miércoles, 5 de junio de 2019

ALFONSO VI, IMPERATOR TOTIUS HISP. Capítulo 11


    
                                                                  11



             Los intentos de implantar el nuevo rito romano en el reino de León mantenían las espadas en alto y los ánimos exacerbados, en especial en los cenobios y en los cabildos catedralicios. La nueva norma, emanada de la Santa Sede, no era vista con buenos ojos por el clero y la nobleza de León y de Castilla, donde tan arraigado se hallaba el rito hispano o mozárabe. Menos aún en Galicia y Portugal, cuyas ancestrales costumbres estaban mucho más arraigadas que en el resto del reino de León. Ante este enfrentamiento, que iba en contra de los deseos del monarca, Alfonso VI se vio obligado a solicitar la ayuda del abad de Cluny, con quien mantenía relaciones muy estrechas desde la intercesión de éste en su liberación de la prisión de Burgos.
Alfonso VI, a pesar de haber suspendido la contribución de mil dinares anuales a la abadía de Cluny hecha por su padre el rey don Fernando, había donado a esta abadía a cambio los monasterios de San Isidoro de Dueñas, San Salvador de Palat del Rey, Santiago de Astudillo y San Juan de Hérmedes de Cerrato. Tal vez estas donaciones no estuvieran inspiradas por la religiosidad del monarca, sino por las contraprestaciones que éste esperaba alcanzar con ellas para beneficio propio. Lo mismo esperaba del rito romano, que él intentaba introducir en su reino para mantenerlo a la altura del resto de reinos europeos occidentales. Pero con lo que no había contado don Alfonso era con la férrea oposición de clérigos y nobles a las nuevas imposiciones de Roma. Era tal el apego a los viejos cánones mozárabes, que muy pocos estaban dispuestos a abandonarlos en beneficio del nuevo rito romano impulsado sobre todo por Gregorio VII. Para conseguirlo, Alfonso VI solicitó al abad Hugo que le enviara a alguno de sus monjes avezado en las ceremonias romanas. Éste no tardó en complacer los deseos del rey enviándole a Roberto como legado suyo con especial recomendación.
La reforma, iniciada ya muchos años antes e impulsada por el papa Gregorio VII, no pretendía otra cosa que acabar con la simonía y el nepotismo, que tan extendidos estaban en la Iglesia católica y tanto daño estaban causando a la misma, y dotar al mismo tiempo al papa del máximo poder temporal y espiritual en la Tierra. Muchos de los miembros que formaban parte de la comunidad eclesiástica se encontraban allí sin una verdadera y auténtica vocación. Tan sólo pretendían cubrir sus necesidades materiales y su medio de vida. En una época en que era muy difícil sobrevivir fuera del ejercicio de las armas o de la dedicación a la Iglesia, muchos no dudaban en comprar cargos eclesiásticos o recibirlos a través de parientes con gran influencia política o eclesiástica. De ahí que la relajación en la disciplina, sobre todo en los monasterios, llegara a extremos tales, que más parecían lupanares que lugares de oración y recogimiento. Fue precisamente la abadía de Cluny allá por el 910 la que impulsó una gran reforma en sus monasterios para acabar con aquella relajación e indisciplina. Decidieron implantar la norma de San Benito, con más rigor si cabe que su propio fundador, y volver a la severidad de su disciplina. El papa consideró que la abadía de Cluny era el terreno abonado para extender su reforma, que la austeridad de sus monjes era el vehículo apropiado para llevarla a cabo, así que no dudó en aliarse con ellos para lograr su fin. De esta manera el abad dom Hugo se convirtió en el gran difusor de la reforma cluniacense o del nuevo rito romano.
Ya hacía algún tiempo que el monje Roberto había puesto sus pies en tierras de León. En un principio fue destinado como prior al monasterio de San Isidoro de Dueñas, que, como sabemos, ya formaba parte del patrimonio cluniacense, para que poco a poco fuera introduciendo en él el rito romano. Mas sus monjes no estaban muy conformes con las nuevas ceremonias que su prior trataba de imponerles. Día a día los ánimos se fueron caldeando hasta llegar a una rebelión total contra el nuevo rito y su prior. Don Alfonso se vio obligado a intervenir en el conflicto llamando a la corte al monje Roberto, pues no en vano éste se hallaba allí por su propia petición y por serle muy querido y estimado.
—¿Qué ocurre, Roberto, que me han dicho que hay un grave motín en tu monasterio?
—Señor, Dios sabe que he intentado implantar el nuevo rito en San Isidoro con toda mi buena fe, pero los monjes de ese monasterio parece que están endemoniados, pues ninguno ha querido renunciar a los ritos tradicionales y las ceremonias hispanas.
—Debes tener paciencia, Roberto. La tradición hispana tiene mucho arraigo en el pueblo español, en general, y en mis vasallos, en particular. La mayoría se oponen al cambio que quiere introducir Gregorio VII. Hasta mi propia familia es reacia al nuevo rito. Me hallo solo en mi propio reino como defensor de las nuevas corrientes que nos vienen de Francia y de Roma, por eso le pedí a mi amigo y benefactor dom Hugo que te enviara aquí para poner en marcha la reforma. No hallarás un camino de rosas en tu nueva tarea, sino un áspero y tortuoso sendero plagado de abrojos y espinas. Con perseverancia, comprensión y humildad podrás lograr el objetivo que nos hemos propuesto.
—Pero, Señor, ¿qué puede hacer este humilde monje ante la oposición de toda la comunidad monacal? Mis fuerzas tienen un límite al que creo haber llegado ya.
—Confía en la bondad del Señor. Dios en su infinita misericordia te desvelará el camino que debes seguir. Ten fe en Él y Él te ayudará.
—Así lo haré, Majestad.
A don Alfonso le preocupaba que no avanzara la reforma cluniacense, pues se había comprometido ante el abad Hugo y ante el propio papa a implantarla en todo su reino, pero los frutos obtenidos hasta el momento estaban muy lejos de los que él esperaba para calmar las exigencias del sumo pontífice. Éste ya no se conformaba con imponer su máxima autoridad en lo concerniente al poder espiritual, sino que también la reclamaba en el orden temporal, apoyándose para ello en una falsa donación hecha por Constantino, allá por el siglo IV, a la Iglesia de Roma. Esto chocaba de lleno con las aspiraciones de Alfonso VI, que, como heredero del reino visigodo de sus antepasados, pretendía constituirse en el máximo soberano de España. Tenía, pues, que conjugar sus propias aspiraciones con los deseos del papa, algo harto difícil de conseguir dado el poder omnímodo que el pontífice se había atribuido.
Tres años antes el propio Gregorio VII había dirigido sendas cartas a los reyes de Aragón y León en las que les instaba a implantar en sus respectivos reinos la reforma eclesiástica. De no hacerlo, caerían sobre ellos los anatemas de la Iglesia. De hecho, el propio legado del papa ya había destituido al obispo Jimeno de Burgos por su oposición al nuevo rito romano. Ahora volvía a insistir el papa en la obligación que habían contraído, y que tenían, de extender el oficio romano por todos sus reinos. También les recordaba la cesión de Constantino y, por tanto, la dependencia, tanto espiritual como temporal, de la cátedra de San Pedro de todos aquellos reinos.
—Ya sabes, Roberto, que te tengo en mucha estima y que aprecio sobremanera los consejos que me das, que emanan de tu gran sabiduría. Por eso me gustaría saber qué opinas de las pretensiones del sumo pontífice y qué me aconsejas que haga.
—Me halagáis, Señor, pues yo no soy más que un humilde monje indigno de estar a vuestros pies.
—No me vengas con falsa modestia, pues sé muy bien lo que eres y de lo que eres capaz. No en vano gozas de la máxima estima del abad Hugo. Dime, ¿qué harías en mi lugar?
Después de unos instantes en silencio, en los que Roberto parecía reflexionar, le habló al rey en los siguientes términos:
—Señor, para frustrar las pretensiones del papa sobre vuestro reino sin que se sienta herido por ello, debéis aliaros con el abad Hugo de Cluny. Él y sólo él podrá servir de mediador entre Vos y el sumo pontífice. Si con su ayuda no lográis vuestros propósitos, podéis dar por perdida la partida con el papa.
—Veo que eres muy perspicaz, caro Roberto, y que no estaba equivocado en la opinión que me mereces. Así, pues, ¿qué harías tú en concreto?
—Perdonad mi atrevimiento, Majestad, pero yo lo primero que haría sería restablecer el censo anual que instauró vuestro augusto padre con la abadía de Cluny. Señor, Cluny se está expandiendo y necesita muchos recursos para hacerlo. Vos sois un monarca muy rico gracias a los cuantiosos botines de guerra que habéis obtenido y sobre todo a las pingües parias que os pagan religiosamente los reinos taifas de casi toda España. Con tales sumas de dinero podéis comprar la voluntad del abad de Cluny, cuya influencia sobre el papa es de todos conocida. Gregorio VII no se atreverá a oponerse a las sugerencias de Hugo y menos aún a sus exigencias. Sabe que sin él y su abadía le será totalmente imposible implantar su reforma.
El rey reflexionó unos segundos sobre lo que el monje Roberto le acababa de decir. No le faltaba razón. Él era el soberano más rico de la Península y esa riqueza debía emplearla para aumentar su poder y su dominio sobre todo el territorio peninsular. ¿Cómo no se había dado cuenta antes de ello? Donaría a Cluny no sólo lo que había establecido su padre, el rey don Fernando, sino el doble. Así contentaría al abad Hugo para ponerlo enteramente de su parte. No era mala idea.
—Me has dicho que Cluny se está expandiendo. ¿Qué me has querido decir con esto?
—Lo que habéis oído, Señor. Cluny se está extendiendo por toda Europa occidental y para ello necesita mucho dinero. Pero no es sólo eso. También la propia abadía de Cluny se está agrandando. El abad dom Hugo se ha propuesto llevar a cabo una nueva ampliación de la abadía para que pueda cubrir sin problemas todas sus necesidades. En estos momentos aceptaría de buen grado cualquier donación que se le haga y estoy seguro de que sabría agradecerlo.
—Yo también estoy seguro de ello. Me has dado una gran idea, Roberto, que no dejaré caer en el olvido. Ahora te ordeno que regreses al monasterio de San Isidoro de Dueñas para convencer a sus tercos monjes de los beneficios de la reforma romana. En tus manos dejo el éxito de tan magna obra.
—Intentaré no defraudaros, Señor.
Pocos días después de su entrevista con el monje Roberto, Alfonso VI convocó la Curia Regia de León para tratar en ella los cambios que quería introducir en su reino. A ella asistieron todos los obispos y magnates entre los que no podía faltar doña Urraca, que era la principal consejera del rey. Don Alfonso siempre había tenido en su hermana mayor el apoyo de la madre que le faltaba. Ella había sabido ocupar ese puesto valiéndose del amor y el cariño que le profesaba. Entre ambos habían llevado conjuntamente las riendas del gobierno hasta allí.
El rey abrió solemnemente la sesión con las siguientes palabras:
—Ya sabéis que Gregorio VII está empeñado en que se adopte el rito romano en todos nuestros reinos. Nos ha vuelto a enviar otra carta en la que nos recuerda el compromiso contraído ante su legado en el último sínodo. En él todos los obispos asistentes se comprometieron a implantar la nueva norma, pero hasta la fecha nadie ha dado un paso adelante. El papa está enormemente contrariado por este comportamiento. Además, nos recuerda que todos los reinos hispanos están sometidos al poder temporal y espiritual de la sede de San Pedro, pues él fue quien extendió la fe cristiana en toda la Península Ibérica. Acabo de hablar con el monje Roberto sobre este tema y me ha dado algunas ideas que quiero poner en práctica.
Un murmullo general se extendió entre todos los asistentes. Ninguno de ellos estaba dispuesto a cambiar el rito hispano por el romano que proponía el sumo pontífice. Tomó la palabra doña Urraca en nombre de todos.
—Conozco las pretensiones que tiene el papa y no me agradan en absoluto. El abandono del rito mozárabe que practicamos desde siglos inmemoriales me parece que es el mayor despropósito que se le puede haber ocurrido. ¿Cómo piensa que vamos a romper con nuestras más profundas tradiciones sin ofrecer resistencia? Nuestro pueblo ha practicado las ceremonias religiosas tal como lo estamos haciendo desde los orígenes del cristianismo. El propio San Isidoro recogió esos ritos en sus Etimologías para que perduraran para siempre. Ahora el sumo pontífice quiere acabar de un plumazo con esa tradición de siglos. No sé qué opinarán los ilustres prohombres aquí reunidos, pero por mi parte te aseguro que no pienso aceptar las nuevas normas emanadas de la Iglesia de Roma ni voy a consentir que se implanten en mis monasterios e iglesias. Tú verás lo que haces, Alfonso.
—Mi dilectísima hermana, quisiera tenerte de mi lado en este tema tan espinoso como lo has estado siempre en todo nuestro reinado. Hasta ahora nunca hemos tenido ningún desencuentro que no se haya podido salvar. Espero que sigamos entendiéndonos en el futuro como lo hemos hecho hasta ahora.
—Pues me temo que no va a ser posible si sigues adelante con la renovación. Ya sabes que siempre me he opuesto al nuevo rito y a las cesiones que estás haciendo a la abadía de Cluny para implantar la reforma. Recuerda que en la cesión de San Salvador de Palat del Rey no renuncié a ninguno de mis derechos señoriales y así pienso seguir actuando en el futuro. Pero aún no nos has contado qué es lo que te ha sugerido Roberto.
Don Alfonso ya casi se arrepentía de haber comentado a la Curia la charla que había mantenido con el monje. Ahora no estaba seguro si sería prudente exponerlo ante la postura tan negativa que había tomado sobre el tema de la reforma su propia hermana, pero ya era demasiado tarde para echarse atrás.
—Roberto me ha dicho que puedo desbaratar las aspiraciones del papa si me alío con el abad Hugo.
—Pero ¿no es precisamente la abadía de Cluny la que se encarga de poner en marcha la reforma de Gregorio VII? —comentó el prelado de Astorga.
—Así es, monseñor.
—Entonces no comprendo lo que queréis decir.
—No me refiero a la reforma eclesiástica, sino a su afán por apoderarse del gobierno temporal de nuestros reinos.
—¡Ya entiendo! ¿Y qué tipo de alianza os ha propuesto Roberto?
—Me ha dicho que el abad Hugo necesita mucho dinero para ampliar la abadía. He pensado que sería el momento propicio para reanudar el censo que le hizo mi padre. Incluso podría doblarlo, así nos resarciríamos de estos años que he dejado de dárselo y conseguiría que el abad se pusiera totalmente de nuestra parte. Las parias que recibimos de los reinos taifas sufragarán con creces estos dispendios.
—Me opongo rotundamente a doblar el censo que estableció nuestro padre —replicó doña Urraca.
Todo el mundo contuvo la respiración durante unos segundos ante la contundente respuesta de la infanta.
—¿No sería más provechoso emplear esa ingente cantidad de dinero en la restauración y conservación de nuestros propios templos que en sufragar los gastos de la abadía de Cluny? —sugirió monseñor Pelayo Tedóniz, a la sazón obispo de León.
Todos los presentes aplaudieron calurosamente la iniciativa del obispo. No entendían por qué había que donar tan ingente cantidad de dinero al abad de Cluny, cuando sus propias diócesis carecían de recursos suficientes para mantener en buen estado sus templos y algunas de ellas incluso carecían de lo más necesario para subsistir.
—Me temo que no, ilustrísima. Nuestro propio futuro y el futuro de nuestro reino está en juego. Todo aquello por lo que hemos venido luchando desde que se inició la reconquista se vendría abajo. Tantos esfuerzos, tantos sacrificios, tantos sufrimientos, tantas batallas, tantas muertes, tantas ilusiones, tantas esperanzas a lo largo de todos estos siglos habrían sido inútiles si ahora depositamos nuestros reinos y nuestra corona en manos del papa. No tendría sentido todo lo que hemos logrado desde aquella pírrica, pero importantísima, victoria de Covadonga hasta la vastedad de este imperio si ahora cediéramos ante las exigencias de Gregorio VII. Necesitamos frenar sus aspiraciones y para lograrlo no hay nada mejor que nuestra alianza con dom Hugo. Él es el único que puede contener la desorbitada ambición del papa.
Nuevo murmullo entre los representantes de la Curia.
—Por mi parte —continuó don Alfonso—, estoy dispuesto a poner en marcha la reforma cluniacense en lo que respecta a los ritos sagrados, pero lo que no puedo aceptar es la dependencia directa de nuestros reinos del sumo pontífice. Espero con la ayuda de Dios y del abad Hugo hacer cambiar de idea a Gregorio VII.
De nuevo se escuchó un zumbido como de abejas por toda la sala. En esta ocasión fue monseñor Pedro Núñez, obispo de Astorga, quien tomó la palabra.
—Vos, Majestad, estaréis determinado a adoptar el rito romano en la liturgia, pero no seré yo quien impulse tal despropósito en mi diócesis. Antes prefiero la muerte que renunciar al rito que practicamos desde siempre.
Uno tras otro se fueron sumando todos los prelados a la postura del obispo de Astorga. No entendían por qué tenían que abandonar el rito que habían practicado toda la vida ni tampoco estaban dispuestos a perder los privilegios que habían gozado hasta entonces. Si adoptaban la reforma, ¿qué pasaría con todos los familiares que desempeñaban cargos u oficios en sus diócesis? Tendrían que conceder arciprestazgos, curatos y otros beneficios a personas extrañas que les vendrían impuestas desde fuera. Eso era algo inaudito que no estaban dispuestos a aceptar, como tampoco estaban determinados a adoptar el celibato de los obispos y demás clérigos que propugnaba Gregorio VII con su reforma.
Después de largas y acaloradas discusiones entre todos los miembros asistentes a la Curia Regia, don Alfonso impuso silencio.
—El papa no cederá en su reforma. Está totalmente decidido a implantarla en todo el orbe cristiano eliminando cualquier obstáculo que se le presente. Para ello se ha dotado de un enorme poder con su Dictatus Papae. Todo el que no acate su nueva doctrina será considerado hereje e infiel. Yo os recomiendo que no os demoréis en implantar el rito romano en vuestras diócesis. Si lo hacéis, todos saldremos ganando.
Los obispos más reacios continuaban expresando su desacuerdo a tal imposición. A la cabeza de todos ellos estaba monseñor Pedro Núñez, que parecía haberse convertido en el adalid de la resistencia. No en vano gozaba de un gran poder que no quería perder. El rey volvió a demandar silencio a la asamblea.
—Como he manifestado poco antes, defenderé el poder temporal de mi corona hasta el final. Para lograrlo, utilizaré todos los medios a mi alcance. Ya os he comunicado mi propósito de doblar los mil dinares de oro que concedió mi serenísimo padre a la abadía de Cluny. En estos últimos años le he donado varios monasterios. Con todos estos favores espero tener de mi parte a dom Hugo. Pero por si eso no fuera suficiente, en este momento os anuncio solemnemente que a partir de ahora utilizaré el título de «Emperador de toda España», para aplacar así las ansias de poder de Gregorio VII.
Los obispos y nobles de la Curia Regia aplaudieron con gran entusiasmo la decisión real.
—Ya sabéis —continuó don Alfonso— que el título de emperador ha sido empleado en más de una ocasión por algunos de mis antepasados, incluido entre ellos mi augusto padre. Pero ninguno lo ha hecho como emperador de toda España. Yo quiero reivindicar desde aquí ese honor que nos corresponde por llevar sobre nuestra frente la honorabilísima corona de León. El reino de León, continuador del reino de Asturias, que a su vez lo fue del prestigioso reino visigodo que unió toda España, porta consigo el testigo de volver a unificar toda la Península Ibérica. Ante la gran gesta que ha llevado a cabo a lo largo de más de siglo y medio de singladura, le corresponde el honor de capitanear a todos los demás reinos cristianos peninsulares. Es por eso y por el gran dominio que ejerce sobre la mayor parte de los reinos taifas por lo que yo me declaro Imperator totius Hispaniae.
La Curia en pleno puesta en pie aplaudió a rabiar las palabras de su rey. Todos estaban orgullos de pertenecer a aquel gran reino que en siglo y medio había sido capaz de reconquistar un tercio de la Península, al que aún le aguardaban grandes días de gloria en un futuro no muy lejano. A ello dedicaría todo su esfuerzo y empeño el rey don Alfonso.

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