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Faltaba
una semana para la celebración de la Natividad del Señor. Toledo
era un hervidero de gentes que se arremolinaban alrededor de la nueva
catedral, llenándola por completo, al igual que la plaza aneja y las
callejuelas y callejones que la circundaban. Era el día elegido para
la consagración de Bernardo de Sedirac como nuevo arzobispo de la
diócesis primada de España. Habían transcurrido nueve meses desde
su llegada a la ciudad imperial para hacerse cargo de la diócesis.
Todo ese tiempo lo había dedicado a preparar la mezquita mayor para
albergar la cátedra arzobispal. Fue una decisión que disgustó en
gran manera a los musulmanes residentes en la ciudad del Tajo y hasta
al propio Alfonso VI, que había dado su palabra a al-Qádir de
respetarla como símbolo de su buena voluntad para la convivencia de
ambas religiones. Pero don Bernardo y la reina Constanza no estaban
de acuerdo. Aquel templo tenía un gran simbolismo para los
cristianos, como lo tenía la propia ciudad de Toledo. Había
funcionado como la catedral primada de España hasta la invasión
árabe y ahora, cuando se había recuperado para los cristianos la
emblemática ciudad, también debería recuperarse para el culto
católico la que otrora fuera su catedral. Así se lo hizo saber al
rey y así lo dispuso para que su consagración se llevara a cabo en
ella.
Se
acercaban las doce del mediodía. En la mezquita catedral no cabía
un alma más. Fuera, la plaza y las callejas adyacentes estaban
abarrotadas de gente a pesar del intenso frío que hacía. Los
cristianos toledanos y los venidos de otras partes del reino no
querían perderse la consagración del primer arzobispo de la ciudad
libre. Hacía casi cuatrocientos años que Toledo había quedado
sometida al poder árabe. Ahora había llegado el momento de volver a
restituirla a la fe cristiana, aunque para ello tuviera que compartir
espacio con otras religiones. El propio rey lo había dispuesto así
en su afán de tolerancia entre las distintas culturas. Incluso
aceptó que varias de las iglesias de la ciudad siguieran practicando
el rito hispano para que los mozárabes permanecieran en ella.
Para
la gran ceremonia se habían reunido en la ciudad imperial una docena
de prelados llegados de las distintas partes del reino. Los había
leoneses, castellanos y gallegos. Todos querían estar representados
en el acto de consagración del que estaba a punto de convertirse en
primado de España. La catedral lucía todas sus galas. Los doce
obispos y arzobispos vestían casulla blanca, mitra del mismo color y
portaban el báculo en su diestra. Se dirigían al altar de menor a
mayor. Cerraba la comitiva el de más alta dignidad, que sería el
que presidiría la ceremonia. Los nobles y magnates llenaban el
ábside y parte del transepto de la catedral. Los caballeros e
hidalgos se distribuían por el resto de las naves mezclados con los
pocos representantes del pueblo llano que lograron entrar en el
templo. Los reyes presidían el acto desde el palco real situado al
lado del Evangelio, lugar reservado exclusivamente para quienes
ostentaban tan alta dignidad.
A
las doce en punto dio comienzo el oficio de la Santa Eucaristía bajo
el más estricto rigor de la lex romana. Oficiados los
primeros salmos, hizo acto de presencia don Bernardo en traje de
presbítero. Distintos obispos se sucedieron en la lectura de la
Epístola y del Evangelio, así como otros salmos y preces,
finalizando con el sermón que versaría sobre los deberes y el cargo
del episcopado. A continuación dos obispos presentaron a don
Bernardo ante el arzobispo decano, quien, siguiendo todos los
requisitos marcados por la liturgia romana, lo consagró como nuevo
arzobispo de Toledo. Acto seguido el rey le hizo la siguiente
donación bajo el altar de Santa María:
—Yo,
Alfonso, rey de León, de Castilla, de Galicia y ahora también de
Toledo por la gracia de Dios, te doy a ti, Bernardo, arzobispo de
esta ciudad, las villas de Brihuega, Almonacid y Buitrago de Lozoya,
entre otras, así como las heredades, casas y tiendas que
pertenecieron a este templo mientras fue mezquita. Que Dios nuestro
Señor te ilumine para que sepas administrar para mayor gloria de la
Iglesia todos estos bienes que te otorgamos y para que guíes por la
senda del bien y de la virtud a tu nuevo rebaño.
—Que
así sea —le contestaron.
Durante
el festín que se celebró a continuación de la consagración del
nuevo arzobispo, el monarca leonés aprovechó para dejar sentadas
las bases de convivencia en la ciudad entre las distintas culturas. A
la izquierda del rey se sentó Bernardo de Sedirac y a la derecha de
la reina, el conde Sisnando Davídiz. Don Alfonso, que aún
permanecía algo convaleciente de la herida que recibiera en la
batalla de Sagrajas, comenzó por amonestar benévolamente al
arzobispo por haber transgredido alguno de los acuerdos que él había
firmado con al-Qádir cuando éste renunció al trono toledano. No
quería abrir nuevas heridas, pero no estaba del todo conforme con la
actuación del cluniacense.
—Bernardo,
no me ha gustado la decisión de convertir la mezquita mayor en
catedral —le susurró el rey en un aparte—. Le prometí a
al-Qádir que la respetaría para el culto del mahometanismo y me
disgusta faltar a mi palabra.
—Lo
siento, Majestad, pero yo también la quería para el culto católico.
¿Cómo íbamos a dejar la mezquita más grande y la mejor situada
para uso de los ismaelitas? Eso hubiera sido como no reconocer su
derrota. El culto cristiano ha de ocupar un lugar preeminente en la
ciudad y nada mejor para eso que utilizar la mezquita mayor como
catedral. Los sarracenos deben saber que a partir de ahora ocupan un
segundo plano aquí.
—No
eran ésas mis intenciones cuando firmé el pacto con al-Qádir. Le
prometí que los moros serían tratados en un plano de igualdad con
los cristianos. Me desagradaría mucho que se quebrantara lo
convenido.
—Pues
me temo que ya se ha roto, Majestad. Al día de hoy son incontables
los mahometanos que han abandonado la ciudad y la perspectiva es que
esa tendencia irá a más, sobre todo desde que desembarcaron los
almorávides en Algeciras. Nuestra decisión les puede haber servido
de acicate para dejar Toledo, pero me temo que lo que más los ha
animado a hacerlo ha sido la llegada de sus nuevos correligionarios.
En
ese momento tomó la palabra Sisnando, que seguía con gran atención
la conversación entre el rey y el arzobispo.
—Señor,
ya os advertí que no deberíais ser tan duro con los vencidos.
Deberíais haber seguido mi consejo y haberles dado el gobierno de la
ciudad. Quizá así podíais haber evitado la invasión de los
almorávides, pues éstos fueron llamados por los reyes taifas, en
especial por al-Mutamid, precisamente por el pavor que suscitó en
ellos la toma de Toledo. Deberíais haber nombrado gobernador a
Ibn-Dil-Num, como os propuse, que os hubiera servido con fidelidad y
no habría creado ninguna alarma.
—O
tal vez sí —le contestó don Bernardo—. Señor conde, os basáis
en un futurible cuando hacéis esas afirmaciones. Nadie sabe lo que
podría haber ocurrido de haber tomado otra decisión. Sólo estamos
seguros de lo sucedido tras los hechos acaecidos. La invasión se ha
producido y ahora no podemos dar marcha atrás. Habrá que afrontarla
como mejor proceda.
Sisnando
Davídiz y Bernardo de Sedirac mantenían profundas discrepancias en
el ámbito ético y moral. A pesar de que el conde se había
convertido al cristianismo, no dejaba de sentir cierta simpatía por
el islamismo y una gran tolerancia hacia las creencias y costumbres
de los musulmanes. No en vano había profesado su religión durante
años. Eso lo había dotado de una gran capacidad de persuasión
entre moros y cristianos, como lo había demostrado en muchas etapas
de su vida sobre todo en el condado de Coímbra. En la recién
conquistada ciudad de Toledo había intentado por todos los medios
conciliar las relaciones entre ambas culturas, pero su misión había
fracasado. Y había fracasado principalmente por la llegada de
Bernardo de Sedirac con su intransigencia y su integrismo. El
arzobispo no sólo estaba en contra de la convivencia con los
musulmanes, sino también de la coexistencia con los mozárabes y sus
ritos. Precisamente él había sido enviado allí para imponer el
rito romano en la ciudad imperial y en todo su reino.
—Cierto,
ilustrísima, que nadie sabe lo que podía haber ocurrido de haber
seguido otro camino. Ahora ya es tarde para remediarlo. Por mi parte
ya hace días que he puesto mi cargo a disposición de Su Majestad
por considerar que he fracasado en mi cometido. Quería una ciudad
hermanada, abierta a todas las religiones, tolerante para con todos,
sin importar que fueran judíos, mahometanos, mozárabes o
cristianos, y me encuentro con una ciudad en la que hasta los
mozárabes quieren huir por no hallarse cómodos en ella. Desde
luego, no es la ciudad con la que yo había soñado.
—¿Qué
propones, Sisnando?
—Señor,
propongo que mantengáis el rito mozárabe en algunas parroquias de
la ciudad. Así frenaréis el éxodo de toda esta población que está
dispuesta a abandonar Toledo antes que renunciar a sus ritos y
costumbres. Pensad que aquí no se ha conocido otro rito en toda su
historia y que éste ha pervivido incluso con la dominación árabe
durante todos estos siglos. No sabrían encajar el nuevo rito romano
sin que les produjera un trauma difícilmente superable por la
mayoría de ellos.
El
rito mozárabe estaba arraigado en Toledo desde los primeros tiempos
del cristianismo bajo el Imperio romano. Se mantuvo durante la
dominación goda enriquecido por las aportaciones de los grandes
Padres de la Iglesia española y cristalizó en la ciudad imperial
durante la invasión árabe por ser la única ciudad del al-Ándalus
con una población mozárabe estable y constante. No podían permitir
que ahora, que pasaba a manos cristianas, acabaran con un rito casi
milenario. Pero don Bernardo no estaba muy conforme con sus
pretensiones.
—Majestad,
eso constituiría un gran freno para la implantación y expansión de
la lex romana. Vos sabéis que mi nombramiento como arzobispo
de esta ciudad es para instaurar e imponer el rito romano. Si ya
desde el principio cuento con cortapisas, me será muy difícil
cumplir con mis objetivos. Os suplico que reconsideréis la propuesta
de Sisnando.
—Bernardo,
creo que Sisnando tiene razón, como posiblemente la tuviera cuando
me aconsejó que confiara en los ismaelitas. Dispongo que el rito
mozárabe se mantenga en seis parroquias de la ciudad, a las que se
asignarán todos los cristianos residentes en Toledo antes de su
reconquista. El rito romano se practicará en la catedral y en todas
aquellas iglesias de nueva creación. Así complaceremos a todo el
mundo.
—Bien,
Señor, se respetará vuestra voluntad. Pero ahora permitidme que os
haga mis observaciones. Me encuentro con una serie de dificultades
para la implantación del nuevo rito. Aparte de la adaptación de las
distintas mezquitas para el culto cristiano, carezco de lo más
elemental para poner en marcha la nueva liturgia. No tengo el ajuar
sagrado necesario ni los libros litúrgicos imprescindibles. Tan sólo
dispongo de los ejemplares traídos del monasterio de Sahagún, todos
indispensables para el uso de la catedral.
—El
ajuar sagrado se encargarán de suministrártelo las monjas de los
distintos monasterios. Si no hay suficientes monjas, se abrirán
nuevos monasterios que proporcionen la mano de obra suficiente. Para
la confección de libros litúrgicos sería conveniente crear una
escuela de copistas. Te encargarás tú mismo en coordinación con el
gobernador de la ciudad para hacerla realidad en poco tiempo.
—Lo
haré con mucho gusto, Majestad. Es de suma importancia, aunque
también lo es la organización del cabildo catedralicio. He traído
conmigo algunos monjes del monasterio de Sahagún que son de mi
entera confianza. Mas su número es insuficiente para cubrir todas
las necesidades de la catedral. Necesitaría incrementarlo y no sé
si hacerlo con clérigos seglares o solicitar más monjes
cluniacenses. Para mi gusto preferiría los segundos. He consultado
con dom Hugo y me ha aconsejado que me rodee de monjes. Me recomienda
que el cabildo se rija por una vida claustral.
—Me
parece muy bien, Bernardo. Tienes todo mi beneplácito para hacerlo.
El
banquete tocaba a su final. Los comensales comenzaban a disgregarse
dejando poco a poco la estancia vacía. Los últimos en retirarse
fueron los reyes y el flamante arzobispo que seguía departiendo con
Su Majestad sobre los obstáculos y dificultades que a cada paso
encontraba en su nuevo camino. Comenzaba oficialmente un extenso
mandato para el monje benedictino.
Consagrado
arzobispo de Toledo, don Bernardo derogó todas las leyes favorables
a los musulmanes que había dado Alfonso VI, como había hecho ya con
la mezquita mayor convertida en catedral. Los que antes de la toma de
posesión de la ciudad constituían mayoría absoluta se estaban
convirtiendo ahora en una minoría casi inapreciable por el gran
éxodo hacia otros reinos islamitas. Y es que el nuevo arzobispo no
estaba dispuesto a tolerar la presencia de tanto musulmán en su sede
primada. Faltaría todavía algún tiempo para que fuera reconocida
como tal por Roma, pero para él ya había empezado a funcionar con
esa prerrogativa.
© Julio Noel
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