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Concluidos
los funerales por el eterno descanso del alma de la reina doña
Sancha de León y dada cristiana sepultura a sus restos mortales en
el Panteón Real de San Isidoro, don Sancho regresó inmediatamente a
sus fueros para poner orden en su cabeza y en su casa. Su carácter
rebelde e inquieto, que le había supuesto el sobrenombre de el
Fuerte, no le permitió permanecer un segundo más al lado de sus
hermanos, a los que odiaba, y a los que consideraba rivales y
enemigos de sus propios intereses y de su idea de unidad del reino en
una sola corona, que no podía ser otra más que la suya. Poco
importaba que esa idea de unidad de todo el territorio español
surgiera en aquellos lejanos postreros reyes asturianos, sobre todo
en Alfonso III el Magno, y constituyera el leitmotiv de
sus descendientes y sucesores reyes de León hasta ese preciso
instante. El flamante rey de Castilla pretendió arrogarse
también la idea de la unidad de España, privando de este honor a
quien siempre le cupo, para, una vez usurpado, concedérselo a quien
nunca lo mereció. Así, pues, abandonó la milenaria Legione
espoleando a su caballo, con los pies fríos y la cabeza caliente,
rumbo a través de aquellas parameras heladas hacia la ciudad de
Burgos, capital de su nuevo reino, fundada por Diego Rodríguez
Porcelos a instancias de su primo Alfonso III el Magno.
Llegado
a Burgos, no se demoró en enfrentarse a sus primos Sancho IV de
Navarra y Sancho I de Aragón para fijar y pacificar la frontera
oriental de su reino. Pero no era éste el proyecto puntero que
llevaba en su mente al abandonar León. La idea que absorbía por
completo su seso no era otra que la de unificar en su persona todo el
antiguo reino de León, a la sazón el reino hegemónico de toda
España, cuyo titular ostentaba también el título de emperador. ¿De
qué le servía a él ser rey de Castilla si su hermano Alfonso, que
según él no debería haber ceñido corona, no sólo la ceñía,
sino que era el titular del reino más importante de España? ¿Cómo
podía aceptar él, el primogénito de los reyes de León, que
Alfonso, el segundón, ocupara el cetro principal al que él y sólo
él tenía derecho? Tal desafuero no podía quedar incólume ni un
minuto más. Ya se enterarían Alfonso y el resto de sus hermanos
quién era Sancho. No descansaría hasta desposeerlos de la última
migaja del legado de sus padres.
Transcurridos
apenas ocho meses de la muerte de su madre, quien había servido de
rémora ante las disputas de sus hijos, Sancho no dudó en
enfrentarse a su hermano Alfonso en una escaramuza en las
proximidades de Melgar de Fernamental. Fue la batalla de Llantada,
encumbrada por los juglares, pero que tan sólo consistió en una
insignificante escaramuza de la que don Alfonso salió algo peor
parado que su hermano.
Unos
años más tarde, el rey castellano convocó una junta plenaria en la
ciudad de Burgos, a la que asistieron todos sus hermanos, excepto el
más pequeño, don García. ¿Cómo iba a participar en ella si
precisamente el objetivo de la reunión era desposeerlo de su reino y
de su corona?
—Os
he convocado aquí, queridos hermanos, ante esta asamblea de los
prohombres de mi reino, para tratar de resolver el problema que hay
en Galicia por los continuos desatinos que está cometiendo nuestro
hermano García en aquel territorio.
No
era su talante altruista y filántropo el que lo llevaba a
enfrentarse con don García, sino su ambición sin límites, que no
le permitía reposar ni un segundo hasta que no viera reunido en su
persona todo el antiguo reino de León.
—García
—continuó— está gobernando con mano de hierro. Muchos nobles
gallegos se sienten agraviados por sus desafueros, por lo que están
abandonando su reino ante las injusticias a las que se ven sometidos.
Es hora de que intervengamos nosotros para acabar con tanta
injusticia e iniquidad. ¿Estáis de acuerdo conmigo?
Un
murmullo general se produjo en la sala, momento que aprovecharon don
Alfonso y sus hermanas para intercambiar algunos comentarios entre
ellos. Los tres sabían que lo que impulsaba a su hermano mayor a
invadir Galicia no era un acto de humanitarismo ni de justicia, sino
pura ambición personal para incrementar su territorio y aumentar así
su poder. Después de Galicia seguiría con León y terminaría
apoderándose de los infantazgos.
—Todos
sabéis —prosiguió al ver que nadie tomaba la palabra— que
García no está en su pleno juicio. Nunca debió haber recibido un
reino, pues no está en absoluto capacitado para gobernarlo, pero a
nuestro padre se le antojó repartir su legado entre todos nosotros y
eso a sabiendas de que nuestro hermano pequeño no es normal. Ahora
podemos ver las consecuencias de aquel insensato proceder. Por el
bien de Galicia y de los gallegos, no debemos demorar su liberación
de las manos de un inepto.
Un
gran estrépito inundó la sala. Todos los afines a don Sancho lo
aplaudían a rabiar al tiempo que le daban su apoyo.
—Estoy
de acuerdo en que García no es el mejor rey para Galicia —terció
doña Urraca—, pero no creo que una invasión militar por nuestra
parte sea la mejor solución. Podríamos proponer otras alternativas.
—¡Otras
alternativas, otras alternativas! ¿Qué alternativas propondrías
tú? —le preguntó Sancho.
—No
sé. De momento no se me ocurre ninguna, pero podríamos discutirlo.
—No
hay nada que discutir —zanjó el hermano mayor—. Se hará como yo
digo.
Los
hermanos se miraron entre sí sin atreverse a decir nada. Poco
después don Alfonso rompió el silencio.
—¿Y
cómo piensas llegar hasta Galicia?
—Para
eso os he reunido aquí, para que me deis vuestro apoyo.
—Ni
lo sueñes, Sancho. Yo no pienso participar en un acto tan
ignominioso.
El
hermano mayor sonrió.
—Bueno,
eso supongo que dependerá de las condiciones.
—¿De
qué condiciones hablas? —replicó don Alfonso.
—De
las condiciones que te voy a proponer para invadir Galicia.
Don
Alfonso miró a sus hermanas, que no estaban muy conformes con el
cariz que estaba tomando la reunión.
—Ya
te he dicho que no pienso intervenir en esa contienda.
—No
es necesario que tomes parte en ella. Sólo quiero que me des
autorización para cruzar tu reino.
—¿No
crees que estás yendo demasiado lejos, Sancho? ¿Cómo piensas que
voy a consentir que atravieses mi reino sin oponerme? Es una idea
demasiado pueril.
Don
Sancho volvió a sonreír.
—Puede
que sea una idea pueril, Alfonso, pero si me autorizas a cruzar tu
reino y conquisto Galicia, la mitad de ese reino será para ti.
Don
Alfonso, que hasta entonces había sido reticente a las propuestas de
su hermano, al oír la última oferta cambió de actitud. A pesar de
no ser tan insaciable como don Sancho, también ambicionaba el poder
y en el fondo se creía con pleno derecho a recuperar el reino de
Galicia, que siempre había formado parte del reino de León. Las
hermanas, en especial doña Urraca, no se avenían del todo a lo que
allí se estaba fraguando. La hermana mayor vislumbraba la urdimbre
sibilina que estaba tejiendo Sancho para hacerse primero con el reino
de Galicia y a continuación con el de León, que era lo que más
ambicionaba.
Después
de varias horas de negociaciones, terminaron firmando el pacto que
había propuesto don Sancho. Finalizada la reunión, doña Urraca
acompañó a don Alfonso en su regreso a León. Durante el trayecto,
la infanta arengó a su predilecto por haberse dejado engañar,
cegado por su ambición, por las promesas del primogénito. Le auguró
que no tardaría en ver las consecuencias del gravísimo error que
acababa de cometer.
—Nunca
debiste aceptar el pacto de Sancho. Todo esto no es más que una
celada para apoderarse de tu reino. Y si no, ya lo verás.
—No
seas tan agorera, hermanita. Seguro que el tiempo me da a mí la
razón. De momento, si Sancho se apodera de Galicia, yo obtendré la
mitad de ese reino sin exponer nada a cambio.
—Ahí
es donde está el engaño, Alfonso. ¿Cómo eres tan ingenuo como
para creer que Sancho te dará la mitad del reino de Galicia tan sólo
por haberle permitido atravesar tu reino con sus huestes? Ten por
seguro que después de apoderarse de Galicia no dudará en hacer lo
mismo con el reino de León y con todo lo que él conlleva, que no es
poco. Sabes muy bien que si de él hubiera dependido, todo el legado
de nuestros padres habría ido a parar a sus manos directamente, como
dejó bien claro en varias ocasiones en vida aún de nuestros
progenitores, sobre todo el día en que nuestro augusto padre anunció
el reparto que había hecho, al que él se opuso frontalmente
profiriendo varios exabruptos antes de abandonar precipitadamente la
Curia Regia.
—Tal
vez tengas razón, Urraca, pero también puede que haya cambiado
después de haber recibido su parte. El ser humano no es inmutable.
—¡Qué
iluso eres, Alfonso! Sancho ni ha cambiado ni cambiará. Su única
obsesión es recuperar todo el legado de nuestros padres y no se
detendrá hasta conseguirlo.
El
ocaso ya se desvanecía cuando nuestros ilustres viajeros se hallaban
en las cercanías de Melgar de Fernamental. Don Alfonso envió por
delante a uno de sus lacayos a fin de que dispusiera lo necesario
para hacer noche en aquel lugar. Cuando el séquito del rey de León
hacía su entrada en las calles de la villa, las alargadas sombras de
la noche ya acariciaban toda aquella dilatada llanura. La comitiva
real descansó durante unas horas del largo viaje. Cuando las
primeras luces del alba diluían las negras sombras en el lejano
horizonte, don Alfonso y sus acompañantes abandonaron el lugar para
seguir su camino hacia León después de atravesar el río Pisuerga
por su viejo puente romano. Momento que aprovechó doña Urraca para
recordar a su hermano que aquellas tierras que pisaban le pertenecían
a él y no a Sancho.
—Antes
de haber firmado el funesto pacto con Sancho, deberías haberle
exigido que te devolviera estas tierras por donde pasamos ahora.
Sabes muy bien que el territorio comprendido desde aquí hasta el río
Cea formó parte de la dote que nuestra madre llevó a su boda y que
luego pasó a formar parte del patrimonio de nuestro padre.
—Lo
sé, querida hermana. Tiempo habrá para poder incorporar este
territorio a nuestro reino.
—Tiempo
es lo que puede que te falte, Alfonso. Mucho me temo que en los
planes de Sancho no entre precisamente el concederte tiempo. Deberías
ser más realista en vez de soñar tanto.
El
séquito de don Alfonso se acercaba a Osorno.
—¿Me
estás tomando por ingenuo, Urraca?
—En
absoluto, Alfonso. Sólo quiero que abras un poco más los ojos y
veas la realidad. Sancho no te concederá un minuto de tregua hasta
que consiga su objetivo y creo que con el paso que acabas de dar se
lo has puesto mucho más fácil.
—Pues
yo no lo veo así. Espero que mi reino salga reforzado con este
pacto.
—Dios
te oiga, Alfonso. Pero ¿cómo crees que va a gobernar Sancho la
parte que le corresponda de Galicia con todo tu reino en medio,
impidiéndole el libre tránsito entre uno y otro de sus reinos?
—No
había pensado en eso.
—Tú
no habías pensado en eso, pero yo sí. De la única forma que podrá
hacerlo es quitándote a ti de en medio y no dudes que lo hará.
Dejaron
atrás Osorno para internarse en la vasta llanura de Tierra de
Campos. A pesar de que acababa de dar inicio la primavera, el sol ya
se dejaba sentir, máxime en aquella inmensa llanura. Uno de los
lacayos hizo notar a don Alfonso que debían acelerar el paso si
querían llegar a Sahagún de Campos antes del anochecer. A medida
que se acercaba el mediodía el calor iba en aumento lo mismo que la
fatiga de los caballos haciendo que su marcha fuera más lenta. A
pesar de no haberse detenido más que un momento para tomar un
refrigerio y para que las bestias se dieran un pequeño respiro,
llegaron a Sahagún cuando la noche ya extendía su negro manto por
toda la campiña y en el cielo titilaban las primeras estrellas.
Al amanecer del día siguiente doña Urraca partió para Zamora,
mientras que don Alfonso continuó viaje hacia León preocupado por
los comentarios que le había hecho su hermana predilecta, que no
dejaron de sembrar cierta desazón en su corazón. Tal vez se había
precipitado al acceder a los deseos de su hermano mayor, que no tardó
en llevar a la práctica lo acordado. Don Sancho invadió Galicia y
apresó a don García en Santarem, trasladándolo a Burgos como su
prisionero. Poco después lo dejó en libertad con la condición de
que se refugiara en la paria de Sevilla, que no debería abandonar
jamás si quería seguir con vida.
© Julio Noel
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