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A
pesar de que don Alfonso había tratado por todos los medios de
mantener en el más absoluto secreto sus relaciones sentimentales con
la princesa mora, no tardó en filtrarse la noticia del nacimiento de
su primer hijo varón entre los miembros más próximos de su
familia. Su hija doña Urraca no pudo contener la rabia que tal
acontecimiento le causó. Un hermano varón, por más ilegítimo que
fuera, era una seria amenaza para heredar el trono de León y con él
la corona imperial. Su marido, Raimundo de Borgoña, no se lo pensó
dos veces para comenzar a conspirar contra el rey. Tenía el terreno
abonado para hacerlo. Su propio suegro lo había nombrado conde de
Galicia donde gobernaba a su antojo sin dar cuentas al rey. Además,
merced a la última incursión de Alfonso VI por tierras lusitanas,
había ampliado su territorio hasta las ciudades de Lisboa y
Santarem. Con todo aquel vasto territorio bajo su mando, que
comprendía desde la costa cantábrica hasta la desembocadura del
Tajo, Raimundo se sentía con el poder suficiente como para hacer
frente a su suegro y arrebatarle la corona de su imperio. Instigado
por su esposa doña Urraca, no paraba de intrigar contra el monarca
sintiéndose totalmente respaldado por parte de la nobleza gallega.
—No
se saldrá con la suya —gritaba malhumorada en un arrebato de ira
doña Urraca poco después de enterarse del nacimiento de su
hermanastro—. Yo soy la heredera legítima y no me va a privar del
trono.
—No
te preocupes, querida. Haremos todo lo posible para que no pueda
proclamar heredero al trono a ese bastardo. La mayor parte de la
nobleza gallega está descontenta con él y no dudará en ponerse de
mi lado si se lo pido. No le perdonan que encerrara a tu tío don
García en aquella lúgubre mazmorra hasta su muerte y que los
privara de esa manera de su rey natural.
—Eso
tampoco es del todo exacto. Los nobles gallegos nunca han reconocido
la hegemonía del reino de León ni antes el de Asturias. Siempre han
querido ser independientes. Lo que pasa que el encarcelamiento de mi
tío les viene muy bien como excusa para seguir fraguando su
independencia. No debes caer en su red y dejarte llevar por su juego.
Si algún día heredara el trono de León, puedes estar bien seguro
que seguirían conspirando contra nosotros. Lo llevan en la sangre
desde tiempos inmemoriales y no se detendrán hasta conseguirlo a no
ser que los atemos muy corto.
—Lo
tendré en cuenta para ahorrarnos alguna sorpresa.
—Harás
bien. Ahora debemos aprovecharnos de su apoyo para derrocar a mi
padre y acabar así de una vez por todas con la amenaza que supone el
nacimiento de ese niño. Cuando tengamos el poder, ya tomaremos
medidas para acabar con las ansias de independencia de estos
cretinos.
Así
discurría la conversación entre doña Urraca y don Raimundo en aras
a sus propios intereses y en detrimento de los del rey y de su futuro
heredero. Mas don Alfonso no tardó en enterarse de las maquiavélicas
maquinaciones que urdían contra él, por lo que adelantó la boda de
su hija ilegítima doña Teresa con don Enrique de Borgoña, a
quienes les otorgó como regalo de bodas todo el territorio lusitano
que va desde el Miño hasta el Tajo. Con esta hábil maniobra dejó
inerme a Raimundo para lograr sus objetivos. Lo que no pudo adivinar
don Alfonso con tan sutil estratagema para desbaratar las legítimas
aspiraciones de su hija doña Urraca es que acababa de poner la
primera piedra para la fragmentación de su imperio. ¡Cómo se
hubieran removido sus huesos en la tumba si hubiera llegado a saber
que su nieto, el hijo de doña Teresa, llegaría a ser el primer rey
de Portugal! Con esta decisión precipitó lo que trataba de evitar.
Para
desviar la atención sobre su concubina y su hijo bastardo, a quien
habían puesto por nombre Sancho en honor a su tío y a su abuela
doña Sancha de León, Alfonso VI concertaría un nuevo matrimonio
con Berta de Toscana, pero antes de consumarlo quiso intentarlo de
nuevo con la bella mora.
—Zaida,
amor mío, te pido una vez más que te conviertas al catolicismo y
que te cases conmigo para legitimar el fruto de nuestro amor.
—No
puedo hacerlo, Alfonso. Lo he intentado una y mil veces, pero no
puedo renunciar a la fe de mis padres y de todos mis antepasados.
Antes la muerte que renegar de la fe de Mahoma.
—¿Ni
siquiera por nuestro hijo lo puedes hacer?
—Ni
siquiera por él, cariño.
—Pues
lo siento de veras, porque me veo obligado a tomar una decisión que
no quería adoptar.
Zaida
miró a su hijo que dormía plácidamente en la cunita que le habían
preparado.
—¿Qué
decisión es ésa?
—Como
no quieres legitimar a nuestro hijo, me veo obligado a casarme otra
vez para intentar engendrar un nuevo heredero. Lo siento de veras
porque tú estás por encima de cualquier otra mujer, pero te has
obstinado en perseverar en tu religión y eso nos cierra
herméticamente las puertas a nuestro matrimonio.
La
princesa mora no se inmutó al oír la decisión del rey. Procuró
contener sus emociones aparentando una calma total.
—¿Y
quién es ella? ¿La conozco?
—No,
no la conoces. Es extranjera. Es una princesa de la Toscana.
—¿Cómo
se llama?
—Berta.
—Te
deseo que seas muy feliz con ella.
—Sabes
muy bien que no lo seré, que sólo seré feliz a tu lado, pero te
has obstinado en negarme esa felicidad.
Zaida
emitió un profundo suspiro.
—No
me pidas imposibles, amor mío. No puedo renunciar a mi fe.
—Si
decides hacerlo, aún puedes ocupar su lugar.
Por
toda respuesta la princesa mora se echó a llorar. Estaba locamente
enamorada del monarca, pero su profunda fe le impedía cumplir sus
deseos. Seguiría siendo su concubina si él no se oponía a ello.
—No
puedo —fue todo cuanto pudo articular entre sollozos y suspiros—.
Déjame seguir siendo tu concubina en la clandestinidad. Pasaré lo
más desapercibida posible en esta morada que me has proporcionado.
Aquí me encontrarás siempre dispuesta a satisfacer tus deseos. Seré
tu esclava para toda la vida, pero no me obligues a renegar de mi fe.
—No
insistiré más. Me voy con una aguda espina clavada en mi corazón.
Hubiera dado la mitad de mi reino por tenerte como mi legítima
esposa, mas no ha podido ser. Si algún día cambias de opinión, mi
propuesta seguirá en pie.
No
hubo respuesta. El rey depositó un beso en la frente marfileña de
su amada y otro en la sonrosada mejilla de su hijo antes de abandonar
el palacete. Desde el umbral dirigió una última mirada a los seres
que más amaba en aquel momento. Luego cerró la puerta tras de sí y
se fue a su palacio con el corazón roto por el dolor. Sabía que no
los había perdido del todo, pero no había podido cumplir su sueño:
legitimar a su vástago. No perdía la esperanza de hacerlo algún
día si el cielo le deparaba la oportunidad. De momento eso era sólo
una conjetura. Ahora debía acelerar los trámites para casarse con
Berta, pues el tiempo apremiaba. Estaba a punto de cumplir cincuenta
y cuatro años y aún no tenía un heredero reconocido. No podía
descuidarse para lograrlo.
Zaida
se quedó triste y desconsolada. Dos gruesas lágrimas discurrían
por sus tersas mejillas como dos gotas de rocío en un lirio a
primera hora de la mañana. Su vaporosa mirada contemplaba al tierno
infante que dormía plácidamente ajeno a la pena que consumía su
alma. Su amor se había ido para casarse con otra y todo debido a su
religión. Una palabra suya y todo se arreglaría. ¿Por qué no se
la daba? Sus padres, sus mayores, los imanes le habían inculcado la
fe islámica en la que creía firmemente. Alá era el único Dios, el
Dios verdadero, y Mahoma su profeta. Apartarse de su doctrina era
condenarse para siempre. ¿Cómo iba a querer eso para sí? Pero, ¿y
si el mahometanismo no era la religión verdadera? ¿Si la religión
verdadera era el cristianismo? Porque los cristianos también
aseguraban que la única religión verdadera era la suya. ¿Cómo
discernir la verdad? ¿Cómo aclarar la duda? ¿Cómo resolver el
problema? La bella mora vivía en un dilema. Su corazón estaba con
don Alfonso, mientras que su razón la mantenía aferrada a su fe. De
momento, persistiría fiel a sus creencias sin renunciar a su amor.
Con esa estratagema conservaría a su amado y el fruto de su amor sin
dejar de ser ella misma. El tiempo le diría qué tenía que hacer.
Don
Alfonso dispuso con urgencia sus desposorios con Berta de Toscana.
Los esponsales se llevaron a cabo sin gran boato en la catedral de
Toledo. Fueron oficiados por el arzobispo Bernardo de Sedirac. La
nueva reina, totalmente desconocida para la mayor parte de los
magnates del reino, no despertó gran interés en la alta nobleza de
la época. Se sabía que procedía de la Toscana, una región
noroccidental de la Italia central, pero nada más. El objetivo del
monarca al casarse con ella no era otro que el de asegurar su
descendencia masculina. Fallido el intento de legitimar a su único
hijo varón, Alfonso VI optó por contraer matrimonio con otra mujer
que le diera algún descendiente. Desde que descubriera las
maquinaciones de su hija doña Urraca y su yerno don Raimundo para
hacerse con el trono, no descansó un instante para impedírselo a
cualquier precio. Estaba dispuesto a todo con tal de que no lograran
su objetivo incluso después de muerto él. No podía perdonarles su
traición y su ambición desmesurada.
El
monarca sufría cada día que pasaba sin esperanzas de tener un hijo
legítimo. Su tercera esposa no parecía estar muy dotada por la
naturaleza para darle aquella satisfacción. El tiempo transcurría
sin que la reina se quedara en estado. Don Alfonso volvía una y otra
vez a pensar en su adorado Sancho. No se quitaba de su mente el fruto
de su verdadero amor con su idolatrada Zaida. Si su actual matrimonio
no le daba los frutos deseados, legalizaría de grado o por la fuerza
su relación con la princesa mora. Era su última esperanza. Ya había
repudiado a su primera esposa por su esterilidad, no le temblaría el
pulso por hacerlo otra vez. La razón de Estado estaba por encima de
todo.
Antes
de tomar una decisión drástica sobre su matrimonio, el rey dispuso
todo lo necesario para que su hijo Sancho se educara en los
principios de la fe cristiana. No iba a permitir que su adorada amada
le inculcara los dogmas ismaelitas. Ya había podido comprobar su
obcecación y su tozudez ante las normas del Corán. Ni siquiera su
amor o el de su hijo la habían obligado a ceder. Si aquel hijo iba a
ser su heredero, no podía educarse en una doctrina tan inexorable.
¿Cómo iba a ceder su corona a un hijo agareno cuando éstos eran
sus enemigos naturales? ¡Eso nunca! Su hijo se educaría con arreglo
a las normas cristianas y bajo el amparo de la Iglesia romana. De eso
se encargaría su amigo y consejero Bernardo de Sedirac. Si algún
día heredaba su corona, sería digno merecedor de ella y de todo lo
que ésta representaba.
© Julio Noel
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