jueves, 4 de abril de 2019

MEDULIO, CAUDILLO DE LOS ASTURES. Capítulo 8



                                                                       8



El sol brillaba con todo su fulgor aquel espléndido día de verano. El calor era sofocante. Las chicharras cantaban entre el follaje de la exuberante vegetación. Los pajarillos apenas trinaban. La tupida sombra de los árboles en la orilla del río invitaba a cobijarse bajo ella. El frescor del agua incitaba al baño. Los niños, bulliciosos y alegres, se bañaban en un remanso soleado. Todos disfrutaban de aquel agradable momento del mediodía.
Medulio, después del baño, decidió pescar un rato por el río en compañía de su mejor amigo. La pesca junto con la equitación eran sus dos aficiones preferidas. Todos los días del verano dedicaba la siesta a bañarse y pescar truchas por el río. Escudriñaba con las manos debajo de las piedras y entre las raíces de los árboles que había en las orillas. Era un gran experto. Cada día llevaba a casa media docena o más de truchas. Conocía bien sus costumbres y escondrijos, por lo que siempre capturaba alguna.
Vamos a mirar esas raíces, Clouto. Ya verás como hay alguna.
Si tú lo dices, seguro que las hay.
Los dos amigos se apresuraron a hurgar entre las raíces que un enorme aliso hundía en las aguas. Al segundo o tercer intento Medulio tocó una trucha.
¡Quieto, Clouto! —gritó—. He tocado una. Espera, que casi la tengo. Ahora la he agarrado bien. Ya no se me escapa.
Medulio salió fuera del río con un hermoso ejemplar entre sus manos. Las truchas que se hallaban entre las finas raíces que se sumergían en la orilla del río tenían pocas probabilidades de escapar, sobre todo para unas manos expertas. Las finas raíces anulaban la viscosidad de la piel de la trucha. Una vez tocada, había que tratar de amarrarla entre las raíces con mucho cuidado, asiéndola con una mano por la cabeza y con la otra por la mitad del cuerpo. Las raíces evitaban que la trucha pudiera deslizarse y escabullirse. El método era infalible.
¡Qué grande y qué guapa es! —exclamó Clouto.
¡Vaya si es grande! Ya sabes que las truchas más gordas se esconden entre las raíces o en los pozos más profundos, donde no podemos cogerlas. Las truchas que hay por el resto del río suelen ser más pequeñas.
Los dos niños continuaron su pesca. Al cabo de un par de horas o algo más decidieron regresar a casa.
¿Cuántas has pescado, Medulio?
Cinco. ¿Y tú?
Yo llevo cuatro.
Pues vamos para casa. Por hoy ya tenemos bastantes. Mañana quedamos a la misma hora, ¿eh?
De acuerdo, mañana volveremos.
Al día siguiente se reunieron de nuevo todos los niños en el remanso del río para bañarse como hacían cada día. El sol calentaba tanto o más que el día anterior. No se movía una hoja en los árboles y las chicharras no paraban de cantar. Los niños comenzaron a chapotear en el agua y a nadar. Unos, los que sabían nadar, se aventuraban más en el pozo. Otros más tímidos se quedaban en la orilla. Todos se entretenían y se refrescaban en las transparentes y cristalinas aguas. Después de un buen rato, Medulio y Clouto decidieron volver a pescar como el día anterior. El resto de niños continuó el baño en el remanso. Unos permanecían en el agua. Otros se tumbaban al sol en la orilla del río, pues tenían los miembros medio ateridos después de permanecer tanto tiempo dentro de las frías aguas. Todos se entretenían de una manera u otra y nadie se preocupó del más pequeño. Éste, de unos tres o cuatro años, comenzó a perseguir río abajo los pececillos y renacuajos que se acercaban a la orilla. Sin darse cuenta resbaló en una piedra y cayó de bruces en la corriente del agua. El niño intentó asirse a algo, pero la fuerte corriente lo arrastró río abajo. Neil, inconsciente, cayó en un profundo pozo.
Los niños tomaban el sol y se bañaban en el remanso del río, ajenos a la tragedia. Nadie se percató de la ausencia de Neil hasta que de pronto uno de ellos lo echó en falta.
¿Y Neil? —gritó.
Los niños se quedaron paralizados, como fulminados por un rayo. Al instante, como movidos por un resorte, comenzaron a llamarlo y a buscarlo.
¡Neil!, ¡Neil!, ¡Neil! —gritaban unos.
Neil, ¿dónde estás? —interrogaban otros.
El mayor del grupo se imaginó lo peor. Sin pensarlo, se precipitó río abajo hasta el final de la corriente. Allí estaba Neil. En el fondo del pozo. El muchacho se zambulló de un salto. Poco después arrastraba consigo el cuerpo inerte de Neil. Los demás lo contemplaban atónitos desde la orilla. Intentaron reanimarlo. Demasiado tarde. El niño ya no respiraba.
¿Quién se lo dice ahora a sus padres? —comentó uno de ellos con cara afligida.
Se miraron unos a otros y guardaron silencio. Había sido un triste accidente, pero en el fondo todos se sentían culpables por no haber vigilado al pequeño. Es cierto que el niño había ido por su cuenta y que ninguno de ellos era responsable directo de su cuidado, pero todos sentían algo de culpa en su interior. No deberían haberlo dejado solo y haberse despreocupado de él. Ahora tenían el problema ahí y no sabían cómo iban a reaccionar los mayores, sobre todo los padres del infortunado.
—Pues habrá que decírselo —contestó el mayor— y deprisa. Vosotros dos —señaló a los dos que tenía enfrente— id a buscar a sus padres. Los demás nos quedaremos aquí hasta que vengan. Poco después llegaron los padres del niño con grandes llantos y gemidos. Los acompañaban media docena de vecinos.
¡Si es que esto tenía que pasar algún día! —se lamentaba una mujer de mediana edad.
¡Tanto venir al río no podía parar en nada bueno! —comentaba otra.
¡Ya me lo temía yo que algo así iba a ocurrir! —añadía una tercera.
¡Encerrados en casa es donde deberían estar todos! —sentenciaba la primera que había hablado.
Algo habrá que hacer con ellos —amenazaba la tercera—, pero esto no puede quedar así. Estos sinvergüenzas que no piensan más que en haraganear. Ayudando a vuestro padres en casa es donde deberíais estar y no aquí todo el día holgazaneando. ¡Si yo tuviera un hijo, aquí iba a estar! La culpa es de los padres, que les dejan hacer todo lo que quieren y no les mandan nada. ¡Adónde vamos a llegar!
Bueno, ahora lo que hay que hacer es llevar el cuerpo del niño a casa y dejarse de tantas lamentaciones —dijo uno de los hombres que se habían acercado hasta allí—. Los niños han tenido un fatal descuido que a cualquiera de nosotros nos podría haber ocurrido. Supongo que ninguno de ellos querría esto. A ver, ¿quién me echa una mano?
Tienes razón. Vamos a llevarlo para casa y a consolar a sus padres —le contestó otro de los presentes—. Por mucho que nos lamentemos no le vamos a devolver la vida.
Los niños, asustados y en silencio, escucharon los improperios que los mayores les lanzaban. Luego, cabizbajos y taciturnos, acompañaron silenciosamente el cuerpo inerte de Neil hasta su morada.

Medulio y Clouto, ajenos a la tragedia, seguían de pesca por el río. La tarde avanzaba, pero las truchas se resistían a su captura. Apenas un par de ellas habían logrado pescar hasta entonces. Clouto quería regresar ya a casa, pero Medulio insistía en seguir un poco más. Quería atrapar al menos un par de truchas más. En aquel momento tocó una debajo de una piedra. Después de no pocos esfuerzos por cogerla, pudo sacarla entre sus manos a la orilla del río. Al fin había conseguido añadir una más al cupo.
Bueno, ahora podemos irnos ya, ¿no? —le comentó Clouto.
Anda, vamos, que eres un miedica.
Es que a mí mi madre no me deja estar tanto tiempo en el río. Luego me riñe.
Bueno, vamos. Mañana ya cogeremos más.
Los dos amigos regresaban alegres y despreocupados a sus casas. Cuando llegaron al poblado les dieron la noticia. Ambos quedaron petrificados. No se lo podían creer. Si tan sólo hacía un par de horas que los habían dejado bien en el remanso del río. ¿Cómo podía haber ocurrido aquella desgracia? Genoveva, al ver entrar a su hijo en casa, puso el grito en el cielo. Estaba fuera de sí por la tardanza.
¡Ya era hora de que llegaras, hijo!
Si es la hora de cada día.
¡Ya, ya! La hora de cada día… Te voy a dar yo a ti la hora de cada día. Desde hoy no volverás más al río. ¡Ya lo sabes!
¡Pero, madre…!
Ni pero ni nada. Te repito que desde hoy no vas a volver más al río. Ya ves lo peligroso que es.
Yo no veo que sea tan peligroso.
¿Ah, no? ¡Mira lo que le ha pasado a ese niño!
Ese niño tenía un nombre.
Bueno, mira lo que le ha pasado a Neil.
Pero eso no quiere decir nada. Neil era muy pequeño y no sabía nadar. Además, eso fue un accidente y no todos los días ocurren esos accidentes.
Te digo que no vas a volver más al río y deja ya de discutir.
¡Pero, madre, si es casi la única distracción que tengo!
Da igual. A partir de hoy no vas a volver al río. De eso me encargo yo.
Medulio no estaba de acuerdo con la propuesta de su madre.
Pues te juro que iré. Llevo años haciéndolo y hasta la fecha no me ha pasado nada. Y si hablamos de peligros, mucho más peligroso que ir al río es montar a caballo y ya hace varios meses que lo estoy haciendo sin que me haya ocurrido nada. Además, los juegos de equitación que hacen los mayores en las fiestas son mucho más peligrosos. Casi siempre hay heridos graves y no por eso los prohíben. Pienso seguir yendo al río te pongas como te pongas.
¡Mira que es díscolo y desobediente este niño! ¿Qué puedo hacer yo para que desistas?
Déjalo, Genoveva —medió Elaeso—. El niño tiene razón. Ha sido un desafortunado accidente que todos lamentamos. Pero no por eso vamos a dejar de hacer lo que estábamos haciendo. La vida sigue y tenemos que vivirla a pesar de las desgracias.
Bueno, bueno. Pero si algún día pasa algo, luego no lo lamentes. Vale más prevenir que curar.
Anda, mujer, que el niño ya sabe lo que hace. Además, conviene que haga ejercicio para formar su cuerpo y endurecer sus músculos. El estar sentado aquí en casa no lo beneficiaría en nada. Es mejor que corra y que se mueva.
Al día siguiente del entierro del pequeño Neil se reunieron en concejo todos los hombres del poblado. El tema del día era si debían o no castigar a los niños que acompañaban al desdichado fallecido. Muchos querían darles un escarmiento ejemplar para que nunca más volviera a ocurrir una tragedia como aquélla. En cambio, otros muchos opinaban que había sido un desgraciado accidente y que los niños no eran responsables del mismo.
Yo los castigaría a no volver a pisar el río en todo este verano —decía uno de los partidarios del castigo—. Así aprenderían a ser responsables. No podemos consentir que pase una desgracia así por la negligencia de unos irresponsables.
Pues yo no opino lo mismo —le contestó otro del bando contrario—. Todos lamentamos lo ocurrido, pero los niños no eran responsables del pequeño. Éste se les unió por su cuenta y no iba a cargo de nadie. A mí me parece un despropósito privar a los niños de poder bañarse durante todo el verano. Es casi la única distracción que tienen. Si se la quitamos, ¿qué van a hacer?
Que se queden en casa —sugirió un tercero—. A mí me parece poco ese castigo. Deberíamos ser más severos y darles un buen escarmiento. ¡A quién se le ocurre dejar una criatura así sola en el río!
Me parece —dijo Elaeso— que eso deberíamos preguntárselo a los padres del niño. Estamos culpando a los niños que fueron a divertirse al río como si ellos fueran los responsables del fatal accidente y en cambio nos estamos olvidando de los auténticos responsables, que no son otros que los padres por haber dejado abandonado a su hijo para que hiciera lo que quisiera. Ellos son los auténticos responsables y los que deberían ser castigados, pero bastante pena tienen con la muerte de su hijo. Dejemos a los niños en paz, que ellos no tuvieron ninguna culpa. Bastante han sufrido y están sufriendo por el desafortunado accidente.
Muy bien dicho, Elaeso —aplaudieron los partidarios de no castigar a los niños.
Pues yo no estoy del todo conforme —murmuraba alguno del grupo de partidarios de la condena.
Las opiniones eran opuestas y el número de cada parte estaba muy igualado. Después de muchas discusiones, decidieron someter el caso a votación. Los resultados fueron muy igualados, pero al final ganó por tres votos de diferencia el bando del perdón. No todo el mundo se quedó conforme, aunque todos acataron la decisión de la mayoría. Antes de dar por terminado el concejo, Elaeso les hizo las últimas recomendaciones.
El resultado ha sido el más racional y el más justo que cabía esperar. Los niños quedan absueltos de toda culpa y de toda responsabilidad. Ahora cada cual particularmente que haga lo que quiera con sus hijos. Yo por mi parte ya tomé la decisión con el mío el mismo día de los hechos. Nada más. Podéis retiraros.
El concejo se deshizo entre murmullos de los asistentes, que poco a poco iban abandonando la plaza del poblado para regresar a sus casas.


 © Julio Noel 


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