miércoles, 5 de junio de 2019

ALFONSO VI, IMPERATOR TOTIUS HISP. Capítulo 25


                                                                  25



           Faltaba una semana para la celebración de la Natividad del Señor. Toledo era un hervidero de gentes que se arremolinaban alrededor de la nueva catedral, llenándola por completo, al igual que la plaza aneja y las callejuelas y callejones que la circundaban. Era el día elegido para la consagración de Bernardo de Sedirac como nuevo arzobispo de la diócesis primada de España. Habían transcurrido nueve meses desde su llegada a la ciudad imperial para hacerse cargo de la diócesis. Todo ese tiempo lo había dedicado a preparar la mezquita mayor para albergar la cátedra arzobispal. Fue una decisión que disgustó en gran manera a los musulmanes residentes en la ciudad del Tajo y hasta al propio Alfonso VI, que había dado su palabra a al-Qádir de respetarla como símbolo de su buena voluntad para la convivencia de ambas religiones. Pero don Bernardo y la reina Constanza no estaban de acuerdo. Aquel templo tenía un gran simbolismo para los cristianos, como lo tenía la propia ciudad de Toledo. Había funcionado como la catedral primada de España hasta la invasión árabe y ahora, cuando se había recuperado para los cristianos la emblemática ciudad, también debería recuperarse para el culto católico la que otrora fuera su catedral. Así se lo hizo saber al rey y así lo dispuso para que su consagración se llevara a cabo en ella.
Se acercaban las doce del mediodía. En la mezquita catedral no cabía un alma más. Fuera, la plaza y las callejas adyacentes estaban abarrotadas de gente a pesar del intenso frío que hacía. Los cristianos toledanos y los venidos de otras partes del reino no querían perderse la consagración del primer arzobispo de la ciudad libre. Hacía casi cuatrocientos años que Toledo había quedado sometida al poder árabe. Ahora había llegado el momento de volver a restituirla a la fe cristiana, aunque para ello tuviera que compartir espacio con otras religiones. El propio rey lo había dispuesto así en su afán de tolerancia entre las distintas culturas. Incluso aceptó que varias de las iglesias de la ciudad siguieran practicando el rito hispano para que los mozárabes permanecieran en ella.
Para la gran ceremonia se habían reunido en la ciudad imperial una docena de prelados llegados de las distintas partes del reino. Los había leoneses, castellanos y gallegos. Todos querían estar representados en el acto de consagración del que estaba a punto de convertirse en primado de España. La catedral lucía todas sus galas. Los doce obispos y arzobispos vestían casulla blanca, mitra del mismo color y portaban el báculo en su diestra. Se dirigían al altar de menor a mayor. Cerraba la comitiva el de más alta dignidad, que sería el que presidiría la ceremonia. Los nobles y magnates llenaban el ábside y parte del transepto de la catedral. Los caballeros e hidalgos se distribuían por el resto de las naves mezclados con los pocos representantes del pueblo llano que lograron entrar en el templo. Los reyes presidían el acto desde el palco real situado al lado del Evangelio, lugar reservado exclusivamente para quienes ostentaban tan alta dignidad.
A las doce en punto dio comienzo el oficio de la Santa Eucaristía bajo el más estricto rigor de la lex romana. Oficiados los primeros salmos, hizo acto de presencia don Bernardo en traje de presbítero. Distintos obispos se sucedieron en la lectura de la Epístola y del Evangelio, así como otros salmos y preces, finalizando con el sermón que versaría sobre los deberes y el cargo del episcopado. A continuación dos obispos presentaron a don Bernardo ante el arzobispo decano, quien, siguiendo todos los requisitos marcados por la liturgia romana, lo consagró como nuevo arzobispo de Toledo. Acto seguido el rey le hizo la siguiente donación bajo el altar de Santa María:
—Yo, Alfonso, rey de León, de Castilla, de Galicia y ahora también de Toledo por la gracia de Dios, te doy a ti, Bernardo, arzobispo de esta ciudad, las villas de Brihuega, Almonacid y Buitrago de Lozoya, entre otras, así como las heredades, casas y tiendas que pertenecieron a este templo mientras fue mezquita. Que Dios nuestro Señor te ilumine para que sepas administrar para mayor gloria de la Iglesia todos estos bienes que te otorgamos y para que guíes por la senda del bien y de la virtud a tu nuevo rebaño.
—Que así sea —le contestaron.
Durante el festín que se celebró a continuación de la consagración del nuevo arzobispo, el monarca leonés aprovechó para dejar sentadas las bases de convivencia en la ciudad entre las distintas culturas. A la izquierda del rey se sentó Bernardo de Sedirac y a la derecha de la reina, el conde Sisnando Davídiz. Don Alfonso, que aún permanecía algo convaleciente de la herida que recibiera en la batalla de Sagrajas, comenzó por amonestar benévolamente al arzobispo por haber transgredido alguno de los acuerdos que él había firmado con al-Qádir cuando éste renunció al trono toledano. No quería abrir nuevas heridas, pero no estaba del todo conforme con la actuación del cluniacense.
—Bernardo, no me ha gustado la decisión de convertir la mezquita mayor en catedral —le susurró el rey en un aparte—. Le prometí a al-Qádir que la respetaría para el culto del mahometanismo y me disgusta faltar a mi palabra.
—Lo siento, Majestad, pero yo también la quería para el culto católico. ¿Cómo íbamos a dejar la mezquita más grande y la mejor situada para uso de los ismaelitas? Eso hubiera sido como no reconocer su derrota. El culto cristiano ha de ocupar un lugar preeminente en la ciudad y nada mejor para eso que utilizar la mezquita mayor como catedral. Los sarracenos deben saber que a partir de ahora ocupan un segundo plano aquí.
—No eran ésas mis intenciones cuando firmé el pacto con al-Qádir. Le prometí que los moros serían tratados en un plano de igualdad con los cristianos. Me desagradaría mucho que se quebrantara lo convenido.
—Pues me temo que ya se ha roto, Majestad. Al día de hoy son incontables los mahometanos que han abandonado la ciudad y la perspectiva es que esa tendencia irá a más, sobre todo desde que desembarcaron los almorávides en Algeciras. Nuestra decisión les puede haber servido de acicate para dejar Toledo, pero me temo que lo que más los ha animado a hacerlo ha sido la llegada de sus nuevos correligionarios.
En ese momento tomó la palabra Sisnando, que seguía con gran atención la conversación entre el rey y el arzobispo.
—Señor, ya os advertí que no deberíais ser tan duro con los vencidos. Deberíais haber seguido mi consejo y haberles dado el gobierno de la ciudad. Quizá así podíais haber evitado la invasión de los almorávides, pues éstos fueron llamados por los reyes taifas, en especial por al-Mutamid, precisamente por el pavor que suscitó en ellos la toma de Toledo. Deberíais haber nombrado gobernador a Ibn-Dil-Num, como os propuse, que os hubiera servido con fidelidad y no habría creado ninguna alarma.
—O tal vez sí —le contestó don Bernardo—. Señor conde, os basáis en un futurible cuando hacéis esas afirmaciones. Nadie sabe lo que podría haber ocurrido de haber tomado otra decisión. Sólo estamos seguros de lo sucedido tras los hechos acaecidos. La invasión se ha producido y ahora no podemos dar marcha atrás. Habrá que afrontarla como mejor proceda.
Sisnando Davídiz y Bernardo de Sedirac mantenían profundas discrepancias en el ámbito ético y moral. A pesar de que el conde se había convertido al cristianismo, no dejaba de sentir cierta simpatía por el islamismo y una gran tolerancia hacia las creencias y costumbres de los musulmanes. No en vano había profesado su religión durante años. Eso lo había dotado de una gran capacidad de persuasión entre moros y cristianos, como lo había demostrado en muchas etapas de su vida sobre todo en el condado de Coímbra. En la recién conquistada ciudad de Toledo había intentado por todos los medios conciliar las relaciones entre ambas culturas, pero su misión había fracasado. Y había fracasado principalmente por la llegada de Bernardo de Sedirac con su intransigencia y su integrismo. El arzobispo no sólo estaba en contra de la convivencia con los musulmanes, sino también de la coexistencia con los mozárabes y sus ritos. Precisamente él había sido enviado allí para imponer el rito romano en la ciudad imperial y en todo su reino.
—Cierto, ilustrísima, que nadie sabe lo que podía haber ocurrido de haber seguido otro camino. Ahora ya es tarde para remediarlo. Por mi parte ya hace días que he puesto mi cargo a disposición de Su Majestad por considerar que he fracasado en mi cometido. Quería una ciudad hermanada, abierta a todas las religiones, tolerante para con todos, sin importar que fueran judíos, mahometanos, mozárabes o cristianos, y me encuentro con una ciudad en la que hasta los mozárabes quieren huir por no hallarse cómodos en ella. Desde luego, no es la ciudad con la que yo había soñado.
—¿Qué propones, Sisnando?
—Señor, propongo que mantengáis el rito mozárabe en algunas parroquias de la ciudad. Así frenaréis el éxodo de toda esta población que está dispuesta a abandonar Toledo antes que renunciar a sus ritos y costumbres. Pensad que aquí no se ha conocido otro rito en toda su historia y que éste ha pervivido incluso con la dominación árabe durante todos estos siglos. No sabrían encajar el nuevo rito romano sin que les produjera un trauma difícilmente superable por la mayoría de ellos.
El rito mozárabe estaba arraigado en Toledo desde los primeros tiempos del cristianismo bajo el Imperio romano. Se mantuvo durante la dominación goda enriquecido por las aportaciones de los grandes Padres de la Iglesia española y cristalizó en la ciudad imperial durante la invasión árabe por ser la única ciudad del al-Ándalus con una población mozárabe estable y constante. No podían permitir que ahora, que pasaba a manos cristianas, acabaran con un rito casi milenario. Pero don Bernardo no estaba muy conforme con sus pretensiones.
—Majestad, eso constituiría un gran freno para la implantación y expansión de la lex romana. Vos sabéis que mi nombramiento como arzobispo de esta ciudad es para instaurar e imponer el rito romano. Si ya desde el principio cuento con cortapisas, me será muy difícil cumplir con mis objetivos. Os suplico que reconsideréis la propuesta de Sisnando.
—Bernardo, creo que Sisnando tiene razón, como posiblemente la tuviera cuando me aconsejó que confiara en los ismaelitas. Dispongo que el rito mozárabe se mantenga en seis parroquias de la ciudad, a las que se asignarán todos los cristianos residentes en Toledo antes de su reconquista. El rito romano se practicará en la catedral y en todas aquellas iglesias de nueva creación. Así complaceremos a todo el mundo.
—Bien, Señor, se respetará vuestra voluntad. Pero ahora permitidme que os haga mis observaciones. Me encuentro con una serie de dificultades para la implantación del nuevo rito. Aparte de la adaptación de las distintas mezquitas para el culto cristiano, carezco de lo más elemental para poner en marcha la nueva liturgia. No tengo el ajuar sagrado necesario ni los libros litúrgicos imprescindibles. Tan sólo dispongo de los ejemplares traídos del monasterio de Sahagún, todos indispensables para el uso de la catedral.
—El ajuar sagrado se encargarán de suministrártelo las monjas de los distintos monasterios. Si no hay suficientes monjas, se abrirán nuevos monasterios que proporcionen la mano de obra suficiente. Para la confección de libros litúrgicos sería conveniente crear una escuela de copistas. Te encargarás tú mismo en coordinación con el gobernador de la ciudad para hacerla realidad en poco tiempo.
—Lo haré con mucho gusto, Majestad. Es de suma importancia, aunque también lo es la organización del cabildo catedralicio. He traído conmigo algunos monjes del monasterio de Sahagún que son de mi entera confianza. Mas su número es insuficiente para cubrir todas las necesidades de la catedral. Necesitaría incrementarlo y no sé si hacerlo con clérigos seglares o solicitar más monjes cluniacenses. Para mi gusto preferiría los segundos. He consultado con dom Hugo y me ha aconsejado que me rodee de monjes. Me recomienda que el cabildo se rija por una vida claustral.
—Me parece muy bien, Bernardo. Tienes todo mi beneplácito para hacerlo.
El banquete tocaba a su final. Los comensales comenzaban a disgregarse dejando poco a poco la estancia vacía. Los últimos en retirarse fueron los reyes y el flamante arzobispo que seguía departiendo con Su Majestad sobre los obstáculos y dificultades que a cada paso encontraba en su nuevo camino. Comenzaba oficialmente un extenso mandato para el monje benedictino.
Consagrado arzobispo de Toledo, don Bernardo derogó todas las leyes favorables a los musulmanes que había dado Alfonso VI, como había hecho ya con la mezquita mayor convertida en catedral. Los que antes de la toma de posesión de la ciudad constituían mayoría absoluta se estaban convirtiendo ahora en una minoría casi inapreciable por el gran éxodo hacia otros reinos islamitas. Y es que el nuevo arzobispo no estaba dispuesto a tolerar la presencia de tanto musulmán en su sede primada. Faltaría todavía algún tiempo para que fuera reconocida como tal por Roma, pero para él ya había empezado a funcionar con esa prerrogativa.

            © Julio Noel 

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