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Era el año cincuenta y cinco
antes de la Era Cristiana. Elaeso capitaneaba un pequeño grupo de
guerreros de su gens.
Regresaba de una
incursión por territorio vacceo. Volvían satisfechos con el botín
obtenido, trigo y cebada principalmente, productos de los que
carecían y que tanto apreciaban. Con el trigo hacían un pan
rústico, pero que para ellos constituía un auténtico manjar, dado
que la mayor parte del año comían pan de centeno o un sucedáneo
fabricado con la harina de las bellotas. De la cebada obtenían una
rudimentaria cerveza a través de su fermentación, que consumían
con fruición, al igual que el pan de trigo, en las fiestas y
celebraciones religiosas dedicadas a sus dioses.
Cabalgaban por el valle de
Osimara. A unas dos millas de distancia del poblado astur, Elaeso
recibió la noticia por boca de unos campesinos que allí se
encontraban. Su mujer, Genoveva, estaba de parto. El jefe de los
gigurros dejó a sus acompañantes y corrió velozmente hacia el
castro donde residían. Cuando llegó a su casa, la partera ya alzaba
en brazos un hermoso niño recién nacido de alrededor de cuatro
kilos de peso y fuerte complexión. Elaeso no cabía en sí de gozo
al ver a su primogénito. Casi no podía creer lo que estaba viendo.
Por fin su mujer le había dado el vástago que tanto anhelaba.
Genoveva, exhausta, permanecía
en el lecho casi exánime rodeada de un charco de sangre. La partera
la limpiaba mientras le daba un caldo de gallina para que repusiera
sus fuerzas. Luego le acercó el hijo al pecho para que lo amamantara
y para que éste recibiera el contacto y el calor de su madre. Al
cabo de un rato, madre e hijo se fundieron en un abrazo y en un sueño
reparador.
Elaeso, que no había parado
un instante desde su llegada, se acostó al fin al lado de la madre y
el hijo para pasar la noche junto a ellos, pero no pudo conciliar el
sueño por la gran emoción que sentía. Por la mañana con las
primeras luces, después de haber amamantado al niño, el padre lo
arrancó de los brazos de la madre para llevarlo al bosque sagrado y
ofrecerlo a los dioses. Salió a la calle con él en brazos donde ya
lo esperaba el druida con un grupo de vecinos que les servirían de
compañía. Sin pérdida de tiempo se dirigieron al bosque sagrado,
mientras el recién nacido no cesaba de llorar. Una vez allí, se
encaminaron al pequeño claro donde se hallaba el roble sagrado de
sus antepasados. El roble milenario extendía su frondoso ramaje por
buena parte del calvero. Bajo él se ubicaba el altar donde rendían
culto a los dioses, especialmente a Cosuo,
divinidad
universal, a Bodo,
dios de la guerra,
y a Teleno, dios de la lucha. El altar consistía en una
piedra plana de grandes dimensiones erigida sobre dos piedras
verticales. Elaeso dejó el niño sobre el altar y cedió el paso al
druida para que lo bendijera y lo ofreciera a los dioses, como era
costumbre entre los astures con los hijos de los jefes y de las
familias más importantes. El druida, después de rociar al niño con
una rama de roble empapada en agua, pronunció unas palabras sobre él
en un lenguaje que nadie entendía. Luego lo levantó en vilo hacia
el roble sagrado y dijo en alta voz:
—Yo, druida de los gigurros,
te ofrezco, oh Cosuo, a Medulio, hijo de Elaeso y Genoveva, para que
lo aceptes bajo tu amparo y le otorgues larga y próspera vida. ¡Que
los dioses y los hados le sean propicios eternamente!
—Así se haga tu voluntad
—contestaron Elaeso y el resto de los asistentes.
—A ti, Bodo, y a ti, Teleno,
os pido que lo acojáis bajo vuestro amparo para que se convierta en
un gran guerrero y pueda salir victorioso en todas las batallas.
—Que así sea —repitieron
a coro todos los asistentes.
A continuación depositó el
niño sobre el altar para realizar una serie de signos y señales
sobre su cabeza, su frente y su pecho. El druida pronunciaba palabras
ininteligibles para los asistentes mientras realizaba estas
ceremonias. De cuando en cuando elevaba el niño hacia el roble
pronunciando alguna frase en voz alta. Luego lo depositaba otra vez
sobre el altar para continuar con sus ceremonias. Los asistentes
seguían todo el ritual postrados en tierra, en silencio y con
respeto. Finalizado el acto, el druida hizo acercarse al altar a
Elaeso para entregarle el niño después de haber sido ofrecido a los
dioses.
—Elaeso, aquí te entrego a
tu hijo, Medulio, ya ungido por los dioses. Espero que lo eduques con
esmero para que un día pueda sentirse digno de ti. También espero
que un día pueda relevarte en tu puesto y pueda convertirse en el
caudillo de los gigurros y de todos los astures. ¡Que los dioses os
sean propicios, tanto a ti como a tu hijo! ¡Id en paz!
Después los asistentes se
acercaron a felicitar al padre y a desearle lo mejor para él y para
su hijo. Él se lo agradecía a todos henchido de orgullo y
felicidad. Una vez finalizada la ceremonia, regresaron al castro
donde Elaeso los agasajó con apetitosas viandas e hizo correr la
cerveza sin límites. El gaitero no tardó en tañer la gaita con
dulces sones, a lo que pronto respondieron los asistentes con una
danza en corro, que unas veces se movía a la derecha y otras a la
izquierda con grandes saltos y genuflexiones. La fiesta se prolongó
sin descanso hasta el anochecer. A esa hora cada cual se retiró a su
choza a descansar.
A pesar de ser el jefe del
poblado, la morada de Elaeso apenas se diferenciaba de las del resto
de vecinos. Tan sólo poseía algún que otro enser más. Contaba con
dos chozas, una para él y su mujer y otra para el personal del
servicio y los animales. Los demás habitantes del poblado sólo
tenían una que compartían personas y bestias, separados tan sólo
por una empalizada recubierta de barro y arcilla. La choza era
circular. Las paredes, de piedra y la cubierta, de paja. No tenía
más que una sola entrada. El humo del hogar no tenía salida
directa, por lo que todo el interior de la choza estaba recubierto
del hollín que éste producía. Los enseres que tenían eran
escasos, apenas un escaño o banco arrimado a la pared, donde se
sentaban por orden de prioridad, y algunos cuencos de madera que les
servían para comer y beber, amén de un pote en el que cocinaban las
viandas al fuego y algunos otros utensilios de metal y cerámica. Por
cama tenían unos jergones de paja en los que se acostaban sin
despojarse de su ropa. Su modo de vida era muy rudimentario.
Elaeso entró en casa y cerró
tras de sí la puerta. Luego se acercó a su mujer y a su hijo para
abrazarlos y acostarse con ellos.
—¿Todavía no duermes,
Genoveva?
—¿Cómo
quieres que duerma con el estruendo que habéis armado ahí fuera?
Además, el niño cada poco pide de comer y tengo que darle el pecho.
—Eso
está bien. Que se alimente para que se haga fuerte como un roble,
que el día de mañana tiene que regir el destino de este pueblo, tal
como auguró hoy el druida.
—Los
dioses no lo permitan, pues no he traído yo al mundo a este retoño
para que perezca en la primera batalla en la que participe. Otros
habrá que puedan regir los destinos de este pueblo sin necesidad de
que tenga que ser él.
—Ya
hablaremos de eso, Genoveva, pero no olvides que es el hijo del jefe
de la tribu y eso pesa a su favor.
—Eso
no lo permitiré yo mientras tenga una pizca de fuerza.
—Está
bien, mujer. Ahora guardemos silencio y durmamos, que los dos
necesitamos reponer fuerzas por los acontecimientos de este día.
Al día siguiente, mientras
Genoveva se levantaba para incorporarse a las tareas cotidianas del
hogar, Elaeso ocupaba su lugar en el lecho materno para dar así
cumplimiento al derecho de covada. El padre reemplazaría a la madre
durante unos días en el cuidado de su hijo como mandaba la
tradición. Vivían en una sociedad matrilineal en la que durante
siglos la mujer había ostentado el mando. Ella era la propietaria y
la que heredaba. El hombre ocupaba un segundo plano en esta sociedad.
Carecía de posesiones. Sus funciones se limitaban a la caza, a las
incursiones en territorio enemigo para llevar a cabo actos de rapiña
y a la guerra contra el enemigo. Las faenas caseras y el cultivo
rudimentario de la tierra le correspondían a la mujer.
Genoveva, aún débil y
convaleciente por el reciente parto, comenzó a dar instrucciones a
una sirvienta que tenía para poner en orden el desorden que reinaba
en su hogar. Hacía dos días que nadie se ocupaba de nada en la
choza, por lo que allí no había más que caos. Luego se desplazó a
la otra choza para ver si el pastor se había ocupado de los animales
que tenían. Parece ser que todo estaba en orden allí. Al menos el
pastor era responsable de sus obligaciones. Genoveva regresó al
hogar donde tomó asiento en el escaño, pues las fuerzas le
fallaban. Se encontraba todavía muy débil para realizar aquellos
esfuerzos y desplazarse de un lugar a otro. Debía comer y
alimentarse bien si quería reponerse y poder así alimentar a su
hijo. Al menos debería hacerlo por él, que era la luz de sus ojos y
el bien de su alma. La madre tornó la mirada hacia el lecho donde
yacían su marido y su hijo. Dos gruesas lágrimas de emoción y de
amor maternal se deslizaron por sus párpados al mismo tiempo que
emitía un profundo suspiro que exhaló desde lo más profundo de sus
entrañas.
—¿Te encuentras mal,
Genoveva?
—No,
no. Es sólo que me flaquean un poco las piernas.
—¡Para
qué poco valéis las mujeres de ahora! Antes aún no acaban de
parir, cuando ya corrían tras de los animales y hacían todas las
labores de la casa.
—¡Calla,
calla! Que no estoy para sermones ni para oír palabras necias.
¡Brígida! Prepárame un caldo bien cargado, que estoy transida.
Brígida era la sirvienta, a
la que le faltó tiempo para poner en práctica lo que su ama le
mandaba. Al cabo de un rato le suministró un sustancioso caldo
caliente, que Genovea ingería a pequeños sorbos y a cortos
intervalos.
—¡Ay, Brígida! Vales un
tesoro cuando quieres. Este caldo resucita a un muerto. ¡Qué falta
me hacía! Y ahora vamos a terminar de poner en orden todo esto. Vas
a barrer la choza y fregar los cacharros en menos que canta un gallo.
Luego vas a ver cómo están las nateras,
si ya están listas para mazar,
y si hay cuajo para hacer queso. ¡Anda, que a veces parece que te
quedas pasmada!
La criada se puso en
movimiento para ejecutar lo antes posible las tareas que su ama le
ordenaba. Sabía que tenía un carácter muy voluble. En breves
instantes pasaba de ensalzarla con los mayores elogios a proferirle
toda suerte de improperios. Era cuestión de no demorarse un instante
más. Por suerte en aquel momento comenzó a llorar el niño. La
madre se acercó al lecho para ver qué le pasaba. El padre ya había
comenzado a quitarle los trapos e hilachas con los que lo habían
envuelto, a modo de pañales, para refrescarlo y asearlo. Una vez
finalizada la tarea, se lo entregó a la madre para que lo
amamantara. El recién nacido mamó durante un largo espacio de
tiempo, hasta que, ahíto, se quedó completamente dormido. La madre
lo depositó en los brazos del padre, que seguía postrado en el
lecho como si hubiera sido él el que hubiera pasado por el trance
del parto. Después de contemplarlos unos instantes, ella se alejó
para que padre e hijo descansaran tranquilamente. Era el derecho de
covada.
© Julio Noel
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