miércoles, 5 de junio de 2019

ALFONSO VI, IMPERATOR TOTIUS HISP. Capítulo 12


                    
                                                                  12



           La había conocido un año antes en una audiencia que había concedido a sus padres. Desde el primer momento quedó prendado de su extraordinaria belleza. Se trataba de Jimena Muñiz, hija de unos aristócratas bercianos. Don Alfonso no desaprovechó la oportunidad que el acaso le había brindado para insinuarse ante aquella beldad. Por aquel entonces las relaciones que mantenía con su esposa se habían enfriado considerablemente. Hacía ya más de tres años que se habían casado y aún no le había proporcionado ningún descendiente, lo que estaba dando lugar a habladurías entre la aristocracia y hasta entre el propio pueblo llano, tan inclinado siempre a los chismes y rumores de palacio. El rey encontró en aquella hermosa aristócrata la que podía ser su amante y futura esposa, si doña Inés no le daba algún hijo en un futuro inmediato.
Con el paso de los meses los encuentros entre don Alfonso y doña Jimena, aunque furtivos, se habían hecho cada vez más frecuentes. Este coqueteo no pasó desapercibido para doña Urraca, que seguía muy de cerca los pasos de su hermano, y ni siquiera para doña Inés, que ya había comenzado a sentir en sus propias carnes los abrasadores aguijonazos de los celos.
Una tórrida tarde de estío don Alfonso se había refugiado en el recinto más fresco de su palacio para huir de los rigores del verano. Una estancia en el ala norte en la que apenas penetraba la luz del día por dos angostas ventanas situadas a más de dos metros de altura sobre el nivel del suelo. Sus paredes de piedra, frías y desnudas, sólo albergaban algún que otro arco o espada ya en desuso. El suelo, pavimentado con grandes losas de pizarra, le confería un aire de mayor frescor. Una mesa de madera de roble y cuatro sillas de abedul componían todo el mobiliario. La infanta, que lo había seguido de cerca, no tardó en hacer acto de presencia.
—Así que es aquí donde te refugias cuando hace calor —le dijo a su hermano a modo de saludo.
Don Alfonso se sobresaltó un poco al oírla.
—Perdona, Urraca, no te he oído entrar.
—Ya sé que no me has oído entrar, Alfonso. Ahora que estamos aquí los dos juntos y que nadie nos molesta, quiero que me cuentes qué significan todos esos escarceos con esa joven que cada vez frecuenta más sus visitas a palacio. Piensa que igual que yo y que tu propia esposa, no tardará el servicio en darse cuenta de tus devaneos. El día que eso ocurra puedes estar seguro que tus relaciones con esa mujer serán de dominio público en todo el reino y fuera de él. ¿Me quieres decir qué pretendes?
—No pretendo nada, querida hermana. Sencillamente me he enamorado de Jimena.
—Y lo dices así, tan tranquilo. ¿No sabes que no te puedes casar con ella? Además de no estar a tu altura, sabes perfectamente que nos unen lazos de consanguinidad. Esto es un impedimento del que jamás te dispensará el papa. Rompe inmediatamente estas relaciones que no te reportarán más que problemas. Si no quieres continuar con Inés, repúdiala oficialmente y búscate otra mujer que esté a tu altura y te dé descendencia, pero no sigas con esa amante que te puede acarrear muchos dolores de cabeza.
—No puedo dejar a Jimena. Es superior a mis fuerzas. En cuanto a Inés, ya lo tengo decidido desde hace tiempo. La repudiaré el próximo mes por estéril. Hace ya cuatro años que nos desposamos sin que haya visos de descendencia. En estos momentos ya es un problema de estado que debo resolver. Espero que ni el obispo ni el papa me pongan ninguna objeción, pues nuestro reino necesita un heredero para su continuidad.
—Hace tiempo que deberías haber tomado esta decisión. En más de una ocasión te lo he venido insinuando yo misma. Pero eso no es óbice para que rompas inmediatamente tus relaciones extramaritales y desde todo punto de vista reprobables. Tus coqueteos con Jimena no deben salir de las paredes de este palacio. Si lo hicieran, sería una ignominia para ti y para el propio reino.
—No exageres, Urraca.
—No exagero, Alfonso. Piensa en lo que contaría la Historia si esto saliera a la luz.
—Si eso ocurriera, trataremos de velarlo de alguna manera a los siglos venideros. Pero no me sigas pidiendo que la deje, porque no puedo.
Doña Urraca hizo un gesto de desagrado. No sabía cómo liberar a su hermano de aquella peligrosa aventura amorosa.
—Si no puedes dejarla, al menos procura ser discreto hasta que repudies públicamente a tu esposa. Cuando quedes libre de las ligaduras del matrimonio, el escándalo ya no será tan grande si se descubren tus nuevos amoríos.
El ocho de septiembre, día de la Natividad de Nuestra Señora, se hallaba reunida en la catedral de León una buena parte de los nobles del reino. Se había difundido por todo él que su rey, Alfonso VI, iba a repudiar a su esposa, doña Inés de Aquitania, durante la celebración de la Eucaristía. La expectación era máxima. En el momento del Ofertorio, el obispo se acercó al rey para preguntarle ante todos los fieles presentes:
—¿Repudiáis a vuestra legítima esposa aquí presente, doña Inés de Aquitania?
—Sí, la repudio —contestó con resolución y firmeza don Alfonso.
—¿Qué motivos tenéis para repudiarla? —volvió a preguntar el obispo.
—La repudio por ser estéril —respondió el rey.
—Siendo así, desde este momento quedan rotos los lazos que os unían a ella en santo matrimonio. Señor, quedáis libre para contraer nuevo matrimonio si así os place.
Exonerado ya de sus ligaduras matrimoniales, don Alfonso no ocultó a nadie su relaciones extramatrimoniales con doña Jimena, la bellísima aristócrata berciana que se convirtió en su concubina. Era hermosa en extremo y de la misma edad que doña Inés. El monarca vio en ella no sólo el objeto de su libido desenfrenada, sino también la madre idónea para sus futuros hijos. Así, pues, a partir de aquel momento convivió con él, confirmando incluso documentos como si de su auténtica esposa se tratara, a pesar de no haber legitimado su situación marital.
Doña Jimena era acérrima partidaria del rito mozárabe. Como aristócrata que era, tenía varios intereses en más de un monasterio del Bierzo, en especial en el de San Andrés de Espinareda. No tardó en influir en el rey para que se demorara al máximo la implantación del rito romano que exigía el papa. En este sentido se convirtió inmediatamente en una gran aliada de las infantas doña Urraca y doña Elvira. Entre las tres lograron enfriar el gran entusiasmo que había manifestado en los últimos años don Alfonso por la reforma cluniacense. Desaparecida doña Inés de la escena, ya no mostraba tanta premura por la implantación del nuevo rito, máxime cuando con el cambio de rito el papa no sólo pretendía imponer su autoridad en el orden espiritual, sino también en el poder temporal, algo a lo que él se oponía rotundamente.
Un día de tantos se hallaban en la sobremesa del almuerzo la pareja real y la infanta doña Urraca. Después de haber charlado largo rato sobre temas domésticos y ciertas cuestiones banales, don Alfonso les comunicó la última noticia que había recibido.
—Me han informado que el papa quiere relevar al actual legado que tiene por considerarlo demasiado blando con la reforma. Aún no se sabe quién va a sustituirlo, pero todo apunta a que será alguien muy próximo al pontífice y a sus ideas. Está muy molesto por el retraso que lleva en nuestro reino la implantación del nuevo rito.
—Pues a mí me da igual que esté molesto o no —comentó doña Jimena—. Aquí siempre se ha practicado el rito mozárabe y no estamos dispuestos a que se nos imponga otro. El papa que se ocupe de Roma, que nosotros nos ocuparemos de lo nuestro.
—Así debería ser, pero se ha atribuido unos poderes que lo capacitan incluso para deponernos a nosotros si nos oponemos a sus decisiones.
—Eso es lo que nunca debería haber ocurrido, querido hermano, pero todos los reyes y príncipes habéis acatado esa atribución sin la más mínima resistencia. El único que se está enfrentando a él es el emperador de Alemania, Enrique IV.
—Y ya veis lo caro que le está costando ese enfrentamiento. El papa le ha respondido con la excomunión.
— Bueno, si eso es lo que quiere, tendrá que excomulgarnos a todos —apostilló con cierta indiferencia doña Jimena.
Don Alfonso sonrió con cierta indulgencia la ocurrencia de su amada.
—Puede que no tarde en hacerlo con nosotros, querida. Si no lo ha hecho hasta ahora, es posible que sea porque el actual legado no lo habrá puesto al corriente de nuestra situación. Mucho me temo que el próximo legado, si va a ser tan duro como dicen, sea lo primero que haga cuando conozca nuestras relaciones actuales.
—Pues casémonos para que eso no ocurra.
—Ya hace tiempo que lo habríamos hecho si pudiéramos. Nuestro parentesco, aunque lejano, no nos permite contraer matrimonio sin la dispensa del papa y éste no va a acceder a nuestra petición por mucho que insistamos.
El semblante de doña Jimena reflejó su contrariedad por unos instantes. No entendía cómo podían ser tan rigurosas las leyes de la Iglesia en ese tema. Su parentesco se remontaba a la quinta o sexta generación. ¿Cómo podían ser tan estrictos?
—Entonces sigamos así hasta el fin de nuestros días.
—Eso es lo que no consentirá el papa en cuanto conozca vuestra situación —le aclaró doña Urraca—. Por eso habrá que ir pensando en quién va a ocupar el puesto de esposa cuando llegue su sentencia, que llegará, no os quepa la menor duda.
—Entonces, ¿eso quiere decir que tendré que abandonar el palacio y la corte de León?
—Antes o más tarde me temo que tendrás que hacerlo, pues el protocolo y la decencia no permitirán que compartas el mismo techo con la verdadera esposa de Alfonso.
—¿Qué dices tú al respecto, cariño?
—Me temo que mi hermana tiene razón en el caso de que ocurra, pero, ¿por qué tenemos que preocuparnos por el futuro teniendo el presente todo para nosotros? Vivamos el hoy, que el mañana está por llegar y no sabemos lo que nos deparará. De momento sólo es un rumor el cambio de legado. Quizá tarde mucho tiempo aún en producirse. Mientras eso ocurre, vivamos el momento actual como si fuera el último de nuestra vida. En cuanto a la reforma del rito y las costumbres, esperemos también al próximo legado para ver qué nuevas nos trae.
—Todo esto terminará por provocar un cisma en la Iglesia, ya lo veréis —sentenció la infanta—. La mayor parte del clero y de la nobleza no quieren ni oír hablar de él. Habrá muchos problemas.
—Dios no lo permita, querida hermana.
Los ilustres contertulios dieron por finalizada la charla abandonando el comedor. Doña Urraca aprovechó el momento para retirarse a rezar los oficios divinos en su oratorio.
Después de la refutación, doña Inés se recluyó en un ala del palacio real de donde no volvió a salir hasta que, consumida por la enfermedad, por la melancolía y por el despecho, llegó la muerte a visitarla unos meses más tarde. Su cuerpo fue sepultado en el monasterio de San Benito de Sahagún, lugar que el monarca había elegido para su propio mausoleo. Así terminó sus días la reina niña que había llegado a León cuatro años y medio antes para convertirse en la esposa del rey más grande de la cristiandad hispánica.

No hay comentarios:

Publicar un comentario