miércoles, 5 de junio de 2019

ALFONSO VI, IMPERATOR TOTIUS HISP. Capítulo 28



                                                                  28


          Durante el verano del 1088 Alfonso VI salió con sus tropas de la ciudad imperial hacia Aledo para sumarse a las de Álvar Fáñez y juntos defender la estratégica fortaleza que dominaba toda la comarca del bajo Gaudalentín y la sierra de Espuña. La segunda venida de los almorávides a la Península todo hacía prever que iban a dirigir un fuerte ataque a aquella fortaleza, por constituir un enclave crucial para el control de las tropas que querían avanzar hacia el levante y el sudeste peninsular.
Don Alfonso envió un emisario al Cid, que se encontraba en Valencia, para ordenarle que fuera a socorrer también con sus huestes el castillo de Aledo, pues todas las fuerzas que pudieran reunir eran pocas para hacer frente al ejército avasallador de los almorávides. El emperador tenía motivos suficientes para considerarlos así por su experiencia en la batalla de Sagrajas.
Las tropas almorávides al mando de Yusuf ibn Tasufin habían desembarcado en Gibraltar. Rápidamente se les unieron las de al-Mutamid de Sevilla y juntos se encaminaron a Málaga donde se les sumaron las de Tammin ibn Buluggin. El temido ejército almorávide con el refuerzo de las fuerzas taifas se dirigió al castillo de Aledo para derrotar las tropas cristianas y reconquistar la plaza, aunque no contaban con la heroica resistencias de los valerosos cristianos al mando de Álvar Fáñez. Yusuf plantó sus reales ante las murallas del castillo. Los ataques eran feroces, pero la resistencia de los defensores de la fortaleza era contumaz. Los emires musulmanes se turnaban para atacar el castillo, mas no lograban hacer mella en él. Sus ocupantes se defendían como leones desde el interior de la fortaleza. En vista de los nulos resultados, la moral de los sitiadores comenzó a agrietarse y no tardaron en aparecer disensiones entre ellos. En ese estado de ánimo hicieron aparición las huestes de don Alfonso, que en poco tiempo lograron desbaratar las tropas musulmanas y romper el cerco que asediaba el castillo de Aledo. Con motivo de la derrota de los musulmanes, el rey leonés restableció el régimen de parias con Zaragoza, Levante y Granada.
Libre la fortaleza de la presencia de los sitiadores, Álvar Fáñez abrió las puertas del castillo de par en par para dar paso a don Alfonso y su séquito. Después de abrazarse afectuosamente, el rey felicitó a su capitán por la férrea defensa que había hecho del castillo.
—Mi más sincera enhorabuena por la tenaz resistencia que habéis ofrecido al enemigo en este emblemático lugar. León y Castilla os estarán eternamente agradecidos.
—Gracias, Majestad —le contestó Álvar Fáñez en nombre de los valientes guerreros—. No hemos hecho más que cumplir con nuestro deber, Señor. Nos enviasteis aquí para defender esta plaza con nuestra vida si fuere necesario y eso es lo que hemos hecho.
El rey abrazó de nuevo a su capitán.
—Gracias, Álvar. Hombres fieles como tú son los que necesito y no traidores como Rodrigo. ¿Dónde se ha escondido ese felón que debería haber llegado aquí antes que yo? Si tuviera que confiar la reconquista de España en hombres como él, tarde la veríamos libre de infieles. No es la primera vez que hace su propia voluntad, pero sí va a ser la última. No puedo soportar por más tiempo sus desplantes y su altanería.
—Señor, puede haberse encontrado con algún ejército enemigo que le haya impedido llegar a tiempo —insinuó Álvar Fáñez tratando de disculpar al Campeador.
—Imposible. Los sarracenos que en estos momentos pueden enfrentarse a nosotros estaban todos aquí. El resto son sufragáneos míos y no se atreven a luchar contra mis ejércitos. En cuanto a Sancho Ramírez y Berenguer Ramón, ninguno de los dos osaría interponerse en su camino. No hay excusa ninguna. Si no está aquí es porque no ha querido.
Nadie osó replicar a don Alfonso. En aquel momento estaba demasiado enojado por el desplante de Rodrigo como para admitir excusas por su aciago comportamiento. Todo el mundo lo entendió así, hasta el propio Álvar Fáñez, que no quiso insistir en disculpar la deplorable conducta del de Vivar por no soliviantar más a su señor. De hecho, nadie de los allí presentes comprendía aquel desplante del caballero castellano ni a ninguno de ellos se le hubiera ocurrido hacer una afrenta semejante a su soberano.
El ejército de Alfonso VI descansó unos días en el castillo de Aledo para reponer fuerzas. Luego regresarían a Toledo sin ningún percance. En la fortaleza se quedó Álvar Fáñez para seguir defendiéndola de posibles ataques musulmanes. A su llegada a la ciudad del Tajo, don Alfonso hizo llamar ante su presencia a Rodrigo Díaz de Vivar. Tenía que satisfacer de inmediato el agravio que le había ocasionado.
El rey se hallaba en el salón principal de su palacio real. Era el que utilizaba para los grandes acontecimientos y las ceremonias más graves. Se había revestido de sus atributos reales y rodeado de sus consejeros y de varios próceres del reino, porque quería dotar al acto de toda la solemnidad posible.
—Que pase el acusado —ordenó don Alfonso.
Rodrigo Díaz compareció ante el rey con cierto aire de altivez y unos modales que no demostraban arrepentimiento por lo que había hecho. Este nuevo gesto de soberbia no pasó desapercibido para los consejeros y grandes dignatarios que asistían al acto. Un sordo murmullo se expandió por todo el salón.
—Rodrigo, nos hemos reunido aquí —comenzó a hablarle don Alfonso en un tono bastante afable— para que nos expliques el motivo por el que no acudiste a la cita en Aledo. Estamos muy dolidos y afrentados por tu ausencia en un momento tan importante como aquél para la defensa de nuestros intereses. Como ves, me acompañan mis consejeros y muchos de los grandes hombres del reino para tratar entre todos de juzgarte lo más imparcialmente posible y de ser benevolentes si justificas tu proceder.
—Os lo agradezco, Majestad.
—¿Entonces, puedes decirme por qué has desobedecido mis órdenes y no te has presentado con tus tropas en Aledo como te había ordenado?
—Extravié el camino, Señor.
Un murmullo general cundió por toda la sala. Nadie de los presentes podía dar crédito a lo que oía. ¿Cómo era posible que un hombre tan experto en la zona hubiera errado su ruta? Su respuesta era un gesto más de su altanería. Con ese comportamiento no lograría la indulgencia del rey y de sus acompañantes.
—¿Que extraviaste el camino?—replicó con rabia don Alfonso—. ¿Tú que conoces estas tierras como la palma de la mano me quieres hacer creer que erraste el camino de Aledo? Dame una excusa mejor, porque ésa no puedo aceptarla. Aunque no es necesario que me la des, de sobra sé cuál fue tu pretexto para no acudir en nuestro socorro. Rodrigo, ya te desterré una vez por no acatar mis órdenes y te perdoné por tu valor y por tus grandes dotes de guerrero. Entonces cerré los ojos e hice oídos sordos a cuantos se opusieron a tu perdón. Ha llegado el momento de acabar de una vez para siempre con todas tus insolencias. Saldrás nuevamente de mis reinos para nunca más volver. Esta vez no te voy a perdonar ni te voy a permitir que conserves tus bienes. Se te confiscarán todas tus propiedades y las de tu familia. Abandonarás estas tierras en compañía de tu mujer y de tus hijos. A partir de hoy se te cierran para siempre las puertas de León y de Castilla. Aléjate de mis reinos.
—Que me place, Señor. No sabéis cuán liberado quedo con vuestra decisión. Muchas veces había deseado romper las ligaduras que me ataban a Vos y ahora ha llegado el momento de ver cumplidos mis sueños. Desde ahora mismo seré mi propio señor. Nunca más volveré a supeditarme a las órdenes de nadie y mucho menos a las de Vos, Señor. Partiré hoy mismo de estas tierras a las que no pienso volver si no es para luchar contra Vos. Mandaré inmediatamente aviso a mi mujer y a mis hijos para que vayan a reunirse conmigo allá donde me establezca. Quedaos con vuestro reino, Señor, que yo intentaré ganarme otro para mí y los míos. No necesito nada de Vos.
Después de haber pronunciado estas palabras, abandonó el salón real sin volver la vista atrás.
—¡Qué orgullo lleva encima! —exclamó no sin asombro Sisnando Davídiz.
—Dejémoslo que se vaya en paz —sentenció el rey—. Algún día le tendrá que dar cuentas al Señor de sus actos. Ahora es mejor que se vaya a tierra de moros, que es donde parece encontrarse en su propio elemento. Nosotros seguiremos con nuestra lucha para unificar toda la Península.
—Que así sea —contestó don Bernardo—, pero, ¿no sería mejor que lo encerrarais en las mazmorras en las que se está pudriendo vuestro propio hermano, Señor? Pensad que si lo dejáis libre, os puede causar graves problemas otra vez.
—¿Qué problemas me puede causar, Bernardo?
—No lo sé, Señor. No soy adivino. Pero, para evitar posibles males futuros, yo lo encerraría ahora que aún lo tenemos en nuestras manos. Después será demasiado tarde.
—Tal vez si lo encerrara sería peor, Bernardo. Además, no sabemos si en el futuro nos podrá ayudar todavía en nuestro objetivo, que no es otro que la reconquista de toda España. Dejémoslo ir en paz con sus huestes a donde todos sabemos que irá.
Como pronosticó el rey, el Cid se marchó a tierras de Valencia donde consiguió recluir a Berenguer Ramón II en su condado de Barcelona y dejar libres las tierras del Levante por las que el conde luchaba. El espíritu belicista y batallador del Cid Campeador hizo que conquistara para sí el reino de Valencia, donde se estableció con su familia como señor independiente de moros y cristianos, pero con sus escasos medios no logró repoblar todo aquel vasto territorio, lo que conllevaría nefastas consecuencias para el conjunto de la Reconquista. El llamado a conquistar y repoblar todo ese territorio del Levante era Berenguer Ramón II, que contaba con los medios suficientes para hacerlo. Pero en su camino se interpuso el altivo Rodrigo Díaz de Vivar. ¿Qué se proponía el Cid con este golpe de efecto? ¿Satisfacer su ego personal? ¿Crear un reino propio dentro de la Península con el que erigirse algún día en reino hegemónico, desplazando a los demás reyes cristianos y a su señor natural? ¿O lo hizo simplemente por despecho? Nadie podrá dar una respuesta satisfactoria a todos estos interrogantes, porque lo más probable es que todos ellos formaran parte de su estrategia. Lo que sí podemos afirmar sin temor a equivocarnos es que su irresponsable proceder ocasionó un retraso de más de un siglo en la gloriosa Reconquista nacional, pues su enclave en el levante peninsular no sirvió más que para frenar durante muchos lustros el avance de las tropas cristianas hacia el sur. Toda una gran gesta por su parte desde el punto de vista de la unidad nacional.

            © Julio Noel 

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