16
La
incipiente primavera se asomaba ya a las extensas alamedas del Cea.
Los grises dejaban paso a tonos más verdosos. Los alisos permanecían
aún desnudos. Los salgueros y
paleras, también
desnudos, dejaban ver ya sus henchidas yemas que no tardarían en
germinar. Negros nubarrones amenazadores de lluvia cubrían el cielo
facundino. Entre claro y claro el tibio sol primaveral dejaba sentir
sus suaves caricias. El agua, como cegador espejo, se deslizaba rauda
río abajo en un constante fluir que parecía no tener fin. La
corriente, siempre la misma y siempre distinta, era un trasunto de la
vida, que no se detiene jamás. Don Alfonso y doña Jimena asidos de
la mano paseaban sosegadamente a orillas del Cea. Se habían retirado
unos días al monasterio de San Benito de Sahagún, aprovechando la
Semana Santa, para descansar de sus obligaciones habituales y para
comentar con el abad Roberto los problemas que los agobiaban. Tal vez
aquélla fuera la última oportunidad que les deparara el destino.
—Podíamos
quedarnos aquí para siempre, Alfonso, y no volver nunca más a la
corte con todos los problemas y sinsabores que conlleva.
—Podíamos
hacerlo, Jimena, pero mis obligaciones no me lo permiten.
—Siempre
con tus obligaciones. Y nuestro amor, ¿qué?
—Nuestro
amor tendrá que supeditarse a esas obligaciones. Mis súbditos y
vasallos están por encima de nuestro amor y de nuestros caprichos e
intereses personales.
Los
dos enamorados observaban la corriente del río. Pronto las lluvias
de finales de abril y mayo acrecentarían su caudal con los
deshielos de las montañas. Los negros nubarrones que se cernían
sobre sus cabezas así lo vaticinaban. El sol se había ocultado tras
ellos y una leve brisa comenzó a mecer las ramas de los árboles. La
luz se tornó en oscuridad y las nubes se volvieron más amenazantes.
—Regresemos
al monasterio. Parece que quiere empezar a llover.
—Sí,
volvamos. Roberto ya habrá terminado los oficios y seguro que nos
está esperando. Tenemos mucho de qué hablar.
La
enamorada real pareja regresó al cenobio benedictino a través de
una vereda que serpeaba entre prados y huertas. Algunos campesinos,
vasallos del monasterio, estaban laborando ya los terrenos para la
próxima siembra. El abad Roberto esperaba a la real pareja en el
salón capitular y biblioteca del cenobio al mismo tiempo. Allí
podrían hablar tranquilamente sin que nadie los estorbara. Sus
estanterías estaban llenas de libros y pergaminos, muchos de ellos
copiados por los propios monjes del monasterio. El centro lo ocupaba
una larga mesa de nogal rodeada de dos docenas de sillas de la misma
madera. Los reyes y el abad tomaron asiento en su cabecera.
—¿Qué
habéis decidido por fin sobre vuestra situación? —les preguntó
cariñosamente el abad Roberto.
—Tendremos
que aceptar la decisión del papa. No tardará en llegar Constanza a
la que tendré que aceptar como mi legítima esposa. Ya he dado mi
palabra.
—Si
no estáis enamorado, os aconsejo, Señor, que no os caséis con
ella. No os lo perdonaríais jamás.
—Mi
corazón es de Jimena, pero mi cabeza está con Constanza. Debo
acabar con esta insólita situación por el bien de mi reino.
—Romped
con el papa, Señor, y casaos con doña Jimena. Yo me presto a llevar
a cabo la ceremonia si los demás se niegan a hacerlo.
Don
Alfonso no podía dar crédito a las palabras del abad. Siempre había
seguido sus consejos en asuntos religiosos, pero lo que acababa de
proponerle le parecía un auténtico despropósito. ¿Cómo iba a
romper con el papa? Eso significaría su ruina total.
—Olvidas,
Roberto, que el papa se ha arrogado el poder de destituir a reyes y
príncipes.
—Pues
entonces tratad de presionarlo. Decidle que si no os concede la
dispensa para casaros con dona Jimena, no implantaréis el nuevo rito
en ninguno de vuestros reinos. Quizá así logréis convencerlo.
—No
daría resultado, caro amigo. El papa está empeñado en llevar a
cabo esa reforma y no se detendrá ante ningún obstáculo para
conseguirlo. Nuestra negativa a seguir su doctrina no nos acarrearía
más que disgustos, como te los traerá a ti por haberlo
desobedecido. El cardenal Ricardo está esperando que se pronuncie el
papa para actuar. Si de él dependiera, hace días que te habría
destituido de abad.
—No
me importa lo que me pueda ocurrir a mí, Señor. Lo que me importa
es lo que estáis sufriendo Vos y esta infeliz mujer. Quisiera poner
término inmediato a este largo calvario que estáis padeciendo
ambos, en especial ella. ¿Acaso no habéis pensado en la situación
tan enojosa en la que quedará doña Jimena si consumáis vuestro
matrimonio con doña Constanza?
A
doña Jimena le resbalaron dos furtivas lágrimas por sus sonrosadas
mejillas al oír el comentario del padre abad.
—Claro
que lo he pensado y pienso darle una solución, aunque ella no está
muy dispuesta a aceptarla.
—No
la aceptaré nunca, Alfonso. El día que esa mujer ponga los pies en
palacio, los míos dejarán de hollarlo. Ya te lo he dicho en más de
una ocasión. O ella o yo; las dos juntas, jamás.
—Tiene
razón doña Jimena, Señor. Pensadlo bien y decidíos antes de que
sea demasiado tarde. Dad marcha atrás y legalizad vuestra situación.
Os puedo casar aquí mismo y podéis regresar a León como un
matrimonio normal.
—No
insistas, Roberto. Si lo hicieras, nuestro matrimonio sería
inmediatamente anulado y no surtiría ningún efecto jurídico ni
canónico. Lo mejor es que Jimena acepte mi oferta para poder seguir
viéndonos a pesar de mi matrimonio con Constanza.
—Eso
no puede ser, Majestad. Doña Jimena tiene toda la razón.
Los
tres interlocutores permanecieron unos instantes en silencio como
tratando de ordenar sus pensamientos. El primero en romperlo fue el
monarca.
—Dejemos
nuestra personal situación a un lado y ocupémonos un poco de ti,
querido Roberto. Nuestra principal preocupación ahora es lo que está
pasando en este monasterio. Te nombré su abad para que implantaras
la reforma cluniacense y veo que no sólo no lo has hecho, sino que
la disciplina de esta santa casa se ha relajado en demasía. ¿Me
quieres decir qué te propones, caro amigo?
—Majestad,
Vos sabéis muy bien que cuando llegué a este monasterio puse todo
mi empeño en implantar la reforma, pero la mayoría de sus monjes,
encabezados por el abad Julián, prefirieron abandonar esta santa
casa antes que acatar el nuevo orden. Los que aquí quedaron no
aceptaban de buen grado las reformas que trataba de implantar. Todos
ellos en privado seguían fieles al rito hispano. ¿Qué queríais
que hiciera ante esa situación? Después de muchas reflexiones y
muchos remordimientos en mi conciencia, decidí volver a la norma
primigenia para ver si así se calmaban los ánimos y a su vez
lograba que regresaran a la casa madre los miembros descarriados. El
primer objetivo se ha conseguido totalmente, no así el segundo, pues
tan sólo han regresado media docena de ellos. Los demás han
prometido que no volverán a esta santa casa mientras yo siga siendo
su abad.
—Me
temo que con tu decisión has disgustado mucho a Gregorio VII. Su
reacción no va a ser nada favorable para ti, Roberto. No deberías
haber olvidado el motivo por el que fuiste enviado a mi reino y por
el que te nombré abad de este cenobio.
—Lo
sé, Majestad, pero por encima de ese proyecto y por encima de mi
beneficio personal estaba el bien general de esta santa casa, su paz
y su armonía. No podéis sospechar, Señor, la desolación que
produjo en mi alma ver estas santas paredes semivacías. La mayor
parte de las celdas, cerradas. El claustro, solitario. La iglesia,
casi desierta. El refectorio, frío y desocupado. Se parecía más a
un caserón fantasma que a un cenobio dedicado a la oración y al
recogimiento de sus moradores.
Doña
Jimena estaba totalmente conforme con el proceder del abad. Ella, al
igual que la mayor parte de clérigos y nobles, se oponía al nuevo
rito romano. La tradición hispánica tenía demasiado arraigo en la
Península como para que fuera abandonada de buen grado y sin ofrecer
resistencia. La mayor parte de la gente prefería seguir inmersa en
las costumbres que les habían inculcado desde su más tierna
infancia. Lo nuevo, lo desconocido les infundía pavor.
—Has
obrado correctamente, Roberto. Yo en tu lugar hubiera hecho lo mismo.
¿Por qué tenemos que cambiar nuestros ritos, nuestras costumbres de
toda la vida, por otros que no sabemos qué nos depararán? Además,
lo has hecho de buena fe, para replegar de nuevo el rebaño
descarriado.
—Ése
ha sido el principal objetivo que me ha movido a hacerlo, doña
Jimena.
—Pero
no lo has logrado —replicó don Alfonso—. En cambio, has
conseguido soliviantar la ira del papa, lo que te acarreará graves
consecuencias.
—Soy
consciente de ello, Majestad, mas no me arrepiento de lo que he
hecho. Aunque el abad Julián y la mayor parte de sus fieles no han
regresado a este monasterio, me siento feliz al ver que los monjes
que han permanecido conmigo son dichosos. ¿Qué me importan todos
los anatemas del papa si mis súbditos son bienaventurados?
—Sea
—concedió el rey—. Por mi parte no pondré ningún obstáculo
para que sigas de abad en este monasterio, pero mucho me temo que la
actitud del papa no va a ser la misma. Espero que sepas asumir las
consecuencias de tu conducta en su momento.
—Así
lo haré, Majestad. Podéis estar seguro de ello.
La
hora del almuerzo se acercaba. El padre abad invitó a los regios
huéspedes a acompañarlo hasta el refectorio. Aquél podría ser el
último almuerzo que disfrutarían juntos. Don Alfonso y doña Jimena
regresarían a León al día siguiente de madrugada. Al abad Roberto
se le presentaba un futuro incierto.
© Julio Noel
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