8
El sol brillaba con todo su
fulgor aquel espléndido día de verano. El calor era sofocante. Las
chicharras cantaban entre el follaje de la exuberante vegetación.
Los pajarillos apenas trinaban. La tupida sombra de los árboles en
la orilla del río invitaba a cobijarse bajo ella. El frescor del
agua incitaba al baño. Los niños, bulliciosos y alegres, se bañaban
en un remanso soleado. Todos disfrutaban de aquel agradable momento
del mediodía.
Medulio, después del baño,
decidió pescar un rato por el río en compañía de su mejor amigo.
La pesca junto con la equitación eran sus dos aficiones preferidas.
Todos los días del verano dedicaba la siesta a bañarse y pescar
truchas por el río. Escudriñaba con las manos debajo de las piedras
y entre las raíces de los árboles que había en las orillas. Era un
gran experto. Cada día llevaba a casa media docena o más de
truchas. Conocía bien sus costumbres y escondrijos, por lo que
siempre capturaba alguna.
—Vamos a mirar esas raíces,
Clouto. Ya verás como hay alguna.
—Si tú lo dices, seguro que
las hay.
Los dos amigos se apresuraron
a hurgar entre las raíces que un enorme aliso hundía en las aguas.
Al segundo o tercer intento Medulio tocó una trucha.
—¡Quieto, Clouto! —gritó—.
He tocado una. Espera, que casi la tengo. Ahora la he agarrado bien.
Ya no se me escapa.
Medulio salió fuera del río
con un hermoso ejemplar entre sus manos. Las truchas que se hallaban
entre las finas raíces que se sumergían en la orilla del río
tenían pocas probabilidades de escapar, sobre todo para unas manos
expertas. Las finas raíces anulaban la viscosidad de la piel de la
trucha. Una vez tocada, había que tratar de amarrarla entre las
raíces con mucho cuidado, asiéndola con una mano por la cabeza y
con la otra por la mitad del cuerpo. Las raíces evitaban que la
trucha pudiera deslizarse y escabullirse. El método era infalible.
—¡Qué grande y qué guapa
es! —exclamó Clouto.
—¡Vaya si es grande! Ya
sabes que las truchas más gordas se esconden entre las raíces o en
los pozos más profundos, donde no podemos cogerlas. Las truchas que
hay por el resto del río suelen ser más pequeñas.
Los dos niños continuaron su
pesca. Al cabo de un par de horas o algo más decidieron regresar a
casa.
—¿Cuántas has pescado,
Medulio?
—Cinco. ¿Y tú?
—Yo llevo cuatro.
—Pues vamos para casa. Por
hoy ya tenemos bastantes. Mañana quedamos a la misma hora, ¿eh?
—De acuerdo, mañana
volveremos.
Al día siguiente se reunieron
de nuevo todos los niños en el remanso del río para bañarse como
hacían cada día. El sol calentaba tanto o más que el día
anterior. No se movía una hoja en los árboles y las chicharras no
paraban de cantar. Los niños comenzaron a chapotear en el agua y a
nadar. Unos, los que sabían nadar, se aventuraban más en el pozo.
Otros más tímidos se quedaban en la orilla. Todos se entretenían y
se refrescaban en las transparentes y cristalinas aguas. Después de
un buen rato, Medulio y Clouto decidieron volver a pescar como el día
anterior. El resto de niños continuó el baño en el remanso. Unos
permanecían en el agua. Otros se tumbaban al sol en la orilla del
río, pues tenían los miembros medio ateridos después de permanecer
tanto tiempo dentro de las frías aguas. Todos se entretenían de una
manera u otra y nadie se preocupó del más pequeño. Éste, de unos
tres o cuatro años, comenzó a perseguir río abajo los pececillos y
renacuajos que se acercaban a la orilla. Sin darse cuenta resbaló en
una piedra y cayó de bruces en la corriente del agua. El niño
intentó asirse a algo, pero la fuerte corriente lo arrastró río
abajo. Neil, inconsciente, cayó en un profundo pozo.
Los niños tomaban el sol y se
bañaban en el remanso del río, ajenos a la tragedia. Nadie se
percató de la ausencia de Neil hasta que de pronto uno de ellos lo
echó en falta.
—¿Y Neil? —gritó.
Los niños se quedaron
paralizados, como fulminados por un rayo. Al instante, como movidos
por un resorte, comenzaron a llamarlo y a buscarlo.
—¡Neil!, ¡Neil!, ¡Neil!
—gritaban unos.
—Neil, ¿dónde estás?
—interrogaban otros.
El mayor del grupo se imaginó
lo peor. Sin pensarlo, se precipitó río abajo hasta el final de la
corriente. Allí estaba Neil. En el fondo del pozo. El muchacho se
zambulló de un salto. Poco después arrastraba consigo el cuerpo
inerte de Neil. Los demás lo contemplaban atónitos desde la orilla.
Intentaron reanimarlo. Demasiado tarde. El niño ya no respiraba.
—¿Quién se lo dice ahora a
sus padres? —comentó uno de ellos con cara afligida.
Se miraron unos a otros y
guardaron silencio. Había sido un triste accidente, pero en el fondo
todos se sentían culpables por no haber vigilado al pequeño. Es
cierto que el niño había ido por su cuenta y que ninguno de ellos
era responsable directo de su cuidado, pero todos sentían algo de
culpa en su interior. No deberían haberlo dejado solo y haberse
despreocupado de él. Ahora tenían el problema ahí y no sabían
cómo iban a reaccionar los mayores, sobre todo los padres del
infortunado.
—Pues
habrá que decírselo —contestó el mayor— y deprisa. Vosotros
dos —señaló a los dos que tenía enfrente— id a buscar a sus
padres. Los demás nos quedaremos aquí hasta que vengan. Poco
después llegaron los padres del niño con grandes llantos y gemidos.
Los acompañaban media docena de vecinos.
—¡Si es que esto tenía que
pasar algún día! —se lamentaba una mujer de mediana edad.
—¡Tanto venir al río no
podía parar en nada bueno! —comentaba otra.
—¡Ya me lo temía yo que
algo así iba a ocurrir! —añadía una tercera.
—¡Encerrados en casa es
donde deberían estar todos! —sentenciaba la primera que había
hablado.
—Algo habrá que hacer con
ellos —amenazaba la tercera—, pero esto no puede quedar así.
Estos sinvergüenzas que no piensan más que en haraganear. Ayudando
a vuestro padres en casa es donde deberíais estar y no aquí todo el
día holgazaneando. ¡Si yo tuviera un hijo, aquí iba a estar! La
culpa es de los padres, que les dejan hacer todo lo que quieren y no
les mandan nada. ¡Adónde vamos a llegar!
—Bueno, ahora lo que hay que
hacer es llevar el cuerpo del niño a casa y dejarse de tantas
lamentaciones —dijo uno de los hombres que se habían acercado
hasta allí—. Los niños han tenido un fatal descuido que a
cualquiera de nosotros nos podría haber ocurrido. Supongo que
ninguno de ellos querría esto. A ver, ¿quién me echa una mano?
—Tienes razón. Vamos a
llevarlo para casa y a consolar a sus padres —le contestó otro de
los presentes—. Por mucho que nos lamentemos no le vamos a devolver
la vida.
Los niños, asustados y en
silencio, escucharon los improperios que los mayores les lanzaban.
Luego, cabizbajos y taciturnos, acompañaron silenciosamente el
cuerpo inerte de Neil hasta su morada.
Medulio y Clouto, ajenos a la
tragedia, seguían de pesca por el río. La tarde avanzaba, pero las
truchas se resistían a su captura. Apenas un par de ellas habían
logrado pescar hasta entonces. Clouto quería regresar ya a casa,
pero Medulio insistía en seguir un poco más. Quería atrapar al
menos un par de truchas más. En aquel momento tocó una debajo de
una piedra. Después de no pocos esfuerzos por cogerla, pudo sacarla
entre sus manos a la orilla del río. Al fin había conseguido
añadir una más al cupo.
—Bueno, ahora podemos irnos
ya, ¿no? —le comentó Clouto.
—Anda, vamos, que eres un
miedica.
—Es que a mí mi madre no me
deja estar tanto tiempo en el río. Luego me riñe.
—Bueno, vamos. Mañana ya
cogeremos más.
Los
dos amigos regresaban alegres y despreocupados a sus casas. Cuando
llegaron al poblado les dieron la noticia. Ambos quedaron
petrificados. No se lo podían creer. Si tan sólo hacía un par de
horas que los habían dejado bien en el remanso del río. ¿Cómo
podía haber ocurrido aquella desgracia? Genoveva, al ver entrar a su
hijo en casa, puso el grito en el cielo. Estaba fuera de sí por la
tardanza.
—¡Ya era hora de que
llegaras, hijo!
—Si es la hora de cada día.
—¡Ya, ya! La hora de cada
día… Te voy a dar yo a ti la hora de cada día. Desde hoy no
volverás más al río. ¡Ya lo sabes!
—¡Pero, madre…!
—Ni pero ni nada. Te repito
que desde hoy no vas a volver más al río. Ya ves lo peligroso que
es.
—Yo no veo que sea tan
peligroso.
—¿Ah, no? ¡Mira lo que le
ha pasado a ese niño!
—Ese niño tenía un nombre.
—Bueno, mira lo que le ha
pasado a Neil.
—Pero eso no quiere decir
nada. Neil era muy pequeño y no sabía nadar. Además, eso fue un
accidente y no todos los días ocurren esos accidentes.
—Te digo que no vas a volver
más al río y deja ya de discutir.
—¡Pero, madre, si es casi
la única distracción que tengo!
—Da igual. A partir de hoy
no vas a volver al río. De eso me encargo yo.
Medulio no estaba de acuerdo
con la propuesta de su madre.
—Pues te juro que iré.
Llevo años haciéndolo y hasta la fecha no me ha pasado nada. Y si
hablamos de peligros, mucho más peligroso que ir al río es montar a
caballo y ya hace varios meses que lo estoy haciendo sin que me haya
ocurrido nada. Además, los juegos de equitación que hacen los
mayores en las fiestas son mucho más peligrosos. Casi siempre hay
heridos graves y no por eso los prohíben. Pienso seguir yendo al río
te pongas como te pongas.
—¡Mira que es díscolo y
desobediente este niño! ¿Qué puedo hacer yo para que desistas?
—Déjalo, Genoveva —medió
Elaeso—. El niño tiene razón. Ha sido un desafortunado accidente
que todos lamentamos. Pero no por eso vamos a dejar de hacer lo que
estábamos haciendo. La vida sigue y tenemos que vivirla a pesar de
las desgracias.
—Bueno, bueno. Pero si algún
día pasa algo, luego no lo lamentes. Vale más prevenir que curar.
—Anda, mujer, que el niño
ya sabe lo que hace. Además, conviene que haga ejercicio para formar
su cuerpo y endurecer sus músculos. El estar sentado aquí en casa
no lo beneficiaría en nada. Es mejor que corra y que se mueva.
Al
día siguiente del entierro del pequeño Neil se reunieron en concejo
todos los hombres del poblado. El tema del día era si debían o no
castigar a los niños que acompañaban al desdichado fallecido.
Muchos querían darles un escarmiento ejemplar para que nunca más
volviera a ocurrir una tragedia como aquélla. En cambio, otros
muchos opinaban que había sido un desgraciado accidente y que los
niños no eran responsables del mismo.
—Yo los castigaría a no
volver a pisar el río en todo este verano —decía uno de los
partidarios del castigo—. Así aprenderían a ser responsables. No
podemos consentir que pase una desgracia así por la negligencia de
unos irresponsables.
—Pues yo no opino lo mismo
—le contestó otro del bando contrario—. Todos lamentamos lo
ocurrido, pero los niños no eran responsables del pequeño. Éste se
les unió por su cuenta y no iba a cargo de nadie. A mí me parece un
despropósito privar a los niños de poder bañarse durante todo el
verano. Es casi la única distracción que tienen. Si se la quitamos,
¿qué van a hacer?
—Que se queden en casa
—sugirió un tercero—. A mí me parece poco ese castigo.
Deberíamos ser más severos y darles un buen escarmiento. ¡A quién
se le ocurre dejar una criatura así sola en el río!
—Me parece —dijo Elaeso—
que eso deberíamos preguntárselo a los padres del niño. Estamos
culpando a los niños que fueron a divertirse al río como si ellos
fueran los responsables del fatal accidente y en cambio nos estamos
olvidando de los auténticos responsables, que no son otros que los
padres por haber dejado abandonado a su hijo para que hiciera lo que
quisiera. Ellos son los auténticos responsables y los que deberían
ser castigados, pero bastante pena tienen con la muerte de su hijo.
Dejemos a los niños en paz, que ellos no tuvieron ninguna culpa.
Bastante han sufrido y están sufriendo por el desafortunado
accidente.
—Muy bien dicho, Elaeso
—aplaudieron los partidarios de no castigar a los niños.
—Pues yo no estoy del todo
conforme —murmuraba alguno del grupo de partidarios de la condena.
Las
opiniones eran opuestas y el número de cada parte estaba muy
igualado. Después de muchas discusiones, decidieron someter el caso
a votación. Los resultados fueron muy igualados, pero al final ganó
por tres votos de diferencia el bando del perdón. No todo el mundo
se quedó conforme, aunque todos acataron la decisión de la mayoría.
Antes de dar por terminado el concejo,
Elaeso les hizo las últimas recomendaciones.
—El resultado ha sido el más
racional y el más justo que cabía esperar. Los niños quedan
absueltos de toda culpa y de toda responsabilidad. Ahora cada cual
particularmente que haga lo que quiera con sus hijos. Yo por mi parte
ya tomé la decisión con el mío el mismo día de los hechos. Nada
más. Podéis retiraros.
El concejo
se deshizo entre murmullos de los asistentes, que poco a poco iban
abandonando la plaza del poblado para regresar a sus casas.
© Julio Noel
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