jueves, 6 de junio de 2019

ALFONSO VI, IMPERATOR TOTIUS HISP. Capítulo 33


      
                                                                   33



            En la primavera del año 1097 las huestes de don Alfonso marchaban por las hoces de Medinaceli en dirección a Arcos de Jalón. La vegetación vestía sus variopintos colores primaverales en medio de la estepa castellana. El emperador se dirigía a tierras de Zaragoza para auxiliar a su vasallo al-Mostaín II contra el ataque de Pedro I de Aragón. Iba al frente de sus tropas flanqueado por sus más fieles vasallos. Un jinete cabalgaba en un caballo sudoroso abriéndose paso entre la apretada tropa para llegar hasta el rey. Era un emisario de tierras del al-Ándalus.
—Majestad, Yusuf ha desembarcado otra vez con un gran ejército en las costas del Estrecho —le comunicó casi sin aliento.
—¿De nuevo vuelve ese perro salvaje a hostigarnos con el ejército de demonios que trae consigo? Volvamos sobre nuestros pasos para hacerle frente y derrotarlo de una vez para siempre —don Alfonso ordenó a sus tropas que se detuvieran—. ¿Sabes a dónde se dirige? —le preguntó al emisario.
—Parece que ha puesto rumbo a Córdoba, Señor.
—Bien. Nos encaminaremos a la frontera entre Toledo y Córdoba. Allí será donde nos esperará y querrá presentarnos batalla. Ahora un heraldo partirá hacia Huesca para pedir a Pedro I su ayuda en esta batalla y otro se dirigirá a Valencia, donde espero que esta vez Rodrigo Díaz no nos falle. Los demás desandaremos el camino andado.
Don Alfonso, tan magnánimo, tan noble siempre, había vuelto a perdonar a su díscolo vasallo, Rodrigo Díaz de Vivar, aunque no estaba seguro de que éste se hubiera arrepentido de sus faltas. Su insolencia, su orgullo, su arrogancia y su ambición desmedida por el dinero y el poder no le permitían humillarse ante su señor natural. Si a ello añadimos que se había hecho señor de Valencia y poseía un poderoso ejército, tenía motivos más que suficientes para vanagloriarse y no acudir en auxilio del emperador. Habría que esperar el transcurso de los acontecimientos para ver si acudía o no en apoyo de las tropas cristianas.
Ya en tierras toledanas, don Alfonso eligió la zona de Consuegra, próxima a los Montes de Toledo, por ser el lugar más idóneo para presentar batalla al invasor. Desde su castillo se divisaba una amplia panorámica, ideal para dirigir las operaciones militares. En caso necesario, también podía constituir un buen refugio donde guarecerse.
A mediados de junio las huestes de Alfonso VI se hallaban ya en las inmediaciones del castillo de Consuegra. Estaban formadas por los aproximadamente cuatro mil hombres que el monarca había reunido para auxiliar a al-Mostaín II. Como las tropas musulmanas demorarían bastante su presencia en el campo de batalla, las huestes cristianas aprovecharon el tiempo para aprovisionar bien de agua y víveres todos los castillos y fortalezas de la línea fronteriza con el al-Ándalus, en especial el castillo de Consuegra.
Yusuf ibn Tasufin había instalado entretanto su cuartel general en Córdoba. Desde allí mandó reunir un gran número de guerreros del al-Ándalus, tanto de oriente como de occidente, que engrosarían sus tropas especializadas. Cuando consideró que ya estaba todo dispuesto, envió parte de sus tropas con todos los guerreros reunidos del al-Ándalus a enfrentarse con las huestes de Alfonso VI. Al mando de este gran contingente iba el general Mohammed ben al-Hach, mientras Yusuf decidió permanecer en Córdoba a la espera de los acontecimientos.
El doce de agosto el imponente ejército almorávide se dejó ver desde el castillo de Consuegra en dirección suroeste hacia las estribaciones de los Montes de Toledo. Un gran número de hombres a pie y a caballo, armados hasta los dientes, avanzaba rumbo a Toledo. Pero en medio del camino, en Consuegra, se habían apostado las huestes de Alfonso VI para impedirles el paso. El estruendo de los tambores, el gran contingente de tropas, la enorme polvareda que levantaban al avanzar hacían estremecer hasta al más valiente de los soldados cristianos. Don Alfonso observaba sus movimientos desde la torre albarrana del castillo. El gran ejército almorávide detuvo su avance cuando todos sus miembros salieron a campo abierto. El monarca leonés contemplaba atónito tan ingente número de tropas y temía lo peor. Temía que le ocurriera lo que ya le había sucedido en la batalla de Sagrajas. ¿Dónde estaban los refuerzos que había pedido? De Pedro I de Aragón no tenía noticias y de su vasallo el Cid tan sólo había recibido unos trescientos hombres, número totalmente insuficiente ante aquella enorme máquina de matar que tenía delante. ¿Dónde estaba la alianza de los cristianos para luchar contra los invasores almorávides? ¿Dónde la llama de la Reconquista que se encendiera en la batalla de Covadonga y que los había alumbrado durante todos aquellos siglos? ¿Dónde la promesa de los francos para luchar todos juntos contra los seguidores de Mahoma y erradicarlos de la Península Ibérica? Pero no era momento de lamentaciones. Había que luchar contra aquel cruel enemigo que tenía delante y debía hacerlo sin demora y con los escasos medios de que disponía. No podía permitirles que pasaran adelante y se adueñaran otra vez de la ciudad imperial.
Dos días permaneció el ejército almorávide acampado en las márgenes de los Montes de Toledo. El tercer día emprendieron la marcha rumbo a Consuegra. La gran polvareda que levantaban, los gritos de guerra que emitían, el estruendo de los tambores y las fanfarrias, todo infundía pavor en las huestes cristianas que los aguardaban en las inmediaciones del castillo. Don Alfonso dispuso su ejército para el ataque. A pesar de su inferioridad, no dudó en infundirles todo su valor para enfrentarse a aquella destructora máquina.
—Vasallos y soldados míos, Dios está con nosotros. No nos dejemos amedrentar por su número y contendamos contra ellos con ardor y valentía. No olvidemos nuestras glorias pasadas y todo lo conseguido hasta aquí. ¡Por León, por Castilla, por Galicia, por la Reconquista, por la unidad de España! ¡Luchemos todos juntos! ¡Enfrentémonos a ellos hasta vencer o morir!
Alfonso VI colocó en posición de combate las tropas de Álvar Fáñez, de Pedro Ansúrez, de García Ordóñez y de Diego Rodríguez de Vivar para hacer frente al ejército sarraceno. Cuando el grueso del ejército infiel, formado en su mayoría por guerreros andalusíes, ya estaba próximo a Consuegra, las huestes cristianas se abalanzaron sobre ellos con el propósito de romper su unidad y provocar su disgregación. El primer impacto fue favorable al ejército cristiano, que logró dispersar por la extensa llanura a los musulmanes. Mas no tardaron en rehacerse éstos para atacar de nuevo, ahora reforzados por la caballería que había permanecido hasta entonces en la retaguardia. El monarca leonés, al percatarse de aquella estratagema, ordenó a sus tropas que se replegaran en el castillo, momento que aprovecharon los almorávides para infligirles un gran castigo ocasionándoles muchas bajas. En la desbandada general y el repliegue de las tropas, todos los capitanes lograron ponerse a salvo en el interior del castillo, excepto Diego Rodríguez que quedó atrapado con sus guerreros en medio de la caballería almorávide.
—¿Dónde está Diego? —preguntó con angustia el rey a sus capitanes.
—Se ha quedado fuera, Señor —le contestó García Ordóñez.
—¿No os pedí encarecidamente que velarais por su vida, que no es más que un joven intrépido pero inexperto en las lides bélicas?
—Señor, hicimos cuanto pudimos por salvar su vida —comentó García Ordóñez—, pero él se empecinó en seguir a un grupo de sarracenos que huían a la desbandada y ésa fue su perdición. Sin darse cuenta tanto él como el pequeño grupo de guerreros que lo acompañaban se vieron envueltos por la caballería almorávide. Entre ellos y nosotros se interpusieron más de quinientos jinetes y un número indeterminado de infantes andalusíes, que impidieron cualquier tipo de ayuda que hubiéramos intentado prestarle. Sólo pudimos contemplar desde la lejanía y con gran impotencia cómo se defendía el valiente Diego de sus enemigos y lo cara que vendió su vida. Lamentamos su pérdida con gran dolor de corazón.
—Yo sí que la lamento, pues me era un joven muy estimado en quien tenía puestas grandes esperanzas —el rey hizo una breve pausa—. ¿Os habéis asegurado de cerrar bien las puertas del castillo para que no entren los infieles?
—Están totalmente aseguradas, Señor —le confirmó Álvar Fáñez.
—Bien, resistiremos aquí el ataque de esos salvajes mientras fluya una gota de sangre por nuestras venas. Lo de hoy ha sido una derrota en la primera batalla, pero aún no hemos perdido la guerra. En estos momentos seguro que están ideando la forma de abatirnos en este castillo. No lo van a tener nada fácil. Cada uno de nosotros defenderemos un ala de esta fortaleza desde cada una de sus torres. No permitiremos que ni un solo enemigo logre asomar su cabeza por una de las almenas. Antes tendrán que pasar por encima de nuestros cadáveres.
—Sí, Señor —asintieron todos al unísono.
—Ahora cada cual que ocupe su puesto.
El rey permaneció en la torre albarrana desde donde podía observar todos los movimientos del enemigo y dirigir las operaciones de resistencia en el interior de la fortaleza. Desde allí pudo observar cómo se había ido concentrando el enemigo alrededor del castillo. No tardó en ver cómo se preparaban para el primer ataque. Don Alfonso alertó a sus capitanes para que estuvieran en guardia. Poco después se veían rodar por las laderas abajo cuerpos inertes atravesados por las flechas de los arqueros cristianos. El resto de los atacantes, sorprendidos por la furibunda resistencia de los cercados, retrocedieron precipitadamente sobre sus pasos. Los capitanes almorávides proferían gritos de enaltecimiento para infundir coraje a sus guerreros, que de nuevo volvieron a la carga sobre el castillo insuflados de renovado valor. Mas no tardaron en retroceder sobre sus pasos fustigados por las flechas, piedras y aceite hirviendo que escupían las almenas de la fortaleza. Las tropas del emperador refugiadas en el castillo de la Muela sufrieron durante ocho largos días los terribles embates del enemigo que lograron rechazar con gran arrojo, al final de los cuales Mohammed ben al-Hach decidió regresar a Córdoba cargado de botín y gloria.
Después de abandonar las llanuras de Consuegra los últimos musulmanes, las huestes de Alfonso VI salieron del castillo para recoger y dar cristiana sepultura a los muchos cadáveres que sembraban sus campos. Entre ellos hallaron el de Diego Rodríguez, que velaron y lloraron antes de trasladarlo a San Pedro de Cardeña donde recibió cristiana sepultura.
Alfonso VI, algo desconcertado por el extraño comportamiento de los almorávides, marchó con el grueso de sus tropas hacia Toledo para reorganizarse y dirigir desde allí la defensa de la ciudad ante un posible ataque de los sarracenos. No entendía por qué no habían prolongado el cerco del castillo de Consuegra hasta obligarles a rendirse por falta de víveres. No era normal que abandonaran su presa tan de súbito sin aparente motivo. ¿Qué los había movido a hacerlo? ¿Tal vez alguien les anunció que se acercaban las tropas de don Pedro I y por eso se retiraron? ¿O quizá temieron que fuera a socorrerlos el Cid con sus mesnadas? Fuera como fuere, levantaron el cerco y les dejaron el camino libre.
Alfonso VI aprovechó su estancia en la ciudad imperial para reorganizar la defensa de los puntos más estratégicos de la frontera con el islam. Para ello nombró a Álvar Fáñez gobernador de todas las plazas del valle del Tajo. Entretanto, García Ordóñez regresaba a sus fueros de Calahorra y Pedro Ansúrez a Carrión.

      © Julio Noel          

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