28
Durante
el verano del 1088 Alfonso VI salió con sus tropas de la ciudad
imperial hacia Aledo para sumarse a las de Álvar Fáñez y juntos
defender la estratégica fortaleza que dominaba toda la comarca del
bajo Gaudalentín y la sierra de Espuña. La segunda venida de los
almorávides a la Península todo hacía prever que iban a dirigir un
fuerte ataque a aquella fortaleza, por constituir un enclave crucial
para el control de las tropas que querían avanzar hacia el levante y
el sudeste peninsular.
Don
Alfonso envió un emisario al Cid, que se encontraba en Valencia,
para ordenarle que fuera a socorrer también con sus huestes el
castillo de Aledo, pues todas las fuerzas que pudieran reunir eran
pocas para hacer frente al ejército avasallador de los almorávides.
El emperador tenía motivos suficientes para considerarlos así por
su experiencia en la batalla de Sagrajas.
Las
tropas almorávides al mando de Yusuf ibn Tasufin habían
desembarcado en Gibraltar. Rápidamente se les unieron las de
al-Mutamid de Sevilla y juntos se encaminaron a Málaga donde se les
sumaron las de Tammin ibn Buluggin. El temido ejército almorávide
con el refuerzo de las fuerzas taifas se dirigió al castillo de
Aledo para derrotar las tropas cristianas y reconquistar la plaza,
aunque no contaban con la heroica resistencias de los valerosos
cristianos al mando de Álvar Fáñez. Yusuf plantó sus reales ante
las murallas del castillo. Los ataques eran feroces, pero la
resistencia de los defensores de la fortaleza era contumaz. Los
emires musulmanes se turnaban para atacar el castillo, mas no
lograban hacer mella en él. Sus ocupantes se defendían como leones
desde el interior de la fortaleza. En vista de los nulos resultados,
la moral de los sitiadores comenzó a agrietarse y no tardaron en
aparecer disensiones entre ellos. En ese estado de ánimo hicieron
aparición las huestes de don Alfonso, que en poco tiempo lograron
desbaratar las tropas musulmanas y romper el cerco que asediaba el
castillo de Aledo. Con motivo de la derrota de los musulmanes, el rey
leonés restableció el régimen de parias con Zaragoza, Levante y
Granada.
Libre
la fortaleza de la presencia de los sitiadores, Álvar Fáñez abrió
las puertas del castillo de par en par para dar paso a don Alfonso y
su séquito. Después de abrazarse afectuosamente, el rey felicitó a
su capitán por la férrea defensa que había hecho del castillo.
—Mi
más sincera enhorabuena por la tenaz resistencia que habéis
ofrecido al enemigo en este emblemático lugar. León y Castilla os
estarán eternamente agradecidos.
—Gracias,
Majestad —le contestó Álvar Fáñez en nombre de los valientes
guerreros—. No hemos hecho más que cumplir con nuestro deber,
Señor. Nos enviasteis aquí para defender esta plaza con nuestra
vida si fuere necesario y eso es lo que hemos hecho.
El
rey abrazó de nuevo a su capitán.
—Gracias,
Álvar. Hombres fieles como tú son los que necesito y no traidores
como Rodrigo. ¿Dónde se ha escondido ese felón que debería haber
llegado aquí antes que yo? Si tuviera que confiar la reconquista de
España en hombres como él, tarde la veríamos libre de infieles. No
es la primera vez que hace su propia voluntad, pero sí va a ser la
última. No puedo soportar por más tiempo sus desplantes y su
altanería.
—Señor,
puede haberse encontrado con algún ejército enemigo que le haya
impedido llegar a tiempo —insinuó Álvar Fáñez tratando de
disculpar al Campeador.
—Imposible.
Los sarracenos que en estos momentos pueden enfrentarse a nosotros
estaban todos aquí. El resto son sufragáneos míos y no se atreven
a luchar contra mis ejércitos. En cuanto a Sancho Ramírez y
Berenguer Ramón, ninguno de los dos osaría interponerse en su
camino. No hay excusa ninguna. Si no está aquí es porque no ha
querido.
Nadie
osó replicar a don Alfonso. En aquel momento estaba demasiado
enojado por el desplante de Rodrigo como para admitir excusas por su
aciago comportamiento. Todo el mundo lo entendió así, hasta el
propio Álvar Fáñez, que no quiso insistir en disculpar la
deplorable conducta del de Vivar por no soliviantar más a su señor.
De hecho, nadie de los allí presentes comprendía aquel desplante
del caballero castellano ni a ninguno de ellos se le hubiera ocurrido
hacer una afrenta semejante a su soberano.
El
ejército de Alfonso VI descansó unos días en el castillo de Aledo
para reponer fuerzas. Luego regresarían a Toledo sin ningún
percance. En la fortaleza se quedó Álvar Fáñez para seguir
defendiéndola de posibles ataques musulmanes. A su llegada a la
ciudad del Tajo, don Alfonso hizo llamar ante su presencia a Rodrigo
Díaz de Vivar. Tenía que satisfacer de inmediato el agravio que le
había ocasionado.
El
rey se hallaba en el salón principal de su palacio real. Era el que
utilizaba para los grandes acontecimientos y las ceremonias más
graves. Se había revestido de sus atributos reales y rodeado de sus
consejeros y de varios próceres del reino, porque quería dotar al
acto de toda la solemnidad posible.
—Que
pase el acusado —ordenó don Alfonso.
Rodrigo
Díaz compareció ante el rey con cierto aire de altivez y unos
modales que no demostraban arrepentimiento por lo que había hecho.
Este nuevo gesto de soberbia no pasó desapercibido para los
consejeros y grandes dignatarios que asistían al acto. Un sordo
murmullo se expandió por todo el salón.
—Rodrigo,
nos hemos reunido aquí —comenzó a hablarle don Alfonso en un tono
bastante afable— para que nos expliques el motivo por el que no
acudiste a la cita en Aledo. Estamos muy dolidos y afrentados por tu
ausencia en un momento tan importante como aquél para la defensa de
nuestros intereses. Como ves, me acompañan mis consejeros y muchos
de los grandes hombres del reino para tratar entre todos de juzgarte
lo más imparcialmente posible y de ser benevolentes si justificas tu
proceder.
—Os
lo agradezco, Majestad.
—¿Entonces,
puedes decirme por qué has desobedecido mis órdenes y no te has
presentado con tus tropas en Aledo como te había ordenado?
—Extravié
el camino, Señor.
Un
murmullo general cundió por toda la sala. Nadie de los presentes
podía dar crédito a lo que oía. ¿Cómo era posible que un hombre
tan experto en la zona hubiera errado su ruta? Su respuesta era un
gesto más de su altanería. Con ese comportamiento no lograría la
indulgencia del rey y de sus acompañantes.
—¿Que
extraviaste el camino?—replicó con rabia don Alfonso—. ¿Tú que
conoces estas tierras como la palma de la mano me quieres hacer creer
que erraste el camino de Aledo? Dame una excusa mejor, porque ésa no
puedo aceptarla. Aunque no es necesario que me la des, de sobra sé
cuál fue tu pretexto para no acudir en nuestro socorro. Rodrigo, ya
te desterré una vez por no acatar mis órdenes y te perdoné por tu
valor y por tus grandes dotes de guerrero. Entonces cerré los ojos e
hice oídos sordos a cuantos se opusieron a tu perdón. Ha llegado el
momento de acabar de una vez para siempre con todas tus insolencias.
Saldrás nuevamente de mis reinos para nunca más volver. Esta vez no
te voy a perdonar ni te voy a permitir que conserves tus bienes. Se
te confiscarán todas tus propiedades y las de tu familia.
Abandonarás estas tierras en compañía de tu mujer y de tus hijos.
A partir de hoy se te cierran para siempre las puertas de León y de
Castilla. Aléjate de mis reinos.
—Que
me place, Señor. No sabéis cuán liberado quedo con vuestra
decisión. Muchas veces había deseado romper las ligaduras que me
ataban a Vos y ahora ha llegado el momento de ver cumplidos mis
sueños. Desde ahora mismo seré mi propio señor. Nunca más volveré
a supeditarme a las órdenes de nadie y mucho menos a las de Vos,
Señor. Partiré hoy mismo de estas tierras a las que no pienso
volver si no es para luchar contra Vos. Mandaré inmediatamente aviso
a mi mujer y a mis hijos para que vayan a reunirse conmigo allá
donde me establezca. Quedaos con vuestro reino, Señor, que yo
intentaré ganarme otro para mí y los míos. No necesito nada de
Vos.
Después
de haber pronunciado estas palabras, abandonó el salón real sin
volver la vista atrás.
—¡Qué
orgullo lleva encima! —exclamó no sin asombro Sisnando Davídiz.
—Dejémoslo
que se vaya en paz —sentenció el rey—. Algún día le tendrá
que dar cuentas al Señor de sus actos. Ahora es mejor que se vaya a
tierra de moros, que es donde parece encontrarse en su propio
elemento. Nosotros seguiremos con nuestra lucha para unificar toda la
Península.
—Que
así sea —contestó don Bernardo—, pero, ¿no sería mejor que lo
encerrarais en las mazmorras en las que se está pudriendo vuestro
propio hermano, Señor? Pensad que si lo dejáis libre, os puede
causar graves problemas otra vez.
—¿Qué
problemas me puede causar, Bernardo?
—No
lo sé, Señor. No soy adivino. Pero, para evitar posibles males
futuros, yo lo encerraría ahora que aún lo tenemos en nuestras
manos. Después será demasiado tarde.
—Tal
vez si lo encerrara sería peor, Bernardo. Además, no sabemos si en
el futuro nos podrá ayudar todavía en nuestro objetivo, que no es
otro que la reconquista de toda España. Dejémoslo ir en paz con sus
huestes a donde todos sabemos que irá.
Como
pronosticó el rey, el Cid se marchó a tierras de Valencia donde
consiguió recluir a Berenguer Ramón II en su condado de Barcelona y
dejar libres las tierras del Levante por las que el conde luchaba. El
espíritu belicista y batallador del Cid Campeador hizo que
conquistara para sí el reino de Valencia, donde se estableció con
su familia como señor independiente de moros y cristianos, pero con
sus escasos medios no logró repoblar todo aquel vasto territorio, lo
que conllevaría nefastas consecuencias para el conjunto de la
Reconquista. El llamado a conquistar y repoblar todo ese territorio
del Levante era Berenguer Ramón II, que contaba con los medios
suficientes para hacerlo. Pero en su camino se interpuso el altivo
Rodrigo Díaz de Vivar. ¿Qué se proponía el Cid con este golpe de
efecto? ¿Satisfacer su ego personal? ¿Crear un reino propio dentro
de la Península con el que erigirse algún día en reino hegemónico,
desplazando a los demás reyes cristianos y a su señor natural? ¿O
lo hizo simplemente por despecho? Nadie podrá dar una respuesta
satisfactoria a todos estos interrogantes, porque lo más probable es
que todos ellos formaran parte de su estrategia. Lo que sí podemos
afirmar sin temor a equivocarnos es que su irresponsable proceder
ocasionó un retraso de más de un siglo en la gloriosa Reconquista
nacional, pues su enclave en el levante peninsular no sirvió más
que para frenar durante muchos lustros el avance de las tropas
cristianas hacia el sur. Toda una gran gesta por su parte desde el
punto de vista de la unidad nacional.
© Julio Noel
No hay comentarios:
Publicar un comentario