jueves, 4 de abril de 2019

MEDULIO, CAUDILLO DE LOS ASTURES. Capítulo 13



                                                                      13



Medulio y Clouto salieron una mañana de mayo a pasear con sus caballos por la frondosidad del bosque. Lucía un sol espléndido. En el cielo no se divisaba ni una sola nube. El día invitaba a pasear entre la espesura bajo la sombra de los corpulentos robles. Los dos amigos guiaban los caballos entre el follaje mientras conversaban animadamente.
¡Qué maravilloso es esto! —exclamó Clouto mientras desviaba su caballo para evitar unas escobas.
Y tanto que lo es —corroboró Medulio, que hacía lo mismo para salvar el obstáculo.
No deberíamos dejar perder esta tierra tan hermosa que heredamos de nuestros antepasados y que nos vio nacer.
Desde luego que no —Medulio hizo una breve pausa—. Te prometo, Clouto, que por mi parte haré todo lo posible para que eso no ocurra. Circulan rumores por ahí sobre ciertos ataques de los romanos a nuestro territorio. Parece ser que se han adentrado algunas veces por tierra de los brigaecinos y de los amacos. No han logrado penetrar más, pues los nuestros los han expulsado de nuestras tierras. Pero tarde o temprano nos atacarán con todo su aparato bélico para hacerse con nuestro territorio.
¿Qué crees tú que persiguen? —le preguntó Clouto a su amigo al mismo tiempo que obligaba a su caballo a dar un salto para salvar un tronco caído en el suelo.
No lo sé muy bien, aunque parece ser que buscan ese precioso metal amarillo que tanto valoramos.
¿El aurum que dicen ellos?
Efectivamente. Saben que nuestro territorio posee enormes cantidades de él y no se detendrán hasta convertirse en sus dueños.
Pero ¿cómo pueden saberlo si nunca han estado aquí?
Por nuestro comercio con ese metal y porque ya ha habido algún otro pueblo anterior a ellos que ha venido a explotarlo. Esos pueblos tienen una cultura superior a la nuestra y pueden transmitirse información por medios distintos a la palabra. Le llaman escritura. A través de ella pueden dejar mensajes que perduran en el tiempo.
¿Y cómo pueden hacer eso?
No lo sé, pero lo hacen. Albano me lo explicó en varias ocasiones, aunque, si te he de ser sincero, nunca llegué a comprender cómo lo consiguen.
En este diálogo estaban cuando apareció un ciervo a unos pasos delante de ellos. Los dos amigos espolearon sus caballos para darle caza. El ciervo se precipitó en la espesura con veloz carrera. Ellos se separaron para rodearlo. Medulio siguió en pos del ciervo, mientras Clouto intentó cortarle el paso dando un rodeo. No tardaron en extraviarse uno del otro. Medulio siguió el rastro del ciervo entre el intrincado follaje. Poco después se introdujo en un soto por el que acababa de pasar el venado. Algo más adelante se abría un pequeño claro en medio del soto. Medulio se acercó despacio a él. Se apeó de Pegaso al que conducía tras de sí tirado por las riendas. Separó unas ramas de salguero y palera que le estorbaban la vista y ante sus ojos apareció una hermosa doncella, que peinaba sus dorados cabellos a la orilla de una deliciosa fuente. El joven se quedó prendado de su hermosura. —¿Será una xana?—, pensó. No tuvo conciencia del tiempo transcurrido en aquel paraje contemplando tan maravillosa aparición. Lo devolvió a la realidad la llegada de su amigo Clouto. La hermosa joven había desaparecido sin dejar rastro tras de sí. Medulio no podía dar crédito a lo que había visto. —¿Sería una doncella de carne y hueso o sería una xana de las que hablaban los cuentos y leyendas?—. El joven no salía de su asombro.
¡Vamos, Medulio! Estás como alelado. ¿Qué te ha pasado?
Medulio pareció despertar de un sueño.
¿Decías algo?
Sí, hombre, que parece que estás embobado. ¿Qué ha sido del ciervo?
¿Qué ciervo? —balbuceó Medulio, que daba muestras de no recordar al animal.
¡Qué ciervo va a ser! El que perseguíamos. Hace más de dos horas que te ando buscando por entre toda esta maraña y al fin te encuentro ensimismado en no sé qué. Tú seguías el rastro del ciervo. Deberías saber qué ha sido de él.
Lo siento, Clouto. Cuando llegué aquí perdí su rastro y ya no recuerdo nada más. No sé qué ha podido ser de él.
Bueno, vamos a dejarlo. Será mejor que regresemos a casa.
Sí, será mejor —asintió Medulio de una manera mecánica, casi sin saber lo que decía.
Los dos amigos pusieron rumbo al poblado astur. Durante el camino Medulio iba cabizbajo y meditabundo. Apenas contestaba con monosílabos a lo que su amigo le preguntaba. Éste no podía entender qué le había ocurrido en aquel claro del bosque. Parecía como si no fuera el mismo. A partir de aquel día Medulio se mostró un tanto huraño y esquivo con su amigo. Apenas quería hablar con él y en más de una ocasión evitó su compañía. Prefería estar solo. Tampoco prodigaba muchas palabras con sus padres. Tan sólo quería refugiarse en sus sueños y en el recuerdo de aquella maravillosa visión. Más de una vez había querido volver a aquel claro del bosque para confirmar su vivencia, pero no encontraba el momento de hacerlo. Siempre había alguien que lo vigilaba. Una mañana muy temprano pudo salir del poblado sin que nadie lo viera. Raudo como el viento, se trasladó al claro del bosque que no podía quitar de su imaginación. Amarró a Pegaso al tronco de un roble y con pasos sigilosos se acercó al claro. Su sorpresa fue enorme. Allí no había nadie. Tan sólo la fuente que fluía cadenciosamente en medio del silencio. El joven se acercó hasta ella para examinar con más minuciosidad su entorno. Pero no encontró nada. Todo parecía indicar que hacía mucho tiempo que nadie hollaba aquel paradisíaco lugar. Medulio no lo podía creer. Juraría que pocos días antes había visto allí mismo sentada al lado de la fuente a aquella hermosa joven que no podía borrar de su imaginación. Cómo podía ser que no hubiera alguna huella de ella. —Sería un sueño—, pensaba. Después de varias horas de permanencia en aquel lugar, el joven decidió regresar a su casa.
¿Dónde has estado, Medulio? —le preguntó su madre al verlo entrar en el hogar.
Por ahí —contestó él algo distraídamente.
Esa respuesta es muy vaga, es casi como no decir nada. No sé qué te pasa desde hace unos días para acá, pero estás un poco raro. Me gustaría saber qué te ocurre, hijo.
Nada, madre. No me pasa nada.
No diría yo lo mismo. Desde el día que fuiste al bosque con Clouto, has dado un cambio que no hay quien te conozca. No pareces el mismo.
No digas tonterías, madre. Ya te he dicho que no me pasa nada.
No te pasará nada, pero a mí me tienes preocupada. Le he preguntado a tu amigo que me diga qué pasó, pero él está tan desconcertado como yo. Dice que os separasteis cuando perseguíais un ciervo y que cuando te volvió a encontrar, ya estabas así. ¿Qué te ha pasado en ese bosque, hijo?
Nada, madre —Medulio no quería confesar a su madre lo que le había ocurrido en el bosque. Era un secreto que deseaba guardar para sí solo.
Algo te ha pasado, aunque lo niegues. No sé si será cosa de mouros, de guaxas o de algún otro genio del bosque, pero algo te ha trastornado allí. No me gustaría que volvieras por aquel lugar, pues nada bueno vas a sacar de él.
Calla, madre, que no hay mouros ni guaxas ni ningún otro genio. Lo único que hay allí son árboles, animales y alguna que otra alimaña.
No estaría yo tan segura de eso. De todas maneras te repito que no quisiera que volvieras por aquel bosque. No me da buen agüero.
Bueno, madre, ya no soy un niño para que te estés preocupando siempre por mí. Ya soy mayorcito y sé defenderme por mí mismo.
Bueno, bueno. Tú verás lo que haces.
Medulio salió a dar una vuelta por el poblado para olvidar lo que tanto le preocupaba. Poco a poco fue dejando las casas atrás para adentrarse por la vereda que serpenteaba por entre los prados y conducía hasta el río. Una vez allí, volvió a sumirse en sus pensamientos. Clouto lo había visto y había seguido sus pasos. Cuando más ensimismado estaba, se acercó a él.
¿Qué te pasa, Medulio? —le preguntó amablemente al mismo tiempo que se sentaba a su lado—. Desde el otro día te veo un poco raro. No sé, es como si hubieras visto algún fantasma o algo así en aquel claro del bosque.
No me pasa nada, Clouto —le contestó Medulio.
Pues no se diría, porque desde el otro día has dado un cambio radical.
Medulio permaneció pensativo durante unos minutos. Dudaba si contárselo o no a su mejor amigo. Si se lo contaba, podría tratarlo de loco. No sabía qué hacer. Al fin tomó una decisión.
De acuerdo, Clouto, te contaré lo que me pasó.
Me parece muy bien. Espero que eso te sirva para aliviarte.
Eso espero, porque llevo varios días que apenas como ni duermo. No puedo dejar de pensar en ello —Medulio cogió una pequeña piedra plana que había a su lado y la lanzó sobre la superficie del agua. La piedra describió una parábola por la superficie del líquido elemento hasta que se detuvo en la otra orilla—. El caso es que el otro día al llegar a aquel claro, vi una hermosa joven que peinaba sus cabellos al lado de la fuente. La visión me dejó embelesado. No sé cuánto tiempo permanecí así. Cuando volví a tomar conciencia de mí mismo, la joven había desaparecido. Hoy he vuelto a aquel lugar con la esperanza de verla otra vez, pero no vi a nadie. Busqué alguna huella o algo que pudiera darme alguna pista de su estancia en el lugar sin resultado. Así que ahora estoy más confuso que antes. No sé qué hacer ni qué pensar.
¿Estás seguro de haberla visto? —observó Clouto.
Totalmente seguro. Tan seguro como que ahora nos encontramos aquí.
Pues no lo entiendo. Alguna explicación tiene que haber.
Eso es lo que pienso yo, pero no encuentro ninguna.
No te preocupes, ya resolverás el misterio. ¿Quieres que te acompañe hasta allí?
Gracias, Clouto, pero prefiero ir solo.
¿Te has enamorado de esa joven?
Creo que sí.
Entiendo.
Los dos amigos continuaron su conversación a la orilla del río. La tarde avanzaba y el sol descendía hacia el ocaso. Cuando ya se había ocultado por completo y el crepúsculo se extendía por todo el valle, dejaron atrás el río para regresar a sus casas. En días posteriores Medulio no se cansaba de recorrer el bosque y examinar el claro de la fuente, para encontrar alguna pista que lo condujera al paradero o escondite de la hermosa doncella. Mas sus pesquisas no obtuvieron resultado. No había indicio ninguno de la joven. —¿Habrá sido un espejismo?—, se preguntaba. Pero no, no podía ser, porque él la había visto con sus propios ojos. Estaba allí, al lado de la fuente, en carne y hueso. Se peinaba su hermoso cabello, que parecía de oro, con un peine de marfil. Aquella imagen se le había quedado grabada en su mente y no se le borraba.
Después de un mes de deambular por aquel bosque, un día descubrió otra vez el ciervo que habían perseguido él y su amigo Clouto. Medulio siguió sus pasos con intención de darle caza. Éste poco a poco se fue alejando a través de la espesura en dirección al claro de la fuente. No bien se había acercado a ella, pareció desaparecer como por encanto. El joven intentó localizarlo, pero parecía como si el animal se hubiera esfumado, como si se lo hubiera tragado la tierra. Al acercarse al claro, Medulio se encontró de nuevo con la hermosa doncella que peinaba distraídamente su cabello al lado de la fuente. Como la primera vez, el joven se quedó ensimismado contemplándola. Cuando volvió a tomar conciencia de sí mismo, la joven había vuelto a desaparecer. Medulio la buscó desesperadamente sin éxito. Miró y remiró la fuente y sus alrededores para encontrar algún vestigio de ella. Todo fue inútil. La joven había desaparecido misteriosamente sin dejar rastro tras de sí. —¿Qué misterio es éste?—, se preguntó Medulio. —¿Será un espejismo? ¿Me estaré volviendo loco?—. El joven no acertaba con la respuesta. Decepcionado y alicaído, recogió las riendas de Pegaso, montó en él y lo dejó a su albedrío para que regresara a casa.
Día tras día volvía Medulio al bosque y a aquel claro, pero pasaron los días e incluso los meses y nunca más volvió a ver a la joven de la fuente. Tampoco volvió a ver al ciervo. El joven daba vueltas al misterio en su mente. No podía entender nada de todo aquello. A veces pensaba que podía haber una relación entre el ciervo y la joven, mas al instante rechazaba la idea por absurda. —¿Cómo iban a estar relacionados?—, pensaba. Luego, se paraba a pensarlo más detenidamente. —¿Y por qué no?—, se preguntaba. Las dos veces que había visto a la joven había sido después de la persecución del ciervo y de su desaparición repentina. Además, las dos veces había ocurrido justo allí, al lado del claro del bosque. Todo parecía indicar que existía una relación directa entre el animal y la doncella. —¿Se trataría de una princesa encantada?—. Tonterías. Él no creía en esos cuentos y en esas leyendas, que no eran más que eso, leyendas. Un ser humano no se transforma en un animal y viceversa. —Entonces, ¿por qué ocurrió las dos veces de la misma manera? ¿Sería una casualidad?—. Tal vez, pero Medulio no creía mucho en las casualidades. Casi todos los acontecimientos tienen su razón de ser y no suelen ocurrir por casualidad. Así pues, —¿por qué en este caso se produjo dos veces esa casualidad?—, maquinaba en su mente. No lo comprendía. El joven empezó a pensar que se estaba volviendo loco. Por un lado, su razón le decía que los hechos son siempre naturales, que no hay hechos extraordinarios. Por otro, los acontecimientos acaecidos en aquel claro del bosque le resultaban extraordinarios. Además, las dos veces habían ocurrido de la misma manera. Medulio ya no sabía a qué carta quedarse. Lo ocurrido en aquel bosque no tenía una explicación lógica para él. Lo único que había sacado en claro es que se había quedado prendado de la hermosa joven de la fuente. Y ahora no sabía cómo vivir sin ella.
Los dos amigos trotaban codo con codo por el valle de Osimara. Era un hermoso día de comienzos de verano. El sol lucía en todo su esplendor y no se veía ni una sola nube en el firmamento. Los jóvenes detuvieron sus monturas al lado de un arroyo que por allí discurría y tomaron asiento bajo la sombra de un frondoso roble. Luego dejaron que los caballos pastaran y retozaran por la verde pradera.
Es mejor que olvides esa historia, Medulio. De lo contrario va a acabar contigo.
Lo sé, Clouto, pero la doncella era tan hermosa que no puedo olvidarla. No entiendo cómo pudo desaparecer de esa manera.
Hay misterios que no se pueden entender o tal vez todo fue producto de tu imaginación.
No lo sé, Clouto. A veces pienso que puede haber sido sólo eso, pero ¡fue tan real…!
Fue real para ti, Medulio, pero quizás no fue tan real.
Medulio movía la cabeza en forma dubitativa. Ya no podía afirmar si lo que había visto era real o producto de su imaginación. En aquel momento dudaba de todo.
De todas maneras, si fue un producto de mi imaginación, ¿por qué las dos veces que la vi coincidieron con la presencia del ciervo? ¿O también fue imaginación mía la existencia del ciervo?
No, eso no. El ciervo fue real. De eso estoy completamente seguro.
Entonces, ¿por qué no puede haber sido real la doncella también?
No lo sé, Medulio, y tal vez sea mejor que dejemos este tema, porque vamos a acabar los dos medio trastornados.
Tienes razón, Clouto. Será mejor dejarlo.
Los dos jóvenes se acercaron a sus caballos para continuar su excursión. Pegaso se dejó acariciar afablemente por su dueño, mientras que el caballo de Clouto se alejó de ellos con veloz carrera. Después de varios intentos fallidos, lo pudieron capturar. Su dueño lo tomó por las riendas mientras le acariciaba la cara y el cuello. Luego, ambos jinetes montaron en sus cabalgaduras para continuar el recorrido hacia el poblado astur. Era hora de regresar a casa.


© Julio Noel 



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