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Los
intentos de implantar el nuevo rito romano en el reino de León
mantenían las espadas en alto y los ánimos exacerbados, en especial
en los cenobios y en los cabildos catedralicios. La nueva norma,
emanada de la Santa Sede, no era vista con buenos ojos por el clero y
la nobleza de León y de Castilla, donde tan arraigado se hallaba el
rito hispano o mozárabe. Menos aún en Galicia y Portugal, cuyas
ancestrales costumbres estaban mucho más arraigadas que en el resto
del reino de León. Ante este enfrentamiento, que iba en contra de
los deseos del monarca, Alfonso VI se vio obligado a solicitar la
ayuda del abad de Cluny, con quien mantenía relaciones muy estrechas
desde la intercesión de éste en su liberación de la prisión de
Burgos.
Alfonso
VI, a pesar de haber suspendido la contribución de mil dinares
anuales a la abadía de Cluny hecha por su padre el rey don Fernando,
había donado a esta abadía a cambio los monasterios de San Isidoro
de Dueñas, San Salvador de Palat del Rey, Santiago de Astudillo y
San Juan de Hérmedes de Cerrato. Tal vez estas donaciones no
estuvieran inspiradas por la religiosidad del monarca, sino por las
contraprestaciones que éste esperaba alcanzar con ellas para
beneficio propio. Lo mismo esperaba del rito romano, que él
intentaba introducir en su reino para mantenerlo a la altura del
resto de reinos europeos occidentales. Pero con lo que no había
contado don Alfonso era con la férrea oposición de clérigos y
nobles a las nuevas imposiciones de Roma. Era tal el apego a los
viejos cánones mozárabes, que muy pocos estaban dispuestos a
abandonarlos en beneficio del nuevo rito romano impulsado sobre todo
por Gregorio VII. Para conseguirlo, Alfonso VI solicitó al abad Hugo
que le enviara a alguno de sus monjes avezado en las ceremonias
romanas. Éste no tardó en complacer los deseos del rey enviándole
a Roberto como legado suyo con especial recomendación.
La
reforma, iniciada ya muchos años antes e impulsada por el papa
Gregorio VII, no pretendía otra cosa que acabar con la simonía y el
nepotismo, que tan extendidos estaban en la Iglesia católica y tanto
daño estaban causando a la misma, y dotar al mismo tiempo al papa
del máximo poder temporal y espiritual en la Tierra. Muchos de los
miembros que formaban parte de la comunidad eclesiástica se
encontraban allí sin una verdadera y auténtica vocación. Tan sólo
pretendían cubrir sus necesidades materiales y su medio de vida. En
una época en que era muy difícil sobrevivir fuera del ejercicio de
las armas o de la dedicación a la Iglesia, muchos no dudaban en
comprar cargos eclesiásticos o recibirlos a través de parientes con
gran influencia política o eclesiástica. De ahí que la relajación
en la disciplina, sobre todo en los monasterios, llegara a extremos
tales, que más parecían lupanares que lugares de oración y
recogimiento. Fue precisamente la abadía de Cluny allá por el 910
la que impulsó una gran reforma en sus monasterios para acabar con
aquella relajación e indisciplina. Decidieron implantar la norma de
San Benito, con más rigor si cabe que su propio fundador, y volver a
la severidad de su disciplina. El papa consideró que la abadía de
Cluny era el terreno abonado para extender su reforma, que la
austeridad de sus monjes era el vehículo apropiado para llevarla a
cabo, así que no dudó en aliarse con ellos para lograr su fin. De
esta manera el abad dom Hugo se convirtió en el gran difusor de la
reforma cluniacense o del nuevo rito romano.
Ya
hacía algún tiempo que el monje Roberto había puesto sus pies en
tierras de León. En un principio fue destinado como prior al
monasterio de San Isidoro de Dueñas, que, como sabemos, ya formaba
parte del patrimonio cluniacense, para que poco a poco fuera
introduciendo en él el rito romano. Mas sus monjes no estaban muy
conformes con las nuevas ceremonias que su prior trataba de
imponerles. Día a día los ánimos se fueron caldeando hasta llegar
a una rebelión total contra el nuevo rito y su prior. Don Alfonso se
vio obligado a intervenir en el conflicto llamando a la corte al
monje Roberto, pues no en vano éste se hallaba allí por su propia
petición y por serle muy querido y estimado.
—¿Qué
ocurre, Roberto, que me han dicho que hay un grave motín en tu
monasterio?
—Señor,
Dios sabe que he intentado implantar el nuevo rito en San Isidoro con
toda mi buena fe, pero los monjes de ese monasterio parece que están
endemoniados, pues ninguno ha querido renunciar a los ritos
tradicionales y las ceremonias hispanas.
—Debes
tener paciencia, Roberto. La tradición hispana tiene mucho arraigo
en el pueblo español, en general, y en mis vasallos, en particular.
La mayoría se oponen al cambio que quiere introducir Gregorio VII.
Hasta mi propia familia es reacia al nuevo rito. Me hallo solo en mi
propio reino como defensor de las nuevas corrientes que nos vienen de
Francia y de Roma, por eso le pedí a mi amigo y benefactor dom Hugo
que te enviara aquí para poner en marcha la reforma. No hallarás un
camino de rosas en tu nueva tarea, sino un áspero y tortuoso sendero
plagado de abrojos y espinas. Con perseverancia, comprensión y
humildad podrás lograr el objetivo que nos hemos propuesto.
—Pero,
Señor, ¿qué puede hacer este humilde monje ante la oposición de
toda la comunidad monacal? Mis fuerzas tienen un límite al que creo
haber llegado ya.
—Confía
en la bondad del Señor. Dios en su infinita misericordia te
desvelará el camino que debes seguir. Ten fe en Él y Él te
ayudará.
—Así
lo haré, Majestad.
A
don Alfonso le preocupaba que no avanzara la reforma cluniacense,
pues se había comprometido ante el abad Hugo y ante el propio papa a
implantarla en todo su reino, pero los frutos obtenidos hasta el
momento estaban muy lejos de los que él esperaba para calmar las
exigencias del sumo pontífice. Éste ya no se conformaba con imponer
su máxima autoridad en lo concerniente al poder espiritual, sino que
también la reclamaba en el orden temporal, apoyándose para ello
en una falsa donación hecha por Constantino, allá por el siglo IV,
a la Iglesia de Roma. Esto chocaba de lleno con las aspiraciones de
Alfonso VI, que, como heredero del reino visigodo de sus antepasados,
pretendía constituirse en el máximo soberano de España. Tenía,
pues, que conjugar sus propias aspiraciones con los deseos del papa,
algo harto difícil de conseguir dado el poder omnímodo que el
pontífice se había atribuido.
Tres
años antes el propio Gregorio VII había dirigido sendas cartas a
los reyes de Aragón y León en las que les instaba a implantar en
sus respectivos reinos la reforma eclesiástica. De no hacerlo,
caerían sobre ellos los anatemas de la Iglesia. De hecho, el propio
legado del papa ya había destituido al obispo Jimeno de Burgos por
su oposición al nuevo rito romano. Ahora volvía a insistir el papa
en la obligación que habían contraído, y que tenían, de extender
el oficio romano por todos sus reinos. También les recordaba la
cesión de Constantino y, por tanto, la dependencia, tanto espiritual
como temporal, de la cátedra de San Pedro de todos aquellos reinos.
—Ya
sabes, Roberto, que te tengo en mucha estima y que aprecio
sobremanera los consejos que me das, que emanan de tu gran sabiduría.
Por eso me gustaría saber qué opinas de las pretensiones del sumo
pontífice y qué me aconsejas que haga.
—Me
halagáis, Señor, pues yo no soy más que un humilde monje indigno
de estar a vuestros pies.
—No
me vengas con falsa modestia, pues sé muy bien lo que eres y de lo
que eres capaz. No en vano gozas de la máxima estima del abad Hugo.
Dime, ¿qué harías en mi lugar?
Después
de unos instantes en silencio, en los que Roberto parecía
reflexionar, le habló al rey en los siguientes términos:
—Señor,
para frustrar las pretensiones del papa sobre vuestro reino sin que
se sienta herido por ello, debéis aliaros con el abad Hugo de Cluny.
Él y sólo él podrá servir de mediador entre Vos y el sumo
pontífice. Si con su ayuda no lográis vuestros propósitos, podéis
dar por perdida la partida con el papa.
—Veo
que eres muy perspicaz, caro Roberto, y que no estaba equivocado en
la opinión que me mereces. Así, pues, ¿qué harías tú en
concreto?
—Perdonad
mi atrevimiento, Majestad, pero yo lo primero que haría sería
restablecer el censo anual que instauró vuestro augusto padre con la
abadía de Cluny. Señor, Cluny se está expandiendo y necesita
muchos recursos para hacerlo. Vos sois un monarca muy rico gracias a
los cuantiosos botines de guerra que habéis obtenido y sobre todo a
las pingües parias que os pagan religiosamente los reinos taifas de
casi toda España. Con tales sumas de dinero podéis comprar la
voluntad del abad de Cluny, cuya influencia sobre el papa es de todos
conocida. Gregorio VII no se atreverá a oponerse a las sugerencias
de Hugo y menos aún a sus exigencias. Sabe que sin él y su abadía
le será totalmente imposible implantar su reforma.
El
rey reflexionó unos segundos sobre lo que el monje Roberto le
acababa de decir. No le faltaba razón. Él era el soberano más rico
de la Península y esa riqueza debía emplearla para aumentar su
poder y su dominio sobre todo el territorio peninsular. ¿Cómo no se
había dado cuenta antes de ello? Donaría a Cluny no sólo lo que
había establecido su padre, el rey don Fernando, sino el doble. Así
contentaría al abad Hugo para ponerlo enteramente de su parte. No
era mala idea.
—Me
has dicho que Cluny se está expandiendo. ¿Qué me has querido decir
con esto?
—Lo
que habéis oído, Señor. Cluny se está extendiendo por toda Europa
occidental y para ello necesita mucho dinero. Pero no es sólo eso.
También la propia abadía de Cluny se está agrandando. El abad dom
Hugo se ha propuesto llevar a cabo una nueva ampliación de la abadía
para que pueda cubrir sin problemas todas sus necesidades. En estos
momentos aceptaría de buen grado cualquier donación que se le haga
y estoy seguro de que sabría agradecerlo.
—Yo
también estoy seguro de ello. Me has dado una gran idea, Roberto,
que no dejaré caer en el olvido. Ahora te ordeno que regreses al
monasterio de San Isidoro de Dueñas para convencer a sus tercos
monjes de los beneficios de la reforma romana. En tus manos dejo el
éxito de tan magna obra.
—Intentaré
no defraudaros, Señor.
Pocos
días después de su entrevista con el monje Roberto, Alfonso VI
convocó la Curia Regia de León para tratar en ella los cambios que
quería introducir en su reino. A ella asistieron todos los obispos y
magnates entre los que no podía faltar doña Urraca, que era la
principal consejera del rey. Don Alfonso siempre había tenido en su
hermana mayor el apoyo de la madre que le faltaba. Ella había sabido
ocupar ese puesto valiéndose del amor y el cariño que le profesaba.
Entre ambos habían llevado conjuntamente las riendas del gobierno
hasta allí.
El
rey abrió solemnemente la sesión con las siguientes palabras:
—Ya
sabéis que Gregorio VII está empeñado en que se adopte el rito
romano en todos nuestros reinos. Nos ha vuelto a enviar otra carta en
la que nos recuerda el compromiso contraído ante su legado en el
último sínodo. En él todos los obispos asistentes se
comprometieron a implantar la nueva norma, pero hasta la fecha nadie
ha dado un paso adelante. El papa está enormemente contrariado por
este comportamiento. Además, nos recuerda que todos los reinos
hispanos están sometidos al poder temporal y espiritual de la sede
de San Pedro, pues él fue quien extendió la fe cristiana en toda la
Península Ibérica. Acabo de hablar con el monje Roberto sobre este
tema y me ha dado algunas ideas que quiero poner en práctica.
Un
murmullo general se extendió entre todos los asistentes. Ninguno de
ellos estaba dispuesto a cambiar el rito hispano por el romano que
proponía el sumo pontífice. Tomó la palabra doña Urraca en nombre
de todos.
—Conozco
las pretensiones que tiene el papa y no me agradan en absoluto. El
abandono del rito mozárabe que practicamos desde siglos inmemoriales
me parece que es el mayor despropósito que se le puede haber
ocurrido. ¿Cómo piensa que vamos a romper con nuestras más
profundas tradiciones sin ofrecer resistencia? Nuestro pueblo ha
practicado las ceremonias religiosas tal como lo estamos haciendo
desde los orígenes del cristianismo. El propio San Isidoro recogió
esos ritos en sus Etimologías para
que perduraran para siempre. Ahora el sumo pontífice quiere acabar
de un plumazo con esa tradición de siglos. No sé qué opinarán los
ilustres prohombres aquí reunidos, pero por mi parte te aseguro que
no pienso aceptar las nuevas normas emanadas de la Iglesia de Roma ni
voy a consentir que se implanten en mis monasterios e iglesias. Tú
verás lo que haces, Alfonso.
—Mi
dilectísima hermana, quisiera tenerte de mi lado en este tema tan
espinoso como lo has estado siempre en todo nuestro reinado. Hasta
ahora nunca hemos tenido ningún desencuentro que no se haya podido
salvar. Espero que sigamos entendiéndonos en el futuro como lo hemos
hecho hasta ahora.
—Pues
me temo que no va a ser posible si sigues adelante con la renovación.
Ya sabes que siempre me he opuesto al nuevo rito y a las cesiones que
estás haciendo a la abadía de Cluny para implantar la reforma.
Recuerda que en la cesión de San Salvador de Palat del Rey no
renuncié a ninguno de mis derechos señoriales y así pienso seguir
actuando en el futuro. Pero aún no nos has contado qué es lo que te
ha sugerido Roberto.
Don
Alfonso ya casi se arrepentía de haber comentado a la Curia la
charla que había mantenido con el monje. Ahora no estaba seguro si
sería prudente exponerlo ante la postura tan negativa que había
tomado sobre el tema de la reforma su propia hermana, pero ya era
demasiado tarde para echarse atrás.
—Roberto
me ha dicho que puedo desbaratar las aspiraciones del papa si me alío
con el abad Hugo.
—Pero
¿no es precisamente la abadía de Cluny la que se encarga de poner
en marcha la reforma de Gregorio VII? —comentó el prelado de
Astorga.
—Así
es, monseñor.
—Entonces
no comprendo lo que queréis decir.
—No
me refiero a la reforma eclesiástica, sino a su afán por apoderarse
del gobierno temporal de nuestros reinos.
—¡Ya
entiendo! ¿Y qué tipo de alianza os ha propuesto Roberto?
—Me
ha dicho que el abad Hugo necesita mucho dinero para ampliar la
abadía. He pensado que sería el momento propicio para reanudar el
censo que le hizo mi padre. Incluso podría doblarlo, así nos
resarciríamos de estos años que he dejado de dárselo y conseguiría
que el abad se pusiera totalmente de nuestra parte. Las parias que
recibimos de los reinos taifas sufragarán con creces estos
dispendios.
—Me
opongo rotundamente a doblar el censo que estableció nuestro padre
—replicó doña Urraca.
Todo
el mundo contuvo la respiración durante unos segundos ante la
contundente respuesta de la infanta.
—¿No
sería más provechoso emplear esa ingente cantidad de dinero en la
restauración y conservación de nuestros propios templos que en
sufragar los gastos de la abadía de Cluny? —sugirió monseñor
Pelayo Tedóniz, a la sazón obispo de León.
Todos
los presentes aplaudieron calurosamente la iniciativa del obispo. No
entendían por qué había que donar tan ingente cantidad de dinero
al abad de Cluny, cuando sus propias diócesis carecían de recursos
suficientes para mantener en buen estado sus templos y algunas de
ellas incluso carecían de lo más necesario para subsistir.
—Me
temo que no, ilustrísima. Nuestro propio futuro y el futuro de
nuestro reino está en juego. Todo aquello por lo que hemos venido
luchando desde que se inició la reconquista se vendría abajo.
Tantos esfuerzos, tantos sacrificios, tantos sufrimientos, tantas
batallas, tantas muertes, tantas ilusiones, tantas esperanzas a lo
largo de todos estos siglos habrían sido inútiles si ahora
depositamos nuestros reinos y nuestra corona en manos del papa. No
tendría sentido todo lo que hemos logrado desde aquella pírrica,
pero importantísima, victoria de Covadonga hasta la vastedad de
este imperio si ahora cediéramos ante las exigencias de Gregorio
VII. Necesitamos frenar sus aspiraciones y para lograrlo no hay nada
mejor que nuestra alianza con dom Hugo. Él es el único que puede
contener la desorbitada ambición del papa.
Nuevo
murmullo entre los representantes de la Curia.
—Por
mi parte —continuó don Alfonso—, estoy dispuesto a poner en
marcha la reforma cluniacense en lo que respecta a los ritos
sagrados, pero lo que no puedo aceptar es la dependencia directa de
nuestros reinos del sumo pontífice. Espero con la ayuda de Dios y
del abad Hugo hacer cambiar de idea a Gregorio VII.
De
nuevo se escuchó un zumbido como de abejas por toda la sala. En esta
ocasión fue monseñor Pedro Núñez, obispo de Astorga, quien tomó
la palabra.
—Vos,
Majestad, estaréis determinado a adoptar el rito romano en la
liturgia, pero no seré yo quien impulse tal despropósito en mi
diócesis. Antes prefiero la muerte que renunciar al rito que
practicamos desde siempre.
Uno
tras otro se fueron sumando todos los prelados a la postura del
obispo de Astorga. No entendían por qué tenían que abandonar el
rito que habían practicado toda la vida ni tampoco estaban
dispuestos a perder los privilegios que habían gozado hasta
entonces. Si adoptaban la reforma, ¿qué pasaría con todos los
familiares que desempeñaban cargos u oficios en sus diócesis?
Tendrían que conceder arciprestazgos, curatos y otros beneficios a
personas extrañas que les vendrían impuestas desde fuera. Eso era
algo inaudito que no estaban dispuestos a aceptar, como tampoco
estaban determinados a adoptar el celibato de los obispos y demás
clérigos que propugnaba Gregorio VII con su reforma.
Después
de largas y acaloradas discusiones entre todos los miembros
asistentes a la Curia Regia, don Alfonso impuso silencio.
—El
papa no cederá en su reforma. Está totalmente decidido a
implantarla en todo el orbe cristiano eliminando cualquier obstáculo
que se le presente. Para ello se ha dotado de un enorme poder con su
Dictatus Papae. Todo el que no acate su nueva doctrina será
considerado hereje e infiel. Yo os recomiendo que no os
demoréis en implantar el rito romano en vuestras diócesis. Si lo
hacéis, todos saldremos ganando.
Los
obispos más reacios continuaban expresando su desacuerdo a tal
imposición. A la cabeza de todos ellos estaba monseñor Pedro Núñez,
que parecía haberse convertido en el adalid de la resistencia. No en
vano gozaba de un gran poder que no quería perder. El rey volvió a
demandar silencio a la asamblea.
—Como
he manifestado poco antes, defenderé el poder temporal de mi corona
hasta el final. Para lograrlo, utilizaré todos los medios a mi
alcance. Ya os he comunicado mi propósito de doblar los mil dinares
de oro que concedió mi serenísimo padre a la abadía de Cluny. En
estos últimos años le he donado varios monasterios. Con todos estos
favores espero tener de mi parte a dom Hugo. Pero por si eso no fuera
suficiente, en este momento os anuncio solemnemente que a partir de
ahora utilizaré el título de «Emperador de toda España», para
aplacar así las ansias de poder de Gregorio VII.
Los
obispos y nobles de la Curia Regia aplaudieron con gran entusiasmo la
decisión real.
—Ya
sabéis —continuó don Alfonso— que el título de emperador ha
sido empleado en más de una ocasión por algunos de mis antepasados,
incluido entre ellos mi augusto padre. Pero ninguno lo ha hecho como
emperador de toda España. Yo quiero reivindicar desde aquí ese
honor que nos corresponde por llevar sobre nuestra frente la
honorabilísima corona de León. El reino de León, continuador del
reino de Asturias, que a su vez lo fue del prestigioso reino visigodo
que unió toda España, porta consigo el testigo de volver a unificar
toda la Península Ibérica. Ante la gran gesta que ha llevado a cabo
a lo largo de más de siglo y medio de singladura, le corresponde el
honor de capitanear a todos los demás reinos cristianos
peninsulares. Es por eso y por el gran dominio que ejerce sobre la
mayor parte de los reinos taifas por lo que yo me declaro Imperator
totius Hispaniae.
La
Curia en pleno puesta en pie aplaudió a rabiar las palabras de su
rey. Todos estaban orgullos de pertenecer a aquel gran reino que en
siglo y medio había sido capaz de reconquistar un tercio de la
Península, al que aún le aguardaban grandes días de gloria en un
futuro no muy lejano. A ello dedicaría todo su esfuerzo y empeño el
rey don Alfonso.
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