jueves, 4 de abril de 2019

MEDULIO, CAUDILLO DE LOS ASTURES. NOTA ACLARATORIA



                                                    NOTA ACLARATORIA


He denominado en todo momento río Minius al que actualmente conocemos como río Sil, porque los romanos identificaron a ambos ríos con el mismo nombre. Es más, muchos piensan que cuando escribían río Minius, en realidad se estaban refiriendo exclusivamente al río Sil. Confiérase para ello la nota 17 del trabajo de investigación realizado por Vicente Fernández Vázquez, titulado «LOCALIZACIÓN DEL MONTE MEDULIO EN LA SIERRA DE LA LASTRA (LEÓN/ORENSE)».
Para la localización del Monte Medulio, he seguido también la tesis propuesta por este mismo autor en el trabajo citado. Suscribo todas sus razones para ubicar la montaña en el lugar por él indicado. Pero, además, quiero hacer una precisión. Desde mi punto de vista, los astures derrotados en Lancia tuvieron que dirigirse a un lugar que previamente conocerían. Ese lugar no podía estar fuera de su territorio. Debemos situarnos en aquel momento histórico. Aquellos pueblos vivían fundamentalmente encerrados en sí mismos. Las relaciones con los pueblos vecinos debían de ser esporádicas y, muy posiblemente, tan sólo comerciales. En el peor de los casos, se trataría de incursiones con el robo y la rapiña como único objetivo, como era el caso de las incursiones de los astures en tierras de los vacceos. Por tanto, mal podían conocer los accidentes geográficos de otros territorios que no fueran el suyo propio. Máxime cuando esta decisión la tuvieron que tomar precipitadamente después de una derrota militar. Por tanto, ese lugar tenía que estar ubicado dentro de su territorio y debía de ser muy conocido por ellos o, al menos, por sus jefes. Si tenemos en cuenta que el lugar indicado por Vicente Fernández Vázquez está íntegramente localizado en lo que en aquel momento formaba parte del territorio astur —era el territorio de los gigurros—, debemos concluir que ése fue el lugar elegido por ellos después de la derrota de Lancia.

El Autor.

MEDULIO, CAUDILLO DE LOS ASTURES. EPÍLOGO.



                                                                EPÍLOGO




Los romanos, después de la derrota total de los astures, habían comenzado a explotar las minas por muchas zonas del territorio astur, especialmente las metulas en la zona de Bergidum, que con el tiempo serían las minas de oro más importantes del imperio. Estaban horadando por todas partes el monte Tilenus, con el fin de construir unos canales para llevar el agua a las metulas. Para ello empleaban millares de esclavos y un número indeterminado de hombres libres, que vivían y trabajaban en condiciones infrahumanas. Se cree que utilizaron alrededor de sesenta mil hombres. Les obligaban a horadar las montañas para abrir túneles por donde después discurriría el agua. La obra de ingeniería era fastuosa, pero las condiciones de trabajo de aquellos hombres eran infrahumanas. Muchos de ellos morían. Unos, por las condiciones durísimas de los trabajos. Otros, por las enfermedades que los mismos trabajos les producían, como la silicosis. Muchos, sencillamente por accidentes laborales, ya que en cuantiosas ocasiones tenían que trabajar colgados literalmente de cuerdas, suspendidos sobre enormes abismos en los que acababan precipitándose. El sistema de extracción utilizado para obtener el valioso metal era el de ruina montium, que consistía en acumular un gran volumen de agua en grandes depósitos y soltarla precipitadamente en el momento oportuno. De esta manera conseguían erosionar la tierra. El ímpetu del agua arrastraba los materiales más ligeros y blandos y depositaba los más pesados y duros, entre ellos el oro. En los doscientos cincuenta años que duró la explotación de las minas de las metulas, se cree que extrajeron la ingente cantidad de un millón quinientos mil kilogramos del preciado metal. No en vano pretendieron conquistar aquel territorio.
Éste fue, pues, el motivo principal por el que lucharon durante más de diez años para conquistarlo. Su ambición no tenía límites. No querían perder las ingentes cantidades de oro que sus entrañas encerraban. Para conseguir el orden y la paz en todo aquel territorio crearon la ciudad de Asturica Augusta, que en un principio albergó a la Legio X Gemina.
Desde allí controlaban todas las explotaciones mineras de la zona y el transporte del valioso metal a través de las calzadas que abrieron para comunicar Asturica con el resto de Hispania. También asentaron cerca de Lancia la Legio VI Victrix, que con el tiempo la sucedería la Legio VII Gemina y entre ambas darían origen a Legionem. De esta manera tenían controlado militarmente todo el territorio astur y los pocos focos de insurgencia que surgían eran sofocados inmediatamente.
Por su parte, Fusco fue recompensado por los romanos con el mando del campamento de Asturica Augusta en premio por su valiosa ayuda.


MEDULIO, CAUDILLO DE LOS ASTURES. Capítulo 22


                                                                       22



De madrugada, antes del alba, Medulio dejó a su familia en brazos de Morfeo. Cuando se incorporó para levantarse, Elba se removió un poco, pero pronto volvió a cerrar los ojos y quedar completamente dormida. Su marido aprovechó el momento para deslizarse fuera de la cabaña con el mayor de los sigilos. Por la parte del saliente unos tonos rosáceos insinuaban ya las primeras luces del alba, pero aún era noche oscura. Todavía no se distinguía nada. Avanzó hacia el puesto de mando sin demora. Al llegar allí, un centinela le hizo el saludo preceptivo mientras le informaba que no había novedad. Poco después llegaron Clouto y Toreno. Una nueva jornada comenzaba.
¿Cómo van las obras del foso, Clouto?
Siguen avanzando bastante deprisa, mi general. Ya han excavado más de doce millas.
A este paso no tardarán en rodearnos.
Desde luego que no, mi general.
Medulio se quedó un momento pensativo, como si quisiera penetrar en las intenciones de los romanos. Luego volvió a dirigirse a Clouto:
Las cuevas y las galerías, ¿progresan a buen ritmo?
Sí, mi general. Ya hemos excavado tres cuartas partes de la montaña. Pronto habremos terminado nuestro trabajo.
Debemos darnos prisa, pues no sabemos cuándo nos van a atacar los romanos. No creo que lo hagan antes de que terminen el foso, pero, por lo que pueda suceder, debemos estar preparados y bien protegidos.
Sí, mi general —contestaron los dos lugartenientes.
Bien, pues tú, Clouto, sigue vigilando las obras. Procura que no decaiga el ritmo. Toreno vigilará la instrucción y el entrenamiento de los guerreros. No quiero ninguna relajación por su parte.
A la orden, mi general.
Los dos lugartenientes se cuadraron ante su jefe y, después de cruzarse el saludo, se retiraron a cumplir las órdenes que les había dado.
Los romanos, por su parte, continuaban con sus trabajos. El foso que rodeaba el monte Medullius ya había sido construido en más de sus tres cuartas partes. También estaban prácticamente acabadas las calzadas que circundaban este foso y que unían los distintos puntos de vigilancia y campamentos que habían establecido en todo el perímetro de la montaña. Con ellas pretendían desplazar con rapidez a sus tropas en caso de una posible huida de los astures, para poder cortarles el paso. Publio Carisio no quería dejar ni un solo cabo suelto. Los tenía atrapados en aquella trampa y no iba a permitir que se escapara uno solo con vida. Según él, habían caído en su propia ratonera.
Los meses transcurrían sin que ninguno de los dos bandos se moviera de su sitio. Por ambas partes avanzaban las obras de fortificación y defensa. Los romanos ya estaban a punto de finalizar el gran foso y tenían expeditas todas las calzadas. Los astures ya habían dado por terminada la excavación de las galerías y cuevas en las que pretendían esconderse ante un posible ataque, así como todos los muros y empalizadas de defensa en los lugares más accesibles. Parecía que todo estaba ya a punto para medir sus fuerzas. Pero ninguno de los dos bandos iniciaba la ofensiva.
Ya habían transcurrido casi tres años desde la batalla de Lancia. Los romanos continuaban el cerco alrededor del monte Medullius, mientras que los astures seguían refugiados en él. Publio Carisio esperaba su rendición o la huida en masa a través de sus líneas. Pero no ocurría ni una cosa ni la otra. No llegaba a entender cómo podían sobrevivir durante tanto tiempo en aquella montaña. Cansado de esperar la rendición de los astures, dio a su ejército, por fin, la orden de atacar. El ejército romano puso en marcha toda su maquinaria de guerra. Los romanos avanzaban por todas partes con el fin de estrechar cada vez más el cerco sobre los astures. Éstos contemplaban desde lo alto su movimiento.
Mi general —llegó con veloz carrera Clouto al puesto de mando—, las tropas romanas están avanzando.
¿Por qué lado? —preguntó Medulio.
Por todas partes, mi general. Nos atacan por todos los flancos.
Todos a sus puestos inmediatamente.
A la orden, mi general.
¿Dónde está Toreno? —preguntó el caudillo.
No tardará en llegar. Le envié aviso para que viniera aquí a reunirse con nosotros.
En ese momento llegaba Toreno con su caballo a todo galope.
Toreno —le dijo Medulio—, tú te encargarás de guiar a toda la población civil a los refugios. Una vez asegurados todos, regresas al campo de batalla.
A la orden, mi general.
Clouto, nosotros vamos a reunirnos con los guerreros y nos desplazaremos con ellos a defender todos los puntos estratégicos.
Sí, mi general.
Poco después los guerreros astures ocupaban sus puestos defensivos. Medulio se movía de un lugar para otro. No paraba de dar órdenes para que todo estuviera a punto. Toreno no tardó en incorporarse a las filas de los defensores para ejecutar las órdenes que le diera su jefe, que no paraba de impartirlas. Los sitiados esperaban un ataque inminente por parte de los sitiadores, pero éstos no parecían tener prisa. A la hora del ocaso los romanos detuvieron su paso. Medulio comprendió que aquel día ya no les atacarían. Con las sombras de la noche, ordenó la retirada silenciosa de sus guerreros, no sin antes advertirles que a la mañana siguiente deberían estar en sus puestos antes del alba. En los lugares estratégicos dejó destacamentos de guardia. Después se refugió en una de las cuevas con su familia para descansar.
Elba —le dijo a su mujer atrayéndola y estrechándola entre sus brazos—, aquí hay veneno suficiente para matar a dos docenas de personas —le entregó una bolsita con veneno extraído de las semillas del tejo—. Mañana si no vuelvo al anochecer, no dudes en utilizarlo. Primero se lo administras a mi madre y a nuestra hija y luego lo tomas tú. Por nada del mundo dejes de cumplir mi orden. ¿Me has entendido?
Sí, amor mío.
Ambos se abrazaron y besaron mutuamente. Sabían que su última hora estaba cerca. Medulio prefería llevárselas por delante antes que dejarlas al albedrío de los romanos, que no tendrían conmiseración con ellas. Tal como les había prometido hacía tiempo, no iba a permitir que eso ocurriera. Antes la muerte que la ignominia.
Lo que te acabo de ordenar vale para mañana y para cualquier otro día. Si nos vencen, no dudes en ejecutar en el acto lo que te he ordenado.
Sí, mi amor.
Ya sabes que no tendrán clemencia con ninguna mujer, pero contigo y con nuestra hija aún tendrán menos cuando se enteren quiénes sois. Si no puedo llegar hasta vosotras en una posible derrota, cumple mis órdenes para que pueda morir tranquilo. Nunca me perdonaría que os apresaran vivas ni podría descansar en paz en el inframundo.
Puedes estar tranquilo, cariño, que cumpliré tus órdenes.
Medulio abrazó de nuevo a su mujer y la besó largamente. Después intentó descansar unas horas antes de la batalla que se avecinaba. Mucho antes de amanecer el general dio orden de ocupar sus puestos a todos sus guerreros. Antes de que asomara la aurora, todos ellos se parapetaban detrás de las trincheras o de las empalizadas. Las primeras luces del alba comenzaron a disipar las sombras de la noche por todo el perímetro de la montaña. Las tropas romanas empezaron a moverse hacia ellos. Su paso era lento, pero constante. El sol se reflejaba en sus cascos, en sus escudos y en sus lanzas. El espectáculo era aterrador. La base del monte parecía un inmenso hormiguero. Miles de cascos y lanzas avanzaban por todas partes. Su número era inconmensurable. Pero los hombres de Medulio no se arredraban. Esperaban pacientemente detrás de las trincheras. Contenían la respiración mientras observaban el lento ascenso de los romanos. El caudillo daba órdenes. Tenía palabras de ánimo y aliento para todos. No descansaba un instante. Había llegado el día de la gran batalla.
La primera línea del ejército romano ya se había puesto a tiro. Medulio esperó que se acercaran un poco más. Luego ordenó disparar dardos y flechas sobre ellos. Los soldados romanos caían por docenas. Otros intentaban eludir las flechas y avanzar en su ascenso, pero el embate de los astures acababa con su vida. Las horas avanzaban. La lucha era ardua. Los astures seguían invictos y prácticamente sin bajas, mientras que las de los romanos eran cada vez mayores. Publio Carisio, ante aquella feroz resistencia, ordenó un alto el fuego. Su primera táctica no le estaba dando buenos resultados. Había que urdir otra estrategia. Pero ¿cuál? El enemigo se encontraba en una situación mucho más favorable que la de ellos. Para vencerlos tenían que ascender la montaña y eso era lo que favorecía a los astures. La única forma de resolver el problema era un ataque en masa. Morirían muchos de los que iban en primera y segunda fila, pero ésos abrirían el paso a los siguientes, que serían los encargados de penetrar en territorio del enemigo. El legado dio la orden a sus generales, que la pusieron inmediatamente en práctica.
El combate se reanudó. Una enorme avalancha de romanos comenzó a trepar por la montaña. Los astures los repelían con sus dardos y lanzas. Otros les arrojaban enormes piedras que los dejaban malheridos o acababan con su vida. El avance de los romanos era lento, pero inexorable. Muchos de sus hombres ya llegaban a tocar casi las empalizadas. La lucha era encarnizada. Los astures utilizaban ya sus armas cortas contra los romanos. Cientos de éstos yacían por la ladera de la montaña. El combate era aterrador. Una y otra vez la fuerza romana intentaba derribar las empalizadas. Los astures se defendían. Algunos ya habían perdido la vida. Medulio exhortaba a los suyos. Los romanos continuaban presionando con el ímpetu de su fuerza. Alguna empalizada ya casi cedía. Los astues corrían a reforzarla. La lucha era ardua. El fragor de la batalla ensordecedor. Miles de cuerpos yacían por todas partes. Pero el valor de los guerreros astures no decaía.
A eso del mediodía se acordó una tregua por ambas partes. Había que reponer fuerzas. Los hombres estaban exhaustos. Ambos bandos necesitaban descansar. Medulio aprovechó para animar a sus hombres y para subirles la moral. No tardó en reanudarse la batalla. La lucha volvió a encrudecerse y los encuentros cuerpo a cuerpo eran cada vez más frecuentes. Los astures resistían con denuedo y valor el empuje de los romanos, que cada vez los presionaban más. El avance era lento pero inexorable. Algunos lienzos de empalizadas empezaban a ceder. La irrupción de los romanos en el recinto de los astures era inminente. Éstos resistían el embate con todas sus fuerzas. Los cuerpos inertes de ambos bandos rodaban por la ladera de la montaña. El sol ya descendía en la línea del horizonte. Se acordó una nueva pausa hasta la mañana siguiente.
Medulio aprovechó la oscuridad de la noche para trasladarse de nuevo a la cueva donde se refugiaba su familia. Cuando llegó, Elba estaba a punto de suministrar el veneno a Alda y a Genoveva. Ellas no sabían nada, aunque presentían lo que les iba a ocurrir.
Menos mal que has venido —le dijo angustiosamente Elba a su marido, mientras se abrazaba a su cuello—. Estaba preparando el veneno para las tres.
Es tu deber, cariño. He venido por eso precisamente, para evitar que lo tomarais. El aplazamiento no va a ser más que de unas horas. Hemos acordado una tregua hasta el amanecer. Mañana se reanudará la lucha. Los romanos nos tienen cercados por todas partes. Resistiremos hasta derramar la última gota de sangre, pero la victoria está de su lado. Quisiera poder decirte otra cosa. Quisiera infundirte esperanza. Eso es lo que hago con mis hombres para que sigan luchando. Mas contigo tengo que ser sincero y realista. El enemigo es muy superior a nosotros y tarde o temprano se adueñarán de la montaña. Vuelvo a exigirte que pongas fin a vuestras vidas antes que los romanos os capturen vivas. El sufrimiento que pasaríais en sus manos sería infinito. Y yo no me lo podría perdonar ni descansar en toda la eternidad. Cariño, ¡no me falles!
Ambos se fundieron en un prolongado e intenso beso. Eran conscientes de que podía ser la última vez que estuvieran juntos. No podían perder ni un solo instante.
No te fallaré, amor mío. Será lo último que haga en esta vida.
Eso me tranquiliza. Ahora ya puedo derramar hasta mi última gota de sangre y morir tranquilo. Mañana será un día muy amargo para todos nosotros. Te quiero, vida mía.
Se abrazaron uno al otro para intentar dormir unas horas antes de la fatal batalla. Mucho antes del alba Medulio depositó un tierno beso en los labios de su esposa y abandonó la cueva. Con pasos rápidos se acercó al frente de batalla, donde descansaban y dormitaban sus guerreros como podían. Por aquí y por allá se oían quejidos y lamentos de los heridos. El caudillo sentía en sus propias carnes el dolor de los suyos. Pero nada podía hacer por remediarlo. Había intentado salvarlos refugiándose en aquella montaña, sin embargo el enemigo era muy superior a ellos y, además, tenía el firme propósito de derrotarlos para conquistar su territorio. Había hecho lo que había podido y ahora sabía que había llegado su última hora. Estaba preparado y los suyos también. Venderían cara su derrota.
Al amanecer se reanudó la batalla. Los romanos volvieron con ímpetu al ataque. Los astures los esperaban con denuedo y renovado valor. El enfrentamiento era feroz desde los primeros momentos. Los golpes mortales de sus armas no cesaban. De una y otra parte caían cuerpos malheridos o inertes a tierra. La montaña se llenaba de cadáveres. Hacia el mediodía los romanos lograron abrir una brecha a través de la empalizada. La lucha se intensificó más aún. Las bajas se incrementaban por ambas partes, pero el número de romanos parecía no disminuir. Detrás de cada caído aparecían tres o cuatro más. Los astures se multiplicaban. Sus golpes solían ser casi todos mortales. Su agilidad y su conocimiento del lugar les ayudaban. Poco a poco los romanos iban ganando terreno. Los astures se replegaban cada vez más en la montaña. A media tarde la batalla había llegado a su clímax. Astures y romanos se mezclaron en feroz encuentro. Los golpes surgían de todas partes. Las bajas eran incontables. Los soldados romanos parecían incrementarse, mientras que las bajas astures habían mermado considerablemente sus fuerzas. Apenas quedaban unos centenares. No obstante, luchaban con denuedo. Cada uno de ellos se multiplicaba antes de caer sin vida. Medulio les infundía valor y los animaba. Él luchaba como el que más. Cada golpe que impartía derriba a un enemigo. Su fuerza y su rabia lo hacían invencible. Los romanos lo temían. Nadie era capaz de asestarle un golpe. Los pocos astures que quedaban se reunían alrededor de su jefe. Todos luchaban con denuedo. Pero las fuerzas ya les fallaban. El empuje del enemigo era imparable. Los astures resistían con valentía, pero sus efectivos cada vez eran menos. Ya sólo quedaban un par de docenas al lado del caudillo. Éste luchaba sin desfallecer. Los suyos, ante su valor, seguían resistiendo. Mas el número de romanos que los rodeaban era incalculable. Poco a poco fueron cayendo todos los astures que luchaban junto a Medulio. Él se defendía como un león acorralado. Sus golpes no cesaban. Finalmente, alguien logró herirlo con un hacha por la espalda. Medulio se dio la vuelta y de un solo tajo le seccionó la cabeza a su agresor. Todavía tuvo tiempo de herir o terminar con la vida de más de media docena de enemigos antes de que uno de ellos le atravesara el pecho con la espada. Medulio cayó al suelo aún con vida. Antes de expirar, todavía pudo ver cómo un general romano le atravesaba de nuevo el pecho con su espada. El caudillo de los astures exhaló un suspiro antes de rendir su alma.
Muerto Medulio, los pocos guerreros astures que aún quedaban se dieron muerte a sí mismos con sus propias espadas. Prefirieron la muerte antes que ser hechos prisioneros por los romanos. Éstos se apoderaron de todo el monte Medullius para hacer prisioneros o liquidar a cuantos allí hallaran. Registraron cueva por cueva y galería por galería. En la inmensa mayoría de ellas no hallaron más que cadáveres. Los ancianos, las mujeres y los niños habían elegido la muerte antes que convertirse en esclavos de los romanos. Su orgullo y su honor así se lo mandaban.
Publio Carisio exigió reconocer en persona a todas las mujeres y niñas capturadas. Sabía que en el monte Medullius se hallaban escondidas la esposa y la hija del caudillo. También sabía que ambas eran muy hermosas. Las quería como esclavas para sí. Las mujeres fueron pasando una a una ante sus ojos, pero no reconoció a las que buscaba en ninguna de ellas. Ordenó que registraran de nuevo todas las cuevas y galerías por si seguían escondidas en alguna de ellas. La búsqueda fue inútil. Entonces ordenó reconocer todos los cadáveres. Después de examinar a cientos de ellos, encontraron los cadáveres de dos mujeres adultas y una niña juntos. Publio Carisio comprendió que se trataba de las mujeres que buscaba. En un primer momento tuvo un arranque de rabia y quiso ultrajar aquellos cuerpos para vengarse de su enemigo. Luego, recapacitó y pensó que eso lo deshonraría, por lo que decidió que los recogieran y que, junto con el del caudillo astur, les dieran honrosa sepultura. Era lo menos que hubiera deseado para él si, en vez del vencedor, hubiera sido el vencido. Los soldados romanos cumplieron lo ordenado por su jefe y allí mismo enterraron a Medulio con su familia. La guerra contra los astures había llegado a su fin.


MEDULIO, CAUDILLO DE LOS ASTURES. Capítulo 21



21



Hacía pocos días que habían celebrado el equinoccio de primavera. La mañana era fresca y soleada. En la lejanía se divisaban las blancas crestas del cordal cantábrico. Medulio acababa de recibir noticias de los movimientos de las tropas romanas. Un emisario le había informado que Publio Carisio se desplazaba con seis legiones desde Lusitania hacia sus tierras. En poco más de un mes estaría allí. El caudillo de los astures no se demoró en enviar mensajeros a todos los jefes de las tribus con la declaración de la guerra. Había llegado el momento para el que llevaban tantos años preparándose. El encuentro de todos los astures tendría lugar en Lancia, al lado del río Ástura. Desde allí atacarían por sorpresa al ejército romano.
Transmitidas sus órdenes a su lugarteniente Clouto, Medulio se fue al encuentro de su familia. Al entrar en la tienda, tomó entre sus brazos a su hija, que el próximo verano cumpliría diez años, la acercó hacia sí y la estrechó contra su pecho. Luego se acercó a su mujer, la besó y la estrechó contra su corazón.
Amor mío, recoge todas tus cosas y junto con Alda y con mi madre os iréis inmediatamente para el valle de Osimara. Aquí ya no hay sitio para vosotras.
Ginebra, la madre de Elba, había muerto aquel mismo invierno. Unas fiebres muy altas y una tos cavernosa habían acabado con su vida. Elba ya no tenía ningún lazo que la ligara a aquella tierra.
¿Por qué nos tenemos que ir, cariño? —ella lo besó amorosamente—. ¿A qué vienen tantas prisas?
Las tropas romanas han empezado a moverse. No tardarán en estar aquí. Hoy mismo he declarado la guerra y he convocado a todos los jefes con sus tropas en Lancia. Aquí no quedará nadie. Así que lo más prudente es que os retiréis a una zona más segura. Esa zona hoy por hoy es el poblado donde nací. Como te he dicho, os vais con mi madre para allí y esperáis mis noticias.
Pero ¿cómo nos las arreglaremos para llegar hasta allí?
No te preocupes, cariño. Ordenaré que os acompañen algunos de mis hombres. Ahora empieza a recogerlo todo y prepárate para partir sin demora. No podemos perder un solo instante.
Los dos se abrazaron y se besaron de nuevo. Luego Medulio retornó a su tienda de mando para organizar el desalojo del campamento y la próxima partida hacia la ciudad de Lancia. Antes de abandonar definitivamente el campamento, esperarían a los jefes de las tribus próximas para partir todos juntos. Tenía mucho trabajo por delante.

El jefe de los paesicos había congregado unos dos mil hombres. Después de recibir la orden de Medulio de reunirse en los alrededores de Lancia, se pusieron en marcha a través de los valles occidentales de los astures transmontanos, para atravesar la Cordillera Cantábrica en dirección al mediodía. Al llegar a Villa Avelinum, dudaron qué dirección tomar. Unos se inclinaban por descender a través del curso del río Minium, en dirección Sur. Otros, en cambio, opinaban que debían avanzar hacia el Sureste, por entender que la ciudad de Lancia se hallaba en esa dirección. Finalmente triunfó la segunda opción por parecer la más razonable.
Cruzaron la montaña que separa la cuenca del Minium de la del Aqua Magna, para descender por los angostos valles que conforman su comarca. Su avance era lento debido a la dificultad para caminar por sus desfiladeros y cañadas. En algunos lugares tenían que vadear el río y avanzar de uno en uno por estrechos pasos entre rocas y precipicios. Especial dificultad encontraron para abandonar la comarca del Aqua Magna y entrar en la del Urbicus. El paso era tan estrecho y dificultoso, que se vieron obligados a vadear el río. Ya en la ribera del Urbicus, su avance se hizo más rápido y en jornada y media pudieron reunirse con las tropas de Medulio.
Por su parte, el jefe de los luggones había reunido algo más de cuatro mil hombres, procedentes todos ellos de la parte central de los astures transmontanos. Una vez atravesada la cordillera Cantábrica, se les unieron los saelinos y todos juntos descendieron hacia la ciudad de Lancia siguiendo el curso del río Vernesica. Su avance hacia el punto de reunión no ofreció grandes dificultades, por lo que no tardaron en hallarse en compañía del resto de las tropas.
El jefe de los penios, con mil quinientos hombres bajo su mando, avanzó hacia la cordillera Cantábrica ascendiendo por el Salia hasta la base de los Montes Europae por su parte occidental. La marcha a través del desfiladero del Salia, primero, y de la pronunciada pendiente de la cordillera, después, se hizo muy lenta. Tanto hombres como caballerías avanzaban penosamente por aquellas veredas estrechas y tortuosas. Una vez coronado el cordal, el descenso hacia el Valle de Eone se hizo más suave y la marcha más rápida. Los hombres pusieron rumbo hacia el Astura sin dilación. No tardaron en llegar a Rivus Angulus. Allí decidieron hacer un descanso para pasar la noche y reponer sus desfallecidas fuerzas.
Cuando el astro rey desplegó sus dorados rayos por la cima de las altas montañas de Vadinia, el jefe de los penios ordenó a todos sus hombres ponerse en marcha. Hacia el mediodía dejaron atrás el castro de Cisterna para continuar su avance por las frondosas riberas del Ástura. Ya bien entrada la noche, se reunieron con las tropas de Medulio en las proximidades de Lancia.
Los gigurros, lougueos, susarros y tiburos se reunieron en Bergidum para atravesar las estribaciones del monte Tilenus y dirigirse al campamento del Tortus, donde se unirían a las tropas de Medulio. Éste los esperaba con sus tropas y con todos los hombres que habían podido reunir los amacos, los bedunienses y los orniacos. Todos ellos pusieron rumbo hacia las orillas del Ástura en las proximidades de Lancia.
Poco después llegaron hasta Bedunia, por el Sudoeste, los zoelas, los tiburos y los cabruagénigos, que no tardaron en reunirse con todos los demás en el lugar de encuentro a orillas del Ástura.
Medulio logró reunir en el lugar indicado a unos treinta mil hombres en total, entre los alrededor de diez mil regulares que tenía en el campamento y unos veinte mil hombres más que aportaron los jefes de todas las gens astures. Bueno, no de todas, porque faltaba una, la de los brigaecinos.
Habían quedado en encontrarse todos los jefes astures en un pequeño altiplano cerca de Lancia, la ciudad más importante de los astures, para concretar la estrategia que iban a seguir contra el ejército romano desplegado en la planicie que bordeaba el Ástura. Todos acudieron a la cita excepto uno, Fusco, jefe de los brigaecinos. En un principio no le dieron mayor importancia. Creyeron que su tardanza se debía a un retraso producido por algún contratiempo. Pero el tiempo pasaba y Fusco no daba señales de vida. Los más supersticiosos pronto empezaron a ver en ese retraso indicios de preocupación. Medulio, como caudillo de todos ellos, restaba importancia a esos augurios y trataba de tranquilizar a todos los jefes de su ejército. Mas pasado el tiempo prudencial que todo hombre sensato puede considerar como normal, los ánimos empezaron a crisparse y la desazón y el desconcierto cundió sobre ellos.
Esperaremos hasta mañana al amanecer —les dijo Medulio a los jefes allí presentes—. Si a esa hora no hay señales de ellos, tomaremos medidas.
—Yo no esperaría hasta esa hora —insinuó el jefe de los lancienses—. Ha tenido tiempo más que suficiente para llegar hasta aquí. Debería haber sido de los primeros.
Ya lo sé —contestó Medulio—, pero vamos a darle este margen de confianza. Por otra parte, ya casi es la puesta del sol. ¿Qué vamos a hacer de noche? Es mejor esperar a que amanezca.
La mayoría de ellos opinaron lo mismo, aunque comprendían que el tiempo podía correr en su contra.
Yo creo que Fusco nos ha traicionado —intervino de nuevo el jefe de los lancienses, que era partidario de actuar inmediatamente.
Es posible que tengas razón —le respondió Medulio—, pero ahora poco podemos hacer. Esperaremos a mañana y, si no hay señales de él, enviaremos exploradores a los cuatro puntos cardinales para que nos traigan noticias.
Todos quedaron de acuerdo con la propuesta de su caudillo, excepto uno de los jefes de los astures transmontanos. Éste se opuso a la decisión de Medulio e, incluso, lo retó para ver quién de los dos se erigía en paladín de todos los astures. Medulio no estaba para retos en aquel momento ni quería perder a uno de sus mejores hombres, por lo que, después de mediar varias palabras entre ellos, le confirió el mando absoluto de todos los astures transmontanos, pero, a cambio, le exigió acatamiento total a sus órdenes. El general transmontano comprendió que Medulio tenía razón y aceptó la propuesta.

Entretanto, Publio Carisio avanzaba con sus tropas por las márgenes del Durius, procedente de Lusitania. Al llegar a la desembocadura del Ástura, ordenó a sus tropas ascender por el curso de este río. Comandaba seis legiones completas, unos treinta y seis mil hombres, todos ellos militares profesionales. Su maquinaria de guerra era imponente y la marcha de sus tropas aterradora. Cuando se acercaban a Brigaecium, les salió al encuentro Fusco. Éste informó a Publio Carisio del lugar de encuentro de los astures y acerca de los planes que tenían para atacar al ejército romano. A continuación puso a su disposición todos los hombres que había podido reunir. Unos dos mil quinientos en total. El legado romano le agradeció el gesto y lo acogió bajo su amparo.
Ante las noticias que le acaba de dar Fusco, Publio Carisio decidió hacer un alto en su marcha y detenerse unos días en Brigaecium. Allí instaló su tienda para confeccionar un plan de ataque a los astures. Organizado el plan, Publio Carisio volvió a poner su ejército en marcha en dirección a Lancia. Los días de los astures estaban contados.
Cuando Medulio y sus generales enviaron a sus exploradores, el ejército romano, con un total de unos cuarenta mil hombres, ya los tenían rodeados por los cuatro costados. A los exploradores astures les faltó tiempo para regresar al campamento base e informar a su caudillo y demás generales de la situación.
Estamos perdidos —dijeron todos ellos nada más llegar a la reunión de los generales—. Estamos rodeados por todas partes.
Nos han tendido una trampa —exclamó uno de los generales.
Ya me lo temía yo —comentó el jefe de los lancienses—. Esto es obra de Fusco.
Desde luego que tiene que ser obra de Fusco —corroboró otro de los generales— y si no, ¿por qué no está aquí?
Todos estamos de acuerdo que es obra de Fusco —aseveró Medulio—, pero ahora nada podemos hacer lamentándolo. Lo que tenemos que hacer es ponernos en movimiento cuanto antes.
Eso es cierto —ratificó el jefe de los lancienses—. Pero, ¿qué podemos hacer?
Lo primero de todo, luchar contra ellos y tratar de vencerlos —contestó Medulio— y, si eso no es posible, nos refugiaremos en Lancia. Así, pues, cada uno que ocupe su puesto. Esperaremos que se acerquen un poco más y cuando yo dé la orden, atacaremos en todas las direcciones. ¿Entendido?
¡Entendido! —contestaron a coro.
Todos se dirigieron a sus puestos en espera de que el enemigo se acercase a ellos. Si querían tener éxito, debían permanecer juntos. La división entre sí sería su perdición y tal vez eso era lo que esperaban los romanos. Pero Medulio también lo sabía. Por eso les ordenó permanecer juntos hasta que el enemigo se les aproximara más.
La espera fue larga y tensa. Los guerreros astures miraban hacia todas partes sin percibir ningún acercamiento del enemigo. Éstos trataban de poner a prueba sus nervios con tal estratagema. Hacia media tarde se comenzaron a ver nubes de polvo en todas direcciones. A lo lejos se divisaba el lento y pesado avance de las tropas romanas. A medida que se acercaban, su número y su fuerza parecían mayores. Los astures, no obstante, no se amedrentaban. Esperaban impacientes la orden de combate de su caudillo. El sol ya comenzaba a declinar hacia el ocaso. La noche no tardaría en adueñarse de todo. De pronto, las tropas romanas detuvieron su avance. Era demasiado tarde para iniciar la batalla.
Con las primeras luces del alba los romanos reanudaron su lenta marcha sobre las tropas astures. Éstos ya hacía tiempo que esperaban en pie su ataque. Los romanos avanzaban estrechando cada vez más el cerco sobre los astures. A la salida del sol se hallaban ya a unas dos millas de ellos. La polvareda que levantaban se elevaba por encima de la copa de los chopos. Los astures no tardaron en oír los chirridos de sus máquinas de guerra. Los rayos del sol reflejaban por todas partes el fulgor de los cascos de los romanos. Su visión era impresionante. El avance se ralentizaba, pero el cerco cada vez se estrechaba más. Los astures ya podían oír las voces del enemigo. Sus nervios y su impaciencia estaban a flor de piel. Medulio se resistía a dar la orden de ataque. Tenían que aproximarse algo más. Los romanos detuvieron su marcha. Segundos después una lluvia de flechas surcó el aire en dirección a los astures. Éstos se protegieron con sus caetras. No tardaron en responderles con otra andanada. Los lanzamientos se repitieron por ambos bandos durante una media hora. Luego Medulio dio la orden de ataque. Los guerreros astures se lanzaron con tal ímpetu sobre los romanos, que en un primer momento les hicieron retroceder en su avance. Los golpes eran brutales. Pronto el suelo comenzó a quedar sembrado de cadáveres de ambos bandos. La lucha se enardecía. Los romanos consiguieron rehacerse obligando a los astures a retroceder algo sobre sus pasos. Medulio volvió a gritar con más fuerza a los suyos. El combate se recrudecía. De nuevo los romanos se replegaron sobre sí mismos. Los astures, enardecidos, embestían contra ellos con rabia. La lucha estaba casi en tablas. En un descuido de los astures, los romanos les obligaron a retroceder varios pasos. Medulio de nuevo infundió valor a los suyos. Luego, se lanzó el primero al ataque, derribando a un enemigo con cada golpe que daba. Los astures siguieron su ejemplo. En poco tiempo obligaron a retroceder al ejército invasor más de media milla. Éstos se veían incapaces de evitar sus golpes. La batalla parecía inclinarse a favor de los de casa. Medulio, con una cincuentena de los suyos, se fue alejando poco a poco del campo de batalla. Los rodeaban una centuria de romanos. Pronto el cerco enemigo los dejó aislados del resto de sus compañeros. La lucha continuaba dentro y fuera del cerco. Medulio y los suyos se defendían como leones. Su fuerza y su rapidez en las embestidas les hacían multiplicar los resultados. El ejército romano se olvidó de ellos por considerar que los suyos acabarían pronto con aquel puñado de astures. Mas al cabo de una larga lucha, Medulio y el pequeño grupo de guerreros que lo acompañaba liquidaron a toda la centuria romana. El caudillo quiso entonces regresar al fragor de la batalla, pero los suyos se lo impidieron. No sería más que un suicidio el intento de atravesar el cerco romano. Era mejor alejarse de aquel lugar para refugiarse en las montañas. Allí podrían hacerse fuertes otra vez contra los invasores. Medulio, con gran dolor de su corazón, cedió a los consejos de sus guerreros, que todos juntos pusieron rumbo a las montañas del poniente, hacia el monte Medullius.
El resto de astures quedó aprisionado en el cerco de los romanos. Seguían luchando con ardor y fuerza, pero la desaparición de su caudillo comenzó a minarles la moral. En ausencia de Medulio, el jefe de los astures transmontanos tomó el mando. Al ver que el ejército romano se les echaba encima y que los suyos decaían en su estado de ánimo, ordenó la retirada y que todos se refugiaran en Lancia. Los astures se hicieron fuertes en la ciudad, que fue cercada por el ejército romano. Después de tener sitiada la ciudad durante varios días, Publio Carisio ordenó su ataque. Los astures lucharon hasta la muerte. Su valor fue digno de encomio, en especial el del jefe transmontano, que murió degollando romanos. Después de su muerte, los astures aún siguieron combatiendo con ímpetu y ardor, pero la superioridad de los romanos se impuso. La mayor parte de los guerreros astures prefirió darse la muerte antes que someterse a los invasores. Lancia fue tomada por éstos y los pocos habitantes que en ella quedaban fueron hechos prisioneros. Muchos romanos querían destruir y asolar la ciudad como escarmiento, pero Publio Carisio decidió dejarla en pie ad maiorem gloriam Romae.


MEDULIO, CAUDILLO DE LOS ASTURES. Capítulo 20




                                                                      20



¿Cómo fue la reunión, Fusco? —le preguntó Magilo.
No muy bien —respondió aquél—. Al final impuso su voluntad por encima de todos.
Ya te lo advertí. Medulio es un hombre muy vanidoso. Se cree superior a todos los demás y no admite que nadie lo contradiga.
Pues al final lo ha conseguido. Todos agacharon la cabeza como corderitos ante él y ha conseguido erigirse en jefe político y militar de todos nosotros.
¿Cómo dices? —exclamó sorprendido Magilo.
Lo que oyes. Se ha proclamado caudillo de los astures y todos le han rendido pleitesía. Tan sólo yo me opuse. Al principio parecía que muchos estaban conmigo, pero en cuanto les metió algo de miedo en el cuerpo, cambiaron de opinión y se rindieron ante sus pies.
¡Vaya, vaya, vaya! Así que ahora no sólo es el jefe militar, sino que también se ha convertido en jefe político de todo nuestro pueblo. Y todos le han dado su conformidad. ¡Pues quedaría bien satisfecho!
Te lo puedes imaginar. Se ha proclamado caudillo de todos los astures.
¡Caudillo nada menos! —rio con sorna Magilo— ¡Menudo engreído! Tenemos que hacer algo para bajarle esos humos.
¿Y qué quieres hacer si estamos solos?
Ya se me ocurrirá alguna treta.
Los dos hombres conspiraban animadamente contra su jefe supremo. Magilo llegó a aquellas tierras poco después de su expulsión del campamento militar. Era oriundo de Brigaecium y allí se había dirigido cuando lo desterraron. En ningún momento reveló el motivo de su regreso a los suyos por temor a que lo delataran. Tan sólo se lo había contado a Fusco, que era el jefe de la tribu. Fusco acababa de ser elegido jefe como consecuencia del fallecimiento de su predecesor. Era novato en el puesto y necesitaba de alguien que lo asesorara. Ese alguien lo encontró en el soldado felón y traidor. Magilo no tardó en ganarse la confianza de su jefe. Sabía que acercándose a él iba a estar seguro y protegido. A cambio aconsejaría a Fusco en todas sus decisiones. El acuerdo era ventajoso para ambos.
No tardó mucho tiempo Magilo en relatar lo ocurrido en el campamento a su nuevo amigo. Pero, claro, su relato no se acercaba ni con mucho a la verdad. Le contó a Fusco una historia tergiversada y torticera de lo ocurrido. Como era de esperar, en aquella historia Medulio no salió muy bien parado. Ya se las arregló el felón para cargar las tintas sobre él y convertirlo en el malo de lo sucedido. En ningún momento salió a relucir que ellos fueron los traidores y mucho menos que Medulio le había perdonado la vida a cambio del destierro. Ni siquiera le comentó al jefe de los brigaecinos que había sido desterrado de todo el territorio astur. Fusco se lo creyó todo y se dejó engañar por las palabras lisonjeras del traidor. Poco a poco le fue cobrando confianza hasta el punto que no decidía nada sin consultar con él. Así, pues, la influencia de Magilo en las decisiones de Fusco fue decisiva.
Cuando llegó la orden de la convocatoria de parte de Medulio, Magilo se apresuró a recomendar encarecidamente a su jefe que no se le ocurriera comentar con nadie, y mucho menos con Medulio, que él se encontraba allí. Fusco se sorprendió un poco, pero no quiso hacerle ninguna pregunta al respecto. Sus razones tendría cuando no quería que nadie supiera de su existencia. Le prometió que por su boca nadie iba a saber dónde se hallaba. Magilo quedó más tranquilo, pero no descansó hasta que no vio de vuelta a su jefe en casa. Es la condición de todo traidor, que piensa que todo el mundo lo va a traicionar.
Y bien, ¿no se te ocurre nada, Magilo? —le preguntó Fusco después de un largo silencio.
Ya te he dicho que algo se me ocurrirá, pero deberías contarme qué más pasó en la reunión y qué más os pidió o prometió Medulio.
No nos pidió, nos ordenó que, si hay declaración de guerra, debemos reunir el máximo número posible de hombres capaces de empuñar las armas para incrementar las fuerzas del ejército. Nos dijo que cada uno de nosotros seríamos el general de nuestras propias tropas. Además, nos ha ordenado enviarle ya un buen número de jóvenes para aumentar el ejército.
Pues no pide poco. Y tú, ¿qué piensas hacer?
Bueno, en principio cumplir con lo ordenado. ¿Qué voy a hacer?
Eso ya lo veremos.
¿Cómo que ya lo veremos? Juró que si alguno se negaba, sería deshonrado y posteriormente ejecutado. No tengo ganas de pasar por esa afrenta.
No te preocupes. No pasarás por ella. Los efectivos que te ha pedido ahora se los vas a enviar. Pero no es necesario que te excedas en el número. Procura ser más bien parco.
¿Y el resto, si se declara la guerra?
Magilo sonrió maliciosamente. Sobre ese particular ya había maquinado algo.
El resto no se lo enviaremos.
¿Cómo que no se lo enviaremos?
En efecto, no se lo enviaremos. Cuando se declare la guerra, si se declara, optaremos por el mejor postor. Y el mejor postor, Fusco, no es Medulio. El mejor postor son los romanos.
Pero, ¿cómo vamos a traicionar a nuestro pueblo? ¿Te has vuelto loco?
Magilo volvió a sonreír. Había encontrado el medio de vengarse de Medulio. Se iba a enterar de lo que era bueno.
No me he vuelto loco, Fusco. Simplemente uno tiene que estar con los ganadores. Y los ganadores no van a ser los nuestros, no te equivoques. Los ganadores van a ser los romanos, nos guste o no. Así que yo me pongo de parte de éstos, que son los que nos pueden favorecer en el futuro.
¿Y nuestro honor?
Olvida nuestro honor, Fusco. Lo que importa es vivir y para eso hay que estar con los ganadores y no con los perdedores. ¿De qué te sirve el honor si estás muerto?
En el fondo tienes razón, Magilo. Pero, ¡me cuesta tanto traicionar a los nuestros…!
En la conciencia de Fusco aún no cabía la idea tan vil de la alta traición a su pueblo y a su gente.
Pues procura que no te cueste, porque esa traición te salvará la vida y eso es lo único que importa.
No sé, no sé. Me da miedo todo lo que me estás proponiendo.
—No tienes nada que temer.
¿Y si sale mal la traición y nos descubren?
Mala suerte. Pero no tiene por qué salir mal. Ya te he dicho que los que van a ganar van a ser los romanos. Así que, si te pones de su parte, no puede salir mal.
Parece que lo ves todo muy fácil y que lo tienes todo previsto, pero yo sigo pensando que no es honroso lo que me estás proponiendo.
No será honroso, pero es lo más conveniente. Tú mismo. ¿Qué prefieres, honra con muerte o vivir mucho tiempo una vida feliz?
No sé. Sigo pensando que no está bien lo que propones.
El jefe de los brigecinos no acababa de estar de acuerdo con el plan del conspirador.
Entonces, ¿estás con Medulio o conmigo?
Déjame que lo piense. Tengo muchas dudas.
Al día siguiente Fusco y Magilo continuaron con su conspiración. El primero había pasado toda la noche dándole vueltas al tema hasta que había llegado a una conclusión.
Tienes razón, Magilo —le dijo nada más encontrarse—. Es mejor estar en el bando de los ganadores que en el de los perdedores y está muy claro que los ganadores van a ser los romanos. El mismo Medulio nos lo confirmó. Los romanos son muy superiores a nosotros en número de efectivos. Tienen una maquinaria de guerra mucho mejor preparada que la nuestra y están mucho mejor organizados que nosotros. No cabe duda que la victoria se decanta hacia su lado.
Pues claro, Fusco. Los romanos serán los vencedores en esta guerra y, cuando eso ocurra, es mejor encontrarse en su bando que en el contrario.
Estoy totalmente de acuerdo contigo. Ahora bien, ¿cómo llevaremos a cabo nuestro plan?
El traidor permaneció pensativo unos instantes.
¿No os dio alguna pista Medulio?
No que yo recuerde. Bueno, dijo que si había declaración de guerra, nos lo haría saber y nos comunicaría el lugar de encuentro.
Pues es suficiente. Cuando recibas la convocatoria, no acudirás a ella, sino que nos uniremos al ejército romano y les daremos a conocer el lugar de reunión de las tropas de Medulio. Con eso basta. Lo demás ya correrá por cuenta del enemigo.
Tienes razón. No había caído en ello.
Los dos conspiradores estrecharon sus manos en señal de aprobación de su plan y de la hermandad que a partir de ese momento había nacido entre ellos. La felonía estaba fraguada. Ahora sólo faltaba que llegara el momento de ponerla en práctica.


MEDULIO, CAUDILLO DE LOS ASTURES. Capítulo 19



                                                                      19



Tres años habían transcurrido desde la batalla de Bedunia. La presión de los romanos sobre los cántabros y astures se acentuaba cada vez más. El propio Octavio Augusto se había trasladado hasta Hispania para dirigir la guerra. Estableció sus reales en Segisama, desde donde dirigiría todas las operaciones militares para derrotar definitivamente a los cántabros. El movimiento de tropas era inmenso. Hasta setenta u ochenta mil hombres. La maquinaria de guerra era aplastante. No obstante, los montañeses resistían sus ataques. La guerra se presentía larga.
Medulio estaba inquieto. Sabedor de los movimientos de los romanos contra el pueblo cántabro, era consciente que no tardarían en enfrentarse a ellos también. Había que tomar medidas urgentes. El número de soldados que tenía en su campamento era insuficiente para hacer frente a un combate de aquella magnitud. Era necesario aumentar los efectivos militares. Para ello tendría que reunir a los jefes de las tribus. Había que organizarse o perecerían irremisiblemente ante una embestida de los romanos.
Clouto, convoca una reunión con todos los jefes de tribu —le dijo a su lugarteniente.
A la orden, mi general, pero no será nada fácil. Algunos puede que se resistan a asistir. Ya sabes que hay cierto descontento por parte de alguno de ellos.
Transmite en esa orden que es de vital importancia este encuentro para la supervivencia de nuestro pueblo. Es más, la cursarás también a las tribus transmontanas.
De acuerdo, mi general, así se hará, aunque no estoy seguro que sea acatada por todos.
Medulio mostraba ciertos signos de ira y desesperación ante los reparos que su lugarteniente le ponía. Se levantó de su asiento y empezó a dar vueltas por la tienda con señales de gran nerviosismo.
—Ya sé que no tengo autoridad sobre los civiles, pero en esa orden les harás saber a todos los jefes de tribus cismontanas que el que no acuda a esta reunión será ejecutado.
Pero, mi general, esto puede provocar una sublevación.
—Puede que sí, pero no tengo otra alternativa. Y ahora haz que se cumplan mis órdenes.
—Sí, señor.
Clouto puso inmediatamente en marcha los dispositivos necesarios para que la orden de su comandante en jefe llegara a todos los rincones del territorio astur. Envió emisarios a todos y cada uno de los jefes cismontanos y también a los transmontanos, aunque para éstos la orden no era tan severa. Pasadas un par de semanas, ya se hallaban congregados en el campamento del Tortus todos los jefes tribales de los astures cismontanos y tres transmontanos, que representaban a las tres principales gens de aquella zona del territorio. La mayor parte de los asistentes eran los mismos que se habían reunido allí años atrás con Elaeso. Tan sólo faltaban Alán, que había fallecido recientemente, y el jefe de los brigaecinos, que había sido relevado por Fusco. Todos los demás ya conocían el lugar y recordaban el concejo allí celebrado para crear precisamente aquel campamento.
Bien, señores —comenzó a decir Medulio—, os he convocado aquí a todos, porque la situación es muy grave.
Será todo lo grave que quieras —interrumpió Fusco—, pero tú no tienes autoridad sobre nosotros y no nos puedes obligar a acudir aquí bajo presiones y amenazas, como has hecho.
Bien dicho —aplaudieron algunos jefes más.
Medulio clavó su fulgurante mirada en Fusco como si quisiera atravesarlo con ella. Éste se quedó como petrificado. Los demás que habían secundado su intervención no sabían dónde esconderse. Todos comprendieron que el general estaba enfurecido, que no estaba para bromas ni para disensiones.
Como os decía —continuó—, la situación es muy grave. Debemos tomar urgentemente medidas drásticas para hacer frente al ejército invasor. En ello nos va la vida. Como veo que aquí hay más de uno que quiere ser gallito, lo primero que os voy a proponer es que a partir de este momento yo seré el caudillo de todos vosotros. ¿Estáis de acuerdo?
Un murmullo general recorrió el concejo. Ninguno se lo esperaba. Aquella propuesta sorprendió a todos. Nombrar un caudillo significaba que ellos perdían autoridad y autonomía, que casi ninguno estaba dispuesto a ceder. Medulio se había propasado en sus aspiraciones, según ellos. ¿Cómo se atrevía a erigirse en jefe no sólo militar sino civil de todos los astures? No podía ser. La mayoría no estaban dispuestos a ceder atribuciones.
Bien, señores, ¿qué decidís? —preguntó Medulio al ver que los jefes seguían conversando entre ellos sin dar una respuesta.
Bueno, estamos deliberando —arguyó el jefe de los lancienses—. La propuesta nos ha pillado por sorpresa. Queríamos comentarla más despacio.
No hay nada que comentar —replicó Medulio—. Estamos ante las puertas de un ataque en serio de los romanos. Ellos, además de ser muy superiores a nosotros, están perfectamente organizados. Por si eso fuera poco, ha venido personalmente a dirigir la guerra Octavio Augusto, su jefe supremo. ¿Creéis que nosotros, pocos y desorganizados, vamos a poder vencerlos? Ni lo soñéis. Necesitamos aumentar nuestros efectivos. Necesitamos organizarnos. Y para eso hay que nombrar a alguien que lo organice y dirija todo. Decidme, ¿alguien de vosotros es capaz de hacerlo?
Todos permanecieron en silencio. Se daban cuenta que Medulio tenía razón. Sin un jefe supremo, desorganizados cada uno por su lado, poco podrían conseguir. Después de unos breves comentarios entre ellos, el jefe de los lancienses volvió a hablar en nombre de todos.
Creemos que tienes razón, Medulio. Necesitamos a alguien que nos coordine y dirija a todos y pensamos que la persona más idónea para hacerlo eres tú. Así que estamos de acuerdo con que tú seas nuestro caudillo.
Un murmullo general cundió por la asamblea. A pesar de que todos estaban de acuerdo, sin embargo no dejaba de haber ciertas reticencias, sobre todo por parte de Fusco. Poco a poco los demás lo fueron convenciendo hasta que terminó por aceptar el nombramiento de Medulio como caudillo de todos los astures.
Ahora quiero pediros otro favor —continuó Medulio—. Tenéis que proporcionarme más hombres. Dispongo de seis mil. Debería tener unos doce mil, que es el equivalente aproximado a dos legiones romanas. Así que necesitaría incrementar mis efectivos en otros seis mil hombres.
Nuevo murmullo entre los asistentes. Todos se resistían a aportar más hombres para el ejército. Ésta era la tercera leva que se hacía. Sus tribus estaban diezmadas. Cada vez quedaban menos hombres en ellas.
Os recuerdo que el ejército romano que ha declarado la guerra a nuestros vecinos cántabros cuenta con un total de unos setenta u ochenta mil soldados. Si nos atacaran a nosotros con ese número, nos aplastarían como a gusanos. Considero que un ejército profesional de unos doce mil hombres sería lo mínimo que debería tener para hacer frente a un ejército bien organizado, como es el de los romanos.
¿Y crees que con doce mil hombres podrías hacer frente a un ejército así? —interpeló el jefe de los zoelas.
Claro que no —contestó Medulio—. Ése es el ejército regular que considero imprescindible. En caso de guerra, tendréis que aportar el mayor número de hombres posible de vuestras tribus. No deberíamos enfrentarnos al ejército romano con menos de treinta o cuarenta mil combatientes.
¿De dónde vamos a sacar todos esos hombres? —preguntó el jefe de los iburros.
De vuestras tribus.
Pero, ¡si no somos tantos! —replicó aquél.
Sí somos —le ratificó Medulio—. Además, están nuestros hermanos transmontanos que también pueden enviarnos tropas.
Así lo haremos en caso de guerra —comentó el jefe de los pésicos.
Un breve silencio se interpuso entre los reunidos. Poco a poco se animó la conversación entre ellos, hasta que el general, ya caudillo, interrumpió su charla.
Una última consideración quiero haceros antes de dar por terminada esta asamblea —los asistentes permanecieron expectantes—. En caso de declaración de guerra, todos los varones capaces de empuñar las armas quedarán militarizados en el acto. Eso quiere decir que nadie que sea llamado a la guerra podrá negarse, bajo pena de muerte de no hacerlo. Vosotros, como jefes de vuestras tribus, seréis los únicos responsables de que esa orden se cumpla. Quien no lo hiciere, caería en la mayor de las ignominias, aparte de que sería ejecutado inexorablemente. ¿Queda bien entendido?
Sí, señor —contestaron todos los presentes.
Bien, pues en caso de que se produzca una militarización, cada uno de vosotros reclutará el máximo número de hombres posible de vuestra tribu, del que os constituiréis en su general. Luego os reuniréis con el ejército regular en el lugar que se os indique. Espero que haya quedado bien claro.
Los jefes tribales asintieron a las palabras de Medulio. Después de una copiosa recepción con todos ellos, cada uno de ellos regresó a su territorio. Finalizada la celebración, el general se reunió con su lugarteniente para comunicarle los acuerdos a los que había llegado con los jefes de las tribus. Clouto se alegró de que la reunión hubiera sido satisfactoria y felicitó a su jefe por su nuevo cargo. A continuación Medulio se retiró a descansar al lado de su familia. Cuando vio a Elba, la estrechó entre sus brazos y la besó afectuosamente.
¿Cómo ha ido la reunión, cariño? —le preguntó ésta con ansiedad no exenta de impaciencia.
Muy bien —respondió él—. Casi mejor de lo que esperaba. Bueno, al principio hubo algo de oposición por parte de alguno, sobre todo por parte del jefe de los brigaecinos. El gallito nos ha salido un poco respondón. No me fío mucho de él. Pero, en general, parece que todos han aceptado bastante bien mi propuesta.
Así, ¿han aceptado que seas su caudillo?
Sí, amor mío —le dio un beso—. De entrada se opusieron todos, pero no tardé en convencerlos. Después de mis argumentos y razones, todos aceptaron mi propuesta. Cariño, ya soy el jefe político y militar de todos los astures.
¡Enhorabuena, amor mío! —ambos se fundieron en un prolongado beso y abrazo. Vino a sacarlos de su idilio la entrada de la niña.
¡Hola, padre! —saludó al llegar junto a ellos—. ¡Mira lo que he encontrado!
La niña mostraba a sus padres algo que llevaban en sus manitas. Su padre, al verla, se desprendió de los brazos de su mujer y tomó a Alda en los suyos. Después le dio varios besos, al tiempo que le hacía carantoñas y fiestas. La niña reía y gritaba a un tiempo. Padres e hija se sentían felices mientras disfrutaban de aquel momento de dicha.


MEDULIO, CAUDILLO DE LOS ASTURES. Capítulo 18


                                                                      18


Clouto llamó urgentemente a Toreno. Había observado movimientos muy sospechosos poco después de la partida de la comitiva que portaba los restos de Elaeso. Algunos hombres del entorno de Gordón se movían de un lado para otro sin motivo aparente y no hacían más que frecuentar la tienda del conspirador.
¿Qué pasa, Clouto? ¿Por qué me has mandado llamar con tanta urgencia? —le preguntó Toreno a su amigo cuando entraba en su tienda.
Toreno, me parece que Gordón trama algo. Hay mucho movimiento en su tienda y sus secuaces no hacen más que ir y venir. Seguro que están tramando algo.
Es muy probable. ¿Qué quieres que haga?
Mira, Toreno, como yo no puedo abandonar el puesto de mando y sé que no tardarán en venir por mí, te ordeno que salgas del campamento lo más sigilosamente posible y que te refugies en el poblado hasta la llegada de Medulio. Cuando regrese, lo pondrás al corriente de lo que está ocurriendo aquí, porque estoy seguro que va a suceder algo muy pronto de consecuencias impredecibles.
De acuerdo, amigo. Así lo haré.
Bien, Toreno, pues date prisa, porque en cualquier momento esa gente se va a presentar aquí y si nos encuentran a los dos, se habrá perdido toda esperanza de poder avisar a Medulio. Vete ya.
A la orden, Clouto.
Toreno abandonó la tienda de Clouto con intención de salir del campamento. Como le había advertido su amigo, tomó todas las precauciones posibles. Antes de abandonar el recinto, pudo observar, como le había vaticinado Clouto, que un grupo del círculo de Gordón con él a la cabeza se dirigía con premura a la tienda de mando. No quiso ver más. Con toda la rapidez que le permitieron sus piernas puso tierra de por medio y en pocos minutos se hallaba lejos del campamento. Se cercioró bien de que nadie lo siguiera. Poco después se refugiaba en casa de Alán, donde sabía que haría un alto la comitiva que había acompañado los restos de Elaeso a su lugar de origen.
Entretanto en el campamento ocurrían los acontecimientos que Clouto sospechó. No muy bien había abandonado Toreno la tienda de éste, cuando se presentó allí Gordón con sus esbirros. Clouto trató de oponer resistencia, pero no le sirvió de nada dada la superioridad de sus atacantes.
—¡Desarmadlo y atadlo de pies y manos! —ordenó Gordón a sus secuaces.
¿Qué es lo que os proponéis? —protestó Clouto, que se resistía a ser detenido.
¿A ti qué te parece? —le preguntó con sorna Gordón.
¡Traidor! —gritó Clouto.
Uno de los que lo sujetaba le propinó un fuerte bofetón en la cara.
¡Cierra la boca! —le conminó Gordón—. Te irá mejor. Tu momento de gloria se ha acabado, como el de tu amigo Medulio. A partir de ahora quien va a mandar aquí voy a ser yo. ¡Encerradlo! —ordenó a los que lo habían maniatado.
Antes de proceder a la detención de Clouto, los sublevados se habían hecho con el Cuerpo de Guardia del campamento. Ése era el trajín de los hombres de Gordón que Clouto había observado en los momentos que precedieron a su detención. Una vez apoderados del puesto de guardia, procedieron a su detención. Conseguidos sus objetivos, Gordón hizo reunir a todos los soldados del campamento para comunicarles los cambios producidos y que a partir de aquel momento él era el comandante en jefe. La mayoría de los presentes no aprobaba el golpe de mando, pero no tenían más opción que aceptarlo. Los habían formado para obedecer ciegamente a sus superiores y no para cuestionar sus decisiones. Así, pues, aceptaron resignadamente los hechos.
Cinco días habían transcurrido desde que Medulio y su séquito abandonaran el campamento. Cuando llegaron a casa de Alán, Toreno puso a su jefe al corriente de los hechos tan graves ocurridos en el campamento. El general ya se esperaba que algo así podría ocurrir en su ausencia, por lo que no se inmutó ante la noticia. Sencillamente se cumplió el presentimiento que él tenía.
Ya me temía que algo así podría ocurrir —comentó con asombrosa tranquilidad—. Tendremos que organizar un plan para recuperar el mando. Gordón pagará cara esta traición. Debería haberle hecho caso a Clouto y haberle parado los pies hace tiempo, pero el respeto a mi padre me impidió hacerlo. Ahora ha llegado el momento y os juro que lo va a pagar muy caro.
¿Qué puedes hacer? —insinuó Alán—. Ellos son muchos y tú no tienes más que un puñado de tu gente. Acabarán con vosotros en un abrir y cerrar de ojos.
No te preocupes, Alán, ya urdiré algún plan. De todas maneras, ellos no son tantos. Puede que sean menos que los que estamos aquí. La mayoría de los soldados está conmigo y no con él.
Entonces, ¿por qué no se han opuesto al golpe y han sometido al traidor? —replicó Alán.
Buena pregunta, querido suegro. No lo han hecho porque los soldados están formados para obedecer y no para tomar decisiones. Aunque no estén de acuerdo, obedecerán a quien los mande. Pero no te preocupes, Alán, que aquí sí que hay quien puede tomar decisiones y las tomará. De eso puedes estar bien seguro.
¡Que los dioses te oigan, Medulio! Espero por tu bien que tengas éxito en la operación.
Lo tendré, querido suegro. No te quepa la menor duda.
Medulio diseñó un plan para entrar aquella misma noche en el campamento y hacerse con el mando. Lo primero de todo era jugar con el factor sorpresa, que estaba de su parte. Aunque los sublevados estarían expectantes ante su posible llegada, ignoraban que Medulio estuviera advertido de lo ocurrido. Por eso esperaban que entrara descuidadamente en el recinto militar, momento que aprovecharían para detenerlo. Nadie sospechaba que podría ocurrir de otra manera. Una vez dentro, se harían inmediatamente con el Cuerpo de Guardia. Luego, sin levantar sospechas y con todo el sigilo del mundo, se dirigirían al puesto de mando y reducirían a todos sus ocupantes. La operación no podía fallar. Además, el general contaba con los mejores hombres de su ejército, que eran todos sus paisanos y compatriotas. También contaba con el valor y la lealtad de Toreno.
Entrada la noche, Medulio y el grupo de sus leales penetraron en el campamento para llevar a cabo el plan diseñado. Todo les salió como habían previsto. En menos de diez minutos se habían hecho con el Cuerpo de Guardia y con el puesto de mando. Gordón no podía creerlo. No entendía cómo podían haber llegado hasta allí sin ser advertidos ni tampoco cómo se habían podido enterar de su golpe de mando. Desde que se hizo con el campamento, nadie había entrado ni salido de él. —¿Cómo era posible, entonces, que Medulio lo supiera?—, se preguntaba. De todas maneras, eso ya no importaba. Él y su grupo habían sido reducidos.
A la mañana siguiente, sin pérdida de tiempo, Medulio ordenó formar a todas sus tropas. Era el momento de ajustar cuentas. Una vez reunidos todos ante su tienda, ordenó llevar ante él a los detenidos. Aparentemente estaba sereno, pero en su interior ardía de furia contra Gordón. Apenas había conciliado el sueño durante toda la noche en espera de aquel momento. Hacía tiempo que debería haber terminado con las insidias de su enemigo. Por fin había llegado el momento de hacerlo.
Esto sólo va con nosotros dos —le dijo a Gordón cuando lo tuvo ante sí—. Ahora vamos a ver quién es el valiente y quién el cobarde. Se acabaron tus bravuconadas. Soltadlo para que pueda luchar conmigo cuerpo a cuerpo.
Los guardianes le cortaron las ligaduras. Los ojos de Gordón estaban inyectados en sangre por la rabia. Cuando se vio libre de las ligaduras, se frotó las manos y las muñecas para desentumecerlas. Comenzó a dar vueltas alrededor de Medulio como para sopesar sus posibilidades de atacarle o encontrar los puntos débiles de aquél. Sin previo aviso se lanzó sobre el gigante, que rechazó su embestida con un fuerte puñetazo en la cabeza. Gordón retrocedió medio aturdido, pero el golpe encendió más su ira, por lo que volvió a arremeter contra su enemigo. Medulio lo levantó en vilo y lo arrojó de espaldas contra el suelo. El felón se retorcía de dolor, pero se irguió para atacar de nuevo a su oponente con más rabia todavía. Entonces Medulio comenzó a propinarle una serie de golpes que parecían mazazos en la cabeza y en el pecho. Gordón logró devolverle alguno, no obstante sus fuerzas eran infinitamente menores y, además, ya estaba bastante desfallecido. Caía una y otra vez a tierra y cada vez le costaba más esfuerzo levantarse. En uno de esos momentos uno de sus secuaces le lanzó un puñal. Gordón logró cogerlo y, sacando fuerzas de flaqueza, se lanzó contra su adversario. El movimiento fue tan rápido, que Medulio no pudo evitar que lo hiriera levemente en el brazo izquierdo. Aquello pareció avivar más su furia. Tomó a Gordón por el brazo arrebatándole el puñal, que lanzó con rabia a los lejos. Luego lo giró de espaldas y le pasó su nervudo brazo por el cuello. Todos estaban expectantes de lo que podía ocurrir. Entonces el gigante, ya cansado de tanto espectáculo, con un rápido movimiento le rompió el cuello al traidor, que cayó desplomado en tierra. La diversión se había acabado. Se había hecho justicia.
La guardia entretanto detuvo al que había lanzado el puñal a Gordón. Al acabar el combate, se lo presentaron a Medulio.
¡Que lo ejecuten! —ordenó sin más preámbulos. Después de dirigir una mirada a todas sus tropas, preguntó—: ¿dónde está el que se hizo cargo del Cuerpo de Guardia durante la rebelión?
¡Aquí está, señor! —dos miembros del citado cuerpo condujeron a Magilo ante él.
Bien, soltadlo —el traidor se quedó de pie ante su jefe—. Te ordeno que salgas de las tierras de los astures —continuó Medulio— y que nunca más vuelvas a poner los pies en ellas. Si alguna vez lo hicieres, serás ejecutado.
Magilo se postró a sus pies en un acto de sumisión y agradecimiento.
¡Lleváoslo de aquí y que se cumpla inmediatamente la sentencia! —gritó—. Los demás que participaron en la sublevación quedan absueltos.
Un murmullo general se extendió por toda la concurrencia. Si hasta entonces habían aplaudido todo lo que había hecho su jefe, este gesto de benevolencia los dejó a todos anonadados. No esperaban que tuviera clemencia para ninguno de los implicados. Hasta el propio Clouto se quedó sin saber qué decir. Medulio siempre sorprendía por sus actos.
Acompáñame, Clouto —invitó a su amigo—, que tenemos mucho que hacer.
Clouto se acercó a él todavía incrédulo por la decisión final.
—Pero, ¿no vas a castigar a todos ésos? —insinuó casi sin poder creer lo que veía.
No —le contestó escuetamente Medulio.
No lo entiendo. Son tan culpables como el propio Gordón. Algún día pueden volver a tramar algo contra ti.
No lo creo, Clouto. La lección que han recibido hoy no se les va a olvidar tan fácilmente. Así que no merece la pena derramar más sangre. Éstos se convertirán en fieles vasallos. Ya lo verás, Clouto.
Espero que no te equivoques, pues podría costarte caro.
Basta ya de charlas estériles y vamos a trabajar, que hay mucho que hacer. Lo primero de todo es que comience la instrucción y se normalice la vidda del campamento. Cuanto más tiempo pase, más relajación habrá. Luego vienes a verme para diseñar las estrategias que vamos a seguir. ¿De acuerdo?
¡A la orden, mi general!
Bien, pues en marcha.
Clouto mandó formar a todas las compañías. Acto seguido les transmitió la orden de reanudar la instrucción. La normalidad volvía al campamento. Una vez comprobado que todo funcionaba correctamente, regresó a la tienda de Medulio.
Ya está todo en orden, señor —comentó al entrar.
Siéntate, Clouto —le invitó amablemente—. En primer lugar, gracias por la iniciativa que tuviste al enviar a Toreno fuera del campamento para que me avisara de lo que aquí había ocurrido.
Era mi deber, señor.
Tu deber y tu lealtad. Gracias, repito. De no haber sido por esa estrategia, tal vez hubiera triunfado la traición, pues habríamos entrado en el campamento sin tomar las precauciones debidas y eso nos podía haber costado la vida. Fue un gran acierto tu medida y te felicito por ello.
Gracias, señor.
Ahora vamos a centrarnos en el presente y en el futuro. Tenemos que reforzar los efectivos del campamento. Por cierto, aún no sé cuántas bajas hemos tenido. Necesito saberlo.
Sí, señor. Ordenaré que hagan un recuento exacto, aunque se calculan por encima de las cuatrocientas víctimas.
Bien, hoy mismo me darás el número exacto.
De acuerdo, señor.
Medulio se levantó de su asiento. Con las manos cruzadas a la espalda dio varias vueltas por el interior de la tienda. Su amigo lo contemplaba en silencio.
Clouto, vas a ordenar a Toreno que con dos hombres más recorra el país para reclutar a todos los hombres disponibles entre dieciocho y veintitrés años. Necesitamos aumentar urgentemente el número de soldados. Los romanos pueden volver a atacarnos y seguro que en ese caso no van a venir tan desprevenidos.
A sus órdenes, mi general.
Este ataque de los romanos no creo que haya sido por casualidad. Seguro que lo tenían bien planeado. Nunca nos habían atacado con tantos efectivos ni con tanta maquinaria de guerra. Hay que estar preparados en todo momento.
Sí, señor.
Efectivamente, los romanos habían lanzado aquel ataque a los astures con miras bastante altas. A diferencia de otras veces, que habían sido meros escarceos, en esta ocasión se habían propuesto vencer y liquidar a los astures. Pero se quedaron cortos en sus previsiones o tal vez subestimaron las fuerzas enemigas. Quizá no contaron con aquel ejército bien organizado de Elaeso. El caso es que les sirvió de lección y que el próximo ataque que llevaran a cabo no sería tan improvisado. La próxima vez irían mucho más en serio.
Medulio volvió a tomar asiento. Se le veía pensativo y preocupado. Se acercó aún más a su amigo para comunicarle su plan.
Clouto, tenemos que ubicar varios destacamentos en los puntos más estratégicos de nuestro territorio. No podemos quedarnos de brazos cruzados a recibir nuevos ataques sorpresa de nuestros enemigos.
Estoy totalmente de acuerdo, señor.
Vamos a situar estos destacamentos en los siguientes puntos: en Lancia, Brigaecium, Curunda y Bergidum.
—Me parece muy bien, señor.
En principio los dotaremos con veinticinco efectivos. Más adelante, si necesitan más, se los proporcionaremos. Su misión principal de momento será de vigilancia. Estarán atentos a cualquier movimiento de las tropas romanas. Cualquier amenaza que pueda producirse nos la comunicarán inmediatamente.
Sí, señor.
Los preparativos comenzarán ya. Quiero que en una semana como máximo se encuentren todos ellos en sus destinos.
De acuerdo, señor.
Pues, en marcha.
A la orden, señor.
Clouto se dirigió a la puerta de la tienda para cumplir las órdenes de Medulio.
Ah, se me olvidaba. Toreno debe partir como muy tarde mañana.
Sí, señor.
Clouto se despidió de su comandante en jefe con un saludo militar. Después comenzó a organizar y a poner en marcha todas las órdenes que aquél le había dado. Mientras tanto, Medulio daba vueltas en su tienda cabizbajo y pensativo. Por la tarde Clouto le comunicó el número exacto de bajas. Eran quinientas. Por tanto, en aquel momento contaban con mil quinientos efectivos. Eran muy pocos. Había que incrementar sustancialmente ese número. De lo contrario, estaban perdidos ante un ataque del enemigo. Medulio pedía a los dioses que esto no ocurriera inmediatamente. Al menos que le dieran tiempo para reorganizarse e incrementar sus fuerzas.
Transcurridos cinco meses, Toreno había logrado reclutar cuatro mil quinientos hombres. Medulio estaba plenamente satisfecho. Con aquellos efectivos bien preparados podía hacer frente sin problemas a una legión entera de los romanos. De momento, era suficiente. Pero no había que perder el tiempo. Esos hombres debían ser preparados de inmediato para la guerra. Así que la instrucción tenía que comenzar ya. El general impartió órdenes a sus jefes e instructores para que la actividad no cesara un momento en todo el campamento. El primer objetivo, el de incrementar los efectivos, se había alcanzado.

Medulio, preocupado por la organización del campamento y por la formación de sus tropas, tenía algo abandonada a su familia. Un día su mujer se lo echó en cara.
Parece como si no existiéramos para ti. No tienes ojos nada más que para tu ejército.
—No me digas eso, cariño. ¡Cómo no me vais a importar! —Medulio la besó levemente en los labios—. Lo que pasa que el ejército absorbe casi toda mi atención. Debe estar preparado para un posible ataque y el máximo responsable de esa preparación soy yo.
—¿Casi toda la atención? —exclamó Elba con cierto malhumor—. Yo diría que toda. Si apenas miras para nosotras.
Lo siento, cariño. A partir de ahora intentaré prestaros más atención, pero no puedo dejar de lado mis obligaciones. Piensa que la seguridad de todo nuestro pueblo está en mis manos. Es una carga muy pesada que no puedo alejar de mí.
Lo sé, cariño, pero me gustaría que también nos dedicaras algo más de tiempo a nosotras. Alda crece aquí a tu lado casi sin poder verte. Ella también necesita tus atenciones.
Tienes razón, querida. Intentaré estar más cerca de vosotras.
Medulio y Elba continuaron con sus reconvenciones y promesas, con sus pequeñas desavenencias y reconciliaciones familiares durante un breve espacio de tiempo. Luego él se dirigió a sus dependencias militares, mientras su mujer volvió a las tareas del hogar. La vida continuaba con su normalidad.