lunes, 1 de abril de 2019

Capítulo 3 de La familia de Ismael Ricote



                                                                     3


Era un apacible día de primavera. El sol brillaba en lo alto del cielo y dejaba ya sentir con fuerza los efectos de sus rayos. El extenso mar de tierra verdeaba por todas partes con infinidad de matices. Sólo de cuando en cuando era interrumpido por algún barbecho de tierra siena tostada o algún que otro ocre amarillo. El canto de la calandria alegraba los oídos a intervalos regulares.
Ven por aquí, hija mía, que por ahí te puedes hacer daño.
Rosario indicaba amorosamente a su nietecita por dónde debía caminar. Una hermosa niña de apenas tres años. Era el fiel retrato de su madre, pero elevado a la perfección. Una hermosa luna de grandes ojos negros. Idolatrada por padres y abuela, era la diosa del hogar.
Abuela y nieta habían salido a pasear por el campo aquella maravillosa mañana primaveral. La niña se había acercado a unos escombros que alguien había abandonado descuidadamente en los aledaños del pueblo. La abuela tomó de la mano a la pequeña para apartarla del rimero de desechos.
Vamos por este lado, reina mía, que por ahí te puedes herir con alguno de esos cascotes. ¿No habrán tenido otro sitio donde dejarlos?
Abuela y nieta caminaban de la mano por un camino de tierra entre los verdes trigales. Un poco más adelante un estrecho sendero llevaba hasta la orilla del Guadiana.
¿Quieres que nos acerquemos a ver el río, mi vida?
Sí, abuelita.
Bien. Iremos por este sendero, pero con mucho cuidado, cariño, para no caernos al río. Si te caes al agua, te arrastrará la corriente río abajo y te ahogarás. ¿No querrás eso, verdad?
No, abuela.
Rosario se acercó con su nieta a la orilla del Guadiana donde el agua formaba un pequeño remanso. Desde aquel lugar podían contemplar el río sin peligro ninguno.
Vamos a sentarnos aquí a la sombra de estos álamos donde estaremos fresquitas. ¿Te gusta ver el agua?
Sí, abuelita.
Pero tienes que tener mucho cuidado con ella, ¿eh? El agua es muy peligrosa y muy traicionera. Me tienes que prometer que tú solita no vendrás nunca al río, ¿de acuerdo?
Sí, abuela, te lo prometo.
Muy bien, hija mía. Así me gusta —Rosario observó cómo en aquel momento la corriente arrastraba un pequeño tronco por el centro del río—. ¿Ves aquel tronco que se lleva la corriente?
Sí, abuela.
Pues lo mismo te arrastraría a ti si cayeras al agua. Debes tener mucho cuidado y no acercarte nunca tú sola al río. Es muy peligroso, sobre todo para los niños.
La abuela continuó dando sabios y prudentes consejos a su nieta para que poco a poco fuera discerniendo los peligros que encierra la vida. Hacia el mediodía decidieron regresar despacito a casa. Rosario se sentía completamente feliz al lado de su hijo, su nuera y su nieta.

Juana Ricota acababa de cumplir los seis años. Era la hija de Ismael Ricote y de Francisca. Su verdadero nombre era Sahira Zaina Najla, pero para el mundo se llamaba Juana, en honor a su tío materno. Cada día que pasaba su belleza iba en aumento. Con tan sólo seis años ya destacaba entre todas las niñas de su tiempo. En todo el lugar no tenía parangón ni en muchas leguas a la redonda. Sus padres se sentían orgullosos de ella y se esmeraban por preservar aquella tierna flor de los rudos temporales que la acechaban.
¿Cómo te va, Sahira?
Los moriscos jamás empleaban los nombres cristianos en la intimidad del hogar.
Muy bien, padre. Hoy el Cura me ha preguntado si sé quién es Jesús.
¿Y tú qué le has contestado?
Que es el Hijo de Dios.
Los domingos después de la celebración de la Misa los párrocos solían adoctrinar a los más pequeños en los misterios y fundamentos de la fe cristiana. La red de centros docentes era muy exigua, por lo que la educación y formación de la infancia y juventud era muy deficiente si no nula. Solía correr a cuenta de los padres, los sacerdotes y algún que otro preceptor para los hijos de los más acomodados. La mayoría de la gente era analfabeta y tan sólo recibía el adoctrinamiento que les daban los curas desde el púlpito.
Ya sabes, hija, que eso es lo que te enseña el cura católico. Pero ese Jesús para nosotros no fue más que un profeta y así debes considerarlo.
Sí, padre.
Pero no se te ocurra decirle nunca al Cura que Jesús fue un profeta ni a nadie fuera de nuestra casa, ¿entendido?
Sí, padre. Pero no acabo de entender por qué tengo que considerarlo de distinta manera en casa que fuera.
No te preocupes, hija. Algún día lo entenderás. ¿Y qué más te ha preguntado el Cura?
No me ha preguntado nada más. Me ha dicho que Jesús, además de ser el Hijo de Dios, es el hijo de María.
Eso último es cierto. Jesús es el hijo de María o Maryam, como la llamamos nosotros. Maryam fue una mujer muy virtuosa que concibió a Jesús. Isà ibn Maryam no es más que un profeta y mensajero de Alá. Pero esto debe quedar entre nosotros. Si lo comentas fuera de casa, nos puede traer muchos problemas.
¿No crees que es demasiado pronto para inculcarle esas cosas y crear tanta confusión en su mente?
Tal vez, querida, pero debe ir conociendo ya desde ahora los dogmas de nuestra fe. Si esperamos a que los comprenda, puede ser demasiado tarde. De la semilla nace la planta y si esta semilla es cristiana, mucho me temo que más adelante sea demasiado tarde para inculcarle los principios de nuestra fe islámica. A mi entender, las enseñanzas del Corán deben ir paralelas a las del cristianismo, para que nuestra hija sepa discernir en todo momento la verdad de la mentira.
Bueno, bueno. Tú verás lo que haces, pero si algún día tenemos algún disgusto, no digas que no te lo he advertido.
No deberíamos tenerlo si somos prudentes y nuestra hija cumple con lo prometido.
No te olvides que nuestra hija es todavía muy pequeña y que carece totalmente de malicia.
Claro que carece de malicia, pero ella sabe que eso no lo debe comentar con extraños, como lo sabía yo a su edad y nunca se me ocurrió comentar nada con nadie. De nosotros depende que no lo haga.
La niña permanecía atenta a la discusión que se había suscitado entre sus padres, aunque no entendía nada de lo que decían. Lo único que parecía tener algo más claro es que sus padres no aceptaban de buen grado las enseñanzas que el Cura le infundía sobre Jesús y María. Su padre la acercó hacia sí y la sentó sobre sus piernas.
Ven aquí, vida mía. Seguro que has oído hablar alguna vez de la Inquisición, ¿verdad?
Sí.
¿Y qué te han dicho de ella?
Que quema a los hombres y mujeres malos —contestó la niña haciendo pucheros.
Pues eso es lo que harán con nosotros si comentas con alguien lo que te enseñamos aquí. No lo harás, ¿verdad?
No, padre.
Así me gusta, hija. Y ahora vete a jugar con tus muñecas, pero no te olvides nunca de lo que te acabo de decir.
No lo olvidaré, padre.
Ismael depositó un beso en la frente de su hija y la dejó ir para que se entretuviera con sus juguetes.
Nos estamos arriesgando demasiado, Ismaîl. La niña todavía es muy pequeña para guardar secretos. Algún día sin darse cuenta se le escapará alguna palabra y nos delatará.
No lo hará, querida. Y ahora vamos a cambiar de tema, que éste ya me está empezando a aburrir.
Ismael y Francisca comentaron brevemente las últimas noticias que circulaban por el pueblo, para centrarse a continuación en su negocio y en los problemas que más les acuciaban. Los gobernantes no hacían más que atosigarlos con impuestos que ya casi no sabían cómo pagar. El afán expansionista e imperialista de Felipe II no tenía límites. Todo el dinero que ingresaban sus arcas era poco para sufragar las continuas guerras imperialistas. Las coronas de León y de Castilla fueron sangradas a impuestos. Sus habitantes eran cada vez más pobres. Por eso la mayor parte de ellos no tenía dinero con que comprar lo más básico. Las privaciones de las familias llegaban a extremos inauditos, pero había artículos de primera necesidad de los que no podían prescindir. Ismael se veía obligado a fiar casi todo lo que vendía a sus convecinos. Ya tenía varios cuadernos llenos de apuntes con las deudas que le debían y éstas seguían en aumento. Su negocio hacía tiempo que habría quebrado si no hubiera estado sustentado en una sólida base económica. Por suerte, su padre había acumulado una importante fortuna, que él había incrementado considerablemente. Gracias a aquella fortuna podía seguir llenando de existencias su almacén y podía seguir cubriendo las necesidades básicas de sus vecinos aunque no le pagaran. Pero aquella situación no podía seguir así indefinidamente, porque llegaría un momento que su fortuna se agotaría si no cobraba las deudas. Las finanzas de la Corona tenían que dar un giro si el país quería seguir para adelante. Aquello no podía continuar así.
Si la situación económica del país no cambia, nos veremos obligados a cerrar la tienda. No podemos seguir arriesgando toda nuestra fortuna si no hay una garantía de futuro.
¿Tan grave es la situación?
Sí, querida. El pueblo nos debe casi dos veces lo que contiene la tienda. Es cierto que toda esta gente es honrada y responde con sus propiedades y haciendas para saldar sus deudas, pero nosotros no podemos seguir hipotecando con nuestros fondos las mercancías que ellos consumen. De continuar así, algún día nos veremos nosotros sumidos en la más absoluta miseria y no querrás que pase eso.
Desde luego que no, pero esta gente necesita comer. ¿Cómo los vamos a dejar en la estacada?
Claro que necesita comer, pero nuestra tienda es un negocio, no una institución de caridad. Tenemos que mirar también por nuestro bien y por el de nuestra hija.

Por aquellos días comenzó a correr por el lugar el rumor de que la enfermedad de Felipe II se agravaba. Algunos ya vaticinaban su inmediata muerte. Ésta ocurriría dos meses más tarde en el Monasterio de El Escorial, que él había fundado como mausoleo para sí y para sus descendientes. La muerte del monarca abrió la esperanza de una posible recuperación económica del país, si bien Felipe II dejaba una deuda astronómica a su sucesor. Durante su reinado España había sufrido tres bancarrotas y a su muerte el país estaba al borde de la quiebra. A pesar de ello, el pueblo esperaba que el nuevo rey lo condujera por el camino de la racionalidad y lo sacara del bache en el que lo habían hundido sus predecesores.
Esperemos que el nuevo monarca traiga más estabilidad a este país que la que le dio su padre —le comentaba un día Ismael a su mujer durante la sobremesa—, porque de lo contrario nos veremos obligados a cerrar la tienda.
¿Sigue sin pagar la gente?
Pues claro que siguen sin pagar. Alguno hay que va pagando poco a poco lo que debe, pero la inmensa mayoría sigue llevándose la mercancía sin pagar. No sé hasta cuándo podremos soportar esta situación.
—Corren tiempos difíciles para todos, Ismaîl. Debes tener paciencia y concederles más margen. Ya llegará el día en que te lo paguen todo, ya lo verás.
¿Y si no llega, Najla? No. No puedo fiarme de falsas promesas. Me he fijado un límite de endeudamiento. Rebasado éste, cerraremos la tienda. No puedo hipotecar toda nuestra fortuna en el negocio.
Piénsalo bien.
Ya lo tengo bien pensado. No pasaré del límite que me he fijado.
Ismael tomó un sorbo del humeante café que Francisca acababa de preparar.
¿Te has parado alguna vez a pensar qué haríamos si cerraras la tienda?
Él emitió un largo y profundo suspiro antes de contestar a la pregunta que acababa de formularle su mujer.
Claro que sí, querida. Lo he pensado mil veces y otras tantas me he echado para atrás por el miedo que me da. Creo que no sabría hacer otra cosa fuera de mi negocio. Es como si hubiera nacido para él. Ya desde pequeño aproveché cualquier momento libre que tuve para acompañar a mi padre en la tienda y aprender de él. Luego, a partir de los catorce años ya no me separé más de él hasta su muerte, momento en el que me hice totalmente cargo del negocio. No sabría vivir sin él. Así que, si lo perdiera, creo que perdería parte de mi vida y de mi ser con él.
¿Y aún sigues pensando en cerrarlo?
Si no hay más remedio, tendré que hacerlo. El negocio no nos puede llevar a la ruina.
Pero, ¿de qué viviríamos entonces?
No te preocupes por eso. Tenemos suficientes ahorros como para vivir sin trabajar toda la vida nosotros y nuestra hija.
Francisca abrió desmesuradamente los ojos. No podía creer lo que oía. Su marido jamás le había confesado lo que tenía. Ella sospechaba que tenía amasada una pequeña fortuna, pero no creía que fuera demasiado.
¿Tanto hay?
Sí, querida. Con lo que dejó mi padre ya podríamos haber vivido sin trabajar, pero yo he triplicado esos ahorros. El negocio siempre se me ha dado muy bien y durante unos cuantos años he acumulado muchas ganancias. Ahora la coyuntura económica no es favorable, lo que no sólo conlleva que las ganancias no se traduzcan en efectivo, sino que desciendan nuestros ahorros. Por eso me he fijado un margen que no debemos rebasar. Si lo sobrepasamos, tendremos que cerrar el negocio.
Esperemos que nunca ocurra eso.
Confiemos en que Alá y el nuevo rey no lo permitan.

Ocho años habían transcurrido desde la muerte de Felipe II. Juana Ricota ya estaba a punto de superar la edad de la adolescencia. Si ya de niña descollaba por su belleza, ahora que se estaba convirtiendo en una mujercita era la fascinación de los mozalbetes y jóvenes del pueblo y de muchos lugares de los alrededores. Todos la adoraban, pero ella no se dejaba cautivar por nadie. Su larga y sedosa cabellera negra, su rostro marfileño, sus grandes ojos negros, sus labios como corales tras los que se escondían unos dientes como perlas derretían hasta la roca más dura. En cuanto ponía los pies en la calle era el foco de atención de todas las miradas. Los jóvenes se quedaban extasiados, mientras que las muchachas ardían de envidia al verla. Su presencia no pasaba inadvertida para nadie. Ella, en cambio, parecía no ser consciente de los efectos que causaba. Caminaba descuidada e indiferentemente, como si las miradas y comentarios no fueran con ella, pero en su interior se sentía totalmente halagada, se sabía el centro de atención de todo el mundo. Se sentía casi como una diosa del Olimpo helénico en medio de los mortales.
Hija, estás realmente encantadora. No me extraña que seas la admiración de todo el mundo.
No digas tonterías, madre. ¿Quién se va a fijar en mí?
No te hagas la ingenua, hija. De sobras sabes que todo el mundo se para a contemplarte.
No será para tanto, madre.
Sí que lo es y eso me preocupa. Hija, debes tener mucho cuidado con los hombres, que no persiguen más que su placer. Debes mostrarte muy recatada ante ellos y no darles nunca muestras de que te interesan. Además, debes apartarte de los cristianos, pues ya sabes que no debemos mezclarnos con ellos. A tu padre le darías un gran disgusto si algún día tramaras relaciones con alguno de ellos.
Descuida, madre, que hoy por hoy no me interesan ni los cristianos ni los de nuestra religión.
Mejor así, hija. Pero recuerda que debes evitar las relaciones con los enemigos de nuestra fe.
Juana había sido instruida durante todos aquellos años en los sacramentos y misterios de la religión católica por el Cura del pueblo. Pero al mismo tiempo fue inmersa en las enseñanzas del islam por su propio padre, que no estaba dispuesto a perder a su hija para la causa de la fe católica. También adquirió a través de un preceptor los conocimientos elementales del saber de la época para que se pudiera defender con más libertad en la vida. No cabía duda de que era una joven muy afortunada.
Hija mía, no sólo eres hermosa. Has adquirido unos conocimientos superiores a los de la mayoría de chicas de tu tiempo y, además, eres rica. Todo eso son ingredientes suficientes para convertirte en objeto de deseo para muchos hombres. La mayoría te querrán por todo ello. Otros tan sólo por satisfacer su ambición. Debes estar expectante y no caer en las redes que te tiendan, que casi siempre son las de la adulación. No te dejes embaucar por sus lisonjeras palabras, que las más de las veces sólo persiguen su propio egoísmo y la satisfacción de su lujuria. Procura ser honesta y casta. Lo más sagrado para una mujer es llegar con su virginidad intacta hasta el matrimonio.
Lo tendré en cuanta, madre.
Eso espero, hija. Lo que más deseo en este mundo es tu felicidad y ésta sólo la conseguirás si llegas inmaculada al matrimonio. Ningún hombre de nuestra religión te perdonaría tu falta de virginidad. No lo olvides nunca, hija mía.
No lo olvidaré, madre.
Francisca continuó con las recomendaciones aleccionadoras a su hija para que ésta fuera descubriendo poco a poco la maldad que puede encerrar el corazón de los hombres y el peligro de echarse en sus brazos sin una preparación previa. Juana era una delicada rosa que había que proteger hasta del céfiro más suave.

La Semana Santa había hecho un tiempo bastante desapacible, como la mayor parte de las Semanas Santas. No en balde se conmemora en la primavera, estación ésta muy variable en la que tan pronto se dan condiciones climatológicas de pleno invierno, como temperaturas casi estivales. No obstante, el Domingo de Pascua amaneció espléndido. El sol brillaba en lo alto del cielo, en el que no se descubría una sola nube. A media mañana el calor ya era sofocante. Juana estrenó un hermoso vestido de seda, blanco como el armiño, y unos zapatos de charol a juego con el mismo. Iba radiante a la Misa de Resurrección.
¿A dónde se nos va Sahira tan radiante?
A misa. Debes prepararte tú también, pues no tardará en empezar.
Si por mí fuera no pisaría la iglesia, pero no nos queda otro remedio. Por cierto, no deberías dejar tan suelta a la niña. Está en una edad demasiado peligrosa y no es prudente que vaya sola por ahí. No te olvides que hay mucho desaprensivo suelto.
Ya lo sé, Ismaîl. No creas que está tan suelta. —Francisca le dio una camisa limpia a su marido—. Ponte esta camisa, que la que llevas ya no está presentable. Por cierto, ¿cómo va el negocio?
Mejor de lo que esperaba. Hay alguno que no termina de saldar sus deudas, pero la mayoría paga al contado. Hoy, gracias a Alá, somos dueños de una gran fortuna.
¿Y crees que eso nos puede hacer más felices?
Tal vez no, pero nos da una tranquilidad absoluta.
Francisca buscó en el armario el traje que su marido se había mandado hacer para el día de Pascua. Luego lo depositó sobre la cama.
Aquí tienes el traje. Date prisa que llegaremos tarde.
¿Y tú ya estás preparada?
Sólo tengo que ponerme el vestido y calzarme y ya estoy. Mira, aquí te dejo los zapatos.
Momentos más tarde Ismael apremiaba a su esposa.
Tanto meterme prisas a mí y ahora eres tú la que aún no estás. Escucha, ya tañen las campanas.
Ya voy. Me paso un poco el peine por el pelo y ya estoy.
Poco después Francisca se presentó ante los ojos de su marido. Éste la acercó hacia sí mientras le daba un beso.
Estás encantadora. No me extraña que nuestra hija sea tan hermosa pareciéndose como se parece a ti. ¡Que Alá te conserve esta hermosura durante muchos años!
Y tú que la puedas ver.
Anda, vamos, que se nos hace tarde y luego la gente murmurará. Si por mí fuera no aparecería por la iglesia, pero tenemos que guardar las apariencias. Un desliz por nuestra parte y adiós fortuna, adiós hogar y adiós felicidad.
Sí, debemos tener cuidado y no manifestar nuestras convicciones religiosas. El Santo Oficio cada día se está metiendo más con los de nuestra religión. Hace unos años nos dejaban más flexibilidad, pero ahora cada vez son más rigurosos y no perdonan el más mínimo desliz.
Una simple denuncia de cualquiera que nos quiera mal, aunque sea infundada, es suficiente para que ordenen nuestra detención y, una vez en sus manos, es muy difícil probar nuestra inocencia. Si, además, uno no está convencido de sus creencias, te puedes imaginar cuál será el resultado final.
¿Tú crees que puede haber alguien que nos quiera tan mal como para denunciarnos?
Pues no lo sé, querida. Creo que no hemos dado motivo para que alguien nos denuncie, pero la envidia es tan mala que podría hacerlo el más insospechado.
¿Como quién?
Pues cualquiera de nuestros deudores, por ejemplo. O, incluso, alguno de los más pudientes del pueblo. Tú ya sabes que por mucho que se tenga, siempre se quiere tener más. La ambición no tiene límites. Así que no me extrañaría que alguno de los ricachones del pueblo quisiera aumentar su patrimonio con nuestra fortuna.
¿No lo dirás en serio?
Ni en serio ni en broma, querida. Hoy no te puedes fiar de nadie. Y ahora vamos a dejarlo que estamos llegando a la puerta de la iglesia.
Efectivamente, llegaban a la altura del templo parroquial cuando entraban en ella los últimos feligreses. Un poco más y hubiera dado comienzo la Misa de Resurrección.

Un año más tarde la situación de los moriscos en España se había agravado bastante. Las causas eran muchas. Por un lado, éstos constituían una etnia aparte completamente cerrada en sí misma. Sus miembros seguían sin admitir entre los suyos a individuos de otras creencias y culturas, en especial a los cristianos. Esto soliviantaba los ánimos de la población mayoritaria del país. No estaban dispuestos a convivir con gentes que los rechazaban y que se encerraban en sí mismas y en su cultura. Eso era una vergüenza y un oprobio para quienes se sentían dueños y señores de su país. Todavía no eran muchas, pero cada vez se oían más las voces de aquellos que pedían su expulsión.
Una segunda razón podríamos circunscribirla a la envidia. Muchos moriscos gozaban de una situación privilegiada, lo que enardecía los ánimos de la ingente masa de cristianos pobres que habitaba el país. Éstos no podían aceptar de buen grado la riqueza y abundancia en la que nadaban muchos de los moriscos que ellos aborrecían.
Muchos cristianos temían que los moriscos pudieran llegar a aliarse con los turcos para volver a dominar la Península Ibérica entera. Su precedente lo constituía la propia Rebelión de las Alpujarras.
Una nueva crisis económica que agravaba aún más el estado de precariedad en que vivía la población española, la cual consideraba que esa situación se debía en parte a la presencia de los moriscos, por lo que reclamaban su expulsión inmediata.
Así las cosas, el día a día se hacía cada vez más difícil para la población morisca. Muchos ya no sabían qué hacer ni cómo comportarse para no herir la sensibilidad de los cristianos viejos. Por la cuestión más nimia e insignificante se podía organizar un altercado de consecuencias impredecibles. Los ánimos estaban muy exaltados y al más mínimo roce explotaban. Además, la Santa Hermandad actuaba con excesivo rigor y dureza contra todo morisco que hubiera sido acusado, con razón o sin ella. Lo mismo ocurría en cualquier altercado en el que intervinieran. No importaba que fueran culpables o inocentes. Lo primero que hacían era detenerlos y llevarlos a prisión. Luego ya se vería si eran culpables o no. Ellos, por su parte, preferían perder sus derechos antes que oponerse a los agentes de la autoridad. Si lo hacían, sabían que las consecuencias iban a ser mucho peores. Aun sin oponerse eran víctimas de tormentos y malos tratos, así que la resistencia no hubiera servido más que para agravar aún más la situación. Era mejor callar y esperar.
¿No mejora la situación, Ismaîl?
No mucho, mujer. Los ánimos están muy caldeados y la gente sólo quiere una excusa para reventar. Lo malo es que esta crispación no es sólo local, sino que se está extendiendo por todo el país.
Eso tendrá graves consecuencias, ya lo verás.
Claro que las tendrá, querida. En cuanto el rey tome cartas en el asunto, que las tomará, no vamos a salir muy bien parados. Recuerda lo que les ocurrió a nuestros padres en las Alpujarras.
¿Tan grave es como para que se repita aquello?
Ponte en lo peor. El rey se verá presionado por todos los poderes y por todas las personas influyentes y no le quedará otra opción más que claudicar ante sus exigencias. Piensa que nosotros ahora ya no pintamos nada en este país, así que harán lo que quieran.
Acababan de comer. Aún faltaba algo más de una hora para abrir de nuevo la tienda.
¿Prefieres café o té, Ismaîl?
Hazme un café.
Poco después Francisca servía el humeante café en sendos pocillos de porcelana. Su aroma comenzó a expandirse por toda la sala.
Te pongo dos terrones de azúcar, ¿no?
Ya sabes que el café me gusta dulce, cariño.
A mí, por el contrario, me gusta amargo.
Sí, en eso no coinciden mucho nuestros gustos —acercó el pocillo a los labios y tomó un pequeño sorbo—. Najla, tendremos que tomar alguna decisión de cara al futuro. He pensado que deberíamos vender todo esto y marcharnos a otro país.
¡Estás loco! ¿Adónde quieres ir? Además, ¿crees que nos dejarían llevarnos todo lo que tenemos?
Ése es el problema, querida. No creo que nos dejen sacar mucho de lo que tenemos. Deberíamos ingeniárnoslas para ir haciéndolo poco a poco.
¿Y adónde lo llevaríamos?
Ahí está, que yo tampoco lo sé. Pero lo que no podemos hacer es quedarnos de brazos cruzados, porque después será tarde.
¿Quieres decir? ¡No será para tanto!
¡Ojalá estuvieras en lo cierto, cariño! Pero mucho me temo que no va a ser así —Ismael tomó el último sorbo de café antes de seguir—. No te preocupes, Najla, ya encontraré alguna solución.
¡Que Alá te oiga, esposo mío!
Francisca retiró los pocillos y la cafetera de la mesa. Luego recogió el mantel con el que la había cubierto durante el almuerzo. A continuación colocó un centro de mesa sobre ella.
A todo esto, ¿qué me cuentas de Sahira?
¿A qué te refieres?
¿A qué me voy a referir? A su vida. Supongo que la estarás vigilando, que no le habrás dado rienda suelta. La niña ya está dejando la adolescencia y se está convirtiendo en una mujercita. Por otra parte, no está de mal ver y además todo el mundo sabe que tenemos dinero. Eso hace que se convierta en un bocado muy apetitoso. Mucho me extraña que todavía no le haya salido ningún pretendiente.
Francisca emitió un profundo suspiro mientras tomaba de nuevo asiento junto a su esposo.
Claro que tiene pretendientes y uno sobre todo.
¿Y se puede saber quién es ése?
Pues uno que no le conviene y que le tengo prohibido que se relacione con él.
¿Puedo saber el motivo?
Claro que sí. Es el hijo de los Gregorio.
¿El hidalgo ése?
Sí. Don Pedro creo que se llama.
Ismael permaneció unos segundos en silencio antes de continuar.
No es mal partido, no. Pero no lo podemos aceptar por ser cristiano. Mi hija jamás se casará con alguien que no sea de nuestra religión. Eso sería como traicionar lo más sagrado de nuestro ser.
Eso mismo le he dicho yo, por eso le he prohibido que salga con él. Pero él parece que se muestra muy obstinado y no da el brazo a torcer.
Pues tendrás que vigilar bien a nuestra hija antes de que sea demasiado tarde y, si es necesario, la atas bien corta para que no se desbande.
Ya lo hago, amor mío. Ella es la niña de mis ojos y no dejaré que se pierda.
Me parece muy bien. Ahora debo dejarte, esposa mía, pues el deber me llama. Ya continuaremos nuestra charla en otro momento.
Ismael Ricote regresó a su ocupación habitual. Por su cabeza rondaba una idea que no lo dejaba tranquilo. La situación para los de su raza cada día se complicaba más. La población cada día se volvía más hostil hacia ellos. Algunos, los más atrevidos, ya empezaban a tomarse libertades que iban más allá de lo medianamente razonable profiriendo insultos y amenazas contra ellos. Suerte que todavía eran muy pocos. En el lugar aún no había ocurrido ningún incidente. Sí se tenían noticias de alguno ocurrido en lugares vecinos. Si las autoridades no lo impedían, y no parecían estar por la labor, pronto la situación se haría insoportable y ya nada se podría hacer. No se podía quedar uno de brazos cruzados.
Ismael comenzó a buscar en su tiempo libre un lugar recóndito donde ocultar su inmensa fortuna. Al principio quiso compartir la idea con su mujer, pero inmediatamente la desechó por entender que la única forma de guardar el secreto es que nadie más lo supiera. Empezó a recorrer el contorno y los alrededores del pueblo, pero no halló ningún lugar idóneo para esconder tan gran fortuna. Toda aquella zona era muy llana. Allí era muy difícil guardar un tesoro a los ojos de cualquier observador. No tardó en ampliar el perímetro de sus pesquisas. El tercer día dirigió sus pasos a las Lagunas de Ruidera, espacio natural que ofrecía multitud de posibilidades de esconder un tesoro sin que jamás nadie lo pudiera encontrar. Ricote se tomó el tiempo necesario para recorrer una por una todas las lagunas y todos los accidentes geográficos que conformaban aquel paraje antes de tomar una decisión. Después de mucho pensarlo y sopesarlo, decidió esconder su fortuna detrás de una de las cascadas que hay en las lagunas. En ella había descubierto una pequeña gruta muy propicia para sus planes. Era estrecha y tortuosa. Se adentraba más de veinte pasos en el interior de la tierra con varias ramificaciones. Para alcanzar su entrada había que atravesar la cascada, lo que la mantenía oculta a las miradas de cualquier observador.
Durante los meses siguientes Ismael Ricote se dedicó a trasladar a la cueva toda su fortuna, tanto joyas como dinero en efectivo. Sus viajes a las Lagunas de Ruidera se convirtieron en algo habitual, pero algo que él hacía a escondidas de los ojos de los mortales. Ni siquiera su mujer conocía sus andanzas. Él solo se las arregló para enterrar sus ahorros en la cueva aprovechando la oscuridad de la noche. Así el secreto se quedaría encerrado únicamente en su corazón e iría donde él fuera. Nadie más lo podría compartir.
¿De dónde vienes, Ismaîl? —le preguntó su mujer cuando entraba sigilosamente en casa—. Me he despertado y no te he hallado a mi lado.
Tenía demasiado calor y he salido a dar una vuelta.
No te creo. Tú me ocultas algo. ¿No tendrás una amante?
¿Pero qué cosas dices, Najla? Ni por todo el oro del mundo se me ocurriría engañarte.
No estaría yo tan segura. Y si no, ¿por qué sales y entras con tanta cautela en casa?
Porque no quería que te despertaras, amor mío.
Bueno, bueno. No sé si creerte.
Ismael la tomó en sus brazos y depositó un beso en sus labios.
Anda, querida, vamos a acostarnos otra vez que aún es muy pronto para levantarnos. Descansa tranquila.
A la mañana siguiente Francisca retornó al incidente de la madrugada.
Tú me ocultas algo, Ismaîl.
¿Qué te voy a ocultar, Najla?
No lo sé, pero me estás ocultando algo y, si no me dices de qué se trata, seguiré pensando que me engañas.
Ismael tomaba el desayuno que su esposa le acababa de preparar.
Puedes creer lo que quieras, pero por Alá que no te engaño.
Pues entonces, ¿a qué se debe tu ausencia y tanto sigilo?
Ya te lo he dicho. Tenía calor y salí a caminar un rato por el campo. Nada más.
Al fin tendré que creerte.
Después de este diálogo, Ismael se despidió de su mujer para abrir la tienda. Esperaba que ella olvidara el incidente y no volviera a someterlo a un interrogatorio como aquél. No estaba seguro de poder soportarlo. A punto había estado de confesarle la verdad y eso era lo que menos deseaba. Si le descubría a su mujer el secreto, ya no habría secreto y su fortuna correría un grave peligro. Por eso no podía revelarle la verdad, aunque en ello peligrara la estabilidad de su matrimonio. Debía mantenerse firme. Lo peor de todo es que aún tenía que realizar un último viaje a la cueva. Tendría que hacerlo a la luz del día para que su mujer no desconfiara, pero eso podría delatarlo a los ojos de alguien. Tendría que ingeniárselas para que nadie lo descubriera. Y eso es lo que hizo. Un viernes por la tarde decidió cumplir con el precepto religioso del islam. Cerró la tienda para orar a Alá. Luego le dijo a su mujer que tenía que ir a cobrar una deuda a un lugar vecino. Con esa excusa se desplazó hasta las Lagunas de Ruidera donde escondió el resto de su fortuna, no sin antes cerciorarse una y mil veces de que nadie lo había seguido ni alguna mirada indiscreta lo observaba. Al fin había dejado a buen recaudo todos sus ahorros. Ahora ya podía respirar tranquilo.

Unos meses más tarde el rey Felipe III decretó la expulsión de los moriscos de todo el territorio nacional. La noticia no por esperada dejó de sorprender a todo el mundo, principalmente a los afectados. Muchos de ellos habían albergado la esperanza de que el rey jamás llegaría a firmar ese decreto. Pero al final ocurrió lo que tenía que ocurrir. El rey se vio presionado por todas partes y no le quedó más alternativa que ceder a las presiones. La expulsión de los moriscos ocasionaría un grave problema en muchas partes del territorio, pero habría que correr con las consecuencias. La paz social estaba amenazada y había que poner fin a los conatos de violencia que cundían por todas partes. Las clases pudientes se oponían a la expulsión por el quebranto de la mano de obra que perderían, pero los pobres, que eran los más, la exigían a gritos. Su odio, su rencor y su envidia mal disimulada hacia los nuevos cristianos los habían llevado a extremos inauditos. Muchos ya no se ocultaban incluso para arremeter contra la integridad física de los moriscos, amparados en la salvaguarda de la fe católica. Por eso la expulsión se hizo necesaria.
Najla, ya sabes que la expulsión ha comenzado por los reinos de Valencia y Aragón. No te quepa la menor duda que luego llegará aquí. Yo no pienso esperar a que esto ocurra. Mañana mismo parto para Francia. Me adelantaré a los hechos para tener preparado un nuevo hogar en algún país de Europa donde poder refugiarnos cuando llegue el momento. Tú y Sahira os quedaréis aquí hasta recibir noticias mías y si no las recibiereis, prométeme que iréis a Francia donde nos reuniremos todos.
Pero ¿cómo quieres partir sin nosotras?
Debo hacerlo, amor mío, por el bien de los tres. Vosotras os quedaréis aquí con el negocio mientras yo busco un lugar donde refugiarnos. Ahora no es prudente que nos vayamos los tres juntos.
Dos gruesas lágrimas rodaron por las mejillas aún sonrosadas de Francisca. Él la acercó hacia sí y la estrechó entre sus brazos.
No te preocupes, Najla. Volveré a buscaros. Sois toda mi vida y no quiero perderos.
¿Y qué será de nosotras aquí solas mientras tanto?
Tienes a tu hermano Juan. Él podrá echaros una mano en caso necesario.
Sí, pero no es lo mismo.
En mi ausencia, él será el cabeza de familia. Con él a vuestro lado no tenéis nada que temer.
Nuevas lágrimas vertieron los negros ojos de Francisca y nuevos sollozos y suspiros se desprendieron de su pecho.
No me lo pongas más difícil, Najla, que bastante lo es ya de por sí. ¿Crees que a mí me resulta fácil dar este paso? Si de mí dependiera, no nos moveríamos nunca de aquí, pero no está en mis manos. No sé qué crimen hemos cometido, pero el caso es que nos echan de nuestra propia patria, porque eso es lo que es esta tierra para nosotros. Dura fue la expulsión de nuestros padres de las Alpujarras, pero mucho más dura va a ser la que nos va a tocar sufrir a nosotros. Nuestros padres se vieron obligados a abandonar su hogar, pero fueron readmitidos en otros puntos del país. Nosotros, en cambio, nos vemos obligados a abandonar este país, que es el nuestro, y a deambular por países extraños. No sé qué nos deparará el futuro, pero el presente es muy triste y muy amargo. Por eso te pido que no me lo pongas más difícil, querida.
Es que no puedo. Es superior a mis fuerzas.
De nuevo Ismael la estrechó contra su pecho.
Ánimo, querida. Ten fe en Alá y en Mahoma, su profeta, ya verás como así lo puedes superar. Por mi parte, te prometo que volveré lo antes posible y entonces podremos partir todos juntos para nuestro nuevo hogar.
¡Que Alá te oiga, amor mío! Yo quedaré aquí rezando cada día por tu vuelta, que espero no se demore.
Despídete de nuestra hija por mí. Yo no tengo fuerzas para hacerlo. Mañana partiré con el corazón roto en mil pedazos. ¿No sabes cuánto me cuesta tener que dejaros? Os llevaré siempre presentes en mi corazón allá donde vaya.
También tú quedarás en el nuestro. ¡Que Alá te guíe dondequiera que vayas!
Ismael y Francisca se fundieron en un fuerte abrazo que parecía no tener fin. A la mañana siguiente él partió para tierras extrañas, dejando a su mujer y a su hija sumidas en la más absoluta tristeza y con el corazón lleno de congoja. Una nueva etapa se abría en sus vidas.

© Julio Noel



    

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