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Don
Alfonso regresó a León después de largos años de ausencia de la
capital del reino. La retirada de Yusuf ibn Tasufin a sus fueros de
Marruecos tranquilizó el espíritu del emperador, tan agitado los
últimos años por las intensas campañas almorávides. Aprovechó
aquella paz no acordada para pasar la Navidad y parte del invierno en
su monasterio predilecto al lado de su amada esposa y de sus no menos
amadas esposas difuntas. Deseaba disponer de unos meses de paz y
tranquilidad para poner en orden su espíritu, ya que en aquellos
momentos su reino estaba aparentemente en paz. En Galicia y Portugal
gobernaban sus yernos. Pedro Ansúrez controlaba las cuencas del
Carrión y el Pisuerga. García Ordóñez mandaba sobre las tierras
de La Rioja. Y la frontera del Tajo la había dejado en la expertas
manos de Álvar Fáñez. ¿Qué podía temer?
Un
esplendoroso día de primavera decidió cambiar la vega del Cea por
las del Bernesga y el Torío. Hacía años que no hollaba aquellas
veredas y caminos. El astro rey brillaba en lo alto del intenso cielo
azul. Una leve brisa descendía de las blancas cimas de la Cordillera
Cantábrica que contribuía a atemperar los rayos solares. El séquito
de don Alfonso avanzaba hacia la capital. Primero dejó atrás la
ribera del Cea y las parameras de la Tierra de Campos. Luego cruzó
el Esla, el gran Ástura de los romanos. A continuación, el Porma.
Finalmente atravesó el Torío cerca de la fuente y alamedas de la
Candamia, donde cuentan que se bañaban las ninfas antaño.
La
primavera transcurría sin sobresaltos para don Alfonso, que pasaba
los días plácidamente en su palacio real o paseando con su caballo
por los alrededores de la ciudad. Un día de principios de junio le
dieron la noticia de la fatídica muerte de Rodrigo Díaz de Vivar.
Regresaba de una larga excursión por la vereda del Bernesga, que lo
había llevado hasta el castillo de Alba construido por uno de sus
más ilustres antepasados, Alfonso III el Magno. El monarca
acababa de descabalgar cuando su ayuda de cámara le comunicó la
triste nueva.
—Majestad,
Rodrigo Díaz de Vivar ha muerto.
—¿Cómo
dices? —contestó sorprendido el rey.
—Lo
que habéis oído, Señor. Ha llegado un emisario desde Valencia con
la noticia. Espera ser recibido por Vos.
Poco
después se presentaba el emisario ante el rey para confirmarle la
fatal noticia.
—¿Cómo
ha ocurrido? ¿Ha sido en alguna batalla? —preguntó don Alfonso.
—No,
Señor. Ha fallecido de muerte natural.
—Lo
lamento. Era un valiente caballero. Me dio más de un disgusto en
vida, pero su valor no tuvo parangón. ¡Lástima que fuera tan
orgulloso y obstinado! —el rey hizo una breve pausa—. ¿Dónde lo
van a enterrar?
—En
la catedral de Valencia, Majestad. Cuando salí de allí ya le
estaban construyendo el panteón.
—¿No
ha querido ser enterrado al lado de su hijo?
—No
lo sé, Señor. No ha dejado escrita su voluntad.
El
rey guardó unos minutos de silencio. Tal vez estuviera reflexionando
sobre sus desavenencias pasadas. Tal vez pensara en el futuro de su
viuda y de la ciudad de Valencia.
—¿Sabes
qué piensa hacer ahora su viuda, doña Jimena?
—No,
Señor.
—Tendremos
que estar expectantes y alerta por si necesita nuestra ayuda en el
futuro. Los sarracenos intentarán apoderarse de la ciudad ante este
luctuoso desenlace. Le dirás de mi parte que no dude en pedir
nuestra ayuda cuando la necesite. Mis huestes estarán siempre
prestas para acudir en su auxilio.
—Así
se lo haré saber, Majestad.
—Bien,
puedes retirarte.
El
rey se quedó solo y pensativo. Había tenido muchas diferencias con
Rodrigo Díaz. El orgullo y la desmesurada codicia del caballero
castellano lo habían alejado de él. Ese orgullo le había granjeado
también enemistad entre alguno de los principales nobles de su
reino. Si hubiera sido un poco más dócil, podrían haber realizado
grandes gestas juntos. Pero eso no pudo ser. A pesar de todo, don
Alfonso reconocía que muy pocos de los caballeros que tenía se le
podían igualar y que pasaría mucho tiempo antes de que alguien lo
hiciera. Su muerte era una gran pérdida para el mundo cristiano, de
eso no cabía duda.
Los
reyes pasaron todo el verano en León. Un día de mediados de octubre
la reina se sintió algo indispuesta. El médico le pronosticó una
leve neumonía sin mayor importancia. Con algunas pócimas que le
recetó y unos días en cama se le iría sin mayores consecuencias.
Su curación no fue tan rápida como había pronosticado el galeno.
La reina tuvo que permanecer en cama durante tres semanas aquejada de
fiebre y una tos persistente que no cedía. Pocos días después de
su recuperación los reyes recibían la triste noticia de la muerte
de la hermana menor de don Alfonso, la infanta doña Elvira. Entregó
su alma al Señor el 15 de noviembre del 1099 en la villa de Tábara.
Sus restos mortales fueron trasladados al Panteón de los Reyes de
San Isidoro, donde recibieron cristiana sepultura dos días más
tarde con la presencia de los reyes y de su hermana doña Urraca.
Había
amanecido un día gris. A las doce del mediodía el cielo seguía
encapotado. Amenazaba lluvia o más bien nieve. El cortejo fúnebre
se había detenido ante la puerta del Cordero. El obispo don Pedro
pronunció las plegarias de rigor antes de dar paso al féretro al
interior de la basílica. Ya en su interior, la majestuosidad de sus
pilastras y la altura de sus bóvedas imponían un silencio y un
recogimiento propios del lugar sagrado en el que se hallaban, a pesar
de que aún faltaba mucho para dar por finalizadas las obras del
templo. Los muros exteriores y las pilastras de su interior ya
alcanzaban casi todos ellos las proporciones definitivas. La nave
central se elevaba por encima de las laterales recibiendo la luz del
exterior a través de amplios ventanales abiertos a ambos lados de la
misma. Su peso descansaba en seis pares de macizas pilastras
engarzadas entre sí por arcos formeros. Pero todo esto apenas
comenzaba a insinuarse. Aún transcurrirían varias décadas antes de
que la obra pudiera verse completamente terminada.
Después
de celebrar el santo sacrificio de la Eucaristía por el eterno
descanso del alma de doña Elvira y dar sepultura a sus restos
mortales en el panteón familiar, los reyes y doña Urraca retornaron
al templo para contemplar mejor el avance de sus obras.
—Parece
que va muy lenta la reforma, querida hermana.
—Demasiado
lenta para mi temperamento impaciente, estimado hermano, pero ya me
he acostumbrado. El parón que sufrieron las obras hace unos años se
deja notar. Esperemos que el nuevo maestro de obras le dé el impulso
definitivo.
—¿Quién
es el nuevo maestro?
—¿No
lo recuerdas?
—No.
—Es
Pedro Deustamben. Hace un par de años que se ha hecho cargo de la
obra. Gracias a él se han podido levantar las paredes de la nave
central a la altura que tienen actualmente. El proyecto primitivo
contemplaba una cubierta de madera, pero el actual maestro prefiere
que esa cubierta sea de obra. Pretende realizar una bóveda de cañón.
Por eso ha elevado las paredes de esta nave un trozo por encima de
las otras dos.
Los
reyes contemplaban con atención el armazón de las tres naves
mientras la infanta les proporcionaba las explicaciones.
—Magnífica
obra cuando esté terminada —comentó el soberano—, pero no sé
si estos pilares y las paredes que van encima de ellas aguantarán
todo el peso que el maestro de la obra les quiere poner. No me parece
muy buena idea.
—Sea
buena o no, es lo que ha decidido. Como podéis observar —continuó
doña Urraca—, la nave central va separada de las dos laterales por
seis pares de pilastras. El espacio comprendido entre los tres
primeros pares más próximos al transepto quedará libre hasta la
bóveda del techo, mientras que entre los tres últimos se ubicará
el coro, sustentado sobre arcos fajones, que a su vez descansarán
sobre las ménsulas de los pilares. Estas pilastras irán adornadas
con columnas adosadas como las que ya sustentan los arcos formeros
que hay entre ellas. Los capiteles, como ya se puede apreciar en los
que se apoyan los arcos formeros, seguirán la temática y el estilo
de los que ya podemos contemplar en el panteón familiar.
—Todo
esto será maravilloso el día que se pueda apreciar totalmente
acabado, pero hoy es poco más que un esqueleto. Me gustaría poder
verlo terminado antes de dejar este mundo
—Me
parece que eso va a ser imposible, querido hermano. Falta mucho por
hacer y las obras van muy despacio. Pero vamos un poco más adelante.
Como podéis observar, los ábsides y el transepto están más
avanzados. Resultan interesantes y destacables los arcos de ambos
brazos del transepto. Su intradós está formado por ocho lóbulos
que descansan sobre los capiteles de las columnas adosadas. Por su
parte, los ábsides están centrados por un ventanal que rebasa la
línea de unión entre el paramento vertical y la bóveda. El
presbiterio se cubre por bóveda de medio cañón sustentada en dos
arcos fajones.
—No
cabe duda que todo esto será una maravilla cuando esté acabado.
¡Lástima que nosotros no lo podamos ver! Si es por falta de dinero,
no tienes más que pedírmelo. Ya te prometí en una ocasión que te
ayudaría si lo necesitabas.
—No
es por falta de dinero, Alfonso. Es por falta de mano de obra. Y
claro que será una maravilla cuando esté acabado. Será una obra
digna de la capital del reino más importante de la cristiandad. Los
siglos venideros se sentirán orgullosos de esta joya arquitectónica,
en especial del panteón familiar. Cuando esté totalmente terminado,
será una auténtica obra de arte. No sé cómo no cambias tu
decisión de ser enterrado en el monasterio de Sahagún. Aquí
podríamos reunirnos casi todos los miembros de la familia para
emprender juntos el viaje a la eternidad.
—Ese
viaje da igual dónde lo emprendas. Lo importante es estar bien
preparado para él. Yo ya hace tiempo que he decidido ser inhumado en
San Benito de Sahagún con mis esposas y no voy a cambiar ahora de
idea. Dejémoslo estar así.
—Como
quieras, hermano.
En
aquel momento el rey notó un fuerte escalofrío en su esposa.
—¿Te
encuentras mal, Berta?
—La
verdad que en este templo tan sombrío me he enfriado un poco. Temo
haber recaído de nuevo.
—Vámonos
para casa. Ha sido una insensatez por nuestra parte el habernos
demorado tanto. No debimos hacerlo.
La
reina se acostó nada más llegar al palacio. La fiebre le había
subido otra vez y ya comenzaba a tener los primeros amagos de tos.
La noche fue larga y angustiosa. Por la mañana la fiebre era muy
alta y los esputos, purulentos y algo amarronados. El médico se
temía lo peor. La reina había recaído en su mal y ahora la
neumonía se había agravado. Si no ocurría un milagro, no había
esperanzas de que se salvara.
A
los ocho días de su recaída, doña Berta de Toscana, tercera esposa
legítima de Alfonso VI el Bravo, entregaba su alma al Señor
y abandonaba las miserias de este mundo. Su cadáver fue trasladado
al monasterio de San Benito de Sahagún para ser enterrado en
compañía de las otras dos esposas.
Después
de las honras fúnebres, a las que había querido asistir doña
Urraca a pesar de sus años, la infanta y su hermano se hallaban
solos en el salón del palacio que mandara construir doña Constanza.
La tarde era plomiza y del cielo se escapaban las primeras gotas. Una
lluvia finísima comenzaba a cubrir la hierba y la hojarasca de las
alamedas. El frío invitaba a acercarse al rescoldo de la lumbre.
—¿Qué
piensas hacer ahora, Alfonso?
—¿A
qué te refieres, Urraca?
—Sabes
muy bien a qué me refiero, querido hermano. Te has quedado viudo por
tercera vez y tan sólo tienes una hija legítima para sucederte en
el trono. Si le ocurriera algo a ella, tendríamos un grave problema
sucesorio.
El
rey y su hermana se habían acercado aún más al fuego, pues la
noche ya se había adueñado de todo y el frío arreciaba.
—Sabes
tan bien como yo que tengo un hijo. Él será quien me suceda en el
trono cuando yo muera.
—Ese
hijo es tan ilegítimo o más que Elvira y Teresa. Debes pensar en
casarte de nuevo con una mujer que te dé descendencia a poder ser
masculina.
—Me
casaré con Zaida, la madre de mi hijo.
—¡Estás
loco! Zaida no es más que una mora infiel.
—Zaida
se convertirá al cristianismo y se casará conmigo.
—¡Si
tú lo dices...!
—Lo
digo y lo reafirmo. Zaida se convertirá al cristianismo por mí y
por nuestro hijo.
—¡Que
Dios te oiga y haga que se cumplan tus deseos! Por mi parte no estoy
tan segura. No conozco muchas conversiones de moros al cristianismo.
—Pues
no tardarás en conocer una, querida hermana.
La
noche avanzaba mientras el temporal parecía recrudecerse. La fina
lluvia de media tarde había dejado paso a los primeros copos de
nieve. Caían menudos y muy espaciados, pero eso no era óbice para
que con el paso de las horas se incrementara su tamaño y su
frecuencia se hiciera más intensa. El rey y su hermana continuaban
su plática.
—Aunque
así sea, ¿crees que el pueblo la aceptará? ¿La reconocerá la
nobleza? ¿Y la Iglesia?
—¿Por
qué no? Si se convierte al cristianismo y se casa conmigo, será la
reina legítima de León y la emperatriz de este vasto imperio que he
forjado. ¿Quién lo va a poner en duda?
—No
lo sé, Alfonso, pero me parece que cometes un error. Deberías
asesorarte bien antes de casarte con ella, no sea que después te
lleves una desilusión. No es lo mismo casarse con princesas
cristianas, como habías hecho hasta ahora, que casarte con una
infiel recién convertida al cristianismo. La gente no lo verá con
buenos ojos.
—¿Tú
lo ves con buenos ojos?
—Mi
opinión no importa ahora. Lo que importa es la opinión de los
demás.
—Ya
sabes que la tuya me importa por encima de todas las demás.
—No
sé qué decirte, Alfonso. Supongo que será guapa.
El
rey puso los ojos en blanco.
—Lo
es y mucho. Es un dechado de perfección.
—Se
nota que estás enamorado de ella.
—No
te lo puedes imaginar. Me enamoré desde el primer día que la vi. No
tiene parangón con todas las demás mujeres que he conocido. Además
de guapa es inteligente y culta. El único problema es que profesa la
fe de Mahoma, pero eso pronto dejará de serlo.
—Si
es así, cásate con ella y legitima a tu hijo. Por cierto, ¿dónde
está?
—En
Toledo. Está en buenas manos. Lo he dejado bajo la protección de
Bernardo. Haremos de él un perfecto príncipe cristiano.
—Eso
será siempre que su madre no interfiera en su educación.
—Su
madre no tiene acceso a él.
La
infanta quedó sorprendida de la respuesta de su hermano.
—¿Quieres
decir que lo has apartado de su madre?
—He
tenido que hacerlo.
—¿Y
crees que te lo va a perdonar?
—Me
lo perdonará, porque ella es la culpable.
—Muy
seguro estás. Una madre no perdona fácilmente que la separen de su
hijo y menos aún cuando éste es pequeño.
—Zaida
sabe lo que tiene que hacer si quiere recuperarlo.
—Vamos,
que la estás extorsionando.
—¡Si
lo quieres ver así...!
Los
dos hermanos seguían conversando al amor de la lumbre como en los
viejos tiempos. Hacía muchos años que no dialogaban tanto. Las
discrepancias entre doña Urraca y doña Constanza los habían
distanciado los años que duró su matrimonio. Luego también las
continuas luchas contra los almorávides y la lejanía de don Alfonso
hicieron el resto. La infanta durante todo ese tiempo se había
alejado de su hermano predilecto y se había abstenido de intervenir
en su vida privada y en su gobierno. Ahora volvía a revivir aquellos
primeros años después de la muerte de su madre, pero ya era tarde
para tornar a implicarse en los asuntos de Estado y en los de la vida
íntima de su hermano. Contaba ya a la sazón con sesenta y seis años
y sus fuerzas le flaqueaban. Ya no se sentía con los ánimos y la
fuerza de voluntad de sus años jóvenes. La vida pasaba y no en
vano.
—Entonces,
¿ahora qué piensas hacer, Alfonso?
—Pasaré
aquí unos días en una especie de retiro espiritual con los monjes
del monasterio para congraciarme con Dios y conmigo mismo.
Aprovecharé para elevar unas cuantas plegarias al Señor por el
eterno descanso de las almas de mis difuntas esposas. Luego me
trasladaré hasta Toledo en busca de mi futura esposa y de mi
idolatrado hijo. Cuando el Altísimo se digne admitir en su rebaño a
la bella Zaida, me casaré con ella para que me haga compañía en
los últimos años de mi vida y me proporcione más hijos si ésos
son los designios del Señor.
—Te
deseo toda la dicha del mundo, amadísimo hermano, con tu nueva
esposa. La verdad que no has tenido mucha suerte en tus matrimonios.
La mujer que te podía haber dado mucha descendencia no pudo ser. Las
que sí pudieron ser no te la han dado. A ver si con ésta te va
mejor.
—Gracias,
querida hermana. Espero que así sea.
Los
dos hermanos se despidieron por aquella noche. A la mañana siguiente
doña Urraca regresó a León, mientras que don Alfonso daba comienzo
a su retiro espiritual.
© Julio Noel
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