13
Medulio y Clouto salieron una
mañana de mayo a pasear con sus caballos por la frondosidad del
bosque. Lucía un sol espléndido. En el cielo no se divisaba ni una
sola nube. El día invitaba a pasear entre la espesura bajo la sombra
de los corpulentos robles. Los dos amigos guiaban los caballos entre
el follaje mientras conversaban animadamente.
—¡Qué maravilloso es esto!
—exclamó Clouto mientras desviaba su caballo para evitar unas
escobas.
—Y tanto que lo es
—corroboró Medulio, que hacía lo mismo para salvar el obstáculo.
—No deberíamos dejar perder
esta tierra tan hermosa que heredamos de nuestros antepasados y que
nos vio nacer.
—Desde luego que no —Medulio
hizo una breve pausa—. Te prometo, Clouto, que por mi parte haré
todo lo posible para que eso no ocurra. Circulan rumores por ahí
sobre ciertos ataques de los romanos a nuestro territorio. Parece ser
que se han adentrado algunas veces por tierra de los brigaecinos y de
los amacos. No han logrado penetrar más, pues los nuestros los han
expulsado de nuestras tierras. Pero tarde o temprano nos atacarán
con todo su aparato bélico para hacerse con nuestro territorio.
—¿Qué crees tú que
persiguen? —le preguntó Clouto a su amigo al mismo tiempo que
obligaba a su caballo a dar un salto para salvar un tronco caído en
el suelo.
—No lo sé muy bien, aunque
parece ser que buscan ese precioso metal amarillo que tanto
valoramos.
—¿El aurum
que dicen ellos?
—Efectivamente. Saben que
nuestro territorio posee enormes cantidades de él y no se detendrán
hasta convertirse en sus dueños.
—Pero ¿cómo pueden saberlo
si nunca han estado aquí?
—Por nuestro comercio con
ese metal y porque ya ha habido algún otro pueblo anterior a ellos
que ha venido a explotarlo. Esos pueblos tienen una cultura superior
a la nuestra y pueden transmitirse información por medios distintos
a la palabra. Le llaman escritura. A través de ella pueden dejar
mensajes que perduran en el tiempo.
—¿Y cómo pueden hacer eso?
—No lo sé, pero lo hacen.
Albano me lo explicó en varias ocasiones, aunque, si te he de ser
sincero, nunca llegué a comprender cómo lo consiguen.
En
este diálogo estaban cuando apareció un ciervo a unos pasos delante
de ellos. Los dos amigos espolearon sus caballos para darle caza. El
ciervo se precipitó en la espesura con veloz carrera. Ellos se
separaron para rodearlo. Medulio siguió en pos del ciervo, mientras
Clouto intentó cortarle el paso dando un rodeo. No tardaron en
extraviarse uno del otro. Medulio siguió el rastro del ciervo entre
el intrincado follaje. Poco después se introdujo en un soto por el
que acababa de pasar el venado. Algo más adelante se abría un
pequeño claro en medio del soto. Medulio se acercó despacio a él.
Se apeó de Pegaso al que conducía tras de sí tirado por las
riendas. Separó unas ramas de salguero
y palera
que le estorbaban la vista y ante sus ojos apareció una hermosa
doncella, que peinaba sus dorados cabellos a la orilla de una
deliciosa fuente. El joven se quedó prendado de su hermosura. —¿Será
una xana?—, pensó. No tuvo conciencia del tiempo transcurrido en
aquel paraje contemplando tan maravillosa aparición. Lo devolvió a
la realidad la llegada de su amigo Clouto. La hermosa joven había
desaparecido sin dejar rastro tras de sí. Medulio no podía dar
crédito a lo que había visto. —¿Sería una doncella de carne y
hueso o sería una xana de las que hablaban los cuentos y leyendas?—.
El joven no salía de su asombro.
—¡Vamos, Medulio! Estás
como alelado. ¿Qué te ha pasado?
Medulio pareció despertar de
un sueño.
—¿Decías algo?
—Sí, hombre, que parece que
estás embobado. ¿Qué ha sido del ciervo?
—¿Qué ciervo? —balbuceó
Medulio, que daba muestras de no recordar al animal.
—¡Qué ciervo va a ser! El
que perseguíamos. Hace más de dos horas que te ando buscando por
entre toda esta maraña y al fin te encuentro ensimismado en no sé
qué. Tú seguías el rastro del ciervo. Deberías saber qué ha sido
de él.
—Lo siento, Clouto. Cuando
llegué aquí perdí su rastro y ya no recuerdo nada más. No sé qué
ha podido ser de él.
—Bueno, vamos a dejarlo.
Será mejor que regresemos a casa.
—Sí, será mejor —asintió
Medulio de una manera mecánica, casi sin saber lo que decía.
Los dos amigos pusieron rumbo
al poblado astur. Durante el camino Medulio iba cabizbajo y
meditabundo. Apenas contestaba con monosílabos a lo que su amigo le
preguntaba. Éste no podía entender qué le había ocurrido en aquel
claro del bosque. Parecía como si no fuera el mismo. A partir de
aquel día Medulio se mostró un tanto huraño y esquivo con su
amigo. Apenas quería hablar con él y en más de una ocasión evitó
su compañía. Prefería estar solo. Tampoco prodigaba muchas
palabras con sus padres. Tan sólo quería refugiarse en sus sueños
y en el recuerdo de aquella maravillosa visión. Más de una vez
había querido volver a aquel claro del bosque para confirmar su
vivencia, pero no encontraba el momento de hacerlo. Siempre había
alguien que lo vigilaba. Una mañana muy temprano pudo salir del
poblado sin que nadie lo viera. Raudo como el viento, se trasladó al
claro del bosque que no podía quitar de su imaginación. Amarró a
Pegaso al tronco de un roble y con pasos sigilosos se acercó al
claro. Su sorpresa fue enorme. Allí no había nadie. Tan sólo la
fuente que fluía cadenciosamente en medio del silencio. El joven se
acercó hasta ella para examinar con más minuciosidad su entorno.
Pero no encontró nada. Todo parecía indicar que hacía mucho tiempo
que nadie hollaba aquel paradisíaco lugar. Medulio no lo podía
creer. Juraría que pocos días antes había visto allí mismo
sentada al lado de la fuente a aquella hermosa joven que no podía
borrar de su imaginación. Cómo podía ser que no hubiera alguna
huella de ella. —Sería un sueño—, pensaba. Después de varias
horas de permanencia en aquel lugar, el joven decidió regresar a su
casa.
—¿Dónde has estado,
Medulio? —le preguntó su madre al verlo entrar en el hogar.
—Por ahí —contestó él
algo distraídamente.
—Esa respuesta es muy vaga,
es casi como no decir nada. No sé qué te pasa desde hace unos días
para acá, pero estás un poco raro. Me gustaría saber qué te
ocurre, hijo.
—Nada, madre. No me pasa
nada.
—No diría yo lo mismo.
Desde el día que fuiste al bosque con Clouto, has dado un cambio que
no hay quien te conozca. No pareces el mismo.
—No digas tonterías, madre.
Ya te he dicho que no me pasa nada.
—No te pasará nada, pero a
mí me tienes preocupada. Le he preguntado a tu amigo que me diga qué
pasó, pero él está tan desconcertado como yo. Dice que os
separasteis cuando perseguíais un ciervo y que cuando te volvió a
encontrar, ya estabas así. ¿Qué te ha pasado en ese bosque, hijo?
—Nada, madre —Medulio no
quería confesar a su madre lo que le había ocurrido en el bosque.
Era un secreto que deseaba guardar para sí solo.
—Algo te ha pasado, aunque
lo niegues. No sé si será cosa de mouros, de guaxas o de algún
otro genio del bosque, pero algo te ha trastornado allí. No me
gustaría que volvieras por aquel lugar, pues nada bueno vas a sacar
de él.
—Calla, madre, que no hay
mouros ni guaxas ni ningún otro genio. Lo único que hay allí son
árboles, animales y alguna que otra alimaña.
—No estaría yo tan segura
de eso. De todas maneras te repito que no quisiera que volvieras por
aquel bosque. No me da buen agüero.
—Bueno, madre, ya no soy un
niño para que te estés preocupando siempre por mí. Ya soy
mayorcito y sé defenderme por mí mismo.
—Bueno, bueno. Tú verás lo
que haces.
Medulio salió a dar una
vuelta por el poblado para olvidar lo que tanto le preocupaba. Poco a
poco fue dejando las casas atrás para adentrarse por la vereda que
serpenteaba por entre los prados y conducía hasta el río. Una vez
allí, volvió a sumirse en sus pensamientos. Clouto lo había visto
y había seguido sus pasos. Cuando más ensimismado estaba, se acercó
a él.
—¿Qué te pasa, Medulio?
—le preguntó amablemente al mismo tiempo que se sentaba a su
lado—. Desde el otro día te veo un poco raro. No sé, es como si
hubieras visto algún fantasma o algo así en aquel claro del bosque.
—No me pasa nada, Clouto —le
contestó Medulio.
—Pues no se diría, porque
desde el otro día has dado un cambio radical.
Medulio permaneció pensativo
durante unos minutos. Dudaba si contárselo o no a su mejor amigo. Si
se lo contaba, podría tratarlo de loco. No sabía qué hacer. Al fin
tomó una decisión.
—De acuerdo, Clouto, te
contaré lo que me pasó.
—Me parece muy bien. Espero
que eso te sirva para aliviarte.
—Eso espero, porque llevo
varios días que apenas como ni duermo. No puedo dejar de pensar en
ello —Medulio cogió una pequeña piedra plana que había a su lado
y la lanzó sobre la superficie del agua. La piedra describió una
parábola por la superficie del líquido elemento hasta que se detuvo
en la otra orilla—. El caso es que el otro día al llegar a aquel
claro, vi una hermosa joven que peinaba sus cabellos al lado de la
fuente. La visión me dejó embelesado. No sé cuánto tiempo
permanecí así. Cuando volví a tomar conciencia de mí mismo, la
joven había desaparecido. Hoy he vuelto a aquel lugar con la
esperanza de verla otra vez, pero no vi a nadie. Busqué alguna
huella o algo que pudiera darme alguna pista de su estancia en el
lugar sin resultado. Así que ahora estoy más confuso que antes. No
sé qué hacer ni qué pensar.
—¿Estás seguro de haberla
visto? —observó Clouto.
—Totalmente seguro. Tan
seguro como que ahora nos encontramos aquí.
—Pues no lo entiendo. Alguna
explicación tiene que haber.
—Eso es lo que pienso yo,
pero no encuentro ninguna.
—No te preocupes, ya
resolverás el misterio. ¿Quieres que te acompañe hasta allí?
—Gracias, Clouto, pero
prefiero ir solo.
—¿Te has enamorado de esa
joven?
—Creo que sí.
—Entiendo.
Los
dos amigos continuaron su conversación a la orilla del río. La
tarde avanzaba y el sol descendía hacia el ocaso. Cuando ya se había
ocultado por completo y el crepúsculo se extendía por todo el
valle, dejaron atrás el río para regresar a sus casas. En días
posteriores Medulio no se cansaba de recorrer el bosque y examinar el
claro de la fuente, para encontrar alguna pista que lo condujera al
paradero o escondite de la hermosa doncella. Mas sus pesquisas no
obtuvieron resultado. No había indicio ninguno de la joven. —¿Habrá
sido un espejismo?—, se preguntaba. Pero no, no podía ser, porque
él la había visto con sus propios ojos. Estaba allí, al lado de la
fuente, en carne y hueso. Se peinaba su hermoso cabello, que parecía
de oro, con un peine de marfil. Aquella imagen se le había quedado
grabada en su mente y no se le borraba.
Después de un mes de
deambular por aquel bosque, un día descubrió otra vez el ciervo que
habían perseguido él y su amigo Clouto. Medulio siguió sus pasos
con intención de darle caza. Éste poco a poco se fue alejando a
través de la espesura en dirección al claro de la fuente. No bien
se había acercado a ella, pareció desaparecer como por encanto. El
joven intentó localizarlo, pero parecía como si el animal se
hubiera esfumado, como si se lo hubiera tragado la tierra. Al
acercarse al claro, Medulio se encontró de nuevo con la hermosa
doncella que peinaba distraídamente su cabello al lado de la fuente.
Como la primera vez, el joven se quedó ensimismado contemplándola.
Cuando volvió a tomar conciencia de sí mismo, la joven había
vuelto a desaparecer. Medulio la buscó desesperadamente sin éxito.
Miró y remiró la fuente y sus alrededores para encontrar algún
vestigio de ella. Todo fue inútil. La joven había desaparecido
misteriosamente sin dejar rastro tras de sí. —¿Qué misterio es
éste?—, se preguntó Medulio. —¿Será un espejismo? ¿Me estaré
volviendo loco?—. El joven no acertaba con la respuesta.
Decepcionado y alicaído, recogió las riendas de Pegaso, montó en
él y lo dejó a su albedrío para que regresara a casa.
Día tras día volvía Medulio
al bosque y a aquel claro, pero pasaron los días e incluso los meses
y nunca más volvió a ver a la joven de la fuente. Tampoco volvió a
ver al ciervo. El joven daba vueltas al misterio en su mente. No
podía entender nada de todo aquello. A veces pensaba que podía
haber una relación entre el ciervo y la joven, mas al instante
rechazaba la idea por absurda. —¿Cómo iban a estar
relacionados?—, pensaba. Luego, se paraba a pensarlo más
detenidamente. —¿Y por qué no?—, se preguntaba. Las dos veces
que había visto a la joven había sido después de la persecución
del ciervo y de su desaparición repentina. Además, las dos veces
había ocurrido justo allí, al lado del claro del bosque. Todo
parecía indicar que existía una relación directa entre el animal y
la doncella. —¿Se trataría de una princesa encantada?—.
Tonterías. Él no creía en esos cuentos y en esas leyendas, que no
eran más que eso, leyendas. Un ser humano no se transforma en un
animal y viceversa. —Entonces, ¿por qué ocurrió las dos veces de
la misma manera? ¿Sería una casualidad?—. Tal vez, pero Medulio
no creía mucho en las casualidades. Casi todos los acontecimientos
tienen su razón de ser y no suelen ocurrir por casualidad. Así
pues, —¿por qué en este caso se produjo dos veces esa
casualidad?—, maquinaba en su mente. No lo comprendía. El joven
empezó a pensar que se estaba volviendo loco. Por un lado, su razón
le decía que los hechos son siempre naturales, que no hay hechos
extraordinarios. Por otro, los acontecimientos acaecidos en aquel
claro del bosque le resultaban extraordinarios. Además, las dos
veces habían ocurrido de la misma manera. Medulio ya no sabía a qué
carta quedarse. Lo ocurrido en aquel bosque no tenía una explicación
lógica para él. Lo único que había sacado en claro es que se
había quedado prendado de la hermosa joven de la fuente. Y ahora no
sabía cómo vivir sin ella.
Los dos amigos trotaban codo
con codo por el valle de Osimara. Era un hermoso día de comienzos de
verano. El sol lucía en todo su esplendor y no se veía ni una sola
nube en el firmamento. Los jóvenes detuvieron sus monturas al lado
de un arroyo que por allí discurría y tomaron asiento bajo la
sombra de un frondoso roble. Luego dejaron que los caballos pastaran
y retozaran por la verde pradera.
—Es mejor que olvides esa
historia, Medulio. De lo contrario va a acabar contigo.
—Lo sé, Clouto, pero la
doncella era tan hermosa que no puedo olvidarla. No entiendo cómo
pudo desaparecer de esa manera.
—Hay misterios que no se
pueden entender o tal vez todo fue producto de tu imaginación.
—No lo sé, Clouto. A veces
pienso que puede haber sido sólo eso, pero ¡fue tan real…!
—Fue real para ti, Medulio,
pero quizás no fue tan real.
Medulio movía la cabeza en
forma dubitativa. Ya no podía afirmar si lo que había visto era
real o producto de su imaginación. En aquel momento dudaba de todo.
—De todas maneras, si fue un
producto de mi imaginación, ¿por qué las dos veces que la vi
coincidieron con la presencia del ciervo? ¿O también fue
imaginación mía la existencia del ciervo?
—No, eso no. El ciervo fue
real. De eso estoy completamente seguro.
—Entonces, ¿por qué no
puede haber sido real la doncella también?
—No lo sé, Medulio, y tal
vez sea mejor que dejemos este tema, porque vamos a acabar los dos
medio trastornados.
—Tienes razón, Clouto. Será
mejor dejarlo.
Los dos jóvenes se acercaron
a sus caballos para continuar su excursión. Pegaso se dejó
acariciar afablemente por su dueño, mientras que el caballo de
Clouto se alejó de ellos con veloz carrera. Después de varios
intentos fallidos, lo pudieron capturar. Su dueño lo tomó por las
riendas mientras le acariciaba la cara y el cuello. Luego, ambos
jinetes montaron en sus cabalgaduras para continuar el recorrido
hacia el poblado astur. Era hora de regresar a casa.
© Julio Noel
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