jueves, 6 de junio de 2019

ALFONSO VI, IMPERATOR TOTIUS HISP. Capítulo 32


                                                                   32


            A pesar de que don Alfonso había tratado por todos los medios de mantener en el más absoluto secreto sus relaciones sentimentales con la princesa mora, no tardó en filtrarse la noticia del nacimiento de su primer hijo varón entre los miembros más próximos de su familia. Su hija doña Urraca no pudo contener la rabia que tal acontecimiento le causó. Un hermano varón, por más ilegítimo que fuera, era una seria amenaza para heredar el trono de León y con él la corona imperial. Su marido, Raimundo de Borgoña, no se lo pensó dos veces para comenzar a conspirar contra el rey. Tenía el terreno abonado para hacerlo. Su propio suegro lo había nombrado conde de Galicia donde gobernaba a su antojo sin dar cuentas al rey. Además, merced a la última incursión de Alfonso VI por tierras lusitanas, había ampliado su territorio hasta las ciudades de Lisboa y Santarem. Con todo aquel vasto territorio bajo su mando, que comprendía desde la costa cantábrica hasta la desembocadura del Tajo, Raimundo se sentía con el poder suficiente como para hacer frente a su suegro y arrebatarle la corona de su imperio. Instigado por su esposa doña Urraca, no paraba de intrigar contra el monarca sintiéndose totalmente respaldado por parte de la nobleza gallega.
—No se saldrá con la suya —gritaba malhumorada en un arrebato de ira doña Urraca poco después de enterarse del nacimiento de su hermanastro—. Yo soy la heredera legítima y no me va a privar del trono.
—No te preocupes, querida. Haremos todo lo posible para que no pueda proclamar heredero al trono a ese bastardo. La mayor parte de la nobleza gallega está descontenta con él y no dudará en ponerse de mi lado si se lo pido. No le perdonan que encerrara a tu tío don García en aquella lúgubre mazmorra hasta su muerte y que los privara de esa manera de su rey natural.
—Eso tampoco es del todo exacto. Los nobles gallegos nunca han reconocido la hegemonía del reino de León ni antes el de Asturias. Siempre han querido ser independientes. Lo que pasa que el encarcelamiento de mi tío les viene muy bien como excusa para seguir fraguando su independencia. No debes caer en su red y dejarte llevar por su juego. Si algún día heredara el trono de León, puedes estar bien seguro que seguirían conspirando contra nosotros. Lo llevan en la sangre desde tiempos inmemoriales y no se detendrán hasta conseguirlo a no ser que los atemos muy corto.
—Lo tendré en cuenta para ahorrarnos alguna sorpresa.
—Harás bien. Ahora debemos aprovecharnos de su apoyo para derrocar a mi padre y acabar así de una vez por todas con la amenaza que supone el nacimiento de ese niño. Cuando tengamos el poder, ya tomaremos medidas para acabar con las ansias de independencia de estos cretinos.
Así discurría la conversación entre doña Urraca y don Raimundo en aras a sus propios intereses y en detrimento de los del rey y de su futuro heredero. Mas don Alfonso no tardó en enterarse de las maquiavélicas maquinaciones que urdían contra él, por lo que adelantó la boda de su hija ilegítima doña Teresa con don Enrique de Borgoña, a quienes les otorgó como regalo de bodas todo el territorio lusitano que va desde el Miño hasta el Tajo. Con esta hábil maniobra dejó inerme a Raimundo para lograr sus objetivos. Lo que no pudo adivinar don Alfonso con tan sutil estratagema para desbaratar las legítimas aspiraciones de su hija doña Urraca es que acababa de poner la primera piedra para la fragmentación de su imperio. ¡Cómo se hubieran removido sus huesos en la tumba si hubiera llegado a saber que su nieto, el hijo de doña Teresa, llegaría a ser el primer rey de Portugal! Con esta decisión precipitó lo que trataba de evitar.
Para desviar la atención sobre su concubina y su hijo bastardo, a quien habían puesto por nombre Sancho en honor a su tío y a su abuela doña Sancha de León, Alfonso VI concertaría un nuevo matrimonio con Berta de Toscana, pero antes de consumarlo quiso intentarlo de nuevo con la bella mora.
—Zaida, amor mío, te pido una vez más que te conviertas al catolicismo y que te cases conmigo para legitimar el fruto de nuestro amor.
—No puedo hacerlo, Alfonso. Lo he intentado una y mil veces, pero no puedo renunciar a la fe de mis padres y de todos mis antepasados. Antes la muerte que renegar de la fe de Mahoma.
—¿Ni siquiera por nuestro hijo lo puedes hacer?
—Ni siquiera por él, cariño.
—Pues lo siento de veras, porque me veo obligado a tomar una decisión que no quería adoptar.
Zaida miró a su hijo que dormía plácidamente en la cunita que le habían preparado.
—¿Qué decisión es ésa?
—Como no quieres legitimar a nuestro hijo, me veo obligado a casarme otra vez para intentar engendrar un nuevo heredero. Lo siento de veras porque tú estás por encima de cualquier otra mujer, pero te has obstinado en perseverar en tu religión y eso nos cierra herméticamente las puertas a nuestro matrimonio.
La princesa mora no se inmutó al oír la decisión del rey. Procuró contener sus emociones aparentando una calma total.
—¿Y quién es ella? ¿La conozco?
—No, no la conoces. Es extranjera. Es una princesa de la Toscana.
—¿Cómo se llama?
—Berta.
—Te deseo que seas muy feliz con ella.
—Sabes muy bien que no lo seré, que sólo seré feliz a tu lado, pero te has obstinado en negarme esa felicidad.
Zaida emitió un profundo suspiro.
—No me pidas imposibles, amor mío. No puedo renunciar a mi fe.
—Si decides hacerlo, aún puedes ocupar su lugar.
Por toda respuesta la princesa mora se echó a llorar. Estaba locamente enamorada del monarca, pero su profunda fe le impedía cumplir sus deseos. Seguiría siendo su concubina si él no se oponía a ello.
—No puedo —fue todo cuanto pudo articular entre sollozos y suspiros—. Déjame seguir siendo tu concubina en la clandestinidad. Pasaré lo más desapercibida posible en esta morada que me has proporcionado. Aquí me encontrarás siempre dispuesta a satisfacer tus deseos. Seré tu esclava para toda la vida, pero no me obligues a renegar de mi fe.
—No insistiré más. Me voy con una aguda espina clavada en mi corazón. Hubiera dado la mitad de mi reino por tenerte como mi legítima esposa, mas no ha podido ser. Si algún día cambias de opinión, mi propuesta seguirá en pie.
No hubo respuesta. El rey depositó un beso en la frente marfileña de su amada y otro en la sonrosada mejilla de su hijo antes de abandonar el palacete. Desde el umbral dirigió una última mirada a los seres que más amaba en aquel momento. Luego cerró la puerta tras de sí y se fue a su palacio con el corazón roto por el dolor. Sabía que no los había perdido del todo, pero no había podido cumplir su sueño: legitimar a su vástago. No perdía la esperanza de hacerlo algún día si el cielo le deparaba la oportunidad. De momento eso era sólo una conjetura. Ahora debía acelerar los trámites para casarse con Berta, pues el tiempo apremiaba. Estaba a punto de cumplir cincuenta y cuatro años y aún no tenía un heredero reconocido. No podía descuidarse para lograrlo.
Zaida se quedó triste y desconsolada. Dos gruesas lágrimas discurrían por sus tersas mejillas como dos gotas de rocío en un lirio a primera hora de la mañana. Su vaporosa mirada contemplaba al tierno infante que dormía plácidamente ajeno a la pena que consumía su alma. Su amor se había ido para casarse con otra y todo debido a su religión. Una palabra suya y todo se arreglaría. ¿Por qué no se la daba? Sus padres, sus mayores, los imanes le habían inculcado la fe islámica en la que creía firmemente. Alá era el único Dios, el Dios verdadero, y Mahoma su profeta. Apartarse de su doctrina era condenarse para siempre. ¿Cómo iba a querer eso para sí? Pero, ¿y si el mahometanismo no era la religión verdadera? ¿Si la religión verdadera era el cristianismo? Porque los cristianos también aseguraban que la única religión verdadera era la suya. ¿Cómo discernir la verdad? ¿Cómo aclarar la duda? ¿Cómo resolver el problema? La bella mora vivía en un dilema. Su corazón estaba con don Alfonso, mientras que su razón la mantenía aferrada a su fe. De momento, persistiría fiel a sus creencias sin renunciar a su amor. Con esa estratagema conservaría a su amado y el fruto de su amor sin dejar de ser ella misma. El tiempo le diría qué tenía que hacer.
Don Alfonso dispuso con urgencia sus desposorios con Berta de Toscana. Los esponsales se llevaron a cabo sin gran boato en la catedral de Toledo. Fueron oficiados por el arzobispo Bernardo de Sedirac. La nueva reina, totalmente desconocida para la mayor parte de los magnates del reino, no despertó gran interés en la alta nobleza de la época. Se sabía que procedía de la Toscana, una región noroccidental de la Italia central, pero nada más. El objetivo del monarca al casarse con ella no era otro que el de asegurar su descendencia masculina. Fallido el intento de legitimar a su único hijo varón, Alfonso VI optó por contraer matrimonio con otra mujer que le diera algún descendiente. Desde que descubriera las maquinaciones de su hija doña Urraca y su yerno don Raimundo para hacerse con el trono, no descansó un instante para impedírselo a cualquier precio. Estaba dispuesto a todo con tal de que no lograran su objetivo incluso después de muerto él. No podía perdonarles su traición y su ambición desmesurada.
El monarca sufría cada día que pasaba sin esperanzas de tener un hijo legítimo. Su tercera esposa no parecía estar muy dotada por la naturaleza para darle aquella satisfacción. El tiempo transcurría sin que la reina se quedara en estado. Don Alfonso volvía una y otra vez a pensar en su adorado Sancho. No se quitaba de su mente el fruto de su verdadero amor con su idolatrada Zaida. Si su actual matrimonio no le daba los frutos deseados, legalizaría de grado o por la fuerza su relación con la princesa mora. Era su última esperanza. Ya había repudiado a su primera esposa por su esterilidad, no le temblaría el pulso por hacerlo otra vez. La razón de Estado estaba por encima de todo.
Antes de tomar una decisión drástica sobre su matrimonio, el rey dispuso todo lo necesario para que su hijo Sancho se educara en los principios de la fe cristiana. No iba a permitir que su adorada amada le inculcara los dogmas ismaelitas. Ya había podido comprobar su obcecación y su tozudez ante las normas del Corán. Ni siquiera su amor o el de su hijo la habían obligado a ceder. Si aquel hijo iba a ser su heredero, no podía educarse en una doctrina tan inexorable. ¿Cómo iba a ceder su corona a un hijo agareno cuando éstos eran sus enemigos naturales? ¡Eso nunca! Su hijo se educaría con arreglo a las normas cristianas y bajo el amparo de la Iglesia romana. De eso se encargaría su amigo y consejero Bernardo de Sedirac. Si algún día heredaba su corona, sería digno merecedor de ella y de todo lo que ésta representaba.

            © Julio Noel 

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