12
La
había conocido un año antes en una audiencia que había concedido a
sus padres. Desde el primer momento quedó prendado de su
extraordinaria belleza. Se trataba de Jimena Muñiz, hija de unos
aristócratas bercianos. Don Alfonso no desaprovechó la oportunidad
que el acaso le había brindado para insinuarse ante aquella beldad.
Por aquel entonces las relaciones que mantenía con su esposa se
habían enfriado considerablemente. Hacía ya más de tres años que
se habían casado y aún no le había proporcionado ningún
descendiente, lo que estaba dando lugar a habladurías entre la
aristocracia y hasta entre el propio pueblo llano, tan inclinado
siempre a los chismes y rumores de palacio. El rey encontró en
aquella hermosa aristócrata la que podía ser su amante y futura
esposa, si doña Inés no le daba algún hijo en un futuro inmediato.
Con
el paso de los meses los encuentros entre don Alfonso y doña Jimena,
aunque furtivos, se habían hecho cada vez más frecuentes. Este
coqueteo no pasó desapercibido para doña Urraca, que seguía muy de
cerca los pasos de su hermano, y ni siquiera para doña Inés, que ya
había comenzado a sentir en sus propias carnes los abrasadores
aguijonazos de los celos.
Una
tórrida tarde de estío don Alfonso se había refugiado en el
recinto más fresco de su palacio para huir de los rigores del
verano. Una estancia en el ala norte en la que apenas penetraba la
luz del día por dos angostas ventanas situadas a más de dos metros
de altura sobre el nivel del suelo. Sus paredes de piedra, frías y
desnudas, sólo albergaban algún que otro arco o espada ya en
desuso. El suelo, pavimentado con grandes losas de pizarra, le
confería un aire de mayor frescor. Una mesa de madera de roble y
cuatro sillas de abedul componían todo el mobiliario. La infanta,
que lo había seguido de cerca, no tardó en hacer acto de presencia.
—Así
que es aquí donde te refugias cuando hace calor —le dijo a su
hermano a modo de saludo.
Don
Alfonso se sobresaltó un poco al oírla.
—Perdona,
Urraca, no te he oído entrar.
—Ya
sé que no me has oído entrar, Alfonso. Ahora que estamos aquí los
dos juntos y que nadie nos molesta, quiero que me cuentes qué
significan todos esos escarceos con esa joven que cada vez frecuenta
más sus visitas a palacio. Piensa que igual que yo y que tu propia
esposa, no tardará el servicio en darse cuenta de tus devaneos. El
día que eso ocurra puedes estar seguro que tus relaciones con esa
mujer serán de dominio público en todo el reino y fuera de él. ¿Me
quieres decir qué pretendes?
—No
pretendo nada, querida hermana. Sencillamente me he enamorado de
Jimena.
—Y
lo dices así, tan tranquilo. ¿No sabes que no te puedes casar con
ella? Además de no estar a tu altura, sabes perfectamente que nos
unen lazos de consanguinidad. Esto es un impedimento del que jamás
te dispensará el papa. Rompe inmediatamente estas relaciones que no
te reportarán más que problemas. Si no quieres continuar con Inés,
repúdiala oficialmente y búscate otra mujer que esté a tu altura y
te dé descendencia, pero no sigas con esa amante que te puede
acarrear muchos dolores de cabeza.
—No
puedo dejar a Jimena. Es superior a mis fuerzas. En cuanto a Inés,
ya lo tengo decidido desde hace tiempo. La repudiaré el próximo mes
por estéril. Hace ya cuatro años que nos desposamos sin que haya
visos de descendencia. En estos momentos ya es un problema de estado
que debo resolver. Espero que ni el obispo ni el papa me pongan
ninguna objeción, pues nuestro reino necesita un heredero para su
continuidad.
—Hace
tiempo que deberías haber tomado esta decisión. En más de una
ocasión te lo he venido insinuando yo misma. Pero eso no es óbice
para que rompas inmediatamente tus relaciones extramaritales y desde
todo punto de vista reprobables. Tus coqueteos con Jimena no deben
salir de las paredes de este palacio. Si lo hicieran, sería una
ignominia para ti y para el propio reino.
—No
exageres, Urraca.
—No
exagero, Alfonso. Piensa en lo que contaría la Historia si esto
saliera a la luz.
—Si
eso ocurriera, trataremos de velarlo de alguna manera a los siglos
venideros. Pero no me sigas pidiendo que la deje, porque no puedo.
Doña
Urraca hizo un gesto de desagrado. No sabía cómo liberar a su
hermano de aquella peligrosa aventura amorosa.
—Si
no puedes dejarla, al menos procura ser discreto hasta que repudies
públicamente a tu esposa. Cuando quedes libre de las ligaduras del
matrimonio, el escándalo ya no será tan grande si se descubren tus
nuevos amoríos.
El
ocho de septiembre, día de la Natividad de Nuestra Señora, se
hallaba reunida en la catedral de León una buena parte de los nobles
del reino. Se había difundido por todo él que su rey, Alfonso VI,
iba a repudiar a su esposa, doña Inés de Aquitania, durante la
celebración de la Eucaristía. La expectación era máxima. En el
momento del Ofertorio, el obispo se acercó al rey para preguntarle
ante todos los fieles presentes:
—¿Repudiáis
a vuestra legítima esposa aquí presente, doña Inés de Aquitania?
—Sí,
la repudio —contestó con resolución y firmeza don Alfonso.
—¿Qué
motivos tenéis para repudiarla? —volvió a preguntar el obispo.
—La
repudio por ser estéril —respondió el rey.
—Siendo
así, desde este momento quedan rotos los lazos que os unían a ella
en santo matrimonio. Señor, quedáis libre para contraer nuevo
matrimonio si así os place.
Exonerado
ya de sus ligaduras matrimoniales, don Alfonso no ocultó a nadie su
relaciones extramatrimoniales con doña Jimena, la bellísima
aristócrata berciana que se convirtió en su concubina. Era hermosa
en extremo y de la misma edad que doña Inés. El monarca vio en ella
no sólo el objeto de su libido desenfrenada, sino también la madre
idónea para sus futuros hijos. Así, pues, a partir de aquel momento
convivió con él, confirmando incluso documentos como si de su
auténtica esposa se tratara, a pesar de no haber legitimado su
situación marital.
Doña
Jimena era acérrima partidaria del rito mozárabe. Como aristócrata
que era, tenía varios intereses en más de un monasterio del Bierzo,
en especial en el de San Andrés de Espinareda. No tardó en influir
en el rey para que se demorara al máximo la implantación del rito
romano que exigía el papa. En este sentido se convirtió
inmediatamente en una gran aliada de las infantas doña Urraca y doña
Elvira. Entre las tres lograron enfriar el gran entusiasmo que había
manifestado en los últimos años don Alfonso por la reforma
cluniacense. Desaparecida doña Inés de la escena, ya no mostraba
tanta premura por la implantación del nuevo rito, máxime cuando con
el cambio de rito el papa no sólo pretendía imponer su autoridad en
el orden espiritual, sino también en el poder temporal, algo a lo
que él se oponía rotundamente.
Un
día de tantos se hallaban en la sobremesa del almuerzo la pareja
real y la infanta doña Urraca. Después de haber charlado largo rato
sobre temas domésticos y ciertas cuestiones banales, don Alfonso les
comunicó la última noticia que había recibido.
—Me
han informado que el papa quiere relevar al actual legado que tiene
por considerarlo demasiado blando con la reforma. Aún no se sabe
quién va a sustituirlo, pero todo apunta a que será alguien muy
próximo al pontífice y a sus ideas. Está muy molesto por el
retraso que lleva en nuestro reino la implantación del nuevo rito.
—Pues
a mí me da igual que esté molesto o no —comentó doña Jimena—.
Aquí siempre se ha practicado el rito mozárabe y no estamos
dispuestos a que se nos imponga otro. El papa que se ocupe de Roma,
que nosotros nos ocuparemos de lo nuestro.
—Así
debería ser, pero se ha atribuido unos poderes que lo capacitan
incluso para deponernos a nosotros si nos oponemos a sus decisiones.
—Eso
es lo que nunca debería haber ocurrido, querido hermano, pero todos
los reyes y príncipes habéis acatado esa atribución sin la más
mínima resistencia. El único que se está enfrentando a él es el
emperador de Alemania, Enrique IV.
—Y
ya veis lo caro que le está costando ese enfrentamiento. El papa le
ha respondido con la excomunión.
—
Bueno, si eso es lo que quiere, tendrá que excomulgarnos a todos
—apostilló con cierta indiferencia doña Jimena.
Don
Alfonso sonrió con cierta indulgencia la ocurrencia de su amada.
—Puede
que no tarde en hacerlo con nosotros, querida. Si no lo ha hecho
hasta ahora, es posible que sea porque el actual legado no lo habrá
puesto al corriente de nuestra situación. Mucho me temo que el
próximo legado, si va a ser tan duro como dicen, sea lo primero que
haga cuando conozca nuestras relaciones actuales.
—Pues
casémonos para que eso no ocurra.
—Ya
hace tiempo que lo habríamos hecho si pudiéramos. Nuestro
parentesco, aunque lejano, no nos permite contraer matrimonio sin la
dispensa del papa y éste no va a acceder a nuestra petición por
mucho que insistamos.
El
semblante de doña Jimena reflejó su contrariedad por unos
instantes. No entendía cómo podían ser tan rigurosas las leyes de
la Iglesia en ese tema. Su parentesco se remontaba a la quinta o
sexta generación. ¿Cómo podían ser tan estrictos?
—Entonces
sigamos así hasta el fin de nuestros días.
—Eso
es lo que no consentirá el papa en cuanto conozca vuestra situación
—le aclaró doña Urraca—. Por eso habrá que ir pensando en
quién va a ocupar el puesto de esposa cuando llegue su sentencia,
que llegará, no os quepa la menor duda.
—Entonces,
¿eso quiere decir que tendré que abandonar el palacio y la corte de
León?
—Antes
o más tarde me temo que tendrás que hacerlo, pues el protocolo y la
decencia no permitirán que compartas el mismo techo con la verdadera
esposa de Alfonso.
—¿Qué
dices tú al respecto, cariño?
—Me
temo que mi hermana tiene razón en el caso de que ocurra, pero, ¿por
qué tenemos que preocuparnos por el futuro teniendo el presente todo
para nosotros? Vivamos el hoy, que el mañana está por llegar y no
sabemos lo que nos deparará. De momento sólo es un rumor el cambio
de legado. Quizá tarde mucho tiempo aún en producirse. Mientras eso
ocurre, vivamos el momento actual como si fuera el último de nuestra
vida. En cuanto a la reforma del rito y las costumbres, esperemos
también al próximo legado para ver qué nuevas nos trae.
—Todo
esto terminará por provocar un cisma en la Iglesia, ya lo veréis
—sentenció la infanta—. La mayor parte del clero y de la nobleza
no quieren ni oír hablar de él. Habrá muchos problemas.
—Dios
no lo permita, querida hermana.
Los
ilustres contertulios dieron por finalizada la charla abandonando el
comedor. Doña Urraca aprovechó el momento para retirarse a rezar
los oficios divinos en su oratorio.
Después
de la refutación, doña Inés se recluyó en un ala del palacio real
de donde no volvió a salir hasta que, consumida por la enfermedad,
por la melancolía y por el despecho, llegó la muerte a visitarla
unos meses más tarde. Su cuerpo fue sepultado en el monasterio de
San Benito de Sahagún, lugar que el monarca había elegido para su
propio mausoleo. Así terminó sus días la reina niña que había
llegado a León cuatro años y medio antes para convertirse en la
esposa del rey más grande de la cristiandad hispánica.
No hay comentarios:
Publicar un comentario