miércoles, 5 de junio de 2019

ALFONSO VI, IMPERATOR TOTIUS HISP. Capítulo 15


      
                                                                  15


         Don Alfonso era padre de una hermosa niña nacida de sus relaciones extramaritales con Jimena Muñiz. El monarca pretendía legitimar esa relación anómala uniéndose en santo matrimonio con su concubina, mas los lazos de parentesco que los amarraban impedían que la Iglesia viera con buenos ojos aquella unión. Cansado de negociar con el obispo de León y con el legado del papa, se vio obligado a inclinarse por la solución más decorosa a su actual situación. Ésta no fue otra que la de comprometerse con Constanza de Borgoña, viuda del conde Hugo II de Châlon. Doña Jimena no vio con buenos ojos ese compromiso que la privaría a ella de ser la reina consorte del soberano leonés. Toda la grandeza con la que había soñado, todas las ilusiones que se había forjado desde el comienzo de sus relaciones con don Alfonso se desvanecían como humo que se disipa en el aire, como frágiles nubes que se lleva el viento.
—No me puedes hacer esto, amor mío. ¿Dónde están todas aquellas promesas que me hiciste, todos aquellos compromisos que adquiriste para conmigo?
—Lo siento, Jimena. De veras que lo siento.
—Eso no basta, Alfonso. Me prometiste que me convertirías en tu legítima esposa, que sería la reina consorte de tus reinos, y ahora me dejas tirada en medio del barro. No me puedes hacer esto.
—Sabes que te quiero más que a nada ni a nadie de este mundo. Por ti lo daría todo. Por ti sería capaz de ir hasta el fin de la Tierra. Pero lo que no puedo es luchar contra imposibles. Sabes que lo he intentado todo y todo ha sido inútil. El obispo de León, el legado Ricardo, hasta el abad Hugo, todos se oponen a nuestro matrimonio. El único que parece estar de nuestro lado es el abad Roberto de Sahagún, pero él solo tiene poca fuerza para influir en los poderosos. Me temo que en cualquier momento vamos a recibir un buen varapalo del papa.
—¿Y qué si lo recibimos? Rompe con todos ellos. Rompe incluso con el papa, con toda la autoridad que se ha arrogado y con todas sus reformas.
—¿Cómo quieres que haga eso, amor mío? Sería nuestra perdición. Ya ves lo que está haciendo con Enrique IV. Conmigo no sería una excepción. Mal que nos pese tenemos que acatar el orden establecido.
Doña Jimena no estaba de acuerdo con don Alfonso. Sabía que sus sueños de gloria estaban a punto de esfumarse, que aunque continuara en palacio, lo que dudaba mucho, sería relegada a un segundo plano. ¿Cómo iba a soportar esa humillación ante toda la corte y sobre todo ante la que se convertiría en esposa oficial del rey y, por tanto, en reina? Ella no sería segundo plato de nadie, ni siquiera del rey.
—Si no rompes tu compromiso con la extranjera, abandonaré la corte y no me volverás a ver nunca más.
—No lo harás, Jimena. Me casaré con Constanza para cubrir las apariencias, pero te seguiré amando a ti. Por nada del mundo permitiré que te vayas de mi lado.
—Eso no son más que frases bonitas, pero vacías de contenido —le contestó la amante con el ceño fruncido y el gesto austero—. Yo sé que en cuanto te cases con ella te olvidarás de mí. Y si no lo haces al principio, lo harás más adelante por convencimiento propio o movido por las circunstancias. ¿Qué papel desempeñaría yo aquí? Sabes muy bien que nuestra religión y nuestras costumbres no admiten la poligamia. ¿Cómo podría justificarse entonces mi presencia en palacio? Debes elegir, Alfonso, o ella o yo, pero las dos al mismo tiempo, no. Decídete.
—No me lo pongas más difícil, amor mío, pues me vas a romper el corazón. Constanza será mi esposa, pero sólo tú serás mi amor. Ya buscaremos una casita acomodada donde alojarte y donde poder vernos sin las miradas indiscretas de nadie. Será nuestro nido de amor.
—Eso nunca, Alfonso. No me prestaré a ese juego jamás. Si salgo de palacio, será para irme a mis posesiones del Bierzo. No permaneceré aquí ni un minuto más.
En esos momentos fueron interrumpidos por el ujier de palacio.
—Señor, el legado del papa solicita permiso para entrevistarse con su Majestad. Dice que es muy urgente.
—Hazlo pasar.
Mientras el ujier iba en busca del legado papal, doña Jimena se preguntó en alta voz:
—¿Qué querrá éste ahora? No me extrañaría que viniera a tratar de lo nuestro.
—Pronto lo sabremos, amor mío.
—¿No crees que debería irme?
—En absoluto. Lo que tenga que decir nos lo dirá a los dos juntos. Así no habrá tergiversaciones ni malentendidos.
Justo en ese momento llegaba otra vez el ujier en compañía del cardenal Ricardo.
—Majestad, señora, con la venia —manifestó a modo de saludo el legado papal.
—Tenéis la palabra, Señor legado.
El legado se cortó un poco, pues no esperaba encontrar allí a la concubina de don Alfonso, que era precisamente uno de los motivos de su audiencia con el rey.
—Majestad, acabo de visitar el monasterio de Sahagún y lo que he visto allí no hay palabras para describirlo. Me he encontrado un lugar donde reinan todos los vicios y no se respeta ni una sola de las virtudes. El cenobio elegido para implantar nuestra reforma resulta ser poco menos que un lupanar. El abad Roberto no sólo no ha puesto en marcha la reforma cluniacense, sino que ha permitido que la vida del monasterio se relaje mucho más que lo que estaba antes de su llegada. Daré cuenta de todo ello a Su Santidad para que tome las medidas que estime oportunas.
—No entiendo cómo puede haberse dejado arrastrar hasta esos extremos el abad Roberto, que siempre ha despertado en mí una gran admiración por su profundo espíritu religioso totalmente acorde con la norma cluniacense. Algo muy grave ha tenido que ocurrir para que se haya apartado de la reforma. Cuando lo envié a Sahagún, mi monasterio predilecto, era el hombre más convencido del nuevo orden. Eso y la recomendación explícita del abad Hugo fueron los motivos que me movieron a nombrarlo abad de dicho cenobio para iniciar en él la reforma eclesiástica.
—Pues los resultados no pueden ser más nefastos. Hoy mismo enviaré al papa mi informe. Hay que cortar fulminantemente los desmanes que allí se están produciendo. Esa casa tiene que volver inmediatamente a la senda del Señor y abandonar el precipicio al que la ha conducido Satanás.
—Hágase lo que más convenga, Señor legado.
El cardenal Ricardo carraspeó un poco antes de enfrentarse al otro gran tema que lo había llevado a entrevistarse con el rey. No sabía cómo empezar y menos aún ante la presencia allí de la persona contra la que quería arremeter.
—Majestad, hay otro asunto que quería abordar por ser de suma importancia para Vos, Señor, y para la buena marcha del reino.
—Decidme de qué se trata.
—El caso es, Majestad, que desde la muerte de vuestra esposa estáis viviendo con esta mujer en una situación que la Iglesia no puede aceptar. Debéis romper inmediatamente vuestras ilícitas relaciones y reconciliaros con la santa madre Iglesia por bien vuestro y de vuestros súbditos. No podéis seguir así por más tiempo.
—Si nuestras relaciones son ilícitas a los ojos del mundo y de la Iglesia es porque ésta no quiere flexibilizar sus normas y dar el consentimiento para que regularicemos nuestra relación.
—Sabéis, Señor, que la Iglesia no puede consentir las relaciones matrimoniales entre dos personas a las que las unen lazos de consanguinidad. Desistid de vuestro propósito, pues la Iglesia nunca dará su consentimiento.
—Nuestros lazos de consanguinidad son muy tenues, motivo por el que la Iglesia debería ser más flexible a la hora de pronunciarse sobre nuestro caso.
El legado pontificio hizo un gesto de vaguedad.
—Nada podemos hacer al respecto. El derecho canónico es muy explícito. La Iglesia de Roma anulará todos aquellos matrimonios en los que haya algún lazo de consanguinidad. No especifica qué grado ha de haber.
—Pues yo sé de más de un matrimonio que ha sido autorizado por la Iglesia a pesar de tener lazos de parentesco sus contrayentes —terció doña Jimena que hasta entonces había estado escuchando en silencio el diálogo entre el rey y el legado papal.
—Tal vez, pero será en casos de personas irrelevantes —matizó el cardenal Ricardo—. Cuando se trata de la persona del rey se ha de ser muy estricto, pues él debe dar ejemplo a todos sus súbditos y vasallos. ¿Cómo podríamos imponer esta norma a toda la comunidad cristiana si permitiéramos que la violaran sus reyes? Sería el caos y eso es lo que tratamos de evitar.
—Métanse vuestras mercedes sus normas por donde quieran, que yo no pienso acatarlas. Me casaré con Alfonso aquí presente con o sin vuestro consentimiento.
—Señora, ¿sois consciente de lo que estáis diciendo? Esto que acabáis de manifestar es motivo suficiente para excomulgaros. Retirad lo que acabáis de decir.
—No pienso retirarlo. Ya estoy harta de tanto escrúpulo como mostráis.
Don Alfonso, ante el cariz que tomaban los comentarios de su amante, intervino para apaciguar los ánimos y reconducir el diálogo.
—Jimena, retráctate de lo que acabas de decir y pide perdón al Señor legado. No podemos transgredir la ley ni tomarnos la justicia por nuestra mano.
—Pues que autoricen de una vez nuestro matrimonio. Ya estoy cansada de tanto impedimento y tanto reparo.
—Lo haríamos gustosamente si pudiéramos —repitió el legado pontificio—, pero ya os he explicado los motivos que hay. El rey no sólo ha de ser virtuoso sino parecerlo y vuestra situación deja mucho que desear. Por eso hay que cortarla de raíz. Os recomiendo a ambos que pongáis fin a vuestra ilícita unión y que don Alfonso formalice cuanto antes su compromiso matrimonial con doña Constanza. Por mi parte, informaré al sumo pontífice de este escándalo que estáis provocando.
—No tenéis derecho a hacerlo —protestó doña Jimena—. Nuestro amor es puro y además ya ha dado sus frutos. Sólo queremos que la Iglesia lo legitime.
—No insistáis, señora, que eso no es posible. Seguid mi consejo. Ahora con la venia me retiro, pues tengo muchas otras obligaciones que cumplir. ¡Majestad! ¡Señora!
El legado hizo una breve inclinación de cabeza antes de abandonar el salón real. El monarca y su concubina no sabían qué decir. En ese momento hizo entrada doña Urraca, que estaba esperando a que se fuera el cardenal para pasar a saludarlos. Antes había ido a ver a la pequeña Elvira, que dormía plácidamente en su cuna vigilada constantemente por el ama de cría.
—¿Cómo están estos dos tortolitos? —preguntó cariñosamente a modo de saludo la infanta sin darles tiempo a que le respondieran—. Acabo de ver a ese pimpollo que tenéis. Está preciosa. Aquí le traigo una camisita y un gorrito bordados con primor y con todo el amor de su tía. Espero que sean de vuestro agrado.
—Lo son, querida hermana, aunque no deberías haberte molestado en traerlos. Ya no sabemos qué hacer con tanta ropa como tiene.
—Podéis regalarla a alguien que la necesite —interpeló doña Urraca a su hermano mientras tomaba asiento—. ¿Y cómo van esas relaciones con el papa? ¿No cede en sus pretensiones imperialistas?
—Hasta ahora no. Tendremos que seguir negociando a través de dom Hugo. Supongo que mi próximo enlace matrimonial con su sobrina agilizará aún más las cosas.
—¿Pero de dónde habrá sacado ese hombre de Dios que los reinos hispánicos le pertenecen? ¿Para eso se han esforzado tanto nuestros antepasados y nosotros mismos? ¿Para ponérselos ahora a él en bandeja?
—Se apoya en una falsa cesión de Constantino, pero no se va a salir con la suya, al menos por lo que respecta a mis reinos. Estoy dispuesto a que se implante en ellos el rito romano a cambio de que se olvide para siempre del poder temporal sobre los mismos. En ello estamos con el abad Hugo y así se lo haremos saber. Mientras no ceda en sus pretensiones temporales, aquí no se avanzará un paso en la reforma que trata de implantar.
—Por mí como si no se pone en marcha nunca. Ya sabes que soy muy reacia a esos cambios. Por cierto, ¿cómo le va al abad Roberto por Sahagún?
Don Alfonso se tomó un pequeño respiro antes de contestar.
—No muy bien, Urraca. Hace unos días vino a verme para informarme de los logros que ha conseguido. A fuer de sinceros, no ha obtenido ninguno. Cuando tomó posesión de su cargo, el abad Julián abandonó el monasterio con la mayor parte de los monjes. Los que permanecieron allí tampoco se han mostrado nada dóciles a los cambios. Debido a esto, Roberto ha dado marcha atrás y ha vuelto al rito hispano para atraer de nuevo a los fugitivos, pero ni aún así quieren volver a Sahagún mientras siga él de abad. No sé qué hacer, pues el cardenal Ricardo está al corriente de los hechos y se lo va a comunicar al papa inmediatamente. Es lo que nos acaba de decir. Tendremos que esperar los acontecimientos.
—Y de vuestras relaciones, ¿qué os ha dicho?
—Te lo puedes imaginar.
Al oír esto, la infanta puso cara de circunstancias. Se temía lo peor.
—Me parece que se avecina una fuerte tormenta, mi querido hermano. Por un lado, el rechazo a las pretensiones del papa; por otro, el fracaso de Roberto. Y por si todo esto fuera poco, vuestra relación extramarital. Gregorio VII tiene que estar que se sale de sus casillas ante los problemas que le estás ocasionando.
—Yo no lo veo así. El primero ha sido él quien lo ha provocado. El tercero también tiene parte de responsabilidad por no suavizar la doctrina de la Iglesia en estos casos. No es lo mismo un parentesco de segundo o tercer grado grado, que uno de séptimo u octavo, o más alejado aún, como es el nuestro. En cuanto a Roberto, sigo pensando que es un buen monje que lo han sobrepasado los acontecimientos. Ya sabes que fue enviado por el abad Hugo con su máxima recomendación. Si ha fracasado no es culpa mía.
—El papa no lo verá así y si no, tiempo al tiempo. ¿Y tú qué dices, Jimena?
—¡Qué voy a decir! Que no hay derecho a que sean tan rigurosos con nosotros cuando hay un montón de matrimonios autorizados por la Iglesia con un parentesco mucho más cercano que el nuestro. Se están ensañando con nosotros por motivos que se me escapan o tal vez no. Seguro que el papa no quiere autorizar nuestro matrimonio por el duelo personal que mantiene con Alfonso. Si no fuera por eso, estoy convencida que habría dado ya su consentimiento. A qué viene lo de dar ejemplo. Eso no es más que una excusa que se han inventado para ocultar el verdadero motivo. A mí no me la dan.
—Es posible que tengas razón, Jimena, pero con resistir no vas a conseguir nada. Lo mejor es que sigáis los consejos del legado.
Los tres guardaron silencio. La situación era muy comprometida sobre todo para el rey. Debía tomar una decisión que le dolería mucho.
—En tanto no se pronuncie el papa, la situación seguirá como hasta ahora —sentenció don Alfonso—. Vivamos el presente sin preocuparnos por lo que nos depare el futuro. Cuando llegue el momento, decidiremos lo que más nos convenga.
—Eso está muy bien, Alfonso, si pensáis sólo en vosotros mismos. Pero tú no puedes olvidar que te debes a tu reino. Eso te obliga a poner los intereses de estado por encima de los tuyos propios y esos intereses exigen que se ponga fin a esta situación anómala. Si no podéis contraer matrimonio oficial por la Iglesia, debes comenzar los trámites para casarte lo antes posible con Constanza. Ya sabes que está todo preparado y sólo falta una palabra tuya para que venga a reunirse contigo. Lo siento por Jimena aquí presente, mas por el bien de tu reino debes tomar esa decisión cuanto antes.
—Siempre he escuchado tus consejos como si vinieran de nuestra propia madre, querida hermana. Sé que eres sensata y que te riges por la razón cuando me haces estas sugerencias, pero en mí hay un gran conflicto entre la razón y el corazón. Sé que para acabar con todo este problema lo más sensato es casarme con Constanza. Sin embargo, mis sentimientos no van por ese camino. Amo a Jimena y no siento nada por Constanza. ¿Cómo puedo actuar en contra de mi corazón?
—Tendrás que hacerlo, Alfonso. No queda otra alternativa. Lo siento por vosotros y por esa preciosa niña que duerme plácidamente en la habitación de al lado ajena a los avatares que están viviendo sus padres en estos momentos. Por encima de vosotros están los intereses del reino y esos intereses exigen que hagáis el sacrificio que se os pide. Qué más quisiera yo que el papa os diera la razón y pudierais legitimar y santificar vuestra unión, pero eso no va a ocurrir, así que no debes demorar tu decisión.
Los dos amantes se resistían a aceptar la evidencia. Los vínculos amorosos que los unían eran tan fuertes, que pretendían vencer todos los obstáculos que les ponían por delante. Mas era llegado el momento de poner fin a aquella locura de amor, al menos de acabar con él de una manera oficial y patente.
—Daré las instrucciones necesarias para que Constanza se traslade a nuestra corte cuando le plazca. No quiero prolongar por más tiempo esta triste agonía. Lo siento, Jimena. He hecho lo humanamente posible para que lo nuestro llegara a buen puerto. Veo que no puede ser. Todo el mundo está contra nosotros y nosotros dos solos no podemos luchar contra todos ellos. No obstante, te prometo que nuestro amor será eterno, que jamás te abandonaré.
—No hagas promesas vanas que no vas a cumplir —le contestó doña Jimena—. Lo nuestro se acaba aquí. No hay por qué darle más vueltas. Mañana mismo partiré para mis posesiones del Bierzo con la niña. Aquí ya nada tenemos que hacer.
—No digas eso, amor mío. Vosotras dos no abandonaréis la corte por nada del mundo. Ya me cuidaré yo de que eso no ocurra.
Doña Urraca, al ver el cariz melodramático que estaba tomando el diálogo entre su hermano y doña Jimena, optó por desaparecer discretamente del salón sin que ellos lo notaran. Tan ensimismados estaban uno con el otro. Allí los dejaremos nosotros también que limen sus pequeñas discrepancias y que suturen las sangrantes heridas de sus amantes corazones sin testigos que los delaten.

            © Julio Noel 

No hay comentarios:

Publicar un comentario