41
Don
Alfonso lloró amargamente la muerte de su único hijo varón y
heredero al trono. Permaneció durante largos meses a su lado en el
monasterio de San Benito de Sahagún. No había fuerza humana que
consiguiera apartarlo de aquel lugar. Se pasaba las horas y los días
arrodillado a la cabecera del sarcófago que contenía los restos del
infante. Infinitas fueron las veces que lamentó haberlo enviado a
aquella fatídica batalla. ¿Cómo fue posible que no supiera sopesar
los enormes riesgos que corría en aquel desigual enfrentamiento? Fue
un grave error táctico que ya jamás podría enmendar y del que se
derivarían consecuencias impredecibles para sí mismo y para su
reino. Ahora que carecía de descendencia masculina tenía que
depositar la herencia de la corona en su hija doña Urraca. Esa sola
idea ya le remordía la conciencia y le quitaba las ganas de vivir.
Todo su legado, su corona, aquel vasto imperio que había reunido en
su persona pasaría a su muerte a manos de una mujer. Era inaudito.
Nunca había ocurrido algo así. Ni siquiera cuando su madre heredó
la corona de León, a pesar de que tenía el carácter y el
temperamento suficiente para gobernar, como lo demostró a la sombra
de su padre. ¿Y ahora su hija, viuda, sería la titular de todo su
imperio? No podía ser. Tendría que buscarle un marido fuerte y
valeroso que se hiciera cargo de las riendas del poder. Ese marido
debería ser un conde o un príncipe español, que le diera
descendencia masculina que continuara su dinastía, porque, ¿cómo
iba a dejar ésta en manos de su nieto Alfonso Raimúndez que llevaba
sangre extranjera? La sola idea ya le repugnaba.
Don
Alfonso pasaba las horas y los días entre suspiros y lágrimas por
la pérdida de su amado hijo y entre graves remordimientos de
conciencia por la difícil situación en que quedaba su corona. Ya
veía roto y fragmentado su imperio. Portugal ya era casi
independiente y Galicia pretendía serlo también. A su muerte su
corona se desmoronaría como un castillo de naipes. ¿Dónde quedaban
tantos esfuerzos por unificarla? ¿Dónde, aquellos sueños que
tuvieron él y su hermana doña Urraca? ¿Dónde, tantas luchas y
batallas contra moros y cristianos? ¿Todo había sido en vano?
Los
meses transcurrían sin que el monarca se decidiera a aceptar un
marido para su hija. Un conde leonés y otro castellano pretendían
su mano, pero el rey no se decantaba por ninguno de los dos, porque
hacerlo por uno sería incrementar la rivalidad del otro y para
rivalidad ya era suficiente la que había entre los magnates de ambos
reinos, no era menester echar más leña al fuego. Había un tercer
pretendiente en contienda por el que se inclinaba don Alfonso. Se
trataba del rey aragonés Alfonso el Batallador. El problema
es que eran primos y la Iglesia no autorizaría ese casamiento. A
pesar de todo habría que intentarlo, pues sus desposorios
conllevarían también la unión de las dos coronas y con ella tal
vez la unión de toda la España cristiana. El monarca en sus
soliloquios veía que ésa era la mejor solución que podía adoptar
desde el punto de vista político.
Tomada
la decisión, reunió la Curia Real para oficializar el tema. En ella
se confirmó la sucesión al trono de su hija doña Urraca, con la
condición de que renunciara al condado de Galicia en favor de su
hijo don Alfonso Raimúndez y de desposarse con Alfonso el
Batallador. El monarca descansaba así de la enorme pesadilla que
le había producido el problema de su sucesión tras la muerte de su
hijo.
Un
mes más tarde el rey hizo que lo trasladaran en una litera a Toledo
por el anuncio de un nuevo ataque de los almorávides. Esta vez
quería dirigir él personalmente la batalla contra los moros. Pero
la muerte lo sorprendería antes de que pudiera llevar a cabo su
propósito. La víspera de San Juan llegó el séquito real a la
ciudad del Tajo. Don Alfonso se hallaba totalmente exánime por el
agotador viaje al que se había sometido. ¡Qué diferencia de aquel
que realizara treinta y siete años antes en sentido contrario!
Entonces era joven y lleno de energías. Cabalgaba lozano a lomos de
su corcel con la ilusión y la esperanza de recuperar su trono y
reunir en su persona todo el legado de sus padres. Ahora regresaba
inválido y decrépito, tendido sobre una litera, con la amenaza de
un nuevo ataque de los almorávides y lo que era peor, con la amenaza
de la fragmentación de su propio imperio. Fatigado, alicaído,
inválido, exhausto, solo, rotos sus anhelos, ¿qué podía esperar
de la vida? La dureza del viaje y la crudeza anímica que lo
embargaba lo obligaron a permanecer en el lecho. Los mejores médicos
de la ciudad se acercaron a su cabecera con el propósito de aliviar
sus males y curar su decrépito cuerpo, pero pronto descubrieron que
los males que padecía el ilustre paciente no tenían cura. Eran
males del alma para los que su medicina no surtía efectos. Cuantas
pócimas y jarabes le suministraban fueron en vano. El enfermo se les
iba de las manos sin remedio. El 30 de junio del año 1109 don
Alfonso entregaba su alma al Señor a los sesenta y nueve años de
edad, después de una larga vida y un extenso y fructífero reinado.
La inesperada muerte de su único heredero varón fue tal vez el
detonante que acabó con su propia vida.
Todas
las gentes se apresuraban aterradas a refugiarse en sus casas. Los
moros temían a los cristianos. Éstos a aquéllos. Los judíos a
ambos. Nadie se sentía seguro ya en la ciudad.
—¿Qué
ocurre? —preguntaban los más despistados.
—Que
el rey ha muerto —les contestaban los que estaban al corriente de
los hechos.
—¿Qué
será ahora de nosotros? —se lamentaba alguien con voz lastimera—.
Se nos ha ido el garante de nuestra paz, el soberano más justo, el
que había logrado la concordia entre todos nosotros para que
pudiéramos vivir en armonía y en paz. Se ha ido el rey de judíos,
moros y cristianos. ¿Quién nos moderará ahora?
El
pueblo llano lamentaba la pérdida de su soberano, mientras en
palacio se disponía todo para celebrar las honras fúnebres que a
tan alto dignatario correspondían. El arzobispo de Toledo, don
Bernardo de Sedirac, se multiplicaba para impartir las instrucciones
precisas para que nada faltara en el funeral de quien fuera su máximo
protector y gran amigo. Él, como arzobispo de la ciudad imperial y
máximo dignatario de la Iglesia española, presidiría la Misa de
Réquiem por el eterno descanso del alma del Emperador de toda
España. ¿Qué menos podía hacer por quien fuera su máximo mentor?
Fueron
días de gran ajetreo para la ciudad de Toledo, pues no en vano se
reunieron allí todos los grandes del reino para despedir a uno de
los reyes más grandes de la Hispania cristiana. Llegado el día, en
la catedral no cabía un alma más y lo mismo ocurría en la plaza y
calles y callejas aledañas. Nadie quería perderse el funeral de
despedida que iban a brindarle al gran rey que acababa de dejarlos.
Roberto de Sedirac junto con todos los demás obispos del reino
concelebraron la Eucaristía por el eterno descanso del alma del rey
difunto. Durante la homilía el arzobispo de Toledo ensalzó las
virtudes y grandes dotes de liderazgo del finado. Muchos de los
asistentes derramaron copiosas lágrimas por tan irreparable pérdida
y otros muchos las derramaron por el futuro tan incierto que se les
avecinaba. A partir del fallecimiento de Alfonso VI ya nada sería
igual.
Finalizado
el acto, don Bernardo organizó el cortejo fúnebre, formado
principalmente por un nutrido grupo de plañideras, que acompañarían
los despojos del finado hasta el monasterio de Sahagún, tal como
había dejado escrito en vida el propio monarca. Varias semanas duró
el lúgubre viaje, que inspiró admiración, terror y respeto por los
distintos lugares por donde pasaba. Muchas gentes humildes se
postraban en el suelo al verlo pasar derramando copiosas lágrimas
por su pérdida, rindiéndole así un último homenaje. Otros,
infundidos por el pánico, se rasgaban sus vestiduras y corrían a
refugiarse en lo más recóndito de sus moradas. Los nobles mandaban
celebrar una misa por el eterno descanso de su alma. Las campanas de
las iglesias tocaban a duelo. Nadie permanecía impertérrito ante su
paso. Y es que en aquel féretro se encerraba casi medio siglo de su
historia.
De
esta manera fueron trasladados los restos mortales de Alfonso VI,
Imperator totius Hispaniae, a su amado monasterio de San
Benito donde recibieron cristiana sepultura y donde ya descansaban
sus cuatro esposas y su hijo. Fue sepultado en un sepulcro de piedra
a los pies de la iglesia del monasterio, ni siquiera quiso que lo
enterraran en el interior del templo. Así acabó sus días uno de
los reyes más grandes de León y de España entera. Su reinado pasó
a la Historia como uno de los más esplendorosos y fructíferos. ¡Que
en paz descanse!
© Julio Noel
No hay comentarios:
Publicar un comentario