jueves, 6 de junio de 2019

ALFONSO VI, IMPERATOR TOTIUS HISP. Capítulo 41


   
                                                                   41


            Don Alfonso lloró amargamente la muerte de su único hijo varón y heredero al trono. Permaneció durante largos meses a su lado en el monasterio de San Benito de Sahagún. No había fuerza humana que consiguiera apartarlo de aquel lugar. Se pasaba las horas y los días arrodillado a la cabecera del sarcófago que contenía los restos del infante. Infinitas fueron las veces que lamentó haberlo enviado a aquella fatídica batalla. ¿Cómo fue posible que no supiera sopesar los enormes riesgos que corría en aquel desigual enfrentamiento? Fue un grave error táctico que ya jamás podría enmendar y del que se derivarían consecuencias impredecibles para sí mismo y para su reino. Ahora que carecía de descendencia masculina tenía que depositar la herencia de la corona en su hija doña Urraca. Esa sola idea ya le remordía la conciencia y le quitaba las ganas de vivir. Todo su legado, su corona, aquel vasto imperio que había reunido en su persona pasaría a su muerte a manos de una mujer. Era inaudito. Nunca había ocurrido algo así. Ni siquiera cuando su madre heredó la corona de León, a pesar de que tenía el carácter y el temperamento suficiente para gobernar, como lo demostró a la sombra de su padre. ¿Y ahora su hija, viuda, sería la titular de todo su imperio? No podía ser. Tendría que buscarle un marido fuerte y valeroso que se hiciera cargo de las riendas del poder. Ese marido debería ser un conde o un príncipe español, que le diera descendencia masculina que continuara su dinastía, porque, ¿cómo iba a dejar ésta en manos de su nieto Alfonso Raimúndez que llevaba sangre extranjera? La sola idea ya le repugnaba.
Don Alfonso pasaba las horas y los días entre suspiros y lágrimas por la pérdida de su amado hijo y entre graves remordimientos de conciencia por la difícil situación en que quedaba su corona. Ya veía roto y fragmentado su imperio. Portugal ya era casi independiente y Galicia pretendía serlo también. A su muerte su corona se desmoronaría como un castillo de naipes. ¿Dónde quedaban tantos esfuerzos por unificarla? ¿Dónde, aquellos sueños que tuvieron él y su hermana doña Urraca? ¿Dónde, tantas luchas y batallas contra moros y cristianos? ¿Todo había sido en vano?
Los meses transcurrían sin que el monarca se decidiera a aceptar un marido para su hija. Un conde leonés y otro castellano pretendían su mano, pero el rey no se decantaba por ninguno de los dos, porque hacerlo por uno sería incrementar la rivalidad del otro y para rivalidad ya era suficiente la que había entre los magnates de ambos reinos, no era menester echar más leña al fuego. Había un tercer pretendiente en contienda por el que se inclinaba don Alfonso. Se trataba del rey aragonés Alfonso el Batallador. El problema es que eran primos y la Iglesia no autorizaría ese casamiento. A pesar de todo habría que intentarlo, pues sus desposorios conllevarían también la unión de las dos coronas y con ella tal vez la unión de toda la España cristiana. El monarca en sus soliloquios veía que ésa era la mejor solución que podía adoptar desde el punto de vista político.
Tomada la decisión, reunió la Curia Real para oficializar el tema. En ella se confirmó la sucesión al trono de su hija doña Urraca, con la condición de que renunciara al condado de Galicia en favor de su hijo don Alfonso Raimúndez y de desposarse con Alfonso el Batallador. El monarca descansaba así de la enorme pesadilla que le había producido el problema de su sucesión tras la muerte de su hijo.
Un mes más tarde el rey hizo que lo trasladaran en una litera a Toledo por el anuncio de un nuevo ataque de los almorávides. Esta vez quería dirigir él personalmente la batalla contra los moros. Pero la muerte lo sorprendería antes de que pudiera llevar a cabo su propósito. La víspera de San Juan llegó el séquito real a la ciudad del Tajo. Don Alfonso se hallaba totalmente exánime por el agotador viaje al que se había sometido. ¡Qué diferencia de aquel que realizara treinta y siete años antes en sentido contrario! Entonces era joven y lleno de energías. Cabalgaba lozano a lomos de su corcel con la ilusión y la esperanza de recuperar su trono y reunir en su persona todo el legado de sus padres. Ahora regresaba inválido y decrépito, tendido sobre una litera, con la amenaza de un nuevo ataque de los almorávides y lo que era peor, con la amenaza de la fragmentación de su propio imperio. Fatigado, alicaído, inválido, exhausto, solo, rotos sus anhelos, ¿qué podía esperar de la vida? La dureza del viaje y la crudeza anímica que lo embargaba lo obligaron a permanecer en el lecho. Los mejores médicos de la ciudad se acercaron a su cabecera con el propósito de aliviar sus males y curar su decrépito cuerpo, pero pronto descubrieron que los males que padecía el ilustre paciente no tenían cura. Eran males del alma para los que su medicina no surtía efectos. Cuantas pócimas y jarabes le suministraban fueron en vano. El enfermo se les iba de las manos sin remedio. El 30 de junio del año 1109 don Alfonso entregaba su alma al Señor a los sesenta y nueve años de edad, después de una larga vida y un extenso y fructífero reinado. La inesperada muerte de su único heredero varón fue tal vez el detonante que acabó con su propia vida.
Todas las gentes se apresuraban aterradas a refugiarse en sus casas. Los moros temían a los cristianos. Éstos a aquéllos. Los judíos a ambos. Nadie se sentía seguro ya en la ciudad.
—¿Qué ocurre? —preguntaban los más despistados.
—Que el rey ha muerto —les contestaban los que estaban al corriente de los hechos.
—¿Qué será ahora de nosotros? —se lamentaba alguien con voz lastimera—. Se nos ha ido el garante de nuestra paz, el soberano más justo, el que había logrado la concordia entre todos nosotros para que pudiéramos vivir en armonía y en paz. Se ha ido el rey de judíos, moros y cristianos. ¿Quién nos moderará ahora?
El pueblo llano lamentaba la pérdida de su soberano, mientras en palacio se disponía todo para celebrar las honras fúnebres que a tan alto dignatario correspondían. El arzobispo de Toledo, don Bernardo de Sedirac, se multiplicaba para impartir las instrucciones precisas para que nada faltara en el funeral de quien fuera su máximo protector y gran amigo. Él, como arzobispo de la ciudad imperial y máximo dignatario de la Iglesia española, presidiría la Misa de Réquiem por el eterno descanso del alma del Emperador de toda España. ¿Qué menos podía hacer por quien fuera su máximo mentor?
Fueron días de gran ajetreo para la ciudad de Toledo, pues no en vano se reunieron allí todos los grandes del reino para despedir a uno de los reyes más grandes de la Hispania cristiana. Llegado el día, en la catedral no cabía un alma más y lo mismo ocurría en la plaza y calles y callejas aledañas. Nadie quería perderse el funeral de despedida que iban a brindarle al gran rey que acababa de dejarlos. Roberto de Sedirac junto con todos los demás obispos del reino concelebraron la Eucaristía por el eterno descanso del alma del rey difunto. Durante la homilía el arzobispo de Toledo ensalzó las virtudes y grandes dotes de liderazgo del finado. Muchos de los asistentes derramaron copiosas lágrimas por tan irreparable pérdida y otros muchos las derramaron por el futuro tan incierto que se les avecinaba. A partir del fallecimiento de Alfonso VI ya nada sería igual.
Finalizado el acto, don Bernardo organizó el cortejo fúnebre, formado principalmente por un nutrido grupo de plañideras, que acompañarían los despojos del finado hasta el monasterio de Sahagún, tal como había dejado escrito en vida el propio monarca. Varias semanas duró el lúgubre viaje, que inspiró admiración, terror y respeto por los distintos lugares por donde pasaba. Muchas gentes humildes se postraban en el suelo al verlo pasar derramando copiosas lágrimas por su pérdida, rindiéndole así un último homenaje. Otros, infundidos por el pánico, se rasgaban sus vestiduras y corrían a refugiarse en lo más recóndito de sus moradas. Los nobles mandaban celebrar una misa por el eterno descanso de su alma. Las campanas de las iglesias tocaban a duelo. Nadie permanecía impertérrito ante su paso. Y es que en aquel féretro se encerraba casi medio siglo de su historia.
De esta manera fueron trasladados los restos mortales de Alfonso VI, Imperator totius Hispaniae, a su amado monasterio de San Benito donde recibieron cristiana sepultura y donde ya descansaban sus cuatro esposas y su hijo. Fue sepultado en un sepulcro de piedra a los pies de la iglesia del monasterio, ni siquiera quiso que lo enterraran en el interior del templo. Así acabó sus días uno de los reyes más grandes de León y de España entera. Su reinado pasó a la Historia como uno de los más esplendorosos y fructíferos. ¡Que en paz descanse!

            © Julio Noel 

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