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Transcurrían
los primeros días de mayo del 1108. Tamim ibn Yusuf, gobernador de
Granada, partió con su ejército para tierras cristianas. En Jaén
se le unieron las tropas procedentes de Córdoba. En La Roda, los
refuerzos de Valencia y Murcia al mando de sus gobernadores Abd Allah
Muhammad ibn Fátima y Muhammad ibn Aisha. Todos juntos y en gran
desorden avanzaron por tierras de La Mancha arrasando y destruyendo
cuanto encontraban a su paso, con el propósito de infundir el pánico
entre los pequeños núcleos de población cristiana. El 27 de mayo
llegaban con gran estrépito y algarabía a las inmediaciones de
Uclés, que era su objetivo principal. Atacaron por sorpresa a sus
habitantes obligando a los mozárabes a refugiarse en el castillo,
mientras los mudéjares se unían a las tropas asaltantes. Después
de destruir casas y enseres y de saquear cuanto encontraban a su
paso, decidieron poner cerco a la ciudad y al castillo hasta que se
rindiese.
Don
Alfonso holgaba a orillas del Cea en compañía de su esposa doña
Beatriz ajeno a los peligros que corría su reino. Nada hacía
presagiar el ataque de los muslimes. El rey y la reina pasaban los
días tranquilamente en los aposentos reales sin que nada ni nadie
viniera a perturbarlos. De cuando en cuando daban algún pequeño
paseo por los alrededores del monasterio y del caserío para hacer
algo de ejercicio, pero no los prolongaban demasiado por causa de la
herida que el rey había recibido en la batalla de Salatrices. Los
monarcas acababan de regresar de uno de esos breves paseos cuando les
anunciaron la llegada de un emisario de Toledo. Éste se postró a
sus pies antes de hablar.
—Dinos,
¿qué ocurre?
—Señor,
un gran ejército de sarracenos se dirige hacia la ciudad de Toledo
desde todos los confines del al-Ándalus. Vienen de Granada, de
Córdoba, de Sevilla, de Murcia, de Valencia, de todas partes.
Arrasan todos los caseríos y poblados que encuentran a su paso
sembrando el miedo y el terror por todas partes.
—¡En
mala hora vengan esos malditos infieles! No podían haber elegido
peor momento para mí. Me hallo viejo y tullido por culpa de esta
pierna que no me permite montar a caballo. Con todo el dolor de mi
corazón tendré que permanecer ocioso en esta batalla que puede ser
crucial para el futuro de nuestro reino.
El
rey reunió con urgencia a la pequeña corte que lo rodeaba y les
impartió las órdenes precisas para que juntaran un ejército capaz
de hacer frente a aquella horda de infieles. Al mando del mismo iría
Álvar Fáñez y para conferirle más autoridad envió a su propio
hijo Sancho. Confió la seguridad de su heredero a su fiel vasallo
García Ordóñez. Con gran dolor de corazón por no poder participar
personalmente en la batalla, infundió ánimos a sus aguerridos
capitanes y les encomendó encarecidamente que ganaran la batalla y
le devolvieran sano y salvo a su hijo, que era lo que más quería en
este mundo.
Los
cristianos lograron reunir un ejército de unos tres mil quinientos
hombres procedentes de Toledo, Alcalá, Castejón, Catalañazor y
San Esteban de Gormaz, con los que se enfrentaron al poderoso
ejército almorávide en Uclés donde los estaban esperando.
Con
las primeras luces del alba del 29 de mayo, los musulmanes salieron
al encuentro del ejército cristiano cubierto el rostro con pañuelos
negros, como los que utilizaban en algunas partes de África, armando
un gran estruendo con los tambores para aterrorizar al enemigo. Iban,
además, acompañados de un gran número de arqueros diestros en su
arma.
Enfrentados
los dos ejércitos, al inicio de la batalla la suerte estaba de parte
de los cristianos, que obligaron a retroceder al grueso del ejército
musulmán, pero poco después éstos se vieron reforzados por los
suyos infligiendo una gran derrota al ejército cristiano, al que
causaron más de tres mil bajas. Se dice que sus cabezas cortadas y
amontonadas sirvieron de torre a los muecines para llamar a la
oración.
Siete
condes, entre los que se encontraba García Ordóñez, lograron
ponerse a salvo con el infante refugiándose en el castillo de
Belinchón, a unas cuatro leguas de Uclés, en tanto que Álvar Fáñez
con un grupo de caballeros logró eludir el choque dirigiéndose
hacia el norte para defender el alto Tajo. Los condes descansaban en
el castillo totalmente despreocupados y ajenos al peligro que
corrían. Los mudéjares de la fortaleza, que nunca habían soñado
con una oportunidad como aquélla, perdieron el miedo y el respeto
que debían a sus señores rebelándose contra ellos y asesinándolos
a traición junto al propio infante don Sancho.
Terminada
la contienda, Tamim regresó con sus tropas a Granada dejando a los
gobernadores de Valencia y Murcia el encargo de tomar el castillo de
Uclés. Como carecían de medios para asaltar la fortaleza, al cabo
de varios días de asedio fingieron retirarse alejándose del
castillo y sus alrededores. Cuando los castellanos abandonaron el
refugio creyéndose totalmente a salvo, fueron atacados y aniquilados
por los musulmanes que cayeron sobre ellos sin piedad.
Como
consecuencia de esta derrota, Alfonso VI perdió, además del
castillo de Uclés, plazas tan significativas como Cuenca, Huete,
Ocaña y Amasatrigo, que había recibido con la dote de la bella
Zaida. Este gran desastre bélico junto con la pérdida de su único
hijo varón fueron el principio del fin del Emperador de toda España.
Cuentan las crónicas cristianas que cuando Álvar Fáñez y los
suyos fueron a rendirle cuentas de la triste derrota, al comunicarle
la muerte de su hijo, el rey exclamó entre suspiros y lágrimas:
«¡Ay,
hijo mío, ay, hijo mío, alegría de mi corazón y luz de mis ojos,
solaz de mi vejez! ¡Ay mi espejo en que yo me solía ver y en el que
recibía gran placer! ¡Ay, mi heredero mayor! Caballeros, ¿dónde
me lo dejasteis? Dadme a mi hijo, condes».
El
conde Álvar Fáñez y los demás caballeros lo contemplaban en
silencio sin atreverse ninguno de ellos a pronunciar palabra. El rey
seguía pidiéndoles que le devolvieran a su hijo entre suspiros y
lágrimas.
—Devolvedme
a mi hijo, condes. Devolvédmelo tal como yo os lo entregué.
Uno
de los condes con más autoridad se atrevió a contestarle.
—¿Por
qué nos pedís que os devolvamos a vuestro hijo, Señor, si no fue a
nosotros a quienes lo confiasteis?
—Vosotros
ibais a su lado para defenderlo y no lo hicisteis. Al menos aquél a
quien lo confié dio la vida por salvar la suya, lo que no hicisteis
vosotros, que lo abandonasteis y huisteis del campo de batalla.
Los
caballeros se miraron unos a otros sin saber qué responder. El rey
seguía llorando y suspirando por la muerte de su hijo y nadie sabía
cómo consolarlo. Entonces uno de ellos le habló de la siguiente
manera:
—Señor,
la fortuna no estuvo esta vez de nuestro lado. Los moros se llevaron
la mejor parte y ganaron la contienda. En aquellas circunstancias
poco podíamos hacer nosotros allí, si no era morir como el resto.
Con esto, Señor, la pérdida hubiera sido mayor aún. Juzgamos que
salvarnos unos pocos era mejor para Vos que perecer todos allí, así
podréis contar con nosotros para vencer a los agarenos en otros
encuentros que no han de faltar.
—¿Cómo
osas hablarme de esta manera cuando he perdido lo que más amaba en
este mundo? Caballeros, os ruego que me dejéis solo con mi dolor,
pues ni vuestras palabras ni vuestra presencia podrán atemperarlo.
Los
caballeros dejaron solo a don Alfonso sumido en su pena. No podía
comprender cómo habían sido tan débiles, por no decir cobardes,
para perder la batalla y abandonar a su suerte a su dilectísimo
hijo. Entonces le preguntó al médico cuál podía ser la causa de
tanta relajación y blandura.
—Señor,
esta debilidad se debe a los baños que se dan, a los placeres, a las
ropas suaves que usan, a la vida de relajación y ocio y a la falta
de entrenamiento para la lid —le contestó el médico.
—Pues
a partir de hoy se derribarán todos los baños que hay, se suprimirá
tanto regalo, los trajes serán de tejidos más toscos y se
ejercitarán más a menudo en el uso de las armas. No quiero
repulidos afeminados en mis huestes sino guerreros rudos y toscos,
pero diestros con las armas y valientes para vencer o morir en la
contienda.
Pocos
días más tarde tuvo que pasar aún por el desgarrador trance de ver
cómo enterraban a su amadísimo hijo allí mismo, en el monasterio
de San Benito de Sahagún, al lado de los restos de su madre, la
bella Zaida. Su corazón no podía soportar ya más dolor.
«¿Por
qué me castigas de esta manera, Señor?» se lamentaba don Alfonso
durante la triste ceremonia. «Acaba ya de una vez con mi funesta
vida. Me has despojado de todo cuanto amaba en este mundo. Aquí ya
no me queda nada por lo que vivir. Termina de una vez para siempre
con mi triste existencia. Te lo pido por caridad. ¡Oh Dios, Señor
mío, ten piedad de mi y llévame con mis seres queridos!».
De
esta guisa se lamentaba el rey ante el túmulo de su dilectísimo
hijo y ante el desmoronamiento de aquel vasto imperio que él
vaticinaba con aquella muerte. ¿Qué habría ocurrido si el infante
don Sancho Alfónsez no hubiera perecido en el desastre de Uclés?
¿Se habría separado el condado de Portugal del reino de León, como
lo hizo, o se habría avanzado en la Reconquista y se habría
terminado por unificar toda España bajo su corona? Nadie podrá
contestar jamás a estos interrogantes, mas en la mente de don
Alfonso seguro que sí se perfilaba este escenario o algún otro muy
parecido. Después de tanto luchar, al final de sus días preveía la
caída de todo aquel imperio que él había amasado con tanto trabajo
en su largo reinado. Pero ¿por qué tuvo que enviar a su hijo a la
guerra cuando todavía no era más que un niño de trece o catorce
años? ¿Qué autoridad podía imponer en la batalla si tenían que
estar pendientes de su integridad física en todo momento? ¿No
hubiera sido preferible que se hubiera quedado en casa para asegurar
el futuro de su dinastía y la continuidad del legado de su padre?
Avatares del destino.
© Julio Noel
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