6
Poco
después de la muerte de don Sancho, don García abandonó su retiro
de Sevilla con la intención tal vez de recuperar su antiguo reino.
No tardaron en llegar a oídos de doña Urraca las andanzas de su
hermano menor. Inmediatamente partió hacia la capital del reino para
prevenir a don Alfonso del potencial peligro que se cernía sobre su
cabeza.
El
monarca vivía ocupado en los asuntos de estado en su palacio de León
al que había llegado escasos meses antes. Una fría mañana de
mediados de febrero se presentó ante él doña Urraca. Después de
las muestras de afecto entre ambos hermanos, ella se dirigió a él
con la siguiente pregunta retórica:
—¿No
sabes que García ha abandonado Sevilla y quizá esté pretendiendo
reunir un ejército para recuperar Galicia?
—¿No
me digas? —contestó el rey sin apenas inmutarse—. Te agradezco
tus desvelos y tu interés por mi seguridad, pero puedes estar
tranquila por lo que respecta a García. No dará un paso sin que yo
me entere. Antes de que mueva un dedo se encontrará encerrado entre
cuatro paredes. No te preocupes, no tardaré en acabar con la amenaza
de nuestro hermano menor.
—Eso
espero, Alfonso. No sabes la angustia que tengo y lo intranquila que
estoy desde que me enteré que había regresado aquí. No he podido
descansar un solo instante desde entonces por el desasosiego que me
embarga.
—Cálmate,
Urraca, y serena tu estado de ánimo. Haremos que lo encierren en
unas mazmorras de donde no volverá a salir jamás. ¡Es tan
testarudo y pertinaz! Podría disfrutar de una vida feliz en Sevilla
con su clima maravilloso y donde no le falta de nada, pero no quiere.
Prefiere los rigores de nuestros inviernos a las bondades de aquel
clima tan benigno. Pues que no se preocupe, será complacido por
entero.
Doña Urraca se acomodó en un diván más tranquila y calmada por
las palabras de su hermano. No estaba dispuesta a que éste perdiera
una parte del legado de sus padres después de todos los sufrimientos
y privaciones por los que habían tenido que pasar hasta llegar a
aquel momento. El reino de sus progenitores debería continuar
formando un todo, como lo había sido hasta entonces, y ese todo
debería ser regido exclusivamente por su hermano predilecto. No
cabían fisuras ni facciones. Sus padres se habían equivocado al
repartirlo entre todos con las amargas consecuencias que tal decisión
había conllevado. Ahora, una vez unificado bajo una sola corona, no
se podían permitir un nuevo error. Si alguien quería intentarlo,
antes tendría que pasar por encima de su cadáver.
—Espero
que cumplas pronto tu promesa. No me gustaría verte de nuevo
envuelto en refriegas y luchas con García como ocurrió con Sancho.
Debes asegurarte el trono y la corona de todo el legado de nuestros
padres sin que se interponga ningún obstáculo. Si para ello tienes
que eliminar a nuestro hermano, no dudes en hacerlo.
—Lo
haré, Urraca. También yo pretendo mantener unificado todo el reino
y ampliarlo hasta donde nuestras fuerzas nos lo permitan. No he
olvidado la misión que tenemos los titulares del reino de León como
herederos del reino visigodo, que no es otra que la unidad de toda
España. Ya sabes que he empezado a confirmar los documentos como rex
Spanie.
—Lo
sé, Alfonso, y me enorgullezco de ello. Tú eres el rey más
importante de todos los reyes cristianos peninsulares. Así, pues,
estás en tu pleno derecho de utilizar ese título.
Acto
seguido don Alfonso impartió algunas órdenes a uno de sus
colaboradores. Un mes más tarde don García se presentó en palacio
con la esperanza de que su hermano lo restableciera en su reino. Su
ingenuidad y candidez se desvelaron cuando descubrió que todo había
sido un engaño para encadenarlo de pies y manos y encerrarlo poco
después en las mazmorras del castillo de Luna por el resto de sus
días. Castillo que mandara construir Alfonso II el Casto en
los roquedales que tajó el río Luna al noroeste de la ciudad de
León, como bastión para la defensa del reino de Asturias.
Encarcelado
el hermano menor, don Alfonso se vio libre de impedimentos para
dedicarse de lleno al ordenamiento de su vida y al engrandecimiento
de su reino. Aquel reino, heredero del reino de Asturias, que tenía
ya más de siglo y medio de existencia, que tantas glorias había
dado y que tanto empeño había puesto por liberar toda la Península
del yugo árabe. Objetivos que el nuevo monarca estaba dispuesto a
superar a lo largo del reinado que acababa de recuperar y que ahora
prometía una paz interna y duradera.
Habían
transcurrido varios meses desde el final del cerco de Zamora. Doña
Urraca se desplazó de nuevo a León, ciudad en la que le gustaba
pasar la mayor parte del tiempo. Tal como le había prometido a su
hermano, quería seguir de cerca los trabajos de la nueva catedral.
No en vano formaba parte del legado que había recibido de sus
padres. En cuanto puso los pies en la ciudad, no se demoró mucho en
acercarse a la nueva iglesia, cuyo aspecto tanto exterior como
interior había mejorado bastante desde la última vez que la
visitara. Exteriormente, su robustez impresionaba. Pero era su
interior lo que más fascinaba. Sobre todo las recias columnas que
dividían cada una de las naves y los tres ábsides, con su
espectacular decoración escultórica, separados de las naves por un
amplio crucero.
Doña
Urraca se acercó al maestro cantero que dirigía la obra para
obtener de primera mano un informe fidedigno de su actual estado.
—¿Cómo
va la obra, maestro?
—Muy
bien, señora —le contestó éste después de hacerle una
respetuosa reverencia—. Si no surge ningún percance, espero
que en otoño la podamos inaugurar.
—Debería
haber estado ya terminada según lo pactado.
—Sí,
señora. Pero en lo meses que quedó sin gobierno el reino y la
propia ciudad, fue muy difícil conseguir un ritmo de trabajo
satisfactorio. Muchos de los canteros y peones se negaron a trabajar
si no recibían su salario. Me fue de todo punto imposible
convencerlos de lo contrario. La mayoría regresaron a sus casas. Tan
sólo mis hijos y media docena de fieles peones permanecieron en la
obra. Sólo cuando regresó nuestro serenísimo rey, vuestro egregio
hermano que Dios guarde muchos años, retornó al trabajo todo el
personal.
—¿Y
qué es lo que os falta para concluir las obras?
—Nos
falta casi toda la decoración interior. Tenemos que esculpir los
capiteles y las basas de todas las columnas tanto de las naves como
de los ábsides. También tenemos que esculpir los arcos y los
frontispicios de las puertas. Se tienen que tallar en granito la
mayor parte de las imágenes que adornarán las hornacinas y los
arcos decorativos que hay en su interior. Finalmente, tendremos que
enlosar todo el suelo para que el templo sea más limpio y acogedor.
—¿Cuánto
tiempo calculas que os llevará todo eso?
—Unos
seis o siete meses, señora, si no hay contratiempos.
—Esperemos
que así sea por el bien de todos.
La
infanta, después de inspeccionar detenidamente todas las
dependencias de la nueva catedral, abandonó el templo entre
escéptica e ilusionada. Si se cumplían los pronósticos del maestro
cantero, podría estar terminada antes del enlace de don Alfonso. Ya
se ocuparía ella de que los trabajos se ejecutaran
satisfactoriamente.
La
catedral se consagró finalmente el diez de noviembre del 1073. Al
acto asistieron los obispos de León y de Galicia y una gran parte de
los de Castilla. También hubo una buena representación de los
abades y priores de los muchos monasterios que poblaban todo el
reino. Parte de la nobleza quiso asimismo estar presente en el acto.
No en vano se trataba de la inauguración de la catedral de la
capital del reino. Ofició el acto el obispo titular de León, Pelayo
II, acompañado por el resto de obispos que se habían congregado,
quien, después de todos los preliminares de la consagración de la
nueva catedral, abrió ritualmente sus puertas para dar paso a la
casa del Señor a los fieles que se congregarían en su interior para
celebrar el Santo Sacrificio de la Misa, una vez terminado de
consagrar el interior de la nueva catedral y su ara.
El
rey Alfonso VI presidió el acto desde el palco real, situado en el
lado del Evangelio. Detrás de él y casi a su lado se hallaba la
infanta doña Urraca, protectora de la nueva catedral, cuya
construcción había corrido a cargo, en buena parte, de su
protectorado. Un poco más atrás que ella se hallaba la infanta doña
Elvira, que también había acudido a la inauguración del nuevo
templo. El resto de la nobleza y clero se situó en el amplio crucero
que separaba los ábsides de las naves. Éstas se llenaron con todos
los fieles que tuvieron la suerte de seguir la consagración desde el
interior del templo. Fueron muchos más los que se vieron obligados a
permanecer en el exterior del recinto por falta de espacio en su
interior para albergarlos a todos. Terminada la ceremonia, el rey
ofreció un banquete a los obispos y nobles asistentes. De esa
manera, puso el broche de oro a la consagración de la nueva
catedral.
Doña
Urraca y don Alfonso conversaban fraternalmente, como en tantas otras
ocasiones, en el salón privado del palacio real, ricamente decorado
y muy confortable para pasar largas horas en él. Era finales de
noviembre. El clima en León se recrudecía. En noviembre solían
caer las primeras nevadas, adelantando así el invierno, que se
prolongaría hasta finales de febrero o principios de marzo. Las
rachas de roble y encina crepitaban en la chimenea.
—Consagrada
la nueva catedral y después de haber confirmado el reajuste legal,
ahora deberíamos pensar solamente en los preparativos de tu próximo
enlace matrimonial. Recuerda que falta menos de un mes para el mismo.
—Todo
estará preparado para entonces, querida hermana, y si algo fallara,
ya te encargarás tú de solucionarlo.
—De
eso puedes estar bien seguro, Alfonso. No dejaré pasar por alto
ningún detalle que nos pueda poner en evidencia ante tus futuros
suegros y todo su séquito. Debemos causarles la mejor impresión
posible.
—Estoy
seguro que se la causaremos, máxime teniéndote a ti a mi lado.
En
las facciones de la infanta se reflejó un gesto de vanagloria.
—Supongo
que estarás deseando contraer matrimonio para tener descendencia.
Ahora todo depende de ti para dar continuidad a nuestro linaje. Ya
sabes que Elvira y yo debemos permanecer célibes si queremos
conservar el infantazgo que hemos heredado.
—Lo
sé, Urraca, y por eso deseo casarme lo antes posible. Ya se malogró
mi anterior matrimonio por la muerte repentina de Ágata, así que
espero y deseo que éste, que lleva cuatro años concertado, llegue a
puerto felizmente y sin ninguna clase de contratiempos.
—Eso
mismo espero yo. Por eso, aunque sé que todo el servicio doméstico
se está ya dedicando de pleno para el acontecimiento, a partir de
ahora mismo me ocuparé yo personalmente de todo para que no falte
ningún detalle.
—Te
lo agradezco de corazón, mi dilectísima hermana. Tú siempre estás
a mi lado cuando más te necesito.
Doña
Urraca se hizo cargo directo de todos los preparativos para el enlace
matrimonial de su hermano predilecto. Por fin había llegado la hora
de que éste contrajera nupcias con su prometida, Inés de Aquitania,
que acababa de cumplir los catorce años. El acontecimiento tenía
que brillar por todo lo alto. De eso se encargaría ella, que no
dejaría pasar un sólo detalle para deslumbrar a todos los
asistentes al mismo.
Hacía
años que pensaba realizar varios obsequios a la catedral de León y
qué mejor momento que aquél en el que su hermano predilecto iba a
contraer matrimonio con su prometida. Doña Urraca había bordado en
oro y plata con sus propias manos, o a través de la labor de sus
doncellas, varias casullas de lino. Precisamente en aquel momento
estaban a punto de terminar una capa pluvial blanca bordada toda en
oro. Era la que portaría el obispo el día del enlace matrimonial de
don Alfonso.
La
infanta se acercó al taller de bordado que había instalado en su
residencia.
—¿Cómo
llevas esa capa, Casilda?
Casilda
era la doncella preferida de doña Urraca. Sus bordados sobresalían
por encima de los de las demás doncellas que tenía a su servicio.
Dominaba sobre todo el oro y la plata. Las prendas por ella bordadas
eran toda una obra de arte, que más parecían piezas de museo que
ropajes para ser usados.
—Muy
bien, señora. Está casi a punto.
—Ya
sabes que la tiene que estrenar el señor obispo el día de la boda
de mi hermano y que ésta se celebrará por Navidad.
—No
se preocupe, señora. Estará terminada para ese día.
—Confío
en ti, Casilda. Sé que no me fallarás.
Con
ser ricos presentes, no eran éstos los que más valoraba la infanta.
Lo que la había tenido en vilo durante mucho tiempo y la había
privado de más de una hora de sueño era la gran cruz plateada,
adornada con piedras preciosas, con un crucifijo de marfil, que
pensaba regalar a la catedral en aquella fecha tan señalada. Doña
Urraca no había dejado de visitar asiduamente al maestro orfebre en
las últimas semanas. La fecha de la boda se aproximaba y la cruz no
terminaba de estar lista. El orfebre había llegado a León en una
peregrinación hecha a Santiago procedente de Alemania. De regreso a
su patria, se detuvo en León, ciudad que eligió para establecerse y
fundar un pequeño taller de orfebrería, que no tardaría en
adquirir gran fama por sus maravillosos trabajos, la mayor parte de
ellos insuflados en los conocimientos que había adquirido en su
tierra. Fueron precisamente estos conocimientos los que inspiraron la
cruz de la infanta. Una cruz que medía alrededor de dos metros de
altura por uno veinte de sus brazos, toda ella chapada en oro y plata
salpicada de esmaltes y piedras preciosas y con un crucifijo de
marfil.
—¿Cómo
van esos trabajos, Odón?
—Muy
bien, señora. Tan sólo me queda grabar a los pies del crucifijo la
inscripción en la que constará que ha sido donada por vuestra
Alteza y vuestra propia imagen.
—Me
parece estupendo todo eso, Odón, pero faltan muy pocos días para
Navidad. Ya sabes que ese día quiero que esta cruz brille como el
sol en un lugar destacado del altar mayor. Espero que no me falles.
—Descuidad,
señora. Estará en su sitio en la fecha señalada.
Se
acercaba la Navidad del año 1073. Doña Urraca no cesaba de impartir
órdenes en el palacio real para que todo estuviera a punto el día
de los esponsales de su hermano. Habían elegido aquella fecha tan
señalada para dar más realce, si cabe, al acontecimiento. La
víspera estaba todo en su sitio para el magno acontecimiento, pero
la novia y su séquito no daban señales de vida ni se sabía nada de
ellos. Era un contratiempo con el que no habían contado. Transcurrió
la Nochebuena. Transcurrió la Navidad. Transcurrió el día
siguiente sin noticias de doña Inés y sus acompañantes. Todo el
mundo hacía conjeturas. Los rumores ya se habían extendido por toda
la ciudad y los más chocarreros contaban chistes y chismes no
exentos de mordacidad y de burla hacia los novios. Doña Urraca
estaba nerviosa, demasiado nerviosa para sobrellevar con calma
aquella situación tan enojosa.
—Deberías
enviar a alguien por el camino de Burgos a ver si les ha pasado algo
—le decía a su hermano mientras paseaba sin descanso por el salón
del palacio retorciéndose las manos—. No es normal que no hayan
llegado y que no den señales de vida.
—Cálmate,
hermana. Todo se aclarará. Sus motivos tendrán.
—No
digo que no tengan sus razones, pero deberías hacer algo. No podemos
seguir en esta incertidumbre.
—¿Y
qué quieres que haga?
—Pues
lo que te acabo de decir. Enviar a un lacayo a que averigüe algo. No
podemos seguir así. Todos los invitados están inquietos y algunos
ya no se ocultan para hacer comentarios lacerantes o reír los
chistes que se cuentan entre las clases bajas de la ciudad. Si no se
soluciona esto pronto, vas a ser el hazmerreír de todo el reino.
—Lo
sé, Urraca, pero nada puedo hacer para evitarlo. Alguna razón habrá
que justifique este retraso. Ya se aclarará todo con el tiempo.
La
infanta no estaba conforme. Seguía paseando sin descanso. Tan pronto
se acercaba a la ventana que daba al patio interior del palacio para
observar si había algún movimiento en él, como volvía al lado de
su hermano con gran nerviosismo.
—Pero
¿por qué no puedes enviar al alguien a ver si los encuentra?
—Porque
muy probablemente tomaría un camino distinto al de ellos. Sería
perder el tiempo.
—Pues
algo habría que hacer —reiteró con cierto malhumor ella, que no
estaba conforme con la parsimonia de su hermano.
En
ese momento se oyó un pequeño alboroto en el patio. A doña Urraca
le faltó tiempo para correr a la ventana a ver de qué se trataba.
Un jinete con un aspecto muy cansado acababa de apearse de su
caballo. Solicitó ver con urgencia al rey, pues lo que tenía que
comunicarle no admitía demora. No tardó en entrar en el salón real
y postrarse de hinojos a los pies de don Alfonso.
—Señor
—dijo después de hacer una profunda reverencia—, vuestra
prometida y futura esposa junto con todo su séquito se hallan
detenidos en Pancorbo, donde nos sorprendió una fuerte nevada.
Llegarán a León cuando el tiempo se lo permita. Yo me he podido
adelantar con grandes dificultades para preveniros.
«¡Qué
cosa más extraña que nieve en Burgos y no nieve en León!»,
exclamó para sí misma doña Urraca con gran escepticismo. «Lo que
hay que ver».
Unos
días antes de Navidad un frente nuboso se acercó desde el nordeste
hasta detenerse entre las cuencas del Cea y del Pisuerga. A su paso
por las altas tierras de Castilla dejó un extenso manto blanco de
más de medio metro de grosor, que fue lo que impidió el avance de
la comitiva nupcial de los condes de Aquitania. Con gran trabajo y
esfuerzo pudieron llegar a León el treinta de diciembre. El barro y
los lodazales les habían hecho muy penoso el último tramo de su
viaje.
Con
la novia y su séquito ya en León, no se quiso demorar por más
tiempo la boda. Así, pues, el día de Año Nuevo fue el día elegido
para unir en santo matrimonio a ambos contrayentes. El enlace se
celebró, como era costumbre, en la catedral de Santa María y San
Cipriano, que brillaba en todo su esplendor después de su reciente
inauguración. Doña Urraca no quiso escatimar gastos para que el
recinto catedralicio luciera como el sol. Para ello sufragó al
cabildo todos los dispendios que conllevara la iluminación y
ornamentación de la catedral durante el solemne acto. En el lado del
Evangelio del altar mayor mandó colocar la gran cruz, que brillaba
como el lucero del alba para admiración de todos los asistentes a la
ceremonia y para su propio envanecimiento. La infanta no podía
permitir que León ofreciera un espectáculo bochornoso el día del
enlace matrimonial de su rey.
La
boda, que había sido acordada cuatro años antes pero que no se
había podido materializar por la minoría de edad de doña Inés, se
celebró con toda solemnidad. Ambos contrayentes estaban radiantes.
Lucían sendos mantos de color púrpura bordados en oro y plata.
Ceñían sobre sus cabezas las majestuosas coronas reales, que
ensalzaban más sus apuestas figuras, en especial la nívea cara
infantil de la reina, cual serafín caído del cielo. En su diestra
el rey portaba un cetro de oro engarzado con esmeraldas, rubíes y
diamantes, símbolo de su dignidad real.
Al enlace asistieron todos los nobles de León, Asturias, Galicia y
Portugal y algunos de Castilla. Varios nobles de esta última parte
del reino seguían aún recelosos por la trágica muerte de don
Sancho. También acudieron muchos representantes de las casas reales
del resto de reinos peninsulares y algunos extranjeros. La ceremonia
fue concelebrada por los obispos de todas las diócesis del reino de
León, como no podía ser menos. Por algo el contrayente era la
cabeza visible de todo el reino. Hubo grandes banquetes y festejos
que se prolongaron a lo largo de días y semanas, hasta que, ahítos
de tanta saciedad y relajación, poco a poco los invitados fueron
abandonando las estancias del palacio real para regresar a sus
respectivos feudos. Y es que las bodas reales de aquellos tiempos no
sólo servían de disfrute y pasatiempo, sino que eran un momento
crucial para consolidar alianzas y firmar pactos y tratados entre los
distintos reinos.
© Julio Noel
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