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Ciento
setenta y seis años después de la inauguración solemne de la
catedral de Iria-Santiago por Alfonso III el Magno, el obispo
Diego Peláez, auspiciado por Alfonso VI, ordenó la construcción
de un nuevo templo más acorde con las necesidades de los tiempos y
con las nuevas corrientes arquitectónicas provenientes de Francia.
Para ello derribaron la vieja iglesia, en cuyo solar se levantaría
el actual templo románico que pueden contemplar cuantos peregrinos y
fieles se acercan a Santiago. Su construcción se prolongaría
durante varias décadas antes de ser consagrado en el año 1128 por
el primer arzobispo de dicha sede catedralicia, Diego Gelmírez.
Ese
mismo año de 1075 la infanta doña Urraca ordenó también la
restauración y ampliación de la basílica de San Isidoro de León y
de su Panteón Real. La infanta sabía que su realización llevaría
muchos años, por lo que ella ya no viviría para verlo terminado,
máxime cuando por aquel entonces contaba ya con cuarenta y dos años,
edad demasiado avanzada para la época. Por eso no podía demorar por
más tiempo el comienzo de las obras. Su obsesión por la ampliación
de la basílica y la dignificación del panteón era tal, que esta
obra constituyó el principal objetivo de su infantazgo. A ella
dedicaría mucho tiempo y dinero en los años que le quedaban de
vida.
Doña
Urraca había mandado llamar a su hermana doña Elvira, que
habitualmente vivía en Toro, ciudad que le había tocado en suerte
merced al legado de sus padres. Ambas hermanas se regocijaron en su
encuentro después de una larga ausencia.
—¿Cómo
te encuentras, Elvira? ¿Has tenido buen viaje? —preguntaba doña
Urraca a su hermana mientras la abrazaba afectuosamente.
—Muy
bien, Urraca, aunque un poco cansada. ¡Se hace tan largo el viaje
desde Toro hasta León...! Y tú, ¿cómo te encuentras tú, mi
querida hermana?
—No
me puedo quejar. Puedo dar gracias a Dios por la salud que gozo.
—Eso
me llena de satisfacción —hizo una breve pausa—. Y bien, ¿para
qué me has mandado llamar? Supongo que tendrás un motivo especial
para hacerlo.
Las
dos hermanas se sentaron en sendos sillones de madera forrados con
telas preciosas. Una doncella les portó rosquillas y un delicioso
licor para que tomaran un ligero refrigerio mientras charlaban.
—Claro
que lo tengo, Elvira. He decidido ampliar el templo de San Isidoro.
Ya tengo el proyecto y los planos. Comenzaremos por derribar parte de
la actual iglesia para hacerla más espaciosa. La ampliaremos hacia
el sur y el este. También quiero dotarla de un crucero que separe
las naves de los ábsides. Todas estas obras deseo comenzarlas
inmediatamente. Más adelante también reformaré el panteón donde
descansan los restos de nuestros padres y donde lo haremos nosotras
algún día. No pienso escatimar gastos en él para dotarlo de la
suntuosidad que se merece. Para realizar todas estas obras es posible
que necesite tu ayuda. Por eso te he llamado. Quería comunicártelo
yo personalmente.
—Me
parece una idea estupenda, Urraca. Puedes contar conmigo para todo lo
que necesites.
—Estaba
segura de ello. Sabía que no me fallarías. Espero no tener que
recurrir nunca a tu patrimonio, pero tus palabras me tranquilizan
ante cualquier adversidad que pudiera surgir. La obra será larga y
costosa y nunca se sabe lo que puede ocurrir en el devenir de los
tiempos. Hoy por hoy, gracias a Dios, con mis rentas tengo recursos
suficientes para hacer frente a todos los gastos que se originen. Mas
tu ofrecimiento me tranquiliza.
Doña
Elvira tomó una rosquilla de la bandeja que había dejado sobre la
mesa la doncella.
—Es
deliciosa. ¿Dónde las hacen?
—Las
hacemos aquí. Tenemos un repostero que hace verdaderas delicias.
—A
juzgar por estas rosquillas, no lo pongo en duda. ¿Y qué me cuentas
de Alfonso y de su matrimonio? ¿No hay nuevas?
Doña
Urraca emitió un profundo suspiro antes de contestar.
—No,
querida hermana, no. De momento no hay nada. Alfonso se fue hace
meses a la campaña de Córdoba y aún no ha regresado. Pero antes de
partir ya habían tenido tiempo suficiente para que Inés se quedara
en cinta y, sin embargo, el sueño tan deseado no se ha producido.
Esperemos que nos den algún sobrinito en el futuro.
—Seguro
que lo harán. No olvides que Inés es aún una niña.
—Eso
es verdad, pero Alfonso ya no es un niño. Ya se va haciendo mayor y
aún no tiene descendencia. Además, no hace más que pensar en las
guerras, lo que le puede acarrear graves consecuencias. Imagínate
por un instante, Dios no lo quiera, que muere en una de ellas. ¿Qué
pasaría entonces con la Corona y con nuestro linaje?
—Por
Dios, no pienses así, Urraca. Confiemos en la bondad divina y
recemos para que no le suceda nada. En último extremo, siempre nos
quedaría el recurso de García.
Doña
Urraca hizo un gesto de desaprobación.
—García
es preferible que continúe donde está. Los pocos años que reinó
en Galicia fue un verdadero desastre. Con él el imperio de nuestros
antepasados, que tanto esfuerzo les costó reunirlo y tantas
desdichas y pesares nos ha supuesto a nosotros el volver a
unificarlo, se desmoronaría en cuatro días. Debemos ser realistas.
El único que puede garantizar el engrandecimiento del reino y la
continuidad de nuestro linaje es Alfonso. Él fue predestinado por
los designios del Señor para llevar a cabo esta magna obra.
Esperemos que sea el propio Señor quien le conceda larga vida para
lograrlo.
Doña
Elvira prefirió no ahondar en el tema. No quería involucrarse en
los asuntos de estado. Para eso ya estaba su hermana. Ella sólo se
ocupaba de su dote, que ya era bastante, pues tenía muchos siervos y
vasallos a su cargo. Con el gobierno de su patrimonio y la dedicación
de su vida a las obras pías y a las donaciones a la Iglesia para la
salvación de su alma ya tenía suficiente.
—¿No
me cuentas nada de tu infantado, Elvira?
—¿Qué
quieres que te cuente? Ya sabes las preocupaciones y problemas que
ocasiona nuestro patrimonio. La dote es tan vasta, que resulta
materialmente imposible llegar a todos los dominios. Procuro que todo
funcione lo mejor posible, pero siempre hay quien se aprovecha de
nuestra ausencia para incumplir con sus obligaciones. Me basta saber
que en líneas generales todo funciona correctamente.
—¿Efectúas
donaciones regulares a las iglesias y monasterios que tienes bajo tu
jurisdicción?
—Por
supuesto que las hago. Aporto dinero con regularidad para cubrir sus
necesidades materiales. No hace mucho doné al Monasterio de San
Salvador de Tábara las iglesias de San Martín de Tábara y de
Navianos de Alba. Procuro mantener al día mis obligaciones para con
Dios y con la Iglesia por el bien de mi alma.
—Haces
bien, hermana. En este mundo no estamos más que de paso. No debemos
olvidar lo más importante, que es la salvación eterna. ¡Ay de
aquellos que sólo piensan en los placeres y banalidades de este
mundo y descuidan la salvación de su alma! Sufrirán eternamente las
penas del infierno.
—Lo
sé. Por eso procuro hacer tantas obras de caridad y beneficencia
como puedo.
Más
que un fraternal coloquio entre las dos hermanas, daba la impresión
que doña Urraca estaba sometiendo a un auténtico interrogatorio
inquisitorial a doña Elvira. Al darse cuenta de ello, trató de dar
un nuevo sesgo a su conversación.
—Me
temo que Alfonso quiere abandonar el rito hispano para pasarse al
romano. A pesar de que hace tres años que suspendió el censo a la
abadía de Cluny que le hizo nuestro gloriosísimo padre, hace dos
le cedió el monasterio de San Isidoro de Dueñas, cesión a la que
yo me opuse rotundamente. Y no creo que sea ésta la última. El abad
Hugo ha sabido aprovechar hasta el máximo su influencia ante Sancho
para liberar a Alfonso de la prisión de Burgos. Desde entonces
nuestro hermano le ha tomado tanto afecto, que no sabe qué hacer
para complacerlo. Ya verás cómo antes o más tarde se decanta por
la norma cluniacense.
—No
se atreverá a hacerlo. El rito hispano está muy arraigado en la
Península, como para pretender sustituirlo por otro innovador y
totalmente desconocido por el común de los fieles.
—No
estaría yo tan segura de eso, Elvira. La propia Inés está
influyendo en Alfonso en este sentido. Además, no olvides que el
rito romano representa la voluntad del papa y que éste hará que se
imponga en toda la cristiandad. De momento, el rey Sancho Ramírez de
Aragón ya lo ha implantado en su reino.
—No
compares el reino de Aragón, que se puede decir que acaba de nacer,
con el reino de León, su extensión y su complejidad. Aquí no sólo
nos diferencian nuestras leyes y costumbres, sino también nuestras
lenguas. Desde tiempos inmemoriales los castellanos se han opuesto a
nuestro Fuero Juzgo y a nuestra
lengua. Hace siglo y medio ya se resistían a venir a León para
resolver sus litigios. No será tan fácil implantar un nuevo rito
litúrgico en todo este vasto imperio.
A
finales de febrero todavía lucía un sol mortecino en León. No
hacía muchos días que se habían desvanecido los últimos vestigios
de la nevada caída a mediados de mes. Durante el día el sol
tímidamente quería caldear un poco el ambiente, pero por las noches
las fuertes heladas volvían a recordar los rigores invernales.
—¿Hace
frío o lo tengo yo?
—Hace
frío, Elvira. Ya sabes que aquí el clima es más severo que en
Toro. Mandaré que pongan más leña en la chimenea.
—Por
mí no lo hagas.
—Lo
hago por ti y por mí, que también siento frío.
Doña
Urraca llamó a una sirvienta para que atizara el fuego de la
chimenea. Éste no tardó en avivarse y chisporrotear como
consecuencia de la leña arrojada en él. Voraces lenguas comenzaron
a lamer y enroscarse lentamente en las rachas de roble y
encina como serpientes de fuego.
—Si
se impone el rito romano, ya nos podemos despedir de todos nuestros
privilegios y prebendas. El día que nuestros monasterios e iglesias
acepten el nuevo rito, se acabará la potestad de nombrar cargos y
beneficios eclesiásticos. Éstos sólo concernirán al papa, a los
obispos y a los abades.
—No
será para tanto, Urraca. Supongo que podremos seguir designando para
los cargos de confianza a aquellas personas que nos son fieles. De no
ser así, ¿cómo podrán funcionar armoniosamente todas esas
instituciones?
—Dios
dirá, Elvira. Lo único que sé con certeza es que Gregorio VII
quiere acabar con los nombramientos eclesiásticos que hacen los
nobles y los reyes. Así que, una vez que se implante el nuevo rito,
ya nos podemos olvidar de la potestad que ahora tenemos.
Una
gran algarabía se empezó a oír por los alrededores del palacio
real y de la residencia de doña Urraca. Las gentes se arremolinaban
alrededor de los jinetes que entraban en la plaza.
—¿Qué
griterío es ése? —se preguntó doña Urraca mientras se acercaba
a la ventana para ver de qué se trataba—. Hay varios soldados a
caballo. ¿No será Alfonso que vuelve del asedio a Córdoba?
Pero
no era don Alfonso el que regresaba, sino un pequeño destacamento de
su ejército que había enviado a León para anunciar la conquista de
Córdoba. Él se demoraría aún algún tiempo más en ayuda a su
amigo al-Mamún, que tenía intenciones de tomar Úbeda también para
anexionarla a su reino.
—Después
del almuerzo podemos ir a saludar a Inés. ¡Pobrecilla! ¡Está tan
sola y tan triste! Además, no es más que una niña. Yo ahora me
retiro a mi oratorio a rezar las oraciones del mediodía. ¿Tú que
piensas hacer, Elvira?
—Te
acompaño a rezar el Ángelus.
Las
infantas se encaminaron al pequeño oratorio, cuyo altar presidían
las imágenes de la Virgen María y del Sagrado Corazón ante las
cuales, después de haber encendido sendas velas, se postraron para
rezar las oraciones del mediodía.
A
media tarde doña Urraca se acercó al aposento de su hermana para
visitar juntas a su cuñada la reina doña Inés. Desde su venida a
León, doña Elvira aún no había presentado sus respetos a su
cuñada, por lo que era llegado el momento de hacerlo. Las dos
hermanas se dirigieron a los aposentos de doña Inés precedidas por
una de las doncellas de la reina.
—¿Cómo
te encuentras hoy, mi querida niña? —dijo a modo de saludo doña
Urraca acercándose a su cuñada para depositar dos besos fraternales
en sus pálidas mejillas. La hermana mayor desde el primer día la
había tratado casi más como a una hija que como cuñada y reina que
era.
—No
muy bien, Urraca. Sabes que echo mucho de menos a Alfonso. Hoy me han
traído noticias de él, pero eso no es suficiente. Yo lo que
quisiera es que estuviera aquí a mi lado siempre.
—Lo
comprendo, Inés, pero ya sabes cómo son los hombres y cómo es
Alfonso. Él jamás abandonará sus obligaciones por estar a nuestro
lado —hizo una pequeña pausa—. Mira, Inés, aquí está Elvira
que ha llegado hoy mismo de Toro. Viene a saludarte.
Ambas
cuñadas se intercambiaron sendos besos fraternales a modo de saludo
y los cumplidos de rigor. A continuación las dos hermanas tomaron
asiento al lado de la reina. Ésta ordenó a sus damas de honor que
se ausentaran para departir con más libertad las tres solas sobre
sus impresiones e inquietudes.
—¡Cuánto
tiempo sin verte, Elvira! No prodigas mucho las visitas a León.
—La
verdad que no, querida cuñada. Me encuentro tan bien en Toro, que no
echo en falta a León. Hace un año que no venía por aquí.
—¡Sólo
un año! —exclamó casi con incredulidad doña Inés—. ¡Qué
largo se me hace el tiempo!
—¿Por
qué, mi querida niña, si me tienes a mí aquí casi permanentemente
a tu lado?
—Lo
sé, Urraca, y te lo agradezco de veras. Tal vez si no fuera por los
largos períodos que pasas a mi lado, ya habría dejado de existir.
No sólo echo en falta a Alfonso. También añoro mi tierra, mi
familia y mis costumbres. Aquí todo me resulta extraño: la lengua,
las tradiciones..., hasta los mismos ritos religiosos. Cuando me
encuentro en la iglesia, me parece estar en otro mundo. No entiendo
nada de vuestros ritos tan prolijos, tan amanerados, tan diferentes a
los de mi país. Al asistir a ellos me da la impresión de que no
profesamos la misma fe. Más de una vez le he pedido a Alfonso que
adopte el rito romano en su reino.
—Dios
no lo quiera, Inés. Éste es nuestro rito, el rito implantado por
los santos padres de la Iglesia, en especial por San Isidoro, cuyas
reliquias, como sabes, descansan en la basílica de esta ciudad cuya
advocación ostenta. El rito hispánico es el rito que ya observaban
nuestros antepasados los reyes visigodos, cuya implantación se
pierde en el origen de los tiempos. Según la tradición, sus inicios
se remontan a los comienzos del cristianismo.
—¿Tan
lejos se va, Urraca?
—Eso
es lo que cuenta la tradición. Desde luego nosotras no estamos
dispuestas a cambiarlo por el que se nos trata de imponer desde Roma.
Nuestros usos y costumbres también se merecen un respeto.
La
reina hizo un gesto que parecía dar a entender que no estaba de
acuerdo con la opinión de sus cuñadas.
—No
pongo en duda que el rito hispano no esté fuertemente arraigado en
vuestras costumbres, pero con el tiempo se impondrá el romano en
todo el orbe cristiano. Y ahora es mejor que cambiemos de tema,
porque sé que en éste no nos pondremos de acuerdo.
La
reina y las infantas departieron largamente sobre asuntos más
triviales e intranscendentes hasta la hora de despedirse. Doña
Urraca y doña Elvira regresaron a su residencia, mientras que doña
Inés volvió a sumirse en la profunda soledad de su palacio.
© Julio Noel
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