedras y aceite hirviendo que escupían las almenas de la fortaleza. Las tropas del emperador refugiadas en el castillo de la Muela sufrieron durante ocho largos días los terribles embates del enemigo que lograron rechazar con gran arrojo, al final de los cuales Mohammed ben al-Hach decidió regresar a Córdoba cargado de botín y gloria.
Después de abandonar las llanuras de Consuegra los últimos musulmanes, las huestes de Alfonso VI salieron del castillo para recoger y dar cristiana sepultura a los muchos cadáveres que sembraban sus campos. Entre ellos hallaron el de Diego Rodríguez, que velaron y lloraron antes de trasladarlo a San Pedro de Cardeña donde recibió cristiana sepultura.
Alfonso VI, algo desconcertado por el extraño comportamiento de los almorávides, marchó con el grueso de sus tropas hacia Toledo para reorganizarse y dirigir desde allí la defensa de la ciudad ante un posible ataque de los sarracenos. No entendía por qué no habían prolongado el cerco del castillo de Consuegra hasta obligarles a rendirse por falta de víveres. No era normal que abandonaran su presa tan de súbito sin aparente motivo. ¿Qué los había movido a hacerlo? ¿Tal vez alguien les anunció que se acercaban las tropas de Pedro I y por eso se retiraron? ¿O quizá temieron que fuera a socorrerlos Rodrigo Díaz con sus mesnadas? Fuera como fuere, levantaron el cerco y les dejaron el camino libre.
Alfonso VI aprovechó su estancia en la ciudad imperial para reorganizar la defensa de los puntos más estratégicos de la frontera con el islam. Para ello nombró a Álvar Fáñez gobernador de todas las plazas del valle del Tajo. Entretanto, García Ordóñez regresaba a sus fueros de Calahorra y Pedro Ansúrez a Carrión.
34
Don Alfonso regresó a León después de largos años de ausencia de la capital del reino. La retirada de Yusuf ibn Tasufin a sus fueros de Marruecos tranquilizó el espíritu del emperador, tan agitado los últimos años por las intensas campañas almorávides. Aprovechó aquella paz no acordada para pasar la Navidad y parte del invierno en su monasterio predilecto al lado de su amada esposa y de sus no menos amadas esposas difuntas. Deseaba disponer de unos meses de paz y tranquilidad para poner en orden su espíritu, ya que en aquellos momentos su reino estaba aparentemente en paz. En Galicia y Portugal gobernaban sus yernos. Pedro Ansúrez controlaba las cuencas del Carrión y el Pisuerga. García Ordóñez mandaba sobre las tierras de La Rioja. Y la frontera del Tajo la había dejado en las expertas manos de Álvar Fáñez. ¿Qué podía temer?
Un esplendoroso día de primavera decidió cambiar la vega del Cea por las del Bernesga y el Torío. Hacía años que no hollaba aquellas veredas y caminos. El astro rey brillaba en lo alto del intenso cielo azul. Una leve brisa descendía de las blancas cimas de la Cordillera Cantábrica que contribuía a atemperar los rayos solares. El séquito de don Alfonso avanzaba hacia la capital. Primero dejó atrás la ribera del Cea y las parameras de la Tierra de Campos. Luego cruzó el Esla, el gran Ástura de los romanos. A continuación, el Porma. Finalmente atravesó el Torío cerca de la fuente y alamedas de la Candamia, donde cuentan que se bañaban las ninfas antaño.
La primavera transcurría sin sobresaltos para don Alfonso, que pasaba los días plácidamente en su palacio real o paseando con su caballo por los alrededores de la ciudad. Un día de principios de junio le dieron la noticia de la fatídica muerte de Rodrigo Díaz de Vivar. Regresaba de una larga excursión por la vereda del Bernesga, que lo había llevado hasta el castillo de Alba construido por uno de sus más ilustres antepasados, Alfonso III el Magno. El monarca acababa de descabalgar cuando su ayuda de cámara le comunicó la triste nueva.
—Majestad, Rodrigo Díaz de Vivar ha muerto.
—¿Cómo dices? —contestó sorprendido el rey.
—Lo que habéis oído, Señor. Ha llegado un emisario desde Valencia con la noticia. Espera ser recibido por Vos.
Poco después se presentaba el emisario ante el rey para confirmarle la fatal noticia.
—¿Cómo ha ocurrido? ¿Ha sido en alguna batalla? —preguntó don Alfonso.
—No, Señor. Ha fallecido de muerte natural.
—Lo lamento. Era un valiente caballero. Me dio más de un disgusto en vida, pero su valor no tuvo parangón. ¡Lástima que fuera tan orgulloso y obstinado! —el rey hizo una breve pausa—. ¿Dónde lo van a enterrar?
—En la catedral de Valencia, Majestad. Cuando salí de allí ya le estaban construyendo el panteón.
—¿No ha querido ser enterrado al lado de su hijo?
—No lo sé, Señor. No ha dejado escrita su voluntad.
El rey guardó unos minutos de silencio. Tal vez estuviera reflexionando sobre sus desavenencias pasadas. Tal vez pensara en el futuro de su viuda y de la ciudad de Valencia.
—¿Sabes qué piensa hacer ahora su viuda, doña Jimena?
—No, Señor.
—Tendremos que estar expectantes y alerta por si necesita nuestra ayuda en el futuro. Los sarracenos intentarán apoderarse de la ciudad ante este luctuoso desenlace. Le dirás de mi parte que no dude en pedir nuestra ayuda cuando la necesite. Mis huestes estarán siempre prestas para acudir en su auxilio.
—Así se lo haré saber, Majestad.
—Bien, puedes retirarte.
El rey se quedó solo y pensativo. Había tenido muchas diferencias con Rodrigo Díaz. El orgullo y la desmesurada codicia del caballero castellano lo habían alejado de él. Ese orgullo le había granjeado también enemistad entre alguno de los principales nobles de su reino. Si hubiera sido un poco más dócil, podrían haber realizado grandes gestas juntos. Pero eso no pudo ser. A pesar de todo, don Alfonso reconocía que muy pocos de los caballeros que tenía se le podían igualar y que pasaría mucho tiempo antes de que alguien lo hiciera. Su muerte era una gran pérdida para el mundo cristiano, de eso no cabía duda.
Los reyes pasaron todo el verano en León. Un día de mediados de octubre la reina se sintió algo indispuesta. El médico le pronosticó una leve neumonía sin mayor importancia. Con algunas pócimas que le recetó y unos días en cama se le iría sin mayores consecuencias. Su curación no fue tan rápida como había pronosticado el galeno. La reina tuvo que permanecer en cama durante tres semanas aquejada de fiebre y una tos persistente que no cedía. Pocos días después de su recuperación los reyes recibían la triste noticia de la muerte de la hermana menor de don Alfonso, la infanta doña Elvira. Entregó su alma al Señor el 15 de noviembre del 1099 en la villa de Tábara. Sus restos mortales fueron trasladados al Panteón de los Reyes de San Isidoro, donde recibieron cristiana sepultura dos días más tarde con la presencia de los reyes y de su hermana doña Urraca.
Había amanecido un día gris. A las doce del mediodía el cielo seguía encapotado. Amenazaba lluvia o más bien nieve. El cortejo fúnebre se había detenido ante la puerta del Cordero. El obispo don Pedro pronunció las plegarias de rigor antes de dar paso al féretro al interior de la basílica. Ya en su interior, la majestuosidad de sus pilastras y la altura de sus bóvedas imponían un silencio y un recogimiento propios del lugar sagrado en el que se hallaban, a pesar de que aún faltaba mucho para dar por finalizadas las obras del templo. Los muros exteriores y las pilastras de su interior ya alcanzaban casi todos ellos las proporciones definitivas. La nave central se elevaba por encima de las laterales recibiendo la luz del exterior a través de amplios ventanales abiertos a ambos lados de la misma. Su peso descansaba en seis pares de macizas pilastras engarzadas entre sí por arcos formeros. Pero todo esto apenas comenzaba a insinuarse. Aún transcurrirían varias décadas antes de que la obra pudiera verse completamente terminada.
Después de celebrar el santo sacrificio de la Eucaristía por el eterno descanso del alma de doña Elvira y dar sepultura a sus restos mortales en el panteón familiar, los reyes y doña Urraca retornaron al templo para contemplar mejor el avance de sus obras.
—Parece que va muy lenta la reforma, querida hermana.
—Demasiado lenta para mi temperamento impaciente, estimado hermano, pero ya me he acostumbrado. El parón que sufrieron las obras hace unos años se deja notar. Esperemos que el nuevo maestro de obras le dé el impulso definitivo.
—¿Quién es el nuevo maestro?
—¿No lo recuerdas?
—No.
—Es Pedro Deustamben. Hace un par de años que se ha hecho cargo de la obra. Gracias a él se han podido levantar las paredes de la nave central a la altura que tienen actualmente. El proyecto primitivo contemplaba una cubierta de madera, pero el actual maestro prefiere que esa cubierta sea de obra. Pretende realizar una bóveda de cañón. Por eso ha elevado las paredes de esta nave un trozo por encima de las otras dos.
Los reyes contemplaban con atención el armazón de las tres naves mientras la infanta les proporcionaba las explicaciones.
—Magnífica obra cuando esté terminada —comentó el soberano—, pero no sé si estos pilares y las paredes que van encima de ellas aguantarán todo el peso que el maestro de la obra les quiere poner. No me parece muy buena idea.
—Sea buena o no, es lo que ha decidido. Como podéis observar —continuó doña Urraca—, la nave central va separada de las dos laterales por seis pares de pilastras. El espacio comprendido entre los tres primeros pares más próximos al transepto quedará libre hasta la bóveda del techo, mientras que entre los tres últimos se ubicará el coro, sustentado sobre arcos fajones, que a su vez descansarán sobre las ménsulas de los pilares. Estas pilastras irán adornadas con columnas adosadas como las que ya sustentan los arcos formeros que hay entre ellas. Los capiteles, como ya se puede apreciar en los que se apoyan los arcos formeros, seguirán la temática y el estilo de los que ya podemos contemplar en el panteón familiar.
—Todo esto será maravilloso el día que se pueda apreciar totalmente acabado, pero hoy es poco más que un esqueleto. Me gustaría poder verlo terminado antes de dejar este mundo
—Me parece que eso va a ser imposible, querido hermano. Falta mucho por hacer y las obras van muy despacio. Pero vamos un poco más adelante. Como podéis observar, los ábsides y el transepto están más avanzados. Resultan interesantes y destacables los arcos de ambos brazos del transepto. Su intradós está formado por ocho lóbulos que descansan sobre los capiteles de las columnas adosadas. Por su parte, los ábsides están centrados por un ventanal que rebasa la línea de unión entre el paramento vertical y la bóveda. El presbiterio se cubre por bóveda de medio cañón sustentada en dos arcos fajones.
—No cabe duda que todo esto será una maravilla cuando esté acabado. ¡Lástima que nosotros no lo podamos ver! Si es por falta de dinero, no tienes más que pedírmelo. Ya te prometí en una ocasión que te ayudaría si lo necesitabas.
—No es por falta de dinero, Alfonso. Es por falta de mano de obra. Y claro que será una maravilla cuando esté acabado. Será una obra digna de la capital del reino más importante de la cristiandad. Los siglos venideros se sentirán orgullosos de esta joya arquitectónica, en especial del panteón familiar. Cuando esté totalmente terminado, será una auténtica obra de arte. No sé cómo no cambias tu decisión de ser enterrado en el monasterio de Sahagún. Aquí podríamos reunirnos casi todos los miembros de la familia para emprender juntos el viaje a la eternidad.
—Ese viaje da igual dónde lo emprendas. Lo importante es estar bien preparado para él. Yo ya hace tiempo que he decidido ser inhumado en San Benito de Sahagún con mis esposas y no voy a cambiar ahora de idea. Dejémoslo estar así.
—Como quieras, hermano.
En aquel momento el rey notó un fuerte escalofrío en su esposa.
—¿Te encuentras mal, Berta?
—La verdad que en este templo tan sombrío me he enfriado un poco. Temo haber recaído de nuevo.
—Vámonos para casa. Ha sido una insensatez por nuestra parte el habernos demorado tanto. No debimos hacerlo.
La reina se acostó nada más llegar al palacio. La fiebre le había subido otra vez y ya comenzaba a tener los primeros amagos de tos. La noche fue larga y angustiosa. Por la mañana la fiebre era muy alta y los esputos, purulentos y algo amarronados. El médico se temía lo peor. La reina había recaído en su mal y ahora la neumonía se había agravado. Si no ocurría un milagro, no había esperanzas de que se salvara.
A los ocho días de su recaída, doña Berta de Toscana, tercera esposa legítima de Alfonso VI el Bravo, entregaba su alma al Señor y abandonaba las miserias de este mundo. Su cadáver fue trasladado al monasterio de San Benito de Sahagún para ser enterrado en compañía de las otras dos esposas.
Después de las honras fúnebres, a las que había querido asistir doña Urraca a pesar de sus años, la infanta y su hermano se hallaban solos en el salón del palacio que mandara construir doña Constanza. La tarde era plomiza y del cielo se escapaban las primeras gotas. Una lluvia finísima comenzaba a cubrir la hierba y la hojarasca de las alamedas. El frío invitaba a acercarse al rescoldo de la lumbre.
—¿Qué piensas hacer ahora, Alfonso?
—¿A qué te refieres, Urraca?
—Sabes muy bien a qué me refiero, querido hermano. Te has quedado viudo por tercera vez y tan sólo tienes una hija legítima para sucederte en el trono. Si le ocurriera algo a ella, tendríamos un grave problema sucesorio.
El rey y su hermana se habían acercado aún más al fuego, pues la noche ya se había adueñado de todo y el frío arreciaba.
—Sabes tan bien como yo que tengo un hijo. Él será quien me suceda en el trono cuando yo muera.
—Ese hijo es tan ilegítimo o más que Elvira y Teresa. Debes pensar en casarte de nuevo con una mujer que te dé descendencia a poder ser masculina.
—Me casaré con Zaida, la madre de mi hijo.
—¡Estás loco! Zaida no es más que una mora infiel.
—Zaida se convertirá al cristianismo y se casará conmigo.
—¡Si tú lo dices...!
—Lo digo y lo reafirmo. Zaida se convertirá al cristianismo por mí y por nuestro hijo.
—¡Que Dios te oiga y haga que se cumplan tus deseos! Por mi parte no estoy tan segura. No conozco muchas conversiones de moros al cristianismo.
—Pues no tardarás en conocer una, querida hermana.
La noche avanzaba mientras el temporal parecía recrudecerse. La fina lluvia de media tarde había dejado paso a los primeros copos de nieve. Caían menudos y muy espaciados, pero eso no era óbice para que con el paso de las horas se incrementara su tamaño y su frecuencia se hiciera más intensa. El rey y su hermana continuaban su plática.
—Aunque así sea, ¿crees que el pueblo la aceptará? ¿La reconocerá la nobleza? ¿Y la Iglesia?
—¿Por qué no? Si se convierte al cristianismo y se casa conmigo, será la reina legítima de León y la emperatriz de este vasto imperio que he forjado. ¿Quién lo va a poner en duda?
—No lo sé, Alfonso, pero me parece que cometes un error. Deberías asesorarte bien antes de casarte con ella, no sea que después te lleves una desilusión. No es lo mismo casarse con princesas cristianas, como habías hecho hasta ahora, que casarte con una infiel recién convertida al cristianismo. La gente no lo verá con buenos ojos.
—¿Tú lo ves con buenos ojos?
—Mi opinión no importa ahora. Lo que importa es la opinión de los demás.
—Ya sabes que la tuya me importa por encima de todas las demás.
—No sé qué decirte, Alfonso. Supongo que será guapa.
El rey puso los ojos en blanco.
—Lo es y mucho. Es un dechado de perfección.
—Se nota que estás enamorado de ella.
—No te lo puedes imaginar. Me enamoré desde el primer día que la vi. No tiene parangón con todas las demás mujeres que he conocido. Además de guapa es inteligente y culta. El único problema es que profesa la fe de Mahoma, pero eso pronto dejará de serlo.
—Si es así, cásate con ella y legitima a tu hijo. Por cierto, ¿dónde está?
—En Toledo. Está en buenas manos. Lo he dejado bajo la protección de Bernardo. Haremos de él un perfecto príncipe cristiano.
—Eso será siempre que su madre no interfiera en su educación.
—Su madre no tiene acceso a él.
La infanta quedó sorprendida de la respuesta de su hermano.
—¿Quieres decir que lo has apartado de su madre?
—He tenido que hacerlo.
—¿Y crees que te lo va a perdonar?
—Me lo perdonará, porque ella es la culpable.
—Muy seguro estás. Una madre no perdona fácilmente que la separen de su hijo y menos aún cuando éste es pequeño.
—Zaida sabe lo que tiene que hacer si quiere recuperarlo.
—Vamos, que la estás extorsionando.
—¡Si lo quieres ver así...!
Los dos hermanos seguían conversando al amor de la lumbre como en los viejos tiempos. Hacía muchos años que no dialogaban tanto. Las discrepancias entre doña Urraca y doña Constanza los habían distanciado los años que duró su matrimonio. Luego también las continuas luchas contra los almorávides y la lejanía de don Alfonso hicieron el resto. La infanta durante todo ese tiempo se había alejado de su hermano predilecto y se había abstenido de intervenir en su vida privada y en su gobierno. Ahora volvía a revivir aquellos primeros años después de la muerte de su madre, pero ya era tarde para tornar a implicarse en los asuntos de Estado y en los de la vida íntima de su hermano. Contaba ya a la sazón con sesenta y seis años y sus fuerzas le flaqueaban. Ya no se sentía con los ánimos y la fuerza de voluntad de sus años jóvenes. La vida pasaba y no en vano.
—¿Y ahora qué piensas hacer, Alfonso?
—Pasaré aquí unos días en una especie de retiro espiritual con los monjes del monasterio para congraciarme con Dios y conmigo mismo. Aprovecharé para elevar unas cuantas plegarias al Señor por el eterno descanso de las almas de mis difuntas esposas. Luego me trasladaré hasta Toledo en busca de mi futura esposa y de mi idolatrado hijo. Cuando el Altísimo se digne admitir en su rebaño a la bella Zaida, me casaré con ella para que me haga compañía en los últimos años de mi vida y me proporcione más hijos si ésos son los designios del Señor.
—Te deseo toda la dicha del mundo, amadísimo hermano, con tu nueva esposa. La verdad que no has tenido mucha suerte en tus matrimonios. La mujer que te podía haber dado mucha descendencia no pudo ser. Las que sí pudieron ser no te la han dado. A ver si con ésta te va mejor.
—Gracias, querida hermana. Espero que así sea.
Los dos hermanos se despidieron por aquella noche. A la mañana siguiente doña Urraca regresó a León, mientras que don Alfonso daba comienzo a su retiro espiritual.
35
Alfonso VI regresó a Toledo a principios del año 1100. Después de unos días de retiro en el monasterio de San Benito de Sahagún y de pasar la Navidad en compañía de los monjes, había resuelto regresar al lado de su concubina para formalizar su matrimonio con ella. Era ya hora de acabar con el empecinamiento de Zaida y de legitimar a su hijo Sancho. Su avanzada edad no le permitía demorar por más tiempo aquella situación absurda que tanto comprometía a la corona imperial. Su hijo debía ser declarado heredero legítimo a la corona de León lo antes posible, de lo contrario podría suscitarse una lucha interna por la sucesión entre sus yernos o, incluso, entre algún otro pretendiente ajeno al imperio leonés. No podía permitir que Raimundo de Borgoña, el candidato más probable, se alzara con el cetro del imperio y ciñera su corona.
—Zaida, cariño, debemos acabar inmediatamente con esta situación tan enojosa. Si no te hubieras obstinado tanto en tu actitud, hace años que podíamos haber formalizado nuestro enlace matrimonial con los beneficios que eso hubiera conllevado. Aún no es tarde, aunque el tiempo pasa inexorablemente. Te lo pido por favor, conviértete al cristianismo.
—Sabes que no puedo hacerlo, amor mío. Mi fe es inquebrantable.
—Nada hay inamovible en este mundo, mi bella Zaida. Por el bien de mi reino y por el bien de nuestro hijo debes ceder en tu obcecación. Está en juego la sucesión de mi corona que debe recaer en nuestro amado hijo Sancho. Una palabra tuya y todo se arreglará.
—No sé, Alfonso. No sé qué hacer. Estoy inmersa en un mar de dudas que no me permiten dilucidar la verdad con nitidez. Dame unos días más para pensarlo mejor.
—¿Te parece poco el tiempo que has tenido? ¡Hace casi seis años que te lo pedí y ahora me vienes con que necesitas unos días más! Zaida, amor mío, no demores más tu decisión ni prolongues por más tiempo mi angustia. Decídete ahora mismo.
—¡Ay, no me atosigues tanto! Déjame meditarlo un poco más.
El rey guardó silencio. No quería forzar demasiado a su amada, por temor a que produjera el efecto contrario al deseado. La dejaría que lo reflexionara durante unos días como le había pedido. Tal vez eso la ayudara a tomar la decisión acertada.
—No quiero insistir sobre el tema, pero piensa en ello. Ahora voy a dar un paseo con mi caballo por la ribera del Tajo. Necesito que el viento hiera mi rostro y esparza mis cabellos. Regresaré a la hora del almuerzo.
—Vete, amado mío, con mi beneplácito. Entretanto yo invocaré a Alá y le pediré que esclarezca mi mente para tomar la decisión más acertada.
Transcurrieron tres días antes de que la bella mora le diera una respuesta a su amado. Tres días que a don Alfonso se le hicieron eternos, pues aunque no había vuelto a insistir sobre el tema, estaba impaciente por conocer la decisión de su concubina. Lo necesitaba tanto como respirar.
—Amor mío, he decidido convertirme —le dijo al cabo de los tres días.
—No sabes cuánto me alegro de oírte decir eso —don Alfonso la atrajo hacia sí y la estrechó fuertemente contra su pecho. Permanecieron unidos largo tiempo en un ósculo de amor—. Mi bella y adorada mora, a partir de este momento pondremos en movimiento toda la parafernalia necesaria para tu bautismo. Lo celebraremos con gran boato el día de la Pascua de Resurrección. Quiero que ese día sea el más radiante de tu vida. Luego no demoraremos nuestro enlace matrimonial. Deseo que todo el mundo te respete como lo que vas a ser, mi esposa, la próxima reina de León.
—Me hace muy feliz todo lo que me anuncias, pero en mi corazón sigue habiendo clavada una espina. Durante estos tres días he rezado mucho a Alá y le he pedido que me ilumine. Tengo que decirte, amor mío, que a pesar de mis oraciones mi corazón sigue albergando muchas dudas. He tomado la decisión esperando que Alá me perdone algún día, mas no sé si lo hará.
—Claro que lo hará, mi dulce amor. Alá sabrá comprender las razones que has tenido para abrazar el cristianismo. No sufras por eso.
El día de Pascua de Resurrección la catedral de Toledo, antigua mezquita mayor, lucía en todo su esplendor. A las doce del mediodía el arzobispo Bernardo esperaba cubierto con la capa pluvial, el báculo y la mitra a la puerta del templo la llegada de la nueva catecúmena. Zaina, que durante aquellos meses había sido adecuadamente instruida en los mandamientos de la ley de Dios, en la fe de Cristo y en los sacramentos de la Santa Madre Iglesia, llegaba toda vestida de blanco, como símbolo de su inocencia y pureza, al umbral de la puerta mayor de la catedral de la mano de su futuro esposo. Iba presta a recibir el sacramento del bautismo que le abriría las puertas de la Iglesia a una nueva vida.
—Zaina, ¿aceptas recibir el bautismo voluntaria y libremente? —le preguntó el arzobispo.
—Sí, acepto.
—¿Renuncias a Satanás, a sus pompas y a sus obras?
—Renuncio.
—¿Renuncias a la fe de Mahoma, a su doctrina y a sus mentiras?
La bella mora dudó unos instantes antes de contestar.
—Renuncio —contestó al fin con voz trémula.
—¿Crees en los mandamientos de Dios, en la fe de Cristo y en los sacramentos de la Santa Madre Iglesia?
—Sí, creo.
—¿Te arrepientes de tus pecados, de haber sido infiel y de haber servido a Satanás?
—Me arrepiento.
—Si es así, puedes pasar a la casa del Señor para recibir el santo sacramento del bautismo.
Después de este preámbulo la comitiva se acercó a la pila bautismal.
—Puesto que vas a recibir el agua liberadora del pecado original y de cuantas culpas has cometido hasta ahora, te pido que inclines tu cabeza sobre la pila bautismal para derramarla sobre ella y para que te purifique de todo mal.
La neófita inclinó la cabeza como le pedía el arzobispo.
—Ahora, Isabel, yo te bautizo en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo para que entres a formar parte de la Iglesia católica y del rebaño de Cristo.
—Amén —contestaron los asistentes.
A continuación el arzobispo trazó sobre la frente de la nueva cristiana el signo de la cruz para indicar que ya formaba parte del rebaño del Señor. Acto seguido celebraron la Misa en la que la bella mora, ahora con el nombre de Isabel, recibió por primera vez la santa Eucaristía.
—¿Estás contenta con la nueva fe y con el ingreso en el seno de la Santa Madre Iglesia católica? —le preguntó el rey cuando ya se hallaban a solas en el palacio.
—Pues no sé qué decirte. Creo que es demasiado precipitado para hacer una valoración. Ya te lo diré más adelante.
—Pero ¿no has sentido algo al recibir el bautismo?
—¿Qué quieres que sienta salvo una ligera emoción? He vivido una especie de sueño por la liturgia que rodea a toda la ceremonia, pero nada más. No me ha hecho sentir en mi interior más de lo que me había hecho sentir hasta ahora mi fe anterior.
—Deberías sentir algo distinto, pues ésta es la fe verdadera.
—Si te he de decir la verdad, creo que en el fondo no se diferencian tanto una de la otra. Lo único que cambian son las formas. Ambas se fundamentan en la adoración y el temor a un Ser Supremo, eso sí, el cristianismo lo fragmenta en tres personas distintas. Ambas predican el amor a los demás. En ambas se inculca el derecho a la vida y el respeto a los bienes ajenos. No encuentro grandes disimilitudes entre ellas.
—Pues aunque no encuentres grandes diferencias entre ellas, ahora ya profesas de una manera oficial la fe cristiana y en ella tendrás que educar a nuestro hijo y a los que puedan venir. Ahora aligeraremos los preparativos para celebrar nuestra boda lo antes posible y a partir de ahí Sancho regresará al palacio para que viva con nosotros y se eduque a nuestro lado. ¿Te parece bien?
—Lo estoy deseando, amor mío. ¡Lo he echado tanto en falta estos años...!
Un mes más tarde, el 14 de mayo del año 1100, Alfonso VI contraía nupcias por cuarta vez con la bella mora, ahora llamada Isabel. La misma noche de bodas ella le reveló su secreto.
—Alfonso, voy a tener otro hijo tuyo.
—Estupendo. Ojalá sea otro varón. ¿Para cuándo lo esperas?
—Será para finales de año, como ocurrió con Sancho.
—¿Y no me habías dicho nada hasta ahora?
—Bueno, quería darte la sorpresa precisamente esta noche, como regalo de bodas.
Don Alfonso la estrechó entre sus brazos.
—Es el mejor regalo de bodas que me puedes dar. Pidámosle a Dios los dos juntos que nos depare otro varón. Uno solo no es garantía suficiente para asegurar el trono.
—Estás muy obsesionado con el trono, amor mío.
—¿Cómo quieres que no lo esté si hasta ahora tan sólo he tenido a Sancho como único hijo varón y a Urraca como única hija legítima hasta hoy que acabamos de legitimar a nuestro hijo? No sabes lo angustioso que es vivir así, pendiente tu sucesión de un hilo. Ahora con Sancho, el retoño que viene en camino y los que me des en el futuro ya puedo morir tranquilo. Creo que la sucesión está asegurada.
—Entonces, ¿sólo te has casado conmigo por la descendencia?
—No, cariño. Me he casado contigo porque estoy locamente enamorado de ti. Desde que te vi por primera vez mi corazón quedó cautivado por tu belleza sin par. Pero eso no es óbice para que desee también tener hijos contigo. ¿O acaso tú no los deseas?
—Con todo mi corazón, amor mío.
El rey selló los labios de su esposa con un ósculo de amor.
—Si nos queremos y los dos deseamos tener hijos, ¿por qué ocultarlo? Si, además, eso asegura mi sucesión, ¿no crees que es doblemente satisfactorio? Un rey debe tener hijos para perpetuarse en la posteridad. De nada sirve haber conquistado muchos territorios o haber agrandado el reino si contigo se extingue tu dinastía. Es como si todo lo que has hecho, todo por lo que has luchado no tuviera sentido. Es más, es como si al final de tu vida hubieras defraudado a todos tus antepasados. Un rey no sólo tiene el derecho sino el deber de procrear hijos para asegurar su legado.
Siete meses más tarde nacería su segundo vástago, una hermosa niña, fiel retrato de su madre, a la que le pusieron por nombre Elvira. No, no me he equivocado de nombre. Le pusieron Elvira, a pesar de que don Alfonso ya tenía otra hija con ese mismo nombre, su primera hija, una hija bastarda engendrada con su primer amor, su concubina doña Jimena Muñiz.
36
La primogénita de doña Sancha y don Fernando se había retirado al monasterio de San Benito de Sahagún. Después de los últimos óbitos familiares, sobre todo el de su hermana doña Elvira, prefirió refugiarse en una vida más contemplativa alejándose de las pompas mundanas. El lugar elegido para pasar sus últimos días fue el monasterio preferido por su hermano favorito ubicado en las orillas del Cea. Aquel lugar tan cargado de historia desde sus orígenes, tan poderoso y al mismo tiempo tan sosegado, tan favorecido por todos sus antepasados y hasta por ella misma, pues no en vano formaba parte de su patrimonio. Allí quiso doña Urraca ocultarse para preparar serenamente su tránsito de esta vida a la otra. Su obra en este mundo ya estaba hecha. Sus ambiciones, colmadas. Sus ansias de poder, satisfechas. Había estado al lado de su hermano el rey la mayor parte de su vida. Había sido su asesora hasta el final. Tan sólo se había apartado a un lado durante su matrimonio con doña Constanza, con la que no congeniaba. No había sido reina porque la ley no se lo permitía, pero había gobernado el legado de sus padres a la sombra. ¿Qué más podía pedir?
Doña Urraca reflexionaba sobre su pasado. No se arrepentía de nada de lo que había hecho. Desde su juventud había apostado por Alfonso y consiguió que éste reuniera en su persona otra vez todo el legado de sus padres. Aquel legado que jamás debería haber sido dividido, pero que, de no haberlo sido, le habría correspondido íntegramente a Sancho al que ella detestaba. El desenlace final del cerco de Zamora fue una bendición del cielo para realizar sus deseos. Con la fortuita muerte del primogénito quedó expedito el camino para que su hermano predilecto tomara las riendas del reino. A partir de aquel momento todo se desarrolló como ella quería, con sus luces y sus sombras, que las hubo, pero con su hermano preferido siempre en el poder. Se iba, pues, con la conciencia tranquila.
En su retiro facundino doña Urraca reconsideraba todo lo que había hecho para mantener y mejorar su infantazgo. Era mucho y bueno. Tan sólo había una sombra que palidecía su brillante obra y entristecía su corazón. Era la inacabada ampliación y reforma de la basílica de San Isidoro. Había dedicado muchos esfuerzos y dinero para conseguirlo, mas no había sido por causa de éstos por los que no se había finalizado, sino por falta de medios humanos. Le hubiera gustado verla acabada. La realidad fue más tozuda que su propia voluntad y le demostró que no podía ser. A pesar de ello se iba satisfecha por lo que había logrado y por el proyecto que dejaba abierto. Otros vendrían detrás de ella que lo rematarían y que harían realidad aquella ambiciosa obra que enorgullecería a las generaciones venideras.
La primavera transcurría apaciblemente en la vega del Cea. Doña Urraca gustaba pasear bajo la fronda de sus alamedas en las templadas tardes primaverales. Allí recibió la grata noticia una tarde de finales de mayo. Su hermano iba a tener un nuevo hijo. Sería el tercero que le daría la bella mora. La infanta deseó ardientemente que esta vez fuera un niño. Lo anhelaba de todo corazón. Le suplicaría al Todopoderoso que le concediera un nuevo varón para alegrar la vejez de su querido hermano. Había tenido tan mala suerte con su descendencia, que tan sólo contaba con un único varón, Sancho. Si a éste le ocurriera cualquier desgracia, el reino tendría que pasar a manos femeninas, que era tanto como pasar a otra dinastía. Su hermano no se merecía eso después de haber luchado tanto en su vida y de haber expandido su reino por el al-Ándalus.
Un mes más viviría doña Urraca recogida en el monasterio de San Benito en perpetuo ayuno y penitencia en expiación de sus pecados. Todo ese tiempo transcurrió en permanente comunión con Dios pidiéndole que la acogiera en su seno. Se enmendó de todas su faltas y de cuantas veces pudiera haberlo ofendido de pensamiento, palabra u obra. Le pidió que velara por el único miembro de su familia que aún quedaba vivo, por su amado hermano Alfonso, y que lo guiara e iluminara en el buen gobierno de su reino. Desprendida de todos los bienes materiales, de todas las vanidades y pompas mundanas, entregó su alma al Todopoderoso a los sesenta y ocho años de edad. Sus restos mortales fueron trasladados al Panteón de los Reyes de San Isidoro de León. Allí permanecerán por los siglos de los siglos.
Don Alfonso y doña Isabel asistieron a las honras fúnebres por el eterno descanso de su alma. Con su desaparición el rey acababa de recibir uno de los golpes sentimentales más duros de su vida. Después de su madre era la persona que más había amado en su vida, entiéndase con amor filial. Para él su hermana mayor había sido como su segunda madre. Había sido su consejera como rey y como hombre. Siempre había estado a su lado en los momentos más difíciles y siempre le había solucionado los problemas y le había allanado el camino. Su ausencia dejaba un hueco en el corazón de don Alfonso muy difícil de llenar. La echaría en falta y la lloraría todos los días que le quedaban de vida.
Pero la vida no se detenía por más que se fuera para siempre un ser muy querido. La vida continuaba y don Alfonso tenía que seguir gobernando para conseguir la paz y el bienestar de sus súbditos. Él, a diferencia del resto de los mortales, no podía desfallecer ni dejarse llevar por los sentimientos por muy humanos que éstos fueran. Tenía que sobreponerse al duro golpe que acababa de recibir y olvidarse de la que tantas veces le sirvió de ayuda y consuelo. Tenía delante de sí a su amada esposa, su bella mora, otra vez en cinta, de la que esperaba un nuevo heredero.
—¿Qué piensas hacer ahora, Alfonso? —le preguntó Isabel cuando ya se hallaban los dos solos en el lujoso salón del palacio real.
—De momento nos quedaremos a pasar el verano en León, que no es tan riguroso como el de Toledo. Luego regresaremos a la ciudad imperial para dirigir desde allí mejor la defensa de nuestras fronteras.
El rey tenía el semblante demasiado triste.
—¿Te ha afectado mucho la muerte de tu hermana, verdad?
—Muchísimo, cariño. Era como una madre para mí.
—Te ayudaré a superar este trance en lo que pueda.
—Sé que lo harás, amor mío, pero el vacío que mi hermana ha dejado en mi corazón no será fácil de llenar. Ese rinconcito quedará ya marchito eternamente. Además de haber sido mi hermana predilecta, era el único vínculo que me quedaba de mi familia. Con ella se han ido ya todos para siempre.
—No te pongas tan melodramático, que me vas a partir el corazón.
—Lo siento, mi vida, pero no lo puedo evitar. Me sale de lo más hondo de mi alma.
La bella mora no sabía cómo alegrar el profundo pesar de su esposo.
—¿Quieres que vayamos a dar un paseo por el jardín?
—No estoy muy animado, vida mía, pero iremos si es lo que te apetece.
—No lo hago por mí sino por ti, para que te distraigas un poco y te sobrepongas a esa melancolía.
—No me sobrepondré, pero podemos intentarlo. Aquí dentro encerrado en este salón parece que se me quiere venir el techo encima. Salgamos al aire libre.
Don Alfonso poco a poco fue superando la melancolía que le había producido la muerte de su hermana doña Urraca. En agosto los reyes se trasladaron a Toledo para estar más cerca de la frontera con los musulmanes y dirigir mejor las operaciones militares contra ellos. El avanzado estado de gestación de doña Isabel hizo más penoso el viaje, pero, después de muchos contratiempos, pudieron llegar felizmente a la ciudad del Tajo. Cuando alcanzaron por fin el palacio imperial agosto ya declinaba. Los calurosos días del verano se dejaban notar aún con fuerza en la ciudad imperial. Los reyes paseaban un atardecer por el bello jardín árabe de su palacio.
—¿Cómo te encuentras hoy, mi bella diosa caída del Olimpo?
—Muy bien, amor mío. Un poco cansada, pero feliz.
—¿No te habrá perjudicado el viaje en tu estado?
—No lo creo. Después del descanso de estos dos días me encuentro perfectamente.
—Sería conveniente que te examinara el médico para que evaluara tu estado de salud.
—No es necesario, cariño. Estoy bien.
A pesar de su negativa, el médico la reconoció para descartar cualquier posible complicación por el largo y pesado viaje. Todo transcurrió con normalidad. La reina se sentía muy bien y vivía feliz. Pronto daría a luz un nuevo hijo que vendría a incrementar la familia. No sólo el rey, todos sus súbditos y vasallos deseaban que fuera un niño para asegurar mejor el legado paterno. La expectación era máxima. La fecha se aproximaba. Por fin la reina dio a luz una hermosa niña que desilusionó a todo el mundo, en especial a don Alfonso, que una vez más veía truncados sus deseos. ¿Qué crimen había cometido o en qué había ofendido al Señor para que no le concediera descendientes varones? Un solo hijo era muy poco para asegurar su legado. Le quedaba la esperanza de seguir intentándolo, pues la reina todavía era joven y aún le podía dar mucha descendencia.
Unos días más tarde bautizaron a la recién nacida con el nombre de Sancha en honor a su abuela materna. Don Alfonso, a pesar de no perder la esperanza de tener más hijos, se sentía triste y deprimido por aquella nueva oportunidad perdida.
37
Habían transcurrido ya varios meses desde el nacimiento de su última hija. Don Alfonso seguía triste por no haber tenido un segundo varón como era su deseo. Ni las caricias y halagos de su esposa ni las sonrisas y carantoñas de sus hijos lograban devolverle la alegría de vivir. Sentía que se iba haciendo viejo y que las esperanzas de tener más hijos varones cada vez eran más exiguas. Un día, mientras paseaba por los jardines del palacio con su amigo y consejero el arzobispo de Toledo, éste trataba de animarlo y de sacarlo de su obstinada apatía.
—Debéis volver a la realidad y tomar de nuevo las riendas del poder, Majestad. No podéis seguir más tiempo así.
Dio la sensación que el rey no había escuchado las palabras de su consejero y amigo. Se hallaba como ausente de la realidad que lo rodeaba.
—¿Decías algo, Bernardo?
—Os decía, Majestad, que deberíais tomar de nuevo las riendas del poder.
Don Alfonso pareció despertar de un largo sueño.
—Tienes razón, Bernardo. No sería justo que por mi egoísmo se perdiera ahora todo lo que hemos ganado con mi esfuerzo y con el de mis antepasados. No hemos llegado hasta aquí para malograrlo todo en este instante por mi insensatez. Debo tomar otra vez las riendas de mi reino por mis predecesores y por mi hijo y futuro heredero. ¿Qué ejemplo sería yo para él si abandonara en este momento mis obligaciones? ¿Yo, que siempre he sido el primero en acudir al campo de batalla, que nunca he dado la espalda al enemigo, que me he enfrentado siempre con valor a las más temibles adversidades, que he servido de acicate para mis vasallos, voy a permanecer ahora sin hacer nada? ¡Ni hablar! Desde hoy mismo reemprenderé mi actividad y asumiré las funciones que me corresponden como cabeza visible del reino más importante de la cristiandad hispana. No continuaré ni un minuto más en este estado de letargo en el que me he sumido durante todo este tiempo.
—Así me gusta oíros hablar, Señor. Ahora sí que volvéis a ser el de siempre.
La mañana era soleada y espléndida. Las alamedas del Tajo ya lucían los primeros brotes que pronto se transformarían en una vasta fronda verde. El jardín real ya comenzaba a vestirse con los incipientes colores primaverales. Un paje se acercó a donde se hallaban el rey y el arzobispo.
—Majestad, un emisario de doña Jimena Díaz espera ser recibido por Vos —le anunció después de una grave reverencia.
—Hazle pasar.
—¿Aquí, Señor?
—Sí, aquí.
El criado se marchó dejándolos solos de nuevo.
—¿Qué querrá ahora doña Jimena? —se atrevió a insinuar don Bernardo.
—Pronto lo sabremos, amigo Bernardo.
En aquel momento regresaba el paje en compañía del emisario.
—Con la venia, Señor —el emisario hizo una reverencia al rey—, ¿me concedéis vuestro permiso para hablar?
—Puedes hablar. ¿Qué me tienes que decir?
—Majestad, mi señora doña Jimena solicita de Vos refuerzos para defender la ciudad de Valencia del ataque de los moros.
—¿No tiene suficiente con sus mesnadas?
—Me temo que no, Señor. Las fuerzas de Muhammad al-Mazdali son muy superiores a las suyas y hace tiempo que amenazan con atacar la ciudad. Mi señora necesita ayuda o, de lo contrario, Valencia caerá en poder de los almorávides.
—Dile a tu señora que le enviaré refuerzos, pero, si a pesar de todo no puede defender la ciudad, debe abandonarla en poder de los sarracenos incendiándola y arrasándola antes por completo. No podemos permitirnos el dispendio que conlleva su defensa.
—Así se lo haré saber, Majestad.
El emisario partió veloz hacia Valencia con el mensaje del rey. El arzobispo, que había escuchado con atención el diálogo entre don Alfonso y el emisario, se aventuró a dar su opinión.
—¿Creéis, Majestad, que es buena idea la de arrasar la ciudad de Valencia?
—¿Qué otra cosa podemos hacer, mi querido Bernardo?
—No sé. Podéis enviar un contingente importante de fuerzas para vencer a los almorávides y que la ciudad pueda seguir en manos de los cristianos.
—¿Y de qué nos serviría eso? Tarde o temprano volverían a atacar con más tropas y nos veríamos igualmente obligados a abandonarla. No debemos malgastar tiempo, dinero y vidas humanas en algo que es imposible. Rodrigo Díaz se empeñó en conquistar Valencia y crear allí un pequeño reino a su medida, pero eso no fue más que un sueño. Más pronto o más tarde ese territorio tiene que volver a manos de los sarracenos, porque está totalmente rodeado por ellos. La idea de Rodrigo fue completamente descabellada y fuera de lugar. Nunca debió actuar por su cuenta como lo hizo, sino coordinado con nosotros para avanzar unidos y al unísono contra el imperio infiel y conseguir derrotarlos entre todos juntos. Ahora Valencia no es más que una isla en territorio mahometano. Su defensa resultaría demasiado onerosa para el erario público.
—¿Debo entender que la abandonáis a su suerte?
—Tanto como eso, no. Enviaré un contingente de mis huestes para que presenten batalla a los almorávides y le faciliten la huida a Jimena. No puedo ni debo hacer más. Para defender a Valencia hay que conquistar antes los territorios aledaños y eso hoy por hoy es imposible. Créeme, caro amigo, es mejor dejarla que caiga de nuevo en manos de los infieles.
Don Alfonso envió a Valencia las tropas prometidas a doña Jimena con la consigna de arrasar la ciudad si se hacía imposible su defensa. El 4 de mayo del año 1102 se produjo el enfrentamiento en Cullera entre las tropas cristianas y las almorávides. La batalla fue ardua aunque sin que la victoria se decantase hacia ninguno de los dos bandos. Como consecuencia de ello, doña Jimena y sus huestes dejaron la ciudad de Valencia portando los restos de don Rodrigo para enterrarlos en el monasterio de Cardeña. De esta manera regresaba a tierras castellanas el que un día las abandonara para nunca más volver.
38
Con la pérdida de Valencia don Alfonso empezó a temer por la seguridad de Toledo. Los almorávides, llamados en un principio por algunos de los reyes taifas para defenderlos contra los ataques del rey leonés, no tardaron en cambiar de táctica para extender su imperio norteafricano por todo el al-Ándalus español. Las desavenencias que existían entre los distintos reyes taifas, sobre todo por las enormes cargas impositivas que tenían que pagar al emperador, determinaron que los almorávides se fueran apropiando de los distintos reinos del sur peninsular. Entre el 1090 y el 1100 cayeron en su poder las taifas de Murcia, Granada, Badajoz, Córdoba, Málaga y Sevilla. En 1102 acababan de conquistar el apetecido reino de Valencia. Ante esta progresión almorávide, Alfonso VI se vio obligado a repoblar y fortificar las ciudades de Segovia, Ávila y Salamanca para ofrecer a través de ellas una fuerte resistencia sobre el imparable avance de los infieles. Esta misión se la encomendó a su yerno Raimundo de Borgoña.
Los condes de Galicia se hallaban a la mesa de don Alfonso. El rey presidía el banquete que transcurría casi en silencio, sólo interrumpido de cuando en cuando por algún que otro monosílabo que se escapaba de los labios de alguno de los comensales. Al fin don Raimundo se atrevió a formular una pregunta a su suegro.
—¿Para qué nos habéis mandado llamar, mi Señor?
El rey siguió comiendo como si no hubiera oído nada o no fuera con él la pregunta. Cuando estaban a punto de finalizar el banquete, se dirigió a su yerno en los siguientes términos:
—Raimundo, te cuidarás de fortificar y repoblar las ciudades de Segovia, Ávila y Salamanca en el menor tiempo posible. El avance imparable de los almorávides está poniendo en serio peligro la frontera que hace años fijamos en el Tajo. Quiero levantar una línea defensiva en la retaguardia de esta frontera para impedir que progresen más hacia el norte. Y los bastiones de esa línea serán estas tres ciudades.
—Pero tendré que reunir mucha gente para repoblarlas. ¿De dónde la reclutaré, Señor?
—De todas las partes de nuestros reinos y hasta del extranjero si es necesario. Les otorgaré fueros especiales para que resulten atractivas a los nuevos pobladores, pero quiero que esas tres ciudades se llenen de gentes que nos sean fieles y que estén dispuestas a luchar contra el enemigo invasor. No escatimaremos beneficios y prebendas para que se sientan más ligadas a su nuevo hogar y para que lo defiendan con todo el ahínco y fervor del que sean capaces. Hemos de repoblar esta tierra de nadie que hay entre el Duero y el Tajo para impedir que vuelva a caer en manos de los sarracenos. Se derramó mucha sangre para conquistarla y no podemos permitir que haya sido en vano.
—¿Cuándo debo comenzar?
—Cuanto antes.
—Muy bien. Partiremos inmediatamente para Segovia para poner en práctica vuestro proyecto, Señor.
Don Alfonso se sintió más tranquilo después de haber ordenado la repoblación de las tres ciudades que había elegido como baluartes contra el avance de los almorávides hacia el norte de la Península. Harían de dique de contención contra la avalancha infiel. A pesar de esas medidas, el rey seguía receloso de los peligros que entrañaba tener tan cerca un enemigo tan peligroso como aquél.
—¿Qué opinas de la nueva alianza entre los almorávides y los sarracenos de Zaragoza, Álvar?
—¿Qué os puedo decir, Señor? Es un paso más para obligarnos a retroceder en nuestra reconquista. Los almorávides se han empeñado en apoderarse otra vez de toda la Península.
El rey había mandado llamar a Álvar Fáñez, uno de sus más fieles y aguerridos generales, para acordar con él la mejor estrategia de defensa contra el enemigo invasor.
—Pues no lo van a tener nada fácil. Yo no estoy dispuesto a ceder ni un palmo más del territorio conquistado. Son muchos los siglos de lucha, muchos los esfuerzos realizados, mucha la sangre derramada, como para que todo esto ahora se reduzca a cenizas. Todos nuestros ideales, todas las batallas a las que nos hemos enfrentado, todos nuestros triunfos carecerían de sentido si ahora fracasáramos. Les haremos frente y les pararemos los pies. No podemos permitir que esos infieles avancen un palmo más y sobre todo no podemos consentir que se vuelvan a adueñar de esta ciudad. Toledo representa el símbolo de la unidad de España, de la continuidad del reino visigodo del que somos sus legítimos herederos, y lo defenderemos hasta la extenuación y la muerte. Si cae Toledo otra vez en manos de los sarracenos, caerá de nuevo toda la Península, porque la recuperación de esta ciudad les infundiría el valor suficiente para llevar a cabo tal empresa. Por el contrario, entre los nuestros se apoderaría tal desánimo, que la mayor parte huirían despavoridos y a la desbandada. Con el fin de defender la frontera del Tajo y la seguridad de esta ciudad, debemos interceptar sus comunicaciones entre Zaragoza y el al-Ándalus. Para ello nada mejor que sitiar la plaza de Medinaceli y para eso te he pedido que vengas, Álvar.
—Agradezco la confianza que depositáis en mí, Señor. Una vez más intentaré no defraudaros.
—Así lo espero, Álvar. Vasallos como tú son los que necesito para defender este vasto imperio que hemos conquistado entre todos juntos. Tu lealtad será debidamente recompensada.
—Ya lo habéis hecho en muchas ocasiones, Majestad, por lo que os estoy eternamente agradecido.
—Dispondremos lo más conveniente a su tiempo. Ahora debes partir con tus tropas hacia Medinaceli. Es muy importante que te sitúes allí lo antes posible para entorpecer las comunicaciones entre ambos bandos. Será de la única manera que nos sentiremos más seguros aquí.
Las huestes reales al mando de Álvar Fáñez no tardaron en sitiar Medinaceli y cortar el paso hacia el valle del Jalón. Sus efectos se hicieron sentir de inmediato. Mientras tanto un gran número de fuerzas almorávides procedentes de Granada y Valencia se pusieron en marcha nada más conocerse el asedio de la fortaleza castellana para acudir en su auxilio. Avanzaban hacia el lugar indicado siguiendo el valle del Tajo, pero a la altura de Talavera un contingente de tropas cristianas les tendieron una emboscada en la que perdió la vida el gobernador de Granada. Las tropas almorávides, desmoralizadas ante la muerte de su jefe, huyeron a la desbandada regresando a su lugar de origen sin cumplir su cometido, lo que favoreció la estrategia de Alfonso VI.
Unos meses más tarde, en junio del 1103, Álvar Fáñez se apoderó de Medinaceli. La plaza se rindió después del prolongado sitio al que fue sometida. Sus habitantes no pudieron soportar por más tiempo las privaciones a las que se vieron sometidos. Los víveres y la reserva de provisiones que habían acumulado antes de la llegada de las huestes cristianas poco a poco se les fueron agotando. La mayor parte de la población ya padecía los síntomas de la hambruna. En vano habían esperado la llegada de las fuerzas salvadoras. Al final las autoridades tuvieron que hacer frente a la cruda realidad entregando la plaza sin mayor resistencia a sus sitiadores.
Con la conquista de Medinaceli Alfonso VI lograba un enclave estratégico entre la taifa de Zaragoza y el nuevo al-Ándalus de los almorávides, que le permitiría asegurar mejor la ciudad imperial contra los ataques de sus enemigos. Por aquel entonces el rey leonés era todavía dueño y señor de la mayor parte de las plazas y fuertes ubicados en la cuenca del Tajo. Aún llegó a enviar sus huestes por tierras sevillanas en un alarde de fuerza. Pero los almorávides no se atemorizaban fácilmente ante estas muestras de poder de Alfonso VI el Bravo y trataban de atacar su reino y desgastar su autoridad en todo momento. Aprovechaban cualquier circunstancia, cualquier muestra de debilidad del emperador para apoderarse de alguno de sus fuertes o plazas. Las espadas continuaban en alto y la lucha entre moros y cristianos seguía en pie aunque a veces se establecieran largas treguas entre ellos.
Alfonso VI descansaba en su palacio imperial de Toledo aprovechando una de esas treguas con sus enemigos. El invierno toledano estaba dejando ya paso a la primavera, aunque de una manera todavía muy tímida. Pronto se igualarían los días y las noches, lo que ayudaría a despertar de su letargo a la dormida naturaleza. El sol del atardecer se reflejaba sobre las remansadas aguas del Tajo, que discurría suavemente circundando la colina en la que se asienta la ciudad. El rey contemplaba el espectáculo desde uno de los miradores de los jardines de su palacio. Uno de sus sirvientes se acercó a él.
—Perdonad, Majestad, que interrumpa vuestro descanso.
—¿Qué ocurre?
—Un mensajero de su hija espera ser recibido.
—¿Un mensajero de mi hija? ¿Qué querrá?
Don Alfonso no mantenía muy buenas relaciones con su hija doña Urraca. A pesar de que le había encomendado a su marido la repoblación de Segovia, Ávila y Salamanca, desde que conspiraran contra él no les tenía demasiado afecto. ¿Qué habría ocurrido para que le enviara ahora un emisario? No tardaría en salir de dudas.
—Majestad, su hija le ha dado un nieto.
—¿Qué? Si ni siquiera sabía que estuviera en estado. ¿Cuándo ha sido eso?
—El uno de este mes. Es un niño muy hermoso y robusto. Han decidido ponerle Alfonso, como vuestra Majestad, Señor.
—¡Vaya qué detalle! —el rey quedó tan desconcertado que no sabía cómo reaccionar—. ¿Y sabes cuándo será el bautizo?
—Con exactitud no, Señor, aunque hablaban de bautizarlo el domingo de Pascua de Resurrección.
—No importa. No podré asistir de ninguna de las maneras. Es un viaje demasiado largo para mí y, además, no puedo abandonar esta ciudad por la amenaza continua de los sarracenos. He de estar en guardia permanente. Les llevarás un regalo y mis felicitaciones.
Unos días más tarde don Alfonso hablaba del acontecimiento con el arzobispo don Bernardo. Lo había invitado a comer para pedirle su consejo.
—Este niño puede complicar la sucesión a la corona.
—¿Vos creéis, Señor?
—Lo creo y lo afirmo. Mi hija ahora tiene más fuerza para reclamar su derecho a la sucesión. Estoy seguro que ella y mi yerno conspirarán de nuevo para conseguir la corona a mi muerte. No podía haber venido en peor momento este nieto.
—No digáis eso, Majestad. La llegada de un nuevo ser a este mundo siempre es una buena noticia y en el caso de su nieto, mucho más. Al contrario de lo que Vos pensáis, yo creo que con este niño se afianza vuestra estirpe en el trono. Ya sé que tenéis como heredero legítimo a vuestro hijo. Pero, Dios no lo quiera, ¿y si le pasara algo a Sancho? En este caso, vuestra hija doña Urraca heredaría la corona y después de ella lo haría su hijo. Vedlo por el lado positivo. Este nuevo vástago de vuestra familia es el tercer miembro legítimo a la sucesión.
El rey y el arzobispo salieron al jardín para disfrutar de la templada tarde de comienzos de la primavera.
—Tal vez tengas razón, Bernardo. Con todo, sigo pensando que no llega en buen momento. Yo quería tener más hijos para asegurar mi estirpe, pero Dios no se ha dignado concedérmelos, aunque todavía no he renunciado a tenerlos.
El arzobispo se quedó mirando al rey con estupefacción.
—Pero ¿qué decís, Majestad? Vos ya no estáis en edad de engendrar más hijos. Vais a cumplir sesenta y cinco años. Debéis renunciar a tener más descendencia.
—Bueno, bueno. Eso ya lo veremos.
—¡Cómo que ya lo veremos, Señor! A vuestra edad debéis cuidaros.
—¿Crees que no me cuido, Bernardo?
—Pero, Majestad, Vos ya no estáis para esos lances.
—Mientras esté útil para luchar, también lo estaré para amar.
Los dos ilustres tertulianos se acercaron al mirador desde el que se podía contemplar una amplia panorámica sobre el Tajo y su vega. El sol lucía esplendoroso en un cielo completamente despejado de nubes. Don Alfonso observaba extasiado el suave discurrir de las aguas.
—¿En qué pensáis, Señor?
—En nada importante, Bernardo.
—No me mintáis. Sé que cuando os quedáis ensimismado estáis tramando algo.
—En realidad estaba pensando que debo hacer una razzia a la taifa de Zaragoza. Hace mucho tiempo que no me paga las parias, así que voy a hacerle una visita de cortesía. A estos reyezuelos moros se les suben pronto los humos si ven que te relajas un poco.
—No deberíais alejaros de Toledo, Señor. Ya sabéis que si lo hacéis, los sarracenos pasan pronto aviso a Yusuf para que venga a socorrerlos y a enfrentarse a Vos.
—Correré ese riesgo, pero antes debo enseñarle a Abdelmalik quién manda aquí.
Unos días más tarde partía don Alfonso con sus mesnadas para tierras zaragozanas. En su ataque llegó muy cerca de la capital, pero, tal como le había pronosticado don Bernardo, el rey taifa solicitó la ayuda de Yusuf ben Tasufin, el cual no se demoró en corresponderle irrumpiendo de nuevo en la Península a la cabeza de un gran ejército que condujo por tierras de Sevilla y Badajoz. El emperador, enterado de los hechos, desistió del ataque a Zaragoza para ir a su encuentro.
39
Alfonso VI se dirigió con sus mesnadas a tierras de Badajoz para frenar el avance de los almorávides a cuyo frente iba Yusuf ibn Tasufin. Acompañaban al rey muchos de sus mejores vasallos y también algunos caballeros franceses con sus correspondientes tropas de infantería. Avanzaban por tierras pacenses para librar batalla contra los moros invasores que se habían apoderado de aquellos campos y los asolaban a su paso. Ambos ejércitos se enfrentaron en un lugar llamado Salatrices, donde el Bravo se abalanzó con gran denuedo sobre las huestes sarracenas infundiendo valor a los suyos y sin preocuparse de su persona. Mas la mala suerte hizo que una lanza del enemigo lo hiriera en un muslo, lo que le forzó a abandonar el campo de batalla protegido por los suyos.
Varios de los condes allí presentes obligaron a reitrarse a los musulmanes, luchando ferozmente contra ellos hasta altas horas de la noche favorecidos por la luz de la luna. Álvar Fáñez aprovechó el momento para poner a salvo al rey conduciéndolo hasta el castillo de Coria a donde llegaron al día siguiente. Cuando los condes regresaron sanos y salvos a Coria, don Alfonso, que los daba por muertos, les reconoció su gesta y el gran valor que habían demostrado por haberle salvado la vida. Todos agradecieron al Señor el haber salido incólumes de la batalla, aunque lamentaron su derrota por la mala organización que hubo. Yusuf después de haber ganado el enfrentamiento se retiró a África, mientras que don Alfonso regresaba a Toledo herido y humillado con el oprobio de la amarga derrota.
A su llegada al palacio real dio orden que no lo molestara nadie. Quiso permanecer solo en sus aposentos durante muchos días para restañar la herida de su pierna y las de su corazón. Se negó a recibir visitas salvo la de su médico y la de su amantísima esposa la reina doña Isabel. Aquél intentó sanarle la herida física, que no lo logró del todo. El rey ya no pudo montar a caballo nunca más. Su dulce esposa se propuso curarle con algo más de éxito las heridas de su alma.
—¿Cómo te encuentras hoy, amor mío? —preguntó doña Isabel acercándose al lecho real de don Alfonso.
—Un poco mejor, mi dulce amada, pero me sigue doliendo la herida.
—Paciencia, esposo mío. Con el tiempo se te curará.
El monarca hizo un gesto dubitativo.
—No sé, Isabel, tengo mis dudas. A estas alturas ya debería estar curada. Hace más de dos meses que me hirieron y aún no ha cicatrizado del todo.
—Piensa que a tu edad le cuesta más.
—Con todo y con eso ya debería haberse cerrado después de todo este tiempo. La anterior al cabo de un mes ya la tenía cicatrizada. El galeno me da esperanzas, pero yo me temo lo peor. Aún supura un poco y, aunque se ha controlado la infección, no termina de cerrar. Esta herida me va a llevar a la tumba.
—No digas tonterías. Pronto te veo montando a caballo otra vez para ir a luchar de nuevo.
El rey le sonrió a su esposa con una sonrisa cargada de melancolía y escepticismo. Él mejor que nadie sabía que no podía mover la pierna. ¿Cómo iba a montar a caballo en esas condiciones?
—¡Qué más quisiera yo que volver a montar a caballo! Para mí ya se han terminado los caballos y las batallas, Isabel. Me conformo con volver a levantarme algún día de este lecho.
—¡Qué pesimista estás hoy, amor mío! Así seguro que no te curarás. Debes tener más confianza en el físico y en ti mismo para ponerte bien. Anda, anima un poco ese espíritu tan deprimido que tienes hoy.
—Tengo el mismo de cada día, querida mía.
—Pues no lo parece. Anímate un poco, verás como de aquí a unos días vuelves a caminar con total normalidad.
—Agradecería a Dios que pudiera volver a caminar sin fijar ningún plazo. No me importa el tiempo que tenga que permanecer postrado en el lecho con tal de volver a caminar algún día. Sería muy triste para mí tener que dejar este mundo sin poder abandonar ya nunca más esta cama.
—No seas tan agorero. Ten fe y verás cómo te curas.
Un mes más tarde dejaba el lecho para dar los primeros pasos apoyado en sendas muletas. Aún tendrían que pasar varios meses más antes de poder caminar sin el auxilio de un bastón, pero montar a caballo ya formaba parte del pasado.
Desde que ya pudo caminar apoyado en una sola muleta volvió a recibir visitas en su palacio. Una mañana paseaba por su jardín cuando le anunciaron la llegada del arzobispo.
—Os encuentro muy mejorado, Señor.
—Lo dices por adularme, Bernardo.
—No, Majestad. Lo digo con sinceridad. Desde la última vez que os vi habéis mejorado en todo, hasta el color de vuestra tez es más saludable.
—Será el aire y el sol toledanos.
—Tal vez, Señor, pero vuestro aspecto es mucho mejor. Ahora sólo falta que vuestra pierna se recupere del todo.
—Eso ya es harina de otro costal. La herida ya ha cicatrizado del todo, pero la pierna está muy floja aún. No puedo apoyar el pie en el suelo sin la ayuda de la muleta. El médico me ha dicho que la lanza se clavó en el propio hueso y que teme que se haya fracturado. De haber sido así, la fractura ya estará soldada, pero me llevará mucho tiempo recobrar toda la movilidad de la pierna, si es que la recupero alguna vez.
—No seáis tan pesimista. Los médicos siempre exageran para curarse en salud. Ya veréis cómo os recuperaréis pronto del todo y podréis volver a hacer vida normal.
—Dios te oiga, Bernardo. ¿Y qué nueva me traes?
—Nueva nos os traigo ninguna, pero deberíais formalizar la sucesión de vuestro hijo por lo que pueda ocurrir.
Don Alfonso se había detenido para sentarse en un banco del jardín. El arzobispo le ayudó a tomar asiento sentándose él después a su lado.
—¡Ay, ay, ay, cómo te delatas, Bernardo! Como para creer en tus adulaciones. ¿No me estabas diciendo hace un momento que me encuentras muy bien de salud?
—Y es cierto, Majestad.
—Si es cierto, ¿por qué me haces esta propuesta?
—Bueno, no está de más atar todos los cabos, Señor. Debéis pensar en el bien del reino por encima de vuestra propia persona. Si ocurriera algo, Dios no lo quiera, estaría todo atado. De todas maneras también lo digo porque vuestro hijo ya va dejando de ser un niño y conviene declarar públicamente que es vuestro heredero.
—Tienes razón, Bernardo. Vas a convocar un concilio que se celebrará en León a finales de mayo. Espero que de una manera u otra pueda viajar hasta allí. En él declararé oficialmente a mi hijo como mi sucesor. Acudirán todos los nobles y magnates del reino. Asimismo se personarán en él todos los obispos y abades de este vasto imperio. Quiero darle al acontecimiento todo el boato que le corresponde para evitar malentendidos.
—Me parece muy bien, Señor. Sólo tengo que ponerle una objeción. ¿Por qué no lo celebráis aquí en Toledo y os evitáis ese largo viaje?
El rey se tomó un pequeño respiro antes de contestar al arzobispo.
—Porque la capital de todo mi reino sigue siendo León. Por eso es allí donde quiero formalizar el acto para darle toda la significación que requiere.
—En tal caso, no tengo nada que objetar.
Don Alfonso hizo ademán de levantarse. El arzobispo acudió raudo a prestarle ayuda. Poco después regresaban a palacio, pues el monarca no se sentía con demasiadas fuerzas para continuar el paseo.
Una fresca mañana de mayo don Alfonso y doña Isabel se preparaban para partir hacia León desde el monasterio de San Benito de Sahagún, donde se habían detenido unos días para descansar de su largo viaje. Un mensajero que llegaba al trote les hizo saber que don Raimundo de Borgoña se hallaba gravemente enfermo.
—Majestades —el mensajero se postró ante los reyes—, su yerno, el conde don Raimundo, se ha puesto muy enfermo cuando venía para aquí a visitaros.
—¿Dónde está?
—En Grajal de Campos, Señor. Aproximadamente a una legua de aquí.
—Muy bien. Le haremos una visita antes de partir para León, pero nos gustaría saber qué le ha pasado.
—Tiene disentería, Majestad. La gran debilidad que se ha apoderado de él lo tiene postrado en el lecho.
Los reyes se acercaron a Grajal para visitar al enfermo al que encontraron muy abatido por el contratiempo. Apenas intercambiaron unas palabras, pues a don Raimundo le faltaban las fuerzas casi hasta para hablar. Después de la visita los monarcas continuaron viaje hacia León para asistir al concilio que se celebró pocos días más tarde, en el que se declaró solemnemente a don Sancho Alfónsez como legítimo heredero del trono leonés. Por su parte, don Raimundo lamentó no poder asistir al mismo como era su propósito. Tuvo que permanecer en el lecho por espacio de varias semanas y cuando lo abandonó, aún se vio obligado a guardar reposo durante un mes más. Pasado ese tiempo, sin haberse recuperado del todo, decidió regresar a su amada Galicia donde esperaba reponerse totalmente. Allí fue cuidado por expertos médicos, pero el 20 de septiembre la enfermedad acabó con su vida. Sus restos mortales fueron enterrados en la catedral de Santiago por orden del obispo Diego Gelmírez. Don Alfonso envió sus condolencias a su hija y le ordenó que permaneciera en Santiago mientras él no la autorizara a abandonarlo.
El fallecimiento de don Raimundo obligó a convocar otro concilio en León a finales de año, en el que don Alfonso dispuso que todas las posesiones de su yerno revirtieran a la corona. A su hija doña Urraca le dejó el condado de Galicia, pero condicionado a que no se volviera a casar. En caso de que contrajera nuevas nupcias, el condado pasaría a manos de su nieto, Alfonso Raimúndez. Para dar autenticidad a lo pactado, obligó a jurar a Diego Gelmírez que velaría por lo allí acordado.
Poco después de la celebración de este segundo concilio, la reina doña Isabel, que estaba embarazada, se sintió indispuesta. El médico acudió presuroso a la cabecera del tálamo real. Las camareras que cuidaban a la reina corrían de un lado para otro desasosegadas. La matrona no se separaba de la parturienta. Todo el mundo se hallaba inquieto. En palacio se vivían momentos de angustia. Al cabo de diez terribles horas de congoja y agonía, la reina tuvo un malparto. Doña Isabel poco a poco iba dejando la vida a medida que sus venas se iban quedando sin sangre. El médico hizo todo lo posible por salvarla, pero fue en vano. Unas horas más tarde la bella mora yacía exánime en su lecho mortuorio. Parecía una estatua de alabastro de las deidades griegas.
Don Alfonso quedó destrozado cuando se enteró del fatal desenlace. El severo golpe sentimental que acababa de recibir era superior a su entereza física y moral. El rey no se sentía con fuerzas para continuar viviendo. ¿Qué iba a hacer ahora sin su bella mora? Por unos instantes sintió deseos de quitarse la vida. ¿Cómo iba a sobrellevar los años que le quedaban sin una mujer a su lado, él que siempre había vivido rodeado de mujeres hasta aquel triste desenlace? El Señor le enviaba un cáliz demasiado amargo para enfrentarse a su vejez. ¿Sería por su orgullo? ¿Por los errores cometidos en su vida? ¿Sería la última prueba a la que lo sometería?
Los funerales por el eterno descanso del alma de doña Isabel se celebraron en la catedral de León. Los ofició el obispo don Pedro, que no sabía cómo consolar al rey don Alfonso. Le pidió que hiciera un verdadero acto de contrición y se encomendara en las manos del Señor. El rey así lo hizo. Durante la misa por el alma de su esposa se dirigió a Dios en los siguientes términos:
«Oh, Señor, ¿por qué me envías este cáliz tan amargo? ¿No has tenido suficiente con quitarme tantas vidas que amaba, que has tenido que arrebatarme también ésta que tanto quería y que era el consuelo de mi vejez? ¿Por qué no me has llevado a mí en vez de ella? Yo ya soy viejo y no sirvo para nada. Yo sólo sé luchar en el campo de batalla. Señor, dame fuerzas para superar este trago tan amargo y si tienes que llevarte a alguien, que sea yo el próximo. Te suplico que no me vuelvas a someter a una nueva prueba. No la podría resistir. Dame fuerzas para superar este trance y para despedir a mi dulce amada en este día tan aciago de mi vida. Señor, perdona mi orgullo y mi vanidad. Perdóname si en algo te he ofendido».
Don Alfonso derramó amargas lágrimas durante la Eucaristía. Después de recibir el sentido pésame de todos los nobles y magnates que acudieron a las exequias de su difunta esposa, se retiró a sus aposentos donde dio rienda suelta al llanto que oprimía su pecho hasta dificultarle la respiración. Mientras los restos mortales de doña Isabel eran conducidos al monasterio de San Benito de Sahagún para ser inhumados junto a los de sus otras esposas, don Alfonso no abandonó sus aposentos ni dejó de llorar por su divina amada. El impertérrito paso del tiempo le ayudaría a superar su profunda aflicción.
Habían transcurrido ya varios meses desde la muerte de la reina Isabel y don Alfonso continuaba aún alicaído por su pérdida. No lograba reanimarse ni siquiera con los primeros efluvios de la incipiente primavera. La presencia de los infantes tampoco contribuía a alegrar su corazón. Sus consejeros no sabían ya qué hacer para infundirle nuevos ánimos y la alegría por vivir.
—Señor, debéis olvidar a vuestra difunta esposa y volver a la realidad —le decía don Pedro una tarde de principios de abril mientras paseaban por los jardines del palacio—. No podéis seguir así. Vuestro reino necesita que alguien lo gobierne. No puede continuar abandonado de la mano de Dios.
—Pedro, amigo mío, siempre he escuchado tus consejos y he procurado seguirlos, pero ahora no puedo. Se fue mi dulce amor y mi voluntad y mi espíritu se fueron con él. Desde el fallecimiento de mi esposa no tengo ganas de vivir. Quisiera dejar yo también este mundo, pero me faltan las fuerzas para hacerlo.
—Por favor, Majestad, no digáis eso que ofendéis a Dios. Debéis seguir viviendo por el bien de vuestro reino y por el de vuestros propios hijos. ¿Qué sería de ellos si ahora les faltarais Vos? Señor, levantad vuestro estado de ánimo y recuperad las ganas de vivir. Volved a ser aquel noble y valiente rey que siempre luchó por engrandecer su reino y por el bienestar de sus súbditos. No os olvidéis que el enemigo está alerta para atacaros y que no desaprovecha ninguna oportunidad para hacerlo. No se la deis Vos con vuestra apatía.
Los sensatos consejos del obispo don Pedro no cayeron en tierra baldía. Unos días más tarde el rey se encontraba totalmente animado. Había reanudado su actividad normal. Como era su costumbre, comenzó a recibir embajadas de otros reinos peninsulares y allende los Pirineos. Un día se presentó ante él el heredero del duque de Este con una embajada de su padre. Don Alfonso lo recibió con todos los honores. Después de una larga y fructífera charla, el heredero del duque le ofreció en matrimonio a su propia hermana para firmar así el grato acuerdo al que habían llegado. El rey, que no podía vivir sin una mujer a su lado, aceptó. Dos meses más tarde se celebraba el enlace matrimonial entre don Alfonso y doña Beatriz en su lugar predilecto, el monasterio de San Benito de Sahagún. Rincón que eligió para pasar su última luna de miel y una temporada de plácido reposo. Allí los dejaremos descansar en la quietud del monasterio y en la paz del encantado paisaje a orillas del Cea, donde los hallarán los graves acontecimientos que se describen en el próximo capítulo.
40
Transcurrían los primeros días de mayo del 1108. Tamim ibn Yusuf, gobernador de Granada, partió con su ejército para tierras cristianas. En Jaén se le unieron las tropas procedentes de Córdoba. En La Roda, los refuerzos de Valencia y Murcia al mando de sus gobernadores Abd Allah Muhammad ibn Fátima y Muhammad ibn Aisha. Todos juntos y en gran desorden avanzaron por tierras de La Mancha arrasando y destruyendo cuanto encontraban a su paso, con el propósito de infundir el pánico entre los pequeños núcleos de población cristiana. El 27 de mayo llegaban con gran estrépito y algarabía a las inmediaciones de Uclés, que era su objetivo principal. Atacaron por sorpresa a sus habitantes obligando a los mozárabes a refugiarse en el castillo, mientras los mudéjares se unían a las tropas asaltantes. Después de destruir casas y enseres y de saquear cuanto encontraban a su paso, decidieron poner cerco a la ciudad y al castillo hasta que se rindiese.
Don Alfonso holgaba a orillas del Cea en compañía de su esposa doña Beatriz ajeno a los peligros que corría su reino. Nada hacía presagiar el ataque de los muslimes. El rey y la reina pasaban los días tranquilamente en los aposentos reales sin que nada ni nadie viniera a perturbarlos. De cuando en cuando daban algún pequeño paseo por los alrededores del monasterio y del caserío para hacer algo de ejercicio, pero no los prolongaban demasiado por causa de la herida que el rey había recibido en la batalla de Salatrices. Los monarcas acababan de regresar de uno de esos breves paseos cuando les anunciaron la llegada de un emisario de Toledo. Éste se postró a sus pies antes de hablar.
—Dinos, ¿qué ocurre?
—Señor, un gran ejército de sarracenos se dirige hacia la ciudad de Toledo desde todos los confines del al-Ándalus. Vienen de Granada, de Córdoba, de Sevilla, de Murcia, de Valencia, de todas partes. Arrasan todos los caseríos y poblados que encuentran a su paso sembrando el miedo y el terror por todas partes.
—¡En mala hora vengan esos malditos infieles! No podían haber elegido peor momento para mí. Me hallo viejo y tullido por culpa de esta pierna que no me permite montar a caballo. Con todo el dolor de mi corazón tendré que permanecer ocioso en esta batalla que puede ser crucial para el futuro de nuestro reino.
El rey reunió con urgencia a la pequeña corte que lo rodeaba y les impartió las órdenes precisas para que juntaran un ejército capaz de hacer frente a aquella horda de infieles. Al mando del mismo iría Álvar Fáñez y para conferirle más autoridad envió a su propio hijo Sancho. Confió la seguridad de su heredero a su fiel vasallo García Ordóñez. Con gran dolor de corazón por no poder participar personalmente en la batalla, infundió ánimos a sus aguerridos capitanes y les encomendó encarecidamente que ganaran la batalla y le devolvieran sano y salvo a su hijo, que era lo que más quería en este mundo.
Los cristianos lograron reunir un ejército de unos tres mil quinientos hombres procedentes de Toledo, Alcalá, Castejón, Calatañazor y San Esteban de Gormaz, con los que se enfrentaron al poderoso ejército almorávide en Uclés donde los estaban esperando.
Con las primeras luces del alba del 29 de mayo, los musulmanes salieron al encuentro del ejército cristiano cubierto el rostro con pañuelos negros, como los que utilizaban en algunas partes de África, armando un gran estruendo con los tambores para aterrorizar al enemigo. Iban, además, acompañados de un gran número de arqueros diestros en su arma.
Enfrentados los dos ejércitos, al inicio de la batalla la suerte estaba de parte de los cristianos, que obligaron a retroceder al grueso del ejército musulmán, pero poco después éstos se vieron reforzados por los suyos infligiendo una gran derrota al ejército cristiano, al que causaron más de tres mil bajas. Se dice que sus cabezas cortadas y amontonadas sirvieron de torre a los muecines para llamar a la oración.
Siete condes, entre los que se encontraba García Ordóñez, lograron ponerse a salvo con el infante refugiándose en el castillo de Belinchón, a unas cuatro leguas de Uclés, en tanto que Álvar Fáñez con un grupo de caballeros logró eludir el choque dirigiéndose hacia el norte para defender el alto Tajo. Los condes descansaban en el castillo totalmente despreocupados y ajenos al peligro que corrían. Los mudéjares de la fortaleza, que nunca habían soñado con una oportunidad como aquélla, perdieron el miedo y el respeto que debían a sus señores rebelándose contra ellos y asesinándolos a traición junto al propio infante don Sancho.
Terminada la contienda, Tamim regresó con sus tropas a Granada dejando a los gobernadores de Valencia y Murcia el encargo de tomar el castillo de Uclés. Como carecían de medios para asaltar la fortaleza, al cabo de varios días de asedio fingieron retirarse alejándose del castillo y sus alrededores. Cuando los castellanos abandonaron el refugio creyéndose totalmente a salvo, fueron atacados y aniquilados por los musulmanes que cayeron sobre ellos sin piedad.
Como consecuencia de esta derrota, Alfonso VI perdió, además del castillo de Uclés, plazas tan significativas como Cuenca, Huete, Ocaña y Amasatrigo, que había recibido con la dote de la bella Zaida. Este gran desastre bélico junto con la pérdida de su único hijo varón fueron el principio del fin del Emperador de toda España. Cuentan las crónicas cristianas que cuando Álvar Fáñez y los suyos fueron a rendirle cuentas de la triste derrota, al comunicarle la muerte de su hijo, el rey exclamó entre suspiros y lágrimas:
«¡Ay, hijo mío, ay, hijo mío, alegría de mi corazón y luz de mis ojos, solaz de mi vejez! ¡Ay mi espejo en que yo me solía ver y en el que recibía gran placer! ¡Ay, mi heredero mayor! Caballeros, ¿dónde me lo dejasteis? Dadme a mi hijo, condes».
El conde Álvar Fáñez y los demás caballeros lo contemplaban en silencio sin atreverse ninguno de ellos a pronunciar palabra. El rey seguía pidiéndoles que le devolvieran a su hijo entre suspiros y lágrimas.
—Devolvedme a mi hijo, condes. Devolvédmelo tal como yo os lo entregué.
Uno de los condes con más autoridad se atrevió a contestarle.
—¿Por qué nos pedís que os devolvamos a vuestro hijo, Señor, si no fue a nosotros a quienes lo confiasteis?
—Vosotros ibais a su lado para defenderlo y no lo hicisteis. Al menos aquél a quien lo confié dio la vida por salvar la suya, lo que no hicisteis vosotros, que lo abandonasteis y huisteis del campo de batalla.
Los caballeros se miraron unos a otros sin saber qué responder. El rey seguía llorando y suspirando por la muerte de su hijo y nadie sabía cómo consolarlo. Entonces uno de ellos le habló de la siguiente manera:
—Señor, la fortuna no estuvo esta vez de nuestro lado. Los moros se llevaron la mejor parte y ganaron la contienda. En aquellas circunstancias poco podíamos hacer nosotros allí, si no era morir como el resto. Con esto, Señor, la pérdida hubiera sido mayor aún. Juzgamos que salvarnos unos pocos era mejor para Vos que perecer todos allí, así podréis contar con nosotros para vencer a los agarenos en otros encuentros que no han de faltar.
—¿Cómo osas hablarme de esta manera cuando he perdido lo que más amaba en este mundo? Caballeros, os ruego que me dejéis solo con mi dolor, pues ni vuestras palabras ni vuestra presencia podrán atemperarlo.
Los caballeros dejaron solo a don Alfonso sumido en su pena. No podía comprender cómo habían sido tan débiles, por no decir cobardes, para perder la batalla y abandonar a su suerte a su dilectísimo hijo. Entonces le preguntó al médico cuál podía ser la causa de tanta relajación y blandura.
—Señor, esta debilidad se debe a los baños que se dan, a los placeres, a las ropas suaves que usan, a la vida de relajación y ocio y a la falta de entrenamiento para la lid —le contestó el médico.
—Pues a partir de hoy se derribarán todos los baños que hay, se suprimirá tanto regalo, los trajes serán de tejidos más toscos y se ejercitarán más a menudo en el uso de las armas. No quiero repulidos afeminados en mis huestes sino guerreros rudos y toscos, pero diestros con las armas y valientes para vencer o morir en la contienda.
Pocos días más tarde tuvo que pasar aún por el desgarrador trance de ver cómo enterraban a su amadísimo hijo allí mismo, en el monasterio de San Benito de Sahagún, al lado de los restos de su madre, la bella Zaida. Su corazón no podía soportar ya más dolor.
«¿Por qué me castigas de esta manera, Señor?» se lamentaba don Alfonso durante la triste ceremonia. «Acaba ya de una vez con mi funesta vida. Me has despojado de todo cuanto amaba en este mundo. Aquí ya no me queda nada por lo que vivir. Termina de una vez para siempre con mi triste existencia. Te lo pido por caridad. ¡Oh Dios, Señor mío, ten piedad de mi y llévame con mis seres queridos!».
De esta guisa se lamentaba el rey ante el túmulo de su dilectísimo hijo y ante el desmoronamiento de aquel vasto imperio que él vaticinaba con aquella muerte. ¿Qué habría ocurrido si el infante don Sancho Alfónsez no hubiera perecido en el desastre de Uclés? ¿Se habría separado el condado de Portugal del reino de León, como lo hizo, o se habría avanzado en la Reconquista y se habría terminado por unificar toda España bajo su corona? Nadie podrá contestar jamás a estos interrogantes, mas en la mente de don Alfonso seguro que sí se perfilaba este escenario o algún otro muy parecido. Después de tanto luchar, al final de sus días preveía la caída de todo aquel imperio que él había amasado con tanto trabajo en su largo reinado. Pero ¿por qué tuvo que enviar a su hijo a la guerra cuando todavía no era más que un niño de trece o catorce años? ¿Qué autoridad podía imponer en la batalla si tenían que estar pendientes de su integridad física en todo momento? ¿No hubiera sido preferible que se hubiera quedado en casa para asegurar el futuro de su dinastía y la continuidad del legado de su padre? Avatares del destino.
41
Don Alfonso lloró amargamente la muerte de su único hijo varón y heredero al trono. Permaneció durante largos meses a su lado en el monasterio de San Benito de Sahagún. No había fuerza humana que consiguiera apartarlo de aquel lugar. Se pasaba las horas y los días arrodillado a la cabecera del sarcófago que contenía los restos del infante. Infinitas fueron las veces que lamentó haberlo enviado a aquella fatídica batalla. ¿Cómo fue posible que no supiera sopesar los enormes riesgos que corría en aquel desigual enfrentamiento? Fue un grave error táctico que ya jamás podría enmendar y del que se derivarían consecuencias impredecibles para sí mismo y para su reino. Ahora que carecía de descendencia masculina tenía que depositar la herencia de la corona en su hija doña Urraca. Esa sola idea ya le remordía la conciencia y le quitaba las ganas de vivir. Todo su legado, su corona, aquel vasto imperio que había reunido en su persona pasaría a su muerte a manos de una mujer. Era inaudito. Nunca había ocurrido algo así. Ni siquiera cuando su madre heredó la corona de León, a pesar de que tenía el carácter y el temperamento suficiente para gobernar, como lo demostró a la sombra de su padre. ¿Y ahora su hija, viuda, sería la titular de todo su imperio? No podía ser. Tendría que buscarle un marido fuerte y valeroso que se hiciera cargo de las riendas del poder. Ese marido debería ser un conde o un príncipe español, que le diera descendencia masculina que continuara su dinastía, porque, ¿cómo iba a dejar ésta en manos de su nieto Alfonso Raimúndez que llevaba sangre extranjera? La sola idea ya le repugnaba.
Don Alfonso pasaba las horas y los días entre suspiros y lágrimas por la pérdida de su amado hijo y entre graves remordimientos de conciencia por la difícil situación en que quedaba su corona. Ya veía roto y fragmentado su imperio. Portugal ya era casi independiente y Galicia pretendía serlo también. A su muerte su corona se desmoronaría como un castillo de naipes. ¿Dónde quedaban tantos esfuerzos por unificarla? ¿Dónde aquellos sueños que tuvieron él y su hermana doña Urraca? ¿Dónde tantas luchas y batallas contra moros y cristianos? ¿Todo había sido en vano?
Los meses transcurrían sin que el monarca se decidiera a aceptar un marido para su hija. Un conde leonés y otro castellano pretendían su mano, pero el rey no se decantaba por ninguno de los dos, porque hacerlo por uno sería incrementar la rivalidad del otro y para rivalidad ya era suficiente la que había entre los magnates de ambos reinos, no era menester echar más leña al fuego. Había un tercer pretendiente en contienda por el que se inclinaba don Alfonso. Se trataba del rey aragonés Alfonso el Batallador. El problema es que eran primos y la Iglesia no autorizaría ese casamiento. A pesar de todo habría que intentarlo, pues sus desposorios conllevarían también la unión de las dos coronas y con ella tal vez la unión de toda la España cristiana. El monarca en sus soliloquios veía que ésa era la mejor solución que podía adoptar desde el punto de vista político.
Tomada la decisión, reunió la Curia Real para oficializar el tema. En ella se confirmó la sucesión al trono de su hija doña Urraca, con la condición de que renunciara al condado de Galicia en favor de su hijo don Alfonso Raimúndez y de desposarse con Alfonso el Batallador. El monarca descansaba así de la enorme pesadilla que le había producido el problema de su sucesión tras la muerte de su hijo.
Un mes más tarde el rey hizo que lo trasladaran en una litera a Toledo por el anuncio de un nuevo ataque de los almorávides. Esta vez quería dirigir él personalmente la batalla contra los moros. Pero la muerte lo sorprendería antes de que pudiera llevar a cabo su propósito. La víspera de San Juan llegó el séquito real a la ciudad del Tajo. Don Alfonso se hallaba totalmente exánime por el agotador viaje al que se había sometido. ¡Qué diferencia de aquel que realizara treinta y siete años antes en sentido contrario! Entonces era joven y lleno de energías. Cabalgaba lozano a lomos de su corcel con la ilusión y la esperanza de recuperar su trono y reunir en su persona todo el legado de sus padres. Ahora regresaba inválido y decrépito, tendido sobre una litera, con la amenaza de un nuevo ataque de los almorávides y lo que era peor, con la amenaza de la fragmentación de su propio imperio. Fatigado, alicaído, inválido, exhausto, solo, rotos sus anhelos, ¿qué podía esperar de la vida? La dureza del viaje y la crudeza anímica que lo embargaba lo obligaron a permanecer en el lecho. Los mejores médicos de la ciudad se acercaron a su cabecera con el propósito de aliviar sus males y curar su decrépito cuerpo, pero pronto descubrieron que los males que padecía el ilustre paciente no tenían cura. Eran males del alma para los que su medicina no surtía efectos. Cuantas pócimas y jarabes le suministraban fueron en vano. El enfermo se les iba de las manos sin remedio. El 30 de junio del año 1109 don Alfonso entregaba su alma al Señor a los sesenta y nueve años de edad, después de una larga vida y un extenso y fructífero reinado. La inesperada muerte de su único heredero varón fue tal vez el detonante que acabó con su propia vida.
Todas las gentes se apresuraban aterradas a refugiarse en sus casas. Los moros temían a los cristianos. Éstos a aquéllos. Los judíos a ambos. Nadie se sentía seguro ya en la ciudad.
—¿Qué ocurre? —preguntaban los más despistados.
—Que el rey ha muerto —les contestaban los que estaban al corriente de los hechos.
—¿Qué será ahora de nosotros? —se lamentaba alguien con voz lastimera—. Se nos ha ido el garante de nuestra paz, el soberano más justo, el que había logrado la concordia entre todos nosotros para que pudiéramos vivir en armonía y en paz. Se ha ido el rey de judíos, moros y cristianos. ¿Quién nos moderará ahora?
El pueblo llano lamentaba la pérdida de su soberano, mientras en palacio se disponía todo para celebrar las honras fúnebres que a tan alto dignatario correspondían. El arzobispo de Toledo, don Bernardo de Sedirac, se multiplicaba para impartir las instrucciones precisas para que nada faltara en el funeral de quien fuera su máximo protector y gran amigo. Él, como arzobispo de la ciudad imperial y máximo dignatario de la Iglesia española, presidiría la Misa de Réquiem por el eterno descanso del alma del Emperador de toda España. ¿Qué menos podía hacer por quien fuera su máximo mentor?
Fueron días de gran ajetreo para la ciudad de Toledo, pues no en vano se reunieron allí todos los grandes del reino para despedir a uno de los reyes más grandes de la Hispania cristiana. Llegado el día, en la catedral no cabía un alma más y lo mismo ocurría en la plaza y calles y callejas aledañas. Nadie quería perderse el funeral de despedida que iban a brindarle al gran rey que acababa de dejarlos. Roberto de Sedirac junto con todos los demás obispos del reino concelebraron la Eucaristía por el eterno descanso del alma del rey difunto. Durante la homilía el arzobispo de Toledo ensalzó las virtudes y grandes dotes de liderazgo del finado. Muchos de los asistentes derramaron copiosas lágrimas por tan irreparable pérdida y otros muchos las derramaron por el futuro tan incierto que se les avecinaba. A partir del fallecimiento de Alfonso VI ya nada sería igual.
Finalizado el acto, don Bernardo organizó el cortejo fúnebre, formado principalmente por un nutrido grupo de plañideras, que acompañarían los despojos del finado hasta el monasterio de Sahagún, tal como había dejado escrito en vida el propio monarca. Varias semanas duró el lúgubre viaje, que inspiró admiración, terror y respeto por los distintos lugares por donde pasaba. Muchas gentes humildes se postraban en el suelo al verlo pasar derramando copiosas lágrimas por su pérdida, rindiéndole así un último homenaje. Otros, infundidos por el pánico, se rasgaban sus vestiduras y corrían a refugiarse en lo más recóndito de sus moradas. Los nobles mandaban celebrar una misa por el eterno descanso de su alma. Las campanas de las iglesias tocaban a duelo. Nadie permanecía impertérrito ante su paso. Y es que en aquel féretro se encerraba casi medio siglo de su historia.
De esta manera fueron trasladados los restos mortales de Alfonso VI, Imperator totius Hispaniae, a su amado monasterio de San Benito donde recibieron cristiana sepultura y donde ya descansaban sus cuatro esposas y su hijo. Fue sepultado en un sepulcro de piedra a los pies de la iglesia del monasterio, ni siquiera quiso que lo enterraran en el interior del templo. Así acabó sus días uno de los reyes más grandes de León y de España entera. Su reinado pasó a la Historia como uno de los más esplendorosos y fructíferos. ¡Que en paz descanse!
Epílogo
Alfonso VI fue uno de los reyes más grandes de la Reconquista de España. Reunió en su corona todo el legado del reino de León que su padre había dividido entre sus tres hijos varones. Fue uno de los impulsores más importantes del Camino de Santiago francés, construyendo puentes y albergues para los peregrinos a lo largo de todo su recorrido. Restableció y construyó innumerables iglesias. Pacificó su reino hasta el punto de que en su tiempo podía viajar una mujer sola de un extremo a otro del mismo sin riesgo de ser atacada o ultrajada. Fue el impulsor de la reforma cluniacense en España e introductor de la escritura carolingia en detrimento de la visigótica. Abrió sus reinos a las nuevas corrientes procedentes de Europa y tuvo una gran visión europeísta, gracias a sus relaciones de amistad con la Abadía de Cluny y a sus matrimonios con princesas ultrapirenaicas. Con sus extraordinarias donaciones al abad de Cluny, dom Hugo amplió la abadía tal como la conocemos hoy día. Dotó de fueros a muchas ciudades para facilitar la convivencia de sus pobladores y la integración de sus repobladores, muchos de ellos ultrapirenaicos llegados a través del Camino de Santiago. Amplió las fronteras de su reino hasta el Tajo. Heredó de sus antepasados la gran idea imperial leonesa de unificar en una sola corona toda la Península Ibérica. Logro que casi alcanza con la conquista de Toledo. Al final de su vida vio rotos esos sueños de unidad y el desmoronamiento de su imperio por la inesperada muerte de su único hijo y heredero. Adefonsus sextus, Imperator totius Hispaniae, requiescat in pace.
Colofón
A través del trabajo de investigación para documentar históricamente esta novela, me he encontrado continuamente con la abundantísima manipulación y tergiversación que se ha hecho de la auténtica Historia de España a lo largo de los siglos. En la mayor parte de los artículos consultados se hace constantemente alusión a Alfonso VI como rey de Castilla, muy pocas veces como rey de León, y se denomina a sus súbditos como castellanos o castellanoleoneses —término que ni siquiera existe en la actualidad, menos aún en la Edad Media—, pero nunca como leoneses. Resulta un poco extraño esto cuando estamos hablando del reino de León, o como mucho de la Corona de León, en la que se englobaban los reinos de León —hegemónico—, Castilla y Galicia, con Portugal incluido en esta última. La manipulación llega hasta el extremo de vedarte el acceso a alguna página de Google, con la amenaza de que, si la abres, tu PC va a resultar dañado. Con este aviso, que aparece en una página entera marcada por una “X” sobre fondo rojo y la advertencia, ¿quién se va a atrever a abrirla? Nadie o sólo algún intrépido que no le importe arrojarse al fondo del piélago. Pero si alguien decide hacerlo, verá que allí tan sólo se habla de Alfonso VI en el entorno de un congreso organizado en Sahagún de Campos, en el que se trata, eso sí, de sacar a la luz pública la verdad histórica sobre él y sobre el reino de León. Y ahí está el problema. ¿A quién le interesa que se difunda la verdad histórica de León y, por ende, de España? Yo diría que a nadie, al menos a nadie de los que hoy tienen el poder en sus manos y que están muy a gusto con las falsedades que se cuentan sobre la Historia de España. ¿Qué importa León, qué importa su Historia, si para los estamentos oficiales ni siquiera existe? León, para ellos, no es más que un apéndice de Castilla. Pero yo me pregunto, y pregunto al lector, ¿por qué ese empeño por ocultar la Historia de León y todo lo que concierne a éste?
También he podido observar que la imagen de Alfonso VI ha sido empañada, cuando no ninguneada, por la desmedida fama que le han dado al Cid Campeador. Éste ha sido encumbrado a la cima más alta de la fama sin que sus méritos fueran tantos, todo ello gracias al famoso Poema de Mío Cid y a la Historia Roderici, que ponderaron su fama sin límites y sin ajustarse en absoluto a la verdad histórica. Rodrigo Díaz de Vivar fue más bien un hombre demasiado ambicioso y pegado al oro andalusí y un vasallo demasiado díscolo con su señor, que no tuvo más opción que castigarlo con sendos destierros ante su petulancia e insubordinación. En contra de lo que dice el Cantar, después de seguir las gestas del gran rey leonés, debo terminar la presente obra con la siguiente frase lapidaria: ¡Qué gran señor a pesar de no haber tenido un buen vasallo!
El Autor.
© Julio Noel
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