30
Yusuf
ibn Tasufin regresó por tercera vez a la Península Ibérica con el
propósito de acabar con los reyes taifas y erigirse en el único
emir de todo el al-Ándalus. Aconsejado por los líderes religiosos
islamitas y apoyado por el pueblo llano, desembarcó en el puerto de
Algeciras en junio del 1090. Sus primeros pasos lo condujeron a
Málaga, donde derrotó a su reyezuelo de la dinastía zirí, y luego
a Granada, haciendo lo mismo con Abd'Allah ben Buluggin ben Badis. Al
ver el cariz que tomaban los acontecimientos, Abu Nasr Al'Fath
al-Ma'mun, gobernador de Córdoba, decidió poner a salvo a su esposa
y a toda su familia enviándolos al castillo de Almodóvar del Río
bajo la protección de setenta guerreros.
—Zaida,
tendrás que abandonar la ciudad y ponerte a salvo en un lugar seguro
con nuestros hijos y el resto de nuestra familia —le dijo con gran
pesar al-Ma'mun a su esposa.
—¿Por
qué me pides eso, amor mío?
—Porque
las tropas de Yusuf ya han dejado Granada y se encaminan hacia aquí.
No tardarán en cercar nuestra ciudad y atacarnos como han hecho con
Málaga y Granada. Por Allah, no quisiera que te hallaras aquí
entonces. Así que recogerás todos los enseres que creas necesarios
y te irás lo antes posible a refugiarte al castillo de Almodóvar.
Dispondré que te acompañen unos cuantos de mis mejores guerreros
para que te den protección.
—¿No
fue tu propio padre quien le pidió su ayuda?
—Sí,
pero parece ser que ahora Yusuf ha cambiado de opinión. Pretende
derrocar a todos los reyes taifas para proclamarse emir del
al-Ándalus.
—No
te dejaré solo en este momento tan difícil. Si tú mueres, yo
también quiero morir contigo.
—No,
amor mío. No consentiré que hagas ese sacrificio por mí. Te
marcharás ahora mismo para el castillo de Almodóvar como te he
ordenado y allí intentarás salvar tu vida. Yo me quedaré aquí
para hacer frente a ese desalmado. Si salgo vencedor de la contienda,
iré a reunirme contigo al castillo de Almodóvar. Ahora vete, pues
el tiempo corre en nuestra contra. Las tropas de ese ingrato se
acercan a nuestra ciudad.
Zaida
había nacido en el seno de una familia omeya en el año 1063. Era
muy hermosa y fue educada primorosamente por su madre. Se casó con
el hijo de al-Mutamid, Abu Nasr Al'Fath al-Ma'mun, gobernador de
Córdoba.
Al-Mutamid
solicitó ayuda a Alfonso VI, de quien volvía a ser tributario, para
que lo defendiera de la insaciable sed conquistadora de Yusuf. Las
huestes cristianas, al mando de Álvar Fáñez, se enfrentaron a las
tropas almorávides en las inmediaciones de Almodóvar del Río. El
enfrentamiento fue cruento para ambos bandos, aunque la peor parte se
la llevaron las tropas de Álvar Fáñez, que tuvieron que retroceder
hacia tierras castellanas para evitar la derrota total.
Durante
la contienda Zaida permanecía en vilo escondida en el castillo de
Almodóvar, donde los setenta guerreros que la custodiaban estaban
dispuestos a derramar hasta la última gota de su sangre por defender
su preciada vida. La bella mora vivía en un mar de incertidumbres.
No sabía si dirigirse a la corte de su suegro o pedir ayuda a las
tropas del rey de León. Al final optó por esto último, porque en
la corte de Alfonso VI tenía más probabilidades de salvar su vida
que en la de al-Mutamid. Los soldados de Yusuf ya se acercaban al
castillo con intenciones de cercarlo y asediarlo. Ése fue el
instante que Zaida eligió para partir a todo galope a lomos de su
caballo, escoltada por una docena de sus mejores hombres, al
encuentro de las tropas cristianas que se hallaban en la margen
derecha del Guadalquivir. Álvar Fáñez al verla salió a su
encuentro evitando que los almorávides que la perseguían la
detuvieran o la asesinaran. Poco después la bella Zaida se hallaba a
salvo en medio de las tropas cristianas, que a todo galope
abandonaron el lugar para regresar a Toledo. Las bajas que habían
sufrido en su encuentro con los almorávides eran tantas, que no
podían seguir haciéndoles frente. Así fue cómo llegó la princesa
Zaida a la ciudad imperial.
Nada
más poner los pies en el palacio real la princesa mora, el rey
Alfonso VI se quedó prendado de su encanto. Nunca había visto
beldad como aquélla. Aparte de su exquisita educación, derramaba
belleza por todas partes. Ojos negros como el azabache, cabello a
juego con sus ojos, frente de marfil, labios de coral, diminutas
perlas en su boca, cuello de alabastro, cuerpo bien proporcionado y
moldeado. El rey se quedó anonadado al verla. Más de una vez había
oído hablar de su extraordinaria hermosura, pero nunca se había
imaginado que pudiera ser tanta. ¿Cómo era posible que en este
mundo hubiera un dechado de perfección como aquél? Don Alfonso, que
casi le doblaba la edad, se enamoró inmediatamente de ella a pesar
de que todavía amaba a su esposa la reina doña Constanza. El
corazón del monarca, tan enamoradizo, volvió a romperse en mil
pedazos ante la disyuntiva que se le planteaba. ¿Con cuál de las
dos se quedaba, con la esposa legal o con la bella Zaida? De nuevo se
le reproducía el dilema que ya viviera con doña Jimena Muñiz.
Tendría que optar otra vez por la diplomacia para evitar las
habladurías a las que podía dar lugar o, lo que era aún peor, las
reprobaciones de los magnates del reino y de la propia Iglesia. De
momento la bella mora se alojaría en un palacete fuera del palacio
real. Eso haría acallar las malas lenguas.
—¿Parece
que te ha impresionado la princesa mora? —le comentó un día doña
Constanza a su esposo poco después de la llegada de Zaida a Toledo.
—Tengo
que admitir que es muy bella, la verdad sea dicha. Nunca me imaginé
que pudiera existir una beldad así.
—Y
claro, tú te has enamorado de ella.
—No
es lo que parece, esposa mía, pero debo reconocer que su belleza no
deja a nadie impasible.
—Y
tú, como buen amante de la belleza, te has dejado cautivar por ella.
—No
seas tan malpensada, Constanza. Ella es demasiado joven para mí.
—Más
a tu favor, pues siempre has mostrado debilidad por las jovencitas.
La
reina, que no se había olvidado de los devaneos de su esposo con
doña Jimena en sus primeros años de matrimonio, temía que éste
recayera en sus amoríos una vez más. La joven princesa mora era
demasiado hermosa para que su marido desperdiciara bocado tan
exquisito.
—Para
despejarte el camino me iré a vivir a León, de donde nunca debería
haber salido. Así no hallarás obstáculos.
—No
digas tonterías. Tú nunca has constituido ningún obstáculo para
mí.
—No
estaría yo tan segura. No obstante, me iré a vivir a León, ciudad
que prefiero a ésta y que nunca debería haber abandonado, a
diferencia de ti, que parece que te has olvidado de la ciudad que te
vio nacer.
—Eso
nunca, Constanza. Jamás me olvidaré de León y de todo lo que
representa. Es el núcleo de mi reino al que debo todo lo que soy.
León estará siempre en mi cabeza y en mi corazón, aunque los
designios del Señor me hayan obligado a alejarme de allí. Debo
residir en Toledo para mantener cohesionados mis reinos y para estar
más cerca del enemigo infiel. Desde aquí puedo dirigir mejor mis
operaciones militares contra los agarenos y con ello dar mayor
seguridad y estabilidad a nuestros súbditos y vasallos. Pero nunca
me olvidaré de León.
—Cumple
con tu deber, esposo mío. Yo en la próxima primavera regresaré a
León, ciudad de la que nunca debí partir. Cuando quieras verme, me
encontrarás en ella o en Sahagún, lugares que no pienso volver a
abandonar.
—Si
te vas me causarás un gran dolor de corazón. Sabes que te amo y que
estimo en mucho tu presencia a mi lado. Tú lo has sido todo para mí
en mi vida. Me has dado fuerzas para seguir adelante, para
enfrentarme a la adversidad. Me has aconsejado en los momentos
difíciles. Me has servido de guía para discernir el camino recto en
medio de la oscuridad. Me has iluminado para aceptar la lex romana
en contra del rito hispánico. Has inculcado en mi alma el gusto
por las costumbres europeas, por su arte, por su cultura, por sus
maneras refinadas. Por último, me has dado una heredera legítima al
trono. Si te alejas de mi lado, me sentiré solo y huérfano. Cuando
regrese del campo de batalla, no hallaré quien alegre mi corazón ni
reconforte mi espíritu.
—Ya
habrá alguien que ocupe mi lugar y si no ya sabes dónde
encontrarme. No tienes más que desplazarte hasta allí para estar a
mi lado y recibir mi cariño.
—No
seas tan cruel, esposa mía. Quédate aquí como único consuelo de
mi herido corazón.
A
pesar de los ruegos de don Alfonso, la reina cumplió su palabra.
Finalizada la Semana Santa, abandonó Toledo con su séquito para
regresar a la capital del reino que ella tanto añoraba. Por su
parte, el rey ya hacía algún tiempo que había dejado la ciudad
imperial para dirigirse a tierras del sudeste peninsular, pues le
habían pasado aviso de los nuevos ataques y asedios de los
almorávides al castillo de Aledo. Incluso con el refuerzo de las
tropas imperiales, la defensa de tan estratégica plaza se hizo del
todo imposible. Al ver el sesgo que tomaban los acontecimientos,
Alfonso VI decidió abandonar el castillo no sin antes arrasarlo por
completo para que no sirviera de base de operaciones y de defensa a
los musulmanes. Con la pérdida de Aledo se perdía también el
último enclave cristiano en tierras musulmanas. Los almorávides
continuaban su avance inexorable de reconquista y unificación de
todo el al-Ándalus, que era el objetivo que se había propuesto
Yusuf ibn Tasufin con su tercera venida a la Península Ibérica.
Don
Alfonso llegó a Toledo con el signo de la derrota marcado en su
rostro. Había perdido el último reducto que poseía en tierras
musulmanas y eso suponía un parón, cuando no un retroceso, en el
magno proyecto de la Reconquista. Su política ahora tenía que
centrarse en la defensa a ultranza de la ciudad imperial, símbolo
tanto para moros como cristianos del poder político y de la unidad
de España. Toledo se convertiría a partir de aquel momento en el
punto de mira de los ataques del insaciable Yusuf, que intentaría
por todos los medios reconquistarla para el al-Ándalus. Pero allí
se encontró con la férrea resistencia de Alfonso VI, el Bravo,
que no cedió un milímetro de tan preciado galardón.
Cuando
don Alfonso entró en su palacio real lo halló sin alma, pues hacía
meses que la reina Constanza se había marchado para León. Al pesar
por la pérdida del castillo de Aledo había que añadir el dolor por
la ausencia de su amada. La compañía de la reina le hubiera servido
de consuelo en un momento tan difícil, pero en su lugar sólo halló
soledad. El rey se sentía triste y deprimido. A punto estuvo de
dejarlo todo y partir en busca de su esposa. Mas algo o alguien le
hizo recordar que al lado del palacio real vivía la bella Zaida. Un
rayo de esperanza iluminó de pronto su mente. Una alegría inmensa
inundó su corazón. Don Alfonso sin esperar más se fue en busca de
su nuevo amor.
La
encantadora princesa mora llevaba meses aguardando la llegada del
emperador. Sus bellos ojos negros habían derramado muchas lágrimas
en todo aquel tiempo. Se había prendado de él desde el primer
momento y no lo podía olvidar ni de noche ni de día. Cuando se
enteró del regresó de don Alfonso, su corazón se sobresaltó. A
través de las celosías espió todos sus movimientos con gran
emoción y la respiración contenida. Esperaba que su idolatrado
amor, porque lo había idolatrado durante aquellos meses de ausencia,
volviera la mirada hacia el balcón donde ella se encontraba. Pero el
rey entró en su palacio con gran gravedad sobre su montura. Llevaba
el semblante serio, la cabeza enhiesta, la mirada al frente y el
gesto adusto. En aquel momento sólo pensaba en la humillante
derrota. En cambio, su enamorada no pensaba más que en él y
esperaba de él una pequeña sonrisa, una mirada furtiva, algo que le
hiciera comprender que no se había olvidado de ella. Nada de eso
ocurrió, lo que entristeció en gran manera su espíritu. Se retiró
de la celosía. Se dejó caer sobre un diván. Oprimió su pecho.
Profundos y entrecortados suspiros comenzaron a brotar de lo más
profundo de su corazón. Sus bellos ojos negros se llenaron de
lágrimas que surcaban su rostro de alabastro. Su pena parecía no
tener fin. En ese preciso instante una de sus camareras le anunció
la visita del rey. Antes de que la sirvienta se retirara ya se
hallaba don Alfonso dentro del salón. La bella Zaida no tuvo tiempo
ni siquiera de enjugarse sus lágrimas.
—¿Por
qué lloras hermosa criatura caída del Olimpo? —le dijo mientras
la atraía hacia sí y le enjugaba las lágrimas de su rostro
marfileño con su pañuelo de seda—. Eres la más bella de las
mujeres. Eres como una diosa. Eres Afrodita encarnada.
—Amor
mío, creí que te habías olvidado de mí —le contestó ella entre
sollozos y suspiros.
—¿Cómo
puedes pensar eso si tú lo eres todo para mí?
La
princesa iba a replicarle, pero un apasionado beso selló sus
coralinos labios impidiéndole articular una sola palabra. Después
de su primer ósculo de amor ella pudo preguntarle con un hilo de
voz:
—¿Y
tu esposa? ¿Qué pensará la reina de nuestro amor?
—¿Qué
importa ahora eso si nos tenemos los dos?
La
bella Zaida sentía remordimientos por aquel amor furtivo, pero al
mismo tiempo no deseaba perderlo ni compartirlo con nadie, ni
siquiera con la legítima esposa de su amado. Desde aquel momento
nació una pasión irrefrenable entre ambos, un idilio que les haría
vivir unos meses de dicha sin fin. Don Alfonso se olvidó por
completo de doña Constanza, que por aquel entonces se hallaba en
León, y no tuvo ojos más que para la bella mora que lo cautivaba
por completo. Para tener mayor libertad de movimientos, alejó de la
corte a su hija y a su yerno nombrando a éste gobernador de Galicia
en calidad de conde. Sin ojos que lo delataran dedicó los últimos
meses de aquel año y primeros del siguiente a vivir intensamente su
nuevo amor, hasta que en la primavera regresó la reina consorte a su
lado movida por la nostalgia y por los síntomas de una incipiente
enfermedad. El rey se quedó sorprendido al verla entrar en palacio.
—¡Qué
sorpresa, Constanza! ¿Has vuelto? —le comentó con cierta
indiferencia a modo de saludo.
—Ya
ves que sí.
—¿Y
cómo es eso? ¿No prometiste que no volverías a abandonar León
jamás?
—Sentía
nostalgia de verte, esposo mío. En León me encontraba muy sola y
quería disfrutar de tu compañía —un acceso de tos acompañó sus
últimas palabras.
—¿Te
encuentras mal, querida?
—No
es nada. Un catarro que he pillado los últimos días de este
invierno tan crudo que hemos tenido.
—No
deberías haber viajado en ese estado. Se te puede haber complicado.
Será mejor que llamemos a nuestro físico de confianza.
—No
merece la pena. Se me pasará pronto, ya lo verás.
A
pesar de la negativa de la reina, don Alfonso ordenó que el médico
reconociera a su esposa, pues su tos era bastante cavernosa y además
tenía algo de fiebre. El médico, después de examinarla, le recetó
varios medicamentos y pócimas con el fin de que le aliviaran aquella
tos tan preocupante, pero su diagnóstico no fue nada esperanzador.
La reina había contraído una neumonía cuyas consecuencias en aquel
momento eran impredecibles. La enfermedad no estaba aún en un estado
muy avanzado, mas los síntomas hacían prever lo peor. Debería
guardar cama y reposo absoluto además de tomar los medicamentos que
le había prescrito si quería restablecerse. Con todo y con eso no
le garantizaba su curación.
Al
cabo de quince días doña Constanza notó una mejoría relativa que
le permitió abandonar el lecho en el que yacía desde su llegada a
Toledo. Había desaparecido la fiebre y ya casi no tosía. El tiempo
más suave también parecía contribuir a su recuperación. La reina,
aunque todavía un poco débil, se aventuró a dar un paseo por los
jardines del palacio real. La variedad de aromas y colores de las
distintas rosas y flores que lo inundaban incitaban a ello. Pero sus
debilitadas fuerzas la abandonaron pronto y tuvo que tomar asiento en
el banco más próximo para no desmayarse.
—No
deberías hacer estos esfuerzos tan pronto —la amonestó
cariñosamente don Alfonso que la había acompañado hasta allí—.
Tu cuerpo está todavía muy débil para exigirle tanto. Volvamos a
palacio donde te hallarás más confortablemente.
—No,
por favor. Déjame saborear un poco más toda esta belleza.
¿Recuerdas la última vez que paseamos por este jardín?
—Claro
que la recuerdo, querida. Entonces me juraste que querías regresar a
León y que nunca más lo abandonarías.
—Eso
no volverá a ocurrir. Ahora te prometo que no te abandonaré jamás.
Siempre estaré a tu lado, estés donde estés.
La
delicada mano de la reina tomó la de su esposo en una pequeña
muestra de ternura. Aunque había mejorado de su enfermedad,
presentía que le quedaba poco tiempo de vida y quería aprovecharlo.
Quería recuperar el tiempo perdido, que se había ido para nunca más
volver.
—¿Por
qué nos tenemos que complicar tanto la vida, esposo mío? ¿Por qué
no podemos vivir aquí los dos juntos como un matrimonio normal?
—Porque
no somos un matrimonio normal, querida. No querrás que me quede aquí
de brazos cruzados contemplando las flores, el vuelo de los pájaros,
el suave discurrir de las aguas del Tajo, el devenir de los días sin
otro tipo de preocupaciones. Yo soy el rey y tengo que velar por el
bienestar de mis súbditos y vasallos. Tengo que defender mi reino de
los ataques de nuestros enemigos. Tengo que luchar para ampliar sus
fronteras, para expandir su territorio hasta los confines del mar,
para expulsar de todo el suelo peninsular al enemigo infiel. Tengo
una misión que cumplir, que es el legado de mis antepasados, que no
es otro que la Reconquista de todo el suelo español. Hace siglos que
mis predecesores se propusieron reconquistar toda la Península para
el cristianismo y mientras esto no ocurra, sus descendientes no
hallaremos paz en la Tierra. Sólo descansaremos el día que el
último sarraceno cruce el estrecho de Gibraltar en sentido inverso a
como lo realizó hace ya casi cuatro siglos.
—¿Y
no crees que estás errando tu política?
—¿Por
qué lo dices, querida?
La
reina presionó con más fuerza la mano de su esposo como para
afianzarse en él antes de contestar.
—Porque
deberías haber sido más duro con los ismaelitas cuando los tuviste
a casi todos sometidos a tu voluntad.
—No
tuve otra elección.
—Sí
que la tuviste, Alfonso, pero te dejaste llevar por la ambición
creyendo que ésta no iba a tener fin.
—No
te entiendo, Constanza.
—Es
muy sencillo. Debiste apoderarte de sus territorios y no dedicarte a
exprimirlos con tus impuestos. Debiste quitarles el poder en vez de
las riquezas.
—Tal
vez tengas razón, querida esposa, pero no es tan sencillo como
parece. Si los hubiera privado del poder se habrían rebelado
igualmente. ¿De qué nos hubiera servido conquistar los reinos
taifas si la mayor parte de sus habitantes son mahometanos y como
tales jamás se hubieran integrado con nosotros? Para reconquistar
cada territorio ocupado por ellos, debemos repoblarlo
mayoritariamente con cristianos que no tenemos. Ésa es la clave. La
población sarracena de toda la Península es superior a la cristiana
y en el al-Ándalus es mayoritaria, pues los mozárabes constituyen
una minoría insignificante. Ante ese problema, de nada sirve
conquistar los territorios a no ser que tengas de tu parte la
población ismaelita, cosa harto difícil, pues ellos no quieren
integrarse con nosotros y, como es lógico, tampoco nosotros con
ellos. Créeme, querida, la mejor opción fue la tomada. Al menos
hemos obtenido grandes riquezas de ellos.
—Habremos
obtenido grandes riquezas, pero la Reconquista me parece que se va a
demorar todavía un poco. Me da la impresión que los que nos habían
invadido hasta ahora eran unos corderitos al lado de los nuevos
invasores. Y ahora me gustaría volver a mis aposentos. Me siento
algo fatigada y esta ligera brisa que se ha levantado puede que no me
vaya muy bien.
Don
Alfonso llamó a una de las camareras para que acompañara a la reina
a palacio. Luego salió a través de una recatada puerta que había
en uno de los muros del jardín para verse con su concubina. La
princesa mora lo estaba esperando con gran ansiedad en su palacete.
Cuando lo vio entrar, se dejó caer en sus brazos.
—Has
tardado mucho en venir, amor mío —fue el reproche que le hizo a
modo de saludo.
—Sabes
que hay momentos en que la reina me requiere a su lado. No puedo
desairarla, pues eso podría indisponerla contra nosotros y aún
podría ser peor.
—Lo
comprendo, pero yo quisiera tenerte siempre junto a mí. En tu
ausencia las horas se me hacen interminables.
—No
seas impaciente. No creo que tardemos en tener todo el tiempo para
nosotros solos.
—¿Está
peor Constanza?
—No,
no está peor. De hecho hoy ha salido a dar un paseo por el jardín,
por eso he tardado algo más en venir. Pero me temo que es una
mejoría transitoria. El médico me ha dicho que su mal no tiene
cura. Tiene una infección en los pulmones que no tardará en acabar
con su vida.
—Lo
siento de veras. Aunque sea mi rival, no le deseo un final tan
desgraciado.
Zaida
se separó suavemente de los brazos de su amado y fue a tenderse en
un cómodo diván. El rey se sentó a su lado y comenzó a
acariciarle su ondulado cabello.
—Eres
preciosa. No sé si podría vivir sin ti.
—No
digas tonterías. Pues claro que podrías vivir sin mí como lo has
hecho hasta que me conociste.
—Pero
desde que te conocí ya no es lo mismo.
—Eso
lo decís todos cuando estáis enamorados —ella hizo una breve
pausa como para ordenar sus pensamientos—. ¿Sabes? Voy a tener un
hijo tuyo.
—¿Estás
segura?
—Segura
no, segurísima.
Don
Alfonso se puso loco de contento.
—¡Voy
a tener un hijo! Espero que sea varón. ¿Para cuándo será?
—Para
finales de noviembre o principios de diciembre.
—No
me lo puedo creer. ¡Un hijo tuyo! Le pediré a Dios que me conceda
un varón para convertirlo en heredero de mis reinos. Esto tendremos
que celebrarlo, Zaida, sobre todo cuando nazca y se desvele su sexo.
Llevo toda mi vida deseando tener un hijo varón y hasta ahora no se
han cumplido mis deseos. Esperemos que lo hagan esta vez.
Mes
y medio más tarde la reina Constanza recaía en su dolencia. De
repente se incrementó la tos que nunca había desaparecido del todo.
Al principio los esputos eran algo viscosos. Poco a poco se fueron
haciendo más amarronados. La fiebre iba en aumento y los
escalofríos, a pesar de las altas temperaturas del incipiente
verano, no cesaban. La reina perdió el apetito. Su hermosura dejó
paso a una figura cadavérica con los ojos hundidos rodeados de
grandes ojeras amoratadas, la piel amarillenta, la frente arrugada,
la nariz casi transparente, los labios delgados y cenicientos. De día
en día su aspecto era más el de un cadáver que el de un ser
viviente, hasta que un mes más tarde rindió su alma al Señor.
Don
Alfonso se sintió muy abatido por la enfermedad y la muerte de su
esposa. Era cierto que en aquel momento amaba a otra, pero no era
menos cierto que había amado a doña Constanza con todo su corazón
y que éste le dio un gran vuelco cuando ella expiró. Después de
los rigurosos funerales de estado que le rindieron, ordenó que
trasladaran su cadáver al monasterio de San Benito de Sahagún,
lugar donde ya se hallaba enterrada doña Inés y donde algún día
también sería enterrado él, como así lo había dispuesto ya hacía
tiempo. Con la muerte de doña Constanza se abría una nueva etapa en
la vida del rey emperador.
© Julio Noel
No hay comentarios:
Publicar un comentario