24
Alfonso
VI entró triunfante en la ciudad imperial con su cohorte de honor,
rodeado de estruendosas fanfarrias que recorrieron las calles de la
ciudad durante horas. No se demoró en hacerse cargo de los edificios
oficiales y del palacio que hasta aquel momento habían ocupado
al-Qádir y sus predecesores. Uno de sus primeros actos fue el de
nombrar como gobernador de la ciudad a su consejero Sisnando Davídiz,
hombre de su máxima confianza y gran experto en asuntos árabes.
Tampoco postergó la designación como gobernador de Valencia a su
mano derecha en los campos de batalla, el capitán Álvar Fáñez,
que acompañaría al destronado rey taifa en su nuevo destino.
A
partir de la toma de Toledo, Alfonso VI comenzó a tratar a los reyes
taifas con cierta altanería y desprecio por considerar que ya los
tenía sometidos a su poder. En sus planes entraba la conquista de
todos los reinos taifas sin mayores dificultades en cuanto se hiciera
con el reino central. Con la ocupación de éste y el reino de
Valencia vasallo suyo, quedaba cortada toda comunicación entre los
reinos taifas del norte y el sur. Su aislamiento y su debilitamiento
les haría caer como castillos de naipes. Al menos eso es lo que
pensaba don Alfonso, que cada día les haría la vida más difícil a
base de incrementar los impuestos y los sacrificios económicos. Su
consejero Sisnando no era del mismo parecer y no dudó en hacérselo
saber.
—No
deberíais despreciar a los magnates árabes, Señor. Ellos son los
que mejor conocen la ciudad y su gente. No os cebéis en ellos y sus
bienes movido por la avidez y por el afán de poder. No hallaréis
gobernantes más dóciles y más sumisos.
—Agradezco
tus consejos, Sisnando, pero no me vas a convencer. La única forma
de dominar a los árabes sin emplear las armas es su debilitamiento
económico hasta límites inauditos. Por eso a partir de ahora
incrementaré las parias que me venían pagando con nuevos
gravámenes, hasta que la asfixia económica les obligue a depositar
sus cetros en mis manos. Cuando las poblaciones sometidas a su poder
se vean en la indigencia más absoluta, no dudarán en ponerse en su
contra y pasarse a mi bando. La conquista de sus reinos será un
simple paseo militar.
—Señor,
me gustaría daros la razón, pero mucho me temo que eso no va a
suceder tal como decís. No os ensañéis con los reyes taifas,
porque son vuestros aliados. Vuelvo a repetiros que no hallaréis
gobernadores más obedientes que ellos. Si los ponéis en vuestra
contra, no dudarán en pedir ayuda a alguien que los defienda. Dios
quiera que esto nunca ocurra, pero si ocurriere, no digáis que nadie
os previno. Sed cauto y sensato. Es mejor que los tengáis como
amigos que como enemigos.
—Sabios
consejos son los que me das, Sisnando, pero no creo que en estos
momentos haya nadie que esté dispuesto a venir en su ayuda, máxime
sabiendo que tengo de mi parte a más de un príncipe franco, que
están dispuestos a venir en mi socorro cuando yo se lo pida.
—No
estaría yo tan seguro de eso, Señor, pero sea como Vos decís.
—No
dudes que así será, Sisnando, y si no lo fuere, yo seguiré
luchando contra esta caterva de infieles hasta expulsarlos de la
Península Ibérica. Sin duda, Dios me ha elegido para llevar a cabo
esta magna obra que tantos siglos ha que comenzamos. Ha llegado el
momento de recuperar todo el solar hispano de los visigodo para la fe
cristiana. Pronto se cumplirán ya cuatro siglos de aquella
denigrante derrota de Guadalete. Espero que podamos celebrar el
cuarto centenario de esa efemérides en una España cristiana y
unida. Ahora gobierna esta ciudad con mano dura para que no se
desbande. Lo único que concedo es que puedan seguir practicando su
religión en las mezquitas que se les han asignado. Nada más. Mañana
partiré para el campo de batalla para seguir ganando las plazas que
aún se nos resisten. Tengo que asegurar la cuenca alta del Tajo y la
del Henares. Queda, pues, con Dios, Sisnando, y que Él te ilumine.
Se
acercaba la Navidad. El rey acababa de regresar de sus campañas
bélicas por las cuencas del Tajo y del Henares. Sólo deseaba
descansar. Pero la reina Constanza, que estaba cansada de descansar,
lo que quería era trasladarse al monasterio de San Benito para pasar
allí la Navidad y los meses invernales. La monotonía de tanto
tiempo en palacio le producía hastío. Quería salir de León para
respirar aires nuevos. Además, quería seguir todas las ceremonias
litúrgicas de aquellos días por el rito romano, que sólo se lo
garantizaban en el monasterio de Sahagún. Motivo más que suficiente
para desear celebrar allí fechas tan señaladas.
—Alfonso,
ya se está acercando la Navidad. ¿Es que no piensas llevarme a
Sahagún este año?
—No
me apetece mucho, Constanza. Sabes que acabo de llegar de las
campañas bélicas de un año muy ajetreado. Me gustaría dedicar
estos meses a descansar nada más.
—Eso
lo puedes hacer en Sahagún con mucha más tranquilidad que aquí.
—Preferiría
no ir, pero lo haré aunque sólo sea para comunicar personalmente a
Bernardo su nombramiento como arzobispo de Toledo.
—¿Vas
a proponer a Bernardo como arzobispo de Toledo?
—Ya
hace tiempo que lo propuse. Cuando tenía sitiada la ciudad y estaba
seguro de que iba a caer en mi poder, envié un mensajero a Gregorio
VII con la propuesta que sé que aceptó, pero como falleció el
mismo día de la toma de Toledo, no pudo confirmar su nombramiento.
Espero que su sucesor no tenga ningún reparo en hacerlo.
—Me
alegro por Bernardo. Es un santo varón que se merece eso y mucho
más.
—Ya
sé que se lo merece y que goza de toda mi confianza. Por eso lo
quiero allí, porque es una pieza clave para cristianizar esa zona
tan importante que hemos añadido a nuestro reino. Él será el
encargado de llevar a cabo la reforma cluniacense y la adopción del
rito romano en todo el reino de Toledo, un territorio totalmente
mahometizado al que costará muchos esfuerzos volver a atraer al
redil de la Iglesia. En él he depositado todas mis esperanzas con el
fin de lograr ese cambio sin grandes traumas.
El
frío exterior era glacial. La pareja real se había acomodado al
lado de la chimenea para recibir más de cerca las carias del fuego.
—Esperemos
que tenga más éxito que el que se está obteniendo aquí. Ya sabes
que aún hay muchos clérigos que se oponen al nuevo rito y no
digamos los fieles, que si de ellos dependiera, no abandonarían el
rito hispano en toda su vida.
—Lo
sé, Constanza. Sé que hasta mis propias hermanas son reacias al
nuevo rito. También sé que muchos monjes y clérigos de nuestro
reino se resisten a implantar el rito romano. Hace ya más de dos
años que murió don Pedro y el monasterio de San Pedro de Montes
sigue inmerso en un confuso cisma del que mucho nos tememos que le
costará salir. La semilla que sembró allí Pedro ha arraigado
tanto, que pasarán muchos años antes de que se erradique por
completo. Aún sigue habiendo demasiada discrepancia entre las dos
comunidades a las que es muy difícil poner de acuerdo. También me
consta que en Galicia y Portugal todavía son más reacios al nuevo
rito, por eso habrá que tener paciencia para que poco a poco éste
vaya calando en el espíritu de los fieles.
Una
semana más tarde los reyes se hallaban ya en Sahagún. El frío
seguía siendo intenso, pues las nieves no sólo coronaban los altos
picos de la cordillera Cantábrica, sino que llegaba hasta las
montañas más próximas al monasterio gracias a la nevada caída dos
semanas antes. La familia real se hospedó en el palacete que doña
Constanza había mandado construir al lado del monasterio, a pesar de
tener en éste reservadas varias dependencias para su uso exclusivo.
La reina se sentía más confortable y más aliviada en su propio
palacio.
Al
día siguiente los reyes fueron recibidos con todos los honores en la
sala capitular del monasterio por la comunidad benedictina en pleno
presidida por el abad Bernardo. El rey aprovechó el acto para hacer
público el nombramiento de dom Bernardo como arzobispo de Toledo,
que ya en privado le había comunicado personalmente el día anterior
cuando el abad fue a ofrecerle sus respetos.
—Comunidad
facundina que tanto aprecio, tengo el honor de comunicaros que dom
Bernardo ha sido designado como nuevo arzobispo de la recién
conquistada ciudad imperial —un murmullo general recorrió toda la
sala, no sabemos si de aprobación o desacuerdo—. En los próximos
meses abandonará esta santa casa para tomar posesión de la cátedra
de Toledo, donde esperamos que su sabiduría, su bondad y su humildad
logren éxitos tan grandes al menos como los conseguidos hasta aquí
—en esta ocasión fue una gran ovación la que interrumpió el
discurso del monarca—. Sé que es el mejor adalid que puedo
encontrar para llevar a cabo la implantación de la doctrina de Roma
en la Iglesia toledana tan imbuida en el rito mozárabe y en la
cultura ismaelita. Con él la Iglesia de nuestro reino debe recuperar
la primacía que le corresponde en el conjunto de los reinos
cristianos de la Península. No será liviano su camino, pero con su
bondad y sabiduría logrará salvar todos los obstáculos que
encuentre. Por mi parte no escatimaré medios ni recursos para
allanarle ese camino. Sólo me resta desearle éxito en su nueva
etapa. ¡Que el Señor lo ilumine para que pueda gobernar la Iglesia
española con sabiduría y humildad!
—Que
así sea —contestó la comunidad a coro. A continuación tomó la
palabra dom Bernardo.
—Gracias,
Señor, por este nombramiento que me hacéis que no merezco. Desde
que puse los pies en vuestro reino, no he hecho más que recibir
mercedes por parte de Vuestra Majestad. No tengo palabras para
agradeceros tanta bondad y tantas deferencias con mi humilde persona.
No soy digno de tantos beneficios. No obstante, intentaré estar,
Señor, a la altura de las circunstancias para desempeñar con honor
el cargo para el que me habéis designado. Pediré ayuda a Dios
nuestro Señor para que me ilumine en los momentos difíciles de mi
episcopado. ¡Que Su Sabiduría y la gracia del Espíritu Santo me
iluminen siempre y en todo lugar para tomar las decisiones más
acertadas para todos los fieles cristianos!
—Que
así sea —le contestaron.
Los
reyes, después de felicitar efusivamente a Bernardo de Sedirac, se
retiraron al palacete real, dejando a la comunidad benedictina
inmersa en un besamanos al padre abad para darle la enhorabuena por
el nombramiento y desearle toda clase de parabienes en su nueva vida.
Con
la bendición de Hugo el Grande, a principios de marzo dejaba
Bernardo de Sedirac la vega del Cea para dirigirse con una pequeña
comitiva de monjes benedictinos hacia su nuevo destino. Un tenue
resplandor de un rosa pálido dibujaba una línea casi imperceptible
por el oriente, mientras que el resto del firmamento permanecía aún
oscuro y estrellado. El día prometía ser esplendoroso, aunque las
temperaturas se mantendrían en la banda baja como correspondía a la
época del año. Don Bernardo iba a caballo de una vieja mula. Sus
acompañantes caminaban a pie a su lado. Dos acémilas portaban sus
escasos enseres, entre los que se hallaban los libros del nuevo rito
romano. Les esperaban al menos dos semanas de un largo viaje por los
tranquilos caminos y veredas que los llevarían hasta Toledo.
La
ciudad del Tajo seguía gobernada por Sisnando Davídiz, que, con su
política de paz y concordia, intentaba por todos los medios frenar
la fuerte desbandada de los musulmanes hacia otros reinos taifas que
había provocado la conquista de Toledo y el exilio de al-Qádir.
Pero la llegada masiva de cristianos, que se generalizó con el
nombramiento de Bernardo de Sedirac como nuevo arzobispo de la
ciudad, tuvo como consecuencia el exilio de casi todos los muslimes
con el consiguiente problema del alarmante descenso poblacional, que
provocó graves perjuicios a varios sectores de la producción,
particularmente al agrícola por la escasez de mano de obra. Para
paliar este problema, Alfonso VI ordenó suavizar las medidas y
respetar la liturgia hispana para retener al menos a la población
mozárabe. Toledo sería la única ciudad de todo el imperio que
conservaría varias iglesias en las que se seguiría practicando el
rito hispano en vez del romano.
A
comienzos de la primavera llegó don Bernardo, liberado ya de su
cargo abacial, a la ciudad de Toledo con el grupo de monjes que lo
acompañaban. Faltarían todavía algunos meses para que se celebrara
su consagración como arzobispo de la recién conquistada ciudad
imperial, pero había que realizar los preparativos necesarios para
llevar a cabo dicha ceremonia y para cristianizar al máximo la
ciudad que tantos siglos llevaba bajo dominio musulmán. Había que
convertir la mayor parte de las mezquitas en iglesias cristianas,
empezando por la mezquita principal que se transformaría en
catedral. Alfonso VI había prometido a al-Qádir respetar esta
mezquita para uso exclusivo del islam, pero don Bernardo no estaba de
acuerdo con esa idea. La mezquita principal había sido ubicada donde
siempre había estado la catedral de los reyes visigodos. Ahora había
llegado el momento de restituir ese honor a la nueva catedral de
Toledo. Para ello sólo bastaba con convertir la mezquita en iglesia
cristiana y dotarla de la suntuosidad que su nuevo culto exigía. Don
Bernardo aprovechó el momento para adaptarla también al nuevo rito
romano que pensaba implantar en ella desde el primer día. Estos
cambios, que los musulmanes interpretaron como una profanación a su
templo más emblemático, fueron el detonante que abrió las puertas
al gran éxodo de sarracenos hacia otros reinos hermanos.
Pronto
empezaron a celebrarse en la mayor parte de las mezquitas de la
ciudad las ceremonias litúrgicas cristianas, siguiendo la lex
romana a pesar de la escasez de libros litúrgicos y del ajuar
sagrado necesario. Don Bernardo tenía prisa por imponer el nuevo
rito a sus feligreses. Ese celo por la implantación del nuevo rito
molestó en gran medida a los mozárabes toledanos, que no estaban
dispuestos a abandonar los ritos y las costumbres que habían venido
practicando desde tiempos inmemoriales. El conflicto surgido entre
los viejos cristianos de Toledo y los que acababan de llegar con la
toma de la ciudad desembocó en la dimisión de Sisnando Davídiz
como gobernador de la misma. Él había propuesto una política de
concordia y armonía entre ambas culturas, de sana convivencia entre
el mundo cristiano y el mundo musulmán, y lo que estaba ocurriendo
era todo lo contrario. Los musulmanes abandonaban en masa la ciudad y
hasta los propios mozárabes estaban dispuestos a hacerlo. Eso no
podía tener buenas consecuencias, como no tardó en darle la razón
la cruda realidad.
Alfonso
VI, creyéndose ya señor de toda España y que todos los reyes
taifas le rendían pleitesía, cercó la ciudad de Zaragoza con el
fin de hacerse con ella y con todo su reino lo mismo que había hecho
con Toledo. Mas el emir de Sevilla, al-Mutamid, ante esta nueva
provocación del rey leonés, solicitó la ayuda de Yusuf ibn
Tasufin, emir de los almorávides y señor del Magreb. Éste
desembarcó en Algeciras a principios de julio con un ejército de
quince mil hombres bien armados. A él se unirían más tarde otros
diez mil procedentes de los reinos taifas de Sevilla, Almería,
Badajoz y Granada. Todos juntos se enfrentarán a Alfonso VI en
Sagrajas al nordeste de Badajoz.
Alfonso
VI, al enterarse del desembarco de las tropas almorávides en la
Península, abandonó el cerco de Zaragoza para dirigirse con sus
tropas al encuentro del ejército de Yusuf. El enfrentamiento se
produjo el 23 de octubre del año 1085 en la localidad de Sagrajas.
Apenas amanecido, la vanguardia de las tropas cristianas al mando del
Álvar Fáñez se lanzaron de improviso sobre las descuidadas tropas
musulmanas, provocando la desbandada y el pánico entre ellos y un
cierto número de bajas. Rehechas las tropas almorávides de aquel
ataque sorpresa, cargaron contra las tropas cristianas provocándoles
un gran número de muertos y heridos. Ante la magnitud de los
acontecimientos, los guerreros cristianos se dispersaron en todas
direcciones dejando a Alfonso VI en una situación muy comprometida
auxiliado por sus más fieles seguidores. El propio don Alfonso fue
herido en un muslo. Logró salvar su vida gracias a la ayuda de sus
más fieles vasallos, que consiguieron arrastrarlo lejos del fragor
de la batalla. Fueron muchos los muertos por ambos bandos, aunque la
peor parte se la llevaron las huestes cristianas, que vieron
diezmadas sus fuerzas en tan aciago día. Yusuf se alzó con la
victoria pero no le sirvió de mucho, porque tuvo que regresar al
Magreb para asistir al entierro de su primogénito, muerto en la
batalla, en tanto que sus tropas no supieron sacarle mayor rédito a
la victoria. Tan sólo recuperaron las tierras del sur del Tajo y la
plaza fuerte de Uclés, aparte de dejar de pagar las parias los reyes
taifas. Ésta fue la primera derrota seria que sufrió Alfonso VI por
parte de los sarracenos. Derrota que marcaría un punto de inflexión
en su política imperial.
© Julio Noel
No hay comentarios:
Publicar un comentario