miércoles, 5 de junio de 2019

ALFONSO VI, IMPERATOR TOTIUS HISPANIAE. Capítulo 6



                                                                  6


          Poco después de la muerte de don Sancho, don García abandonó su retiro de Sevilla con la intención tal vez de recuperar su antiguo reino. No tardaron en llegar a oídos de doña Urraca las andanzas de su hermano menor. Inmediatamente partió hacia la capital del reino para prevenir a don Alfonso del potencial peligro que se cernía sobre su cabeza.
El monarca vivía ocupado en los asuntos de estado en su palacio de León al que había llegado escasos meses antes. Una fría mañana de mediados de febrero se presentó ante él doña Urraca. Después de las muestras de afecto entre ambos hermanos, ella se dirigió a él con la siguiente pregunta retórica:
—¿No sabes que García ha abandonado Sevilla y quizá esté pretendiendo reunir un ejército para recuperar Galicia?
—¿No me digas? —contestó el rey sin apenas inmutarse—. Te agradezco tus desvelos y tu interés por mi seguridad, pero puedes estar tranquila por lo que respecta a García. No dará un paso sin que yo me entere. Antes de que mueva un dedo se encontrará encerrado entre cuatro paredes. No te preocupes, no tardaré en acabar con la amenaza de nuestro hermano menor.
—Eso espero, Alfonso. No sabes la angustia que tengo y lo intranquila que estoy desde que me enteré que había regresado aquí. No he podido descansar un solo instante desde entonces por el desasosiego que me embarga.
—Cálmate, Urraca, y serena tu estado de ánimo. Haremos que lo encierren en unas mazmorras de donde no volverá a salir jamás. ¡Es tan testarudo y pertinaz! Podría disfrutar de una vida feliz en Sevilla con su clima maravilloso y donde no le falta de nada, pero no quiere. Prefiere los rigores de nuestros inviernos a las bondades de aquel clima tan benigno. Pues que no se preocupe, será complacido por entero.
Doña Urraca se acomodó en un diván más tranquila y calmada por las palabras de su hermano. No estaba dispuesta a que éste perdiera una parte del legado de sus padres después de todos los sufrimientos y privaciones por los que habían tenido que pasar hasta llegar a aquel momento. El reino de sus progenitores debería continuar formando un todo, como lo había sido hasta entonces, y ese todo debería ser regido exclusivamente por su hermano predilecto. No cabían fisuras ni facciones. Sus padres se habían equivocado al repartirlo entre todos con las amargas consecuencias que tal decisión había conllevado. Ahora, una vez unificado bajo una sola corona, no se podían permitir un nuevo error. Si alguien quería intentarlo, antes tendría que pasar por encima de su cadáver.
—Espero que cumplas pronto tu promesa. No me gustaría verte de nuevo envuelto en refriegas y luchas con García como ocurrió con Sancho. Debes asegurarte el trono y la corona de todo el legado de nuestros padres sin que se interponga ningún obstáculo. Si para ello tienes que eliminar a nuestro hermano, no dudes en hacerlo.
—Lo haré, Urraca. También yo pretendo mantener unificado todo el reino y ampliarlo hasta donde nuestras fuerzas nos lo permitan. No he olvidado la misión que tenemos los titulares del reino de León como herederos del reino visigodo, que no es otra que la unidad de toda España. Ya sabes que he empezado a confirmar los documentos como rex Spanie.
—Lo sé, Alfonso, y me enorgullezco de ello. Tú eres el rey más importante de todos los reyes cristianos peninsulares. Así, pues, estás en tu pleno derecho de utilizar ese título.
Acto seguido don Alfonso impartió algunas órdenes a uno de sus colaboradores. Un mes más tarde don García se presentó en palacio con la esperanza de que su hermano lo restableciera en su reino. Su ingenuidad y candidez se desvelaron cuando descubrió que todo había sido un engaño para encadenarlo de pies y manos y encerrarlo poco después en las mazmorras del castillo de Luna por el resto de sus días. Castillo que mandara construir Alfonso II el Casto en los roquedales que tajó el río Luna al noroeste de la ciudad de León, como bastión para la defensa del reino de Asturias.
Encarcelado el hermano menor, don Alfonso se vio libre de impedimentos para dedicarse de lleno al ordenamiento de su vida y al engrandecimiento de su reino. Aquel reino, heredero del reino de Asturias, que tenía ya más de siglo y medio de existencia, que tantas glorias había dado y que tanto empeño había puesto por liberar toda la Península del yugo árabe. Objetivos que el nuevo monarca estaba dispuesto a superar a lo largo del reinado que acababa de recuperar y que ahora prometía una paz interna y duradera.
Habían transcurrido varios meses desde el final del cerco de Zamora. Doña Urraca se desplazó de nuevo a León, ciudad en la que le gustaba pasar la mayor parte del tiempo. Tal como le había prometido a su hermano, quería seguir de cerca los trabajos de la nueva catedral. No en vano formaba parte del legado que había recibido de sus padres. En cuanto puso los pies en la ciudad, no se demoró mucho en acercarse a la nueva iglesia, cuyo aspecto tanto exterior como interior había mejorado bastante desde la última vez que la visitara. Exteriormente, su robustez impresionaba. Pero era su interior lo que más fascinaba. Sobre todo las recias columnas que dividían cada una de las naves y los tres ábsides, con su espectacular decoración escultórica, separados de las naves por un amplio crucero.
Doña Urraca se acercó al maestro cantero que dirigía la obra para obtener de primera mano un informe fidedigno de su actual estado.
—¿Cómo va la obra, maestro?
—Muy bien, señora —le contestó éste después de hacerle una respetuosa reverencia—. Si no surge ningún percance, espero que en otoño la podamos inaugurar.
—Debería haber estado ya terminada según lo pactado.
—Sí, señora. Pero en lo meses que quedó sin gobierno el reino y la propia ciudad, fue muy difícil conseguir un ritmo de trabajo satisfactorio. Muchos de los canteros y peones se negaron a trabajar si no recibían su salario. Me fue de todo punto imposible convencerlos de lo contrario. La mayoría regresaron a sus casas. Tan sólo mis hijos y media docena de fieles peones permanecieron en la obra. Sólo cuando regresó nuestro serenísimo rey, vuestro egregio hermano que Dios guarde muchos años, retornó al trabajo todo el personal.
—¿Y qué es lo que os falta para concluir las obras?
—Nos falta casi toda la decoración interior. Tenemos que esculpir los capiteles y las basas de todas las columnas tanto de las naves como de los ábsides. También tenemos que esculpir los arcos y los frontispicios de las puertas. Se tienen que tallar en granito la mayor parte de las imágenes que adornarán las hornacinas y los arcos decorativos que hay en su interior. Finalmente, tendremos que enlosar todo el suelo para que el templo sea más limpio y acogedor.
—¿Cuánto tiempo calculas que os llevará todo eso?
—Unos seis o siete meses, señora, si no hay contratiempos.
—Esperemos que así sea por el bien de todos.
La infanta, después de inspeccionar detenidamente todas las dependencias de la nueva catedral, abandonó el templo entre escéptica e ilusionada. Si se cumplían los pronósticos del maestro cantero, podría estar terminada antes del enlace de don Alfonso. Ya se ocuparía ella de que los trabajos se ejecutaran satisfactoriamente.
La catedral se consagró finalmente el diez de noviembre del 1073. Al acto asistieron los obispos de León y de Galicia y una gran parte de los de Castilla. También hubo una buena representación de los abades y priores de los muchos monasterios que poblaban todo el reino. Parte de la nobleza quiso asimismo estar presente en el acto. No en vano se trataba de la inauguración de la catedral de la capital del reino. Ofició el acto el obispo titular de León, Pelayo II, acompañado por el resto de obispos que se habían congregado, quien, después de todos los preliminares de la consagración de la nueva catedral, abrió ritualmente sus puertas para dar paso a la casa del Señor a los fieles que se congregarían en su interior para celebrar el Santo Sacrificio de la Misa, una vez terminado de consagrar el interior de la nueva catedral y su ara.
El rey Alfonso VI presidió el acto desde el palco real, situado en el lado del Evangelio. Detrás de él y casi a su lado se hallaba la infanta doña Urraca, protectora de la nueva catedral, cuya construcción había corrido a cargo, en buena parte, de su protectorado. Un poco más atrás que ella se hallaba la infanta doña Elvira, que también había acudido a la inauguración del nuevo templo. El resto de la nobleza y clero se situó en el amplio crucero que separaba los ábsides de las naves. Éstas se llenaron con todos los fieles que tuvieron la suerte de seguir la consagración desde el interior del templo. Fueron muchos más los que se vieron obligados a permanecer en el exterior del recinto por falta de espacio en su interior para albergarlos a todos. Terminada la ceremonia, el rey ofreció un banquete a los obispos y nobles asistentes. De esa manera, puso el broche de oro a la consagración de la nueva catedral.
Doña Urraca y don Alfonso conversaban fraternalmente, como en tantas otras ocasiones, en el salón privado del palacio real, ricamente decorado y muy confortable para pasar largas horas en él. Era finales de noviembre. El clima en León se recrudecía. En noviembre solían caer las primeras nevadas, adelantando así el invierno, que se prolongaría hasta finales de febrero o principios de marzo. Las rachas de roble y encina crepitaban en la chimenea.
—Consagrada la nueva catedral y después de haber confirmado el reajuste legal, ahora deberíamos pensar solamente en los preparativos de tu próximo enlace matrimonial. Recuerda que falta menos de un mes para el mismo.
—Todo estará preparado para entonces, querida hermana, y si algo fallara, ya te encargarás tú de solucionarlo.
—De eso puedes estar bien seguro, Alfonso. No dejaré pasar por alto ningún detalle que nos pueda poner en evidencia ante tus futuros suegros y todo su séquito. Debemos causarles la mejor impresión posible.
—Estoy seguro que se la causaremos, máxime teniéndote a ti a mi lado.
En las facciones de la infanta se reflejó un gesto de vanagloria.
—Supongo que estarás deseando contraer matrimonio para tener descendencia. Ahora todo depende de ti para dar continuidad a nuestro linaje. Ya sabes que Elvira y yo debemos permanecer célibes si queremos conservar el infantazgo que hemos heredado.
—Lo sé, Urraca, y por eso deseo casarme lo antes posible. Ya se malogró mi anterior matrimonio por la muerte repentina de Ágata, así que espero y deseo que éste, que lleva cuatro años concertado, llegue a puerto felizmente y sin ninguna clase de contratiempos.
—Eso mismo espero yo. Por eso, aunque sé que todo el servicio doméstico se está ya dedicando de pleno para el acontecimiento, a partir de ahora mismo me ocuparé yo personalmente de todo para que no falte ningún detalle.
—Te lo agradezco de corazón, mi dilectísima hermana. Tú siempre estás a mi lado cuando más te necesito.
Doña Urraca se hizo cargo directo de todos los preparativos para el enlace matrimonial de su hermano predilecto. Por fin había llegado la hora de que éste contrajera nupcias con su prometida, Inés de Aquitania, que acababa de cumplir los catorce años. El acontecimiento tenía que brillar por todo lo alto. De eso se encargaría ella, que no dejaría pasar un sólo detalle para deslumbrar a todos los asistentes al mismo.
Hacía años que pensaba realizar varios obsequios a la catedral de León y qué mejor momento que aquél en el que su hermano predilecto iba a contraer matrimonio con su prometida. Doña Urraca había bordado en oro y plata con sus propias manos, o a través de la labor de sus doncellas, varias casullas de lino. Precisamente en aquel momento estaban a punto de terminar una capa pluvial blanca bordada toda en oro. Era la que portaría el obispo el día del enlace matrimonial de don Alfonso.
La infanta se acercó al taller de bordado que había instalado en su residencia.
—¿Cómo llevas esa capa, Casilda?
Casilda era la doncella preferida de doña Urraca. Sus bordados sobresalían por encima de los de las demás doncellas que tenía a su servicio. Dominaba sobre todo el oro y la plata. Las prendas por ella bordadas eran toda una obra de arte, que más parecían piezas de museo que ropajes para ser usados.
—Muy bien, señora. Está casi a punto.
—Ya sabes que la tiene que estrenar el señor obispo el día de la boda de mi hermano y que ésta se celebrará por Navidad.
—No se preocupe, señora. Estará terminada para ese día.
—Confío en ti, Casilda. Sé que no me fallarás.
Con ser ricos presentes, no eran éstos los que más valoraba la infanta. Lo que la había tenido en vilo durante mucho tiempo y la había privado de más de una hora de sueño era la gran cruz plateada, adornada con piedras preciosas, con un crucifijo de marfil, que pensaba regalar a la catedral en aquella fecha tan señalada. Doña Urraca no había dejado de visitar asiduamente al maestro orfebre en las últimas semanas. La fecha de la boda se aproximaba y la cruz no terminaba de estar lista. El orfebre había llegado a León en una peregrinación hecha a Santiago procedente de Alemania. De regreso a su patria, se detuvo en León, ciudad que eligió para establecerse y fundar un pequeño taller de orfebrería, que no tardaría en adquirir gran fama por sus maravillosos trabajos, la mayor parte de ellos insuflados en los conocimientos que había adquirido en su tierra. Fueron precisamente estos conocimientos los que inspiraron la cruz de la infanta. Una cruz que medía alrededor de dos metros de altura por uno veinte de sus brazos, toda ella chapada en oro y plata salpicada de esmaltes y piedras preciosas y con un crucifijo de marfil.
—¿Cómo van esos trabajos, Odón?
—Muy bien, señora. Tan sólo me queda grabar a los pies del crucifijo la inscripción en la que constará que ha sido donada por vuestra Alteza y vuestra propia imagen.
—Me parece estupendo todo eso, Odón, pero faltan muy pocos días para Navidad. Ya sabes que ese día quiero que esta cruz brille como el sol en un lugar destacado del altar mayor. Espero que no me falles.
—Descuidad, señora. Estará en su sitio en la fecha señalada.

Se acercaba la Navidad del año 1073. Doña Urraca no cesaba de impartir órdenes en el palacio real para que todo estuviera a punto el día de los esponsales de su hermano. Habían elegido aquella fecha tan señalada para dar más realce, si cabe, al acontecimiento. La víspera estaba todo en su sitio para el magno acontecimiento, pero la novia y su séquito no daban señales de vida ni se sabía nada de ellos. Era un contratiempo con el que no habían contado. Transcurrió la Nochebuena. Transcurrió la Navidad. Transcurrió el día siguiente sin noticias de doña Inés y sus acompañantes. Todo el mundo hacía conjeturas. Los rumores ya se habían extendido por toda la ciudad y los más chocarreros contaban chistes y chismes no exentos de mordacidad y de burla hacia los novios. Doña Urraca estaba nerviosa, demasiado nerviosa para sobrellevar con calma aquella situación tan enojosa.
—Deberías enviar a alguien por el camino de Burgos a ver si les ha pasado algo —le decía a su hermano mientras paseaba sin descanso por el salón del palacio retorciéndose las manos—. No es normal que no hayan llegado y que no den señales de vida.
—Cálmate, hermana. Todo se aclarará. Sus motivos tendrán.
—No digo que no tengan sus razones, pero deberías hacer algo. No podemos seguir en esta incertidumbre.
—¿Y qué quieres que haga?
—Pues lo que te acabo de decir. Enviar a un lacayo a que averigüe algo. No podemos seguir así. Todos los invitados están inquietos y algunos ya no se ocultan para hacer comentarios lacerantes o reír los chistes que se cuentan entre las clases bajas de la ciudad. Si no se soluciona esto pronto, vas a ser el hazmerreír de todo el reino.
—Lo sé, Urraca, pero nada puedo hacer para evitarlo. Alguna razón habrá que justifique este retraso. Ya se aclarará todo con el tiempo.
La infanta no estaba conforme. Seguía paseando sin descanso. Tan pronto se acercaba a la ventana que daba al patio interior del palacio para observar si había algún movimiento en él, como volvía al lado de su hermano con gran nerviosismo.
—Pero ¿por qué no puedes enviar al alguien a ver si los encuentra?
—Porque muy probablemente tomaría un camino distinto al de ellos. Sería perder el tiempo.
—Pues algo habría que hacer —reiteró con cierto malhumor ella, que no estaba conforme con la parsimonia de su hermano.
En ese momento se oyó un pequeño alboroto en el patio. A doña Urraca le faltó tiempo para correr a la ventana a ver de qué se trataba. Un jinete con un aspecto muy cansado acababa de apearse de su caballo. Solicitó ver con urgencia al rey, pues lo que tenía que comunicarle no admitía demora. No tardó en entrar en el salón real y postrarse de hinojos a los pies de don Alfonso.
—Señor —dijo después de hacer una profunda reverencia—, vuestra prometida y futura esposa junto con todo su séquito se hallan detenidos en Pancorbo, donde nos sorprendió una fuerte nevada. Llegarán a León cuando el tiempo se lo permita. Yo me he podido adelantar con grandes dificultades para preveniros.
«¡Qué cosa más extraña que nieve en Burgos y no nieve en León!», exclamó para sí misma doña Urraca con gran escepticismo. «Lo que hay que ver».
Unos días antes de Navidad un frente nuboso se acercó desde el nordeste hasta detenerse entre las cuencas del Cea y del Pisuerga. A su paso por las altas tierras de Castilla dejó un extenso manto blanco de más de medio metro de grosor, que fue lo que impidió el avance de la comitiva nupcial de los condes de Aquitania. Con gran trabajo y esfuerzo pudieron llegar a León el treinta de diciembre. El barro y los lodazales les habían hecho muy penoso el último tramo de su viaje.
Con la novia y su séquito ya en León, no se quiso demorar por más tiempo la boda. Así, pues, el día de Año Nuevo fue el día elegido para unir en santo matrimonio a ambos contrayentes. El enlace se celebró, como era costumbre, en la catedral de Santa María y San Cipriano, que brillaba en todo su esplendor después de su reciente inauguración. Doña Urraca no quiso escatimar gastos para que el recinto catedralicio luciera como el sol. Para ello sufragó al cabildo todos los dispendios que conllevara la iluminación y ornamentación de la catedral durante el solemne acto. En el lado del Evangelio del altar mayor mandó colocar la gran cruz, que brillaba como el lucero del alba para admiración de todos los asistentes a la ceremonia y para su propio envanecimiento. La infanta no podía permitir que León ofreciera un espectáculo bochornoso el día del enlace matrimonial de su rey.
La boda, que había sido acordada cuatro años antes pero que no se había podido materializar por la minoría de edad de doña Inés, se celebró con toda solemnidad. Ambos contrayentes estaban radiantes. Lucían sendos mantos de color púrpura bordados en oro y plata. Ceñían sobre sus cabezas las majestuosas coronas reales, que ensalzaban más sus apuestas figuras, en especial la nívea cara infantil de la reina, cual serafín caído del cielo. En su diestra el rey portaba un cetro de oro engarzado con esmeraldas, rubíes y diamantes, símbolo de su dignidad real.
Al enlace asistieron todos los nobles de León, Asturias, Galicia y Portugal y algunos de Castilla. Varios nobles de esta última parte del reino seguían aún recelosos por la trágica muerte de don Sancho. También acudieron muchos representantes de las casas reales del resto de reinos peninsulares y algunos extranjeros. La ceremonia fue concelebrada por los obispos de todas las diócesis del reino de León, como no podía ser menos. Por algo el contrayente era la cabeza visible de todo el reino. Hubo grandes banquetes y festejos que se prolongaron a lo largo de días y semanas, hasta que, ahítos de tanta saciedad y relajación, poco a poco los invitados fueron abandonando las estancias del palacio real para regresar a sus respectivos feudos. Y es que las bodas reales de aquellos tiempos no sólo servían de disfrute y pasatiempo, sino que eran un momento crucial para consolidar alianzas y firmar pactos y tratados entre los distintos reinos.

            © Julio Noel 

No hay comentarios:

Publicar un comentario