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En
la primavera del año 1097 las huestes de don Alfonso marchaban por
las hoces de Medinaceli en dirección a Arcos de Jalón. La
vegetación vestía sus variopintos colores primaverales en medio de
la estepa castellana. El emperador se dirigía a tierras de Zaragoza
para auxiliar a su vasallo al-Mostaín II contra el ataque de Pedro I
de Aragón. Iba al frente de sus tropas flanqueado por sus más
fieles vasallos. Un jinete cabalgaba en un caballo sudoroso
abriéndose paso entre la apretada tropa para llegar hasta el rey.
Era un emisario de tierras del al-Ándalus.
—Majestad,
Yusuf ha desembarcado otra vez con un gran ejército en las costas
del Estrecho —le comunicó casi sin aliento.
—¿De
nuevo vuelve ese perro salvaje a hostigarnos con el ejército de
demonios que trae consigo? Volvamos sobre nuestros pasos para hacerle
frente y derrotarlo de una vez para siempre —don Alfonso ordenó a
sus tropas que se detuvieran—. ¿Sabes a dónde se dirige? —le
preguntó al emisario.
—Parece
que ha puesto rumbo a Córdoba, Señor.
—Bien.
Nos encaminaremos a la frontera entre Toledo y Córdoba. Allí será
donde nos esperará y querrá presentarnos batalla. Ahora un heraldo
partirá hacia Huesca para pedir a Pedro I su ayuda en esta batalla y
otro se dirigirá a Valencia, donde espero que esta vez Rodrigo Díaz
no nos falle. Los demás desandaremos el camino andado.
Don
Alfonso, tan magnánimo, tan noble siempre, había vuelto a perdonar
a su díscolo vasallo, Rodrigo Díaz de Vivar, aunque no estaba
seguro de que éste se hubiera arrepentido de sus faltas. Su
insolencia, su orgullo, su arrogancia y su ambición desmedida por el
dinero y el poder no le permitían humillarse ante su señor natural.
Si a ello añadimos que se había hecho señor de Valencia y poseía
un poderoso ejército, tenía motivos más que suficientes para
vanagloriarse y no acudir en auxilio del emperador. Habría que
esperar el transcurso de los acontecimientos para ver si acudía o no
en apoyo de las tropas cristianas.
Ya
en tierras toledanas, don Alfonso eligió la zona de Consuegra,
próxima a los Montes de Toledo, por ser el lugar más idóneo para
presentar batalla al invasor. Desde su castillo se divisaba una
amplia panorámica, ideal para dirigir las operaciones militares. En
caso necesario, también podía constituir un buen refugio donde
guarecerse.
A
mediados de junio las huestes de Alfonso VI se hallaban ya en las
inmediaciones del castillo de Consuegra. Estaban formadas por los
aproximadamente cuatro mil hombres que el monarca había reunido para
auxiliar a al-Mostaín II. Como las tropas musulmanas demorarían
bastante su presencia en el campo de batalla, las huestes cristianas
aprovecharon el tiempo para aprovisionar bien de agua y víveres
todos los castillos y fortalezas de la línea fronteriza con el
al-Ándalus, en especial el castillo de Consuegra.
Yusuf ibn Tasufin había instalado entretanto su cuartel general en
Córdoba. Desde allí mandó reunir un gran número de guerreros del
al-Ándalus, tanto de oriente como de occidente, que engrosarían sus
tropas especializadas. Cuando consideró que ya estaba todo
dispuesto, envió parte de sus tropas con todos los guerreros
reunidos del al-Ándalus a enfrentarse con las huestes de Alfonso VI.
Al mando de este gran contingente iba el general Mohammed ben
al-Hach, mientras Yusuf decidió permanecer en Córdoba a la espera
de los acontecimientos.
El
doce de agosto el imponente ejército almorávide se dejó ver desde
el castillo de Consuegra en dirección suroeste hacia las
estribaciones de los Montes de Toledo. Un gran número de hombres a
pie y a caballo, armados hasta los dientes, avanzaba rumbo a Toledo.
Pero en medio del camino, en Consuegra, se habían apostado las
huestes de Alfonso VI para impedirles el paso. El estruendo de los
tambores, el gran contingente de tropas, la enorme polvareda que
levantaban al avanzar hacían estremecer hasta al más valiente de
los soldados cristianos. Don Alfonso observaba sus movimientos desde
la torre albarrana del castillo. El gran ejército almorávide detuvo
su avance cuando todos sus miembros salieron a campo abierto. El
monarca leonés contemplaba atónito tan ingente número de tropas y
temía lo peor. Temía que le ocurriera lo que ya le había sucedido
en la batalla de Sagrajas. ¿Dónde estaban los refuerzos que había
pedido? De Pedro I de Aragón no tenía noticias y de su vasallo el
Cid tan sólo había recibido unos trescientos hombres, número
totalmente insuficiente ante aquella enorme máquina de matar que
tenía delante. ¿Dónde estaba la alianza de los cristianos para
luchar contra los invasores almorávides? ¿Dónde la llama de la
Reconquista que se encendiera en la batalla de Covadonga y que los
había alumbrado durante todos aquellos siglos? ¿Dónde la promesa
de los francos para luchar todos juntos contra los seguidores de
Mahoma y erradicarlos de la Península Ibérica? Pero no era momento
de lamentaciones. Había que luchar contra aquel cruel enemigo que
tenía delante y debía hacerlo sin demora y con los escasos medios
de que disponía. No podía permitirles que pasaran adelante y se
adueñaran otra vez de la ciudad imperial.
Dos
días permaneció el ejército almorávide acampado en las márgenes
de los Montes de Toledo. El tercer día emprendieron la marcha rumbo
a Consuegra. La gran polvareda que levantaban, los gritos de guerra
que emitían, el estruendo de los tambores y las fanfarrias, todo
infundía pavor en las huestes cristianas que los aguardaban en las
inmediaciones del castillo. Don Alfonso dispuso su ejército para el
ataque. A pesar de su inferioridad, no dudó en infundirles todo su
valor para enfrentarse a aquella destructora máquina.
—Vasallos
y soldados míos, Dios está con nosotros. No nos dejemos amedrentar
por su número y contendamos contra ellos con ardor y valentía. No
olvidemos nuestras glorias pasadas y todo lo conseguido hasta aquí.
¡Por León, por Castilla, por Galicia, por la Reconquista, por la
unidad de España! ¡Luchemos todos juntos! ¡Enfrentémonos a ellos
hasta vencer o morir!
Alfonso
VI colocó en posición de combate las tropas de Álvar Fáñez, de
Pedro Ansúrez, de García Ordóñez y de Diego Rodríguez de Vivar
para hacer frente al ejército sarraceno. Cuando el grueso del
ejército infiel, formado en su mayoría por guerreros andalusíes,
ya estaba próximo a Consuegra, las huestes cristianas se abalanzaron
sobre ellos con el propósito de romper su unidad y provocar su
disgregación. El primer impacto fue favorable al ejército
cristiano, que logró dispersar por la extensa llanura a los
musulmanes. Mas no tardaron en rehacerse éstos para atacar de nuevo,
ahora reforzados por la caballería que había permanecido hasta
entonces en la retaguardia. El monarca leonés, al percatarse de
aquella estratagema, ordenó a sus tropas que se replegaran en el
castillo, momento que aprovecharon los almorávides para infligirles
un gran castigo ocasionándoles muchas bajas. En la desbandada
general y el repliegue de las tropas, todos los capitanes lograron
ponerse a salvo en el interior del castillo, excepto Diego Rodríguez
que quedó atrapado con sus guerreros en medio de la caballería
almorávide.
—¿Dónde
está Diego? —preguntó con angustia el rey a sus capitanes.
—Se
ha quedado fuera, Señor —le contestó García Ordóñez.
—¿No
os pedí encarecidamente que velarais por su vida, que no es más que
un joven intrépido pero inexperto en las lides bélicas?
—Señor,
hicimos cuanto pudimos por salvar su vida —comentó García
Ordóñez—, pero él se empecinó en seguir a un grupo de
sarracenos que huían a la desbandada y ésa fue su perdición. Sin
darse cuenta tanto él como el pequeño grupo de guerreros que lo
acompañaban se vieron envueltos por la caballería almorávide.
Entre ellos y nosotros se interpusieron más de quinientos jinetes y
un número indeterminado de infantes andalusíes, que impidieron
cualquier tipo de ayuda que hubiéramos intentado prestarle. Sólo
pudimos contemplar desde la lejanía y con gran impotencia cómo se
defendía el valiente Diego de sus enemigos y lo cara que vendió su
vida. Lamentamos su pérdida con gran dolor de corazón.
—Yo
sí que la lamento, pues me era un joven muy estimado en quien tenía
puestas grandes esperanzas —el rey hizo una breve pausa—. ¿Os
habéis asegurado de cerrar bien las puertas del castillo para que no
entren los infieles?
—Están
totalmente aseguradas, Señor —le confirmó Álvar Fáñez.
—Bien,
resistiremos aquí el ataque de esos salvajes mientras fluya una gota
de sangre por nuestras venas. Lo de hoy ha sido una derrota en la
primera batalla, pero aún no hemos perdido la guerra. En estos
momentos seguro que están ideando la forma de abatirnos en este
castillo. No lo van a tener nada fácil. Cada uno de nosotros
defenderemos un ala de esta fortaleza desde cada una de sus torres.
No permitiremos que ni un solo enemigo logre asomar su cabeza por una
de las almenas. Antes tendrán que pasar por encima de nuestros
cadáveres.
—Sí,
Señor —asintieron todos al unísono.
—Ahora
cada cual que ocupe su puesto.
El
rey permaneció en la torre albarrana desde donde podía observar
todos los movimientos del enemigo y dirigir las operaciones de
resistencia en el interior de la fortaleza. Desde allí pudo observar
cómo se había ido concentrando el enemigo alrededor del castillo.
No tardó en ver cómo se preparaban para el primer ataque. Don
Alfonso alertó a sus capitanes para que estuvieran en guardia. Poco
después se veían rodar por las laderas abajo cuerpos inertes
atravesados por las flechas de los arqueros cristianos. El resto de
los atacantes, sorprendidos por la furibunda resistencia de los
cercados, retrocedieron precipitadamente sobre sus pasos. Los
capitanes almorávides proferían gritos de enaltecimiento para
infundir coraje a sus guerreros, que de nuevo volvieron a la carga
sobre el castillo insuflados de renovado valor. Mas no tardaron en
retroceder sobre sus pasos fustigados por las flechas, piedras y
aceite hirviendo que escupían las almenas de la fortaleza. Las
tropas del emperador refugiadas en el castillo de la Muela sufrieron
durante ocho largos días los terribles embates del enemigo que
lograron rechazar con gran arrojo, al final de los cuales Mohammed
ben al-Hach decidió regresar a Córdoba cargado de botín y gloria.
Después
de abandonar las llanuras de Consuegra los últimos musulmanes, las
huestes de Alfonso VI salieron del castillo para recoger y dar
cristiana sepultura a los muchos cadáveres que sembraban sus campos.
Entre ellos hallaron el de Diego Rodríguez, que velaron y lloraron
antes de trasladarlo a San Pedro de Cardeña donde recibió cristiana
sepultura.
Alfonso
VI, algo desconcertado por el extraño comportamiento de los
almorávides, marchó con el grueso de sus tropas hacia Toledo para
reorganizarse y dirigir desde allí la defensa de la ciudad ante un
posible ataque de los sarracenos. No entendía por qué no habían
prolongado el cerco del castillo de Consuegra hasta obligarles a
rendirse por falta de víveres. No era normal que abandonaran su
presa tan de súbito sin aparente motivo. ¿Qué los había movido a
hacerlo? ¿Tal vez alguien les anunció que se acercaban las tropas
de don Pedro I y por eso se retiraron? ¿O quizá temieron que fuera
a socorrerlos el Cid con sus mesnadas? Fuera como fuere, levantaron
el cerco y les dejaron el camino libre.
Alfonso
VI aprovechó su estancia en la ciudad imperial para reorganizar la
defensa de los puntos más estratégicos de la frontera con el islam.
Para ello nombró a Álvar Fáñez gobernador de todas las plazas del
valle del Tajo. Entretanto, García Ordóñez regresaba a sus fueros
de Calahorra y Pedro Ansúrez a Carrión.
© Julio Noel
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