jueves, 6 de junio de 2019

ALFONSO VI, IMPERATOR TOTIUS HISP. Capítulo 40



                                                                   40


          Transcurrían los primeros días de mayo del 1108. Tamim ibn Yusuf, gobernador de Granada, partió con su ejército para tierras cristianas. En Jaén se le unieron las tropas procedentes de Córdoba. En La Roda, los refuerzos de Valencia y Murcia al mando de sus gobernadores Abd Allah Muhammad ibn Fátima y Muhammad ibn Aisha. Todos juntos y en gran desorden avanzaron por tierras de La Mancha arrasando y destruyendo cuanto encontraban a su paso, con el propósito de infundir el pánico entre los pequeños núcleos de población cristiana. El 27 de mayo llegaban con gran estrépito y algarabía a las inmediaciones de Uclés, que era su objetivo principal. Atacaron por sorpresa a sus habitantes obligando a los mozárabes a refugiarse en el castillo, mientras los mudéjares se unían a las tropas asaltantes. Después de destruir casas y enseres y de saquear cuanto encontraban a su paso, decidieron poner cerco a la ciudad y al castillo hasta que se rindiese.
Don Alfonso holgaba a orillas del Cea en compañía de su esposa doña Beatriz ajeno a los peligros que corría su reino. Nada hacía presagiar el ataque de los muslimes. El rey y la reina pasaban los días tranquilamente en los aposentos reales sin que nada ni nadie viniera a perturbarlos. De cuando en cuando daban algún pequeño paseo por los alrededores del monasterio y del caserío para hacer algo de ejercicio, pero no los prolongaban demasiado por causa de la herida que el rey había recibido en la batalla de Salatrices. Los monarcas acababan de regresar de uno de esos breves paseos cuando les anunciaron la llegada de un emisario de Toledo. Éste se postró a sus pies antes de hablar.
—Dinos, ¿qué ocurre?
—Señor, un gran ejército de sarracenos se dirige hacia la ciudad de Toledo desde todos los confines del al-Ándalus. Vienen de Granada, de Córdoba, de Sevilla, de Murcia, de Valencia, de todas partes. Arrasan todos los caseríos y poblados que encuentran a su paso sembrando el miedo y el terror por todas partes.
—¡En mala hora vengan esos malditos infieles! No podían haber elegido peor momento para mí. Me hallo viejo y tullido por culpa de esta pierna que no me permite montar a caballo. Con todo el dolor de mi corazón tendré que permanecer ocioso en esta batalla que puede ser crucial para el futuro de nuestro reino.
El rey reunió con urgencia a la pequeña corte que lo rodeaba y les impartió las órdenes precisas para que juntaran un ejército capaz de hacer frente a aquella horda de infieles. Al mando del mismo iría Álvar Fáñez y para conferirle más autoridad envió a su propio hijo Sancho. Confió la seguridad de su heredero a su fiel vasallo García Ordóñez. Con gran dolor de corazón por no poder participar personalmente en la batalla, infundió ánimos a sus aguerridos capitanes y les encomendó encarecidamente que ganaran la batalla y le devolvieran sano y salvo a su hijo, que era lo que más quería en este mundo.
Los cristianos lograron reunir un ejército de unos tres mil quinientos hombres procedentes de Toledo, Alcalá, Castejón, Catalañazor y San Esteban de Gormaz, con los que se enfrentaron al poderoso ejército almorávide en Uclés donde los estaban esperando.
Con las primeras luces del alba del 29 de mayo, los musulmanes salieron al encuentro del ejército cristiano cubierto el rostro con pañuelos negros, como los que utilizaban en algunas partes de África, armando un gran estruendo con los tambores para aterrorizar al enemigo. Iban, además, acompañados de un gran número de arqueros diestros en su arma.
Enfrentados los dos ejércitos, al inicio de la batalla la suerte estaba de parte de los cristianos, que obligaron a retroceder al grueso del ejército musulmán, pero poco después éstos se vieron reforzados por los suyos infligiendo una gran derrota al ejército cristiano, al que causaron más de tres mil bajas. Se dice que sus cabezas cortadas y amontonadas sirvieron de torre a los muecines para llamar a la oración.
Siete condes, entre los que se encontraba García Ordóñez, lograron ponerse a salvo con el infante refugiándose en el castillo de Belinchón, a unas cuatro leguas de Uclés, en tanto que Álvar Fáñez con un grupo de caballeros logró eludir el choque dirigiéndose hacia el norte para defender el alto Tajo. Los condes descansaban en el castillo totalmente despreocupados y ajenos al peligro que corrían. Los mudéjares de la fortaleza, que nunca habían soñado con una oportunidad como aquélla, perdieron el miedo y el respeto que debían a sus señores rebelándose contra ellos y asesinándolos a traición junto al propio infante don Sancho.
Terminada la contienda, Tamim regresó con sus tropas a Granada dejando a los gobernadores de Valencia y Murcia el encargo de tomar el castillo de Uclés. Como carecían de medios para asaltar la fortaleza, al cabo de varios días de asedio fingieron retirarse alejándose del castillo y sus alrededores. Cuando los castellanos abandonaron el refugio creyéndose totalmente a salvo, fueron atacados y aniquilados por los musulmanes que cayeron sobre ellos sin piedad.
Como consecuencia de esta derrota, Alfonso VI perdió, además del castillo de Uclés, plazas tan significativas como Cuenca, Huete, Ocaña y Amasatrigo, que había recibido con la dote de la bella Zaida. Este gran desastre bélico junto con la pérdida de su único hijo varón fueron el principio del fin del Emperador de toda España. Cuentan las crónicas cristianas que cuando Álvar Fáñez y los suyos fueron a rendirle cuentas de la triste derrota, al comunicarle la muerte de su hijo, el rey exclamó entre suspiros y lágrimas:
«¡Ay, hijo mío, ay, hijo mío, alegría de mi corazón y luz de mis ojos, solaz de mi vejez! ¡Ay mi espejo en que yo me solía ver y en el que recibía gran placer! ¡Ay, mi heredero mayor! Caballeros, ¿dónde me lo dejasteis? Dadme a mi hijo, condes».
El conde Álvar Fáñez y los demás caballeros lo contemplaban en silencio sin atreverse ninguno de ellos a pronunciar palabra. El rey seguía pidiéndoles que le devolvieran a su hijo entre suspiros y lágrimas.
—Devolvedme a mi hijo, condes. Devolvédmelo tal como yo os lo entregué.
Uno de los condes con más autoridad se atrevió a contestarle.
—¿Por qué nos pedís que os devolvamos a vuestro hijo, Señor, si no fue a nosotros a quienes lo confiasteis?
—Vosotros ibais a su lado para defenderlo y no lo hicisteis. Al menos aquél a quien lo confié dio la vida por salvar la suya, lo que no hicisteis vosotros, que lo abandonasteis y huisteis del campo de batalla.
Los caballeros se miraron unos a otros sin saber qué responder. El rey seguía llorando y suspirando por la muerte de su hijo y nadie sabía cómo consolarlo. Entonces uno de ellos le habló de la siguiente manera:
—Señor, la fortuna no estuvo esta vez de nuestro lado. Los moros se llevaron la mejor parte y ganaron la contienda. En aquellas circunstancias poco podíamos hacer nosotros allí, si no era morir como el resto. Con esto, Señor, la pérdida hubiera sido mayor aún. Juzgamos que salvarnos unos pocos era mejor para Vos que perecer todos allí, así podréis contar con nosotros para vencer a los agarenos en otros encuentros que no han de faltar.
—¿Cómo osas hablarme de esta manera cuando he perdido lo que más amaba en este mundo? Caballeros, os ruego que me dejéis solo con mi dolor, pues ni vuestras palabras ni vuestra presencia podrán atemperarlo.
Los caballeros dejaron solo a don Alfonso sumido en su pena. No podía comprender cómo habían sido tan débiles, por no decir cobardes, para perder la batalla y abandonar a su suerte a su dilectísimo hijo. Entonces le preguntó al médico cuál podía ser la causa de tanta relajación y blandura.
—Señor, esta debilidad se debe a los baños que se dan, a los placeres, a las ropas suaves que usan, a la vida de relajación y ocio y a la falta de entrenamiento para la lid —le contestó el médico.
—Pues a partir de hoy se derribarán todos los baños que hay, se suprimirá tanto regalo, los trajes serán de tejidos más toscos y se ejercitarán más a menudo en el uso de las armas. No quiero repulidos afeminados en mis huestes sino guerreros rudos y toscos, pero diestros con las armas y valientes para vencer o morir en la contienda.
Pocos días más tarde tuvo que pasar aún por el desgarrador trance de ver cómo enterraban a su amadísimo hijo allí mismo, en el monasterio de San Benito de Sahagún, al lado de los restos de su madre, la bella Zaida. Su corazón no podía soportar ya más dolor.
«¿Por qué me castigas de esta manera, Señor?» se lamentaba don Alfonso durante la triste ceremonia. «Acaba ya de una vez con mi funesta vida. Me has despojado de todo cuanto amaba en este mundo. Aquí ya no me queda nada por lo que vivir. Termina de una vez para siempre con mi triste existencia. Te lo pido por caridad. ¡Oh Dios, Señor mío, ten piedad de mi y llévame con mis seres queridos!».
De esta guisa se lamentaba el rey ante el túmulo de su dilectísimo hijo y ante el desmoronamiento de aquel vasto imperio que él vaticinaba con aquella muerte. ¿Qué habría ocurrido si el infante don Sancho Alfónsez no hubiera perecido en el desastre de Uclés? ¿Se habría separado el condado de Portugal del reino de León, como lo hizo, o se habría avanzado en la Reconquista y se habría terminado por unificar toda España bajo su corona? Nadie podrá contestar jamás a estos interrogantes, mas en la mente de don Alfonso seguro que sí se perfilaba este escenario o algún otro muy parecido. Después de tanto luchar, al final de sus días preveía la caída de todo aquel imperio que él había amasado con tanto trabajo en su largo reinado. Pero ¿por qué tuvo que enviar a su hijo a la guerra cuando todavía no era más que un niño de trece o catorce años? ¿Qué autoridad podía imponer en la batalla si tenían que estar pendientes de su integridad física en todo momento? ¿No hubiera sido preferible que se hubiera quedado en casa para asegurar el futuro de su dinastía y la continuidad del legado de su padre? Avatares del destino.

            © Julio Noel          

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