miércoles, 5 de junio de 2019

ALFONSO VI, IMPERATOR TORIUS HISP. Capítulo 30


    
                                                                 30


           Yusuf ibn Tasufin regresó por tercera vez a la Península Ibérica con el propósito de acabar con los reyes taifas y erigirse en el único emir de todo el al-Ándalus. Aconsejado por los líderes religiosos islamitas y apoyado por el pueblo llano, desembarcó en el puerto de Algeciras en junio del 1090. Sus primeros pasos lo condujeron a Málaga, donde derrotó a su reyezuelo de la dinastía zirí, y luego a Granada, haciendo lo mismo con Abd'Allah ben Buluggin ben Badis. Al ver el cariz que tomaban los acontecimientos, Abu Nasr Al'Fath al-Ma'mun, gobernador de Córdoba, decidió poner a salvo a su esposa y a toda su familia enviándolos al castillo de Almodóvar del Río bajo la protección de setenta guerreros.
—Zaida, tendrás que abandonar la ciudad y ponerte a salvo en un lugar seguro con nuestros hijos y el resto de nuestra familia —le dijo con gran pesar al-Ma'mun a su esposa.
—¿Por qué me pides eso, amor mío?
—Porque las tropas de Yusuf ya han dejado Granada y se encaminan hacia aquí. No tardarán en cercar nuestra ciudad y atacarnos como han hecho con Málaga y Granada. Por Allah, no quisiera que te hallaras aquí entonces. Así que recogerás todos los enseres que creas necesarios y te irás lo antes posible a refugiarte al castillo de Almodóvar. Dispondré que te acompañen unos cuantos de mis mejores guerreros para que te den protección.
—¿No fue tu propio padre quien le pidió su ayuda?
—Sí, pero parece ser que ahora Yusuf ha cambiado de opinión. Pretende derrocar a todos los reyes taifas para proclamarse emir del al-Ándalus.
—No te dejaré solo en este momento tan difícil. Si tú mueres, yo también quiero morir contigo.
—No, amor mío. No consentiré que hagas ese sacrificio por mí. Te marcharás ahora mismo para el castillo de Almodóvar como te he ordenado y allí intentarás salvar tu vida. Yo me quedaré aquí para hacer frente a ese desalmado. Si salgo vencedor de la contienda, iré a reunirme contigo al castillo de Almodóvar. Ahora vete, pues el tiempo corre en nuestra contra. Las tropas de ese ingrato se acercan a nuestra ciudad.
Zaida había nacido en el seno de una familia omeya en el año 1063. Era muy hermosa y fue educada primorosamente por su madre. Se casó con el hijo de al-Mutamid, Abu Nasr Al'Fath al-Ma'mun, gobernador de Córdoba.
Al-Mutamid solicitó ayuda a Alfonso VI, de quien volvía a ser tributario, para que lo defendiera de la insaciable sed conquistadora de Yusuf. Las huestes cristianas, al mando de Álvar Fáñez, se enfrentaron a las tropas almorávides en las inmediaciones de Almodóvar del Río. El enfrentamiento fue cruento para ambos bandos, aunque la peor parte se la llevaron las tropas de Álvar Fáñez, que tuvieron que retroceder hacia tierras castellanas para evitar la derrota total.
Durante la contienda Zaida permanecía en vilo escondida en el castillo de Almodóvar, donde los setenta guerreros que la custodiaban estaban dispuestos a derramar hasta la última gota de su sangre por defender su preciada vida. La bella mora vivía en un mar de incertidumbres. No sabía si dirigirse a la corte de su suegro o pedir ayuda a las tropas del rey de León. Al final optó por esto último, porque en la corte de Alfonso VI tenía más probabilidades de salvar su vida que en la de al-Mutamid. Los soldados de Yusuf ya se acercaban al castillo con intenciones de cercarlo y asediarlo. Ése fue el instante que Zaida eligió para partir a todo galope a lomos de su caballo, escoltada por una docena de sus mejores hombres, al encuentro de las tropas cristianas que se hallaban en la margen derecha del Guadalquivir. Álvar Fáñez al verla salió a su encuentro evitando que los almorávides que la perseguían la detuvieran o la asesinaran. Poco después la bella Zaida se hallaba a salvo en medio de las tropas cristianas, que a todo galope abandonaron el lugar para regresar a Toledo. Las bajas que habían sufrido en su encuentro con los almorávides eran tantas, que no podían seguir haciéndoles frente. Así fue cómo llegó la princesa Zaida a la ciudad imperial.
Nada más poner los pies en el palacio real la princesa mora, el rey Alfonso VI se quedó prendado de su encanto. Nunca había visto beldad como aquélla. Aparte de su exquisita educación, derramaba belleza por todas partes. Ojos negros como el azabache, cabello a juego con sus ojos, frente de marfil, labios de coral, diminutas perlas en su boca, cuello de alabastro, cuerpo bien proporcionado y moldeado. El rey se quedó anonadado al verla. Más de una vez había oído hablar de su extraordinaria hermosura, pero nunca se había imaginado que pudiera ser tanta. ¿Cómo era posible que en este mundo hubiera un dechado de perfección como aquél? Don Alfonso, que casi le doblaba la edad, se enamoró inmediatamente de ella a pesar de que todavía amaba a su esposa la reina doña Constanza. El corazón del monarca, tan enamoradizo, volvió a romperse en mil pedazos ante la disyuntiva que se le planteaba. ¿Con cuál de las dos se quedaba, con la esposa legal o con la bella Zaida? De nuevo se le reproducía el dilema que ya viviera con doña Jimena Muñiz. Tendría que optar otra vez por la diplomacia para evitar las habladurías a las que podía dar lugar o, lo que era aún peor, las reprobaciones de los magnates del reino y de la propia Iglesia. De momento la bella mora se alojaría en un palacete fuera del palacio real. Eso haría acallar las malas lenguas.
—¿Parece que te ha impresionado la princesa mora? —le comentó un día doña Constanza a su esposo poco después de la llegada de Zaida a Toledo.
—Tengo que admitir que es muy bella, la verdad sea dicha. Nunca me imaginé que pudiera existir una beldad así.
—Y claro, tú te has enamorado de ella.
—No es lo que parece, esposa mía, pero debo reconocer que su belleza no deja a nadie impasible.
—Y tú, como buen amante de la belleza, te has dejado cautivar por ella.
—No seas tan malpensada, Constanza. Ella es demasiado joven para mí.
—Más a tu favor, pues siempre has mostrado debilidad por las jovencitas.
La reina, que no se había olvidado de los devaneos de su esposo con doña Jimena en sus primeros años de matrimonio, temía que éste recayera en sus amoríos una vez más. La joven princesa mora era demasiado hermosa para que su marido desperdiciara bocado tan exquisito.
—Para despejarte el camino me iré a vivir a León, de donde nunca debería haber salido. Así no hallarás obstáculos.
—No digas tonterías. Tú nunca has constituido ningún obstáculo para mí.
—No estaría yo tan segura. No obstante, me iré a vivir a León, ciudad que prefiero a ésta y que nunca debería haber abandonado, a diferencia de ti, que parece que te has olvidado de la ciudad que te vio nacer.
—Eso nunca, Constanza. Jamás me olvidaré de León y de todo lo que representa. Es el núcleo de mi reino al que debo todo lo que soy. León estará siempre en mi cabeza y en mi corazón, aunque los designios del Señor me hayan obligado a alejarme de allí. Debo residir en Toledo para mantener cohesionados mis reinos y para estar más cerca del enemigo infiel. Desde aquí puedo dirigir mejor mis operaciones militares contra los agarenos y con ello dar mayor seguridad y estabilidad a nuestros súbditos y vasallos. Pero nunca me olvidaré de León.
—Cumple con tu deber, esposo mío. Yo en la próxima primavera regresaré a León, ciudad de la que nunca debí partir. Cuando quieras verme, me encontrarás en ella o en Sahagún, lugares que no pienso volver a abandonar.
—Si te vas me causarás un gran dolor de corazón. Sabes que te amo y que estimo en mucho tu presencia a mi lado. Tú lo has sido todo para mí en mi vida. Me has dado fuerzas para seguir adelante, para enfrentarme a la adversidad. Me has aconsejado en los momentos difíciles. Me has servido de guía para discernir el camino recto en medio de la oscuridad. Me has iluminado para aceptar la lex romana en contra del rito hispánico. Has inculcado en mi alma el gusto por las costumbres europeas, por su arte, por su cultura, por sus maneras refinadas. Por último, me has dado una heredera legítima al trono. Si te alejas de mi lado, me sentiré solo y huérfano. Cuando regrese del campo de batalla, no hallaré quien alegre mi corazón ni reconforte mi espíritu.
—Ya habrá alguien que ocupe mi lugar y si no ya sabes dónde encontrarme. No tienes más que desplazarte hasta allí para estar a mi lado y recibir mi cariño.
—No seas tan cruel, esposa mía. Quédate aquí como único consuelo de mi herido corazón.
A pesar de los ruegos de don Alfonso, la reina cumplió su palabra. Finalizada la Semana Santa, abandonó Toledo con su séquito para regresar a la capital del reino que ella tanto añoraba. Por su parte, el rey ya hacía algún tiempo que había dejado la ciudad imperial para dirigirse a tierras del sudeste peninsular, pues le habían pasado aviso de los nuevos ataques y asedios de los almorávides al castillo de Aledo. Incluso con el refuerzo de las tropas imperiales, la defensa de tan estratégica plaza se hizo del todo imposible. Al ver el sesgo que tomaban los acontecimientos, Alfonso VI decidió abandonar el castillo no sin antes arrasarlo por completo para que no sirviera de base de operaciones y de defensa a los musulmanes. Con la pérdida de Aledo se perdía también el último enclave cristiano en tierras musulmanas. Los almorávides continuaban su avance inexorable de reconquista y unificación de todo el al-Ándalus, que era el objetivo que se había propuesto Yusuf ibn Tasufin con su tercera venida a la Península Ibérica.
Don Alfonso llegó a Toledo con el signo de la derrota marcado en su rostro. Había perdido el último reducto que poseía en tierras musulmanas y eso suponía un parón, cuando no un retroceso, en el magno proyecto de la Reconquista. Su política ahora tenía que centrarse en la defensa a ultranza de la ciudad imperial, símbolo tanto para moros como cristianos del poder político y de la unidad de España. Toledo se convertiría a partir de aquel momento en el punto de mira de los ataques del insaciable Yusuf, que intentaría por todos los medios reconquistarla para el al-Ándalus. Pero allí se encontró con la férrea resistencia de Alfonso VI, el Bravo, que no cedió un milímetro de tan preciado galardón.
Cuando don Alfonso entró en su palacio real lo halló sin alma, pues hacía meses que la reina Constanza se había marchado para León. Al pesar por la pérdida del castillo de Aledo había que añadir el dolor por la ausencia de su amada. La compañía de la reina le hubiera servido de consuelo en un momento tan difícil, pero en su lugar sólo halló soledad. El rey se sentía triste y deprimido. A punto estuvo de dejarlo todo y partir en busca de su esposa. Mas algo o alguien le hizo recordar que al lado del palacio real vivía la bella Zaida. Un rayo de esperanza iluminó de pronto su mente. Una alegría inmensa inundó su corazón. Don Alfonso sin esperar más se fue en busca de su nuevo amor.
La encantadora princesa mora llevaba meses aguardando la llegada del emperador. Sus bellos ojos negros habían derramado muchas lágrimas en todo aquel tiempo. Se había prendado de él desde el primer momento y no lo podía olvidar ni de noche ni de día. Cuando se enteró del regresó de don Alfonso, su corazón se sobresaltó. A través de las celosías espió todos sus movimientos con gran emoción y la respiración contenida. Esperaba que su idolatrado amor, porque lo había idolatrado durante aquellos meses de ausencia, volviera la mirada hacia el balcón donde ella se encontraba. Pero el rey entró en su palacio con gran gravedad sobre su montura. Llevaba el semblante serio, la cabeza enhiesta, la mirada al frente y el gesto adusto. En aquel momento sólo pensaba en la humillante derrota. En cambio, su enamorada no pensaba más que en él y esperaba de él una pequeña sonrisa, una mirada furtiva, algo que le hiciera comprender que no se había olvidado de ella. Nada de eso ocurrió, lo que entristeció en gran manera su espíritu. Se retiró de la celosía. Se dejó caer sobre un diván. Oprimió su pecho. Profundos y entrecortados suspiros comenzaron a brotar de lo más profundo de su corazón. Sus bellos ojos negros se llenaron de lágrimas que surcaban su rostro de alabastro. Su pena parecía no tener fin. En ese preciso instante una de sus camareras le anunció la visita del rey. Antes de que la sirvienta se retirara ya se hallaba don Alfonso dentro del salón. La bella Zaida no tuvo tiempo ni siquiera de enjugarse sus lágrimas.
—¿Por qué lloras hermosa criatura caída del Olimpo? —le dijo mientras la atraía hacia sí y le enjugaba las lágrimas de su rostro marfileño con su pañuelo de seda—. Eres la más bella de las mujeres. Eres como una diosa. Eres Afrodita encarnada.
—Amor mío, creí que te habías olvidado de mí —le contestó ella entre sollozos y suspiros.
—¿Cómo puedes pensar eso si tú lo eres todo para mí?
La princesa iba a replicarle, pero un apasionado beso selló sus coralinos labios impidiéndole articular una sola palabra. Después de su primer ósculo de amor ella pudo preguntarle con un hilo de voz:
—¿Y tu esposa? ¿Qué pensará la reina de nuestro amor?
—¿Qué importa ahora eso si nos tenemos los dos?
La bella Zaida sentía remordimientos por aquel amor furtivo, pero al mismo tiempo no deseaba perderlo ni compartirlo con nadie, ni siquiera con la legítima esposa de su amado. Desde aquel momento nació una pasión irrefrenable entre ambos, un idilio que les haría vivir unos meses de dicha sin fin. Don Alfonso se olvidó por completo de doña Constanza, que por aquel entonces se hallaba en León, y no tuvo ojos más que para la bella mora que lo cautivaba por completo. Para tener mayor libertad de movimientos, alejó de la corte a su hija y a su yerno nombrando a éste gobernador de Galicia en calidad de conde. Sin ojos que lo delataran dedicó los últimos meses de aquel año y primeros del siguiente a vivir intensamente su nuevo amor, hasta que en la primavera regresó la reina consorte a su lado movida por la nostalgia y por los síntomas de una incipiente enfermedad. El rey se quedó sorprendido al verla entrar en palacio.
—¡Qué sorpresa, Constanza! ¿Has vuelto? —le comentó con cierta indiferencia a modo de saludo.
—Ya ves que sí.
—¿Y cómo es eso? ¿No prometiste que no volverías a abandonar León jamás?
—Sentía nostalgia de verte, esposo mío. En León me encontraba muy sola y quería disfrutar de tu compañía —un acceso de tos acompañó sus últimas palabras.
—¿Te encuentras mal, querida?
—No es nada. Un catarro que he pillado los últimos días de este invierno tan crudo que hemos tenido.
—No deberías haber viajado en ese estado. Se te puede haber complicado. Será mejor que llamemos a nuestro físico de confianza.
—No merece la pena. Se me pasará pronto, ya lo verás.
A pesar de la negativa de la reina, don Alfonso ordenó que el médico reconociera a su esposa, pues su tos era bastante cavernosa y además tenía algo de fiebre. El médico, después de examinarla, le recetó varios medicamentos y pócimas con el fin de que le aliviaran aquella tos tan preocupante, pero su diagnóstico no fue nada esperanzador. La reina había contraído una neumonía cuyas consecuencias en aquel momento eran impredecibles. La enfermedad no estaba aún en un estado muy avanzado, mas los síntomas hacían prever lo peor. Debería guardar cama y reposo absoluto además de tomar los medicamentos que le había prescrito si quería restablecerse. Con todo y con eso no le garantizaba su curación.
Al cabo de quince días doña Constanza notó una mejoría relativa que le permitió abandonar el lecho en el que yacía desde su llegada a Toledo. Había desaparecido la fiebre y ya casi no tosía. El tiempo más suave también parecía contribuir a su recuperación. La reina, aunque todavía un poco débil, se aventuró a dar un paseo por los jardines del palacio real. La variedad de aromas y colores de las distintas rosas y flores que lo inundaban incitaban a ello. Pero sus debilitadas fuerzas la abandonaron pronto y tuvo que tomar asiento en el banco más próximo para no desmayarse.
—No deberías hacer estos esfuerzos tan pronto —la amonestó cariñosamente don Alfonso que la había acompañado hasta allí—. Tu cuerpo está todavía muy débil para exigirle tanto. Volvamos a palacio donde te hallarás más confortablemente.
—No, por favor. Déjame saborear un poco más toda esta belleza. ¿Recuerdas la última vez que paseamos por este jardín?
—Claro que la recuerdo, querida. Entonces me juraste que querías regresar a León y que nunca más lo abandonarías.
—Eso no volverá a ocurrir. Ahora te prometo que no te abandonaré jamás. Siempre estaré a tu lado, estés donde estés.
La delicada mano de la reina tomó la de su esposo en una pequeña muestra de ternura. Aunque había mejorado de su enfermedad, presentía que le quedaba poco tiempo de vida y quería aprovecharlo. Quería recuperar el tiempo perdido, que se había ido para nunca más volver.
—¿Por qué nos tenemos que complicar tanto la vida, esposo mío? ¿Por qué no podemos vivir aquí los dos juntos como un matrimonio normal?
—Porque no somos un matrimonio normal, querida. No querrás que me quede aquí de brazos cruzados contemplando las flores, el vuelo de los pájaros, el suave discurrir de las aguas del Tajo, el devenir de los días sin otro tipo de preocupaciones. Yo soy el rey y tengo que velar por el bienestar de mis súbditos y vasallos. Tengo que defender mi reino de los ataques de nuestros enemigos. Tengo que luchar para ampliar sus fronteras, para expandir su territorio hasta los confines del mar, para expulsar de todo el suelo peninsular al enemigo infiel. Tengo una misión que cumplir, que es el legado de mis antepasados, que no es otro que la Reconquista de todo el suelo español. Hace siglos que mis predecesores se propusieron reconquistar toda la Península para el cristianismo y mientras esto no ocurra, sus descendientes no hallaremos paz en la Tierra. Sólo descansaremos el día que el último sarraceno cruce el estrecho de Gibraltar en sentido inverso a como lo realizó hace ya casi cuatro siglos.
—¿Y no crees que estás errando tu política?
—¿Por qué lo dices, querida?
La reina presionó con más fuerza la mano de su esposo como para afianzarse en él antes de contestar.
—Porque deberías haber sido más duro con los ismaelitas cuando los tuviste a casi todos sometidos a tu voluntad.
—No tuve otra elección.
—Sí que la tuviste, Alfonso, pero te dejaste llevar por la ambición creyendo que ésta no iba a tener fin.
—No te entiendo, Constanza.
—Es muy sencillo. Debiste apoderarte de sus territorios y no dedicarte a exprimirlos con tus impuestos. Debiste quitarles el poder en vez de las riquezas.
—Tal vez tengas razón, querida esposa, pero no es tan sencillo como parece. Si los hubiera privado del poder se habrían rebelado igualmente. ¿De qué nos hubiera servido conquistar los reinos taifas si la mayor parte de sus habitantes son mahometanos y como tales jamás se hubieran integrado con nosotros? Para reconquistar cada territorio ocupado por ellos, debemos repoblarlo mayoritariamente con cristianos que no tenemos. Ésa es la clave. La población sarracena de toda la Península es superior a la cristiana y en el al-Ándalus es mayoritaria, pues los mozárabes constituyen una minoría insignificante. Ante ese problema, de nada sirve conquistar los territorios a no ser que tengas de tu parte la población ismaelita, cosa harto difícil, pues ellos no quieren integrarse con nosotros y, como es lógico, tampoco nosotros con ellos. Créeme, querida, la mejor opción fue la tomada. Al menos hemos obtenido grandes riquezas de ellos.
—Habremos obtenido grandes riquezas, pero la Reconquista me parece que se va a demorar todavía un poco. Me da la impresión que los que nos habían invadido hasta ahora eran unos corderitos al lado de los nuevos invasores. Y ahora me gustaría volver a mis aposentos. Me siento algo fatigada y esta ligera brisa que se ha levantado puede que no me vaya muy bien.
Don Alfonso llamó a una de las camareras para que acompañara a la reina a palacio. Luego salió a través de una recatada puerta que había en uno de los muros del jardín para verse con su concubina. La princesa mora lo estaba esperando con gran ansiedad en su palacete. Cuando lo vio entrar, se dejó caer en sus brazos.
—Has tardado mucho en venir, amor mío —fue el reproche que le hizo a modo de saludo.
—Sabes que hay momentos en que la reina me requiere a su lado. No puedo desairarla, pues eso podría indisponerla contra nosotros y aún podría ser peor.
—Lo comprendo, pero yo quisiera tenerte siempre junto a mí. En tu ausencia las horas se me hacen interminables.
—No seas impaciente. No creo que tardemos en tener todo el tiempo para nosotros solos.
—¿Está peor Constanza?
—No, no está peor. De hecho hoy ha salido a dar un paseo por el jardín, por eso he tardado algo más en venir. Pero me temo que es una mejoría transitoria. El médico me ha dicho que su mal no tiene cura. Tiene una infección en los pulmones que no tardará en acabar con su vida.
—Lo siento de veras. Aunque sea mi rival, no le deseo un final tan desgraciado.
Zaida se separó suavemente de los brazos de su amado y fue a tenderse en un cómodo diván. El rey se sentó a su lado y comenzó a acariciarle su ondulado cabello.
—Eres preciosa. No sé si podría vivir sin ti.
—No digas tonterías. Pues claro que podrías vivir sin mí como lo has hecho hasta que me conociste.
—Pero desde que te conocí ya no es lo mismo.
—Eso lo decís todos cuando estáis enamorados —ella hizo una breve pausa como para ordenar sus pensamientos—. ¿Sabes? Voy a tener un hijo tuyo.
—¿Estás segura?
—Segura no, segurísima.
Don Alfonso se puso loco de contento.
—¡Voy a tener un hijo! Espero que sea varón. ¿Para cuándo será?
—Para finales de noviembre o principios de diciembre.
—No me lo puedo creer. ¡Un hijo tuyo! Le pediré a Dios que me conceda un varón para convertirlo en heredero de mis reinos. Esto tendremos que celebrarlo, Zaida, sobre todo cuando nazca y se desvele su sexo. Llevo toda mi vida deseando tener un hijo varón y hasta ahora no se han cumplido mis deseos. Esperemos que lo hagan esta vez.
Mes y medio más tarde la reina Constanza recaía en su dolencia. De repente se incrementó la tos que nunca había desaparecido del todo. Al principio los esputos eran algo viscosos. Poco a poco se fueron haciendo más amarronados. La fiebre iba en aumento y los escalofríos, a pesar de las altas temperaturas del incipiente verano, no cesaban. La reina perdió el apetito. Su hermosura dejó paso a una figura cadavérica con los ojos hundidos rodeados de grandes ojeras amoratadas, la piel amarillenta, la frente arrugada, la nariz casi transparente, los labios delgados y cenicientos. De día en día su aspecto era más el de un cadáver que el de un ser viviente, hasta que un mes más tarde rindió su alma al Señor.
Don Alfonso se sintió muy abatido por la enfermedad y la muerte de su esposa. Era cierto que en aquel momento amaba a otra, pero no era menos cierto que había amado a doña Constanza con todo su corazón y que éste le dio un gran vuelco cuando ella expiró. Después de los rigurosos funerales de estado que le rindieron, ordenó que trasladaran su cadáver al monasterio de San Benito de Sahagún, lugar donde ya se hallaba enterrada doña Inés y donde algún día también sería enterrado él, como así lo había dispuesto ya hacía tiempo. Con la muerte de doña Constanza se abría una nueva etapa en la vida del rey emperador.

            © Julio Noel 

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