miércoles, 5 de junio de 2019

ALFONSO VI, IMPERATOR TOTIUS HISP. Capítulo 17



         
                                                                  17


         Hacia mediados del año 1080 el papa Gregorio VII envió una dura misiva a Alfonso VI, en la que lo amenazaba con la excomunión si no destituía inmediatamente al abad Roberto y rompía sus relaciones ilícitas con la pérfida mujer con la que convivía. A comienzos de aquel mismo año el monarca leonés había contraído santo matrimonio con Constanza de Borgoña, hija de Roberto I de Borgoña y Hélie de Samur, hermana de Hugo el Grande.
Don Alfonso había contraído estas nuevas nupcias para acallar el malestar que habían suscitado sus relaciones extramatrimoniales con doña Jimena. La hermosa aristócrata berciana, a pesar de todas sus maquinaciones por conseguir el pleno reconocimiento de su unión con el rey por parte de la Iglesia, no lo logró. Ésta se opuso frontalmente a aquella unión, que a todas luces consideraba ilícita, y su desacuerdo desembocó finalmente en la dura misiva del papa.

Don Alfonso había tenido que desafiar las lágrimas y los ruegos de doña Jimena presionado por todos los estamentos y por todos sus consejeros, a excepción del abad Roberto de Sahagún. Ni uno solo de los obispos de su reino ni uno solo de los nobles ni uno solo de los magnates ni tan siquiera sus propias hermanas estaban de acuerdo con las relaciones que mantenía con aquella mujer. Su hermana doña Urraca, que en principio había aceptado con buenos ojos las relaciones ilícitas de su hermano con doña Jimena, con el paso del tiempo, al ver que la Iglesia cada vez se distanciaba más de estas relaciones, también cambió de opinión. Era cierto que de esa unión había nacido la preciosa sobrinita que ella adoraba, pero una esposa legítima también le podía proporcionar descendencia a su hermano. Entonces, ¿qué motivo había para mantener una relación anómala, que tanto irritaba a la Iglesia y que tan graves consecuencias podía acarrearle?
Un día de finales del pasado otoño se encontraron a solas por casualidad don Alfonso y doña Urraca, momento que ella aprovechó para expresarle su más profundo malestar por su pertinaz persistencia en mantener sus ilícitas relaciones. Ya hacía algún tiempo que había llegado a palacio doña Constanza, cuyo próximo enlace matrimonial estaban preparando. Los encuentros entre don Alfonso y doña Jimena eran cada vez más comprometedores. Su futura esposa no podía ignorar esas reuniones, aunque aparentara no saber nada al respecto. Por eso doña Urraca decidió hablarle con entera y absoluta claridad a su hermano.
—Alfonso, conoces muy bien mi predilección por Jimena, pero debes cortar de raíz tus relaciones con ella por tu propio bien y por el del reino.
—No puedo, Urraca. Es superior a mis fuerzas.
—Pues tendrás que hacerlo. Tus relaciones con esa mujer te traerán malas consecuencias. Tu futura esposa, con la que no simpatizo, está a punto de descubrilo, si es que no lo ha hecho ya.
—¿Cómo no lo va a saber si nadie le ha ocultado nuestras relaciones?
—No te hagas el ingenuo, Alfonso. Claro que sabe lo vuestro. Faltaría más. ¿Acaso no conoce a vuestra hija de la que se prendó desde el primer momento que la vio? ¿Crees que antes de aceptar casarse contigo no era consciente de vuestras relaciones? No me refiero a eso. Ella ha aceptado casarse contigo esperando que rompas con Jimena al instante y eso de momento no ha ocurrido. Procura que suceda cuanto antes.
—Ya te he dicho que no puedo, Urraca. Tendré que ser más cauto en mis encuentros con Jimena, pero no me pidas imposibles.
La infanta mostró el ceño más severo que su hermano le había visto jamás.
—En esto estás completamente solo, Alfonso. Nadie te apoya ni lo hará en el futuro.
—Me apoyáis Roberto y tú.
—Te equivocas, Alfonso. Yo en esto no te respaldo. Aunque no congenio con Constanza por sus ideas contrarias a las mías, sin embargo comprendo que te conviene casarte con ella. En cuanto al auxilio de Roberto, de nada te va a servir. Bastante tendrá él con asumir lo que le caiga encima. Estás completamente solo y con la animadversión de la Iglesia. Es lo último que te podía ocurrir. Gánate de nuevo al clero para tu bando si quieres seguir al frente de tu reino. Ya tienes suficiente con el enfrentamiento que mantienes con el papa por conservar el poder temporal. No lo agraves enemistándote con todo el clero. Ahora se te ofrece una gran oportunidad para lograrlo casándote con Constanza. Sabes que es sobrina del abad Hugo y la gran influencia que éste tiene ante Gregorio VII. Llevas años intentando atraerlo a tu causa. No lo estropees todo ahora por el amor de esa mujer.
—No lo estropearé, querida hermana.
—Pues no lo parece. Olvida a Jimena y cásate inmediatamente con Constanza. Será la mayor victoria que habrás logrado en tu vida. Con el apoyo incondicional de Hugo el Grande, seguro que se allanarán todos los obstáculos que hay en el camino hacia el buen entendimiento entre tú y Gregorio VII.
—Me casaré en cuanto esté todo preparado. De eso no te quepa la menor duda, Urraca. Hace tiempo que he visto las ventajas que me puede reportar mi matrimonio con la sobrina de Hugo. No pienso renunciar a ellas. Pero sigo enamorado de Jimena y eso no lo puedo evitar.
—Tú verás lo que haces. Si algo sale mal, no digas que nadie te lo advirtió.
Doña Urraca dejó a su hermano con la palabra en la boca abandonando el salón sin volver la vista atrás. Su enfado era patente.
Don Alfonso tomó en serio los consejos de su hermana. No podía poner en peligro su próximo enlace matrimonial con doña Constanza. Preparó una lujosa casita alejada del palacio para hospedar en ella a doña Jimena y al fruto que habían tenido entre ambos, la pequeña Elvira. El nuevo nido de amor permitiría los encuentros del monarca con su amante sin riesgo de ser descubiertos por su legítima esposa. Doña Jimena en un principio se opuso rotundamente a aquel romance. Como ya le había manifestado en más de una ocasión a su amanate, sólo saldría del palacio para regresar a sus feudos bercianos. Pero las palabras de amor del monarca, sus ruegos, su amor paternal, su insistencia para que se quedara a su lado hicieron que desistiera de su propósito inicial y aceptara de mala gana el plan que le proponía. La altiva aristócrata se sentía humillada y postergada, mas el profundo amor que sentía por el rey venció todos los obstáculos y acabó con todos sus escrúpulos. Aquella situación se prolongaría durante algunos años antes de ponerle punto final.

A finales de diciembre o principios de enero, como ya ocurriera con doña Inés, don Alfonso contrajo nuevas nupcias con doña Constanza de Borgoña, que había llegado unos meses antes a la corte leonesa con ese fin y era ya hora de llevarlo a cabo. Como todas las bodas reales, la ceremonia se celebró en la catedral de Santa María y San Cipriano presidida por el obispo Pelayo de León y concelebrada por varios prelados más del reino. A ella asistieron muchos nobles y aristócratas de todo el reino, entre los que se encontraban doña Urraca y doña Elvira, que se mantuvieron en un discreto segundo plano dadas sus discrepancias con su cuñada, la nueva reina.
Doña Constanza había mostrado desde su llegada a León su predilección por el rito romano, lo que colisionaba de pleno con las preferencias de sus futuras cuñadas. Ellas jamás aceptarían de buen grado la lex romana. Ya lo habían manifestado en muchas ocasiones y nada ni nadie les haría cambiar de opinión. Las preferencias de su futura cuñada auguraban un alejamiento de ambas de la corte real de su hermano. Doña Elvira ya lo venía practicando desde la muerte de sus progenitores. Doña Urraca, por el contrario, había estado muy apegada a su hermano predilecto hasta aquel momento. Pero, con su nuevo matrimonio, llegó a un punto de inflexión que daría al traste con todo lo que ella se había forjado hasta la fecha. En realidad se había comportado con su hermano casi como una madre desde el día que les había faltado ésta y le había ayudado a conllevar las riendas del reino. Ahora la situación era muy distinta. Ella y la nueva reina no congeniaban. Se retiraría discretamente a sus feudos de Zamora para dejar las manos completamente libres a su hermano y a su nueva cuñada.
A finales de abril y principios de mayo se produjeron dos acontecimientos muy relevantes que vendrían a poner fin al cisma que se había implantado en la Iglesia de los reinos de Alfonso VI. Se trata del concilio celebrado en Burgos y de la deposición de Roberto como abad de Sahagún, que veremos con más espacio en el próximo capítulo. Un mes más tarde de estos sucesos, don Alfonso recibió la carta que le había enviado Gregorio VII, muy molesto por el retroceso que había sufrido la implantación del rito romano en el reino de León. El papa atribuía esa demora a la personal actitud que había tomado el abad de Sahagún, Roberto, que en vez de promover la reforma se había decantado por el rito mozárabe, y a la influencia de la mujer perdida sobre el monarca, que, sin mencionarla, todo parecía indicar que se trataba de doña Jimena. El papa ordenó la destitución fulminante del abad Roberto, al que él consideraba pseudomonje, y su reclusión inmediata en la abadía de Cluny. Se abría así una nueva etapa en el entorno familiar y conyugal del rey don Alfonso y en sus relaciones con la Iglesia de Roma.

            © Julio Noel 

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