miércoles, 5 de junio de 2019

ALFONSO VI, IMPERATOR TOTIUS HISP. Capítulo 16


       
                                                                  16


           La incipiente primavera se asomaba ya a las extensas alamedas del Cea. Los grises dejaban paso a tonos más verdosos. Los alisos permanecían aún desnudos. Los salgueros y paleras, también desnudos, dejaban ver ya sus henchidas yemas que no tardarían en germinar. Negros nubarrones amenazadores de lluvia cubrían el cielo facundino. Entre claro y claro el tibio sol primaveral dejaba sentir sus suaves caricias. El agua, como cegador espejo, se deslizaba rauda río abajo en un constante fluir que parecía no tener fin. La corriente, siempre la misma y siempre distinta, era un trasunto de la vida, que no se detiene jamás. Don Alfonso y doña Jimena asidos de la mano paseaban sosegadamente a orillas del Cea. Se habían retirado unos días al monasterio de San Benito de Sahagún, aprovechando la Semana Santa, para descansar de sus obligaciones habituales y para comentar con el abad Roberto los problemas que los agobiaban. Tal vez aquélla fuera la última oportunidad que les deparara el destino.
—Podíamos quedarnos aquí para siempre, Alfonso, y no volver nunca más a la corte con todos los problemas y sinsabores que conlleva.
—Podíamos hacerlo, Jimena, pero mis obligaciones no me lo permiten.
—Siempre con tus obligaciones. Y nuestro amor, ¿qué?
—Nuestro amor tendrá que supeditarse a esas obligaciones. Mis súbditos y vasallos están por encima de nuestro amor y de nuestros caprichos e intereses personales.
Los dos enamorados observaban la corriente del río. Pronto las lluvias de finales de abril y mayo acrecentarían su caudal con los deshielos de las montañas. Los negros nubarrones que se cernían sobre sus cabezas así lo vaticinaban. El sol se había ocultado tras ellos y una leve brisa comenzó a mecer las ramas de los árboles. La luz se tornó en oscuridad y las nubes se volvieron más amenazantes.
—Regresemos al monasterio. Parece que quiere empezar a llover.
—Sí, volvamos. Roberto ya habrá terminado los oficios y seguro que nos está esperando. Tenemos mucho de qué hablar.
La enamorada real pareja regresó al cenobio benedictino a través de una vereda que serpeaba entre prados y huertas. Algunos campesinos, vasallos del monasterio, estaban laborando ya los terrenos para la próxima siembra. El abad Roberto esperaba a la real pareja en el salón capitular y biblioteca del cenobio al mismo tiempo. Allí podrían hablar tranquilamente sin que nadie los estorbara. Sus estanterías estaban llenas de libros y pergaminos, muchos de ellos copiados por los propios monjes del monasterio. El centro lo ocupaba una larga mesa de nogal rodeada de dos docenas de sillas de la misma madera. Los reyes y el abad tomaron asiento en su cabecera.
—¿Qué habéis decidido por fin sobre vuestra situación? —les preguntó cariñosamente el abad Roberto.
—Tendremos que aceptar la decisión del papa. No tardará en llegar Constanza a la que tendré que aceptar como mi legítima esposa. Ya he dado mi palabra.
—Si no estáis enamorado, os aconsejo, Señor, que no os caséis con ella. No os lo perdonaríais jamás.
—Mi corazón es de Jimena, pero mi cabeza está con Constanza. Debo acabar con esta insólita situación por el bien de mi reino.
—Romped con el papa, Señor, y casaos con doña Jimena. Yo me presto a llevar a cabo la ceremonia si los demás se niegan a hacerlo.
Don Alfonso no podía dar crédito a las palabras del abad. Siempre había seguido sus consejos en asuntos religiosos, pero lo que acababa de proponerle le parecía un auténtico despropósito. ¿Cómo iba a romper con el papa? Eso significaría su ruina total.
—Olvidas, Roberto, que el papa se ha arrogado el poder de destituir a reyes y príncipes.
—Pues entonces tratad de presionarlo. Decidle que si no os concede la dispensa para casaros con dona Jimena, no implantaréis el nuevo rito en ninguno de vuestros reinos. Quizá así logréis convencerlo.
—No daría resultado, caro amigo. El papa está empeñado en llevar a cabo esa reforma y no se detendrá ante ningún obstáculo para conseguirlo. Nuestra negativa a seguir su doctrina no nos acarrearía más que disgustos, como te los traerá a ti por haberlo desobedecido. El cardenal Ricardo está esperando que se pronuncie el papa para actuar. Si de él dependiera, hace días que te habría destituido de abad.
—No me importa lo que me pueda ocurrir a mí, Señor. Lo que me importa es lo que estáis sufriendo Vos y esta infeliz mujer. Quisiera poner término inmediato a este largo calvario que estáis padeciendo ambos, en especial ella. ¿Acaso no habéis pensado en la situación tan enojosa en la que quedará doña Jimena si consumáis vuestro matrimonio con doña Constanza?
A doña Jimena le resbalaron dos furtivas lágrimas por sus sonrosadas mejillas al oír el comentario del padre abad.
—Claro que lo he pensado y pienso darle una solución, aunque ella no está muy dispuesta a aceptarla.
—No la aceptaré nunca, Alfonso. El día que esa mujer ponga los pies en palacio, los míos dejarán de hollarlo. Ya te lo he dicho en más de una ocasión. O ella o yo; las dos juntas, jamás.
—Tiene razón doña Jimena, Señor. Pensadlo bien y decidíos antes de que sea demasiado tarde. Dad marcha atrás y legalizad vuestra situación. Os puedo casar aquí mismo y podéis regresar a León como un matrimonio normal.
—No insistas, Roberto. Si lo hicieras, nuestro matrimonio sería inmediatamente anulado y no surtiría ningún efecto jurídico ni canónico. Lo mejor es que Jimena acepte mi oferta para poder seguir viéndonos a pesar de mi matrimonio con Constanza.
—Eso no puede ser, Majestad. Doña Jimena tiene toda la razón.
Los tres interlocutores permanecieron unos instantes en silencio como tratando de ordenar sus pensamientos. El primero en romperlo fue el monarca.
—Dejemos nuestra personal situación a un lado y ocupémonos un poco de ti, querido Roberto. Nuestra principal preocupación ahora es lo que está pasando en este monasterio. Te nombré su abad para que implantaras la reforma cluniacense y veo que no sólo no lo has hecho, sino que la disciplina de esta santa casa se ha relajado en demasía. ¿Me quieres decir qué te propones, caro amigo?
—Majestad, Vos sabéis muy bien que cuando llegué a este monasterio puse todo mi empeño en implantar la reforma, pero la mayoría de sus monjes, encabezados por el abad Julián, prefirieron abandonar esta santa casa antes que acatar el nuevo orden. Los que aquí quedaron no aceptaban de buen grado las reformas que trataba de implantar. Todos ellos en privado seguían fieles al rito hispano. ¿Qué queríais que hiciera ante esa situación? Después de muchas reflexiones y muchos remordimientos en mi conciencia, decidí volver a la norma primigenia para ver si así se calmaban los ánimos y a su vez lograba que regresaran a la casa madre los miembros descarriados. El primer objetivo se ha conseguido totalmente, no así el segundo, pues tan sólo han regresado media docena de ellos. Los demás han prometido que no volverán a esta santa casa mientras yo siga siendo su abad.
—Me temo que con tu decisión has disgustado mucho a Gregorio VII. Su reacción no va a ser nada favorable para ti, Roberto. No deberías haber olvidado el motivo por el que fuiste enviado a mi reino y por el que te nombré abad de este cenobio.
—Lo sé, Majestad, pero por encima de ese proyecto y por encima de mi beneficio personal estaba el bien general de esta santa casa, su paz y su armonía. No podéis sospechar, Señor, la desolación que produjo en mi alma ver estas santas paredes semivacías. La mayor parte de las celdas, cerradas. El claustro, solitario. La iglesia, casi desierta. El refectorio, frío y desocupado. Se parecía más a un caserón fantasma que a un cenobio dedicado a la oración y al recogimiento de sus moradores.
Doña Jimena estaba totalmente conforme con el proceder del abad. Ella, al igual que la mayor parte de clérigos y nobles, se oponía al nuevo rito romano. La tradición hispánica tenía demasiado arraigo en la Península como para que fuera abandonada de buen grado y sin ofrecer resistencia. La mayor parte de la gente prefería seguir inmersa en las costumbres que les habían inculcado desde su más tierna infancia. Lo nuevo, lo desconocido les infundía pavor.
—Has obrado correctamente, Roberto. Yo en tu lugar hubiera hecho lo mismo. ¿Por qué tenemos que cambiar nuestros ritos, nuestras costumbres de toda la vida, por otros que no sabemos qué nos depararán? Además, lo has hecho de buena fe, para replegar de nuevo el rebaño descarriado.
—Ése ha sido el principal objetivo que me ha movido a hacerlo, doña Jimena.
—Pero no lo has logrado —replicó don Alfonso—. En cambio, has conseguido soliviantar la ira del papa, lo que te acarreará graves consecuencias.
—Soy consciente de ello, Majestad, mas no me arrepiento de lo que he hecho. Aunque el abad Julián y la mayor parte de sus fieles no han regresado a este monasterio, me siento feliz al ver que los monjes que han permanecido conmigo son dichosos. ¿Qué me importan todos los anatemas del papa si mis súbditos son bienaventurados?
—Sea —concedió el rey—. Por mi parte no pondré ningún obstáculo para que sigas de abad en este monasterio, pero mucho me temo que la actitud del papa no va a ser la misma. Espero que sepas asumir las consecuencias de tu conducta en su momento.
—Así lo haré, Majestad. Podéis estar seguro de ello.
La hora del almuerzo se acercaba. El padre abad invitó a los regios huéspedes a acompañarlo hasta el refectorio. Aquél podría ser el último almuerzo que disfrutarían juntos. Don Alfonso y doña Jimena regresarían a León al día siguiente de madrugada. Al abad Roberto se le presentaba un futuro incierto.

            © Julio Noel 

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