miércoles, 5 de junio de 2019

ALFONSO VI, IMPERATOR TOTIUS HISP. Capítulo 18


      
                                                                  18


           A finales de abril del año 1080, el cardenal Ricardo, legado pontificio del papa Gregorio VII, convocó en Burgos a todos los obispos y magnates de los reinos de León, Castilla y Galicia. El objeto de la convocatoria era la implantación definitiva del rito romano en todos los territorios de Alfonso VI. El papa estaba cansado de tanta moratoria y tantas excusas como había para retardar al máximo la adopción de la nueva liturgia en todos los dominios del reino de León. La ley emanada de la Cátedra de San Pedro debía imperar sin más demora en todos los reinos cristianos occidentales. Uno de los reinos más díscolo y más reacio a aceptar este mandato era el de Alfonso VI. Había que acabar, pues, con esa tozudez rayana con la insubordinación a Roma.
Los obispos fueron acudiendo paulatinamente a la capital castellana. También se iban concentrando poco a poco en ella los magnates del reino. El último en hacerlo fue el rey Alfonso VI. Con su llegada se dio por inaugurado el concilio. El cardenal Ricardo se encargó de abrir la sesión.
—En el nombre de la Santísima e indivisa Trinidad, Padre, Hijo y Espíritu Santo, que creó lo visible e invisible, cuyo reino no tiene ni principio ni fin. Amén. Yo, el cardenal Ricardo, legado de Su Santidad el papa, declaro inaugurado este concilio. Majestad, ilustrísimas, excelentísimos señores, hace dos años me envió Su Santidad a estos reinos con el propósito de acabar de una vez para siempre con el rito hispano que se practica aún hoy día en la mayor parte de las iglesias y monasterios de este vasto territorio. Hoy nos hemos reunido aquí para poner fin a tan insólita situación, que ha llevado a nuestra santa madre la Iglesia a vivir un cisma absurdo durante estos últimos años. Es cierto que ayudó a crear este clima enrarecido un malentendido del Santo Padre por el que se creyó con el derecho de soberanía, no sólo espiritual sino también temporal, sobre todos los reinos cristianos hispanos. Enmendado ese equívoco a través de una carta que envió en octubre pasado a Su Majestad, Alfonso VI, y expedita así la senda para la normalización litúrgica, ha llegado la hora de dejar atrás vuestra antiquísima liturgia para dar paso a la norma emanada de Roma. Con estas palabras queda abierta la asamblea.
Un murmullo susurrante a modo del que produce un enjambre de abejas se extendió por todo el recinto. Los obispos, magnates y próceres allí reunidos comentaban en voz baja las palabras del legado papal. A continuación le correspondió el turno al monarca.
—Señor legado, ilustrísimas, excelentísimos señores y mis fieles vasallos, hace tiempo que adopté la decisión de cambiar el rito hispano por el romano en nuestros reinos, pero la pretensión del papa acerca de su soberanía temporal sobre todos los reinos cristianos de la Península hizo que me retractara de mis primeras intenciones. Cuando recibí la carta del pontífice no podía dar crédito a lo que leía. ¿Cómo era posible que Su Santidad osara demandar para sí la potestas sobre mis reinos que tanto esfuerzo nos había supuesto conquistarlos y tanta sangre había sido derramada por ellos a lo largo de casi cuatro siglos? ¿Para qué habían servido tantas batallas, tantas victorias, tantas derrotas, tantos sufrimientos, tantos sacrificios, tanta sangre derramada por tantos y tantos valientes que habían luchado durante aquellos siglos por el engrandecimiento de nuestro reino y por la unidad de España? ¿Para tener que cedérselo ahora bonitamente al pontífice de Roma, que nunca ha derramado una sola gota de sangre por él, apoyándose para ello en una falsa donación que dice haber hecho Constantino a la Cátedra de San Pedro? No hay palabras para describir la ira que embargó mi espíritu en aquel momento. ¿Cómo podía el papa pretender desposeerme de lo que era mío por derecho propio? No podía creerlo. Por eso días más tarde reuní a mi Curia y en ella me proclamé Emperador de toda España, para dejar claro así al papa que yo soy el único que tiene pleno derecho a portar sobre mi cabeza la corona de León. He de reconocer que para hacer desistir a Gregorio VII de sus aspiraciones temporales sobre estos reinos he tenido una gran ayuda y colaboración en el abad de Cluny. Colaboración que espero seguir teniendo en el futuro. Sin su inestimable mediación jamás habría conseguido convencer al papa. Quede aquí constancia de mi inmenso agradecimiento a Hugo el Grande. Como acaba de señalar el Señor legado, Gregorio VII se ha retractado de sus injustas pretensiones. Así, pues, ante ese cambio de actitud del papa y por haber recibido un mandato divino, desde hoy estoy dispuesto a aceptar la lex romana en todos mis reinos.
Nuevo murmullo entre los asistentes. La mayor parte de obispos y magnates del reino estaban de acuerdo con el rey. Pero hubo algunos prelados que mostraron cierta reticencia a la implantación del nuevo rito, como los de Braga y Santiago, en tanto que el de Astorga se opuso radicalmente.
—Majestad, ya os dejé clara mi postura en la Curia Regia hace tres años —fueron las palabras con las que inició su intervención monseñor Pedro—. Tendrán que pasar sobre mi cadáver si quieren implantar el nuevo rito en mi diócesis. No renunciaré jamás a nuestra tradición, que es el sagrado rito de nuestros antepasados y de los santos padres de la Iglesia hispana. Con él hemos elevado nuestras preces al Señor. Con él hemos cantado y alabado su gloria infinita. Con él hemos adorado a Cristo redentor. Con él hemos suplicado la intercesión de su madre la Virgen María por la salvación de nuestras almas y hemos cantado himnos en su loor. Con él hemos venerado a los santos y mártires de nuestra santa madre Iglesia. ¿Por qué hemos de abandonar todas estas prácticas religiosas que hemos heredado de la tradición?
—Porque con el nuevo rito podrás seguir adorando al Señor y venerando a sus santos igual que lo has hecho hasta ahora —le contestó el legado papal—. No se trata de romper con todo el pasado y partir de la nada. Se trata de unificar la liturgia de la Iglesia de Roma en todo el orbe cristiano. Se trata de uniformar todas las plegarias que elevemos al Señor, nos encontremos donde nos encontremos. Se trata de que la celebración de la santa Eucaristía sea idéntica en todas partes. Se trata de administrar los santos sacramentos de la misma manera en todas nuestras iglesias y catedrales. Se trata, en definitiva, de que no haya ninguna diferencia en la práctica del culto divino en todos y cada uno de nuestros templos se encuentren donde se encuentren.
—Pero tengo entendido, Señor legado, que el rito romano suprime muchos de los salmos que incluye el nuestro. Cercena muchas de las partes de que consta la celebración de la santa Eucaristía: ya no habrá Liturgia de la Palabra ni de la Eucaristía; tampoco se realizará el Rito de la Paz ni la Fracción del Pan o la Despedida. Y lo mismo ocurrirá con las demás funciones litúrgicas.
—Así es, ilustrísima. La celebración de la santa Misa contendrá en esencia todas esas partes que acabas de mencionar, pero más reducidas y dispuestas en otro orden. La santa Eucaristía será más sencilla y más breve para no fatigar tanto a los fieles. La lex romana simplifica la liturgia.
—Pues eso es lo que yo no pienso aceptar, Señor legado. Seguiré practicando el rito mozárabe por prolijo que resulte.
Ante la tozudez del obispo de Astorga, el rey se vio obligado a amonestarlo.
—Monseñor Pedro, te ordeno que aceptes la nueva norma de grado o por fuerza.
—No pienso aceptarla, Señor.
—Te conmino a que te retractes de tus palabras o sufrirás las consecuencias por no hacerlo.
—Estoy dispuesto a asumirlas, Señor, por duras que sean, pero no pienso deponer mi actitud.
—Muy bien, monseñor Pedro. Tomamos nota de ello. ¿Alguien más se niega a implantar el nuevo rito en su diócesis?
Ninguno de los demás obispos se atrevió a levantar la voz, aunque por lo bajo se escuchó algún susurro.
El legado Ricardo tomó de nuevo la palabra.
—Majestad, parece ser que todos los obispos, a excepción de monseñor Pedro, aceptan de buen grado la asunción de la nueva liturgia. Así, pues, a partir de hoy decretamos que el rito hispano sea reemplazado por la lex romana. Ésta queda definitivamente aprobada desde este momento y será implantada en todas las catedrales, iglesias y monasterios de vuestro reino, mientras que queda abolida la legislación canónica en la que se sustentaba aquélla. Asimismo decretamos que desde hoy sean abolidas la biblia de San Isidoro y las normas monacales de San Fructuoso. Me consta que la mayor parte de los monasterios son reacios al nuevo rito, en especial el monasterio de San Benito de Sahagún, cuyo actual abad fue nombrado expresamente por Vos para que implantara el rito romano y llevara a cabo la reforma cluniacense en él. Nada más lejos de la realidad. Roberto, en vez de implantar el nuevo rito, como se le había ordenado, ha adoptado una postura harto hostil hacia nosotros, pues se ha congraciado con los monjes del monasterio para seguir practicando el rito hispano y para relajar la disciplina del cenobio hasta límites inauditos. Su destitución y expulsión del monasterio debe ser inmediata. En su lugar se nombrará a alguien capaz de implantar el rito romano, así como la restitución de su disciplina a la norma cluniacense.
—Vuestra recomendación será atendida, Señor legado —contestó el monarca—. Si no hay ninguna sugerencia más, doy por concluida la asamblea. Sólo me resta desearos suerte en vuestro cometido. ¡Que Dios nuestro Señor ilumine a sus ilustrísimas!
—¡Que así sea! —contestaron todos a coro.
Poco después de estos sucesos era depuesto en su cargo monseñor Pedro Núñez, obispo de Astorga. Para ocupar su sede fue nombrado Osmundo, un clérigo francés que llegó a la corte de León acompañando al séquito de doña Constanza, fiel seguidor de la norma cluniacense y del rito romano.
Mayo vestía de color toda la comarca de Sahagún y la ribera del Cea. Una variada gama de verdes cubría todo cuanto abarcaba la vista: huertas, prados, alamedas, márgenes del río, ribazos, tierras de labor. El vasto firmamento estaba surcado por alguna que otra nube algodonosa, cual níveo vellón, que resaltaba aún más si cabe el intenso azul del cielo. La comitiva real avanzaba lentamente por la extensa planicie que atravesaba el camino real de León a Sahagún. Poco después se detenía ante las puertas del monasterio, cuyo guardián se apresuró a abrir al percatarse de la presencia del rey.
—Majestad —el portero se hincó de hinojos ante el rey—, es un gran honor recibiros. Pero pasad, pasad, Señor. Tened la bondad de acompañarme a esta sala en la que podéis acomodaros como mejor os plazca mientras voy en busca del padre abad.
El hermano portero dejó en la sala de recepción del monasterio a don Alfonso y a sus acompañantes. Poco después regresaba en compañía del abad.
—¿A qué debo este honor, Señor? —preguntó el abad Roberto al rey mientras le hacía una gran reverencia.
—Me temo que no soy portador de buenas noticias para ti, Roberto. El legado Ricardo ha solicitado tu deposición en el concilio de Burgos. Abandonarás hoy mismo esta santa casa sin más dilación. Ya puedes empezar a recoger tus pertenencias y a despedirte de toda la comunidad.
—¿Tan presto ha de ser?
—Sí, querido Roberto. El papa está muy molesto con tu proceder aquí. Es presumible que no tardemos en recibir alguna misiva de él en la que nos manifieste su descontento. Para no desairarlo más, nos adelantaremos a sus deseos. Regresarás a la casa madre y te pondrás a disposición del abad Hugo.
—Así lo haré, Majestad, si eso es lo que ordenáis. Ahora mismo mandaré tocar a sexta, momento que aprovecharé para despedirme de todos mis hijos. En cuanto a mis pertenencias, no necesito mucho tiempo para recogerlas, pues todo lo que tengo lo llevo encima. Todo lo que he usado aquí durante este tiempo era del monasterio y a él se lo dejo. Pobre entré y pobre salgo. Nada traje y nada me llevo.
Finalizados los salmos y plegarias de la hora sexta, el abad Roberto se despidió paternalmente de todos los monjes. Después con gran dolor de su corazón abandonó el monasterio de San Benito para nunca más volver a él.
Al día siguiente de la despedida del abad Roberto, don Alfonso presentó a los monjes al que dom Hugo proponía como nuevo abad del cenobio facundino.
—Estimada comunidad, todos sabéis que este monasterio me es muy querido y amado. Su fundación, que se remonta a algo más de dos siglos, fue auspiciada por mi augusto antepasado Alfonso III el Magno. Desde él hasta nuestros días todos mis predecesores se han volcado con prebendas y privilegios hacia este cenobio. Yo mismo le he concedido varios y no serán los últimos. Por eso, y porque me es tan querido y estimado, sólo deseo lo mejor para él. Y lo mejor en estos momentos considero que es la implantación de la reforma cluniacense dentro de estas sacrosantas paredes. Para llevar a cabo tan alto fin, nadie mejor que fray Bernardo aquí presente. Él es el recomendado por Hugo el Grande. Aquí se quedará entre vosotros si decidís elegirlo como vuestro futuro abad. Si así fuere, tendrá las bendiciones no sólo del abad Hugo, sino las del papa Gregorio VII y las mías propias.
Un murmullo recorrió toda la comunidad benedictina una vez escuchadas las palabras del rey. Sería difícil interpretar si era a favor o en contra de la propuesta del monarca, aunque pronto se vería que la mayor parte de los monjes estaban de parte del candidato propuesto. El monarca tenía el propósito de aumentar los beneficios del cenobio y su restauración si la comunidad aceptaba vivir bajo la norma cluniacense. Por tratarse de su monasterio favorito, pretendía convertirlo en el más importante de sus reinos, algo así como el Cluny español.
Bernardo de Sedirac, monje benedictino, había llegado al reino de León con la comunidad cluniacense solicitada años antes por el propio Alfonso VI. Era originario de La Sauvetat de Blanquefort, pequeña localidad situada cerca de la ciudad de Agen. Los primeros años de su vida los dedicó al estudio de las letras en las que descolló considerablemente, pero su humildad y sencillez lo llevó a cambiar los honores mundanos por los hábitos de la comunidad cluniacense. Esas grandes dotes y esas virtudes hicieron que el abad Hugo le tomara gran afecto, eligiéndolo como sustituto del abad Roberto.
La gran sencillez, la discreción, la forma suave de hablar, la bondad de Bernardo lograron que toda la comunidad benedictina lo aceptase encantada como su nuevo abad. Su nombramiento se produjo pocos días más tarde, en el capítulo extraordinario convocado al efecto, en presencia del rey don Alfonso y del legado pontificio, el cardenal Ricardo.
—Majestad, en nombre de esta comunidad que me ha tocado presidir efímeramente —proclamó el padre prior ante el rey al tiempo que le hacía una grave reverencia—, tengo el honor de comunicaros que hemos decidido nombrar abad de este santo monasterio a fray Bernardo de Sedirac. Todos esperamos con impaciencia y humildad que Vos, Señor, aceptéis nuestra voluntad. Que Dios os bendiga si así lo hiciereis.
—Padre prior, comunidad benedictina, acepto de buen grado vuestra decisión y confirmo solemnemente el nombramiento de Bernardo de Sedirac como nuevo abad de este monasterio. A partir de hoy me involucraré aún más en los privilegios y prebendas de esta santa casa. Ahora prosigamos con el resto de la ceremonia.
Acto seguido el padre prior entregó el báculo de mando al abad electo y todos juntos entonando el Te Deum se dirigieron a la iglesia para rendirle la obediencia debida. Finalizada la ceremonia, la comunidad entera regresó a la sala capitular donde los esperaban el soberano y el cardenal Ricardo. Allí tanto el padre prior como el resto de monjes que ostentaba algún cargo lo pusieron en manos del abad para que éste dispusiera de ellos libremente. Una vez confirmados o designados los nuevos cargos, el abad dio por finalizada la ceremonia no sin antes haber fijado la fecha de su consagración, que se llevaría a cabo el domingo siguiente presidida por el obispo Pelayo de León.
A las doce de la mañana del domingo dio comienzo la ceremonia de la consagración del nuevo abad. Toda la comunidad benedictina se hallaba reunida en la sala capitular para presenciar el acto. El rey ocupaba el palco de honor. El obispo Pelayo, revestido con la capa pluvial, la mitra y el báculo, leyó las obligaciones al nuevo abad, que no dudó en aceptarlas con gran humildad. Acto seguido se entonó el Te Deum que los acompañaría hasta la iglesia donde celebrarían una misa solemne. Antes de la lectura del Evangelio, se presentó el nuevo abad para que el obispo lo consagrara mediante la profesión de votos y la sumisión al papa. Luego ambos se postraron ante el altar mientras la comunidad rezaba una letanía pidiendo al Señor que bendijera al nuevo abad y lo hiciera digno merecedor del cargo para el que había sido elegido. A continuación se levantó el obispo para rezar nuevas preces antes de ofrecer la Santa Regla y el báculo al abad, que de esta manera quedaba confirmado en su cargo. Finalizada la ceremonia, se trasladaron al coro donde el obispo confirmó la autoridad del abad en todo su dominio monástico. A continuación, el abad ocupó la silla abacial donde recibió la obediencia de todos los monjes a través de un besamanos.
Con Bernardo de Sedirac como abad de San Benito de Sahagún se iniciaría una nueva etapa de desarrollo y prosperidad para el monasterio facundino, que vendría a emular a la propia casa madre, la abadía de Cluny. Muchos de los monjes que habían abandonado el cenobio cuando fue nombrado abad el controvertido Roberto, al enterarse del nombramiento del nuevo abad, no dudaron en regresar a aquella santa casa deseosos de ponerse incondicionalmente bajo su protección. Las ordenanzas internas se adaptaron, no sin cierta reticencia, a la reforma emanada de la abadía de Cluny y el rito mozárabe dejó paso al rito romano, todo ello bajo los auspicios del propio rey don Alfonso. Fue ese amparo el que condicionó la reforma cluniacense en el monasterio facundino y el que le confirió el carácter de casa madre en España, de la que llegaron a depender más de sesenta monasterios y prioratos. Poco después de ser nombrado abad Bernardo de Sedirac, Alfonso VI concedió el privilegio de inmunidad para el propio monasterio y su abadengo, que quedaban libres de la intervención de los agentes del rey. Tres años más tarde quedaría también exento de toda jurisdicción civil y episcopal por privilegio que le otorgó Gregorio VII, quedando sometido directa y exclusivamente a la autoridad emanada del papa y a su protección. Esto no tardó en suscitar varios conflictos, sobre todo con el episcopado de León, que reclamaba para sí los derechos que tenía desde tiempos inmemoriales sobre las iglesias del feudo monacal. En estos conflictos se vio obligado a intervenir el papa, que no dudó en fallar a favor del monasterio facundino.
La Regla de San Benito se tradujo en una vida más ascética por parte de la comunidad facundina. Dedicaban la mayor parte del día a la oración y al canto de los salmos. Su indumentaria consistía en cogulla de estameña, escapulario, saya leonada, calzas y zapatos. Cuando recibían vestido o calzado nuevos tenían que dar el viejo a los pobres, como exigía el voto de pobreza que habían profesado. La mesa era bastante frugal todo el año. Recibían tres raciones al día de un potaje de verduras y hortalizas. Cuatro días por semana lo acompañaban de pescado. En Cuaresma la dieta era aún más austera, a la frugalidad de la comida había que añadir los correspondientes ayunos. Los novicios estaban sometidos a una disciplina más rigurosa aún. Cada uno de ellos tenía su respectivo maestro, que lo acompañaba todo el día a dondequiera que fuera. Tenían prohibido salir del monasterio y no podían hacerlo a menos que fueran en compañía de otros novicios y de sus respectivos maestros.
La reforma cluniacense marcó un antes y un después en el cenobio facundino. Tal vez por eso el monasterio de San Benito de Sahagún era el predilecto de Alfonso VI. No en vano lo había elegido como el lugar favorito para su descanso y constituía algo así como su segunda residencia. Poseía varias dependencias en su interior para su uso exclusivo y lo eligió como su panteón particular, renunciando así a la tradición de sus predecesores de ser enterrados en el panteón de San Isidoro. La propia reina Constanza mandó construir un palacio al lado mismo del monasterio en el que acostumbraba pasar largas temporadas.

            © Julio Noel 

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