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Hacia
mediados del año 1080 el papa Gregorio VII envió una dura misiva a
Alfonso VI, en la que lo amenazaba con la excomunión si no destituía
inmediatamente al abad Roberto y rompía sus relaciones ilícitas con
la pérfida mujer con la que convivía. A comienzos de aquel
mismo año el monarca leonés había contraído santo matrimonio con
Constanza de Borgoña, hija de Roberto I de Borgoña y Hélie de
Samur, hermana de Hugo el Grande.
Don
Alfonso había contraído estas nuevas nupcias para acallar el
malestar que habían suscitado sus relaciones extramatrimoniales con
doña Jimena. La hermosa aristócrata berciana, a pesar de todas sus
maquinaciones por conseguir el pleno reconocimiento de su unión con
el rey por parte de la Iglesia, no lo logró. Ésta se opuso
frontalmente a aquella unión, que a todas luces consideraba ilícita,
y su desacuerdo desembocó finalmente en la dura misiva del papa.
Don
Alfonso había tenido que desafiar las lágrimas y los ruegos de doña
Jimena presionado por todos los estamentos y por todos sus
consejeros, a excepción del abad Roberto de Sahagún. Ni uno solo de
los obispos de su reino ni uno solo de los nobles ni uno solo de los
magnates ni tan siquiera sus propias hermanas estaban de acuerdo con
las relaciones que mantenía con aquella mujer. Su hermana doña
Urraca, que en principio había aceptado con buenos ojos las
relaciones ilícitas de su hermano con doña Jimena, con el paso del
tiempo, al ver que la Iglesia cada vez se distanciaba más de estas
relaciones, también cambió de opinión. Era cierto que de esa unión
había nacido la preciosa sobrinita que ella adoraba, pero una esposa
legítima también le podía proporcionar descendencia a su hermano.
Entonces, ¿qué motivo había para mantener una relación anómala,
que tanto irritaba a la Iglesia y que tan graves consecuencias podía
acarrearle?
Un
día de finales del pasado otoño se encontraron a solas por
casualidad don Alfonso y doña Urraca, momento que ella aprovechó
para expresarle su más profundo malestar por su pertinaz
persistencia en mantener sus ilícitas relaciones. Ya hacía algún
tiempo que había llegado a palacio doña Constanza, cuyo próximo
enlace matrimonial estaban preparando. Los encuentros entre don
Alfonso y doña Jimena eran cada vez más comprometedores. Su futura
esposa no podía ignorar esas reuniones, aunque aparentara no saber
nada al respecto. Por eso doña Urraca decidió hablarle con entera y
absoluta claridad a su hermano.
—Alfonso,
conoces muy bien mi predilección por Jimena, pero debes cortar de
raíz tus relaciones con ella por tu propio bien y por el del reino.
—No
puedo, Urraca. Es superior a mis fuerzas.
—Pues
tendrás que hacerlo. Tus relaciones con esa mujer te traerán malas
consecuencias. Tu futura esposa, con la que no simpatizo, está a
punto de descubrilo, si es que no lo ha hecho ya.
—¿Cómo
no lo va a saber si nadie le ha ocultado nuestras relaciones?
—No
te hagas el ingenuo, Alfonso. Claro que sabe lo vuestro. Faltaría
más. ¿Acaso no conoce a vuestra hija de la que se prendó desde el
primer momento que la vio? ¿Crees que antes de aceptar casarse
contigo no era consciente de vuestras relaciones? No me refiero a
eso. Ella ha aceptado casarse contigo esperando que rompas con Jimena
al instante y eso de momento no ha ocurrido. Procura que suceda
cuanto antes.
—Ya
te he dicho que no puedo, Urraca. Tendré que ser más cauto en mis
encuentros con Jimena, pero no me pidas imposibles.
La
infanta mostró el ceño más severo que su hermano le había visto
jamás.
—En
esto estás completamente solo, Alfonso. Nadie te apoya ni lo hará
en el futuro.
—Me
apoyáis Roberto y tú.
—Te
equivocas, Alfonso. Yo en esto no te respaldo. Aunque no congenio con
Constanza por sus ideas contrarias a las mías, sin embargo comprendo
que te conviene casarte con ella. En cuanto al auxilio de Roberto, de
nada te va a servir. Bastante tendrá él con asumir lo que le caiga
encima. Estás completamente solo y con la animadversión de la
Iglesia. Es lo último que te podía ocurrir. Gánate de nuevo al
clero para tu bando si quieres seguir al frente de tu reino. Ya
tienes suficiente con el enfrentamiento que mantienes con el papa por
conservar el poder temporal. No lo agraves enemistándote con todo el
clero. Ahora se te ofrece una gran oportunidad para lograrlo
casándote con Constanza. Sabes que es sobrina del abad Hugo y la
gran influencia que éste tiene ante Gregorio VII. Llevas años
intentando atraerlo a tu causa. No lo estropees todo ahora por el
amor de esa mujer.
—No
lo estropearé, querida hermana.
—Pues
no lo parece. Olvida a Jimena y cásate inmediatamente con Constanza.
Será la mayor victoria que habrás logrado en tu vida. Con el apoyo
incondicional de Hugo el Grande, seguro que se allanarán
todos los obstáculos que hay en el camino hacia el buen
entendimiento entre tú y Gregorio VII.
—Me
casaré en cuanto esté todo preparado. De eso no te quepa la menor
duda, Urraca. Hace tiempo que he visto las ventajas que me puede
reportar mi matrimonio con la sobrina de Hugo. No pienso renunciar a
ellas. Pero sigo enamorado de Jimena y eso no lo puedo evitar.
—Tú
verás lo que haces. Si algo sale mal, no digas que nadie te lo
advirtió.
Doña
Urraca dejó a su hermano con la palabra en la boca abandonando el
salón sin volver la vista atrás. Su enfado era patente.
Don
Alfonso tomó en serio los consejos de su hermana. No podía poner en
peligro su próximo enlace matrimonial con doña Constanza. Preparó
una lujosa casita alejada del palacio para hospedar en ella a doña
Jimena y al fruto que habían tenido entre ambos, la pequeña Elvira.
El nuevo nido de amor permitiría los encuentros del monarca con su
amante sin riesgo de ser descubiertos por su legítima esposa. Doña
Jimena en un principio se opuso rotundamente a aquel romance. Como ya
le había manifestado en más de una ocasión a su amanate, sólo
saldría del palacio para regresar a sus feudos bercianos. Pero las
palabras de amor del monarca, sus ruegos, su amor paternal, su
insistencia para que se quedara a su lado hicieron que desistiera de
su propósito inicial y aceptara de mala gana el plan que le
proponía. La altiva aristócrata se sentía humillada y postergada,
mas el profundo amor que sentía por el rey venció todos los
obstáculos y acabó con todos sus escrúpulos. Aquella situación se
prolongaría durante algunos años antes de ponerle punto final.
A
finales de diciembre o principios de enero, como ya ocurriera con
doña Inés, don Alfonso contrajo nuevas nupcias con doña Constanza
de Borgoña, que había llegado unos meses antes a la corte leonesa
con ese fin y era ya hora de llevarlo a cabo. Como todas las bodas
reales, la ceremonia se celebró en la catedral de Santa María y San
Cipriano presidida por el obispo Pelayo de León y concelebrada por
varios prelados más del reino. A ella asistieron muchos nobles y
aristócratas de todo el reino, entre los que se encontraban doña
Urraca y doña Elvira, que se mantuvieron en un discreto segundo
plano dadas sus discrepancias con su cuñada, la nueva reina.
Doña
Constanza había mostrado desde su llegada a León su predilección
por el rito romano, lo que colisionaba de pleno con las preferencias
de sus futuras cuñadas. Ellas jamás aceptarían de buen grado la
lex romana. Ya lo habían manifestado en muchas ocasiones y
nada ni nadie les haría cambiar de opinión. Las preferencias de su
futura cuñada auguraban un alejamiento de ambas de la corte real de
su hermano. Doña Elvira ya lo venía practicando desde la muerte de
sus progenitores. Doña Urraca, por el contrario, había estado muy
apegada a su hermano predilecto hasta aquel momento. Pero, con su
nuevo matrimonio, llegó a un punto de inflexión que daría al
traste con todo lo que ella se había forjado hasta la fecha. En
realidad se había comportado con su hermano casi como una madre
desde el día que les había faltado ésta y le había ayudado a
conllevar las riendas del reino. Ahora la situación era muy
distinta. Ella y la nueva reina no congeniaban. Se retiraría
discretamente a sus feudos de Zamora para dejar las manos
completamente libres a su hermano y a su nueva cuñada.
A
finales de abril y principios de mayo se produjeron dos
acontecimientos muy relevantes que vendrían a poner fin al cisma que
se había implantado en la Iglesia de los reinos de Alfonso VI. Se
trata del concilio celebrado en Burgos y de la deposición de Roberto
como abad de Sahagún, que veremos con más espacio en el próximo
capítulo. Un mes más tarde de estos sucesos, don Alfonso recibió
la carta que le había enviado Gregorio VII, muy molesto por el
retroceso que había sufrido la implantación del rito romano en el
reino de León. El papa atribuía esa demora a la personal actitud
que había tomado el abad de Sahagún, Roberto, que en vez de
promover la reforma se había decantado por el rito mozárabe, y a la
influencia de la mujer perdida sobre el monarca, que, sin
mencionarla, todo parecía indicar que se trataba de doña Jimena. El
papa ordenó la destitución fulminante del abad Roberto, al que él
consideraba pseudomonje, y su reclusión inmediata en la abadía de
Cluny. Se abría así una nueva etapa en el entorno familiar y
conyugal del rey don Alfonso y en sus relaciones con la Iglesia de
Roma.
© Julio Noel
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