8
Habían
transcurrido casi dos meses desde nuestro primer beso. Aquel beso de
amor sincero y apasionado. Nuestras relaciones habían ido en
aumento. Bien es verdad que no todo había sido de color de rosa en
nuestro camino. También nos habíamos encontrado con más de una
espina. Espinas que sembraba la madre de Rosa del Mar.
Era una espléndida tarde de
finales de junio. El sol brillaba en el cielo azul. Un azul que no
acostumbraba a verse allí. Esperaba la llegada de Rosa del Mar junto
a la estación del funicular que asciende hasta lo alto del Igueldo.
Un mar de gente circulaba en mi derredor. La mayor parte eran
turistas extranjeros. Esos turistas que visten pantalón corto y
camisas de colores chillones. Mi vista no se cansaba de observar a
unos y a otros. Los había de todas las razas y colores, desde el
moreno y pequeño japonés hasta el alto y rubio nórdico.
Predominaban los europeos, altos y rubios, al igual que las mujeres
que los acompañaban. Yo me sentía insignificante ante ellos.
En esta contemplación me
hallaba cuando llegó Rosa del Mar. Tan embelesado estaba, que ni
siquiera advertí su presencia.
—Hay unas cuantas rubias
donde elegir, ¿verdad?
Me volví sobresaltado.
—Perdona, cariño. No te he
visto llegar.
—Ya me he dado cuenta de
ello. Con este plantel que tienes aquí…
—No es lo que te imaginas.
—¿Ah, no?
Me daba la sensación de que
estaba algo disgustada. Tal vez celosa.
—No, Rosa. Nunca me he
sentido atraído por esas rubias tan desorbitadas.
Deposité un cálido beso en
sus labios. Guardamos unos segundos de silencio. Ella fue quien lo
rompió.
—¿Nos vamos o quieres que
nos quedemos aquí toda la tarde?
—Podemos subir al Igueldo.
Hace unos momentos estaba pensando en ello.
—No me hace ninguna gracia.
Hoy estará aquello que no se podrá dar un paso.
—Tienes razón. Hay
demasiada gente.
—Nunca
me han gustado las aglomeraciones. Siempre tienes que ir a empellones
y no disfrutas de nada. Vamos a la ciudad —me dijo.
—Casi sería preferible ir a
la playa. ¡Vaya calor que hace!
—Ya iremos otro día. Hoy yo
no vengo preparada.
En verdad que no apetecía
salir de la fresca sombra del Igueldo. El sol calentaba con fuerza.
De cuando en cuando llegaban unas oleadas de aire tórrido del sur,
que sofocaban a uno aún más. Las playas estaban abarrotadas de
gente. Apenas se descubría un hueco libre en la arena. El agua
también estaba plagada de bañistas.
—¿Aquí querías venir tú?
—insinuó Rosa con cierto tono de mofa.
—¿Y por qué no?
—¡Si no se puede dar un
paso! No hay sitio ni para sentarse.
—Desde luego. Pero si
queremos venir no nos queda más remedio que aceptar esto.
—Ya te enseñaré yo un
sitio donde no nos molestará nadie.
Sin darnos cuenta nos hallamos
ante la iglesia de Santa María, construida a mediados del siglo
XVIII. Rosa del Mar quiso que entráramos a verla. Una vez dentro me
fue dando una serie de explicaciones de su valor escultórico y
arquitectónico. Confieso que me dejó maravillado. No conocía
aquella faceta de mi novia.
—¿Dónde has aprendido todo
esto? —le pregunté al salir a la calle.
—Lo he estudiado en arte. El
profesor que tuve nos llevaba a visitar los distintos monumentos y
museos de la ciudad. Decía que sólo así se podía aprender lo que
no enseñan los libros.
—Y no le faltaba razón.
—Si quieres podemos ir al
museo de San Telmo. Está aquí cerca.
Hicimos una visita al museo.
En el transcurso de la misma Rosa del Mar hizo gala de todos sus
conocimientos artísticos. Después proseguimos nuestro paseo hasta
el puente de María Cristina. Uno de los más artísticos que hay
sobre el Urumea. La marea estaba subiendo. Grandes espumarajos
flotaban en la superficie de la negruzca agua del río, que en
absoluto hacía allí honor a su nombre.
—¡Qué agua más sucia y
más pestilente lleva siempre este río!
—No me lo digas a mí que he
vivido varios años al lado de él.
—¿Y cómo hacías para
aguantar este olor?
—Soportarlo.
—Yo no sé si hubiera
podido. Acabamos de llegar y ya me dan náuseas.
La atraje hacia mí y le dije
quedo al oído.
—Te hubieras acostumbrado,
amor mío.
Dejamos el puente de María
Cristina atrás y seguimos hasta la desembocadura del Urumea. Allí
el negror de las aguas del río se iba perdiendo lentamente al
mezclarse con las verdosas del mar.
Poco
a poco nos fuimos acercando al rompeolas que hay detrás del Urgull.
Recostados sobre el muro contemplábamos el mar. Estaba casi en
calma. Las olas rompían una y otra vez en los bloques de hormigón.
Parecía que luchaban contra ellos como si se tratara de intrusos o
enemigos. Las gaviotas revoloteaban bulliciosas por encima de las
olas. A veces se posaban en el agua para capturar algún pececillo.
Dos balandras y algunas velas surcaban las tranquilas aguas. A lo
lejos se divisaba una gran columna de humo producida por un pesado
trasatlántico.
—Si no fuera tan tarde
subiríamos hasta el monumento del Sagrado Corazón.
—Otro día lo haremos,
cariño.
Nuestras miradas se dirigieron
hacia el poniente. El sol estaba a punto de llegar a su ocaso. El mar
se extendía majestuoso ante nuestra vista. Su color verdoso se
tornaba plateado por el reflejo de los rayos solares. Las crestas de
las olas se confundían con blancas gaviotas. El disco solar se
volvía rojizo por momentos. Su tamaño parecía aumentar. Estábamos
asistiendo a una fascinante puesta de sol sobre la superficie del
mar.
—¡Es preciosa esta puesta
de sol!
—Sí que lo es.
—¿La habías visto en
alguna ocasión?
—Sí, más de una vez.
—¡Qué maravilla! Fíjate
cómo desciende. Parece que se lo va a tragar el océano. Mira, ahora
se refleja en el agua.
—¡Uf! Casi me deslumbra.
Rosa del Mar se llevó las
manos a los ojos en ademán de protección. Los rayos del sol doraron
durante unos minutos la superficie del mar. Poco a poco su fulgor fue
desapareciendo. Tonalidades más oscuras se adueñaron del agua. Del
ocaso tan sólo quedaba un tono anaranjado en el poniente.
—¡Qué bonita puesta de
sol!
—¡Preciosa! Pero más
bonita eres tú.
La atraje hacia mí y nuestros
labios se unieron en un tierno y apasionado beso. Alguien carraspeó
a nuestro lado. No estábamos solos. Varias personas paseaban cerca
de nosotros o disfrutaban del bello atardecer.
—¿Nos vamos?
—Sí. Hoy mamá me va a
echar una buena reprimenda. Me dijo que a la puesta del sol estuviera
en casa y mira dónde estoy.
—No te preocupes. Ya verás
como es condescendiente.
Ya bien anochecido llegamos a
su casa. Rosa del Mar se despidió presurosa de mí. Yo no hice nada
por retenerla. Era demasiado tarde.
Por la mañana me despertaron
algunas voces no habituales en la pensión. Pasos rápidos se
percibían en el pasillo. Cuchicheos, prisas, cierto estrépito. No
sabía a qué atribuir aquel desorden. Quise salir al pasillo para
ver lo que pasaba. Pero me abstuve de hacerlo. Nadie había
solicitado mi presencia.
Los cuchicheos y prisas
cesaron poco a poco. Sólo se oía un rumor lejano. Parecía provenir
del comedor. A pesar de ser bastante temprano opté por levantarme.
El reciente alboroto y aquel lejano rumor me habían puesto algo
nervioso.
Al entrar en el salón me
encontré con un nutrido grupo de personas. Hablaban en tono bajo.
Estaban presentes la patrona, la madre de ésta, el navarro y ocho o
diez personas más que no conocía. Luego me enteré que eran vecinos
de la casa. Me acerqué al navarro, por ser con quien tenía algo más
de confianza, y en voz baja le pregunté qué significaba aquello.
—Antonio, pues, que le ha
dao un ataque —me contestó él algo impresionado todavía.
—Pero, ¿un ataque de qué?
—Un inflarto.
«Será un infarto de
miocardio», pensé yo. Permanecimos unos instantes en silencio.
—Los infartos suelen ser
peligrosos —comenté—. ¿Hace mucho que ocurrió eso?
—Ya hace un ratico, pues.
Hará una media hora que se lo han llevao pal hospital.
—¡Pobre Antonio!
—¡Qué le vamos a hacer!
Así es la vida, pues. Ayer tan contento, gastando bromas a unos y a
otros, y hoy, ya ves, a punto de irse pal otro barrio. ¡No somos
nada, Raúl!
Aquellas palabras del navarro
me impresionaron hondamente. A pesar de que la hora no era nada
propicia para tales reflexiones, me retiré a mi cuarto para meditar
un poco sobre la muerte. ¡Qué misterio aquél! En más de una
ocasión me había parado a pensar en ello y nunca había llegado a
una conclusión satisfactoria. ¿Podría existir la vida si no
existiera la muerte? ¿Son consecuencia o complemento una de la otra?
Es cierto que para morir hay que nacer. Pero ¿acaso no es menos
cierto que para nacer hay que morir? Si no existiera la muerte habría
que inventarla. Es, pues, necesaria. Y si es necesaria, ¿por qué
temerla tanto? ¿Qué es lo que nos aterra más, el hecho de morir o
la existencia de otra vida?
A la hora de comer me enteré
por Carmelo que el estado del andaluz había evolucionado
favorablemente. Dentro de la gravedad casi había desaparecido el
peligro. Había superado la crisis y se recuperaba paulatinamente.
—Deberíamos ir a visitalo
—insinuó Luis.
—Hoy no admiten visitas,
pues —musitó Carmelo—. Quizás mañana.
Apenas
se hablaba. Sólo se hacían escuetos comentarios. Las circunstancias
nos impedían ser más elocuentes.
Por la tarde me reuní con
Rosa del Mar. Mi semblante debía de ser el claro reflejo de mi alma.
—¿Qué te pasa? Pareces un
muerto.
—Hoy nos ha dado un susto de
muerte uno de los compañeros de la pensión. Ha sufrido un infarto
de miocardio y a poco más las diña.
La atraje hacia mí y la
oprimí contra mi pecho.
—¿Has pensado alguna vez en
la muerte, cariño?
—Nunca se me han ocurrido
tan horribles pensamientos.
Era lógico que pensara así.
Sus recién cumplidos dieciséis abriles no le permitían pensar de
otra manera. Amaba la vida y en aquel corazón joven no había un
solo rincón para la muerte. Tiempo habría para pensar en ella.
Pasamos la tarde en el
Igueldo, no lejos de su casa. Yo no me sentía con ánimo para ir a
otra parte. Fue una tarde aburrida. En mi mente había una idea fija
que no me abandonaba. Por más que Rosa del Mar hizo por distraerme,
no lo logró.
Una semana había permanecido
el andaluz en el hospital. Cuando regresó a casa parecía más un
cadáver que un ser vivo. Había perdido algunos kilos de los pocos
con los que ya contaba. Su cara, pálida y demacrada, era la propia
imagen de un difunto. Los pómulos salientes, la piel amarillenta,
los ojos hundidos. Inspiraba lástima su figura. Cuando entré a
verlo le hacía compañía Carmelo.
—Hola, Antonio. ¿Cómo van
esos ánimos?
—Pue mira, asín, asín —me
contestó con un hilillo de voz.
—¡Nada, hombre! De aquí a
unos días a correr por ahí otra vez.
—¡Ya veremo!, ¡ya veremo!
Su voz era apagada. Como si
saliera de una caverna.
—¡No faltaba más, pues! Ya
verás como antes de quince días estás como nuevo.
—¡Qué má quisiera yo,
Carmelo! Pero no va a ser tan fásil. Casi no tengo fuersa ni pa
hablar.
Era cierto. Su voz era muy
débil y resollaba al hablar.
—Será mejor que no lo
molestemos —insinué yo—. Podría perjudicarle.
—No, si no me molehtái. Ar
contrario, me haséi compañía.
A pesar de todo procuramos
guardar silencio. No convenía que hiciera muchos esfuerzos. Minutos
más tarde abandoné su cuarto. Una fuerte impresión llevaba en mi
ánimo. Tenía razón Carmelo: «¡no somos nada!».
© Julio Noel
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