3
Era un apacible día de
primavera. El sol brillaba en lo alto del cielo y dejaba ya sentir
con fuerza los efectos de sus rayos. El extenso mar de tierra
verdeaba por todas partes con infinidad de matices. Sólo de cuando
en cuando era interrumpido por algún barbecho de tierra siena
tostada o algún que otro ocre amarillo. El canto de la calandria
alegraba los oídos a intervalos regulares.
—Ven por aquí, hija mía,
que por ahí te puedes hacer daño.
Rosario indicaba amorosamente
a su nietecita por dónde debía caminar. Una hermosa niña de apenas
tres años. Era el fiel retrato de su madre, pero elevado a la
perfección. Una hermosa luna de grandes ojos negros. Idolatrada por
padres y abuela, era la diosa del hogar.
Abuela y nieta habían salido
a pasear por el campo aquella maravillosa mañana primaveral. La niña
se había acercado a unos escombros que alguien había abandonado
descuidadamente en los aledaños del pueblo. La abuela tomó de la
mano a la pequeña para apartarla del rimero de desechos.
—Vamos por este lado, reina
mía, que por ahí te puedes herir con alguno de esos cascotes. ¿No
habrán tenido otro sitio donde dejarlos?
Abuela y nieta caminaban de la
mano por un camino de tierra entre los verdes trigales. Un poco más
adelante un estrecho sendero llevaba hasta la orilla del Guadiana.
—¿Quieres que nos
acerquemos a ver el río, mi vida?
—Sí, abuelita.
—Bien. Iremos por este
sendero, pero con mucho cuidado, cariño, para no caernos al río. Si
te caes al agua, te arrastrará la corriente río abajo y te
ahogarás. ¿No querrás eso, verdad?
—No, abuela.
Rosario se acercó con su
nieta a la orilla del Guadiana donde el agua formaba un pequeño
remanso. Desde aquel lugar podían contemplar el río sin peligro
ninguno.
—Vamos a sentarnos aquí a
la sombra de estos álamos donde estaremos fresquitas. ¿Te gusta ver
el agua?
—Sí, abuelita.
—Pero tienes que tener mucho
cuidado con ella, ¿eh? El agua es muy peligrosa y muy traicionera.
Me tienes que prometer que tú solita no vendrás nunca al río, ¿de
acuerdo?
—Sí, abuela, te lo prometo.
—Muy bien, hija mía. Así
me gusta —Rosario observó cómo en aquel momento la corriente
arrastraba un pequeño tronco por el centro del río—. ¿Ves aquel
tronco que se lleva la corriente?
—Sí, abuela.
—Pues lo mismo te
arrastraría a ti si cayeras al agua. Debes tener mucho cuidado y no
acercarte nunca tú sola al río. Es muy peligroso, sobre todo para
los niños.
La abuela continuó dando
sabios y prudentes consejos a su nieta para que poco a poco fuera
discerniendo los peligros que encierra la vida. Hacia el mediodía
decidieron regresar despacito a casa. Rosario se sentía
completamente feliz al lado de su hijo, su nuera y su nieta.
Juana Ricota acababa de
cumplir los seis años. Era la hija de Ismael Ricote y de Francisca.
Su verdadero nombre era Sahira Zaina Najla, pero para el mundo se
llamaba Juana, en honor a su tío materno. Cada día que pasaba su
belleza iba en aumento. Con tan sólo seis años ya destacaba entre
todas las niñas de su tiempo. En todo el lugar no tenía parangón
ni en muchas leguas a la redonda. Sus padres se sentían orgullosos
de ella y se esmeraban por preservar aquella tierna flor de los rudos
temporales que la acechaban.
—¿Cómo te va, Sahira?
Los moriscos jamás empleaban
los nombres cristianos en la intimidad del hogar.
—Muy bien, padre. Hoy el
Cura me ha preguntado si sé quién es Jesús.
—¿Y tú qué le has
contestado?
—Que es el Hijo de Dios.
Los domingos después de la
celebración de la Misa los párrocos solían adoctrinar a los más
pequeños en los misterios y fundamentos de la fe cristiana. La red
de centros docentes era muy exigua, por lo que la educación y
formación de la infancia y juventud era muy deficiente si no nula.
Solía correr a cuenta de los padres, los sacerdotes y algún que
otro preceptor para los hijos de los más acomodados. La mayoría de
la gente era analfabeta y tan sólo recibía el adoctrinamiento que
les daban los curas desde el púlpito.
—Ya sabes, hija, que eso es
lo que te enseña el cura católico. Pero ese Jesús para nosotros no
fue más que un profeta y así debes considerarlo.
—Sí, padre.
—Pero no se te ocurra
decirle nunca al Cura que Jesús fue un profeta ni a nadie fuera de
nuestra casa, ¿entendido?
—Sí, padre. Pero no acabo
de entender por qué tengo que considerarlo de distinta manera en
casa que fuera.
—No te preocupes, hija.
Algún día lo entenderás. ¿Y qué más te ha preguntado el Cura?
—No me ha preguntado nada
más. Me ha dicho que Jesús, además de ser el Hijo de Dios, es el
hijo de María.
—Eso último es cierto.
Jesús es el hijo de María o Maryam, como la llamamos nosotros.
Maryam fue una mujer muy virtuosa que concibió a Jesús. Isà ibn
Maryam no es más que un profeta y mensajero de Alá. Pero esto debe
quedar entre nosotros. Si lo comentas fuera de casa, nos puede traer
muchos problemas.
—¿No crees que es demasiado
pronto para inculcarle esas cosas y crear tanta confusión en su
mente?
—Tal vez, querida, pero debe
ir conociendo ya desde ahora los dogmas de nuestra fe. Si esperamos a
que los comprenda, puede ser demasiado tarde. De la semilla nace la
planta y si esta semilla es cristiana, mucho me temo que más
adelante sea demasiado tarde para inculcarle los principios de
nuestra fe islámica. A mi entender, las enseñanzas del Corán deben
ir paralelas a las del cristianismo, para que nuestra hija sepa
discernir en todo momento la verdad de la mentira.
—Bueno, bueno. Tú verás lo
que haces, pero si algún día tenemos algún disgusto, no digas que
no te lo he advertido.
—No deberíamos tenerlo si
somos prudentes y nuestra hija cumple con lo prometido.
—No te olvides que nuestra
hija es todavía muy pequeña y que carece totalmente de malicia.
—Claro que carece de
malicia, pero ella sabe que eso no lo debe comentar con extraños,
como lo sabía yo a su edad y nunca se me ocurrió comentar nada con
nadie. De nosotros depende que no lo haga.
La niña permanecía atenta a
la discusión que se había suscitado entre sus padres, aunque no
entendía nada de lo que decían. Lo único que parecía tener algo
más claro es que sus padres no aceptaban de buen grado las
enseñanzas que el Cura le infundía sobre Jesús y María. Su padre
la acercó hacia sí y la sentó sobre sus piernas.
—Ven aquí, vida mía.
Seguro que has oído hablar alguna vez de la Inquisición, ¿verdad?
—Sí.
—¿Y qué te han dicho de
ella?
—Que quema a los hombres y
mujeres malos —contestó la niña haciendo pucheros.
—Pues eso es lo que harán
con nosotros si comentas con alguien lo que te enseñamos aquí. No
lo harás, ¿verdad?
—No, padre.
—Así me gusta, hija. Y
ahora vete a jugar con tus muñecas, pero no te olvides nunca de lo
que te acabo de decir.
—No lo olvidaré, padre.
Ismael depositó un beso en la
frente de su hija y la dejó ir para que se entretuviera con sus
juguetes.
—Nos estamos arriesgando
demasiado, Ismaîl. La niña todavía es muy pequeña para guardar
secretos. Algún día sin darse cuenta se le escapará alguna palabra
y nos delatará.
—No lo hará, querida. Y
ahora vamos a cambiar de tema, que éste ya me está empezando a
aburrir.
Ismael y Francisca comentaron
brevemente las últimas noticias que circulaban por el pueblo, para
centrarse a continuación en su negocio y en los problemas que más
les acuciaban. Los gobernantes no hacían más que atosigarlos con
impuestos que ya casi no sabían cómo pagar. El afán expansionista
e imperialista de Felipe II no tenía límites. Todo el dinero que
ingresaban sus arcas era poco para sufragar las continuas guerras
imperialistas. Las coronas de León y de Castilla fueron sangradas a
impuestos. Sus habitantes eran cada vez más pobres. Por eso la mayor
parte de ellos no tenía dinero con que comprar lo más básico. Las
privaciones de las familias llegaban a extremos inauditos, pero había
artículos de primera necesidad de los que no podían prescindir.
Ismael se veía obligado a fiar casi todo lo que vendía a sus
convecinos. Ya tenía varios cuadernos llenos de apuntes con las
deudas que le debían y éstas seguían en aumento. Su negocio hacía
tiempo que habría quebrado si no hubiera estado sustentado en una
sólida base económica. Por suerte, su padre había acumulado una
importante fortuna, que él había incrementado considerablemente.
Gracias a aquella fortuna podía seguir llenando de existencias su
almacén y podía seguir cubriendo las necesidades básicas de sus
vecinos aunque no le pagaran. Pero aquella situación no podía
seguir así indefinidamente, porque llegaría un momento que su
fortuna se agotaría si no cobraba las deudas. Las finanzas de la
Corona tenían que dar un giro si el país quería seguir para
adelante. Aquello no podía continuar así.
—Si la situación económica
del país no cambia, nos veremos obligados a cerrar la tienda. No
podemos seguir arriesgando toda nuestra fortuna si no hay una
garantía de futuro.
—¿Tan grave es la
situación?
—Sí, querida. El pueblo nos
debe casi dos veces lo que contiene la tienda. Es cierto que toda
esta gente es honrada y responde con sus propiedades y haciendas para
saldar sus deudas, pero nosotros no podemos seguir hipotecando con
nuestros fondos las mercancías que ellos consumen. De continuar así,
algún día nos veremos nosotros sumidos en la más absoluta miseria
y no querrás que pase eso.
—Desde luego que no, pero
esta gente necesita comer. ¿Cómo los vamos a dejar en la estacada?
—Claro que necesita comer,
pero nuestra tienda es un negocio, no una institución de caridad.
Tenemos que mirar también por nuestro bien y por el de nuestra hija.
Por aquellos días comenzó a
correr por el lugar el rumor de que la enfermedad de Felipe II se
agravaba. Algunos ya vaticinaban su inmediata muerte. Ésta ocurriría
dos meses más tarde en el Monasterio de El Escorial, que él había
fundado como mausoleo para sí y para sus descendientes. La muerte
del monarca abrió la esperanza de una posible recuperación
económica del país, si bien Felipe II dejaba una deuda astronómica
a su sucesor. Durante su reinado España había sufrido tres
bancarrotas y a su muerte el país estaba al borde de la quiebra. A
pesar de ello, el pueblo esperaba que el nuevo rey lo condujera por
el camino de la racionalidad y lo sacara del bache en el que lo
habían hundido sus predecesores.
—Esperemos que el nuevo
monarca traiga más estabilidad a este país que la que le dio su
padre —le comentaba un día Ismael a su mujer durante la
sobremesa—, porque de lo contrario nos veremos obligados a cerrar
la tienda.
—¿Sigue sin pagar la gente?
—Pues claro que siguen sin
pagar. Alguno hay que va pagando poco a poco lo que debe, pero la
inmensa mayoría sigue llevándose la mercancía sin pagar. No sé
hasta cuándo podremos soportar esta situación.
—Corren tiempos difíciles para todos, Ismaîl. Debes tener
paciencia y concederles más margen. Ya llegará el día en que te lo
paguen todo, ya lo verás.
—¿Y si no llega, Najla? No.
No puedo fiarme de falsas promesas. Me he fijado un límite de
endeudamiento. Rebasado éste, cerraremos la tienda. No puedo
hipotecar toda nuestra fortuna en el negocio.
—Piénsalo bien.
—Ya lo tengo bien pensado.
No pasaré del límite que me he fijado.
Ismael tomó un sorbo del
humeante café que Francisca acababa de preparar.
—¿Te has parado alguna vez
a pensar qué haríamos si cerraras la tienda?
Él emitió un largo y
profundo suspiro antes de contestar a la pregunta que acababa de
formularle su mujer.
—Claro que sí, querida. Lo
he pensado mil veces y otras tantas me he echado para atrás por el
miedo que me da. Creo que no sabría hacer otra cosa fuera de mi
negocio. Es como si hubiera nacido para él. Ya desde pequeño
aproveché cualquier momento libre que tuve para acompañar a mi
padre en la tienda y aprender de él. Luego, a partir de los catorce
años ya no me separé más de él hasta su muerte, momento en el que
me hice totalmente cargo del negocio. No sabría vivir sin él. Así
que, si lo perdiera, creo que perdería parte de mi vida y de mi ser
con él.
—¿Y aún sigues pensando en
cerrarlo?
—Si no hay más remedio,
tendré que hacerlo. El negocio no nos puede llevar a la ruina.
—Pero, ¿de qué viviríamos
entonces?
—No te preocupes por eso.
Tenemos suficientes ahorros como para vivir sin trabajar toda la vida
nosotros y nuestra hija.
Francisca abrió
desmesuradamente los ojos. No podía creer lo que oía. Su marido
jamás le había confesado lo que tenía. Ella sospechaba que tenía
amasada una pequeña fortuna, pero no creía que fuera demasiado.
—¿Tanto hay?
—Sí, querida. Con lo que
dejó mi padre ya podríamos haber vivido sin trabajar, pero yo he
triplicado esos ahorros. El negocio siempre se me ha dado muy bien y
durante unos cuantos años he acumulado muchas ganancias. Ahora la
coyuntura económica no es favorable, lo que no sólo conlleva que
las ganancias no se traduzcan en efectivo, sino que desciendan
nuestros ahorros. Por eso me he fijado un margen que no debemos
rebasar. Si lo sobrepasamos, tendremos que cerrar el negocio.
—Esperemos que nunca ocurra
eso.
—Confiemos en que Alá y el
nuevo rey no lo permitan.
Ocho años habían
transcurrido desde la muerte de Felipe II. Juana Ricota ya estaba a
punto de superar la edad de la adolescencia. Si ya de niña
descollaba por su belleza, ahora que se estaba convirtiendo en una
mujercita era la fascinación de los mozalbetes y jóvenes del pueblo
y de muchos lugares de los alrededores. Todos la adoraban, pero ella
no se dejaba cautivar por nadie. Su larga y sedosa cabellera negra,
su rostro marfileño, sus grandes ojos negros, sus labios como
corales tras los que se escondían unos dientes como perlas derretían
hasta la roca más dura. En cuanto ponía los pies en la calle era el
foco de atención de todas las miradas. Los jóvenes se quedaban
extasiados, mientras que las muchachas ardían de envidia al verla.
Su presencia no pasaba inadvertida para nadie. Ella, en cambio,
parecía no ser consciente de los efectos que causaba. Caminaba
descuidada e indiferentemente, como si las miradas y comentarios no
fueran con ella, pero en su interior se sentía totalmente halagada,
se sabía el centro de atención de todo el mundo. Se sentía casi
como una diosa del Olimpo helénico en medio de los mortales.
—Hija, estás realmente
encantadora. No me extraña que seas la admiración de todo el mundo.
—No digas tonterías, madre.
¿Quién se va a fijar en mí?
—No te hagas la ingenua,
hija. De sobras sabes que todo el mundo se para a contemplarte.
—No será para tanto, madre.
—Sí que lo es y eso me
preocupa. Hija, debes tener mucho cuidado con los hombres, que no
persiguen más que su placer. Debes mostrarte muy recatada ante ellos
y no darles nunca muestras de que te interesan. Además, debes
apartarte de los cristianos, pues ya sabes que no debemos mezclarnos
con ellos. A tu padre le darías un gran disgusto si algún día
tramaras relaciones con alguno de ellos.
—Descuida, madre, que hoy
por hoy no me interesan ni los cristianos ni los de nuestra religión.
—Mejor así, hija. Pero
recuerda que debes evitar las relaciones con los enemigos de nuestra
fe.
Juana había sido instruida
durante todos aquellos años en los sacramentos y misterios de la
religión católica por el Cura del pueblo. Pero al mismo tiempo fue
inmersa en las enseñanzas del islam por su propio padre, que no
estaba dispuesto a perder a su hija para la causa de la fe católica.
También adquirió a través de un preceptor los conocimientos
elementales del saber de la época para que se pudiera defender con
más libertad en la vida. No cabía duda de que era una joven muy
afortunada.
—Hija mía, no sólo eres
hermosa. Has adquirido unos conocimientos superiores a los de la
mayoría de chicas de tu tiempo y, además, eres rica. Todo eso son
ingredientes suficientes para convertirte en objeto de deseo para
muchos hombres. La mayoría te querrán por todo ello. Otros tan sólo
por satisfacer su ambición. Debes estar expectante y no caer en las
redes que te tiendan, que casi siempre son las de la adulación. No
te dejes embaucar por sus lisonjeras palabras, que las más de las
veces sólo persiguen su propio egoísmo y la satisfacción de su
lujuria. Procura ser honesta y casta. Lo más sagrado para una mujer
es llegar con su virginidad intacta hasta el matrimonio.
—Lo tendré en cuanta,
madre.
—Eso espero, hija. Lo que
más deseo en este mundo es tu felicidad y ésta sólo la conseguirás
si llegas inmaculada al matrimonio. Ningún hombre de nuestra
religión te perdonaría tu falta de virginidad. No lo olvides nunca,
hija mía.
—No lo olvidaré, madre.
Francisca continuó con las
recomendaciones aleccionadoras a su hija para que ésta fuera
descubriendo poco a poco la maldad que puede encerrar el corazón de
los hombres y el peligro de echarse en sus brazos sin una
preparación previa. Juana era una delicada rosa que había que
proteger hasta del céfiro más suave.
La Semana Santa había hecho
un tiempo bastante desapacible, como la mayor parte de las Semanas
Santas. No en balde se conmemora en la primavera, estación ésta muy
variable en la que tan pronto se dan condiciones climatológicas de
pleno invierno, como temperaturas casi estivales. No obstante, el
Domingo de Pascua amaneció espléndido. El sol brillaba en lo alto
del cielo, en el que no se descubría una sola nube. A media mañana
el calor ya era sofocante. Juana estrenó un hermoso vestido de
seda, blanco como el armiño, y unos zapatos de charol a juego con el
mismo. Iba radiante a la Misa de Resurrección.
—¿A dónde se nos va Sahira
tan radiante?
—A misa. Debes prepararte tú
también, pues no tardará en empezar.
—Si por mí fuera no pisaría
la iglesia, pero no nos queda otro remedio. Por cierto, no deberías
dejar tan suelta a la niña. Está en una edad demasiado peligrosa y
no es prudente que vaya sola por ahí. No te olvides que hay mucho
desaprensivo suelto.
—Ya lo sé, Ismaîl. No
creas que está tan suelta. —Francisca le dio una camisa limpia a
su marido—. Ponte esta camisa, que la que llevas ya no está
presentable. Por cierto, ¿cómo va el negocio?
—Mejor de lo que esperaba.
Hay alguno que no termina de saldar sus deudas, pero la mayoría paga
al contado. Hoy, gracias a Alá, somos dueños de una gran fortuna.
—¿Y crees que eso nos puede
hacer más felices?
—Tal vez no, pero nos da una
tranquilidad absoluta.
Francisca buscó en el armario
el traje que su marido se había mandado hacer para el día de
Pascua. Luego lo depositó sobre la cama.
—Aquí tienes el traje. Date
prisa que llegaremos tarde.
—¿Y tú ya estás
preparada?
—Sólo tengo que ponerme el
vestido y calzarme y ya estoy. Mira, aquí te dejo los zapatos.
Momentos más tarde Ismael
apremiaba a su esposa.
—Tanto meterme prisas a mí
y ahora eres tú la que aún no estás. Escucha, ya tañen las
campanas.
—Ya voy. Me paso un poco el
peine por el pelo y ya estoy.
Poco después Francisca se
presentó ante los ojos de su marido. Éste la acercó hacia sí
mientras le daba un beso.
—Estás encantadora. No me
extraña que nuestra hija sea tan hermosa pareciéndose como se
parece a ti. ¡Que Alá te conserve esta hermosura durante muchos
años!
—Y tú que la puedas ver.
—Anda, vamos, que se nos
hace tarde y luego la gente murmurará. Si por mí fuera no
aparecería por la iglesia, pero tenemos que guardar las apariencias.
Un desliz por nuestra parte y adiós fortuna, adiós hogar y adiós
felicidad.
—Sí, debemos tener cuidado
y no manifestar nuestras convicciones religiosas. El Santo Oficio
cada día se está metiendo más con los de nuestra religión. Hace
unos años nos dejaban más flexibilidad, pero ahora cada vez son más
rigurosos y no perdonan el más mínimo desliz.
—Una simple denuncia de
cualquiera que nos quiera mal, aunque sea infundada, es suficiente
para que ordenen nuestra detención y, una vez en sus manos, es muy
difícil probar nuestra inocencia. Si, además, uno no está
convencido de sus creencias, te puedes imaginar cuál será el
resultado final.
—¿Tú crees que puede haber
alguien que nos quiera tan mal como para denunciarnos?
—Pues no lo sé, querida.
Creo que no hemos dado motivo para que alguien nos denuncie, pero la
envidia es tan mala que podría hacerlo el más insospechado.
—¿Como quién?
—Pues cualquiera de nuestros
deudores, por ejemplo. O, incluso, alguno de los más pudientes del
pueblo. Tú ya sabes que por mucho que se tenga, siempre se quiere
tener más. La ambición no tiene límites. Así que no me extrañaría
que alguno de los ricachones del pueblo quisiera aumentar su
patrimonio con nuestra fortuna.
—¿No lo dirás en serio?
—Ni en serio ni en broma,
querida. Hoy no te puedes fiar de nadie. Y ahora vamos a dejarlo que
estamos llegando a la puerta de la iglesia.
Efectivamente, llegaban a la
altura del templo parroquial cuando entraban en ella los últimos
feligreses. Un poco más y hubiera dado comienzo la Misa de
Resurrección.
Un año más tarde la
situación de los moriscos en España se había agravado bastante.
Las causas eran muchas. Por un lado, éstos constituían una etnia
aparte completamente cerrada en sí misma. Sus miembros seguían sin
admitir entre los suyos a individuos de otras creencias y culturas,
en especial a los cristianos. Esto soliviantaba los ánimos de la
población mayoritaria del país. No estaban dispuestos a convivir
con gentes que los rechazaban y que se encerraban en sí mismas y en
su cultura. Eso era una vergüenza y un oprobio para quienes se
sentían dueños y señores de su país. Todavía no eran muchas,
pero cada vez se oían más las voces de aquellos que pedían su
expulsión.
Una segunda razón podríamos
circunscribirla a la envidia. Muchos moriscos gozaban de una
situación privilegiada, lo que enardecía los ánimos de la ingente
masa de cristianos pobres que habitaba el país. Éstos no podían
aceptar de buen grado la riqueza y abundancia en la que nadaban
muchos de los moriscos que ellos aborrecían.
Muchos cristianos temían que
los moriscos pudieran llegar a aliarse con los turcos para volver a
dominar la Península Ibérica entera. Su precedente lo constituía
la propia Rebelión
de las Alpujarras.
Una nueva crisis económica
que agravaba aún más el estado de precariedad en que vivía la
población española, la cual consideraba que esa situación se debía
en parte a la presencia de los moriscos, por lo que reclamaban su
expulsión inmediata.
Así las cosas, el día a día
se hacía cada vez más difícil para la población morisca. Muchos
ya no sabían qué hacer ni cómo comportarse para no herir la
sensibilidad de los cristianos viejos. Por la cuestión más nimia e
insignificante se podía organizar un altercado de consecuencias
impredecibles. Los ánimos estaban muy exaltados y al más mínimo
roce explotaban. Además, la Santa Hermandad actuaba con excesivo
rigor y dureza contra todo morisco que hubiera sido acusado, con
razón o sin ella. Lo mismo ocurría en cualquier altercado en el que
intervinieran. No importaba que fueran culpables o inocentes. Lo
primero que hacían era detenerlos y llevarlos a prisión. Luego ya
se vería si eran culpables o no. Ellos, por su parte, preferían
perder sus derechos antes que oponerse a los agentes de la autoridad.
Si lo hacían, sabían que las consecuencias iban a ser mucho peores.
Aun sin oponerse eran víctimas de tormentos y malos tratos, así que
la resistencia no hubiera servido más que para agravar aún más la
situación. Era mejor callar y esperar.
—¿No mejora la situación,
Ismaîl?
—No mucho, mujer. Los ánimos
están muy caldeados y la gente sólo quiere una excusa para
reventar. Lo malo es que esta crispación no es sólo local, sino que
se está extendiendo por todo el país.
—Eso tendrá graves
consecuencias, ya lo verás.
—Claro que las tendrá,
querida. En cuanto el rey tome cartas en el asunto, que las tomará,
no vamos a salir muy bien parados. Recuerda lo que les ocurrió a
nuestros padres en las Alpujarras.
—¿Tan grave es como para
que se repita aquello?
—Ponte en lo peor. El rey se
verá presionado por todos los poderes y por todas las personas
influyentes y no le quedará otra opción más que claudicar ante sus
exigencias. Piensa que nosotros ahora ya no pintamos nada en este
país, así que harán lo que quieran.
Acababan de comer. Aún
faltaba algo más de una hora para abrir de nuevo la tienda.
—¿Prefieres café o té,
Ismaîl?
—Hazme un café.
Poco después Francisca servía
el humeante café en sendos pocillos de porcelana. Su aroma comenzó
a expandirse por toda la sala.
—Te pongo dos terrones de
azúcar, ¿no?
—Ya sabes que el café me
gusta dulce, cariño.
—A mí, por el contrario, me
gusta amargo.
—Sí, en eso no coinciden
mucho nuestros gustos —acercó el pocillo a los labios y tomó un
pequeño sorbo—. Najla, tendremos que tomar alguna decisión de
cara al futuro. He pensado que deberíamos vender todo esto y
marcharnos a otro país.
—¡Estás loco! ¿Adónde
quieres ir? Además, ¿crees que nos dejarían llevarnos todo lo que
tenemos?
—Ése es el problema,
querida. No creo que nos dejen sacar mucho de lo que tenemos.
Deberíamos ingeniárnoslas para ir haciéndolo poco a poco.
—¿Y adónde lo llevaríamos?
—Ahí está, que yo tampoco
lo sé. Pero lo que no podemos hacer es quedarnos de brazos cruzados,
porque después será tarde.
—¿Quieres decir? ¡No será
para tanto!
—¡Ojalá estuvieras en lo
cierto, cariño! Pero mucho me temo que no va a ser así —Ismael
tomó el último sorbo de café antes de seguir—. No te preocupes,
Najla, ya encontraré alguna solución.
—¡Que Alá te oiga, esposo
mío!
Francisca retiró los pocillos
y la cafetera de la mesa. Luego recogió el mantel con el que la
había cubierto durante el almuerzo. A continuación colocó un
centro de mesa sobre ella.
—A todo esto, ¿qué me
cuentas de Sahira?
—¿A qué te refieres?
—¿A qué me voy a referir?
A su vida. Supongo que la estarás vigilando, que no le habrás dado
rienda suelta. La niña ya está dejando la adolescencia y se está
convirtiendo en una mujercita. Por otra parte, no está de mal ver y
además todo el mundo sabe que tenemos dinero. Eso hace que se
convierta en un bocado muy apetitoso. Mucho me extraña que todavía
no le haya salido ningún pretendiente.
Francisca emitió un profundo
suspiro mientras tomaba de nuevo asiento junto a su esposo.
—Claro que tiene
pretendientes y uno sobre todo.
—¿Y se puede saber quién
es ése?
—Pues uno que no le conviene
y que le tengo prohibido que se relacione con él.
—¿Puedo saber el motivo?
—Claro que sí. Es el hijo
de los Gregorio.
—¿El hidalgo ése?
—Sí. Don Pedro creo que se
llama.
Ismael permaneció unos
segundos en silencio antes de continuar.
—No es mal partido, no. Pero
no lo podemos aceptar por ser cristiano. Mi hija jamás se casará
con alguien que no sea de nuestra religión. Eso sería como
traicionar lo más sagrado de nuestro ser.
—Eso mismo le he dicho yo,
por eso le he prohibido que salga con él. Pero él parece que se
muestra muy obstinado y no da el brazo a torcer.
—Pues tendrás que vigilar
bien a nuestra hija antes de que sea demasiado tarde y, si es
necesario, la atas bien corta para que no se desbande.
—Ya lo hago, amor mío. Ella
es la niña de mis ojos y no dejaré que se pierda.
—Me parece muy bien. Ahora
debo dejarte, esposa mía, pues el deber me llama. Ya continuaremos
nuestra charla en otro momento.
Ismael Ricote regresó a su
ocupación habitual. Por su cabeza rondaba una idea que no lo dejaba
tranquilo. La situación para los de su raza cada día se complicaba
más. La población cada día se volvía más hostil hacia ellos.
Algunos, los más atrevidos, ya empezaban a tomarse libertades que
iban más allá de lo medianamente razonable profiriendo insultos y
amenazas contra ellos. Suerte que todavía eran muy pocos. En el
lugar aún no había ocurrido ningún incidente. Sí se tenían
noticias de alguno ocurrido en lugares vecinos. Si las autoridades no
lo impedían, y no parecían estar por la labor, pronto la situación
se haría insoportable y ya nada se podría hacer. No se podía
quedar uno de brazos cruzados.
Ismael comenzó a buscar en su
tiempo libre un lugar recóndito donde ocultar su inmensa fortuna. Al
principio quiso compartir la idea con su mujer, pero inmediatamente
la desechó por entender que la única forma de guardar el secreto es
que nadie más lo supiera. Empezó a recorrer el contorno y los
alrededores del pueblo, pero no halló ningún lugar idóneo para
esconder tan gran fortuna. Toda aquella zona era muy llana. Allí era
muy difícil guardar un tesoro a los ojos de cualquier observador. No
tardó en ampliar el perímetro de sus pesquisas. El tercer día
dirigió sus pasos a las Lagunas de Ruidera, espacio natural que
ofrecía multitud de posibilidades de esconder un tesoro sin que
jamás nadie lo pudiera encontrar. Ricote se tomó el tiempo
necesario para recorrer una por una todas las lagunas y todos los
accidentes geográficos que conformaban aquel paraje antes de tomar
una decisión. Después de mucho pensarlo y sopesarlo, decidió
esconder su fortuna detrás de una de las cascadas que hay en las
lagunas. En ella había descubierto una pequeña gruta muy propicia
para sus planes. Era estrecha y tortuosa. Se adentraba más de veinte
pasos en el interior de la tierra con varias ramificaciones. Para
alcanzar su entrada había que atravesar la cascada, lo que la
mantenía oculta a las miradas de cualquier observador.
Durante los meses siguientes
Ismael Ricote se dedicó a trasladar a la cueva toda su fortuna,
tanto joyas como dinero en efectivo. Sus viajes a las Lagunas de
Ruidera se convirtieron en algo habitual, pero algo que él hacía a
escondidas de los ojos de los mortales. Ni siquiera su mujer conocía
sus andanzas. Él solo se las arregló para enterrar sus ahorros en
la cueva aprovechando la oscuridad de la noche. Así el secreto se
quedaría encerrado únicamente en su corazón e iría donde él
fuera. Nadie más lo podría compartir.
—¿De dónde vienes, Ismaîl?
—le preguntó su mujer cuando entraba sigilosamente en casa—. Me
he despertado y no te he hallado a mi lado.
—Tenía demasiado calor y he
salido a dar una vuelta.
—No te creo. Tú me ocultas
algo. ¿No tendrás una amante?
—¿Pero qué cosas dices,
Najla? Ni por todo el oro del mundo se me ocurriría engañarte.
—No estaría yo tan segura.
Y si no, ¿por qué sales y entras con tanta cautela en casa?
—Porque no quería que te
despertaras, amor mío.
—Bueno, bueno. No sé si
creerte.
Ismael la tomó en sus brazos
y depositó un beso en sus labios.
—Anda, querida, vamos a
acostarnos otra vez que aún es muy pronto para levantarnos. Descansa
tranquila.
A la mañana siguiente
Francisca retornó al incidente de la madrugada.
—Tú me ocultas algo,
Ismaîl.
—¿Qué te voy a ocultar,
Najla?
—No lo sé, pero me estás
ocultando algo y, si no me dices de qué se trata, seguiré pensando
que me engañas.
Ismael tomaba el desayuno que
su esposa le acababa de preparar.
—Puedes creer lo que
quieras, pero por Alá que no te engaño.
—Pues entonces, ¿a qué se
debe tu ausencia y tanto sigilo?
—Ya te lo he dicho. Tenía
calor y salí a caminar un rato por el campo. Nada más.
—Al fin tendré que creerte.
Después de este diálogo,
Ismael se despidió de su mujer para abrir la tienda. Esperaba que
ella olvidara el incidente y no volviera a someterlo a un
interrogatorio como aquél. No estaba seguro de poder soportarlo. A
punto había estado de confesarle la verdad y eso era lo que menos
deseaba. Si le descubría a su mujer el secreto, ya no habría
secreto y su fortuna correría un grave peligro. Por eso no podía
revelarle la verdad, aunque en ello peligrara la estabilidad de su
matrimonio. Debía mantenerse firme. Lo peor de todo es que aún
tenía que realizar un último viaje a la cueva. Tendría que hacerlo
a la luz del día para que su mujer no desconfiara, pero eso podría
delatarlo a los ojos de alguien. Tendría que ingeniárselas para que
nadie lo descubriera. Y eso es lo que hizo. Un viernes por la tarde
decidió cumplir con el precepto religioso del islam. Cerró la
tienda para orar a Alá. Luego le dijo a su mujer que tenía que ir a
cobrar una deuda a un lugar vecino. Con esa excusa se desplazó hasta
las Lagunas de Ruidera donde escondió el resto de su fortuna, no sin
antes cerciorarse una y mil veces de que nadie lo había seguido ni
alguna mirada indiscreta lo observaba. Al fin había dejado a buen
recaudo todos sus ahorros. Ahora ya podía respirar tranquilo.
Unos meses más tarde el rey
Felipe III decretó la expulsión de los moriscos de todo el
territorio nacional. La noticia no por esperada dejó de sorprender a
todo el mundo, principalmente a los afectados. Muchos de ellos habían
albergado la esperanza de que el rey jamás llegaría a firmar ese
decreto. Pero al final ocurrió lo que tenía que ocurrir. El rey se
vio presionado por todas partes y no le quedó más alternativa que
ceder a las presiones. La expulsión de los moriscos ocasionaría un
grave problema en muchas partes del territorio, pero habría que
correr con las consecuencias. La paz social estaba amenazada y había
que poner fin a los conatos de violencia que cundían por todas
partes. Las clases pudientes se oponían a la expulsión por el
quebranto de la mano de obra que perderían, pero los pobres, que
eran los más, la exigían a gritos. Su odio, su rencor y su envidia
mal disimulada hacia los nuevos cristianos los habían llevado a
extremos inauditos. Muchos ya no se ocultaban incluso para arremeter
contra la integridad física de los moriscos, amparados en la
salvaguarda de la fe católica. Por eso la expulsión se hizo
necesaria.
—Najla, ya sabes que la
expulsión ha comenzado por los reinos de Valencia y Aragón. No te
quepa la menor duda que luego llegará aquí. Yo no pienso esperar a
que esto ocurra. Mañana mismo parto para Francia. Me adelantaré a
los hechos para tener preparado un nuevo hogar en algún país de
Europa donde poder refugiarnos cuando llegue el momento. Tú y Sahira
os quedaréis aquí hasta recibir noticias mías y si no las
recibiereis, prométeme que iréis a Francia donde nos reuniremos
todos.
—Pero ¿cómo quieres partir
sin nosotras?
—Debo hacerlo, amor mío,
por el bien de los tres. Vosotras os quedaréis aquí con el negocio
mientras yo busco un lugar donde refugiarnos. Ahora no es prudente
que nos vayamos los tres juntos.
Dos gruesas lágrimas rodaron
por las mejillas aún sonrosadas de Francisca. Él la acercó hacia
sí y la estrechó entre sus brazos.
—No te preocupes, Najla.
Volveré a buscaros. Sois toda mi vida y no quiero perderos.
—¿Y qué será de nosotras
aquí solas mientras tanto?
—Tienes a tu hermano Juan.
Él podrá echaros una mano en caso necesario.
—Sí, pero no es lo mismo.
—En mi ausencia, él será
el cabeza de familia. Con él a vuestro lado no tenéis nada que
temer.
Nuevas lágrimas vertieron los
negros ojos de Francisca y nuevos sollozos y suspiros se
desprendieron de su pecho.
—No me lo pongas más
difícil, Najla, que bastante lo es ya de por sí. ¿Crees que a mí
me resulta fácil dar este paso? Si de mí dependiera, no nos
moveríamos nunca de aquí, pero no está en mis manos. No sé qué
crimen hemos cometido, pero el caso es que nos echan de nuestra
propia patria, porque eso es lo que es esta tierra para nosotros.
Dura fue la expulsión de nuestros padres de las Alpujarras, pero
mucho más dura va a ser la que nos va a tocar sufrir a nosotros.
Nuestros padres se vieron obligados a abandonar su hogar, pero fueron
readmitidos en otros puntos del país. Nosotros, en cambio, nos vemos
obligados a abandonar este país, que es el nuestro, y a deambular
por países extraños. No sé qué nos deparará el futuro, pero el
presente es muy triste y muy amargo. Por eso te pido que no me lo
pongas más difícil, querida.
—Es que no puedo. Es
superior a mis fuerzas.
De nuevo Ismael la estrechó
contra su pecho.
—Ánimo, querida. Ten fe en
Alá y en Mahoma, su profeta, ya verás como así lo puedes superar.
Por mi parte, te prometo que volveré lo antes posible y entonces
podremos partir todos juntos para nuestro nuevo hogar.
—¡Que Alá te oiga, amor
mío! Yo quedaré aquí rezando cada día por tu vuelta, que espero
no se demore.
—Despídete de nuestra hija
por mí. Yo no tengo fuerzas para hacerlo. Mañana partiré con el
corazón roto en mil pedazos. ¿No sabes cuánto me cuesta tener que
dejaros? Os llevaré siempre presentes en mi corazón allá donde
vaya.
—También tú quedarás en
el nuestro. ¡Que Alá te guíe dondequiera que vayas!
Ismael y Francisca se
fundieron en un fuerte abrazo que parecía no tener fin. A la mañana
siguiente él partió para tierras extrañas, dejando a su mujer y a
su hija sumidas en la más absoluta tristeza y con el corazón lleno
de congoja. Una nueva etapa se abría en sus vidas.
© Julio Noel
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