miércoles, 5 de junio de 2019

ALFONSO VI, IMPERATOR TOTIUS HISP. Capítulo 23


                                                                  23


             La batalla de Covadonga el 28 de mayo del año 722 puso el primer hito para la recuperación de la Península Ibérica por parte de la cristiandad hispana. Durante casi dos siglos los descendientes de aquellos «asnos salvajes», como los denominaron los musulmanes, fueron recuperando territorios ocupados por el pueblo invasor, con el fin de recobrar algún día las tierras del Sur perdidas en la batalla de Guadalete. Todos sus esfuerzos se encaminaban a ese fin y así poco a poco se fueron integrando en el reino astur los territorios de la cornisa cantábrica y del macizo galaico hasta llegar incluso a adentrarse por la meseta del Duero. Pero no fue hasta el reinado de Alfonso III el Magno cuando se acuñó el término de Reconquista para designar tan ambicioso plan. Este gran monarca fue el artífice del ingente proyecto nacional que con los siglos terminaría con la invasión árabe y daría origen a la unidad de España. Sus descendientes, los reyes leoneses, pusieron su máximo empeño en llevar a cabo tan loable propósito y no pararon mientes en toda clase de obstáculos con tal de conseguirlo. Las batallas se sucedieron una tras otra para continuar la conquista de nuevas tierras que irían acrecentando poco a poco el reino de León. Así, llegamos al momento histórico en que Alfonso VI conquista la ciudad de Toledo, ciudad que otrora fuera la capital del reino visigodo y que desde tiempos inmemoriales era el objetivo primordial de los reyes asturleoneses.
Desde hacía años Alfonso VI el Bravo había llevado a cabo una estrategia política y militar sobre el reino taifa de Toledo que se podría calificar de acoso y derribo. Formaban parte de este proceso los pactos de no agresión que había firmado con las taifas de Sevilla y Zaragoza, así como la conquista de Coria, que actuaría de freno ante un posible ataque de la taifa de Badajoz. Pero también hay que destacar los enormes avances que Alfonso VI había dado en la conquista de numerosas plazas, como Madrid, Talavera, Santa Olalla, Escalona, y castillos, como los de Canturias y Zorita, a lo largo de la cuenca del Tajo, que le servirían de apoyo para abrir las puertas de la ciudad imperial. La conquista de estas plazas y la consolidación para el reino leonés de toda el área comprendida entre el Duero y el Tajo sería el avance más importante que se había dado en más de un siglo. La escasez de recursos materiales y humanos y la escabrosidad del terreno habían impedido hacerlo antes. Ahora concurrían las circunstancias idóneas para apoderarse de Toledo y de todo lo que éste representaba para moros y cristianos.
A ello contribuyó, por una parte, el desmembramiento del al-Ándalus en una serie de reinos taifas que sólo miraban su engrandecimiento y el enriquecimiento propio en detrimento del conjunto de la España musulmana. Lo que ayudó a debilitarlos cada día más ante unos reinos cristianos cada vez más fuertes. Por otra parte, la primacía del reino de León se imponía día a día no sólo sobre los reinos taifas, sino también sobre los reinos cristianos. No olvidemos que el mismo Alfonso VI se había autoproclamado Emperador de toda España. Pero lo más importante fueron sus uniones conyugales y sus alianzas ultra pirenaicas, junto con las relaciones con la abadía de Cluny y, por mediación de ella, con el papado, que abrieron el reino a Europa y a la ayuda que ésta le podía prestar para lograr sus objetivos nacionales.
La idea de la recuperación de Toledo como cuna de la capitalidad nacional nace ya con Fernando I, que, como sucesor de los distintos reyes asturianos y leoneses, se siente legítimo heredero de esa tradición y con pretensiones de imponer su supremacía sobre los demás reyes cristianos de la Península. Para lograrlo estableció la alianza con Cluny y el sistema de parias con los reyes taifas de la Hispania musulmana. Su hijo, Alfonso VI, consolidó esas aspiraciones para autoproclamarse Emperador de toda España, explotando el sistema de parias y potenciando al máximo las relaciones con Cluny como aval de su política exterior. Todo ello debía tener como colofón la conquista de la ciudad imperial, símbolo de la unidad de España, como lo fuera ya casi cuatro siglos antes para los reyes visigodos.

Los rigores estivales habían dejado paso a unos días más apacibles de mediados de septiembre. Don Alfonso y doña Constanza paseaban plácidamente por los jardines de palacio. Su hija doña Urraca, que a la sazón contaba con poco más de dos años, correteaba por entre los parterres y setos que describían distintas figuras geométricas. El gusto por aquel diseño lo había introducido doña Inés, pero había sido doña Constanza la que lo había consolidado. El jardín palatino constituía un placer para los sentidos, en especial para la vista y el olfato. La variedad de colores y perfumes de sus plantas y flores deleitaban a todos los que tenían la suerte de hollar sus calles perfectamente alineadas y delimitadas.
—¡Ten cuidado, cariño, no te vayas a caer! —le dijo doña Constanza a su hija que correteaba sin cesar vigilada constantemente por la atenta mirada de la niñera, que la seguía a todas partes.
—No te preocupes por la niña —la amonestó cariñosamente don Alfonso—. Ya ves que Ágata está siempre pendiente de ella.
—Lo sé, Alfonso, pero no puedo evitarlo cada vez que la veo correr de esa manera.
—Está en la edad. Si no lo hace ahora, ¿cuándo quieres que lo haga? —don Alfonso atrajo hacia sí a su esposa para depositar un fugaz beso en sus labios—. Vamos a sentarnos en este banco.
Entretanto la pequeña y su niñera se perdían por entre los parterres y setos.
—¿Por qué no nos vamos unos días al monasterio de San Benito ahora que está a punto de comenzar el otoño? —le susurró casi al oído doña Constanza a su esposo.
—En estos momentos no puede ser. Tengo que resolver muchos asuntos de estado que no admiten demora y me llevarán bastante tiempo. Iremos a pasar la Navidad y los meses de invierno.
—Estupendo. Así podremos estrenar mi palacio y seguir todos los oficios divinos por el nuevo rito romano. Supongo que el abad Bernardo no nos defraudará en ese sentido. Aquí, en cambio, hay todavía muchos clérigos que se resisten. Hasta don Pelayo a veces oficia la Eucaristía por el rito antiguo. Deberías darle un toque de atención.
—Ya lo sé, pero no es bueno atosigar tanto. Es mejor tener algo de flexibilidad con ellos para que poco a poco vayan asimilando la nueva liturgia. Así casi sin darse cuenta irá calando en sus costumbres y con el tiempo todo el mundo practicará el rito romano.
La tarde declinaba ya. El sol se había ocultado tras la fronda de un centenario nogal.
—El papa está algo disgustado por la lentitud del cambio, como nos lo ha hecho saber no hace mucho su legado. No deberíamos arriesgarnos a enojarlo de nuevo. Y mi tío también se está cansando de interceder por nosotros ante él. Deberías ser más exigente con los prelados y con el clero.
—Lo intentaré, pero creo que es mejor no forzarlos demasiado. Por lo que respecta a tu tío, podemos estar completamente tranquilos. Los dos mil dinares de oro que le doy cada año abren hasta la puerta más pesada que pueda haber en Roma. No nos defraudará ante el poder espiritual ni ante el poder civil. Espero que con su influencia podamos conseguir los refuerzos bélicos que necesitemos en el futuro.
—¿Para qué vamos a necesitar refuerzos bélicos?
—Para avanzar en la reconquista de España. ¿No creerás que me voy a quedar de brazos cruzados y conformarme con lo conseguido hasta aquí? La idea de conquistar la Península entera para la cristiandad que nació ya en mis lejanos antepasados sigue totalmente en pie, como antorcha viva que alumbra nuestro camino hacia la victoria final. Llevo años diseñando una estrategia para apoderarme del reino de Toledo y no voy a desistir ahora de mi empeño. Tan sólo espero que se presente la oportunidad propicia para llevar a cabo el ataque final. Es sólo cuestión de tiempo.
La tarde iba avanzando. El sol se inclinaba cada vez más. En aquellos momentos apareció correteando y gritando bajo la sombra del nogal la pequeña infanta seguida de cerca por su niñera. Los reyes se entretuvieron unos instantes en contemplarla antes de seguir con su plática.
—¿Y para qué te servirían los refuerzos bélicos que te pudieran enviar desde Francia?
—Me servirían para poner en jaque al rey al-Mutamán de Zaragoza y para frenar el avance de mi primo Sancho Ramírez de Aragón. Mientras yo con la fuerza principal de mis huestes atacara y me hiciera con Toledo, el resto de mis mesnadas reforzado por el contingente borgoñón podrían tomar Zaragoza y ganar para mi causa todo ese reino. ¿Te imaginas el golpe de efecto que esto produciría ante los demás reinos taifas? Sería el principio del fin de su existencia.
—Visto así parece un plan perfecto. Pero, ¿crees que saldrá como lo has planeado?
—Todo depende de la ayuda y el socorro de tu familia. Por lo que a mí respecta, estoy totalmente convencido de que el plan será un éxito. Sisnando Davídiz me lo ha confirmado. Ya sabes que es el mejor consejero que tengo en temas árabes. Él me ha asegurado que un ataque en estos momentos a Yahya al-Qádir sería todo un éxito, dado el estado de debilidad en el que se encuentra ante el resto de reyes taifas y ante sus propios súbditos.
Sisnando Davídiz, también conocido como Amir abd Allah, era un mozárabe de origen judío nacido en Tentúgal. Fue capturado por al-Mutamid y obligado a convertirse al islam. Por su valentía llegó a destacar en los ejércitos musulmanes y a ser muy querido por el rey de Sevilla, que lo nombró embajador ante Fernando I. Con el tiempo se pasó a las líneas cristianas para ponerse a las órdenes de los reyes de León, Fernando I y Alfonso VI, a los que sirvió como mediador con los reyes taifas. Desde 1076 hasta 1080 permaneció en Zaragoza como embajador de Alfonso VI ante aquella taifa. Durante ese tiempo consiguió que el rey al-Muqtadir de Zaragoza firmara un pacto de no asedio a las huestes de don Alfonso, dejando a éste las manos libres para actuar a su antojo en la frontera oriental de su reino. Con ello el rey leonés daba un paso más en su avance hacia la conquista del reino de Toledo y su tan anhelada capital.
El sol declinaba en el lejano horizonte. Don Alfonso y doña Constanza decidieron retirarse. La tierna infanta y su niñera hacía ya algún tiempo que habían abandonado los jardines para recogerse en el interior del palacio. Aunque eran los últimos días del verano, los atardeceres ya comenzaban a refrescar un poco y convenía ponerse a resguardo de aquellos cambios de temperatura si no querían pagarlo con algún resfriado inoportuno.
Como le había prometido a su esposa, el rey don Alfonso tenía la intención de trasladarse con toda su familia al monasterio de San Benito para pasar allí la Navidad y parte del invierno, pero un mes antes recibía la solicitud expresa de Yahya al-Qádir de acudir en su socorro. El rey moro se sentía acosado por sus propios correligionarios los reyes taifas de Sevilla y de Zaragoza y hasta por el mismo Sancho Ramírez de Aragón.
En 1075 se independizó el gobernador moro de Valencia. En 1078 el rey al-Mutamid de Sevilla logró recuperar después de tres años de lucha la ciudad de Córdoba y todas las plazas que le había arrebatado al-Mamún al sur del Guadiana. Con esta victoria había vuelto a poner freno a las aspiraciones expansionistas de la taifa de Toledo por su frontera sur. Por último, el rey al-Mutamán de Zaragoza se hizo con Molina de Aragón y Santaver, desplazando sus fronteras hasta el río Guadiela, en tanto que Sancho Ramírez se adueñaba de la propia ciudad de Cuenca.
Rodeado y aislado por todas partes y con una oposición más que evidente de sus propios súbditos, a Yahya al-Qádir no le quedó otro recurso que el de recurrir al auxilio del rey de León, invocando para ello el acuerdo de amistad y colaboración que había firmado con su abuelo años atrás. Don Alfonso acudiría presuroso a tierras de Toledo para prestar la ayuda que al-Qádir le solicitaba. No tardaría en expulsar a al-Mutamán y a Sancho Ramírez de las plazas que habían usurpado y devolvérselas a su legítimo dueño. Mas tampoco tardaría en percatarse de lo poco que apreciaban a al-Qádir sus propios súbditos y vasallos. Este hecho fue determinante para que rompiera el compromiso que había adquirido con su amigo el rey al-Mamún. Diestro estratega y perspicaz diplomático, Alfonso VI descartaría el ataque frontal a la ciudad imperial para evitar el alto número de víctimas que esto provocaría. Desecharía asimismo el apoyo que le podían proporcionar desde el interior de la ciudad los súbditos descontentos con su rey moro. Como mejor solución, optaría por ponerle sitio hasta que el rey Yahya al-Qádir resolviera entregársela.
Los días eran cada vez más cortos. El sol de mediados de noviembre no conseguía calentar el ambiente gélido que envolvía a la ciudad de León y el entorno que la rodeaba. El viento helado que descendía de las cumbres nevadas del cordal cantábrico potenciaba la sensación de frío que invadía toda la ribera del Esla y del Torío. Aún no se habían desvanecido del todo los vestigios de la última nevada caída la noche de Todos los Santos. En las umbrías se divisaban pequeñas manchas blancas que moteaban el paisaje como piel de vaca pinta. Los habitantes del lugar preferían refugiarse en el interior de sus casas para evitar aquel viento helador. Los reyes conversaban afablemente al amor de la chimenea que caldeaba el gélido ambiente de su palacio.
—Tendremos que quedarnos un día más encerrados en casa —le comentaba don Alfonso a su esposa que se abrigaba lo mejor que podía para guarecerse del frío—. El viento corta como el filo de mi espada.
—Yo no pienso moverme de aquí. ¡Pobres gentes las que tienen que enfrentarse a estos rigores climatológicos!
—Las circunstancias obligan, querida. A veces uno no puede elegir lo que le gustaría hacer.
En ese momento uno de los sirvientes solicitó permiso para hablar.
—Majestad, acaba de llegar un emisario de al-Qádir.
—¿Qué quiere?
—No lo sé, Señor.
—Muy bien. Hazle pasar.
Momentos más tarde se presentaba el mensajero de al-Qádir ante los reyes de León. Después de hacerles una profunda reverencia, se dirigió al rey en los siguientes términos:
—Señor, el rey al-Qádir me manda que solicite vuestra ayuda ante lo que considera una grave invasión de su territorio por parte de al-Mutamán. Mi señor implora el acuerdo de paz y colaboración que firmó vuestra Majestad con su abuelo al-Mamún.
—Recuerdo ese compromiso y en aras a él le ofreceré mi ayuda a tu señor, pero antes quisiera saber qué territorios concretos ha invadido al-Mutamán y qué es exactamente lo que le preocupa a al-Qádir.
—Señor, al-Mutamán ha invadido Molina de Aragón y Santaver, mientras que Sancho Ramírez se ha incautado de la ciudad de Cuenca.
—Muy bien. Puedes decirle a tu señor que me desplazaré inmediatamente con mis huestes a los lugares indicados y que recuperaré para su trono las plazas ocupadas.
El mensajero de al-Qádir se retiró con graves reverencias mostrando al rey su máximo agradecimiento por la promesa hecha. Cuando se quedaron los reyes solos, doña Constanza imploró a su esposo que no la dejara sola en aquellos momentos.
—Pero ¿de veras vas a acudir en auxilio de al-Qádir y me vas a dejar aquí sola otra vez?
—Es mi deber hacerlo. Me comprometí con su abuelo a prestarles ayuda siempre que la necesitaran y no puedo defraudarlos. Un rey tiene que tener palabra de honor y cumplirla en todo momento.
—Como bien dices, el compromiso fue con su abuelo, no con al-Qádir. ¿Por qué te vas a sentir obligado con ese pacto toda tu vida?
Don Alfonso meditó un momento las palabras de su esposa antes de contestar.
—Es cierto que el pacto fue con al-Mamún y su hijo y no con su nieto. En aquel momento ni al-Mamún ni yo mismo podíamos prever que su hijo no llegaría a reinar, que lo haría en su lugar su nieto. La vida a veces nos puede llegar a jugar estas malas pasadas. Mi amigo Yahya pensaba, con razón, que su hijo me sobreviviría. Así que no hicimos extensivo nuestro pacto a más generaciones. Como ahora las circunstancias han cambiado, no me veo obligado a guardar todos los extremos de aquel pacto. Iré al reino de Toledo para recuperar las plazas ocupadas por sus enemigos y después aprovecharé la ocasión para que al-Qádir se rinda ante mí. Creo que son los designios del Altísimo los que han puesto a mi alcance esta gran oportunidad para conquistar la plaza que tantos siglos llevamos anhelando los descendientes de aquellos reyes visigodos. Puede que éste sea el principio del fin de la invasión árabe en España. Recuperaré Toledo y después caerán los demás reinos taifas hasta que toda la Península quede libre de su presencia. Dios nuestro Señor me brinda esta oportunidad para devolver toda esta tierra al seno de la Iglesia. Hágase su voluntad.
Mes y medio más tarde las fuerzas de Alfonso VI habían conquistado de nuevo las plazas de Molina de Aragón, Santaver y Cuenca para el reino de Toledo. Fue a partir de ese momento cuando el rey de León puso en marcha el plan estratégico que tantos años llevaba fraguando para apoderarse de la ciudad imperial. Había llegado la hora de reconquistar la capital de la Hispania visigoda y de restituir su función política y administrativa dentro del territorio nacional. Para ello había que poner en marcha una serie de estratagemas que dieran como resultado final la ocupación de Toledo con el menor derramamiento de sangre posible. Don Alfonso no quería protagonizar grandes batallas en las que se enfrentaran sus huestes con las de al-Qádir, pues esto podía atraer la atención de los demás reyes taifas que se pondrían a la defensiva y podían coaligarse para dar apoyo al rey toledano. Era mejor emplear una táctica de acoso y derribo, pero sin enfrentamientos cuerpo a cuerpo de ambos ejércitos. Alfonso VI, aconsejado por el conde Sisnando, decidió llevar a cabo una serie de razzias en múltiples direcciones por todo el territorio del reino toledano. Ocupó, por un lado, los castillos de Canturias y Zorita para cerrar el paso a los socorros que pudieran llegarle a al-Qádir desde poniente y levante y por otro, desplegó avanzadillas de sus tropas para que se internaran a lo largo y ancho del territorio toledano quemando aldeas y cosechas y sembrando el terror por todas partes. Él en persona con el cuerpo central de su ejército se situó en los alrededores de Toledo. Al mismo tiempo exigió mayores parias e incrementó los impuestos al rey taifa. De esta manera conseguiría la asfixia económica de al-Qádir y sus partidarios y el descontento total del pueblo, que exigiría la salida del rey moro de la ciudad y la entrega de ésta al rey cristiano.
Después de varios meses de cerco y acoso, al-Qádir decidió enviar a Afonso VI varios emisarios con el fin de solicitar permiso para que los reyes taifas le mandaran refuerzos. Pero don Alfonso, que no estaba dispuesto a ceder más ante las súplicas del rey moro, se lo denegó. Ante esta negativa, al-Qádir, que cada día estaba más solo y abandonado, se vio obligado a firmar la capitulación con Alfonso VI para entregarle el trono sin menoscabo de su honor y dignidad.
Hallábase el rey Alfonso en sus reales ataviado con sus mejores galas para recibir al derrotado al-Qádir, que se presentó en el campamento alfonsí con sus incondicionales a las ocho de la mañana de un radiante 6 de mayo del año 1085. Don Alfonso no se hizo esperar. Acompañado por el leal Sisnando, hizo pasar a su tienda al rey derrocado junto a uno de sus consejeros.
—Y bien, amigo al-Qádir, ¿qué es lo que os mueve a visitar mi humilde morada a una hora tan temprana?
—No os burléis de mí, Señor. Sabéis muy bien a lo que he venido. No andemos con rodeos y vayamos al grano. ¿Qué me ofrecéis por dejaros libre la ciudad de Toledo?
El rey don Alfonso le iba a contestar en no muy buenos modales, pero fue frenado por su leal consejero.
—Señor, debéis hacerle una concesión ventajosa a la liberal oferta que os ha hecho. Antes de contestarle, considerad vuestras palabras.
—¿Y qué crees que debo ofrecerle, Sisnando?
—Podríais ofrecerle las tierras de Huete, que siempre han pertenecido a su familia, y el reino de Valencia. Sería una salida honrosa para él y un buen acuerdo para Vos. Pensad que al-Qádir seguirá siendo vuestro vasallo.
—Bien, ¿qué os parece la propuesta de mi consejero, al-Qádir?
—Acepto la oferta por la que os quedaré eternamente agradecido, Señor. Por lo que a mi persona respecta, me veo sobradamente recompensado, pero quisiera también pediros clemencia para mis súbditos, que permanecerán aquí al albur de los gobernantes cristianos.
—¿Decidme qué demandáis para ellos?
—Señor, para ellos pido que se les respeten sus mujeres y sus bienes, que sean libres para permanecer en la ciudad o marcharse a donde quieran, respetándoles sus propiedades y el derecho a recuperarlas si algún día deciden volver a esta ciudad. También pido que se respete su religión y sus costumbres, así como el uso de la mezquita mayor para su culto. Por último, imploro que paguen los mismos tributos que me estaban pagando a mí hasta ahora.
Don Alfonso consultó con Sisnando la petición del rey taifa. Al consejero le parecieron justas las demandas de al-Qádir, por lo que a continuación firmaron la capitulación de la ciudad imperial. Don Alfonso ya hacía cierto tiempo que se titulaba emperador de Toledo con la certeza de que algún día llegaría a conquistarla, pero aquel instante fue tal vez el más importante y de mayor trascendencia de su vida. No sólo él sino muchos de sus antepasados habían soñado con recuperar la ciudad imperial como máximo emblema del reino de León y de la unidad de España. Había llegado por fin el momento de ver cumplido su supremo anhelo. Ahora ya era dueño de la ciudad y del reino de Toledo que añadiría a su ya vasto imperio de León. Las fronteras definitivas del viejo reino pasaban del Duero al Tajo, objetivo perseguido durante más de un siglo. Ahora sí que se podía titular con pleno derecho Imperator totius Hispaniae. ¿Quién le podía negar ese título?
Firmado el acuerdo con al-Qádir, el rey de León le concedió el tiempo suficiente para que pudiera abandonar la ciudad con todas sus posesiones y su séquito. Alfonso VI entró triunfalmente en la anhelada y largamente acariciada ciudad de Toledo el 25 de mayo del año 1085 por la Puerta Antigua de Bisagra. Efemérides que quedará para siempre grabada a fuego en los anales de la Historia de España.

            © Julio Noel 

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