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Habían
transcurrido ya varios meses desde el nacimiento de su última hija.
Don Alfonso seguía triste por no haber tenido un segundo varón como
era su deseo. Ni las caricias y halagos de su esposa ni las sonrisas
y carantoñas de sus hijos lograban devolverle la alegría de vivir.
Sentía que se iba haciendo viejo y que las esperanzas de tener más
hijos varones cada vez eran más exiguas. Un día, mientras paseaba
por los jardines del palacio con su amigo y consejero el arzobispo de
Toledo, éste trataba de animarlo y de sacarlo de su obstinada
apatía.
—Debéis
volver a la realidad y tomar de nuevo las riendas del poder,
Majestad. No podéis seguir más tiempo así.
Dio
la sensación que el rey no había escuchado las palabras de su
consejero y amigo. Se hallaba como ausente de la realidad que lo
rodeaba.
—¿Decías
algo, Bernardo?
—Os
decía, Majestad, que deberíais tomar de nuevo las riendas del
poder.
Don
Alfonso pareció despertar de un largo sueño.
—Tienes
razón, Bernardo. No sería justo que por mi egoísmo se perdiera
ahora todo lo que hemos ganado con mi esfuerzo y con el de mis
antepasados. No hemos llegado hasta aquí para malograrlo todo en
este instante por mi insensatez. Debo tomar otra vez las riendas de
mi reino por mis predecesores y por mi hijo y futuro heredero. ¿Qué
ejemplo sería yo para él si abandonara en este momento mis
obligaciones? ¿Yo, que siempre he sido el primero en acudir al campo
de batalla, que nunca he dado la espalda al enemigo, que me he
enfrentado siempre con valor a las más temibles adversidades, que he
servido de acicate para mis vasallos, voy a permanecer ahora sin
hacer nada? ¡Ni hablar! Desde hoy mismo reemprenderé mi actividad y
asumiré las funciones que me corresponden como cabeza visible del
reino más importante de la cristiandad hispana. No continuaré ni un
minuto más en este estado de letargo en el que me he sumido durante
todo este tiempo.
—Así
me gusta oíros hablar, Señor. Ahora sí que volvéis a ser el de
siempre.
La
mañana era soleada y espléndida. Las alamedas del Tajo ya lucían
los primeros brotes que pronto se transformarían en una vasta fronda
verde. El jardín real ya comenzaba a vestirse con los incipientes
colores primaverales. Un paje se acercó a donde se hallaban el rey y
el arzobispo.
—Majestad,
un emisario de doña Jimena Díaz espera ser recibido por Vos —le
anunció después de una grave reverencia.
—Hazle
pasar.
—¿Aquí,
Señor?
—Sí,
aquí.
El
criado se marchó dejándolos solos de nuevo.
—¿Qué
querrá ahora doña Jimena? —se atrevió a insinuar don Bernardo.
—Pronto
lo sabremos, amigo Bernardo.
En
aquel momento regresaba el paje en compañía del emisario.
—Con
la venia, Señor —el emisario hizo una reverencia al rey—, ¿me
concedéis vuestro permiso para hablar?
—Puedes
hablar. ¿Qué me tienes que decir?
—Majestad,
mi señora doña Jimena solicita de Vos refuerzos para defender la
ciudad de Valencia del ataque de los moros.
—¿No
tiene suficiente con sus mesnadas?
—Me
temo que no, Señor. Las fuerzas de Muhammad al-Mazdali son muy
superiores a las suyas y hace tiempo que amenazan con atacar la
ciudad. Mi señora necesita ayuda o, de lo contrario, Valencia caerá
en poder de los almorávides.
—Dile
a tu señora que le enviaré refuerzos, pero, si a pesar de todo no
puede defender la ciudad, debe abandonarla en poder de los sarracenos
incendiándola y arrasándola antes por completo. No podemos
permitirnos el dispendio que conlleva su defensa.
—Así
se lo haré saber, Majestad.
El
emisario partió veloz hacia Valencia con el mensaje del rey. El
arzobispo, que había escuchado con atención el diálogo entre don
Alfonso y el emisario, se aventuró a dar su opinión.
—¿Creéis,
Majestad, que es buena idea la de arrasar la ciudad de Valencia?
—¿Qué
otra cosa podemos hacer, mi querido Bernardo?
—No
sé. Podéis enviar un contingente importante de fuerzas para vencer
a los almorávides y que la ciudad pueda seguir en manos de los
cristianos.
—¿Y
de qué nos serviría eso? Tarde o temprano volverían a atacar con
más tropas y nos veríamos igualmente obligados a abandonarla. No
debemos malgastar tiempo, dinero y vidas humanas en algo que es
imposible. Rodrigo Díaz se empeñó en conquistar Valencia y crear
allí un pequeño reino a su medida, pero eso no fue más que un
sueño. Más pronto o más tarde ese territorio tiene que volver a
manos de los sarracenos, porque está totalmente rodeado por ellos.
La idea de Rodrigo fue completamente descabellada y fuera de lugar.
Nunca debió actuar por su cuenta como lo hizo, sino coordinado con
nosotros para avanzar unidos y al unísono contra el imperio infiel y
conseguir derrotarlos entre todos juntos. Ahora Valencia no es más
que una isla en territorio mahometano. Su defensa resultaría
demasiado onerosa para el erario público.
—¿Debo
entender que la abandonáis a su suerte?
—Tanto
como eso, no. Enviaré un contingente de mis huestes para que
presenten batalla a los almorávides y le faciliten la huida a
Jimena. No puedo ni debo hacer más. Para defender a Valencia hay que
conquistar antes los territorios aledaños y eso hoy por hoy es
imposible. Créeme, caro amigo, es mejor dejarla que caiga de nuevo
en manos de los infieles.
Don
Alfonso envió a Valencia las tropas prometidas a doña Jimena con la
consigna de arrasar la ciudad si se hacía imposible su defensa. El 4
de mayo del año 1102 se produjo el enfrentamiento en Cullera entre
las tropas cristianas y las almorávides. La batalla fue ardua aunque
sin que la victoria se decantase hacia ninguno de los dos bandos.
Como consecuencia de ello, doña Jimena y sus huestes dejaron la
ciudad de Valencia portando los restos del Cid para enterrarlos en el
monasterio de Cardeña. De esta manera regresaba a tierras
castellanas el que un día las abandonara para nunca más volver.
© Julio Noel
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