miércoles, 5 de junio de 2019

ALFONSO VI, IMPERATOR TOTIUS HISP. Capítulo 24


    
                                                                  24



          Alfonso VI entró triunfante en la ciudad imperial con su cohorte de honor, rodeado de estruendosas fanfarrias que recorrieron las calles de la ciudad durante horas. No se demoró en hacerse cargo de los edificios oficiales y del palacio que hasta aquel momento habían ocupado al-Qádir y sus predecesores. Uno de sus primeros actos fue el de nombrar como gobernador de la ciudad a su consejero Sisnando Davídiz, hombre de su máxima confianza y gran experto en asuntos árabes. Tampoco postergó la designación como gobernador de Valencia a su mano derecha en los campos de batalla, el capitán Álvar Fáñez, que acompañaría al destronado rey taifa en su nuevo destino.
A partir de la toma de Toledo, Alfonso VI comenzó a tratar a los reyes taifas con cierta altanería y desprecio por considerar que ya los tenía sometidos a su poder. En sus planes entraba la conquista de todos los reinos taifas sin mayores dificultades en cuanto se hiciera con el reino central. Con la ocupación de éste y el reino de Valencia vasallo suyo, quedaba cortada toda comunicación entre los reinos taifas del norte y el sur. Su aislamiento y su debilitamiento les haría caer como castillos de naipes. Al menos eso es lo que pensaba don Alfonso, que cada día les haría la vida más difícil a base de incrementar los impuestos y los sacrificios económicos. Su consejero Sisnando no era del mismo parecer y no dudó en hacérselo saber.
—No deberíais despreciar a los magnates árabes, Señor. Ellos son los que mejor conocen la ciudad y su gente. No os cebéis en ellos y sus bienes movido por la avidez y por el afán de poder. No hallaréis gobernantes más dóciles y más sumisos.
—Agradezco tus consejos, Sisnando, pero no me vas a convencer. La única forma de dominar a los árabes sin emplear las armas es su debilitamiento económico hasta límites inauditos. Por eso a partir de ahora incrementaré las parias que me venían pagando con nuevos gravámenes, hasta que la asfixia económica les obligue a depositar sus cetros en mis manos. Cuando las poblaciones sometidas a su poder se vean en la indigencia más absoluta, no dudarán en ponerse en su contra y pasarse a mi bando. La conquista de sus reinos será un simple paseo militar.
—Señor, me gustaría daros la razón, pero mucho me temo que eso no va a suceder tal como decís. No os ensañéis con los reyes taifas, porque son vuestros aliados. Vuelvo a repetiros que no hallaréis gobernadores más obedientes que ellos. Si los ponéis en vuestra contra, no dudarán en pedir ayuda a alguien que los defienda. Dios quiera que esto nunca ocurra, pero si ocurriere, no digáis que nadie os previno. Sed cauto y sensato. Es mejor que los tengáis como amigos que como enemigos.
—Sabios consejos son los que me das, Sisnando, pero no creo que en estos momentos haya nadie que esté dispuesto a venir en su ayuda, máxime sabiendo que tengo de mi parte a más de un príncipe franco, que están dispuestos a venir en mi socorro cuando yo se lo pida.
—No estaría yo tan seguro de eso, Señor, pero sea como Vos decís.
—No dudes que así será, Sisnando, y si no lo fuere, yo seguiré luchando contra esta caterva de infieles hasta expulsarlos de la Península Ibérica. Sin duda, Dios me ha elegido para llevar a cabo esta magna obra que tantos siglos ha que comenzamos. Ha llegado el momento de recuperar todo el solar hispano de los visigodo para la fe cristiana. Pronto se cumplirán ya cuatro siglos de aquella denigrante derrota de Guadalete. Espero que podamos celebrar el cuarto centenario de esa efemérides en una España cristiana y unida. Ahora gobierna esta ciudad con mano dura para que no se desbande. Lo único que concedo es que puedan seguir practicando su religión en las mezquitas que se les han asignado. Nada más. Mañana partiré para el campo de batalla para seguir ganando las plazas que aún se nos resisten. Tengo que asegurar la cuenca alta del Tajo y la del Henares. Queda, pues, con Dios, Sisnando, y que Él te ilumine.
Se acercaba la Navidad. El rey acababa de regresar de sus campañas bélicas por las cuencas del Tajo y del Henares. Sólo deseaba descansar. Pero la reina Constanza, que estaba cansada de descansar, lo que quería era trasladarse al monasterio de San Benito para pasar allí la Navidad y los meses invernales. La monotonía de tanto tiempo en palacio le producía hastío. Quería salir de León para respirar aires nuevos. Además, quería seguir todas las ceremonias litúrgicas de aquellos días por el rito romano, que sólo se lo garantizaban en el monasterio de Sahagún. Motivo más que suficiente para desear celebrar allí fechas tan señaladas.
—Alfonso, ya se está acercando la Navidad. ¿Es que no piensas llevarme a Sahagún este año?
—No me apetece mucho, Constanza. Sabes que acabo de llegar de las campañas bélicas de un año muy ajetreado. Me gustaría dedicar estos meses a descansar nada más.
—Eso lo puedes hacer en Sahagún con mucha más tranquilidad que aquí.
—Preferiría no ir, pero lo haré aunque sólo sea para comunicar personalmente a Bernardo su nombramiento como arzobispo de Toledo.
—¿Vas a proponer a Bernardo como arzobispo de Toledo?
—Ya hace tiempo que lo propuse. Cuando tenía sitiada la ciudad y estaba seguro de que iba a caer en mi poder, envié un mensajero a Gregorio VII con la propuesta que sé que aceptó, pero como falleció el mismo día de la toma de Toledo, no pudo confirmar su nombramiento. Espero que su sucesor no tenga ningún reparo en hacerlo.
—Me alegro por Bernardo. Es un santo varón que se merece eso y mucho más.
—Ya sé que se lo merece y que goza de toda mi confianza. Por eso lo quiero allí, porque es una pieza clave para cristianizar esa zona tan importante que hemos añadido a nuestro reino. Él será el encargado de llevar a cabo la reforma cluniacense y la adopción del rito romano en todo el reino de Toledo, un territorio totalmente mahometizado al que costará muchos esfuerzos volver a atraer al redil de la Iglesia. En él he depositado todas mis esperanzas con el fin de lograr ese cambio sin grandes traumas.
El frío exterior era glacial. La pareja real se había acomodado al lado de la chimenea para recibir más de cerca las carias del fuego.
—Esperemos que tenga más éxito que el que se está obteniendo aquí. Ya sabes que aún hay muchos clérigos que se oponen al nuevo rito y no digamos los fieles, que si de ellos dependiera, no abandonarían el rito hispano en toda su vida.
—Lo sé, Constanza. Sé que hasta mis propias hermanas son reacias al nuevo rito. También sé que muchos monjes y clérigos de nuestro reino se resisten a implantar el rito romano. Hace ya más de dos años que murió don Pedro y el monasterio de San Pedro de Montes sigue inmerso en un confuso cisma del que mucho nos tememos que le costará salir. La semilla que sembró allí Pedro ha arraigado tanto, que pasarán muchos años antes de que se erradique por completo. Aún sigue habiendo demasiada discrepancia entre las dos comunidades a las que es muy difícil poner de acuerdo. También me consta que en Galicia y Portugal todavía son más reacios al nuevo rito, por eso habrá que tener paciencia para que poco a poco éste vaya calando en el espíritu de los fieles.
Una semana más tarde los reyes se hallaban ya en Sahagún. El frío seguía siendo intenso, pues las nieves no sólo coronaban los altos picos de la cordillera Cantábrica, sino que llegaba hasta las montañas más próximas al monasterio gracias a la nevada caída dos semanas antes. La familia real se hospedó en el palacete que doña Constanza había mandado construir al lado del monasterio, a pesar de tener en éste reservadas varias dependencias para su uso exclusivo. La reina se sentía más confortable y más aliviada en su propio palacio.
Al día siguiente los reyes fueron recibidos con todos los honores en la sala capitular del monasterio por la comunidad benedictina en pleno presidida por el abad Bernardo. El rey aprovechó el acto para hacer público el nombramiento de dom Bernardo como arzobispo de Toledo, que ya en privado le había comunicado personalmente el día anterior cuando el abad fue a ofrecerle sus respetos.
—Comunidad facundina que tanto aprecio, tengo el honor de comunicaros que dom Bernardo ha sido designado como nuevo arzobispo de la recién conquistada ciudad imperial —un murmullo general recorrió toda la sala, no sabemos si de aprobación o desacuerdo—. En los próximos meses abandonará esta santa casa para tomar posesión de la cátedra de Toledo, donde esperamos que su sabiduría, su bondad y su humildad logren éxitos tan grandes al menos como los conseguidos hasta aquí —en esta ocasión fue una gran ovación la que interrumpió el discurso del monarca—. Sé que es el mejor adalid que puedo encontrar para llevar a cabo la implantación de la doctrina de Roma en la Iglesia toledana tan imbuida en el rito mozárabe y en la cultura ismaelita. Con él la Iglesia de nuestro reino debe recuperar la primacía que le corresponde en el conjunto de los reinos cristianos de la Península. No será liviano su camino, pero con su bondad y sabiduría logrará salvar todos los obstáculos que encuentre. Por mi parte no escatimaré medios ni recursos para allanarle ese camino. Sólo me resta desearle éxito en su nueva etapa. ¡Que el Señor lo ilumine para que pueda gobernar la Iglesia española con sabiduría y humildad!
—Que así sea —contestó la comunidad a coro. A continuación tomó la palabra dom Bernardo.
—Gracias, Señor, por este nombramiento que me hacéis que no merezco. Desde que puse los pies en vuestro reino, no he hecho más que recibir mercedes por parte de Vuestra Majestad. No tengo palabras para agradeceros tanta bondad y tantas deferencias con mi humilde persona. No soy digno de tantos beneficios. No obstante, intentaré estar, Señor, a la altura de las circunstancias para desempeñar con honor el cargo para el que me habéis designado. Pediré ayuda a Dios nuestro Señor para que me ilumine en los momentos difíciles de mi episcopado. ¡Que Su Sabiduría y la gracia del Espíritu Santo me iluminen siempre y en todo lugar para tomar las decisiones más acertadas para todos los fieles cristianos!
—Que así sea —le contestaron.
Los reyes, después de felicitar efusivamente a Bernardo de Sedirac, se retiraron al palacete real, dejando a la comunidad benedictina inmersa en un besamanos al padre abad para darle la enhorabuena por el nombramiento y desearle toda clase de parabienes en su nueva vida.
Con la bendición de Hugo el Grande, a principios de marzo dejaba Bernardo de Sedirac la vega del Cea para dirigirse con una pequeña comitiva de monjes benedictinos hacia su nuevo destino. Un tenue resplandor de un rosa pálido dibujaba una línea casi imperceptible por el oriente, mientras que el resto del firmamento permanecía aún oscuro y estrellado. El día prometía ser esplendoroso, aunque las temperaturas se mantendrían en la banda baja como correspondía a la época del año. Don Bernardo iba a caballo de una vieja mula. Sus acompañantes caminaban a pie a su lado. Dos acémilas portaban sus escasos enseres, entre los que se hallaban los libros del nuevo rito romano. Les esperaban al menos dos semanas de un largo viaje por los tranquilos caminos y veredas que los llevarían hasta Toledo.
La ciudad del Tajo seguía gobernada por Sisnando Davídiz, que, con su política de paz y concordia, intentaba por todos los medios frenar la fuerte desbandada de los musulmanes hacia otros reinos taifas que había provocado la conquista de Toledo y el exilio de al-Qádir. Pero la llegada masiva de cristianos, que se generalizó con el nombramiento de Bernardo de Sedirac como nuevo arzobispo de la ciudad, tuvo como consecuencia el exilio de casi todos los muslimes con el consiguiente problema del alarmante descenso poblacional, que provocó graves perjuicios a varios sectores de la producción, particularmente al agrícola por la escasez de mano de obra. Para paliar este problema, Alfonso VI ordenó suavizar las medidas y respetar la liturgia hispana para retener al menos a la población mozárabe. Toledo sería la única ciudad de todo el imperio que conservaría varias iglesias en las que se seguiría practicando el rito hispano en vez del romano.
A comienzos de la primavera llegó don Bernardo, liberado ya de su cargo abacial, a la ciudad de Toledo con el grupo de monjes que lo acompañaban. Faltarían todavía algunos meses para que se celebrara su consagración como arzobispo de la recién conquistada ciudad imperial, pero había que realizar los preparativos necesarios para llevar a cabo dicha ceremonia y para cristianizar al máximo la ciudad que tantos siglos llevaba bajo dominio musulmán. Había que convertir la mayor parte de las mezquitas en iglesias cristianas, empezando por la mezquita principal que se transformaría en catedral. Alfonso VI había prometido a al-Qádir respetar esta mezquita para uso exclusivo del islam, pero don Bernardo no estaba de acuerdo con esa idea. La mezquita principal había sido ubicada donde siempre había estado la catedral de los reyes visigodos. Ahora había llegado el momento de restituir ese honor a la nueva catedral de Toledo. Para ello sólo bastaba con convertir la mezquita en iglesia cristiana y dotarla de la suntuosidad que su nuevo culto exigía. Don Bernardo aprovechó el momento para adaptarla también al nuevo rito romano que pensaba implantar en ella desde el primer día. Estos cambios, que los musulmanes interpretaron como una profanación a su templo más emblemático, fueron el detonante que abrió las puertas al gran éxodo de sarracenos hacia otros reinos hermanos.
Pronto empezaron a celebrarse en la mayor parte de las mezquitas de la ciudad las ceremonias litúrgicas cristianas, siguiendo la lex romana a pesar de la escasez de libros litúrgicos y del ajuar sagrado necesario. Don Bernardo tenía prisa por imponer el nuevo rito a sus feligreses. Ese celo por la implantación del nuevo rito molestó en gran medida a los mozárabes toledanos, que no estaban dispuestos a abandonar los ritos y las costumbres que habían venido practicando desde tiempos inmemoriales. El conflicto surgido entre los viejos cristianos de Toledo y los que acababan de llegar con la toma de la ciudad desembocó en la dimisión de Sisnando Davídiz como gobernador de la misma. Él había propuesto una política de concordia y armonía entre ambas culturas, de sana convivencia entre el mundo cristiano y el mundo musulmán, y lo que estaba ocurriendo era todo lo contrario. Los musulmanes abandonaban en masa la ciudad y hasta los propios mozárabes estaban dispuestos a hacerlo. Eso no podía tener buenas consecuencias, como no tardó en darle la razón la cruda realidad.
Alfonso VI, creyéndose ya señor de toda España y que todos los reyes taifas le rendían pleitesía, cercó la ciudad de Zaragoza con el fin de hacerse con ella y con todo su reino lo mismo que había hecho con Toledo. Mas el emir de Sevilla, al-Mutamid, ante esta nueva provocación del rey leonés, solicitó la ayuda de Yusuf ibn Tasufin, emir de los almorávides y señor del Magreb. Éste desembarcó en Algeciras a principios de julio con un ejército de quince mil hombres bien armados. A él se unirían más tarde otros diez mil procedentes de los reinos taifas de Sevilla, Almería, Badajoz y Granada. Todos juntos se enfrentarán a Alfonso VI en Sagrajas al nordeste de Badajoz.
Alfonso VI, al enterarse del desembarco de las tropas almorávides en la Península, abandonó el cerco de Zaragoza para dirigirse con sus tropas al encuentro del ejército de Yusuf. El enfrentamiento se produjo el 23 de octubre del año 1085 en la localidad de Sagrajas. Apenas amanecido, la vanguardia de las tropas cristianas al mando del Álvar Fáñez se lanzaron de improviso sobre las descuidadas tropas musulmanas, provocando la desbandada y el pánico entre ellos y un cierto número de bajas. Rehechas las tropas almorávides de aquel ataque sorpresa, cargaron contra las tropas cristianas provocándoles un gran número de muertos y heridos. Ante la magnitud de los acontecimientos, los guerreros cristianos se dispersaron en todas direcciones dejando a Alfonso VI en una situación muy comprometida auxiliado por sus más fieles seguidores. El propio don Alfonso fue herido en un muslo. Logró salvar su vida gracias a la ayuda de sus más fieles vasallos, que consiguieron arrastrarlo lejos del fragor de la batalla. Fueron muchos los muertos por ambos bandos, aunque la peor parte se la llevaron las huestes cristianas, que vieron diezmadas sus fuerzas en tan aciago día. Yusuf se alzó con la victoria pero no le sirvió de mucho, porque tuvo que regresar al Magreb para asistir al entierro de su primogénito, muerto en la batalla, en tanto que sus tropas no supieron sacarle mayor rédito a la victoria. Tan sólo recuperaron las tierras del sur del Tajo y la plaza fuerte de Uclés, aparte de dejar de pagar las parias los reyes taifas. Ésta fue la primera derrota seria que sufrió Alfonso VI por parte de los sarracenos. Derrota que marcaría un punto de inflexión en su política imperial.

            © Julio Noel 

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