jueves, 6 de junio de 2019

ALFONSO VI, IMPERATOR TOTIUS HISP. Capítulo 34


      
                                                                   34



            Don Alfonso regresó a León después de largos años de ausencia de la capital del reino. La retirada de Yusuf ibn Tasufin a sus fueros de Marruecos tranquilizó el espíritu del emperador, tan agitado los últimos años por las intensas campañas almorávides. Aprovechó aquella paz no acordada para pasar la Navidad y parte del invierno en su monasterio predilecto al lado de su amada esposa y de sus no menos amadas esposas difuntas. Deseaba disponer de unos meses de paz y tranquilidad para poner en orden su espíritu, ya que en aquellos momentos su reino estaba aparentemente en paz. En Galicia y Portugal gobernaban sus yernos. Pedro Ansúrez controlaba las cuencas del Carrión y el Pisuerga. García Ordóñez mandaba sobre las tierras de La Rioja. Y la frontera del Tajo la había dejado en la expertas manos de Álvar Fáñez. ¿Qué podía temer?
Un esplendoroso día de primavera decidió cambiar la vega del Cea por las del Bernesga y el Torío. Hacía años que no hollaba aquellas veredas y caminos. El astro rey brillaba en lo alto del intenso cielo azul. Una leve brisa descendía de las blancas cimas de la Cordillera Cantábrica que contribuía a atemperar los rayos solares. El séquito de don Alfonso avanzaba hacia la capital. Primero dejó atrás la ribera del Cea y las parameras de la Tierra de Campos. Luego cruzó el Esla, el gran Ástura de los romanos. A continuación, el Porma. Finalmente atravesó el Torío cerca de la fuente y alamedas de la Candamia, donde cuentan que se bañaban las ninfas antaño.
La primavera transcurría sin sobresaltos para don Alfonso, que pasaba los días plácidamente en su palacio real o paseando con su caballo por los alrededores de la ciudad. Un día de principios de junio le dieron la noticia de la fatídica muerte de Rodrigo Díaz de Vivar. Regresaba de una larga excursión por la vereda del Bernesga, que lo había llevado hasta el castillo de Alba construido por uno de sus más ilustres antepasados, Alfonso III el Magno. El monarca acababa de descabalgar cuando su ayuda de cámara le comunicó la triste nueva.
—Majestad, Rodrigo Díaz de Vivar ha muerto.
—¿Cómo dices? —contestó sorprendido el rey.
—Lo que habéis oído, Señor. Ha llegado un emisario desde Valencia con la noticia. Espera ser recibido por Vos.
Poco después se presentaba el emisario ante el rey para confirmarle la fatal noticia.
—¿Cómo ha ocurrido? ¿Ha sido en alguna batalla? —preguntó don Alfonso.
—No, Señor. Ha fallecido de muerte natural.
—Lo lamento. Era un valiente caballero. Me dio más de un disgusto en vida, pero su valor no tuvo parangón. ¡Lástima que fuera tan orgulloso y obstinado! —el rey hizo una breve pausa—. ¿Dónde lo van a enterrar?
—En la catedral de Valencia, Majestad. Cuando salí de allí ya le estaban construyendo el panteón.
—¿No ha querido ser enterrado al lado de su hijo?
—No lo sé, Señor. No ha dejado escrita su voluntad.
El rey guardó unos minutos de silencio. Tal vez estuviera reflexionando sobre sus desavenencias pasadas. Tal vez pensara en el futuro de su viuda y de la ciudad de Valencia.
—¿Sabes qué piensa hacer ahora su viuda, doña Jimena?
—No, Señor.
—Tendremos que estar expectantes y alerta por si necesita nuestra ayuda en el futuro. Los sarracenos intentarán apoderarse de la ciudad ante este luctuoso desenlace. Le dirás de mi parte que no dude en pedir nuestra ayuda cuando la necesite. Mis huestes estarán siempre prestas para acudir en su auxilio.
—Así se lo haré saber, Majestad.
—Bien, puedes retirarte.
El rey se quedó solo y pensativo. Había tenido muchas diferencias con Rodrigo Díaz. El orgullo y la desmesurada codicia del caballero castellano lo habían alejado de él. Ese orgullo le había granjeado también enemistad entre alguno de los principales nobles de su reino. Si hubiera sido un poco más dócil, podrían haber realizado grandes gestas juntos. Pero eso no pudo ser. A pesar de todo, don Alfonso reconocía que muy pocos de los caballeros que tenía se le podían igualar y que pasaría mucho tiempo antes de que alguien lo hiciera. Su muerte era una gran pérdida para el mundo cristiano, de eso no cabía duda.

Los reyes pasaron todo el verano en León. Un día de mediados de octubre la reina se sintió algo indispuesta. El médico le pronosticó una leve neumonía sin mayor importancia. Con algunas pócimas que le recetó y unos días en cama se le iría sin mayores consecuencias. Su curación no fue tan rápida como había pronosticado el galeno. La reina tuvo que permanecer en cama durante tres semanas aquejada de fiebre y una tos persistente que no cedía. Pocos días después de su recuperación los reyes recibían la triste noticia de la muerte de la hermana menor de don Alfonso, la infanta doña Elvira. Entregó su alma al Señor el 15 de noviembre del 1099 en la villa de Tábara. Sus restos mortales fueron trasladados al Panteón de los Reyes de San Isidoro, donde recibieron cristiana sepultura dos días más tarde con la presencia de los reyes y de su hermana doña Urraca.
Había amanecido un día gris. A las doce del mediodía el cielo seguía encapotado. Amenazaba lluvia o más bien nieve. El cortejo fúnebre se había detenido ante la puerta del Cordero. El obispo don Pedro pronunció las plegarias de rigor antes de dar paso al féretro al interior de la basílica. Ya en su interior, la majestuosidad de sus pilastras y la altura de sus bóvedas imponían un silencio y un recogimiento propios del lugar sagrado en el que se hallaban, a pesar de que aún faltaba mucho para dar por finalizadas las obras del templo. Los muros exteriores y las pilastras de su interior ya alcanzaban casi todos ellos las proporciones definitivas. La nave central se elevaba por encima de las laterales recibiendo la luz del exterior a través de amplios ventanales abiertos a ambos lados de la misma. Su peso descansaba en seis pares de macizas pilastras engarzadas entre sí por arcos formeros. Pero todo esto apenas comenzaba a insinuarse. Aún transcurrirían varias décadas antes de que la obra pudiera verse completamente terminada.
Después de celebrar el santo sacrificio de la Eucaristía por el eterno descanso del alma de doña Elvira y dar sepultura a sus restos mortales en el panteón familiar, los reyes y doña Urraca retornaron al templo para contemplar mejor el avance de sus obras.
—Parece que va muy lenta la reforma, querida hermana.
—Demasiado lenta para mi temperamento impaciente, estimado hermano, pero ya me he acostumbrado. El parón que sufrieron las obras hace unos años se deja notar. Esperemos que el nuevo maestro de obras le dé el impulso definitivo.
—¿Quién es el nuevo maestro?
—¿No lo recuerdas?
—No.
—Es Pedro Deustamben. Hace un par de años que se ha hecho cargo de la obra. Gracias a él se han podido levantar las paredes de la nave central a la altura que tienen actualmente. El proyecto primitivo contemplaba una cubierta de madera, pero el actual maestro prefiere que esa cubierta sea de obra. Pretende realizar una bóveda de cañón. Por eso ha elevado las paredes de esta nave un trozo por encima de las otras dos.
Los reyes contemplaban con atención el armazón de las tres naves mientras la infanta les proporcionaba las explicaciones.
—Magnífica obra cuando esté terminada —comentó el soberano—, pero no sé si estos pilares y las paredes que van encima de ellas aguantarán todo el peso que el maestro de la obra les quiere poner. No me parece muy buena idea.
—Sea buena o no, es lo que ha decidido. Como podéis observar —continuó doña Urraca—, la nave central va separada de las dos laterales por seis pares de pilastras. El espacio comprendido entre los tres primeros pares más próximos al transepto quedará libre hasta la bóveda del techo, mientras que entre los tres últimos se ubicará el coro, sustentado sobre arcos fajones, que a su vez descansarán sobre las ménsulas de los pilares. Estas pilastras irán adornadas con columnas adosadas como las que ya sustentan los arcos formeros que hay entre ellas. Los capiteles, como ya se puede apreciar en los que se apoyan los arcos formeros, seguirán la temática y el estilo de los que ya podemos contemplar en el panteón familiar.
—Todo esto será maravilloso el día que se pueda apreciar totalmente acabado, pero hoy es poco más que un esqueleto. Me gustaría poder verlo terminado antes de dejar este mundo
—Me parece que eso va a ser imposible, querido hermano. Falta mucho por hacer y las obras van muy despacio. Pero vamos un poco más adelante. Como podéis observar, los ábsides y el transepto están más avanzados. Resultan interesantes y destacables los arcos de ambos brazos del transepto. Su intradós está formado por ocho lóbulos que descansan sobre los capiteles de las columnas adosadas. Por su parte, los ábsides están centrados por un ventanal que rebasa la línea de unión entre el paramento vertical y la bóveda. El presbiterio se cubre por bóveda de medio cañón sustentada en dos arcos fajones.
—No cabe duda que todo esto será una maravilla cuando esté acabado. ¡Lástima que nosotros no lo podamos ver! Si es por falta de dinero, no tienes más que pedírmelo. Ya te prometí en una ocasión que te ayudaría si lo necesitabas.
—No es por falta de dinero, Alfonso. Es por falta de mano de obra. Y claro que será una maravilla cuando esté acabado. Será una obra digna de la capital del reino más importante de la cristiandad. Los siglos venideros se sentirán orgullosos de esta joya arquitectónica, en especial del panteón familiar. Cuando esté totalmente terminado, será una auténtica obra de arte. No sé cómo no cambias tu decisión de ser enterrado en el monasterio de Sahagún. Aquí podríamos reunirnos casi todos los miembros de la familia para emprender juntos el viaje a la eternidad.
—Ese viaje da igual dónde lo emprendas. Lo importante es estar bien preparado para él. Yo ya hace tiempo que he decidido ser inhumado en San Benito de Sahagún con mis esposas y no voy a cambiar ahora de idea. Dejémoslo estar así.
—Como quieras, hermano.
En aquel momento el rey notó un fuerte escalofrío en su esposa.
—¿Te encuentras mal, Berta?
—La verdad que en este templo tan sombrío me he enfriado un poco. Temo haber recaído de nuevo.
—Vámonos para casa. Ha sido una insensatez por nuestra parte el habernos demorado tanto. No debimos hacerlo.
La reina se acostó nada más llegar al palacio. La fiebre le había subido otra vez y ya comenzaba a tener los primeros amagos de tos. La noche fue larga y angustiosa. Por la mañana la fiebre era muy alta y los esputos, purulentos y algo amarronados. El médico se temía lo peor. La reina había recaído en su mal y ahora la neumonía se había agravado. Si no ocurría un milagro, no había esperanzas de que se salvara.
A los ocho días de su recaída, doña Berta de Toscana, tercera esposa legítima de Alfonso VI el Bravo, entregaba su alma al Señor y abandonaba las miserias de este mundo. Su cadáver fue trasladado al monasterio de San Benito de Sahagún para ser enterrado en compañía de las otras dos esposas.
Después de las honras fúnebres, a las que había querido asistir doña Urraca a pesar de sus años, la infanta y su hermano se hallaban solos en el salón del palacio que mandara construir doña Constanza. La tarde era plomiza y del cielo se escapaban las primeras gotas. Una lluvia finísima comenzaba a cubrir la hierba y la hojarasca de las alamedas. El frío invitaba a acercarse al rescoldo de la lumbre.
—¿Qué piensas hacer ahora, Alfonso?
—¿A qué te refieres, Urraca?
—Sabes muy bien a qué me refiero, querido hermano. Te has quedado viudo por tercera vez y tan sólo tienes una hija legítima para sucederte en el trono. Si le ocurriera algo a ella, tendríamos un grave problema sucesorio.
El rey y su hermana se habían acercado aún más al fuego, pues la noche ya se había adueñado de todo y el frío arreciaba.
—Sabes tan bien como yo que tengo un hijo. Él será quien me suceda en el trono cuando yo muera.
—Ese hijo es tan ilegítimo o más que Elvira y Teresa. Debes pensar en casarte de nuevo con una mujer que te dé descendencia a poder ser masculina.
—Me casaré con Zaida, la madre de mi hijo.
—¡Estás loco! Zaida no es más que una mora infiel.
—Zaida se convertirá al cristianismo y se casará conmigo.
—¡Si tú lo dices...!
—Lo digo y lo reafirmo. Zaida se convertirá al cristianismo por mí y por nuestro hijo.
—¡Que Dios te oiga y haga que se cumplan tus deseos! Por mi parte no estoy tan segura. No conozco muchas conversiones de moros al cristianismo.
—Pues no tardarás en conocer una, querida hermana.
La noche avanzaba mientras el temporal parecía recrudecerse. La fina lluvia de media tarde había dejado paso a los primeros copos de nieve. Caían menudos y muy espaciados, pero eso no era óbice para que con el paso de las horas se incrementara su tamaño y su frecuencia se hiciera más intensa. El rey y su hermana continuaban su plática.
—Aunque así sea, ¿crees que el pueblo la aceptará? ¿La reconocerá la nobleza? ¿Y la Iglesia?
—¿Por qué no? Si se convierte al cristianismo y se casa conmigo, será la reina legítima de León y la emperatriz de este vasto imperio que he forjado. ¿Quién lo va a poner en duda?
—No lo sé, Alfonso, pero me parece que cometes un error. Deberías asesorarte bien antes de casarte con ella, no sea que después te lleves una desilusión. No es lo mismo casarse con princesas cristianas, como habías hecho hasta ahora, que casarte con una infiel recién convertida al cristianismo. La gente no lo verá con buenos ojos.
—¿Tú lo ves con buenos ojos?
—Mi opinión no importa ahora. Lo que importa es la opinión de los demás.
—Ya sabes que la tuya me importa por encima de todas las demás.
—No sé qué decirte, Alfonso. Supongo que será guapa.
El rey puso los ojos en blanco.
—Lo es y mucho. Es un dechado de perfección.
—Se nota que estás enamorado de ella.
—No te lo puedes imaginar. Me enamoré desde el primer día que la vi. No tiene parangón con todas las demás mujeres que he conocido. Además de guapa es inteligente y culta. El único problema es que profesa la fe de Mahoma, pero eso pronto dejará de serlo.
—Si es así, cásate con ella y legitima a tu hijo. Por cierto, ¿dónde está?
—En Toledo. Está en buenas manos. Lo he dejado bajo la protección de Bernardo. Haremos de él un perfecto príncipe cristiano.
—Eso será siempre que su madre no interfiera en su educación.
—Su madre no tiene acceso a él.
La infanta quedó sorprendida de la respuesta de su hermano.
—¿Quieres decir que lo has apartado de su madre?
—He tenido que hacerlo.
—¿Y crees que te lo va a perdonar?
—Me lo perdonará, porque ella es la culpable.
—Muy seguro estás. Una madre no perdona fácilmente que la separen de su hijo y menos aún cuando éste es pequeño.
—Zaida sabe lo que tiene que hacer si quiere recuperarlo.
—Vamos, que la estás extorsionando.
—¡Si lo quieres ver así...!
Los dos hermanos seguían conversando al amor de la lumbre como en los viejos tiempos. Hacía muchos años que no dialogaban tanto. Las discrepancias entre doña Urraca y doña Constanza los habían distanciado los años que duró su matrimonio. Luego también las continuas luchas contra los almorávides y la lejanía de don Alfonso hicieron el resto. La infanta durante todo ese tiempo se había alejado de su hermano predilecto y se había abstenido de intervenir en su vida privada y en su gobierno. Ahora volvía a revivir aquellos primeros años después de la muerte de su madre, pero ya era tarde para tornar a implicarse en los asuntos de Estado y en los de la vida íntima de su hermano. Contaba ya a la sazón con sesenta y seis años y sus fuerzas le flaqueaban. Ya no se sentía con los ánimos y la fuerza de voluntad de sus años jóvenes. La vida pasaba y no en vano.
—Entonces, ¿ahora qué piensas hacer, Alfonso?
—Pasaré aquí unos días en una especie de retiro espiritual con los monjes del monasterio para congraciarme con Dios y conmigo mismo. Aprovecharé para elevar unas cuantas plegarias al Señor por el eterno descanso de las almas de mis difuntas esposas. Luego me trasladaré hasta Toledo en busca de mi futura esposa y de mi idolatrado hijo. Cuando el Altísimo se digne admitir en su rebaño a la bella Zaida, me casaré con ella para que me haga compañía en los últimos años de mi vida y me proporcione más hijos si ésos son los designios del Señor.
—Te deseo toda la dicha del mundo, amadísimo hermano, con tu nueva esposa. La verdad que no has tenido mucha suerte en tus matrimonios. La mujer que te podía haber dado mucha descendencia no pudo ser. Las que sí pudieron ser no te la han dado. A ver si con ésta te va mejor.
—Gracias, querida hermana. Espero que así sea.
Los dos hermanos se despidieron por aquella noche. A la mañana siguiente doña Urraca regresó a León, mientras que don Alfonso daba comienzo a su retiro espiritual.

            © Julio Noel 

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