jueves, 6 de junio de 2019

ALFONSO VI, IMPERATOR TOTIUS HISP. Capítulo 37


      
                                                                   37


            Habían transcurrido ya varios meses desde el nacimiento de su última hija. Don Alfonso seguía triste por no haber tenido un segundo varón como era su deseo. Ni las caricias y halagos de su esposa ni las sonrisas y carantoñas de sus hijos lograban devolverle la alegría de vivir. Sentía que se iba haciendo viejo y que las esperanzas de tener más hijos varones cada vez eran más exiguas. Un día, mientras paseaba por los jardines del palacio con su amigo y consejero el arzobispo de Toledo, éste trataba de animarlo y de sacarlo de su obstinada apatía.
—Debéis volver a la realidad y tomar de nuevo las riendas del poder, Majestad. No podéis seguir más tiempo así.
Dio la sensación que el rey no había escuchado las palabras de su consejero y amigo. Se hallaba como ausente de la realidad que lo rodeaba.
—¿Decías algo, Bernardo?
—Os decía, Majestad, que deberíais tomar de nuevo las riendas del poder.
Don Alfonso pareció despertar de un largo sueño.
—Tienes razón, Bernardo. No sería justo que por mi egoísmo se perdiera ahora todo lo que hemos ganado con mi esfuerzo y con el de mis antepasados. No hemos llegado hasta aquí para malograrlo todo en este instante por mi insensatez. Debo tomar otra vez las riendas de mi reino por mis predecesores y por mi hijo y futuro heredero. ¿Qué ejemplo sería yo para él si abandonara en este momento mis obligaciones? ¿Yo, que siempre he sido el primero en acudir al campo de batalla, que nunca he dado la espalda al enemigo, que me he enfrentado siempre con valor a las más temibles adversidades, que he servido de acicate para mis vasallos, voy a permanecer ahora sin hacer nada? ¡Ni hablar! Desde hoy mismo reemprenderé mi actividad y asumiré las funciones que me corresponden como cabeza visible del reino más importante de la cristiandad hispana. No continuaré ni un minuto más en este estado de letargo en el que me he sumido durante todo este tiempo.
—Así me gusta oíros hablar, Señor. Ahora sí que volvéis a ser el de siempre.
La mañana era soleada y espléndida. Las alamedas del Tajo ya lucían los primeros brotes que pronto se transformarían en una vasta fronda verde. El jardín real ya comenzaba a vestirse con los incipientes colores primaverales. Un paje se acercó a donde se hallaban el rey y el arzobispo.
—Majestad, un emisario de doña Jimena Díaz espera ser recibido por Vos —le anunció después de una grave reverencia.
—Hazle pasar.
—¿Aquí, Señor?
—Sí, aquí.
El criado se marchó dejándolos solos de nuevo.
—¿Qué querrá ahora doña Jimena? —se atrevió a insinuar don Bernardo.
—Pronto lo sabremos, amigo Bernardo.
En aquel momento regresaba el paje en compañía del emisario.
—Con la venia, Señor —el emisario hizo una reverencia al rey—, ¿me concedéis vuestro permiso para hablar?
—Puedes hablar. ¿Qué me tienes que decir?
—Majestad, mi señora doña Jimena solicita de Vos refuerzos para defender la ciudad de Valencia del ataque de los moros.
—¿No tiene suficiente con sus mesnadas?
—Me temo que no, Señor. Las fuerzas de Muhammad al-Mazdali son muy superiores a las suyas y hace tiempo que amenazan con atacar la ciudad. Mi señora necesita ayuda o, de lo contrario, Valencia caerá en poder de los almorávides.
—Dile a tu señora que le enviaré refuerzos, pero, si a pesar de todo no puede defender la ciudad, debe abandonarla en poder de los sarracenos incendiándola y arrasándola antes por completo. No podemos permitirnos el dispendio que conlleva su defensa.
—Así se lo haré saber, Majestad.
El emisario partió veloz hacia Valencia con el mensaje del rey. El arzobispo, que había escuchado con atención el diálogo entre don Alfonso y el emisario, se aventuró a dar su opinión.
—¿Creéis, Majestad, que es buena idea la de arrasar la ciudad de Valencia?
—¿Qué otra cosa podemos hacer, mi querido Bernardo?
—No sé. Podéis enviar un contingente importante de fuerzas para vencer a los almorávides y que la ciudad pueda seguir en manos de los cristianos.
—¿Y de qué nos serviría eso? Tarde o temprano volverían a atacar con más tropas y nos veríamos igualmente obligados a abandonarla. No debemos malgastar tiempo, dinero y vidas humanas en algo que es imposible. Rodrigo Díaz se empeñó en conquistar Valencia y crear allí un pequeño reino a su medida, pero eso no fue más que un sueño. Más pronto o más tarde ese territorio tiene que volver a manos de los sarracenos, porque está totalmente rodeado por ellos. La idea de Rodrigo fue completamente descabellada y fuera de lugar. Nunca debió actuar por su cuenta como lo hizo, sino coordinado con nosotros para avanzar unidos y al unísono contra el imperio infiel y conseguir derrotarlos entre todos juntos. Ahora Valencia no es más que una isla en territorio mahometano. Su defensa resultaría demasiado onerosa para el erario público.
—¿Debo entender que la abandonáis a su suerte?
—Tanto como eso, no. Enviaré un contingente de mis huestes para que presenten batalla a los almorávides y le faciliten la huida a Jimena. No puedo ni debo hacer más. Para defender a Valencia hay que conquistar antes los territorios aledaños y eso hoy por hoy es imposible. Créeme, caro amigo, es mejor dejarla que caiga de nuevo en manos de los infieles.
Don Alfonso envió a Valencia las tropas prometidas a doña Jimena con la consigna de arrasar la ciudad si se hacía imposible su defensa. El 4 de mayo del año 1102 se produjo el enfrentamiento en Cullera entre las tropas cristianas y las almorávides. La batalla fue ardua aunque sin que la victoria se decantase hacia ninguno de los dos bandos. Como consecuencia de ello, doña Jimena y sus huestes dejaron la ciudad de Valencia portando los restos del Cid para enterrarlos en el monasterio de Cardeña. De esta manera regresaba a tierras castellanas el que un día las abandonara para nunca más volver.

            © Julio Noel 

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