18
A
finales de abril del año 1080, el cardenal Ricardo, legado
pontificio del papa Gregorio VII, convocó en Burgos a todos los
obispos y magnates de los reinos de León, Castilla y Galicia. El
objeto de la convocatoria era la implantación definitiva del rito
romano en todos los territorios de Alfonso VI. El papa estaba cansado
de tanta moratoria y tantas excusas como había para retardar al
máximo la adopción de la nueva liturgia en todos los dominios del
reino de León. La ley emanada de la Cátedra de San Pedro debía
imperar sin más demora en todos los reinos cristianos occidentales.
Uno de los reinos más díscolo y más reacio a aceptar este mandato
era el de Alfonso VI. Había que acabar, pues, con esa tozudez rayana
con la insubordinación a Roma.
Los
obispos fueron acudiendo paulatinamente a la capital castellana.
También se iban concentrando poco a poco en ella los magnates del
reino. El último en hacerlo fue el rey Alfonso VI. Con su llegada se
dio por inaugurado el concilio. El cardenal Ricardo se encargó de
abrir la sesión.
—En
el nombre de la Santísima e indivisa Trinidad, Padre, Hijo y
Espíritu Santo, que creó lo visible e invisible, cuyo reino no
tiene ni principio ni fin. Amén. Yo, el cardenal Ricardo, legado de
Su Santidad el papa, declaro inaugurado este concilio. Majestad,
ilustrísimas, excelentísimos señores, hace dos años me envió Su
Santidad a estos reinos con el propósito de acabar de una vez para
siempre con el rito hispano que se practica aún hoy día en la mayor
parte de las iglesias y monasterios de este vasto territorio. Hoy nos
hemos reunido aquí para poner fin a tan insólita situación, que ha
llevado a nuestra santa madre la Iglesia a vivir un cisma absurdo
durante estos últimos años. Es cierto que ayudó a crear este clima
enrarecido un malentendido del Santo Padre por el que se creyó con
el derecho de soberanía, no sólo espiritual sino también temporal,
sobre todos los reinos cristianos hispanos. Enmendado ese equívoco a
través de una carta que envió en octubre pasado a Su Majestad,
Alfonso VI, y expedita así la senda para la normalización
litúrgica, ha llegado la hora de dejar atrás vuestra antiquísima
liturgia para dar paso a la norma emanada de Roma. Con estas palabras
queda abierta la asamblea.
Un
murmullo susurrante a modo del que produce un enjambre de abejas se
extendió por todo el recinto. Los obispos, magnates y próceres allí
reunidos comentaban en voz baja las palabras del legado papal. A
continuación le correspondió el turno al monarca.
—Señor
legado, ilustrísimas, excelentísimos señores y mis fieles
vasallos, hace tiempo que adopté la decisión de cambiar el rito
hispano por el romano en nuestros reinos, pero la pretensión del
papa acerca de su soberanía temporal sobre todos los reinos
cristianos de la Península hizo que me retractara de mis primeras
intenciones. Cuando recibí la carta del pontífice no podía dar
crédito a lo que leía. ¿Cómo era posible que Su Santidad osara
demandar para sí la potestas sobre mis reinos que tanto
esfuerzo nos había supuesto conquistarlos y tanta sangre había sido
derramada por ellos a lo largo de casi cuatro siglos? ¿Para qué
habían servido tantas batallas, tantas victorias, tantas derrotas,
tantos sufrimientos, tantos sacrificios, tanta sangre derramada por
tantos y tantos valientes que habían luchado durante aquellos siglos
por el engrandecimiento de nuestro reino y por la unidad de España?
¿Para tener que cedérselo ahora bonitamente al pontífice de
Roma, que nunca ha derramado una sola gota de sangre por él,
apoyándose para ello en una falsa donación que dice haber hecho
Constantino a la Cátedra de San Pedro? No hay palabras para
describir la ira que embargó mi espíritu en aquel momento. ¿Cómo
podía el papa pretender desposeerme de lo que era mío por derecho
propio? No podía creerlo. Por eso días más tarde reuní a mi Curia
y en ella me proclamé Emperador de toda España, para dejar
claro así al papa que yo soy el único que tiene pleno derecho a
portar sobre mi cabeza la corona de León. He de reconocer que para
hacer desistir a Gregorio VII de sus aspiraciones temporales sobre
estos reinos he tenido una gran ayuda y colaboración en el abad de
Cluny. Colaboración que espero seguir teniendo en el futuro. Sin su
inestimable mediación jamás habría conseguido convencer al papa.
Quede aquí constancia de mi inmenso agradecimiento a Hugo el
Grande. Como acaba de señalar el Señor legado, Gregorio VII se
ha retractado de sus injustas pretensiones. Así, pues, ante ese
cambio de actitud del papa y por haber recibido un mandato divino,
desde hoy estoy dispuesto a aceptar la lex romana en todos mis
reinos.
Nuevo
murmullo entre los asistentes. La mayor parte de obispos y magnates
del reino estaban de acuerdo con el rey. Pero hubo algunos prelados
que mostraron cierta reticencia a la implantación del nuevo rito,
como los de Braga y Santiago, en tanto que el de Astorga se opuso
radicalmente.
—Majestad,
ya os dejé clara mi postura en la Curia Regia hace tres años
—fueron las palabras con las que inició su intervención monseñor
Pedro—. Tendrán que pasar sobre mi cadáver si quieren implantar
el nuevo rito en mi diócesis. No renunciaré jamás a nuestra
tradición, que es el sagrado rito de nuestros antepasados y de los
santos padres de la Iglesia hispana. Con él hemos elevado nuestras
preces al Señor. Con él hemos cantado y alabado su gloria infinita.
Con él hemos adorado a Cristo redentor. Con él hemos suplicado la
intercesión de su madre la Virgen María por la salvación de
nuestras almas y hemos cantado himnos en su loor. Con él hemos
venerado a los santos y mártires de nuestra santa madre Iglesia.
¿Por qué hemos de abandonar todas estas prácticas religiosas que
hemos heredado de la tradición?
—Porque
con el nuevo rito podrás seguir adorando al Señor y venerando a sus
santos igual que lo has hecho hasta ahora —le contestó el legado
papal—. No se trata de romper con todo el pasado y partir de la
nada. Se trata de unificar la liturgia de la Iglesia de Roma en todo
el orbe cristiano. Se trata de uniformar todas las plegarias que
elevemos al Señor, nos encontremos donde nos encontremos. Se trata
de que la celebración de la santa Eucaristía sea idéntica en todas
partes. Se trata de administrar los santos sacramentos de la misma
manera en todas nuestras iglesias y catedrales. Se trata, en
definitiva, de que no haya ninguna diferencia en la práctica del
culto divino en todos y cada uno de nuestros templos se encuentren
donde se encuentren.
—Pero
tengo entendido, Señor legado, que el rito romano suprime muchos de
los salmos que incluye el nuestro. Cercena muchas de las partes de
que consta la celebración de la santa Eucaristía: ya no habrá
Liturgia de la Palabra ni de la Eucaristía; tampoco se realizará el
Rito de la Paz ni la Fracción del Pan o la Despedida. Y lo mismo
ocurrirá con las demás funciones litúrgicas.
—Así
es, ilustrísima. La celebración de la santa Misa contendrá en
esencia todas esas partes que acabas de mencionar, pero más
reducidas y dispuestas en otro orden. La santa Eucaristía será más
sencilla y más breve para no fatigar tanto a los fieles. La lex
romana simplifica la liturgia.
—Pues
eso es lo que yo no pienso aceptar, Señor legado. Seguiré
practicando el rito mozárabe por prolijo que resulte.
Ante
la tozudez del obispo de Astorga, el rey se vio obligado a
amonestarlo.
—Monseñor
Pedro, te ordeno que aceptes la nueva norma de grado o por fuerza.
—No
pienso aceptarla, Señor.
—Te
conmino a que te retractes de tus palabras o sufrirás las
consecuencias por no hacerlo.
—Estoy
dispuesto a asumirlas, Señor, por duras que sean, pero no pienso
deponer mi actitud.
—Muy
bien, monseñor Pedro. Tomamos nota de ello. ¿Alguien más se niega
a implantar el nuevo rito en su diócesis?
Ninguno
de los demás obispos se atrevió a levantar la voz, aunque por lo
bajo se escuchó algún susurro.
El
legado Ricardo tomó de nuevo la palabra.
—Majestad,
parece ser que todos los obispos, a excepción de monseñor Pedro,
aceptan de buen grado la asunción de la nueva liturgia. Así, pues,
a partir de hoy decretamos que el rito hispano sea reemplazado por la
lex romana. Ésta queda definitivamente aprobada desde este
momento y será implantada en todas las catedrales, iglesias y
monasterios de vuestro reino, mientras que queda abolida la
legislación canónica en la que se sustentaba aquélla. Asimismo
decretamos que desde hoy sean abolidas la biblia de San Isidoro y las
normas monacales de San Fructuoso. Me consta que la mayor parte de
los monasterios son reacios al nuevo rito, en especial el monasterio
de San Benito de Sahagún, cuyo actual abad fue nombrado expresamente
por Vos para que implantara el rito romano y llevara a cabo la
reforma cluniacense en él. Nada más lejos de la realidad. Roberto,
en vez de implantar el nuevo rito, como se le había ordenado, ha
adoptado una postura harto hostil hacia nosotros, pues se ha
congraciado con los monjes del monasterio para seguir practicando el
rito hispano y para relajar la disciplina del cenobio hasta límites
inauditos. Su destitución y expulsión del monasterio debe ser
inmediata. En su lugar se nombrará a alguien capaz de implantar el
rito romano, así como la restitución de su disciplina a la norma
cluniacense.
—Vuestra
recomendación será atendida, Señor legado —contestó el
monarca—. Si no hay ninguna sugerencia más, doy por concluida la
asamblea. Sólo me resta desearos suerte en vuestro cometido. ¡Que
Dios nuestro Señor ilumine a sus ilustrísimas!
—¡Que
así sea! —contestaron todos a coro.
Poco
después de estos sucesos era depuesto en su cargo monseñor Pedro
Núñez, obispo de Astorga. Para ocupar su sede fue nombrado Osmundo,
un clérigo francés que llegó a la corte de León acompañando al
séquito de doña Constanza, fiel seguidor de la norma cluniacense y
del rito romano.
Mayo
vestía de color toda la comarca de Sahagún y la ribera del Cea. Una
variada gama de verdes cubría todo cuanto abarcaba la vista:
huertas, prados, alamedas, márgenes del río, ribazos, tierras de
labor. El vasto firmamento estaba surcado por alguna que otra nube
algodonosa, cual níveo vellón, que resaltaba aún más si cabe el
intenso azul del cielo. La comitiva real avanzaba lentamente por la
extensa planicie que atravesaba el camino real de León a Sahagún.
Poco después se detenía ante las puertas del monasterio, cuyo
guardián se apresuró a abrir al percatarse de la presencia del rey.
—Majestad
—el portero se hincó de hinojos ante el rey—, es un gran honor
recibiros. Pero pasad, pasad, Señor. Tened la bondad de acompañarme
a esta sala en la que podéis acomodaros como mejor os plazca
mientras voy en busca del padre abad.
El
hermano portero dejó en la sala de recepción del monasterio a don
Alfonso y a sus acompañantes. Poco después regresaba en compañía
del abad.
—¿A
qué debo este honor, Señor? —preguntó el abad Roberto al rey
mientras le hacía una gran reverencia.
—Me
temo que no soy portador de buenas noticias para ti, Roberto. El
legado Ricardo ha solicitado tu deposición en el concilio de Burgos.
Abandonarás hoy mismo esta santa casa sin más dilación. Ya puedes
empezar a recoger tus pertenencias y a despedirte de toda la
comunidad.
—¿Tan
presto ha de ser?
—Sí,
querido Roberto. El papa está muy molesto con tu proceder aquí. Es
presumible que no tardemos en recibir alguna misiva de él en la que
nos manifieste su descontento. Para no desairarlo más, nos
adelantaremos a sus deseos. Regresarás a la casa madre y te pondrás
a disposición del abad Hugo.
—Así
lo haré, Majestad, si eso es lo que ordenáis. Ahora mismo mandaré
tocar a sexta, momento que aprovecharé para despedirme de
todos mis hijos. En cuanto a mis pertenencias, no necesito mucho
tiempo para recogerlas, pues todo lo que tengo lo llevo encima. Todo
lo que he usado aquí durante este tiempo era del monasterio y a él
se lo dejo. Pobre entré y pobre salgo. Nada traje y nada me llevo.
Finalizados
los salmos y plegarias de la hora
sexta, el abad Roberto
se despidió paternalmente de todos los monjes. Después con gran
dolor de su corazón abandonó el monasterio de San Benito para nunca
más volver a él.
Al
día siguiente de la despedida del abad Roberto, don Alfonso presentó
a los monjes al que dom Hugo proponía como nuevo abad del cenobio
facundino.
—Estimada
comunidad, todos sabéis que este monasterio me es muy querido y
amado. Su fundación, que se remonta a algo más de dos siglos, fue
auspiciada por mi augusto antepasado Alfonso III el Magno. Desde
él hasta nuestros días todos mis predecesores se han volcado con
prebendas y privilegios hacia este cenobio. Yo mismo le he concedido
varios y no serán los últimos. Por eso, y porque me es tan querido
y estimado, sólo deseo lo mejor para él. Y lo mejor en estos
momentos considero que es la implantación de la reforma cluniacense
dentro de estas sacrosantas paredes. Para llevar a cabo tan alto fin,
nadie mejor que fray Bernardo aquí presente. Él es el recomendado
por Hugo el Grande. Aquí se quedará entre vosotros si
decidís elegirlo como vuestro futuro abad. Si así fuere, tendrá
las bendiciones no sólo del abad Hugo, sino las del papa Gregorio
VII y las mías propias.
Un murmullo recorrió toda la comunidad benedictina una vez
escuchadas las palabras del rey. Sería difícil interpretar si era a
favor o en contra de la propuesta del monarca, aunque pronto se vería
que la mayor parte de los monjes estaban de parte del candidato
propuesto. El monarca tenía el propósito de aumentar los beneficios
del cenobio y su restauración si la comunidad aceptaba vivir bajo la
norma cluniacense. Por tratarse de su monasterio favorito, pretendía
convertirlo en el más importante de sus reinos, algo así como el
Cluny español.
Bernardo
de Sedirac, monje benedictino, había llegado al reino de León con
la comunidad cluniacense solicitada años antes por el propio Alfonso
VI. Era originario de La Sauvetat de Blanquefort, pequeña localidad
situada cerca de la ciudad de Agen. Los primeros años de su vida los
dedicó al estudio de las letras en las que descolló
considerablemente, pero su humildad y sencillez lo llevó a cambiar
los honores mundanos por los hábitos de la comunidad cluniacense.
Esas grandes dotes y esas virtudes hicieron que el abad Hugo le
tomara gran afecto, eligiéndolo como sustituto del abad Roberto.
La
gran sencillez, la discreción, la forma suave de hablar, la bondad
de Bernardo lograron que toda la comunidad benedictina lo aceptase
encantada como su nuevo abad. Su nombramiento se produjo pocos días
más tarde, en el capítulo extraordinario convocado al efecto, en
presencia del rey don Alfonso y del legado pontificio, el cardenal
Ricardo.
—Majestad,
en nombre de esta comunidad que me ha tocado presidir efímeramente
—proclamó el padre prior ante el rey al tiempo que le hacía una
grave reverencia—, tengo el honor de comunicaros que hemos decidido
nombrar abad de este santo monasterio a fray Bernardo de Sedirac.
Todos esperamos con impaciencia y humildad que Vos, Señor, aceptéis
nuestra voluntad. Que Dios os bendiga si así lo hiciereis.
—Padre
prior, comunidad benedictina, acepto de buen grado vuestra decisión
y confirmo solemnemente el nombramiento de Bernardo de Sedirac como
nuevo abad de este monasterio. A partir de hoy me involucraré aún
más en los privilegios y prebendas de esta santa casa. Ahora
prosigamos con el resto de la ceremonia.
Acto
seguido el padre prior entregó el báculo de mando al abad electo y
todos juntos entonando el Te Deum se dirigieron a la iglesia
para rendirle la obediencia debida. Finalizada la ceremonia, la
comunidad entera regresó a la sala capitular donde los esperaban el
soberano y el cardenal Ricardo. Allí tanto el padre prior como el
resto de monjes que ostentaba algún cargo lo pusieron en manos del
abad para que éste dispusiera de ellos libremente. Una vez
confirmados o designados los nuevos cargos, el abad dio por
finalizada la ceremonia no sin antes haber fijado la fecha de su
consagración, que se llevaría a cabo el domingo siguiente
presidida por el obispo Pelayo de León.
A
las doce de la mañana del domingo dio comienzo la ceremonia de la
consagración del nuevo abad. Toda la comunidad benedictina se
hallaba reunida en la sala capitular para presenciar el acto. El rey
ocupaba el palco de honor. El obispo Pelayo, revestido con la capa
pluvial, la mitra y el báculo, leyó las obligaciones al nuevo abad,
que no dudó en aceptarlas con gran humildad. Acto seguido se entonó
el Te Deum que los acompañaría hasta la iglesia donde
celebrarían una misa solemne. Antes de la lectura del Evangelio, se
presentó el nuevo abad para que el obispo lo consagrara mediante la
profesión de votos y la sumisión al papa. Luego ambos se postraron
ante el altar mientras la comunidad rezaba una letanía pidiendo al
Señor que bendijera al nuevo abad y lo hiciera digno merecedor del
cargo para el que había sido elegido. A continuación se levantó el
obispo para rezar nuevas preces antes de ofrecer la Santa Regla y el
báculo al abad, que de esta manera quedaba confirmado en su cargo.
Finalizada la ceremonia, se trasladaron al coro donde el obispo
confirmó la autoridad del abad en todo su dominio monástico. A
continuación, el abad ocupó la silla abacial donde recibió la
obediencia de todos los monjes a través de un besamanos.
Con
Bernardo de Sedirac como abad de San Benito de Sahagún se iniciaría
una nueva etapa de desarrollo y prosperidad para el monasterio
facundino, que vendría a emular a la propia casa madre, la abadía
de Cluny. Muchos de los monjes que habían abandonado el cenobio
cuando fue nombrado abad el controvertido Roberto, al enterarse del
nombramiento del nuevo abad, no dudaron en regresar a aquella santa
casa deseosos de ponerse incondicionalmente bajo su protección. Las
ordenanzas internas se adaptaron, no sin cierta reticencia, a la
reforma emanada de la abadía de Cluny y el rito mozárabe dejó paso
al rito romano, todo ello bajo los auspicios del propio rey don
Alfonso. Fue ese amparo el que condicionó la reforma cluniacense en
el monasterio facundino y el que le confirió el carácter de casa
madre en España, de la que llegaron a depender más de sesenta
monasterios y prioratos. Poco después de ser nombrado abad Bernardo
de Sedirac, Alfonso VI concedió el privilegio de inmunidad para el
propio monasterio y su abadengo, que quedaban libres de la
intervención de los agentes del rey. Tres años más tarde quedaría
también exento de toda jurisdicción civil y episcopal por
privilegio que le otorgó Gregorio VII, quedando sometido directa y
exclusivamente a la autoridad emanada del papa y a su protección.
Esto no tardó en suscitar varios conflictos, sobre todo con el
episcopado de León, que reclamaba para sí los derechos que tenía
desde tiempos inmemoriales sobre las iglesias del feudo monacal. En
estos conflictos se vio obligado a intervenir el papa, que no dudó
en fallar a favor del monasterio facundino.
La
Regla de San Benito se tradujo en una vida más ascética por parte
de la comunidad facundina. Dedicaban la mayor parte del día a la
oración y al canto de los salmos. Su indumentaria consistía en
cogulla de estameña, escapulario, saya leonada, calzas y zapatos.
Cuando recibían vestido o calzado nuevos tenían que dar el viejo a
los pobres, como exigía el voto de pobreza que habían profesado. La
mesa era bastante frugal todo el año. Recibían tres raciones al día
de un potaje de verduras y hortalizas. Cuatro días por semana lo
acompañaban de pescado. En Cuaresma la dieta era aún más austera,
a la frugalidad de la comida había que añadir los correspondientes
ayunos. Los novicios estaban sometidos a una disciplina más rigurosa
aún. Cada uno de ellos tenía su respectivo maestro, que lo
acompañaba todo el día a dondequiera que fuera. Tenían prohibido
salir del monasterio y no podían hacerlo a menos que fueran en
compañía de otros novicios y de sus respectivos maestros.
La
reforma cluniacense marcó un antes y un después en el cenobio
facundino. Tal vez por eso el monasterio de San Benito de Sahagún
era el predilecto de Alfonso VI. No en vano lo había elegido como el
lugar favorito para su descanso y constituía algo así como su
segunda residencia. Poseía varias dependencias en su interior para
su uso exclusivo y lo eligió como su panteón particular,
renunciando así a la tradición de sus predecesores de ser
enterrados en el panteón de San Isidoro. La propia reina Constanza
mandó construir un palacio al lado mismo del monasterio en el que
acostumbraba pasar largas temporadas.
© Julio Noel
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