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La
batalla de Covadonga el 28 de mayo del año 722 puso el primer hito
para la recuperación de la Península Ibérica por parte de la
cristiandad hispana. Durante casi dos siglos los descendientes de
aquellos «asnos salvajes», como los denominaron los musulmanes,
fueron recuperando territorios ocupados por el pueblo invasor, con el
fin de recobrar algún día las tierras del Sur perdidas en la
batalla de Guadalete. Todos sus esfuerzos se encaminaban a ese fin y
así poco a poco se fueron integrando en el reino astur los
territorios de la cornisa cantábrica y del macizo galaico hasta
llegar incluso a adentrarse por la meseta del Duero. Pero no fue
hasta el reinado de Alfonso III el Magno cuando se acuñó el
término de Reconquista para designar tan ambicioso plan. Este gran
monarca fue el artífice del ingente proyecto nacional que con los
siglos terminaría con la invasión árabe y daría origen a la
unidad de España. Sus descendientes, los reyes leoneses, pusieron su
máximo empeño en llevar a cabo tan loable propósito y no pararon
mientes en toda clase de obstáculos con tal de conseguirlo. Las
batallas se sucedieron una tras otra para continuar la conquista de
nuevas tierras que irían acrecentando poco a poco el reino de León.
Así, llegamos al momento histórico en que Alfonso VI conquista la
ciudad de Toledo, ciudad que otrora fuera la capital del reino
visigodo y que desde tiempos inmemoriales era el objetivo primordial
de los reyes asturleoneses.
Desde
hacía años Alfonso VI el Bravo había llevado a cabo una
estrategia política y militar sobre el reino taifa de Toledo que se
podría calificar de acoso y derribo. Formaban parte de este proceso
los pactos de no agresión que había firmado con las taifas de
Sevilla y Zaragoza, así como la conquista de Coria, que actuaría de
freno ante un posible ataque de la taifa de Badajoz. Pero también
hay que destacar los enormes avances que Alfonso VI había dado en la
conquista de numerosas plazas, como Madrid, Talavera, Santa Olalla,
Escalona, y castillos, como los de Canturias y Zorita, a lo largo de
la cuenca del Tajo, que le servirían de apoyo para abrir las puertas
de la ciudad imperial. La conquista de estas plazas y la
consolidación para el reino leonés de toda el área comprendida
entre el Duero y el Tajo sería el avance más importante que se
había dado en más de un siglo. La escasez de recursos materiales y
humanos y la escabrosidad del terreno habían impedido hacerlo antes.
Ahora concurrían las circunstancias idóneas para apoderarse de
Toledo y de todo lo que éste representaba para moros y cristianos.
A
ello contribuyó, por una parte, el desmembramiento del al-Ándalus
en una serie de reinos taifas que sólo miraban su engrandecimiento y
el enriquecimiento propio en detrimento del conjunto de la España
musulmana. Lo que ayudó a debilitarlos cada día más ante unos
reinos cristianos cada vez más fuertes. Por otra parte, la primacía
del reino de León se imponía día a día no sólo sobre los reinos
taifas, sino también sobre los reinos cristianos. No olvidemos que
el mismo Alfonso VI se había autoproclamado Emperador de toda
España. Pero lo más importante fueron sus uniones conyugales y sus
alianzas ultra pirenaicas, junto con las relaciones con la abadía de
Cluny y, por mediación de ella, con el papado, que abrieron el
reino a Europa y a la ayuda que ésta le podía prestar para lograr
sus objetivos nacionales.
La
idea de la recuperación de Toledo como cuna de la capitalidad
nacional nace ya con Fernando I, que, como sucesor de los distintos
reyes asturianos y leoneses, se siente legítimo heredero de esa
tradición y con pretensiones de imponer su supremacía sobre los
demás reyes cristianos de la Península. Para lograrlo estableció
la alianza con Cluny y el sistema de parias con los reyes taifas de
la Hispania musulmana. Su hijo, Alfonso VI, consolidó esas
aspiraciones para autoproclamarse Emperador de toda España,
explotando el sistema de parias y potenciando al máximo las
relaciones con Cluny como aval de su política exterior. Todo ello
debía tener como colofón la conquista de la ciudad imperial,
símbolo de la unidad de España, como lo fuera ya casi cuatro siglos
antes para los reyes visigodos.
Los
rigores estivales habían dejado paso a unos días más apacibles de
mediados de septiembre. Don Alfonso y doña Constanza paseaban
plácidamente por los jardines de palacio. Su hija doña Urraca, que
a la sazón contaba con poco más de dos años, correteaba por entre
los parterres y setos que describían distintas figuras geométricas.
El gusto por aquel diseño lo había introducido doña Inés, pero
había sido doña Constanza la que lo había consolidado. El jardín
palatino constituía un placer para los sentidos, en especial para la
vista y el olfato. La variedad de colores y perfumes de sus plantas y
flores deleitaban a todos los que tenían la suerte de hollar sus
calles perfectamente alineadas y delimitadas.
—¡Ten
cuidado, cariño, no te vayas a caer! —le dijo doña Constanza a su
hija que correteaba sin cesar vigilada constantemente por la atenta
mirada de la niñera, que la seguía a todas partes.
—No
te preocupes por la niña —la amonestó cariñosamente don
Alfonso—. Ya ves que Ágata está siempre pendiente de ella.
—Lo
sé, Alfonso, pero no puedo evitarlo cada vez que la veo correr de
esa manera.
—Está
en la edad. Si no lo hace ahora, ¿cuándo quieres que lo haga? —don
Alfonso atrajo hacia sí a su esposa para depositar un fugaz beso en
sus labios—. Vamos a sentarnos en este banco.
Entretanto
la pequeña y su niñera se perdían por entre los parterres y setos.
—¿Por
qué no nos vamos unos días al monasterio de San Benito ahora que
está a punto de comenzar el otoño? —le susurró casi al oído
doña Constanza a su esposo.
—En
estos momentos no puede ser. Tengo que resolver muchos asuntos de
estado que no admiten demora y me llevarán bastante tiempo. Iremos a
pasar la Navidad y los meses de invierno.
—Estupendo.
Así podremos estrenar mi palacio y seguir todos los oficios divinos
por el nuevo rito romano. Supongo que el abad Bernardo no nos
defraudará en ese sentido. Aquí, en cambio, hay todavía muchos
clérigos que se resisten. Hasta don Pelayo a veces oficia la
Eucaristía por el rito antiguo. Deberías darle un toque de
atención.
—Ya
lo sé, pero no es bueno atosigar tanto. Es mejor tener algo de
flexibilidad con ellos para que poco a poco vayan asimilando la nueva
liturgia. Así casi sin darse cuenta irá calando en sus costumbres y
con el tiempo todo el mundo practicará el rito romano.
La tarde declinaba ya. El sol se había ocultado tras la fronda de un
centenario nogal.
—El
papa está algo disgustado por la lentitud del cambio, como nos lo ha
hecho saber no hace mucho su legado. No deberíamos arriesgarnos a
enojarlo de nuevo. Y mi tío también se está cansando de interceder
por nosotros ante él. Deberías ser más exigente con los prelados y
con el clero.
—Lo
intentaré, pero creo que es mejor no forzarlos demasiado. Por lo que
respecta a tu tío, podemos estar completamente tranquilos. Los dos
mil dinares de oro que le doy cada año abren hasta la puerta más
pesada que pueda haber en Roma. No nos defraudará ante el poder
espiritual ni ante el poder civil. Espero que con su influencia
podamos conseguir los refuerzos bélicos que necesitemos en el
futuro.
—¿Para
qué vamos a necesitar refuerzos bélicos?
—Para
avanzar en la reconquista de España. ¿No creerás que me voy a
quedar de brazos cruzados y conformarme con lo conseguido hasta aquí?
La idea de conquistar la Península entera para la cristiandad que
nació ya en mis lejanos antepasados sigue totalmente en pie, como
antorcha viva que alumbra nuestro camino hacia la victoria final.
Llevo años diseñando una estrategia para apoderarme del reino de
Toledo y no voy a desistir ahora de mi empeño. Tan sólo espero que
se presente la oportunidad propicia para llevar a cabo el ataque
final. Es sólo cuestión de tiempo.
La
tarde iba avanzando. El sol se inclinaba cada vez más. En aquellos
momentos apareció correteando y gritando bajo la sombra del nogal la
pequeña infanta seguida de cerca por su niñera. Los reyes se
entretuvieron unos instantes en contemplarla antes de seguir con su
plática.
—¿Y
para qué te servirían los refuerzos bélicos que te pudieran enviar
desde Francia?
—Me
servirían para poner en jaque al rey al-Mutamán de Zaragoza y para
frenar el avance de mi primo Sancho Ramírez de Aragón. Mientras yo
con la fuerza principal de mis huestes atacara y me hiciera con
Toledo, el resto de mis mesnadas reforzado por el contingente
borgoñón podrían tomar Zaragoza y ganar para mi causa todo ese
reino. ¿Te imaginas el golpe de efecto que esto produciría ante los
demás reinos taifas? Sería el principio del fin de su existencia.
—Visto
así parece un plan perfecto. Pero, ¿crees que saldrá como lo has
planeado?
—Todo
depende de la ayuda y el socorro de tu familia. Por lo que a mí
respecta, estoy totalmente convencido de que el plan será un éxito.
Sisnando Davídiz me lo ha confirmado. Ya sabes que es el mejor
consejero que tengo en temas árabes. Él me ha asegurado que un
ataque en estos momentos a Yahya al-Qádir sería todo un éxito,
dado el estado de debilidad en el que se encuentra ante el resto de
reyes taifas y ante sus propios súbditos.
Sisnando
Davídiz, también conocido como Amir abd Allah, era un mozárabe de
origen judío nacido en Tentúgal. Fue capturado por al-Mutamid y
obligado a convertirse al islam. Por su valentía llegó a destacar
en los ejércitos musulmanes y a ser muy querido por el rey de
Sevilla, que lo nombró embajador ante Fernando I. Con el tiempo se
pasó a las líneas cristianas para ponerse a las órdenes de los
reyes de León, Fernando I y Alfonso VI, a los que sirvió como
mediador con los reyes taifas. Desde 1076 hasta 1080 permaneció en
Zaragoza como embajador de Alfonso VI ante aquella taifa. Durante ese
tiempo consiguió que el rey al-Muqtadir de Zaragoza firmara un pacto
de no asedio a las huestes de don Alfonso, dejando a éste las manos
libres para actuar a su antojo en la frontera oriental de su reino.
Con ello el rey leonés daba un paso más en su avance hacia la
conquista del reino de Toledo y su tan anhelada capital.
El
sol declinaba en el lejano horizonte. Don Alfonso y doña Constanza
decidieron retirarse. La tierna infanta y su niñera hacía ya algún
tiempo que habían abandonado los jardines para recogerse en el
interior del palacio. Aunque eran los últimos días del verano, los
atardeceres ya comenzaban a refrescar un poco y convenía ponerse a
resguardo de aquellos cambios de temperatura si no querían pagarlo
con algún resfriado inoportuno.
Como
le había prometido a su esposa, el rey don Alfonso tenía la
intención de trasladarse con toda su familia al monasterio de San
Benito para pasar allí la Navidad y parte del invierno, pero un mes
antes recibía la solicitud expresa de Yahya al-Qádir de acudir en
su socorro. El rey moro se sentía acosado por sus propios
correligionarios los reyes taifas de Sevilla y de Zaragoza y hasta
por el mismo Sancho Ramírez de Aragón.
En
1075 se independizó el gobernador moro de Valencia. En 1078 el rey
al-Mutamid de Sevilla logró recuperar después de tres años de
lucha la ciudad de Córdoba y todas las plazas que le había
arrebatado al-Mamún al sur del Guadiana. Con esta victoria había
vuelto a poner freno a las aspiraciones expansionistas de la taifa de
Toledo por su frontera sur. Por último, el rey al-Mutamán de
Zaragoza se hizo con Molina de Aragón y Santaver, desplazando sus
fronteras hasta el río Guadiela, en tanto que Sancho Ramírez se
adueñaba de la propia ciudad de Cuenca.
Rodeado
y aislado por todas partes y con una oposición más que evidente de
sus propios súbditos, a Yahya al-Qádir no le quedó otro recurso
que el de recurrir al auxilio del rey de León, invocando para ello
el acuerdo de amistad y colaboración que había firmado con su
abuelo años atrás. Don Alfonso acudiría presuroso a tierras de
Toledo para prestar la ayuda que al-Qádir le solicitaba. No tardaría
en expulsar a al-Mutamán y a Sancho Ramírez de las plazas que
habían usurpado y devolvérselas a su legítimo dueño. Mas tampoco
tardaría en percatarse de lo poco que apreciaban a al-Qádir sus
propios súbditos y vasallos. Este hecho fue determinante para que
rompiera el compromiso que había adquirido con su amigo el rey
al-Mamún. Diestro estratega y perspicaz diplomático, Alfonso VI
descartaría el ataque frontal a la ciudad imperial para evitar el
alto número de víctimas que esto provocaría. Desecharía asimismo
el apoyo que le podían proporcionar desde el interior de la ciudad
los súbditos descontentos con su rey moro. Como mejor solución,
optaría por ponerle sitio hasta que el rey Yahya al-Qádir
resolviera entregársela.
Los
días eran cada vez más cortos. El sol de mediados de noviembre no
conseguía calentar el ambiente gélido que envolvía a la ciudad de
León y el entorno que la rodeaba. El viento helado que descendía de
las cumbres nevadas del cordal cantábrico potenciaba la sensación
de frío que invadía toda la ribera del Esla y del Torío. Aún no
se habían desvanecido del todo los vestigios de la última nevada
caída la noche de Todos los Santos. En las umbrías se divisaban
pequeñas manchas blancas que moteaban el paisaje como piel de vaca
pinta. Los habitantes del lugar preferían refugiarse en el interior
de sus casas para evitar aquel viento helador. Los reyes conversaban
afablemente al amor de la chimenea que caldeaba el gélido ambiente
de su palacio.
—Tendremos
que quedarnos un día más encerrados en casa —le comentaba don
Alfonso a su esposa que se abrigaba lo mejor que podía para
guarecerse del frío—. El viento corta como el filo de mi espada.
—Yo
no pienso moverme de aquí. ¡Pobres gentes las que tienen que
enfrentarse a estos rigores climatológicos!
—Las
circunstancias obligan, querida. A veces uno no puede elegir lo que
le gustaría hacer.
En
ese momento uno de los sirvientes solicitó permiso para hablar.
—Majestad,
acaba de llegar un emisario de al-Qádir.
—¿Qué
quiere?
—No
lo sé, Señor.
—Muy
bien. Hazle pasar.
Momentos
más tarde se presentaba el mensajero de al-Qádir ante los reyes de
León. Después de hacerles una profunda reverencia, se dirigió al
rey en los siguientes términos:
—Señor,
el rey al-Qádir me manda que solicite vuestra ayuda ante lo que
considera una grave invasión de su territorio por parte de
al-Mutamán. Mi señor implora el acuerdo de paz y colaboración que
firmó vuestra Majestad con su abuelo al-Mamún.
—Recuerdo
ese compromiso y en aras a él le ofreceré mi ayuda a tu señor,
pero antes quisiera saber qué territorios concretos ha invadido
al-Mutamán y qué es exactamente lo que le preocupa a al-Qádir.
—Señor,
al-Mutamán ha invadido Molina de Aragón y Santaver, mientras que
Sancho Ramírez se ha incautado de la ciudad de Cuenca.
—Muy
bien. Puedes decirle a tu señor que me desplazaré inmediatamente
con mis huestes a los lugares indicados y que recuperaré para su
trono las plazas ocupadas.
El
mensajero de al-Qádir se retiró con graves reverencias mostrando al
rey su máximo agradecimiento por la promesa hecha. Cuando se
quedaron los reyes solos, doña Constanza imploró a su esposo que no
la dejara sola en aquellos momentos.
—Pero
¿de veras vas a acudir en auxilio de al-Qádir y me vas a dejar aquí
sola otra vez?
—Es
mi deber hacerlo. Me comprometí con su abuelo a prestarles ayuda
siempre que la necesitaran y no puedo defraudarlos. Un rey tiene que
tener palabra de honor y cumplirla en todo momento.
—Como
bien dices, el compromiso fue con su abuelo, no con al-Qádir. ¿Por
qué te vas a sentir obligado con ese pacto toda tu vida?
Don
Alfonso meditó un momento las palabras de su esposa antes de
contestar.
—Es
cierto que el pacto fue con al-Mamún y su hijo y no con su nieto. En
aquel momento ni al-Mamún ni yo mismo podíamos prever que su hijo
no llegaría a reinar, que lo haría en su lugar su nieto. La vida a
veces nos puede llegar a jugar estas malas pasadas. Mi amigo Yahya
pensaba, con razón, que su hijo me sobreviviría. Así que no
hicimos extensivo nuestro pacto a más generaciones. Como ahora las
circunstancias han cambiado, no me veo obligado a guardar todos los
extremos de aquel pacto. Iré al reino de Toledo para recuperar las
plazas ocupadas por sus enemigos y después aprovecharé la ocasión
para que al-Qádir se rinda ante mí. Creo que son los designios del
Altísimo los que han puesto a mi alcance esta gran oportunidad para
conquistar la plaza que tantos siglos llevamos anhelando los
descendientes de aquellos reyes visigodos. Puede que éste sea el
principio del fin de la invasión árabe en España. Recuperaré
Toledo y después caerán los demás reinos taifas hasta que toda la
Península quede libre de su presencia. Dios nuestro Señor me brinda
esta oportunidad para devolver toda esta tierra al seno de la
Iglesia. Hágase su voluntad.
Mes
y medio más tarde las fuerzas de Alfonso VI habían conquistado de
nuevo las plazas de Molina de Aragón, Santaver y Cuenca para el
reino de Toledo. Fue a partir de ese momento cuando el rey de León
puso en marcha el plan estratégico que tantos años llevaba
fraguando para apoderarse de la ciudad imperial. Había llegado la
hora de reconquistar la capital de la Hispania visigoda y de
restituir su función política y administrativa dentro del
territorio nacional. Para ello había que poner en marcha una serie
de estratagemas que dieran como resultado final la ocupación de
Toledo con el menor derramamiento de sangre posible. Don Alfonso no
quería protagonizar grandes batallas en las que se enfrentaran sus
huestes con las de al-Qádir, pues esto podía atraer la atención de
los demás reyes taifas que se pondrían a la defensiva y podían
coaligarse para dar apoyo al rey toledano. Era mejor emplear una
táctica de acoso y derribo, pero sin enfrentamientos cuerpo a cuerpo
de ambos ejércitos. Alfonso VI, aconsejado por el conde Sisnando,
decidió llevar a cabo una serie de razzias en múltiples direcciones
por todo el territorio del reino toledano. Ocupó, por un lado, los
castillos de Canturias y Zorita para cerrar el paso a los socorros
que pudieran llegarle a al-Qádir desde poniente y levante y por
otro, desplegó avanzadillas de sus tropas para que se internaran a
lo largo y ancho del territorio toledano quemando aldeas y cosechas y
sembrando el terror por todas partes. Él en persona con el cuerpo
central de su ejército se situó en los alrededores de Toledo. Al
mismo tiempo exigió mayores parias e incrementó los impuestos al
rey taifa. De esta manera conseguiría la asfixia económica de
al-Qádir y sus partidarios y el descontento total del pueblo, que
exigiría la salida del rey moro de la ciudad y la entrega de ésta
al rey cristiano.
Después
de varios meses de cerco y acoso, al-Qádir decidió enviar a Afonso
VI varios emisarios con el fin de solicitar permiso para que los
reyes taifas le mandaran refuerzos. Pero don Alfonso, que no estaba
dispuesto a ceder más ante las súplicas del rey moro, se lo denegó.
Ante esta negativa, al-Qádir, que cada día estaba más solo y
abandonado, se vio obligado a firmar la capitulación con Alfonso VI
para entregarle el trono sin menoscabo de su honor y dignidad.
Hallábase
el rey Alfonso en sus reales ataviado con sus mejores galas para
recibir al derrotado al-Qádir, que se presentó en el campamento
alfonsí con sus incondicionales a las ocho de la mañana de un
radiante 6 de mayo del año 1085. Don Alfonso no se hizo esperar.
Acompañado por el leal Sisnando, hizo pasar a su tienda al rey
derrocado junto a uno de sus consejeros.
—Y
bien, amigo al-Qádir, ¿qué es lo que os mueve a visitar mi humilde
morada a una hora tan temprana?
—No
os burléis de mí, Señor. Sabéis muy bien a lo que he venido. No
andemos con rodeos y vayamos al grano. ¿Qué me ofrecéis por
dejaros libre la ciudad de Toledo?
El
rey don Alfonso le iba a contestar en no muy buenos modales, pero fue
frenado por su leal consejero.
—Señor,
debéis hacerle una concesión ventajosa a la liberal oferta que os
ha hecho. Antes de contestarle, considerad vuestras palabras.
—¿Y
qué crees que debo ofrecerle, Sisnando?
—Podríais
ofrecerle las tierras de Huete, que siempre han pertenecido a su
familia, y el reino de Valencia. Sería una salida honrosa para él y
un buen acuerdo para Vos. Pensad que al-Qádir seguirá siendo
vuestro vasallo.
—Bien,
¿qué os parece la propuesta de mi consejero, al-Qádir?
—Acepto
la oferta por la que os quedaré eternamente agradecido, Señor. Por
lo que a mi persona respecta, me veo sobradamente recompensado, pero
quisiera también pediros clemencia para mis súbditos, que
permanecerán aquí al albur de los gobernantes cristianos.
—¿Decidme
qué demandáis para ellos?
—Señor,
para ellos pido que se les respeten sus mujeres y sus bienes, que
sean libres para permanecer en la ciudad o marcharse a donde quieran,
respetándoles sus propiedades y el derecho a recuperarlas si algún
día deciden volver a esta ciudad. También pido que se respete su
religión y sus costumbres, así como el uso de la mezquita mayor
para su culto. Por último, imploro que paguen los mismos tributos
que me estaban pagando a mí hasta ahora.
Don
Alfonso consultó con Sisnando la petición del rey taifa. Al
consejero le parecieron justas las demandas de al-Qádir, por lo que
a continuación firmaron la capitulación de la ciudad imperial. Don
Alfonso ya hacía cierto tiempo que se titulaba emperador de Toledo
con la certeza de que algún día llegaría a conquistarla, pero
aquel instante fue tal vez el más importante y de mayor
trascendencia de su vida. No sólo él sino muchos de sus antepasados
habían soñado con recuperar la ciudad imperial como máximo
emblema del reino de León y de la unidad de España. Había llegado
por fin el momento de ver cumplido su supremo anhelo. Ahora ya era
dueño de la ciudad y del reino de Toledo que añadiría a su ya
vasto imperio de León. Las fronteras definitivas del viejo reino
pasaban del Duero al Tajo, objetivo perseguido durante más de un
siglo. Ahora sí que se podía titular con pleno derecho Imperator
totius Hispaniae. ¿Quién le podía negar ese título?
Firmado
el acuerdo con al-Qádir, el rey de León le concedió el tiempo
suficiente para que pudiera abandonar la ciudad con todas sus
posesiones y su séquito. Alfonso VI entró triunfalmente en la
anhelada y largamente acariciada ciudad de Toledo el 25 de mayo del
año 1085 por la Puerta Antigua de Bisagra. Efemérides que quedará
para siempre grabada a fuego en los anales de la Historia de España.
© Julio Noel
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