jueves, 6 de junio de 2019

ALFONSO VI, IMPERATOR TOTIUS HISPANIAE. Colofón



            
                                                               Colofón


         A través del trabajo de investigación para documentar históricamente esta novela, me he encontrado continuamente con la abundantísima manipulación y tergiversación que se ha hecho de la auténtica Historia de España a lo largo de los siglos. En la mayor parte de los artículos consultados se hace constantemente alusión a Alfonso VI como rey de Castilla, muy pocas veces como rey de León, y se denomina a sus súbditos como castellanos o castellanoleoneses —término que ni siquiera existe en la actualidad, menos aún en la Edad Media—, pero nunca como leoneses. Resulta un poco extraño esto cuando estamos hablando del reino de León, o como mucho de la Corona de León, en la que se englobaban los reinos de León —hegemónico—, Castilla y Galicia, con Portugal incluido en esta última. La manipulación llega hasta el extremo de vedarte el acceso a alguna página de Google, con la amenaza de que, si la abres, tu PC va a resultar dañado. Con este aviso, que aparece en una página entera marcada por una “X” sobre fondo rojo y la advertencia, ¿quién se va a atrever a abrirla? Nadie o sólo algún valiente que no le importe arrojarse al fondo del piélago. Pero si alguien se decide hacerlo, verá que allí tan sólo se habla de Alfonso VI en el entorno de un congreso organizado en Sahagún de Campos, en el que se trata, eso sí, de sacar a la luz pública la verdad histórica sobre él y sobre el reino de León. Y ahí está el problema. ¿A quién le interesa que se difunda la verdad histórica de León y, por ende, de España? Yo diría que a nadie, al menos a nadie de los que hoy tienen el poder en sus manos y que están muy a gusto con las falsedades que se cuentan sobre la Historia de España. ¿Qué importa León, qué importa su Historia, si para los estamentos oficiales ni siquiera existe? León, para ellos, no es más que un apéndice de Castilla. Pero yo me pregunto, y pregunto al lector, ¿por qué ese empeño por ocultar la Historia de León y todo lo que concierne a éste?
También he podido observar que la imagen de Alfonso VI ha sido empañada, cuando no ninguneada, por la desmedida fama que le han dado al Cid Campeador. Éste ha sido encumbrado a la cima más alta de la fama sin que sus méritos fueran tantos, todo ello gracias al famoso Poema de Mío Cid y a la Historia Roderici, que ponderaron su fama sin límites y sin ajustarse en absoluto a la verdad histórica. Rodrigo Díaz de Vivar fue más bien un hombre demasiado ambicioso y pegado al oro andalusí y un vasallo demasiado díscolo con su señor, que no tuvo más opción que castigarlo con sendos destierros ante su petulancia e insubordinación. En contra de lo que dice el Cantar, después de seguir las gestas del gran rey leonés, debo terminar la presente obra con la siguiente frase lapidaria: ¡qué gran señor a pesar de no haber tenido un buen vasallo!

El Autor.

ALFONSO VI, IMPERATOR TOTIUS HISPANIAE. Epílogo



       
                                                               Epílogo



         Alfonso VI fue uno de los reyes más grandes de la Reconquista de España. Reunió en su corona todo el legado del reino de León que su padre había dividido entre sus tres hijos varones. Fue uno de los impulsores más importantes del Camino de Santiago francés, construyendo puentes y albergues para los peregrinos a lo largo de todo su recorrido. Restableció y construyó innumerables iglesias. Pacificó su reino hasta el punto de que en su tiempo podía viajar una mujer sola de un extremo a otro del mismo sin riesgo de ser atacada o ultrajada. Fue el impulsor de la reforma cluniacense en España e introductor de la escritura carolingia en detrimento de la visigótica. Abrió sus reinos a las nuevas corrientes procedentes de Europa y tuvo una gran visión europeísta, gracias a sus relaciones de amistad con la Abadía de Cluny y a sus matrimonios con princesas ultrapirenaicas. Con sus extraordinarias donaciones al abad de Cluny, dom Hugo amplió la abadía tal como la conocemos hoy día. Dotó de fueros a muchas ciudades para facilitar la convivencia de sus pobladores y la integración de sus repobladores, muchos de ellos ultrapirenaicos llegados a través del Camino de Santiago. Amplió las fronteras de su reino hasta el Tajo. Heredó de sus antepasados la gran idea imperial leonesa de unificar en una sola corona toda la Península Ibérica. Logro que casi alcanza con la conquista de Toledo. Al final de su vida vio rotos esos sueños de unidad y el desmoronamiento de su imperio por la inesperada muerte de su único hijo y heredero. Adefonse sexte, Imperator totius Hispaniae, requiescat in pace.

ALFONSO VI, IMPERATOR TOTIUS HISP. Capítulo 41


   
                                                                   41


            Don Alfonso lloró amargamente la muerte de su único hijo varón y heredero al trono. Permaneció durante largos meses a su lado en el monasterio de San Benito de Sahagún. No había fuerza humana que consiguiera apartarlo de aquel lugar. Se pasaba las horas y los días arrodillado a la cabecera del sarcófago que contenía los restos del infante. Infinitas fueron las veces que lamentó haberlo enviado a aquella fatídica batalla. ¿Cómo fue posible que no supiera sopesar los enormes riesgos que corría en aquel desigual enfrentamiento? Fue un grave error táctico que ya jamás podría enmendar y del que se derivarían consecuencias impredecibles para sí mismo y para su reino. Ahora que carecía de descendencia masculina tenía que depositar la herencia de la corona en su hija doña Urraca. Esa sola idea ya le remordía la conciencia y le quitaba las ganas de vivir. Todo su legado, su corona, aquel vasto imperio que había reunido en su persona pasaría a su muerte a manos de una mujer. Era inaudito. Nunca había ocurrido algo así. Ni siquiera cuando su madre heredó la corona de León, a pesar de que tenía el carácter y el temperamento suficiente para gobernar, como lo demostró a la sombra de su padre. ¿Y ahora su hija, viuda, sería la titular de todo su imperio? No podía ser. Tendría que buscarle un marido fuerte y valeroso que se hiciera cargo de las riendas del poder. Ese marido debería ser un conde o un príncipe español, que le diera descendencia masculina que continuara su dinastía, porque, ¿cómo iba a dejar ésta en manos de su nieto Alfonso Raimúndez que llevaba sangre extranjera? La sola idea ya le repugnaba.
Don Alfonso pasaba las horas y los días entre suspiros y lágrimas por la pérdida de su amado hijo y entre graves remordimientos de conciencia por la difícil situación en que quedaba su corona. Ya veía roto y fragmentado su imperio. Portugal ya era casi independiente y Galicia pretendía serlo también. A su muerte su corona se desmoronaría como un castillo de naipes. ¿Dónde quedaban tantos esfuerzos por unificarla? ¿Dónde, aquellos sueños que tuvieron él y su hermana doña Urraca? ¿Dónde, tantas luchas y batallas contra moros y cristianos? ¿Todo había sido en vano?
Los meses transcurrían sin que el monarca se decidiera a aceptar un marido para su hija. Un conde leonés y otro castellano pretendían su mano, pero el rey no se decantaba por ninguno de los dos, porque hacerlo por uno sería incrementar la rivalidad del otro y para rivalidad ya era suficiente la que había entre los magnates de ambos reinos, no era menester echar más leña al fuego. Había un tercer pretendiente en contienda por el que se inclinaba don Alfonso. Se trataba del rey aragonés Alfonso el Batallador. El problema es que eran primos y la Iglesia no autorizaría ese casamiento. A pesar de todo habría que intentarlo, pues sus desposorios conllevarían también la unión de las dos coronas y con ella tal vez la unión de toda la España cristiana. El monarca en sus soliloquios veía que ésa era la mejor solución que podía adoptar desde el punto de vista político.
Tomada la decisión, reunió la Curia Real para oficializar el tema. En ella se confirmó la sucesión al trono de su hija doña Urraca, con la condición de que renunciara al condado de Galicia en favor de su hijo don Alfonso Raimúndez y de desposarse con Alfonso el Batallador. El monarca descansaba así de la enorme pesadilla que le había producido el problema de su sucesión tras la muerte de su hijo.
Un mes más tarde el rey hizo que lo trasladaran en una litera a Toledo por el anuncio de un nuevo ataque de los almorávides. Esta vez quería dirigir él personalmente la batalla contra los moros. Pero la muerte lo sorprendería antes de que pudiera llevar a cabo su propósito. La víspera de San Juan llegó el séquito real a la ciudad del Tajo. Don Alfonso se hallaba totalmente exánime por el agotador viaje al que se había sometido. ¡Qué diferencia de aquel que realizara treinta y siete años antes en sentido contrario! Entonces era joven y lleno de energías. Cabalgaba lozano a lomos de su corcel con la ilusión y la esperanza de recuperar su trono y reunir en su persona todo el legado de sus padres. Ahora regresaba inválido y decrépito, tendido sobre una litera, con la amenaza de un nuevo ataque de los almorávides y lo que era peor, con la amenaza de la fragmentación de su propio imperio. Fatigado, alicaído, inválido, exhausto, solo, rotos sus anhelos, ¿qué podía esperar de la vida? La dureza del viaje y la crudeza anímica que lo embargaba lo obligaron a permanecer en el lecho. Los mejores médicos de la ciudad se acercaron a su cabecera con el propósito de aliviar sus males y curar su decrépito cuerpo, pero pronto descubrieron que los males que padecía el ilustre paciente no tenían cura. Eran males del alma para los que su medicina no surtía efectos. Cuantas pócimas y jarabes le suministraban fueron en vano. El enfermo se les iba de las manos sin remedio. El 30 de junio del año 1109 don Alfonso entregaba su alma al Señor a los sesenta y nueve años de edad, después de una larga vida y un extenso y fructífero reinado. La inesperada muerte de su único heredero varón fue tal vez el detonante que acabó con su propia vida.
Todas las gentes se apresuraban aterradas a refugiarse en sus casas. Los moros temían a los cristianos. Éstos a aquéllos. Los judíos a ambos. Nadie se sentía seguro ya en la ciudad.
—¿Qué ocurre? —preguntaban los más despistados.
—Que el rey ha muerto —les contestaban los que estaban al corriente de los hechos.
—¿Qué será ahora de nosotros? —se lamentaba alguien con voz lastimera—. Se nos ha ido el garante de nuestra paz, el soberano más justo, el que había logrado la concordia entre todos nosotros para que pudiéramos vivir en armonía y en paz. Se ha ido el rey de judíos, moros y cristianos. ¿Quién nos moderará ahora?
El pueblo llano lamentaba la pérdida de su soberano, mientras en palacio se disponía todo para celebrar las honras fúnebres que a tan alto dignatario correspondían. El arzobispo de Toledo, don Bernardo de Sedirac, se multiplicaba para impartir las instrucciones precisas para que nada faltara en el funeral de quien fuera su máximo protector y gran amigo. Él, como arzobispo de la ciudad imperial y máximo dignatario de la Iglesia española, presidiría la Misa de Réquiem por el eterno descanso del alma del Emperador de toda España. ¿Qué menos podía hacer por quien fuera su máximo mentor?
Fueron días de gran ajetreo para la ciudad de Toledo, pues no en vano se reunieron allí todos los grandes del reino para despedir a uno de los reyes más grandes de la Hispania cristiana. Llegado el día, en la catedral no cabía un alma más y lo mismo ocurría en la plaza y calles y callejas aledañas. Nadie quería perderse el funeral de despedida que iban a brindarle al gran rey que acababa de dejarlos. Roberto de Sedirac junto con todos los demás obispos del reino concelebraron la Eucaristía por el eterno descanso del alma del rey difunto. Durante la homilía el arzobispo de Toledo ensalzó las virtudes y grandes dotes de liderazgo del finado. Muchos de los asistentes derramaron copiosas lágrimas por tan irreparable pérdida y otros muchos las derramaron por el futuro tan incierto que se les avecinaba. A partir del fallecimiento de Alfonso VI ya nada sería igual.
Finalizado el acto, don Bernardo organizó el cortejo fúnebre, formado principalmente por un nutrido grupo de plañideras, que acompañarían los despojos del finado hasta el monasterio de Sahagún, tal como había dejado escrito en vida el propio monarca. Varias semanas duró el lúgubre viaje, que inspiró admiración, terror y respeto por los distintos lugares por donde pasaba. Muchas gentes humildes se postraban en el suelo al verlo pasar derramando copiosas lágrimas por su pérdida, rindiéndole así un último homenaje. Otros, infundidos por el pánico, se rasgaban sus vestiduras y corrían a refugiarse en lo más recóndito de sus moradas. Los nobles mandaban celebrar una misa por el eterno descanso de su alma. Las campanas de las iglesias tocaban a duelo. Nadie permanecía impertérrito ante su paso. Y es que en aquel féretro se encerraba casi medio siglo de su historia.
De esta manera fueron trasladados los restos mortales de Alfonso VI, Imperator totius Hispaniae, a su amado monasterio de San Benito donde recibieron cristiana sepultura y donde ya descansaban sus cuatro esposas y su hijo. Fue sepultado en un sepulcro de piedra a los pies de la iglesia del monasterio, ni siquiera quiso que lo enterraran en el interior del templo. Así acabó sus días uno de los reyes más grandes de León y de España entera. Su reinado pasó a la Historia como uno de los más esplendorosos y fructíferos. ¡Que en paz descanse!

ALFONSO VI, IMPERATOR TOTIUS HISP. Capítulo 40



                                                                   40


          Transcurrían los primeros días de mayo del 1108. Tamim ibn Yusuf, gobernador de Granada, partió con su ejército para tierras cristianas. En Jaén se le unieron las tropas procedentes de Córdoba. En La Roda, los refuerzos de Valencia y Murcia al mando de sus gobernadores Abd Allah Muhammad ibn Fátima y Muhammad ibn Aisha. Todos juntos y en gran desorden avanzaron por tierras de La Mancha arrasando y destruyendo cuanto encontraban a su paso, con el propósito de infundir el pánico entre los pequeños núcleos de población cristiana. El 27 de mayo llegaban con gran estrépito y algarabía a las inmediaciones de Uclés, que era su objetivo principal. Atacaron por sorpresa a sus habitantes obligando a los mozárabes a refugiarse en el castillo, mientras los mudéjares se unían a las tropas asaltantes. Después de destruir casas y enseres y de saquear cuanto encontraban a su paso, decidieron poner cerco a la ciudad y al castillo hasta que se rindiese.
Don Alfonso holgaba a orillas del Cea en compañía de su esposa doña Beatriz ajeno a los peligros que corría su reino. Nada hacía presagiar el ataque de los muslimes. El rey y la reina pasaban los días tranquilamente en los aposentos reales sin que nada ni nadie viniera a perturbarlos. De cuando en cuando daban algún pequeño paseo por los alrededores del monasterio y del caserío para hacer algo de ejercicio, pero no los prolongaban demasiado por causa de la herida que el rey había recibido en la batalla de Salatrices. Los monarcas acababan de regresar de uno de esos breves paseos cuando les anunciaron la llegada de un emisario de Toledo. Éste se postró a sus pies antes de hablar.
—Dinos, ¿qué ocurre?
—Señor, un gran ejército de sarracenos se dirige hacia la ciudad de Toledo desde todos los confines del al-Ándalus. Vienen de Granada, de Córdoba, de Sevilla, de Murcia, de Valencia, de todas partes. Arrasan todos los caseríos y poblados que encuentran a su paso sembrando el miedo y el terror por todas partes.
—¡En mala hora vengan esos malditos infieles! No podían haber elegido peor momento para mí. Me hallo viejo y tullido por culpa de esta pierna que no me permite montar a caballo. Con todo el dolor de mi corazón tendré que permanecer ocioso en esta batalla que puede ser crucial para el futuro de nuestro reino.
El rey reunió con urgencia a la pequeña corte que lo rodeaba y les impartió las órdenes precisas para que juntaran un ejército capaz de hacer frente a aquella horda de infieles. Al mando del mismo iría Álvar Fáñez y para conferirle más autoridad envió a su propio hijo Sancho. Confió la seguridad de su heredero a su fiel vasallo García Ordóñez. Con gran dolor de corazón por no poder participar personalmente en la batalla, infundió ánimos a sus aguerridos capitanes y les encomendó encarecidamente que ganaran la batalla y le devolvieran sano y salvo a su hijo, que era lo que más quería en este mundo.
Los cristianos lograron reunir un ejército de unos tres mil quinientos hombres procedentes de Toledo, Alcalá, Castejón, Catalañazor y San Esteban de Gormaz, con los que se enfrentaron al poderoso ejército almorávide en Uclés donde los estaban esperando.
Con las primeras luces del alba del 29 de mayo, los musulmanes salieron al encuentro del ejército cristiano cubierto el rostro con pañuelos negros, como los que utilizaban en algunas partes de África, armando un gran estruendo con los tambores para aterrorizar al enemigo. Iban, además, acompañados de un gran número de arqueros diestros en su arma.
Enfrentados los dos ejércitos, al inicio de la batalla la suerte estaba de parte de los cristianos, que obligaron a retroceder al grueso del ejército musulmán, pero poco después éstos se vieron reforzados por los suyos infligiendo una gran derrota al ejército cristiano, al que causaron más de tres mil bajas. Se dice que sus cabezas cortadas y amontonadas sirvieron de torre a los muecines para llamar a la oración.
Siete condes, entre los que se encontraba García Ordóñez, lograron ponerse a salvo con el infante refugiándose en el castillo de Belinchón, a unas cuatro leguas de Uclés, en tanto que Álvar Fáñez con un grupo de caballeros logró eludir el choque dirigiéndose hacia el norte para defender el alto Tajo. Los condes descansaban en el castillo totalmente despreocupados y ajenos al peligro que corrían. Los mudéjares de la fortaleza, que nunca habían soñado con una oportunidad como aquélla, perdieron el miedo y el respeto que debían a sus señores rebelándose contra ellos y asesinándolos a traición junto al propio infante don Sancho.
Terminada la contienda, Tamim regresó con sus tropas a Granada dejando a los gobernadores de Valencia y Murcia el encargo de tomar el castillo de Uclés. Como carecían de medios para asaltar la fortaleza, al cabo de varios días de asedio fingieron retirarse alejándose del castillo y sus alrededores. Cuando los castellanos abandonaron el refugio creyéndose totalmente a salvo, fueron atacados y aniquilados por los musulmanes que cayeron sobre ellos sin piedad.
Como consecuencia de esta derrota, Alfonso VI perdió, además del castillo de Uclés, plazas tan significativas como Cuenca, Huete, Ocaña y Amasatrigo, que había recibido con la dote de la bella Zaida. Este gran desastre bélico junto con la pérdida de su único hijo varón fueron el principio del fin del Emperador de toda España. Cuentan las crónicas cristianas que cuando Álvar Fáñez y los suyos fueron a rendirle cuentas de la triste derrota, al comunicarle la muerte de su hijo, el rey exclamó entre suspiros y lágrimas:
«¡Ay, hijo mío, ay, hijo mío, alegría de mi corazón y luz de mis ojos, solaz de mi vejez! ¡Ay mi espejo en que yo me solía ver y en el que recibía gran placer! ¡Ay, mi heredero mayor! Caballeros, ¿dónde me lo dejasteis? Dadme a mi hijo, condes».
El conde Álvar Fáñez y los demás caballeros lo contemplaban en silencio sin atreverse ninguno de ellos a pronunciar palabra. El rey seguía pidiéndoles que le devolvieran a su hijo entre suspiros y lágrimas.
—Devolvedme a mi hijo, condes. Devolvédmelo tal como yo os lo entregué.
Uno de los condes con más autoridad se atrevió a contestarle.
—¿Por qué nos pedís que os devolvamos a vuestro hijo, Señor, si no fue a nosotros a quienes lo confiasteis?
—Vosotros ibais a su lado para defenderlo y no lo hicisteis. Al menos aquél a quien lo confié dio la vida por salvar la suya, lo que no hicisteis vosotros, que lo abandonasteis y huisteis del campo de batalla.
Los caballeros se miraron unos a otros sin saber qué responder. El rey seguía llorando y suspirando por la muerte de su hijo y nadie sabía cómo consolarlo. Entonces uno de ellos le habló de la siguiente manera:
—Señor, la fortuna no estuvo esta vez de nuestro lado. Los moros se llevaron la mejor parte y ganaron la contienda. En aquellas circunstancias poco podíamos hacer nosotros allí, si no era morir como el resto. Con esto, Señor, la pérdida hubiera sido mayor aún. Juzgamos que salvarnos unos pocos era mejor para Vos que perecer todos allí, así podréis contar con nosotros para vencer a los agarenos en otros encuentros que no han de faltar.
—¿Cómo osas hablarme de esta manera cuando he perdido lo que más amaba en este mundo? Caballeros, os ruego que me dejéis solo con mi dolor, pues ni vuestras palabras ni vuestra presencia podrán atemperarlo.
Los caballeros dejaron solo a don Alfonso sumido en su pena. No podía comprender cómo habían sido tan débiles, por no decir cobardes, para perder la batalla y abandonar a su suerte a su dilectísimo hijo. Entonces le preguntó al médico cuál podía ser la causa de tanta relajación y blandura.
—Señor, esta debilidad se debe a los baños que se dan, a los placeres, a las ropas suaves que usan, a la vida de relajación y ocio y a la falta de entrenamiento para la lid —le contestó el médico.
—Pues a partir de hoy se derribarán todos los baños que hay, se suprimirá tanto regalo, los trajes serán de tejidos más toscos y se ejercitarán más a menudo en el uso de las armas. No quiero repulidos afeminados en mis huestes sino guerreros rudos y toscos, pero diestros con las armas y valientes para vencer o morir en la contienda.
Pocos días más tarde tuvo que pasar aún por el desgarrador trance de ver cómo enterraban a su amadísimo hijo allí mismo, en el monasterio de San Benito de Sahagún, al lado de los restos de su madre, la bella Zaida. Su corazón no podía soportar ya más dolor.
«¿Por qué me castigas de esta manera, Señor?» se lamentaba don Alfonso durante la triste ceremonia. «Acaba ya de una vez con mi funesta vida. Me has despojado de todo cuanto amaba en este mundo. Aquí ya no me queda nada por lo que vivir. Termina de una vez para siempre con mi triste existencia. Te lo pido por caridad. ¡Oh Dios, Señor mío, ten piedad de mi y llévame con mis seres queridos!».
De esta guisa se lamentaba el rey ante el túmulo de su dilectísimo hijo y ante el desmoronamiento de aquel vasto imperio que él vaticinaba con aquella muerte. ¿Qué habría ocurrido si el infante don Sancho Alfónsez no hubiera perecido en el desastre de Uclés? ¿Se habría separado el condado de Portugal del reino de León, como lo hizo, o se habría avanzado en la Reconquista y se habría terminado por unificar toda España bajo su corona? Nadie podrá contestar jamás a estos interrogantes, mas en la mente de don Alfonso seguro que sí se perfilaba este escenario o algún otro muy parecido. Después de tanto luchar, al final de sus días preveía la caída de todo aquel imperio que él había amasado con tanto trabajo en su largo reinado. Pero ¿por qué tuvo que enviar a su hijo a la guerra cuando todavía no era más que un niño de trece o catorce años? ¿Qué autoridad podía imponer en la batalla si tenían que estar pendientes de su integridad física en todo momento? ¿No hubiera sido preferible que se hubiera quedado en casa para asegurar el futuro de su dinastía y la continuidad del legado de su padre? Avatares del destino.

ALFONSO VI, IMPERATOR TOTIUS HISP. Capítulo 39



    
                                                                   39


         Alfonso VI se dirigió con sus mesnadas a tierras de Badajoz para frenar el avance de los almorávides a cuyo frente iba Yusuf ibn Tasufin. Acompañaban al rey muchos de sus mejores vasallos y también algunos caballeros franceses con sus correspondientes tropas de infantería. Avanzaban por tierras pacenses para librar batalla contra los moros invasores que se habían apoderado de aquellos campos y los asolaban a su paso. Ambos ejércitos se enfrentaron en un lugar llamado Salatrices, donde el Bravo se abalanzó con gran denuedo sobre las huestes sarracenas infundiendo valor a los suyos y sin preocuparse de su persona. Mas la mala suerte hizo que una lanza del enemigo lo hiriera en un muslo, lo que le forzó a abandonar el campo de batalla protegido por los suyos.
Varios de los condes allí presentes obligaron a reitrarse a los musulmanes, luchando ferozmente contra ellos hasta altas horas de la noche favorecidos por la luz de la luna. Álvar Fáñez aprovechó el momento para poner a salvo al rey conduciéndolo hasta el castillo de Coria a donde llegaron al día siguiente. Cuando los condes regresaron sanos y salvos a Coria, don Alfonso, que los daba por muertos, les reconoció su gesta y el gran valor que habían demostrado por haberle salvado la vida. Todos agradecieron al Señor el haber salido incólumes de la batalla, aunque lamentaron su derrota por la mala organización que hubo. Yusuf después de haber ganado el enfrentamiento se retiró a África, mientras que don Alfonso regresaba a Toledo herido y humillado con el oprobio de la amarga derrota.
A su llegada al palacio real dio orden que no lo molestara nadie. Quiso permanecer solo en sus aposentos durante muchos días para restañar la herida de su pierna y las de su corazón. Se negó a recibir visitas salvo la de su médico y la de su amantísima esposa la reina doña Isabel. Aquél intentó sanarle la herida física, que no lo logró del todo. El rey ya no pudo montar a caballo nunca más. Su dulce esposa se propuso curarle con algo más de éxito las heridas de su alma.
—¿Cómo te encuentras hoy, amor mío? —preguntó doña Isabel acercándose al lecho real de don Alfonso.
—Un poco mejor, mi dulce amada, pero me sigue doliendo la herida.
—Paciencia, esposo mío. Con el tiempo se te curará.
El monarca hizo un gesto dubitativo.
—No sé, Isabel, tengo mis dudas. A estas alturas ya debería estar curada. Hace más de dos meses que me hirieron y aún no ha cicatrizado del todo.
—Piensa que a tu edad le cuesta más.
—Con todo y con eso, ya debería haberse cerrado después de todo este tiempo. La anterior al cabo de un mes ya la tenía cicatrizada. El galeno me da esperanzas, pero yo me temo lo peor. Aún supura un poco y, aunque se ha controlado la infección, no termina de cerrar. Esta herida me va a llevar a la tumba.
—No digas tonterías. Pronto te veo montando a caballo otra vez para ir a luchar de nuevo.
El rey le sonrió a su esposa con una sonrisa cargada de melancolía y escepticismo. Él mejor que nadie sabía que no podía mover la pierna. ¿Cómo iba a montar a caballo en esas condiciones?
—¡Qué más quisiera yo que volver a montar a caballo! Para mí ya se han terminado los caballos y las batallas, Isabel. Me conformo con volver a levantarme algún de este lecho.
—¡Qué pesimista estás hoy, amor mío! Así seguro que no te curarás. Debes tener más confianza en el físico y en ti mismo para ponerte bien. Anda, anima un poco ese espíritu tan deprimido que tienes hoy.
—Tengo el mismo de cada día, querida mía.
—Pues no lo parece. Anímate un poco, verás como de aquí a unos días vuelves a caminar con total normalidad.
—Agradecería a Dios que pudiera volver a caminar sin fijar ningún plazo. No me importa el tiempo que tenga que permanecer postrado en el lecho con tal de volver a caminar algún día. Sería muy triste para mí tener que dejar este mundo sin poder abandonar ya nunca más esta cama.
—No seas tan agorero. Ten fe y verás cómo te curas.
Un mes más tarde dejaba el lecho para dar los primeros pasos apoyado en sendas muletas. Aún tendrían que pasar varios meses más antes de poder caminar sin el auxilio de un bastón, pero montar a caballo ya formaba parte del pasado.
Desde que ya pudo caminar apoyado en una sola muleta volvió a recibir visitas en su palacio. Una mañana paseaba por su jardín cuando le anunciaron la llegada del arzobispo.
—Os encuentro muy mejorado, Señor.
—Lo dices por adularme, Bernardo.
—No, Majestad. Lo digo con sinceridad. Desde la última vez que os vi habéis mejorado en todo, hasta el color de vuestra tez es más saludable.
—Será el aire y el sol toledanos.
—Tal vez, Señor, pero vuestro aspecto es mucho mejor. Ahora sólo falta que vuestra pierna se recupere del todo.
—Eso ya es harina de otro costal. La herida ya ha cicatrizado del todo, pero la pierna está muy floja aún. No puedo apoyar el pie en el suelo sin la ayuda de la muleta. El médico me ha dicho que la lanza se clavó en el propio hueso y que teme que se haya fracturado. De haber sido así, la fractura ya estará soldada, pero me llevará mucho tiempo recobrar toda la movilidad de la pierna, si es que la recupero alguna vez.
—No seáis tan pesimista. Los médicos siempre exageran para curarse en salud. Ya veréis cómo os recuperaréis pronto del todo y podréis volver a hacer vida normal.
—Dios te oiga, Bernardo. ¿Y qué nueva me traes?
—Nueva nos os traigo ninguna, pero deberíais formalizar la sucesión de vuestro hijo por lo que pueda ocurrir.
Don Alfonso se había detenido para sentarse en un banco del jardín. El arzobispo le ayudó a tomar asiento sentándose él después a su lado.
—¡Ay, ay, ay, cómo te delatas, Bernardo! Como para creer en tus adulaciones. ¿No me estabas diciendo hace un momento que me encuentras muy bien de salud?
—Y es cierto, Majestad.
—Si es cierto, ¿por qué me haces esta propuesta?
—Bueno, no está de más atar todos los cabos, Señor. Debéis pensar en el bien del reino por encima de vuestra propia persona. Si ocurriera algo, Dios no lo quiera, estaría todo atado. De todas maneras también lo digo porque vuestro hijo ya va dejando de ser un niño y conviene declarar públicamente que es vuestro heredero.
—Tienes razón, Bernardo. Vas a convocar un concilio que se celebrará en León a finales de mayo. Espero que de una manera u otra pueda viajar hasta allí. En él declararé oficialmente a mi hijo como mi sucesor. Acudirán todos los nobles y magnates del reino. Asimismo se personarán en él todos los obispos y abades de este vasto imperio. Quiero darle al acontecimiento todo el boato que le corresponde para evitar malentendidos.
—Me parece muy bien, Señor. Sólo tengo que ponerle una objeción. ¿Por qué no lo celebráis aquí en Toledo y os evitáis ese largo viaje?
El rey se tomó un pequeño respiro antes de contestar al arzobispo.
—Porque la capital de todo mi reino sigue siendo León. Por eso es allí donde quiero formalizar el acto para darle toda la significación que requiere.
—En tal caso, no tengo nada que objetar.
Don Alfonso hizo ademán de levantarse. El arzobispo acudió raudo a prestarle ayuda. Poco después regresaban a palacio, pues el monarca no se sentía con demasiadas fuerzas para continuar el paseo.

Una fresca mañana de mayo don Alfonso y doña Isabel se preparaban para partir hacia León desde el monasterio de San Benito de Sahagún, donde se habían detenido unos días para descansar de su largo viaje. Un mensajero que llegaba al trote les hizo saber que don Raimundo de Borgoña se hallaba gravemente enfermo.
—Majestades —el mensajero se postró ante los reyes—, su yerno, el conde don Raimundo, se ha puesto muy enfermo cuando venía para aquí a visitaros.
—¿Dónde está?
—En Grajal de Campos, Señor. Aproximadamente a una legua de aquí.
—Muy bien. Le haremos una visita antes de partir para León, pero nos gustaría saber qué le ha pasado.
—Tiene disentería, Majestad. La gran debilidad que se ha apoderado de él lo tiene postrado en el lecho.
Los reyes se acercaron a Grajal para visitar al enfermo al que encontraron muy abatido por el contratiempo. Apenas intercambiaron unas palabras, pues a don Raimundo le faltaban las fuerzas casi hasta para hablar. Después de la visita los monarcas continuaron viaje hacia León para asistir al concilio que se celebró pocos días más tarde, en el que se declaró solemnemente a don Sancho Alfónsez como legítimo heredero del trono leonés. Por su parte, don Raimundo lamentó no poder asistir al mismo como era su propósito. Tuvo que permanecer en el lecho por espacio de varias semanas y cuando lo abandonó, aún se vio obligado a guardar reposo durante un mes más. Pasado ese tiempo, sin haberse recuperado del todo, decidió regresar a su amada Galicia donde esperaba reponerse totalmente. Allí fue cuidado por expertos médicos, pero el 20 de septiembre la enfermedad acabó con su vida. Sus restos mortales fueron enterrados en la catedral de Santiago por orden del obispo Diego Gelmírez. Don Alfonso envió sus condolencias a su hija y le ordenó que permaneciera en Santiago mientras él no la autorizara a abandonarlo.
El fallecimiento de don Raimundo obligó a convocar otro concilio en León a finales de año, en el que don Alfonso dispuso que todas las posesiones de su yerno revirtieran a la corona. A su hija doña Urraca le dejó el condado de Galicia, pero condicionado a que no se volviera a casar. En caso de que contrajera nuevas nupcias, el condado pasaría a manos de su nieto, Alfonso Raimúndez. Para dar autenticidad a lo pactado, obligó a jurar a Diego Gelmírez que velaría por lo allí acordado.
Poco después de la celebración de este segundo concilio, la reina doña Isabel, que estaba embarazada, se sintió indispuesta. El médico acudió presuroso a la cabecera del tálamo real. Las camareras que cuidaban a la reina corrían de un lado para otro desasosegadas. La matrona no se separaba de la parturienta. Todo el mundo se hallaba inquieto. En palacio se vivían momentos de angustia. Al cabo de diez terribles horas de congoja y agonía, la reina tuvo un malparto. Doña Isabel poco a poco iba dejando la vida a medida que sus venas se iban quedando sin sangre. El médico hizo todo lo posible por salvarla, pero fue en vano. Unas horas más tarde la bella mora yacía exánime en su lecho mortuorio. Parecía una estatua de alabastro de las deidades griegas.
Don Alfonso quedó destrozado cuando se enteró del fatal desenlace. El severo golpe sentimental que acababa de recibir era superior a su entereza física y moral. El rey no se sentía con fuerzas para continuar viviendo. ¿Qué iba a hacer ahora sin su bella mora? Por unos instantes sintió deseos de quitarse la vida. ¿Cómo iba a sobrellevar los años que le quedaban sin una mujer a su lado, él que siempre había vivido rodeado de mujeres hasta aquel triste desenlace? El Señor le enviaba un cáliz demasiado amargo para enfrentarse a su vejez. ¿Sería por su orgullo? ¿Por los errores cometidos en su vida? ¿Sería la última prueba a la que lo sometería?
Los funerales por el eterno descanso del alma de doña Isabel se celebraron en la catedral de León. Los ofició el obispo don Pedro, que no sabía cómo consolar al rey don Alfonso. Le pidió que hiciera un verdadero acto de contrición y se encomendara en las manos del Señor. El rey así lo hizo. Durante la misa por el alma de su esposa se dirigió a Dios en los siguientes términos:
«Oh, Señor, ¿por qué me envías este cáliz tan amargo? ¿No has tenido suficiente con quitarme tantas vidas que amaba, que has tenido que arrebatarme también ésta que tanto quería y que era el consuelo de mi vejez? ¿Por qué no me has llevado a mí en vez de ella? Yo ya soy viejo y no sirvo para nada. Yo sólo sé luchar en el campo de batalla. Señor, dame fuerzas para superar este trago tan amargo y si tienes que llevarte a alguien, que sea yo el próximo. Te suplico que no me vuelvas a someter a una nueva prueba. No la podría resistir. Dame fuerzas para superar este trance y para despedir a mi dulce amada en este día tan aciago de mi vida. Señor, perdona mi orgullo y mi vanidad. Perdóname si en algo te he ofendido».
Don Alfonso derramó amargas lágrimas durante la Eucaristía. Después de recibir el sentido pésame de todos los nobles y magnates que acudieron a las exequias de su difunta esposa, se retiró a sus aposentos donde dio rienda suelta al llanto que oprimía su pecho hasta dificultarle la respiración. Mientras los restos mortales de doña Isabel eran conducidos al monasterio de San Benito de Sahagún para ser inhumados junto a los de sus otras esposas, don Alfonso no abandonó sus aposentos ni dejó de llorar por su divina amada. El impertérrito paso del tiempo le ayudaría a superar su profunda aflicción.
Habían transcurrido ya varios meses desde la muerte de la reina Isabel y don Alfonso continuaba aún alicaído por su pérdida. No lograba reanimarse ni siquiera con los primeros efluvios de la incipiente primavera. La presencia de los infantes tampoco contribuía a alegrar su corazón. Sus consejeros no sabían ya qué hacer para infundirle nuevos ánimos y la alegría por vivir.
—Señor, debéis olvidar a vuestra difunta esposa y volver a la realidad —le decía don Pedro una tarde de principios de abril mientras paseaban por los jardines del palacio—. No podéis seguir así. Vuestro reino necesita que alguien lo gobierne. No puede continuar abandonado de la mano de Dios.
—Pedro, amigo mío, siempre he escuchado tus consejos y he procurado seguirlos, pero ahora no puedo. Se fue mi dulce amor y mi voluntad y mi espíritu se fueron con él. Desde el fallecimiento de mi esposa no tengo ganas de vivir. Quisiera dejar yo también este mundo, pero me faltan las fuerzas para hacerlo.
—Por favor, Majestad, no digáis eso que ofendéis a Dios. Debéis seguir viviendo por el bien de vuestro reino y por el de vuestros propios hijos. ¿Qué sería de ellos si ahora les faltarais Vos? Señor, levantad vuestro estado de ánimo y recuperad las ganas de vivir. Volved a ser aquel noble y valiente rey que siempre luchó por engrandecer su reino y por el bienestar de sus súbditos. No os olvidéis que el enemigo está alerta para atacaros y que no desaprovecha ninguna oportunidad para hacerlo. No se la deis Vos con vuestra apatía.
Los sensatos consejos del obispo don Pedro no cayeron en tierra baldía. Unos días más tarde el rey se encontraba totalmente animado. Había reanudado su actividad normal. Como era su costumbre, comenzó a recibir embajadas de otros reinos peninsulares y allende los Pirineos. Un día se presentó ante él el heredero del duque de Este con una embajada de su padre. Don Alfonso lo recibió con todos los honores. Después de una larga y fructífera charla, el heredero del duque le ofreció en matrimonio a su propia hermana para firmar así el grato acuerdo al que habían llegado. El rey, que no podía vivir sin una mujer a su lado, aceptó. Dos meses más tarde se celebraba el enlace matrimonial entre don Alfonso y doña Beatriz en su lugar predilecto, el monasterio de San Benito de Sahagún. Rincón que eligió para pasar su última luna de miel y una temporada de plácido reposo. Allí los dejaremos descansar en la quietud del monasterio y en la paz del encantado paisaje a orillas del Cea, donde los hallarán los graves acontecimientos que se describen en el próximo capítulo.

ALFONSO VI, IMPERATOR TOTIUS HISP. Capítulo 38



      
                                                                   38


          Con la pérdida de Valencia don Alfonso empezó a temer por la seguridad de Toledo. Los almorávides, llamados en un principio por algunos de los reyes taifas para defenderlos contra los ataques del rey leonés, no tardaron en cambiar de táctica para extender su imperio norteafricano por todo el al-Ándalus español. Las desavenencias que existían entre los distintos reyes taifas, sobre todo por las enormes cargas impositivas que tenían que pagar al emperador, determinaron que los almorávides se fueran apropiando de los distintos reinos del sur peninsular. Entre el 1090 y el 1100 cayeron en su poder las taifas de Murcia, Granada, Badajoz, Córdoba, Málaga y Sevilla. En 1102 acababan de conquistar el apetecido reino de Valencia. Ante esta progresión almorávide, Alfonso VI se vio obligado a repoblar y fortificar las ciudades de Segovia, Ávila y Salamanca para ofrecer a través de ellas una fuerte resistencia sobre el imparable avance de los infieles. Esta misión se la encomendó a su yerno Raimundo de Borgoña.
Los condes de Galicia se hallaban a la mesa de don Alfonso. El rey presidía el banquete que transcurría casi en silencio, sólo interrumpido de cuando en cuando por algún que otro monosílabo que se escapaba de los labios de alguno de los comensales. Al fin don Raimundo se atrevió a formular una pregunta a su suegro.
—¿Para qué nos habéis mandado llamar, mi Señor?
El rey siguió comiendo como si no hubiera oído nada o no fuera con él la pregunta. Cuando estaban a punto de finalizar el banquete, se dirigió a su yerno en los siguientes términos:
—Raimundo, te cuidarás de fortificar y repoblar las ciudades de Segovia, Ávila y Salamanca en el menor tiempo posible. El avance imparable de los almorávides está poniendo en serio peligro la frontera que hace años fijamos en el Tajo. Quiero levantar una línea defensiva en la retaguardia de esta frontera para impedir que progresen más hacia el norte. Y los bastiones de esa línea serán estas tres ciudades.
—Pero tendré que reunir mucha gente para repoblarlas. ¿De dónde la reclutaré, Señor?
—De todas las partes de nuestros reinos y hasta del extranjero si es necesario. Les otorgaré fueros especiales para que resulten atractivas a los nuevos pobladores, pero quiero que esas tres ciudades se llenen de gentes que nos sean fieles y que estén dispuestas a luchar contra el enemigo invasor. No escatimaremos beneficios y prebendas para que se sientan más ligadas a su nuevo hogar y para que lo defiendan con todo el ahínco y fervor del que sean capaces. Hemos de repoblar esta tierra de nadie que hay entre el Duero y el Tajo para impedir que vuelva a caer en manos de los sarracenos. Se derramó mucha sangre para conquistarla y no podemos permitir que haya sido en vano.
—¿Cuándo debo comenzar?
—Cuanto antes.
—Muy bien. Partiremos inmediatamente para Segovia para poner en práctica vuestro proyecto, Señor.
Don Alfonso se sintió más tranquilo después de haber ordenado la repoblación de las tres ciudades que había elegido como baluartes contra el avance de los almorávides hacia el norte de la Península. Harían de dique de contención contra la avalancha infiel. A pesar de esas medidas, el rey seguía receloso de los peligros que entrañaba tener tan cerca un enemigo tan peligroso como aquél.
—¿Qué opinas de la nueva alianza entre los almorávides y los sarracenos de Zaragoza, Álvar?
—¿Qué os puedo decir, Señor? Es un paso más para obligarnos a retroceder en nuestra reconquista. Los almorávides se han empeñado en apoderarse otra vez de toda la Península.
El rey había mandado llamar a Álvar Fáñez, uno de sus más fieles y aguerridos generales, para acordar con él la mejor estrategia de defensa contra el enemigo invasor.
—Pues no lo van a tener nada fácil. Yo no estoy dispuesto a ceder ni un palmo más del territorio conquistado. Son muchos los siglos de lucha, muchos los esfuerzos realizados, mucha la sangre derramada, como para que todo esto ahora se reduzca a cenizas. Todos nuestros ideales, todas las batallas a las que nos hemos enfrentado, todos nuestros triunfos carecerían de sentido si ahora fracasáramos. Les haremos frente y les pararemos los pies. No podemos permitir que esos infieles avancen un palmo más y sobre todo no podemos consentir que se vuelvan a adueñar de esta ciudad. Toledo representa el símbolo de la unidad de España, de la continuidad del reino visigodo del que somos sus legítimos herederos, y lo defenderemos hasta la extenuación y la muerte. Si cae Toledo otra vez en manos de los sarracenos, caerá de nuevo toda la Península, porque la recuperación de esta ciudad les infundiría el valor suficiente para llevar a cabo tal empresa. Por el contrario, entre los nuestros se apoderaría tal desánimo, que la mayor parte huirían despavoridos y a la desbandada. Con el fin de defender la frontera del Tajo y la seguridad de esta ciudad, debemos interceptar sus comunicaciones entre Zaragoza y el al-Ándalus. Para ello nada mejor que sitiar la plaza de Medinaceli y para eso te he pedido que vengas, Álvar.
—Agradezco la confianza que depositáis en mí, Señor. Una vez más intentaré no defraudaros.
—Así lo espero, Álvar. Vasallos como tú son los que necesito para defender este vasto imperio que hemos conquistado entre todos juntos. Tu lealtad será debidamente recompensada.
—Ya lo habéis hecho en muchas ocasiones, Majestad, por lo que os estoy eternamente agradecido.
—Dispondremos lo más conveniente a su tiempo. Ahora debes partir con tus tropas hacia Medinaceli. Es muy importante que te sitúes allí lo antes posible para entorpecer las comunicaciones entre ambos bandos. Será de la única manera que nos sentiremos más seguros aquí.
Las huestes reales al mando de Álvar Fáñez no tardaron en sitiar Medinaceli y cortar el paso hacia el valle del Jalón. Sus efectos se hicieron sentir de inmediato. Mientras tanto un gran número de fuerzas almorávides procedentes de Granada y Valencia se pusieron en marcha nada más conocerse el asedio de la fortaleza castellana para acudir en su auxilio. Avanzaban hacia el lugar indicado siguiendo el valle del Tajo, pero a la altura de Talavera un contingente de tropas cristianas les tendieron una emboscada en la que perdió la vida el gobernador de Granada. Las tropas almorávides, desmoralizadas ante la muerte de su jefe, huyeron a la desbandada regresando a su lugar de origen sin cumplir su cometido, lo que favoreció la estrategia de Alfonso VI.
Unos meses más tarde, en junio del 1103, Álvar Fáñez se apoderó de Medinaceli. La plaza se rindió después del prolongado sitio al que fue sometida. Sus habitantes no pudieron soportar por más tiempo las privaciones a las que se vieron sometidos. Los víveres y la reserva de provisiones que habían acumulado antes de la llegada de las huestes cristianas poco a poco se les fueron agotando. La mayor parte de la población ya padecía los síntomas de la hambruna. En vano habían esperado la llegada de las fuerzas salvadoras. Al final las autoridades tuvieron que hacer frente a la cruda realidad entregando la plaza sin mayor resistencia a sus sitiadores.
Con la conquista de Medinaceli Alfonso VI lograba un enclave estratégico entre la taifa de Zaragoza y el nuevo al-Ándalus de los almorávides, que le permitiría asegurar mejor la ciudad imperial contra los ataques de sus enemigos. Por aquel entonces el rey leonés era todavía dueño y señor de la mayor parte de las plazas y fuertes ubicados en la cuenca del Tajo. Aún llegó a enviar sus huestes por tierras sevillanas en un alarde de fuerza. Pero los almorávides no se atemorizaban fácilmente ante estas muestras de poder de Alfonso VI el Bravo y trataban de atacar su reino y desgastar su autoridad en todo momento. Aprovechaban cualquier circunstancia, cualquier muestra de debilidad del emperador para apoderarse de alguno de sus fuertes o plazas. Las espadas continuaban en alto y la lucha entre moros y cristianos seguía en pie aunque a veces se establecieran largas treguas entre ellos.
Alfonso VI descansaba en su palacio imperial de Toledo aprovechando una de esas treguas con sus enemigos. El invierno toledano estaba dejando ya paso a la primavera, aunque de una manera todavía muy tímida. Pronto se igualarían los días y las noches, lo que ayudaría a despertar de su letargo a la dormida naturaleza. El sol del atardecer se reflejaba sobre las remansadas aguas del Tajo, que discurría suavemente circundando la colina en la que se asienta la ciudad. El rey contemplaba el espectáculo desde uno de los miradores de los jardines de su palacio. Uno de sus sirvientes se acercó a él.
—Perdonad, Majestad, que interrumpa vuestro descanso.
—¿Qué ocurre?
—Un mensajero de su hija espera ser recibido.
—¿Un mensajero de mi hija? ¿Qué querrá?
Don Alfonso no mantenía muy buenas relaciones con su hija doña Urraca. A pesar de que le había encomendado a su marido la repoblación de Segovia, Ávila y Salamanca, desde que conspiraran contra él no les tenía demasiado afecto. ¿Qué habría ocurrido para que le enviara ahora un emisario? No tardaría en salir de dudas.
—Majestad, su hija le ha dado un nieto.
—¿Qué? Si ni siquiera sabía que estuviera en estado. ¿Cuándo ha sido eso?
—El uno de este mes. Es un niño muy hermoso y robusto. Han decidido ponerle Alfonso, como vuestra Majestad, Señor.
—¡Vaya qué detalle! —el rey quedó tan desconcertado que no sabía cómo reaccionar—. ¿Y sabes cuándo será el bautizo?
—Con exactitud no, Señor, aunque hablaban de bautizarlo el domingo de Pascua de Resurrección.
—No importa. No podré asistir de ninguna de las maneras. Es un viaje demasiado largo para mí y, además, no puedo abandonar esta ciudad por la amenaza continua de los sarracenos. He de estar en guardia permanente. Les llevarás un regalo y mis felicitaciones.
Unos días más tarde don Alfonso hablaba del acontecimiento con el arzobispo don Bernardo. Lo había invitado a comer para pedirle su consejo.
—Este niño puede complicar la sucesión a la corona.
—¿Vos creéis, Señor?
—Lo creo y lo afirmo. Mi hija ahora tiene más fuerza para reclamar su derecho a la sucesión. Estoy seguro que ella y mi yerno conspirarán de nuevo para conseguir la corona a mi muerte. No podía haber venido en peor momento este nieto.
—No digáis eso, Majestad. La llegada de un nuevo ser a este mundo siempre es una buena noticia y en el caso de su nieto, mucho más. Al contrario de lo que Vos pensáis, yo creo que con este niño se afianza vuestra estirpe en el trono. Ya sé que tenéis como heredero legítimo a vuestro hijo. Pero, Dios no lo quiera, ¿y si le pasara algo a Sancho? En este caso, vuestra hija doña Urraca heredaría la corona y después de ella lo haría su hijo. Vedlo por el lado positivo. Este nuevo vástago de vuestra familia es el tercer miembro legítimo a la sucesión.
El rey y el arzobispo salieron al jardín para disfrutar de la templada tarde de comienzos de la primavera.
—Tal vez tengas razón, Bernardo. Con todo, sigo pensando que no llega en buen momento. Yo quería tener más hijos para asegurar mi estirpe, pero Dios no se ha dignado concedérmelos, aunque todavía no he renunciado a tenerlos.
El arzobispo se quedó mirando al rey con estupefacción.
—Pero ¿qué decís, Majestad? Vos ya no estáis en edad de engendrar más hijos. Vais a cumplir sesenta y cinco años. Debéis renunciar a tener más descendencia.
—Bueno, bueno. Eso ya lo veremos.
—¡Cómo que ya lo veremos, Señor! A vuestra edad debéis cuidaros.
—¿Crees que no me cuido, Bernado?
—Pero, Majestad, Vos ya no estáis para esos lances.
—Mientras esté útil para luchar, también lo estaré para amar.
Los dos ilustres tertulianos se acercaron al mirador desde el que se podía contemplar una amplia panorámica sobre el Tajo y su vega. El sol lucía esplendoroso en un cielo completamente despejado de nubes. Don Alfonso observaba extasiado el suave discurrir de las aguas.
—¿En qué pensáis, Señor?
—En nada importante, Bernardo.
—No me mintáis. Sé que cuando os quedáis ensimismado estáis tramando algo.
—En realidad estaba pensando que debo hacer una razzia a la taifa de Zaragoza. Hace mucho tiempo que no me paga las parias, así que voy a hacerle una visita de cortesía. A estos reyezuelos moros se les suben pronto los humos si ven que te relajas un poco.
—No deberíais alejaros de Toledo, Señor. Ya sabéis que si lo hacéis, los sarracenos pasan pronto aviso a Yusuf para que venga a socorrerlos y a enfrentarse a Vos.
—Correré ese riesgo, pero antes debo enseñarle a Abdelmalik quién manda aquí.
Unos días más tarde partía don Alfonso con sus mesnadas para tierras zaragozanas. En su ataque llegó muy cerca de la capital, pero, tal como le había pronosticado don Bernardo, el rey taifa solicitó la ayuda de Yusuf ben Tasufin, el cual no se demoró en corresponderle irrumpiendo de nuevo en la Península a la cabeza de un gran ejército que condujo por tierras de Sevilla y Badajoz. El emperador, enterado de los hechos, desistió del ataque a Zaragoza para ir a su encuentro.

ALFONSO VI, IMPERATOR TOTIUS HISP. Capítulo 37


      
                                                                   37


            Habían transcurrido ya varios meses desde el nacimiento de su última hija. Don Alfonso seguía triste por no haber tenido un segundo varón como era su deseo. Ni las caricias y halagos de su esposa ni las sonrisas y carantoñas de sus hijos lograban devolverle la alegría de vivir. Sentía que se iba haciendo viejo y que las esperanzas de tener más hijos varones cada vez eran más exiguas. Un día, mientras paseaba por los jardines del palacio con su amigo y consejero el arzobispo de Toledo, éste trataba de animarlo y de sacarlo de su obstinada apatía.
—Debéis volver a la realidad y tomar de nuevo las riendas del poder, Majestad. No podéis seguir más tiempo así.
Dio la sensación que el rey no había escuchado las palabras de su consejero y amigo. Se hallaba como ausente de la realidad que lo rodeaba.
—¿Decías algo, Bernardo?
—Os decía, Majestad, que deberíais tomar de nuevo las riendas del poder.
Don Alfonso pareció despertar de un largo sueño.
—Tienes razón, Bernardo. No sería justo que por mi egoísmo se perdiera ahora todo lo que hemos ganado con mi esfuerzo y con el de mis antepasados. No hemos llegado hasta aquí para malograrlo todo en este instante por mi insensatez. Debo tomar otra vez las riendas de mi reino por mis predecesores y por mi hijo y futuro heredero. ¿Qué ejemplo sería yo para él si abandonara en este momento mis obligaciones? ¿Yo, que siempre he sido el primero en acudir al campo de batalla, que nunca he dado la espalda al enemigo, que me he enfrentado siempre con valor a las más temibles adversidades, que he servido de acicate para mis vasallos, voy a permanecer ahora sin hacer nada? ¡Ni hablar! Desde hoy mismo reemprenderé mi actividad y asumiré las funciones que me corresponden como cabeza visible del reino más importante de la cristiandad hispana. No continuaré ni un minuto más en este estado de letargo en el que me he sumido durante todo este tiempo.
—Así me gusta oíros hablar, Señor. Ahora sí que volvéis a ser el de siempre.
La mañana era soleada y espléndida. Las alamedas del Tajo ya lucían los primeros brotes que pronto se transformarían en una vasta fronda verde. El jardín real ya comenzaba a vestirse con los incipientes colores primaverales. Un paje se acercó a donde se hallaban el rey y el arzobispo.
—Majestad, un emisario de doña Jimena Díaz espera ser recibido por Vos —le anunció después de una grave reverencia.
—Hazle pasar.
—¿Aquí, Señor?
—Sí, aquí.
El criado se marchó dejándolos solos de nuevo.
—¿Qué querrá ahora doña Jimena? —se atrevió a insinuar don Bernardo.
—Pronto lo sabremos, amigo Bernardo.
En aquel momento regresaba el paje en compañía del emisario.
—Con la venia, Señor —el emisario hizo una reverencia al rey—, ¿me concedéis vuestro permiso para hablar?
—Puedes hablar. ¿Qué me tienes que decir?
—Majestad, mi señora doña Jimena solicita de Vos refuerzos para defender la ciudad de Valencia del ataque de los moros.
—¿No tiene suficiente con sus mesnadas?
—Me temo que no, Señor. Las fuerzas de Muhammad al-Mazdali son muy superiores a las suyas y hace tiempo que amenazan con atacar la ciudad. Mi señora necesita ayuda o, de lo contrario, Valencia caerá en poder de los almorávides.
—Dile a tu señora que le enviaré refuerzos, pero, si a pesar de todo no puede defender la ciudad, debe abandonarla en poder de los sarracenos incendiándola y arrasándola antes por completo. No podemos permitirnos el dispendio que conlleva su defensa.
—Así se lo haré saber, Majestad.
El emisario partió veloz hacia Valencia con el mensaje del rey. El arzobispo, que había escuchado con atención el diálogo entre don Alfonso y el emisario, se aventuró a dar su opinión.
—¿Creéis, Majestad, que es buena idea la de arrasar la ciudad de Valencia?
—¿Qué otra cosa podemos hacer, mi querido Bernardo?
—No sé. Podéis enviar un contingente importante de fuerzas para vencer a los almorávides y que la ciudad pueda seguir en manos de los cristianos.
—¿Y de qué nos serviría eso? Tarde o temprano volverían a atacar con más tropas y nos veríamos igualmente obligados a abandonarla. No debemos malgastar tiempo, dinero y vidas humanas en algo que es imposible. Rodrigo Díaz se empeñó en conquistar Valencia y crear allí un pequeño reino a su medida, pero eso no fue más que un sueño. Más pronto o más tarde ese territorio tiene que volver a manos de los sarracenos, porque está totalmente rodeado por ellos. La idea de Rodrigo fue completamente descabellada y fuera de lugar. Nunca debió actuar por su cuenta como lo hizo, sino coordinado con nosotros para avanzar unidos y al unísono contra el imperio infiel y conseguir derrotarlos entre todos juntos. Ahora Valencia no es más que una isla en territorio mahometano. Su defensa resultaría demasiado onerosa para el erario público.
—¿Debo entender que la abandonáis a su suerte?
—Tanto como eso, no. Enviaré un contingente de mis huestes para que presenten batalla a los almorávides y le faciliten la huida a Jimena. No puedo ni debo hacer más. Para defender a Valencia hay que conquistar antes los territorios aledaños y eso hoy por hoy es imposible. Créeme, caro amigo, es mejor dejarla que caiga de nuevo en manos de los infieles.
Don Alfonso envió a Valencia las tropas prometidas a doña Jimena con la consigna de arrasar la ciudad si se hacía imposible su defensa. El 4 de mayo del año 1102 se produjo el enfrentamiento en Cullera entre las tropas cristianas y las almorávides. La batalla fue ardua aunque sin que la victoria se decantase hacia ninguno de los dos bandos. Como consecuencia de ello, doña Jimena y sus huestes dejaron la ciudad de Valencia portando los restos del Cid para enterrarlos en el monasterio de Cardeña. De esta manera regresaba a tierras castellanas el que un día las abandonara para nunca más volver.