martes, 2 de abril de 2019

En pos de un sueño. Capítulo 8



 8



        Habían transcurrido casi dos meses desde nuestro primer beso. Aquel beso de amor sincero y apasionado. Nuestras relaciones habían ido en aumento. Bien es verdad que no todo había sido de color de rosa en nuestro camino. También nos habíamos encontrado con más de una espina. Espinas que sembraba la madre de Rosa del Mar.
Era una espléndida tarde de finales de junio. El sol brillaba en el cielo azul. Un azul que no acostumbraba a verse allí. Esperaba la llegada de Rosa del Mar junto a la estación del funicular que asciende hasta lo alto del Igueldo. Un mar de gente circulaba en mi derredor. La mayor parte eran turistas extranjeros. Esos turistas que visten pantalón corto y camisas de colores chillones. Mi vista no se cansaba de observar a unos y a otros. Los había de todas las razas y colores, desde el moreno y pequeño japonés hasta el alto y rubio nórdico. Predominaban los europeos, altos y rubios, al igual que las mujeres que los acompañaban. Yo me sentía insignificante ante ellos.
En esta contemplación me hallaba cuando llegó Rosa del Mar. Tan embelesado estaba, que ni siquiera advertí su presencia.
Hay unas cuantas rubias donde elegir, ¿verdad?
Me volví sobresaltado.
Perdona, cariño. No te he visto llegar.
Ya me he dado cuenta de ello. Con este plantel que tienes aquí…
No es lo que te imaginas.
¿Ah, no?
Me daba la sensación de que estaba algo disgustada. Tal vez celosa.
No, Rosa. Nunca me he sentido atraído por esas rubias tan desorbitadas.
Deposité un cálido beso en sus labios. Guardamos unos segundos de silencio. Ella fue quien lo rompió.
¿Nos vamos o quieres que nos quedemos aquí toda la tarde?
Podemos subir al Igueldo. Hace unos momentos estaba pensando en ello.
No me hace ninguna gracia. Hoy estará aquello que no se podrá dar un paso.
Tienes razón. Hay demasiada gente.
—Nunca me han gustado las aglomeraciones. Siempre tienes que ir a empellones y no disfrutas de nada. Vamos a la ciudad —me dijo.
Casi sería preferible ir a la playa. ¡Vaya calor que hace!
Ya iremos otro día. Hoy yo no vengo preparada.
En verdad que no apetecía salir de la fresca sombra del Igueldo. El sol calentaba con fuerza. De cuando en cuando llegaban unas oleadas de aire tórrido del sur, que sofocaban a uno aún más. Las playas estaban abarrotadas de gente. Apenas se descubría un hueco libre en la arena. El agua también estaba plagada de bañistas.
¿Aquí querías venir tú? —insinuó Rosa con cierto tono de mofa.
¿Y por qué no?
¡Si no se puede dar un paso! No hay sitio ni para sentarse.
Desde luego. Pero si queremos venir no nos queda más remedio que aceptar esto.
Ya te enseñaré yo un sitio donde no nos molestará nadie.
Sin darnos cuenta nos hallamos ante la iglesia de Santa María, construida a mediados del siglo XVIII. Rosa del Mar quiso que entráramos a verla. Una vez dentro me fue dando una serie de explicaciones de su valor escultórico y arquitectónico. Confieso que me dejó maravillado. No conocía aquella faceta de mi novia.
¿Dónde has aprendido todo esto? —le pregunté al salir a la calle.
Lo he estudiado en arte. El profesor que tuve nos llevaba a visitar los distintos monumentos y museos de la ciudad. Decía que sólo así se podía aprender lo que no enseñan los libros.
Y no le faltaba razón.
Si quieres podemos ir al museo de San Telmo. Está aquí cerca.
Hicimos una visita al museo. En el transcurso de la misma Rosa del Mar hizo gala de todos sus conocimientos artísticos. Después proseguimos nuestro paseo hasta el puente de María Cristina. Uno de los más artísticos que hay sobre el Urumea. La marea estaba subiendo. Grandes espumarajos flotaban en la superficie de la negruzca agua del río, que en absoluto hacía allí honor a su nombre.
¡Qué agua más sucia y más pestilente lleva siempre este río!
No me lo digas a mí que he vivido varios años al lado de él.
¿Y cómo hacías para aguantar este olor?
Soportarlo.
Yo no sé si hubiera podido. Acabamos de llegar y ya me dan náuseas.
La atraje hacia mí y le dije quedo al oído.
Te hubieras acostumbrado, amor mío.
Dejamos el puente de María Cristina atrás y seguimos hasta la desembocadura del Urumea. Allí el negror de las aguas del río se iba perdiendo lentamente al mezclarse con las verdosas del mar.
Poco a poco nos fuimos acercando al rompeolas que hay detrás del Urgull. Recostados sobre el muro contemplábamos el mar. Estaba casi en calma. Las olas rompían una y otra vez en los bloques de hormigón. Parecía que luchaban contra ellos como si se tratara de intrusos o enemigos. Las gaviotas revoloteaban bulliciosas por encima de las olas. A veces se posaban en el agua para capturar algún pececillo. Dos balandras y algunas velas surcaban las tranquilas aguas. A lo lejos se divisaba una gran columna de humo producida por un pesado trasatlántico.
Si no fuera tan tarde subiríamos hasta el monumento del Sagrado Corazón.
Otro día lo haremos, cariño.
Nuestras miradas se dirigieron hacia el poniente. El sol estaba a punto de llegar a su ocaso. El mar se extendía majestuoso ante nuestra vista. Su color verdoso se tornaba plateado por el reflejo de los rayos solares. Las crestas de las olas se confundían con blancas gaviotas. El disco solar se volvía rojizo por momentos. Su tamaño parecía aumentar. Estábamos asistiendo a una fascinante puesta de sol sobre la superficie del mar.
¡Es preciosa esta puesta de sol!
Sí que lo es.
¿La habías visto en alguna ocasión?
Sí, más de una vez.
¡Qué maravilla! Fíjate cómo desciende. Parece que se lo va a tragar el océano. Mira, ahora se refleja en el agua.
¡Uf! Casi me deslumbra.
Rosa del Mar se llevó las manos a los ojos en ademán de protección. Los rayos del sol doraron durante unos minutos la superficie del mar. Poco a poco su fulgor fue desapareciendo. Tonalidades más oscuras se adueñaron del agua. Del ocaso tan sólo quedaba un tono anaranjado en el poniente.
¡Qué bonita puesta de sol!
¡Preciosa! Pero más bonita eres tú.
La atraje hacia mí y nuestros labios se unieron en un tierno y apasionado beso. Alguien carraspeó a nuestro lado. No estábamos solos. Varias personas paseaban cerca de nosotros o disfrutaban del bello atardecer.
¿Nos vamos?
Sí. Hoy mamá me va a echar una buena reprimenda. Me dijo que a la puesta del sol estuviera en casa y mira dónde estoy.
No te preocupes. Ya verás como es condescendiente.
Ya bien anochecido llegamos a su casa. Rosa del Mar se despidió presurosa de mí. Yo no hice nada por retenerla. Era demasiado tarde.
Por la mañana me despertaron algunas voces no habituales en la pensión. Pasos rápidos se percibían en el pasillo. Cuchicheos, prisas, cierto estrépito. No sabía a qué atribuir aquel desorden. Quise salir al pasillo para ver lo que pasaba. Pero me abstuve de hacerlo. Nadie había solicitado mi presencia.
Los cuchicheos y prisas cesaron poco a poco. Sólo se oía un rumor lejano. Parecía provenir del comedor. A pesar de ser bastante temprano opté por levantarme. El reciente alboroto y aquel lejano rumor me habían puesto algo nervioso.
Al entrar en el salón me encontré con un nutrido grupo de personas. Hablaban en tono bajo. Estaban presentes la patrona, la madre de ésta, el navarro y ocho o diez personas más que no conocía. Luego me enteré que eran vecinos de la casa. Me acerqué al navarro, por ser con quien tenía algo más de confianza, y en voz baja le pregunté qué significaba aquello.
Antonio, pues, que le ha dao un ataque —me contestó él algo impresionado todavía.
Pero, ¿un ataque de qué?
Un inflarto.
«Será un infarto de miocardio», pensé yo. Permanecimos unos instantes en silencio.
Los infartos suelen ser peligrosos —comenté—. ¿Hace mucho que ocurrió eso?
Ya hace un ratico, pues. Hará una media hora que se lo han llevao pal hospital.
¡Pobre Antonio!
¡Qué le vamos a hacer! Así es la vida, pues. Ayer tan contento, gastando bromas a unos y a otros, y hoy, ya ves, a punto de irse pal otro barrio. ¡No somos nada, Raúl!
Aquellas palabras del navarro me impresionaron hondamente. A pesar de que la hora no era nada propicia para tales reflexiones, me retiré a mi cuarto para meditar un poco sobre la muerte. ¡Qué misterio aquél! En más de una ocasión me había parado a pensar en ello y nunca había llegado a una conclusión satisfactoria. ¿Podría existir la vida si no existiera la muerte? ¿Son consecuencia o complemento una de la otra? Es cierto que para morir hay que nacer. Pero ¿acaso no es menos cierto que para nacer hay que morir? Si no existiera la muerte habría que inventarla. Es, pues, necesaria. Y si es necesaria, ¿por qué temerla tanto? ¿Qué es lo que nos aterra más, el hecho de morir o la existencia de otra vida?
A la hora de comer me enteré por Carmelo que el estado del andaluz había evolucionado favorablemente. Dentro de la gravedad casi había desaparecido el peligro. Había superado la crisis y se recuperaba paulatinamente.
Deberíamos ir a visitalo —insinuó Luis.
Hoy no admiten visitas, pues —musitó Carmelo—. Quizás mañana.
Apenas se hablaba. Sólo se hacían escuetos comentarios. Las circunstancias nos impedían ser más elocuentes.
Por la tarde me reuní con Rosa del Mar. Mi semblante debía de ser el claro reflejo de mi alma.
¿Qué te pasa? Pareces un muerto.
Hoy nos ha dado un susto de muerte uno de los compañeros de la pensión. Ha sufrido un infarto de miocardio y a poco más las diña.
La atraje hacia mí y la oprimí contra mi pecho.
¿Has pensado alguna vez en la muerte, cariño?
Nunca se me han ocurrido tan horribles pensamientos.
Era lógico que pensara así. Sus recién cumplidos dieciséis abriles no le permitían pensar de otra manera. Amaba la vida y en aquel corazón joven no había un solo rincón para la muerte. Tiempo habría para pensar en ella.
Pasamos la tarde en el Igueldo, no lejos de su casa. Yo no me sentía con ánimo para ir a otra parte. Fue una tarde aburrida. En mi mente había una idea fija que no me abandonaba. Por más que Rosa del Mar hizo por distraerme, no lo logró.
Una semana había permanecido el andaluz en el hospital. Cuando regresó a casa parecía más un cadáver que un ser vivo. Había perdido algunos kilos de los pocos con los que ya contaba. Su cara, pálida y demacrada, era la propia imagen de un difunto. Los pómulos salientes, la piel amarillenta, los ojos hundidos. Inspiraba lástima su figura. Cuando entré a verlo le hacía compañía Carmelo.
Hola, Antonio. ¿Cómo van esos ánimos?
Pue mira, asín, asín —me contestó con un hilillo de voz.
¡Nada, hombre! De aquí a unos días a correr por ahí otra vez.
¡Ya veremo!, ¡ya veremo!
Su voz era apagada. Como si saliera de una caverna.
¡No faltaba más, pues! Ya verás como antes de quince días estás como nuevo.
¡Qué má quisiera yo, Carmelo! Pero no va a ser tan fásil. Casi no tengo fuersa ni pa hablar.
Era cierto. Su voz era muy débil y resollaba al hablar.
Será mejor que no lo molestemos —insinué yo—. Podría perjudicarle.
No, si no me molehtái. Ar contrario, me haséi compañía.
A pesar de todo procuramos guardar silencio. No convenía que hiciera muchos esfuerzos. Minutos más tarde abandoné su cuarto. Una fuerte impresión llevaba en mi ánimo. Tenía razón Carmelo: «¡no somos nada!».


© Julio Noel 



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