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Alfonso
VI regresó a Toledo a principios del año 1100. Después de unos
días de retiro en el monasterio de San Benito de Sahagún y de pasar
la Navidad en compañía de los monjes, había resuelto regresar al
lado de su concubina para formalizar su matrimonio con ella. Era ya
hora de acabar con el empecinamiento de Zaida y de legitimar a su
hijo Sancho. Su avanzada edad no le permitía demorar por más tiempo
aquella situación absurda que tanto comprometía a la corona
imperial. Su hijo debía ser declarado heredero legítimo a la corona
de León lo antes posible, de lo contrario podría suscitarse una
lucha interna por la sucesión entre sus yernos o, incluso, entre
algún otro pretendiente ajeno al imperio leonés. No podía permitir
que Raimundo de Borgoña, el candidato más probable, se alzara con
el cetro del imperio y ciñera su corona.
—Zaida,
cariño, debemos acabar inmediatamente con esta situación tan
enojosa. Si no te hubieras obstinado tanto en tu actitud, hace años
que podíamos haber formalizado nuestro enlace matrimonial con los
beneficios que eso hubiera conllevado. Aún no es tarde, aunque el
tiempo pasa inexorablemente. Te lo pido por favor, conviértete al
cristianismo.
—Sabes
que no puedo hacerlo, amor mío. Mi fe es inquebrantable.
—Nada
hay inamovible en este mundo, mi bella Zaida. Por el bien de mi reino
y por el bien de nuestro hijo debes ceder en tu obcecación. Está en
juego la sucesión de mi corona que debe recaer en nuestro amado hijo
Sancho. Una palabra tuya y todo se arreglará.
—No
sé, Alfonso. No sé qué hacer. Estoy inmersa en un mar de dudas que
no me permiten dilucidar la verdad con nitidez. Dame unos días más
para pensarlo mejor.
—¿Te
parece poco el tiempo que has tenido? ¡Hace casi seis años que te
lo pedí y ahora me vienes con que necesitas unos días más! Zaida,
amor mío, no demores más tu decisión ni prolongues por más tiempo
mi angustia. Decídete ahora mismo.
—¡Ay,
no me atosigues tanto! Déjame meditarlo un poco más.
El
rey guardó silencio. No quería forzar demasiado a su amada, por
temor a que produjera el efecto contrario al deseado. La dejaría que
lo reflexionara durante unos días como le había pedido. Tal vez eso
la ayudara a tomar la decisión acertada.
—No
quiero insistir sobre el tema, pero piensa en ello. Ahora voy a dar
un paseo con mi caballo por la ribera del Tajo. Necesito que el
viento hiera mi rostro y esparza mis cabellos. Regresaré a la hora
del almuerzo.
—Vete,
amado mío, con mi beneplácito. Entretanto yo invocaré a Alá y le
pediré que esclarezca mi mente para tomar la decisión más
acertada.
Transcurrieron
tres días antes de que la bella mora le diera una respuesta a su
amado. Tres días que a don Alfonso se le hicieron eternos, pues
aunque no había vuelto a insistir sobre el tema, estaba impaciente
por conocer la decisión de su concubina. Lo necesitaba tanto como
respirar.
—Amor
mío, he decidido convertirme —le dijo al cabo de los tres días.
—No
sabes cuánto me alegro de oírte decir eso —don Alfonso la atrajo
hacia sí y la estrechó fuertemente contra su pecho. Permanecieron
unidos largo tiempo en un ósculo de amor—. Mi bella y adorada
mora, a partir de este momento pondremos en movimiento toda la
parafernalia necesaria para tu bautismo. Lo celebraremos con gran
boato el día de la Pascua de Resurrección. Quiero que ese día sea
el más radiante de tu vida. Luego no demoraremos nuestro enlace
matrimonial. Deseo que todo el mundo te respete como lo que vas a
ser, mi esposa, la próxima reina de León.
—Me
hace muy feliz todo lo que me anuncias, pero en mi corazón sigue
habiendo clavada una espina. Durante estos tres días he rezado mucho
a Alá y le he pedido que me ilumine. Tengo que decirte, amor mío,
que a pesar de mis oraciones mi corazón sigue albergando muchas
dudas. He tomado la decisión esperando que Alá me perdone algún
día, mas no sé si lo hará.
—Claro
que lo hará, mi dulce amor. Alá sabrá comprender las razones que
has tenido para abrazar el cristianismo. No sufras por eso.
El
día de Pascua de Resurrección la catedral de Toledo, antigua
mezquita mayor, lucía en todo su esplendor. A las doce del mediodía
el arzobispo Bernardo esperaba cubierto con la capa pluvial, el
báculo y la mitra a la puerta del templo la llegada de la nueva
catecúmena. Zaina, que durante aquellos meses había sido
adecuadamente instruida en los mandamientos de la ley de Dios, en la
fe de Cristo y en los sacramentos de la Santa Madre Iglesia, llegaba
toda vestida de blanco, como símbolo de su inocencia y pureza, al
umbral de la puerta mayor de la catedral de la mano de su futuro
esposo. Iba presta a recibir el sacramento del bautismo que le
abriría las puertas de la Iglesia a una nueva vida.
—Zaina,
¿aceptas recibir el bautismo voluntaria y libremente? —le preguntó
el arzobispo.
—Sí,
acepto.
—¿Renuncias
a Satanás, a sus pompas y a sus obras?
—Renuncio.
—¿Renuncias
a la fe de Mahoma, a su doctrina y a sus mentiras?
La
bella mora dudó unos instantes antes de contestar.
—Renuncio
—contestó al fin con voz trémula.
—¿Crees
en los mandamientos de Dios, en la fe de Cristo y en los sacramentos
de la Santa Madre Iglesia?
—Sí,
creo.
—¿Te
arrepientes de tus pecados, de haber sido infiel y de haber servido a
Satanás?
—Me
arrepiento.
—Si
es así, puedes pasar a la casa del Señor para recibir el santo
sacramento del bautismo.
Después
de este preámbulo la comitiva se acercó a la pila bautismal.
—Puesto
que vas a recibir el agua liberadora del pecado original y de cuantas
culpas has cometido hasta ahora, te pido que inclines tu cabeza sobre
la pila bautismal para derramarla sobre ella y para que te purifique
de todo mal.
La
neófita inclinó la cabeza como le pedía el arzobispo.
—Ahora,
Isabel, yo te bautizo en el nombre del Padre y del Hijo y del
Espíritu Santo para que entres a formar parte de la Iglesia católica
y del rebaño de Cristo.
—Amén
—contestaron los asistentes.
A
continuación el arzobispo trazó sobre la frente de la nueva
cristiana el signo de la cruz para indicar que ya formaba parte del
rebaño del Señor. Acto seguido celebraron la Misa en la que la
bella mora, ahora con el nombre de Isabel, recibió por primera vez
la santa Eucaristía.
—¿Estás
contenta con la nueva fe y con el ingreso en el seno de la Santa
Madre Iglesia católica? —le preguntó el rey cuando ya se hallaban
a solas en el palacio.
—Pues
no sé qué decirte. Creo que es demasiado precipitado para hacer una
valoración. Ya te lo diré más adelante.
—Pero
¿no has sentido algo al recibir el bautismo?
—¿Qué
quieres que sienta salvo una ligera emoción? He vivido una especie
de sueño por la liturgia que rodea a toda la ceremonia, pero nada
más. No me ha hecho sentir en mi interior más de lo que me había
hecho sentir hasta ahora mi fe anterior.
—Deberías
sentir algo distinto, pues ésta es la fe verdadera.
—Si
te he de decir la verdad, creo que en el fondo no se diferencian
tanto una de la otra. Lo único que cambian son las formas. Ambas se
fundamentan en la adoración y el temor a un Ser Supremo, eso sí, el
cristianismo lo fragmenta en tres personas distintas. Ambas predican
el amor a los demás. En ambas se inculca el derecho a la vida y el
respeto a los bienes ajenos. No encuentro grandes disimilitudes entre
ellas.
—Pues
aunque no encuentres grandes diferencias entre ellas, ahora ya
profesas de una manera oficial la fe cristiana y en ella tendrás que
educar a nuestro hijo y a los que puedan venir. Ahora aligeraremos
los preparativos para celebrar nuestra boda lo antes posible y a
partir de ahí Sancho regresará al palacio para que viva con
nosotros y se eduque a nuestro lado. ¿Te parece bien?
—Lo
estoy deseando, amor mío. ¡Lo he echado tanto en falta estos
años...!
Un
mes más tarde, el 14 de mayo del año 1100, Alfonso VI contraía
nupcias por cuarta vez con la bella mora, ahora llamada Isabel. La
misma noche de bodas ella le reveló su secreto.
—Alfonso,
voy a tener otro hijo tuyo.
—Estupendo.
Ojalá sea otro varón. ¿Para cuándo lo esperas?
—Será
para finales de año, como ocurrió con Sancho.
—¿Y
no me habías dicho nada hasta ahora?
—Bueno,
quería darte la sorpresa precisamente esta noche, como regalo de
bodas.
Don
Alfonso la estrechó entre sus brazos.
—Es
el mejor regalo de bodas que me puedes dar. Pidámosle a Dios los dos
juntos que nos depare otro varón. Uno solo no es garantía
suficiente para asegurar el trono.
—Estás
muy obsesionado con el trono, amor mío.
—¿Cómo
quieres que no lo esté si hasta ahora tan sólo he tenido a Sancho
como único hijo varón y a Urraca como única hija legítima hasta
hoy que acabamos de legitimar a nuestro hijo? No sabes lo angustioso
que es vivir así, pendiente tu sucesión de un hilo. Ahora con
Sancho, el retoño que viene en camino y los que me des en el futuro
ya puedo morir tranquilo. Creo que la sucesión está asegurada.
—Entonces,
¿sólo te has casado conmigo por la descendencia?
—No,
cariño. Me he casado contigo porque estoy locamente enamorado de ti.
Desde que te vi por primera vez mi corazón quedó cautivado por tu
belleza sin par. Pero eso no es óbice para que desee también tener
hijos contigo. ¿O acaso tú no los deseas?
—Con
todo mi corazón, amor mío.
El
rey selló los labios de su esposa con un ósculo de amor.
—Si
nos queremos y los dos deseamos tener hijos, ¿por qué ocultarlo?
Si, además, eso asegura mi sucesión, ¿no crees que es doblemente
satisfactorio? Un rey debe tener hijos para perpetuarse en la
posteridad. De nada sirve haber conquistado muchos territorios o
haber agrandado el reino si contigo se extingue tu dinastía. Es como
si todo lo que has hecho, todo por lo que has luchado no tuviera
sentido. Es más, es como si al final de tu vida hubieras defraudado
a todos tus antepasados. Un rey no sólo tiene el derecho sino el
deber de procrear hijos para asegurar su legado.
Siete
meses más tarde nacería su segundo vástago, una hermosa niña,
fiel retrato de su madre, a la que le pusieron por nombre Elvira. No,
no me he equivocado de nombre. Le pusieron Elvira, a pesar de que don
Alfonso ya tenía otra hija con ese mismo nombre, su primera hija,
una hija bastarda engendrada con su primer amor, su concubina doña
Jimena Muñiz.
© Julio Noel
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