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Acalladas
aparentemente las voces discrepantes con la nueva liturgia y vueltas
al redil de la santa madre Iglesia la mayor parte de las ovejas
descarriadas, el rey Alfonso VI dedicó todos sus esfuerzos a
acrecentar sus reinos y a defenderlos de los ataques e incursiones de
sus enemigos. Unos meses después de la celebración del concilio de
Burgos, tropas musulmanas se adentraron en territorio castellano, por
tierras de Osma y San Esteban de Gormaz, lo que puso en pie de guerra
al rey y a sus huestes. Don Alfonso encomendó a uno de sus más
valientes guerreros, Rodrigo Díaz de Vivar, la misión de
enfrentarse a las tropas islamitas y de obligarlas a regresar a su
lugar de origen.
Rodrigo,
de espíritu belicoso e inquieto que le hacía anhelar más los
temerarios peligros del campo de batalla que la apacible vida
cortesana, aceptó de buen grado la misión que le encomendara el
rey. El de Vivar cayó con sus huestes sobre las tropas muslimes,
desbaratándolas y obligándolas a huir por tierras de Soria y
Guadalajara. En su persecución Rodrigo penetró en territorio
toledano, donde arrasó y saqueó varias poblaciones sin autorización
ni conocimiento del rey. Este hecho indignó sobremanera a Alfonso
VI, pues el rey taifa de Toledo era su vasallo que le pagaba
cuantiosas parias por su protección. El rey, muy enojado por estos
acontecimientos, mandó llamar a Rodrigo Díaz ante su presencia.
—¿Me
habéis mandado llamar, Señor? —interrogó Rodrigo a modo de
saludo hincando una rodilla en tierra.
—Sí,
Rodrigo —le contestó escuetamente el rey muy enojado—. Es la
segunda vez que me desobedeces y obstaculizas mis planes. La primera,
cuando hiciste prisionero a García Ordóñez y desbarataste mis
proyectos para someter al rey de Sevilla, tan sólo te hice una
amonestación por haber desobedecido mis órdenes. En esta ocasión
has llegado demasiado lejos. Has penetrado sin mi permiso en
territorio del rey de Toledo y has saqueado varias de sus poblaciones
contraviniendo el pacto de vasallaje que me debe. No puedo seguir
permitiéndote que vayas por ahí haciendo tu propia voluntad sin
respetar mis órdenes. En mis reinos la única autoridad soy yo y
solamente yo. Ni siquiera he permitido que el papa se arrogue esa
autoridad que pretendía bajo falsos subterfugios, ¿no creerás que
te lo voy a consentir a ti, que no eres más que un simple vasallo
mío? En castigo por este atrevimiento, abandonarás mis reinos para
siempre. Tienes ocho días para dejar mis tierras.
—Majestad,
no creí que mi comportamiento fuera motivo de vuestro enojo, antes
al contrario, pensé que os sentiríais orgulloso de mi gesta.
—¿Orgulloso
de tu gesta, Rodrigo? Pero, ¿cómo osas proferir tal impertinencia
ante mí? Sabes muy bien que al-Qádir es vasallo mío y que me paga
religiosamente las parias cada año. ¿Cómo crees que se va a tomar
esta ofensa que le has infligido? ¿Piensas que me va a seguir
pagando las parias en el futuro sin hacer ningún reparo u oponerse a
ello? No te puedes imaginar las consecuencias tan graves que me puede
ocasionar tu gran imprudencia.
—Lo
siento, Majestad. Nunca pensé que pudiera ser tan grave.
—Tú
nunca mides las consecuencias de tus actos. Eres un inconsciente y un
irresponsable, Rodrigo. Por eso te conmino a que abandones mis reinos
en el término de ocho días. Si pasado este plazo aún te hallares
en mis dominios, te juro que irás a hacer compañía a mi hermano en
las mazmorras del castillo de Luna. A partir de hoy no me resulta
grata tu presencia en mis estados. A pesar de que eres un valiente
caballero, prefiero prescindir de tus servicios por esa arrogancia
desmesurada que me has demostrado en más de una ocasión. Echaré en
falta tu brazo y tu espada, pero me sentiré completamente
recompensado al alejar de mí a un vasallo tan desleal como tú. Vete
de mis reinos, Rodrigo, y no vuelvas a pisarlos si no es para acatar
mis órdenes y ponerte a mi entero servicio.
Rodrigo Díaz de Vivar, que hasta ese momento había permanecido
postrado ante el rey, se puso en pie.
—Me
iré, Señor, y nunca más volveré a usar mi espada en vuestro
servicio. Buscaré otro señor que me dé cobijo bajo su corona y, si
no lo encuentro, me refugiaré incluso en tierra de moros, pero Vos
no volveréis a contar jamás con mis servicios entre vuestras
huestes. ¡Quedad, Señor, en mala hora en vuestros reinos!
—
Vete, Rodrigo, no me enojes más. Sabes que, a pesar del destierro,
te respeto tus posesiones en Castilla. Márchate ahora y no me
obligues a cambiar de intenciones. Si algún día enmendares tu
arrogancia, aquí me hallarás con los brazos abiertos para acogerte
de nuevo en mis reinos y concederte mi perdón, pero si no lo
hicieres, olvídate para siempre de mí.
—Me
voy con el corazón partido por lo que dejo atrás y por el futuro
incierto que me aguarda, pero me voy con la cabeza enhiesta. Correré
los riesgos que me depare la vida, pero no me humillaré jamás.
Nunca más volveré a estar a vuestro servicio, Señor.
Rodrigo
Díaz de Vivar reunió a sus mesnadas y con ellas se retiró a
tierras extrañas en busca de un nuevo señor al que ofrecer los
servicios de su brazo.
Pasó
varios meses don Alfonso refugiado en su palacio sin que acaeciera
ningún suceso digno de destacar, hasta que un día la reina doña
Constanza le dio una nueva que vino a alegrar su afligido corazón.
Su esposa le anunció que esperaba un hijo. A partir de entonces el
rey no viviría más que por y para su futuro vástago.
La
primogénita legítima de don Alfonso vino al mundo justo cuando se
acababa de celebrar la Noche de San Juan. En medio de una
extraordinaria expectación, fue recibida con muestras de gran
alegría por todos los miembros de la familia real, si bien el rey
hubiera preferido un varón. Doña Urraca y doña Elvira no cabían
en sí de gozo. Era su segunda sobrina y la primera en la línea
legítima de la sucesión. A doña Urracca le faltó tiempo para
recordarle a su hermano predilecto la promesa que le había hecho
cuando nació su primera hija.
—¿No
te habrás olvidado de lo que me prometiste cuando nació Elvira? —le
dijo mientras arrullaba entre sus brazos a la recién nacida.
—No
sé de qué me hablas, Urraca.
—Me
refiero a que en aquel momento me prometiste que, si tenías otra
hija, le pondrías por nombre Urraca. ¿No me lo querrás negar
ahora?
—No,
por Dios, querida hermana. Si es tu deseo que se llame Urraca, Urraca
se llamará la niña. No seré yo quien te prive de esa satisfacción,
aunque no estaría de más consultárselo también a Constanza a ver
qué opina ella.
No
se lo pensó dos veces. Doña Urraca entró en la alcoba de la reina
con la recién nacida en brazos y su anhelo en lo más hondo de su
corazón.
—¿No
te opondrás a que le pongamos mi nombre a la niña, verdad
Constanza? —le lanzó de sopetón y sin más preámbulos a su
cuñada con la recién nacida en brazos.
—Pues
no sé qué quieres que te diga, Urraca, no había pensado en ello,
pero si eso te hace feliz, se lo pondremos.
—Me
lo había prometido Alfonso hace tiempo y también me prometió que
sería su madrina. No tendrás ningún inconveniente en ello, ¿no?
—En
absoluto. Por mi parte no habrá ningún problema.
Doña
Urraca depositó a la infanta en brazos de su madre y abandonó
rebosante de júbilo la alcoba real.
—Constanza
no se opone —les comunicó llena de gozo a sus hermanos al salir
de los aposentos de la reina—, así que seré su madrina y le
pondremos mi nombre.
—Sea
como tú dices, Urraca —le contestó don Alfonso.
—La
bautizaremos en la basílica de San Isidoro. Aprovecharé el acto
para hacer al templo la donación del cáliz que les regaló a
nuestros padres el emir de Denia, Alí ibn-Muyahid, y que he mandado
decorar a los mejores orfebres de León. Con este gesto inmortalizaré
más si cabe el templo que albergará en los siglos venideros
nuestros propios restos, los de nuestros antepasados y los de
nuestros descendientes.
El
cáliz de doña Urraca consta de dos copas de ónice muy antiguas.
Parece ser que el uso de este tipo de copas se remonta a los siglos I
a. C. y I d. C. La copa más grande se utiliza como copón
propiamente dicho, mientras que la más pequeña, invertida, hace de
peana del mismo. Están recubiertos de oro y pedrería el borde del
copón, el nudo y la parte inferior de la peana. Se encuentra
asimismo recubierto de oro el interior del copón. Todo el trabajo de
orfebrería está hecho con primor, representando variadas filigranas
y figuras, como era propio de la Edad Media. También tiene
incrustados una serie de zafiros, esmeraldas, amatistas y perlas por
todo él. En la parte superior del cáliz hay destacado un camafeo
hecho de vidrio, que durante mucho tiempo se creyó que podría
representar la efigie de doña Urraca, porque en el nudo del cáliz y
debajo de esta figura se halla la inscripción con el nombre de la
donante: IN NOMINE DOMINI VRRACA FREDINANDI. Mas se ha descartado
esta posibilidad, porque en la Edad Media los rostros de las mujeres
honradas se representaban siempre velados y éste no lo está. Su
función es simplemente decorativa.
El
primer domingo de julio el cielo azul de León brillaba en todo su
esplendor. La comitiva real dirigió sus pasos a la basílica de San
Isidoro por las estrechas calles de la ciudad. Un sinnúmero de gente
llenaba las calles por donde tenía que pasar la comitiva regia y la
plaza de San Isidoro. A su paso todos querían ver a la princesa
recién nacida, pero la guardia real y el celo de doña Urraca lo
impedían. En la plaza de San Isidoro la guardia se vio obligada a
habilitar un pasillo hasta la puerta sur del templo para facilitar el
paso de la comitiva. En el interior de la basílica no cabía un alma
más. Todo el mundo deseaba ver a la primogénita del rey y
presenciar su bautismo. El obispo don Pelayo esperaba a la comitiva y
a la neófita al pie de la pila bautismal. Era para él un gran honor
dar entrada oficial en el regazo de la santa madre Iglesia a la
primogénita legal del rey más importante de la cristiandad
hispánica. Se había opuesto rotundamente a la unión de don Alfonso
con doña Jimena, en cambio había bendecido y santificado el
matrimonio entre el soberano y doña Constanza, cuyo fruto ahora iban
a recibir en el seno de la Iglesia católica. En cuanto la comitiva
real puso los pies en la basílica de San Isidoro, dio comienzo la
ceremonia del bautismo. Doña Urraca, que no cabía en sí de gozo,
no se desprendió ni un solo instante de su ahijada durante todo el
acto, que fue revestido de toda la pompa y boato propios de su
estirpe.
Finalizado
el ritual, la infanta doña Urraca donó oficialmente al abad de la
basílica el valioso cáliz que el emir de Denia había regalado a
sus padres y que ella había mandado decorar tan primorosamente. El
abad se lo agradeció en extremo y se comprometió a celebrar una
misa diaria por el eterno descanso de su alma como premio a tan
sublime ofrenda. La infanta también hubiera deseado que para aquel
acto la reforma del templo hubiera estado ya finalizada, pero tan
sólo se podían contemplar los cimientos y algún que otro lienzo de
los nuevos ábsides que se estaban erigiendo por el este. Las obras
iban muy despacio por la falta de mano de obra y sobre todo por la
ausencia de un maestro de obras con claras dotes arquitectónicas y
de mando. En varias ocasiones había elevado el problema a su hermano
sin obtener resultado. Tal vez fuera éste el momento propicio para
intentarlo de nuevo.
A
la salida del templo el rey quiso acercarse hasta las obras que se
estaban realizando. La impresión que éstas le causaron fue más
bien decepcionante.
—¿Después
de todos estos años sólo se ha construido esto?
—Sólo
esto, Alfonso. Ya te he dicho en más de una ocasión que las obras
van muy despacio. Demasiado despacio para mi gusto y para mis deseos.
A este ritmo estoy segura que jamás las veré finalizadas. El
problema es el maestro de obras. Es una persona poco experta y sin
ninguna aptitud de mando. Los oficiales y peones trabajan al ritmo
que quieren y éste es el resultado. Más de una vez te he pedido sin
éxito que me envíes un nuevo maestro. Creo que es llegada la hora
de tomar cartas en el asunto.
—Hoy
mismo ordenaré que se desplace aquí uno de los maestros de obras de
la catedral de Santiago. Esto no puede seguir así.
—Dios
todopoderoso te lo tenga en cuenta si así lo hicieres, querido
hermano. Por mi parte te quedaré eternamente agradecida por este
gesto. Espero que con un buen maestro las obras del templo avancen al
ritmo que yo deseo. Ya sé que no las veré terminadas, pero sí me
gustaría ver al menos el armazón de lo que va a ser esta iglesia en
el futuro. Mi alma no descansaría tranquila en el más allá si no
lo lograra.
—Pues
a partir de hoy ya puedes descansar en paz aquí y en el otro mundo.
Mañana mismo saldrá un emisario para Galicia en busca del nuevo
maestro.
Después
de estos comentarios y de la breve visita a las obras que se estaban
realizando en la basílica de San Isidoro, la comitiva real regresó
al palacio muy feliz con su retoño convertido ya en nuevo miembro de
la comunidad cristiana.
© Julio Noel
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