miércoles, 5 de junio de 2019

ALFONSO VI, IMPERATOR TOTIUS HISPANIAE. Capítulo 2


                                                      

                                                     2


          Concluidos los funerales por el eterno descanso del alma de la reina doña Sancha de León y dada cristiana sepultura a sus restos mortales en el Panteón Real de San Isidoro, don Sancho regresó inmediatamente a sus fueros para poner orden en su cabeza y en su casa. Su carácter rebelde e inquieto, que le había supuesto el sobrenombre de el Fuerte, no le permitió permanecer un segundo más al lado de sus hermanos, a los que odiaba, y a los que consideraba rivales y enemigos de sus propios intereses y de su idea de unidad del reino en una sola corona, que no podía ser otra más que la suya. Poco importaba que esa idea de unidad de todo el territorio español surgiera en aquellos lejanos postreros reyes asturianos, sobre todo en Alfonso III el Magno, y constituyera el leitmotiv de sus descendientes y sucesores reyes de León hasta ese preciso instante. El flamante rey de Castilla pretendió arrogarse también la idea de la unidad de España, privando de este honor a quien siempre le cupo, para, una vez usurpado, concedérselo a quien nunca lo mereció. Así, pues, abandonó la milenaria Legione espoleando a su caballo, con los pies fríos y la cabeza caliente, rumbo a través de aquellas parameras heladas hacia la ciudad de Burgos, capital de su nuevo reino, fundada por Diego Rodríguez Porcelos a instancias de su primo Alfonso III el Magno.
Llegado a Burgos, no se demoró en enfrentarse a sus primos Sancho IV de Navarra y Sancho I de Aragón para fijar y pacificar la frontera oriental de su reino. Pero no era éste el proyecto puntero que llevaba en su mente al abandonar León. La idea que absorbía por completo su seso no era otra que la de unificar en su persona todo el antiguo reino de León, a la sazón el reino hegemónico de toda España, cuyo titular ostentaba también el título de emperador. ¿De qué le servía a él ser rey de Castilla si su hermano Alfonso, que según él no debería haber ceñido corona, no sólo la ceñía, sino que era el titular del reino más importante de España? ¿Cómo podía aceptar él, el primogénito de los reyes de León, que Alfonso, el segundón, ocupara el cetro principal al que él y sólo él tenía derecho? Tal desafuero no podía quedar incólume ni un minuto más. Ya se enterarían Alfonso y el resto de sus hermanos quién era Sancho. No descansaría hasta desposeerlos de la última migaja del legado de sus padres.
Transcurridos apenas ocho meses de la muerte de su madre, quien había servido de rémora ante las disputas de sus hijos, Sancho no dudó en enfrentarse a su hermano Alfonso en una escaramuza en las proximidades de Melgar de Fernamental. Fue la batalla de Llantada, encumbrada por los juglares, pero que tan sólo consistió en una insignificante escaramuza de la que don Alfonso salió algo peor parado que su hermano.
Unos años más tarde, el rey castellano convocó una junta plenaria en la ciudad de Burgos, a la que asistieron todos sus hermanos, excepto el más pequeño, don García. ¿Cómo iba a participar en ella si precisamente el objetivo de la reunión era desposeerlo de su reino y de su corona?
—Os he convocado aquí, queridos hermanos, ante esta asamblea de los prohombres de mi reino, para tratar de resolver el problema que hay en Galicia por los continuos desatinos que está cometiendo nuestro hermano García en aquel territorio.
No era su talante altruista y filántropo el que lo llevaba a enfrentarse con don García, sino su ambición sin límites, que no le permitía reposar ni un segundo hasta que no viera reunido en su persona todo el antiguo reino de León.
—García —continuó— está gobernando con mano de hierro. Muchos nobles gallegos se sienten agraviados por sus desafueros, por lo que están abandonando su reino ante las injusticias a las que se ven sometidos. Es hora de que intervengamos nosotros para acabar con tanta injusticia e iniquidad. ¿Estáis de acuerdo conmigo?
Un murmullo general se produjo en la sala, momento que aprovecharon don Alfonso y sus hermanas para intercambiar algunos comentarios entre ellos. Los tres sabían que lo que impulsaba a su hermano mayor a invadir Galicia no era un acto de humanitarismo ni de justicia, sino pura ambición personal para incrementar su territorio y aumentar así su poder. Después de Galicia seguiría con León y terminaría apoderándose de los infantazgos.
—Todos sabéis —prosiguió al ver que nadie tomaba la palabra— que García no está en su pleno juicio. Nunca debió haber recibido un reino, pues no está en absoluto capacitado para gobernarlo, pero a nuestro padre se le antojó repartir su legado entre todos nosotros y eso a sabiendas de que nuestro hermano pequeño no es normal. Ahora podemos ver las consecuencias de aquel insensato proceder. Por el bien de Galicia y de los gallegos, no debemos demorar su liberación de las manos de un inepto.
Un gran estrépito inundó la sala. Todos los afines a don Sancho lo aplaudían a rabiar al tiempo que le daban su apoyo.
—Estoy de acuerdo en que García no es el mejor rey para Galicia —terció doña Urraca—, pero no creo que una invasión militar por nuestra parte sea la mejor solución. Podríamos proponer otras alternativas.
—¡Otras alternativas, otras alternativas! ¿Qué alternativas propondrías tú? —le preguntó Sancho.
—No sé. De momento no se me ocurre ninguna, pero podríamos discutirlo.
—No hay nada que discutir —zanjó el hermano mayor—. Se hará como yo digo.
Los hermanos se miraron entre sí sin atreverse a decir nada. Poco después don Alfonso rompió el silencio.
—¿Y cómo piensas llegar hasta Galicia?
—Para eso os he reunido aquí, para que me deis vuestro apoyo.
—Ni lo sueñes, Sancho. Yo no pienso participar en un acto tan ignominioso.
El hermano mayor sonrió.
—Bueno, eso supongo que dependerá de las condiciones.
—¿De qué condiciones hablas? —replicó don Alfonso.
—De las condiciones que te voy a proponer para invadir Galicia.
Don Alfonso miró a sus hermanas, que no estaban muy conformes con el cariz que estaba tomando la reunión.
—Ya te he dicho que no pienso intervenir en esa contienda.
—No es necesario que tomes parte en ella. Sólo quiero que me des autorización para cruzar tu reino.
—¿No crees que estás yendo demasiado lejos, Sancho? ¿Cómo piensas que voy a consentir que atravieses mi reino sin oponerme? Es una idea demasiado pueril.
Don Sancho volvió a sonreír.
—Puede que sea una idea pueril, Alfonso, pero si me autorizas a cruzar tu reino y conquisto Galicia, la mitad de ese reino será para ti.
Don Alfonso, que hasta entonces había sido reticente a las propuestas de su hermano, al oír la última oferta cambió de actitud. A pesar de no ser tan insaciable como don Sancho, también ambicionaba el poder y en el fondo se creía con pleno derecho a recuperar el reino de Galicia, que siempre había formado parte del reino de León. Las hermanas, en especial doña Urraca, no se avenían del todo a lo que allí se estaba fraguando. La hermana mayor vislumbraba la urdimbre sibilina que estaba tejiendo Sancho para hacerse primero con el reino de Galicia y a continuación con el de León, que era lo que más ambicionaba.
Después de varias horas de negociaciones, terminaron firmando el pacto que había propuesto don Sancho. Finalizada la reunión, doña Urraca acompañó a don Alfonso en su regreso a León. Durante el trayecto, la infanta arengó a su predilecto por haberse dejado engañar, cegado por su ambición, por las promesas del primogénito. Le auguró que no tardaría en ver las consecuencias del gravísimo error que acababa de cometer.
—Nunca debiste aceptar el pacto de Sancho. Todo esto no es más que una celada para apoderarse de tu reino. Y si no, ya lo verás.
—No seas tan agorera, hermanita. Seguro que el tiempo me da a mí la razón. De momento, si Sancho se apodera de Galicia, yo obtendré la mitad de ese reino sin exponer nada a cambio.
—Ahí es donde está el engaño, Alfonso. ¿Cómo eres tan ingenuo como para creer que Sancho te dará la mitad del reino de Galicia tan sólo por haberle permitido atravesar tu reino con sus huestes? Ten por seguro que después de apoderarse de Galicia no dudará en hacer lo mismo con el reino de León y con todo lo que él conlleva, que no es poco. Sabes muy bien que si de él hubiera dependido, todo el legado de nuestros padres habría ido a parar a sus manos directamente, como dejó bien claro en varias ocasiones en vida aún de nuestros progenitores, sobre todo el día en que nuestro augusto padre anunció el reparto que había hecho, al que él se opuso frontalmente profiriendo varios exabruptos antes de abandonar precipitadamente la Curia Regia.
—Tal vez tengas razón, Urraca, pero también puede que haya cambiado después de haber recibido su parte. El ser humano no es inmutable.
—¡Qué iluso eres, Alfonso! Sancho ni ha cambiado ni cambiará. Su única obsesión es recuperar todo el legado de nuestros padres y no se detendrá hasta conseguirlo.
El ocaso ya se desvanecía cuando nuestros ilustres viajeros se hallaban en las cercanías de Melgar de Fernamental. Don Alfonso envió por delante a uno de sus lacayos a fin de que dispusiera lo necesario para hacer noche en aquel lugar. Cuando el séquito del rey de León hacía su entrada en las calles de la villa, las alargadas sombras de la noche ya acariciaban toda aquella dilatada llanura. La comitiva real descansó durante unas horas del largo viaje. Cuando las primeras luces del alba diluían las negras sombras en el lejano horizonte, don Alfonso y sus acompañantes abandonaron el lugar para seguir su camino hacia León después de atravesar el río Pisuerga por su viejo puente romano. Momento que aprovechó doña Urraca para recordar a su hermano que aquellas tierras que pisaban le pertenecían a él y no a Sancho.
—Antes de haber firmado el funesto pacto con Sancho, deberías haberle exigido que te devolviera estas tierras por donde pasamos ahora. Sabes muy bien que el territorio comprendido desde aquí hasta el río Cea formó parte de la dote que nuestra madre llevó a su boda y que luego pasó a formar parte del patrimonio de nuestro padre.
—Lo sé, querida hermana. Tiempo habrá para poder incorporar este territorio a nuestro reino.
—Tiempo es lo que puede que te falte, Alfonso. Mucho me temo que en los planes de Sancho no entre precisamente el concederte tiempo. Deberías ser más realista en vez de soñar tanto.
El séquito de don Alfonso se acercaba a Osorno.
—¿Me estás tomando por ingenuo, Urraca?
—En absoluto, Alfonso. Sólo quiero que abras un poco más los ojos y veas la realidad. Sancho no te concederá un minuto de tregua hasta que consiga su objetivo y creo que con el paso que acabas de dar se lo has puesto mucho más fácil.
—Pues yo no lo veo así. Espero que mi reino salga reforzado con este pacto.
—Dios te oiga, Alfonso. Pero ¿cómo crees que va a gobernar Sancho la parte que le corresponda de Galicia con todo tu reino en medio, impidiéndole el libre tránsito entre uno y otro de sus reinos?
—No había pensado en eso.
—Tú no habías pensado en eso, pero yo sí. De la única forma que podrá hacerlo es quitándote a ti de en medio y no dudes que lo hará.
Dejaron atrás Osorno para internarse en la vasta llanura de Tierra de Campos. A pesar de que acababa de dar inicio la primavera, el sol ya se dejaba sentir, máxime en aquella inmensa llanura. Uno de los lacayos hizo notar a don Alfonso que debían acelerar el paso si querían llegar a Sahagún de Campos antes del anochecer. A medida que se acercaba el mediodía el calor iba en aumento lo mismo que la fatiga de los caballos haciendo que su marcha fuera más lenta. A pesar de no haberse detenido más que un momento para tomar un refrigerio y para que las bestias se dieran un pequeño respiro, llegaron a Sahagún cuando la noche ya extendía su negro manto por toda la campiña y en el cielo titilaban las primeras estrellas.
Al amanecer del día siguiente doña Urraca partió para Zamora, mientras que don Alfonso continuó viaje hacia León preocupado por los comentarios que le había hecho su hermana predilecta, que no dejaron de sembrar cierta desazón en su corazón. Tal vez se había precipitado al acceder a los deseos de su hermano mayor, que no tardó en llevar a la práctica lo acordado. Don Sancho invadió Galicia y apresó a don García en Santarem, trasladándolo a Burgos como su prisionero. Poco después lo dejó en libertad con la condición de que se refugiara en la paria de Sevilla, que no debería abandonar jamás si quería seguir con vida.
       
            © Julio Noel 













   

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