jueves, 4 de abril de 2019

MEDULIO, CAUDILLO DE LOS ASTURES. Capítulo 2



                                                                      2



Era el año cincuenta y cinco antes de la Era Cristiana. Elaeso capitaneaba un pequeño grupo de guerreros de su gens. Regresaba de una incursión por territorio vacceo. Volvían satisfechos con el botín obtenido, trigo y cebada principalmente, productos de los que carecían y que tanto apreciaban. Con el trigo hacían un pan rústico, pero que para ellos constituía un auténtico manjar, dado que la mayor parte del año comían pan de centeno o un sucedáneo fabricado con la harina de las bellotas. De la cebada obtenían una rudimentaria cerveza a través de su fermentación, que consumían con fruición, al igual que el pan de trigo, en las fiestas y celebraciones religiosas dedicadas a sus dioses.
Cabalgaban por el valle de Osimara. A unas dos millas de distancia del poblado astur, Elaeso recibió la noticia por boca de unos campesinos que allí se encontraban. Su mujer, Genoveva, estaba de parto. El jefe de los gigurros dejó a sus acompañantes y corrió velozmente hacia el castro donde residían. Cuando llegó a su casa, la partera ya alzaba en brazos un hermoso niño recién nacido de alrededor de cuatro kilos de peso y fuerte complexión. Elaeso no cabía en sí de gozo al ver a su primogénito. Casi no podía creer lo que estaba viendo. Por fin su mujer le había dado el vástago que tanto anhelaba.
Genoveva, exhausta, permanecía en el lecho casi exánime rodeada de un charco de sangre. La partera la limpiaba mientras le daba un caldo de gallina para que repusiera sus fuerzas. Luego le acercó el hijo al pecho para que lo amamantara y para que éste recibiera el contacto y el calor de su madre. Al cabo de un rato, madre e hijo se fundieron en un abrazo y en un sueño reparador.
Elaeso, que no había parado un instante desde su llegada, se acostó al fin al lado de la madre y el hijo para pasar la noche junto a ellos, pero no pudo conciliar el sueño por la gran emoción que sentía. Por la mañana con las primeras luces, después de haber amamantado al niño, el padre lo arrancó de los brazos de la madre para llevarlo al bosque sagrado y ofrecerlo a los dioses. Salió a la calle con él en brazos donde ya lo esperaba el druida con un grupo de vecinos que les servirían de compañía. Sin pérdida de tiempo se dirigieron al bosque sagrado, mientras el recién nacido no cesaba de llorar. Una vez allí, se encaminaron al pequeño claro donde se hallaba el roble sagrado de sus antepasados. El roble milenario extendía su frondoso ramaje por buena parte del calvero. Bajo él se ubicaba el altar donde rendían culto a los dioses, especialmente a Cosuo, divinidad universal, a Bodo, dios de la guerra, y a Teleno, dios de la lucha. El altar consistía en una piedra plana de grandes dimensiones erigida sobre dos piedras verticales. Elaeso dejó el niño sobre el altar y cedió el paso al druida para que lo bendijera y lo ofreciera a los dioses, como era costumbre entre los astures con los hijos de los jefes y de las familias más importantes. El druida, después de rociar al niño con una rama de roble empapada en agua, pronunció unas palabras sobre él en un lenguaje que nadie entendía. Luego lo levantó en vilo hacia el roble sagrado y dijo en alta voz:
Yo, druida de los gigurros, te ofrezco, oh Cosuo, a Medulio, hijo de Elaeso y Genoveva, para que lo aceptes bajo tu amparo y le otorgues larga y próspera vida. ¡Que los dioses y los hados le sean propicios eternamente!
Así se haga tu voluntad —contestaron Elaeso y el resto de los asistentes.
A ti, Bodo, y a ti, Teleno, os pido que lo acojáis bajo vuestro amparo para que se convierta en un gran guerrero y pueda salir victorioso en todas las batallas.
Que así sea —repitieron a coro todos los asistentes.
A continuación depositó el niño sobre el altar para realizar una serie de signos y señales sobre su cabeza, su frente y su pecho. El druida pronunciaba palabras ininteligibles para los asistentes mientras realizaba estas ceremonias. De cuando en cuando elevaba el niño hacia el roble pronunciando alguna frase en voz alta. Luego lo depositaba otra vez sobre el altar para continuar con sus ceremonias. Los asistentes seguían todo el ritual postrados en tierra, en silencio y con respeto. Finalizado el acto, el druida hizo acercarse al altar a Elaeso para entregarle el niño después de haber sido ofrecido a los dioses.
Elaeso, aquí te entrego a tu hijo, Medulio, ya ungido por los dioses. Espero que lo eduques con esmero para que un día pueda sentirse digno de ti. También espero que un día pueda relevarte en tu puesto y pueda convertirse en el caudillo de los gigurros y de todos los astures. ¡Que los dioses os sean propicios, tanto a ti como a tu hijo! ¡Id en paz!
Después los asistentes se acercaron a felicitar al padre y a desearle lo mejor para él y para su hijo. Él se lo agradecía a todos henchido de orgullo y felicidad. Una vez finalizada la ceremonia, regresaron al castro donde Elaeso los agasajó con apetitosas viandas e hizo correr la cerveza sin límites. El gaitero no tardó en tañer la gaita con dulces sones, a lo que pronto respondieron los asistentes con una danza en corro, que unas veces se movía a la derecha y otras a la izquierda con grandes saltos y genuflexiones. La fiesta se prolongó sin descanso hasta el anochecer. A esa hora cada cual se retiró a su choza a descansar.

A pesar de ser el jefe del poblado, la morada de Elaeso apenas se diferenciaba de las del resto de vecinos. Tan sólo poseía algún que otro enser más. Contaba con dos chozas, una para él y su mujer y otra para el personal del servicio y los animales. Los demás habitantes del poblado sólo tenían una que compartían personas y bestias, separados tan sólo por una empalizada recubierta de barro y arcilla. La choza era circular. Las paredes, de piedra y la cubierta, de paja. No tenía más que una sola entrada. El humo del hogar no tenía salida directa, por lo que todo el interior de la choza estaba recubierto del hollín que éste producía. Los enseres que tenían eran escasos, apenas un escaño o banco arrimado a la pared, donde se sentaban por orden de prioridad, y algunos cuencos de madera que les servían para comer y beber, amén de un pote en el que cocinaban las viandas al fuego y algunos otros utensilios de metal y cerámica. Por cama tenían unos jergones de paja en los que se acostaban sin despojarse de su ropa. Su modo de vida era muy rudimentario.
Elaeso entró en casa y cerró tras de sí la puerta. Luego se acercó a su mujer y a su hijo para abrazarlos y acostarse con ellos.
¿Todavía no duermes, Genoveva?
—¿Cómo quieres que duerma con el estruendo que habéis armado ahí fuera? Además, el niño cada poco pide de comer y tengo que darle el pecho.
—Eso está bien. Que se alimente para que se haga fuerte como un roble, que el día de mañana tiene que regir el destino de este pueblo, tal como auguró hoy el druida.
—Los dioses no lo permitan, pues no he traído yo al mundo a este retoño para que perezca en la primera batalla en la que participe. Otros habrá que puedan regir los destinos de este pueblo sin necesidad de que tenga que ser él.
—Ya hablaremos de eso, Genoveva, pero no olvides que es el hijo del jefe de la tribu y eso pesa a su favor.
—Eso no lo permitiré yo mientras tenga una pizca de fuerza.
—Está bien, mujer. Ahora guardemos silencio y durmamos, que los dos necesitamos reponer fuerzas por los acontecimientos de este día.
Al día siguiente, mientras Genoveva se levantaba para incorporarse a las tareas cotidianas del hogar, Elaeso ocupaba su lugar en el lecho materno para dar así cumplimiento al derecho de covada. El padre reemplazaría a la madre durante unos días en el cuidado de su hijo como mandaba la tradición. Vivían en una sociedad matrilineal en la que durante siglos la mujer había ostentado el mando. Ella era la propietaria y la que heredaba. El hombre ocupaba un segundo plano en esta sociedad. Carecía de posesiones. Sus funciones se limitaban a la caza, a las incursiones en territorio enemigo para llevar a cabo actos de rapiña y a la guerra contra el enemigo. Las faenas caseras y el cultivo rudimentario de la tierra le correspondían a la mujer.
Genoveva, aún débil y convaleciente por el reciente parto, comenzó a dar instrucciones a una sirvienta que tenía para poner en orden el desorden que reinaba en su hogar. Hacía dos días que nadie se ocupaba de nada en la choza, por lo que allí no había más que caos. Luego se desplazó a la otra choza para ver si el pastor se había ocupado de los animales que tenían. Parece ser que todo estaba en orden allí. Al menos el pastor era responsable de sus obligaciones. Genoveva regresó al hogar donde tomó asiento en el escaño, pues las fuerzas le fallaban. Se encontraba todavía muy débil para realizar aquellos esfuerzos y desplazarse de un lugar a otro. Debía comer y alimentarse bien si quería reponerse y poder así alimentar a su hijo. Al menos debería hacerlo por él, que era la luz de sus ojos y el bien de su alma. La madre tornó la mirada hacia el lecho donde yacían su marido y su hijo. Dos gruesas lágrimas de emoción y de amor maternal se deslizaron por sus párpados al mismo tiempo que emitía un profundo suspiro que exhaló desde lo más profundo de sus entrañas.
¿Te encuentras mal, Genoveva?
—No, no. Es sólo que me flaquean un poco las piernas.
—¡Para qué poco valéis las mujeres de ahora! Antes aún no acaban de parir, cuando ya corrían tras de los animales y hacían todas las labores de la casa.
—¡Calla, calla! Que no estoy para sermones ni para oír palabras necias. ¡Brígida! Prepárame un caldo bien cargado, que estoy transida.
Brígida era la sirvienta, a la que le faltó tiempo para poner en práctica lo que su ama le mandaba. Al cabo de un rato le suministró un sustancioso caldo caliente, que Genovea ingería a pequeños sorbos y a cortos intervalos.
¡Ay, Brígida! Vales un tesoro cuando quieres. Este caldo resucita a un muerto. ¡Qué falta me hacía! Y ahora vamos a terminar de poner en orden todo esto. Vas a barrer la choza y fregar los cacharros en menos que canta un gallo. Luego vas a ver cómo están las nateras, si ya están listas para mazar, y si hay cuajo para hacer queso. ¡Anda, que a veces parece que te quedas pasmada!
La criada se puso en movimiento para ejecutar lo antes posible las tareas que su ama le ordenaba. Sabía que tenía un carácter muy voluble. En breves instantes pasaba de ensalzarla con los mayores elogios a proferirle toda suerte de improperios. Era cuestión de no demorarse un instante más. Por suerte en aquel momento comenzó a llorar el niño. La madre se acercó al lecho para ver qué le pasaba. El padre ya había comenzado a quitarle los trapos e hilachas con los que lo habían envuelto, a modo de pañales, para refrescarlo y asearlo. Una vez finalizada la tarea, se lo entregó a la madre para que lo amamantara. El recién nacido mamó durante un largo espacio de tiempo, hasta que, ahíto, se quedó completamente dormido. La madre lo depositó en los brazos del padre, que seguía postrado en el lecho como si hubiera sido él el que hubiera pasado por el trance del parto. Después de contemplarlos unos instantes, ella se alejó para que padre e hijo descansaran tranquilamente. Era el derecho de covada.


            © Julio Noel

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