15
Don
Alfonso era padre de una hermosa niña nacida de sus relaciones
extramaritales con Jimena Muñiz. El monarca pretendía legitimar esa
relación anómala uniéndose en santo matrimonio con su concubina,
mas los lazos de parentesco que los amarraban impedían que la
Iglesia viera con buenos ojos aquella unión. Cansado de negociar con
el obispo de León y con el legado del papa, se vio obligado a
inclinarse por la solución más decorosa a su actual situación.
Ésta no fue otra que la de comprometerse con Constanza de Borgoña,
viuda del conde Hugo II de Châlon. Doña Jimena no vio con buenos
ojos ese compromiso que la privaría a ella de ser la reina consorte
del soberano leonés. Toda la grandeza con la que había soñado,
todas las ilusiones que se había forjado desde el comienzo de sus
relaciones con don Alfonso se desvanecían como humo que se disipa en
el aire, como frágiles nubes que se lleva el viento.
—No
me puedes hacer esto, amor mío. ¿Dónde están todas aquellas
promesas que me hiciste, todos aquellos compromisos que adquiriste
para conmigo?
—Lo
siento, Jimena. De veras que lo siento.
—Eso
no basta, Alfonso. Me prometiste que me convertirías en tu legítima
esposa, que sería la reina consorte de tus reinos, y ahora me dejas
tirada en medio del barro. No me puedes hacer esto.
—Sabes
que te quiero más que a nada ni a nadie de este mundo. Por ti lo
daría todo. Por ti sería capaz de ir hasta el fin de la Tierra.
Pero lo que no puedo es luchar contra imposibles. Sabes que lo he
intentado todo y todo ha sido inútil. El obispo de León, el legado
Ricardo, hasta el abad Hugo, todos se oponen a nuestro matrimonio. El
único que parece estar de nuestro lado es el abad Roberto de
Sahagún, pero él solo tiene poca fuerza para influir en los
poderosos. Me temo que en cualquier momento vamos a recibir un buen
varapalo del papa.
—¿Y
qué si lo recibimos? Rompe con todos ellos. Rompe incluso con el
papa, con toda la autoridad que se ha arrogado y con todas sus
reformas.
—¿Cómo
quieres que haga eso, amor mío? Sería nuestra perdición. Ya ves lo
que está haciendo con Enrique IV. Conmigo no sería una excepción.
Mal que nos pese tenemos que acatar el orden establecido.
Doña
Jimena no estaba de acuerdo con don Alfonso. Sabía que sus sueños
de gloria estaban a punto de esfumarse, que aunque continuara en
palacio, lo que dudaba mucho, sería relegada a un segundo plano.
¿Cómo iba a soportar esa humillación ante toda la corte y sobre
todo ante la que se convertiría en esposa oficial del rey y, por
tanto, en reina? Ella no sería segundo plato de nadie, ni siquiera
del rey.
—Si
no rompes tu compromiso con la extranjera, abandonaré la corte y no
me volverás a ver nunca más.
—No
lo harás, Jimena. Me casaré con Constanza para cubrir las
apariencias, pero te seguiré amando a ti. Por nada del mundo
permitiré que te vayas de mi lado.
—Eso
no son más que frases bonitas, pero vacías de contenido —le
contestó la amante con el ceño fruncido y el gesto austero—. Yo
sé que en cuanto te cases con ella te olvidarás de mí. Y si no lo
haces al principio, lo harás más adelante por convencimiento propio
o movido por las circunstancias. ¿Qué papel desempeñaría yo aquí?
Sabes muy bien que nuestra religión y nuestras costumbres no admiten
la poligamia. ¿Cómo podría justificarse entonces mi presencia en
palacio? Debes elegir, Alfonso, o ella o yo, pero las dos al mismo
tiempo, no. Decídete.
—No
me lo pongas más difícil, amor mío, pues me vas a romper el
corazón. Constanza será mi esposa, pero sólo tú serás mi amor.
Ya buscaremos una casita acomodada donde alojarte y donde poder
vernos sin las miradas indiscretas de nadie. Será nuestro nido de
amor.
—Eso
nunca, Alfonso. No me prestaré a ese juego jamás. Si salgo de
palacio, será para irme a mis posesiones del Bierzo. No permaneceré
aquí ni un minuto más.
En
esos momentos fueron interrumpidos por el ujier de palacio.
—Señor,
el legado del papa solicita permiso para entrevistarse con su
Majestad. Dice que es muy urgente.
—Hazlo
pasar.
Mientras
el ujier iba en busca del legado papal, doña Jimena se preguntó en
alta voz:
—¿Qué
querrá éste ahora? No me extrañaría que viniera a tratar de lo
nuestro.
—Pronto
lo sabremos, amor mío.
—¿No
crees que debería irme?
—En
absoluto. Lo que tenga que decir nos lo dirá a los dos juntos. Así
no habrá tergiversaciones ni malentendidos.
Justo
en ese momento llegaba otra vez el ujier en compañía del cardenal
Ricardo.
—Majestad,
señora, con la venia —manifestó a modo de saludo el legado papal.
—Tenéis
la palabra, Señor legado.
El
legado se cortó un poco, pues no esperaba encontrar allí a la
concubina de don Alfonso, que era precisamente uno de los motivos de
su audiencia con el rey.
—Majestad,
acabo de visitar el monasterio de Sahagún y lo que he visto allí no
hay palabras para describirlo. Me he encontrado un lugar donde reinan
todos los vicios y no se respeta ni una sola de las virtudes. El
cenobio elegido para implantar nuestra reforma resulta ser poco menos
que un lupanar. El abad Roberto no sólo no ha puesto en marcha la
reforma cluniacense, sino que ha permitido que la vida del monasterio
se relaje mucho más que lo que estaba antes de su llegada. Daré
cuenta de todo ello a Su Santidad para que tome las medidas que
estime oportunas.
—No
entiendo cómo puede haberse dejado arrastrar hasta esos extremos el
abad Roberto, que siempre ha despertado en mí una gran admiración
por su profundo espíritu religioso totalmente acorde con la norma
cluniacense. Algo muy grave ha tenido que ocurrir para que se haya
apartado de la reforma. Cuando lo envié a Sahagún, mi monasterio
predilecto, era el hombre más convencido del nuevo orden. Eso y la
recomendación explícita del abad Hugo fueron los motivos que me
movieron a nombrarlo abad de dicho cenobio para iniciar en él la
reforma eclesiástica.
—Pues
los resultados no pueden ser más nefastos. Hoy mismo enviaré al
papa mi informe. Hay que cortar fulminantemente los desmanes que allí
se están produciendo. Esa casa tiene que volver inmediatamente a la
senda del Señor y abandonar el precipicio al que la ha conducido
Satanás.
—Hágase
lo que más convenga, Señor legado.
El
cardenal Ricardo carraspeó un poco antes de enfrentarse al otro gran
tema que lo había llevado a entrevistarse con el rey. No sabía cómo
empezar y menos aún ante la presencia allí de la persona contra la
que quería arremeter.
—Majestad,
hay otro asunto que quería abordar por ser de suma importancia para
Vos, Señor, y para la buena marcha del reino.
—Decidme
de qué se trata.
—El
caso es, Majestad, que desde la muerte de vuestra esposa estáis
viviendo con esta mujer en una situación que la Iglesia no puede
aceptar. Debéis romper inmediatamente vuestras ilícitas relaciones
y reconciliaros con la santa madre Iglesia por bien vuestro y de
vuestros súbditos. No podéis seguir así por más tiempo.
—Si
nuestras relaciones son ilícitas a los ojos del mundo y de la
Iglesia es porque ésta no quiere flexibilizar sus normas y dar el
consentimiento para que regularicemos nuestra relación.
—Sabéis,
Señor, que la Iglesia no puede consentir las relaciones
matrimoniales entre dos personas a las que las unen lazos de
consanguinidad. Desistid de vuestro propósito, pues la Iglesia nunca
dará su consentimiento.
—Nuestros
lazos de consanguinidad son muy tenues, motivo por el que la Iglesia
debería ser más flexible a la hora de pronunciarse sobre nuestro
caso.
El
legado pontificio hizo un gesto de vaguedad.
—Nada
podemos hacer al respecto. El derecho canónico es muy explícito. La
Iglesia de Roma anulará todos aquellos matrimonios en los que haya
algún lazo de consanguinidad. No especifica qué grado ha de haber.
—Pues
yo sé de más de un matrimonio que ha sido autorizado por la Iglesia
a pesar de tener lazos de parentesco sus contrayentes —terció doña
Jimena que hasta entonces había estado escuchando en silencio el
diálogo entre el rey y el legado papal.
—Tal
vez, pero será en casos de personas irrelevantes —matizó el
cardenal Ricardo—. Cuando se trata de la persona del rey se ha
de ser muy estricto, pues él debe dar ejemplo a todos sus súbditos
y vasallos. ¿Cómo podríamos imponer esta norma a toda la comunidad
cristiana si permitiéramos que la violaran sus reyes? Sería el caos
y eso es lo que tratamos de evitar.
—Métanse
vuestras mercedes sus normas por donde quieran, que yo no pienso
acatarlas. Me casaré con Alfonso aquí presente con o sin vuestro
consentimiento.
—Señora,
¿sois consciente de lo que estáis diciendo? Esto que acabáis de
manifestar es motivo suficiente para excomulgaros. Retirad lo que
acabáis de decir.
—No
pienso retirarlo. Ya estoy harta de tanto escrúpulo como mostráis.
Don
Alfonso, ante el cariz que tomaban los comentarios de su amante,
intervino para apaciguar los ánimos y reconducir el diálogo.
—Jimena,
retráctate de lo que acabas de decir y pide perdón al Señor
legado. No podemos transgredir la ley ni tomarnos la justicia por
nuestra mano.
—Pues
que autoricen de una vez nuestro matrimonio. Ya estoy cansada de
tanto impedimento y tanto reparo.
—Lo
haríamos gustosamente si pudiéramos —repitió el legado
pontificio—, pero ya os he explicado los motivos que hay. El rey no
sólo ha de ser virtuoso sino parecerlo y vuestra situación deja
mucho que desear. Por eso hay que cortarla de raíz. Os recomiendo a
ambos que pongáis fin a vuestra ilícita unión y que don Alfonso
formalice cuanto antes su compromiso matrimonial con doña Constanza.
Por mi parte, informaré al sumo pontífice de este escándalo que
estáis provocando.
—No
tenéis derecho a hacerlo —protestó doña Jimena—. Nuestro amor
es puro y además ya ha dado sus frutos. Sólo queremos que la
Iglesia lo legitime.
—No
insistáis, señora, que eso no es posible. Seguid mi consejo. Ahora
con la venia me retiro, pues tengo muchas otras obligaciones que
cumplir. ¡Majestad! ¡Señora!
El
legado hizo una breve inclinación de cabeza antes de abandonar el
salón real. El monarca y su concubina no sabían qué decir. En ese
momento hizo entrada doña Urraca, que estaba esperando a que se
fuera el cardenal para pasar a saludarlos. Antes había ido a ver a
la pequeña Elvira, que dormía plácidamente en su cuna vigilada
constantemente por el ama de cría.
—¿Cómo
están estos dos tortolitos? —preguntó cariñosamente a modo de
saludo la infanta sin darles tiempo a que le respondieran—. Acabo
de ver a ese pimpollo que tenéis. Está preciosa. Aquí le traigo
una camisita y un gorrito bordados con primor y con todo el amor de
su tía. Espero que sean de vuestro agrado.
—Lo
son, querida hermana, aunque no deberías haberte molestado en
traerlos. Ya no sabemos qué hacer con tanta ropa como tiene.
—Podéis
regalarla a alguien que la necesite —interpeló doña Urraca a su
hermano mientras tomaba asiento—. ¿Y cómo van esas relaciones con
el papa? ¿No cede en sus pretensiones imperialistas?
—Hasta
ahora no. Tendremos que seguir negociando a través de dom Hugo.
Supongo que mi próximo enlace matrimonial con su sobrina agilizará
aún más las cosas.
—¿Pero
de dónde habrá sacado ese hombre de Dios que los reinos hispánicos
le pertenecen? ¿Para eso se han esforzado tanto nuestros antepasados
y nosotros mismos? ¿Para ponérselos ahora a él en bandeja?
—Se
apoya en una falsa cesión de Constantino, pero no se va a salir con
la suya, al menos por lo que respecta a mis reinos. Estoy dispuesto a
que se implante en ellos el rito romano a cambio de que se olvide
para siempre del poder temporal sobre los mismos. En ello estamos con
el abad Hugo y así se lo haremos saber. Mientras no ceda en sus
pretensiones temporales, aquí no se avanzará un paso en la reforma
que trata de implantar.
—Por
mí como si no se pone en marcha nunca. Ya sabes que soy muy reacia a
esos cambios. Por cierto, ¿cómo le va al abad Roberto por Sahagún?
Don
Alfonso se tomó un pequeño respiro antes de contestar.
—No
muy bien, Urraca. Hace unos días vino a verme para informarme de los
logros que ha conseguido. A fuer de sinceros, no ha obtenido ninguno.
Cuando tomó posesión de su cargo, el abad Julián abandonó el
monasterio con la mayor parte de los monjes. Los que permanecieron
allí tampoco se han mostrado nada dóciles a los cambios. Debido a
esto, Roberto ha dado marcha atrás y ha vuelto al rito hispano para
atraer de nuevo a los fugitivos, pero ni aún así quieren volver a
Sahagún mientras siga él de abad. No sé qué hacer, pues el
cardenal Ricardo está al corriente de los hechos y se lo va a
comunicar al papa inmediatamente. Es lo que nos acaba de decir.
Tendremos que esperar los acontecimientos.
—Y
de vuestras relaciones, ¿qué os ha dicho?
—Te
lo puedes imaginar.
Al
oír esto, la infanta puso cara de circunstancias. Se temía lo peor.
—Me
parece que se avecina una fuerte tormenta, mi querido hermano. Por un
lado, el rechazo a las pretensiones del papa; por otro, el fracaso de
Roberto. Y por si todo esto fuera poco, vuestra relación
extramarital. Gregorio VII tiene que estar que se sale de sus
casillas ante los problemas que le estás ocasionando.
—Yo
no lo veo así. El primero ha sido él quien lo ha provocado. El
tercero también tiene parte de responsabilidad por no suavizar la
doctrina de la Iglesia en estos casos. No es lo mismo un parentesco
de segundo o tercer grado grado, que uno de séptimo u octavo, o más
alejado aún, como es el nuestro. En cuanto a Roberto, sigo pensando
que es un buen monje que lo han sobrepasado los acontecimientos. Ya
sabes que fue enviado por el abad Hugo con su máxima recomendación.
Si ha fracasado no es culpa mía.
—El
papa no lo verá así y si no, tiempo al tiempo. ¿Y tú qué dices,
Jimena?
—¡Qué
voy a decir! Que no hay derecho a que sean tan rigurosos con nosotros
cuando hay un montón de matrimonios autorizados por la Iglesia con
un parentesco mucho más cercano que el nuestro. Se están ensañando
con nosotros por motivos que se me escapan o tal vez no. Seguro que
el papa no quiere autorizar nuestro matrimonio por el duelo personal
que mantiene con Alfonso. Si no fuera por eso, estoy convencida que
habría dado ya su consentimiento. A qué viene lo de dar ejemplo.
Eso no es más que una excusa que se han inventado para ocultar el
verdadero motivo. A mí no me la dan.
—Es
posible que tengas razón, Jimena, pero con resistir no vas a
conseguir nada. Lo mejor es que sigáis los consejos del legado.
Los
tres guardaron silencio. La situación era muy comprometida sobre
todo para el rey. Debía tomar una decisión que le dolería mucho.
—En
tanto no se pronuncie el papa, la situación seguirá como hasta
ahora —sentenció don Alfonso—. Vivamos el presente sin
preocuparnos por lo que nos depare el futuro. Cuando llegue el
momento, decidiremos lo que más nos convenga.
—Eso
está muy bien, Alfonso, si pensáis sólo en vosotros mismos. Pero
tú no puedes olvidar que te debes a tu reino. Eso te obliga a poner
los intereses de estado por encima de los tuyos propios y esos
intereses exigen que se ponga fin a esta situación anómala. Si no
podéis contraer matrimonio oficial por la Iglesia, debes comenzar
los trámites para casarte lo antes posible con Constanza. Ya sabes
que está todo preparado y sólo falta una palabra tuya para que
venga a reunirse contigo. Lo siento por Jimena aquí presente, mas
por el bien de tu reino debes tomar esa decisión cuanto antes.
—Siempre
he escuchado tus consejos como si vinieran de nuestra propia madre,
querida hermana. Sé que eres sensata y que te riges por la razón
cuando me haces estas sugerencias, pero en mí hay un gran conflicto
entre la razón y el corazón. Sé que para acabar con todo este
problema lo más sensato es casarme con Constanza. Sin embargo, mis
sentimientos no van por ese camino. Amo a Jimena y no siento nada por
Constanza. ¿Cómo puedo actuar en contra de mi corazón?
—Tendrás
que hacerlo, Alfonso. No queda otra alternativa. Lo siento por
vosotros y por esa preciosa niña que duerme plácidamente en la
habitación de al lado ajena a los avatares que están viviendo sus
padres en estos momentos. Por encima de vosotros están los intereses
del reino y esos intereses exigen que hagáis el sacrificio que se os
pide. Qué más quisiera yo que el papa os diera la razón y
pudierais legitimar y santificar vuestra unión, pero eso no va a
ocurrir, así que no debes demorar tu decisión.
Los
dos amantes se resistían a aceptar la evidencia. Los vínculos
amorosos que los unían eran tan fuertes, que pretendían vencer
todos los obstáculos que les ponían por delante. Mas era llegado el
momento de poner fin a aquella locura de amor, al menos de acabar con
él de una manera oficial y patente.
—Daré
las instrucciones necesarias para que Constanza se traslade a nuestra
corte cuando le plazca. No quiero prolongar por más tiempo esta
triste agonía. Lo siento, Jimena. He hecho lo humanamente posible
para que lo nuestro llegara a buen puerto. Veo que no puede ser. Todo
el mundo está contra nosotros y nosotros dos solos no podemos luchar
contra todos ellos. No obstante, te prometo que nuestro amor será
eterno, que jamás te abandonaré.
—No
hagas promesas vanas que no vas a cumplir —le contestó doña
Jimena—. Lo nuestro se acaba aquí. No hay por qué darle más
vueltas. Mañana mismo partiré para mis posesiones del Bierzo con la
niña. Aquí ya nada tenemos que hacer.
—No
digas eso, amor mío. Vosotras dos no abandonaréis la corte por nada
del mundo. Ya me cuidaré yo de que eso no ocurra.
Doña
Urraca, al ver el cariz melodramático que estaba tomando el diálogo
entre su hermano y doña Jimena, optó por desaparecer discretamente
del salón sin que ellos lo notaran. Tan ensimismados estaban uno con
el otro. Allí los dejaremos nosotros también que limen sus pequeñas
discrepancias y que suturen las sangrantes heridas de sus amantes
corazones sin testigos que los delaten.
© Julio Noel
No hay comentarios:
Publicar un comentario