miércoles, 5 de junio de 2019

ALFONSO VI, IMPERATOR TOTIUS HISPANIAE. Capítulo 9


          
                                                                  9


             Ciento setenta y seis años después de la inauguración solemne de la catedral de Iria-Santiago por Alfonso III el Magno, el obispo Diego Peláez, auspiciado por Alfonso VI, ordenó la construcción de un nuevo templo más acorde con las necesidades de los tiempos y con las nuevas corrientes arquitectónicas provenientes de Francia. Para ello derribaron la vieja iglesia, en cuyo solar se levantaría el actual templo románico que pueden contemplar cuantos peregrinos y fieles se acercan a Santiago. Su construcción se prolongaría durante varias décadas antes de ser consagrado en el año 1128 por el primer arzobispo de dicha sede catedralicia, Diego Gelmírez.
Ese mismo año de 1075 la infanta doña Urraca ordenó también la restauración y ampliación de la basílica de San Isidoro de León y de su Panteón Real. La infanta sabía que su realización llevaría muchos años, por lo que ella ya no viviría para verlo terminado, máxime cuando por aquel entonces contaba ya con cuarenta y dos años, edad demasiado avanzada para la época. Por eso no podía demorar por más tiempo el comienzo de las obras. Su obsesión por la ampliación de la basílica y la dignificación del panteón era tal, que esta obra constituyó el principal objetivo de su infantazgo. A ella dedicaría mucho tiempo y dinero en los años que le quedaban de vida.
Doña Urraca había mandado llamar a su hermana doña Elvira, que habitualmente vivía en Toro, ciudad que le había tocado en suerte merced al legado de sus padres. Ambas hermanas se regocijaron en su encuentro después de una larga ausencia.
—¿Cómo te encuentras, Elvira? ¿Has tenido buen viaje? —preguntaba doña Urraca a su hermana mientras la abrazaba afectuosamente.
—Muy bien, Urraca, aunque un poco cansada. ¡Se hace tan largo el viaje desde Toro hasta León...! Y tú, ¿cómo te encuentras tú, mi querida hermana?
—No me puedo quejar. Puedo dar gracias a Dios por la salud que gozo.
—Eso me llena de satisfacción —hizo una breve pausa—. Y bien, ¿para qué me has mandado llamar? Supongo que tendrás un motivo especial para hacerlo.
Las dos hermanas se sentaron en sendos sillones de madera forrados con telas preciosas. Una doncella les portó rosquillas y un delicioso licor para que tomaran un ligero refrigerio mientras charlaban.
—Claro que lo tengo, Elvira. He decidido ampliar el templo de San Isidoro. Ya tengo el proyecto y los planos. Comenzaremos por derribar parte de la actual iglesia para hacerla más espaciosa. La ampliaremos hacia el sur y el este. También quiero dotarla de un crucero que separe las naves de los ábsides. Todas estas obras deseo comenzarlas inmediatamente. Más adelante también reformaré el panteón donde descansan los restos de nuestros padres y donde lo haremos nosotras algún día. No pienso escatimar gastos en él para dotarlo de la suntuosidad que se merece. Para realizar todas estas obras es posible que necesite tu ayuda. Por eso te he llamado. Quería comunicártelo yo personalmente.
—Me parece una idea estupenda, Urraca. Puedes contar conmigo para todo lo que necesites.
—Estaba segura de ello. Sabía que no me fallarías. Espero no tener que recurrir nunca a tu patrimonio, pero tus palabras me tranquilizan ante cualquier adversidad que pudiera surgir. La obra será larga y costosa y nunca se sabe lo que puede ocurrir en el devenir de los tiempos. Hoy por hoy, gracias a Dios, con mis rentas tengo recursos suficientes para hacer frente a todos los gastos que se originen. Mas tu ofrecimiento me tranquiliza.
Doña Elvira tomó una rosquilla de la bandeja que había dejado sobre la mesa la doncella.
—Es deliciosa. ¿Dónde las hacen?
—Las hacemos aquí. Tenemos un repostero que hace verdaderas delicias.
—A juzgar por estas rosquillas, no lo pongo en duda. ¿Y qué me cuentas de Alfonso y de su matrimonio? ¿No hay nuevas?
Doña Urraca emitió un profundo suspiro antes de contestar.
—No, querida hermana, no. De momento no hay nada. Alfonso se fue hace meses a la campaña de Córdoba y aún no ha regresado. Pero antes de partir ya habían tenido tiempo suficiente para que Inés se quedara en cinta y, sin embargo, el sueño tan deseado no se ha producido. Esperemos que nos den algún sobrinito en el futuro.
—Seguro que lo harán. No olvides que Inés es aún una niña.
—Eso es verdad, pero Alfonso ya no es un niño. Ya se va haciendo mayor y aún no tiene descendencia. Además, no hace más que pensar en las guerras, lo que le puede acarrear graves consecuencias. Imagínate por un instante, Dios no lo quiera, que muere en una de ellas. ¿Qué pasaría entonces con la Corona y con nuestro linaje?
—Por Dios, no pienses así, Urraca. Confiemos en la bondad divina y recemos para que no le suceda nada. En último extremo, siempre nos quedaría el recurso de García.
Doña Urraca hizo un gesto de desaprobación.
—García es preferible que continúe donde está. Los pocos años que reinó en Galicia fue un verdadero desastre. Con él el imperio de nuestros antepasados, que tanto esfuerzo les costó reunirlo y tantas desdichas y pesares nos ha supuesto a nosotros el volver a unificarlo, se desmoronaría en cuatro días. Debemos ser realistas. El único que puede garantizar el engrandecimiento del reino y la continuidad de nuestro linaje es Alfonso. Él fue predestinado por los designios del Señor para llevar a cabo esta magna obra. Esperemos que sea el propio Señor quien le conceda larga vida para lograrlo.
Doña Elvira prefirió no ahondar en el tema. No quería involucrarse en los asuntos de estado. Para eso ya estaba su hermana. Ella sólo se ocupaba de su dote, que ya era bastante, pues tenía muchos siervos y vasallos a su cargo. Con el gobierno de su patrimonio y la dedicación de su vida a las obras pías y a las donaciones a la Iglesia para la salvación de su alma ya tenía suficiente.
—¿No me cuentas nada de tu infantado, Elvira?
—¿Qué quieres que te cuente? Ya sabes las preocupaciones y problemas que ocasiona nuestro patrimonio. La dote es tan vasta, que resulta materialmente imposible llegar a todos los dominios. Procuro que todo funcione lo mejor posible, pero siempre hay quien se aprovecha de nuestra ausencia para incumplir con sus obligaciones. Me basta saber que en líneas generales todo funciona correctamente.
—¿Efectúas donaciones regulares a las iglesias y monasterios que tienes bajo tu jurisdicción?
—Por supuesto que las hago. Aporto dinero con regularidad para cubrir sus necesidades materiales. No hace mucho doné al Monasterio de San Salvador de Tábara las iglesias de San Martín de Tábara y de Navianos de Alba. Procuro mantener al día mis obligaciones para con Dios y con la Iglesia por el bien de mi alma.
—Haces bien, hermana. En este mundo no estamos más que de paso. No debemos olvidar lo más importante, que es la salvación eterna. ¡Ay de aquellos que sólo piensan en los placeres y banalidades de este mundo y descuidan la salvación de su alma! Sufrirán eternamente las penas del infierno.
—Lo sé. Por eso procuro hacer tantas obras de caridad y beneficencia como puedo.
Más que un fraternal coloquio entre las dos hermanas, daba la impresión que doña Urraca estaba sometiendo a un auténtico interrogatorio inquisitorial a doña Elvira. Al darse cuenta de ello, trató de dar un nuevo sesgo a su conversación.
—Me temo que Alfonso quiere abandonar el rito hispano para pasarse al romano. A pesar de que hace tres años que suspendió el censo a la abadía de Cluny que le hizo nuestro gloriosísimo padre, hace dos le cedió el monasterio de San Isidoro de Dueñas, cesión a la que yo me opuse rotundamente. Y no creo que sea ésta la última. El abad Hugo ha sabido aprovechar hasta el máximo su influencia ante Sancho para liberar a Alfonso de la prisión de Burgos. Desde entonces nuestro hermano le ha tomado tanto afecto, que no sabe qué hacer para complacerlo. Ya verás cómo antes o más tarde se decanta por la norma cluniacense.
—No se atreverá a hacerlo. El rito hispano está muy arraigado en la Península, como para pretender sustituirlo por otro innovador y totalmente desconocido por el común de los fieles.
—No estaría yo tan segura de eso, Elvira. La propia Inés está influyendo en Alfonso en este sentido. Además, no olvides que el rito romano representa la voluntad del papa y que éste hará que se imponga en toda la cristiandad. De momento, el rey Sancho Ramírez de Aragón ya lo ha implantado en su reino.
—No compares el reino de Aragón, que se puede decir que acaba de nacer, con el reino de León, su extensión y su complejidad. Aquí no sólo nos diferencian nuestras leyes y costumbres, sino también nuestras lenguas. Desde tiempos inmemoriales los castellanos se han opuesto a nuestro Fuero Juzgo y a nuestra lengua. Hace siglo y medio ya se resistían a venir a León para resolver sus litigios. No será tan fácil implantar un nuevo rito litúrgico en todo este vasto imperio.
A finales de febrero todavía lucía un sol mortecino en León. No hacía muchos días que se habían desvanecido los últimos vestigios de la nevada caída a mediados de mes. Durante el día el sol tímidamente quería caldear un poco el ambiente, pero por las noches las fuertes heladas volvían a recordar los rigores invernales.
—¿Hace frío o lo tengo yo?
—Hace frío, Elvira. Ya sabes que aquí el clima es más severo que en Toro. Mandaré que pongan más leña en la chimenea.
—Por mí no lo hagas.
—Lo hago por ti y por mí, que también siento frío.
Doña Urraca llamó a una sirvienta para que atizara el fuego de la chimenea. Éste no tardó en avivarse y chisporrotear como consecuencia de la leña arrojada en él. Voraces lenguas comenzaron a lamer y enroscarse lentamente en las rachas de roble y encina como serpientes de fuego.
—Si se impone el rito romano, ya nos podemos despedir de todos nuestros privilegios y prebendas. El día que nuestros monasterios e iglesias acepten el nuevo rito, se acabará la potestad de nombrar cargos y beneficios eclesiásticos. Éstos sólo concernirán al papa, a los obispos y a los abades.
—No será para tanto, Urraca. Supongo que podremos seguir designando para los cargos de confianza a aquellas personas que nos son fieles. De no ser así, ¿cómo podrán funcionar armoniosamente todas esas instituciones?
—Dios dirá, Elvira. Lo único que sé con certeza es que Gregorio VII quiere acabar con los nombramientos eclesiásticos que hacen los nobles y los reyes. Así que, una vez que se implante el nuevo rito, ya nos podemos olvidar de la potestad que ahora tenemos.
Una gran algarabía se empezó a oír por los alrededores del palacio real y de la residencia de doña Urraca. Las gentes se arremolinaban alrededor de los jinetes que entraban en la plaza.
—¿Qué griterío es ése? —se preguntó doña Urraca mientras se acercaba a la ventana para ver de qué se trataba—. Hay varios soldados a caballo. ¿No será Alfonso que vuelve del asedio a Córdoba?
Pero no era don Alfonso el que regresaba, sino un pequeño destacamento de su ejército que había enviado a León para anunciar la conquista de Córdoba. Él se demoraría aún algún tiempo más en ayuda a su amigo al-Mamún, que tenía intenciones de tomar Úbeda también para anexionarla a su reino.
—Después del almuerzo podemos ir a saludar a Inés. ¡Pobrecilla! ¡Está tan sola y tan triste! Además, no es más que una niña. Yo ahora me retiro a mi oratorio a rezar las oraciones del mediodía. ¿Tú que piensas hacer, Elvira?
—Te acompaño a rezar el Ángelus.
Las infantas se encaminaron al pequeño oratorio, cuyo altar presidían las imágenes de la Virgen María y del Sagrado Corazón ante las cuales, después de haber encendido sendas velas, se postraron para rezar las oraciones del mediodía.
A media tarde doña Urraca se acercó al aposento de su hermana para visitar juntas a su cuñada la reina doña Inés. Desde su venida a León, doña Elvira aún no había presentado sus respetos a su cuñada, por lo que era llegado el momento de hacerlo. Las dos hermanas se dirigieron a los aposentos de doña Inés precedidas por una de las doncellas de la reina.
—¿Cómo te encuentras hoy, mi querida niña? —dijo a modo de saludo doña Urraca acercándose a su cuñada para depositar dos besos fraternales en sus pálidas mejillas. La hermana mayor desde el primer día la había tratado casi más como a una hija que como cuñada y reina que era.
—No muy bien, Urraca. Sabes que echo mucho de menos a Alfonso. Hoy me han traído noticias de él, pero eso no es suficiente. Yo lo que quisiera es que estuviera aquí a mi lado siempre.
—Lo comprendo, Inés, pero ya sabes cómo son los hombres y cómo es Alfonso. Él jamás abandonará sus obligaciones por estar a nuestro lado —hizo una pequeña pausa—. Mira, Inés, aquí está Elvira que ha llegado hoy mismo de Toro. Viene a saludarte.
Ambas cuñadas se intercambiaron sendos besos fraternales a modo de saludo y los cumplidos de rigor. A continuación las dos hermanas tomaron asiento al lado de la reina. Ésta ordenó a sus damas de honor que se ausentaran para departir con más libertad las tres solas sobre sus impresiones e inquietudes.
—¡Cuánto tiempo sin verte, Elvira! No prodigas mucho las visitas a León.
—La verdad que no, querida cuñada. Me encuentro tan bien en Toro, que no echo en falta a León. Hace un año que no venía por aquí.
—¡Sólo un año! —exclamó casi con incredulidad doña Inés—. ¡Qué largo se me hace el tiempo!
—¿Por qué, mi querida niña, si me tienes a mí aquí casi permanentemente a tu lado?
—Lo sé, Urraca, y te lo agradezco de veras. Tal vez si no fuera por los largos períodos que pasas a mi lado, ya habría dejado de existir. No sólo echo en falta a Alfonso. También añoro mi tierra, mi familia y mis costumbres. Aquí todo me resulta extraño: la lengua, las tradiciones..., hasta los mismos ritos religiosos. Cuando me encuentro en la iglesia, me parece estar en otro mundo. No entiendo nada de vuestros ritos tan prolijos, tan amanerados, tan diferentes a los de mi país. Al asistir a ellos me da la impresión de que no profesamos la misma fe. Más de una vez le he pedido a Alfonso que adopte el rito romano en su reino.
—Dios no lo quiera, Inés. Éste es nuestro rito, el rito implantado por los santos padres de la Iglesia, en especial por San Isidoro, cuyas reliquias, como sabes, descansan en la basílica de esta ciudad cuya advocación ostenta. El rito hispánico es el rito que ya observaban nuestros antepasados los reyes visigodos, cuya implantación se pierde en el origen de los tiempos. Según la tradición, sus inicios se remontan a los comienzos del cristianismo.
—¿Tan lejos se va, Urraca?
—Eso es lo que cuenta la tradición. Desde luego nosotras no estamos dispuestas a cambiarlo por el que se nos trata de imponer desde Roma. Nuestros usos y costumbres también se merecen un respeto.
La reina hizo un gesto que parecía dar a entender que no estaba de acuerdo con la opinión de sus cuñadas.
—No pongo en duda que el rito hispano no esté fuertemente arraigado en vuestras costumbres, pero con el tiempo se impondrá el romano en todo el orbe cristiano. Y ahora es mejor que cambiemos de tema, porque sé que en éste no nos pondremos de acuerdo.
La reina y las infantas departieron largamente sobre asuntos más triviales e intranscendentes hasta la hora de despedirse. Doña Urraca y doña Elvira regresaron a su residencia, mientras que doña Inés volvió a sumirse en la profunda soledad de su palacio.

            © Julio Noel 

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