lunes, 1 de abril de 2019

Capítulo 1 de La familia de Ismael Ricote




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          En un lugar de la Mancha, de cuyo nombre (1) el propio Miguel de Cervantes «no quiso acordarse», una lluviosa mañana del mes de octubre del año mil quinientos ochenta y seis, una comitiva fúnebre se disponía a dar cristiana sepultura a uno de sus convecinos que acababa de pasar a mejor vida. Sus parientes más allegados derramaban copiosas lágrimas ante el féretro que se hallaba presto para ser sepultado en la recién excavada tumba. El agua que no cesaba de caer ya ocultaba todo el fondo de la fosa y empapaba por completo la tierra que había de cubrir la sepultura. El sacerdote apuró los últimos salmos antes de que depositaran el féretro en el fondo del sepulcro, al tiempo que los convecinos más rezagados daban el último adiós al finado y el pésame a sus familiares. No se demoraron en dar cuenta de su trabajo los sepultureros, que no estaban dispuestos a que la lluvia les obligara a redoblar su esfuerzo. Momentos más tarde el camposanto quedaba otra vez en silencio, como una invitación al descanso eterno de los muertos.
Pedro Ricote, nombre que había adoptado Hasan abdel Jabbâr al convertirse al cristianismo tras la expulsión de los moriscos de las Alpujarras granadinas allá por el año de mil quinientos setenta y uno, después de la larga rebelión que habían mantenido contra el poder establecido, era el fallecido. Había llegado a aquel lugar de la Mancha quince años antes con su mujer, Halima, y sus dos hijos, Ismaîl ibn Hasan y Fatima, de tres y un año de edad respectivamente.
No tardó en establecerse con todas las mercaderías que portaba del negocio que acababa de abandonar con gran dolor en el corazón de las Alpujarras. Negocio que fundara su bisabuelo poco antes de la rendición de Granada y que tanta solera había logrado amasar entre las agrestes montañas de Sierra Nevada. A partir de ese momento le tocaba a él incrementar su patrimonio en el lugar que acababa de elegir como su nueva residencia, ubicado en la inmensidad de aquel mar de tierra que constituye la Mancha.
Pedro Ricote recordaba que su familia siempre había practicado la religión musulmana desde tiempos inmemoriales. Todos sus antepasados habían sido fieles seguidores del islamismo más inflexible. Seguían la norma coránica convencidos de que era la única religión verdadera. Jamás se habían planteado renunciar a ella en favor de otra religión y mucho menos en favor de la religión católica, que para ellos era sinónimo de politeísmo. Pero hacía muchos años que sus valedores, los reyes granadinos, habían sido obligados a abandonar el reino de Granada y poco a poco el nuevo régimen había ido minando sus derechos y los acuerdos que habían firmado los Reyes Católicos con Boabdil, su último rey, antes de la expulsión de éste. De poco servían ya casi un siglo más tarde aquellos acuerdos. La realidad del momento era obstinada y nada se podía hacer contra las nuevas normas que regían en España. Pedro Ricote, como tantos otros moriscos, abrazó el catolicismo para salvar su vida y sus propios intereses, pero nada sentía hacia la nueva religión, tan sólo pretendía que lo dejaran vivir en paz.
          Pedro Ricote y su familia cumplían con los preceptos divinos como cualquier cristiano viejo de la localidad. No faltaban a misa ni un solo día de precepto y guardaban respetuosamente los mandamientos de la Ley de Dios y de la Santa Madre Iglesia. Durante la Cuaresma practicaban el ayuno y la abstinencia como los que más. Nadie podía reprocharles nada y mucho menos acusarlos de su pasado. Pero Pedro Ricote no había renegado de su fe musulmana. En lo más recóndito de su morada practicaba las oraciones y los ritos del islam. En él había sido educado al igual que sus antepasados. En él había educado a sus propios hijos. En él vivía y quería morir, aunque aparentemente lo hiciera en la religión cristiana. Nada ni nadie en este mundo podría apartarlo de su fe en Alá ni de la palabra de Dios contenida en el Corán y revelada al profeta Mahoma. Ante el mundo viviría para la Iglesia católica, pero en su interior vivió para Alá y sólo para Alá. ¿Quién tenía derecho a manipular su fe y su conciencia?
Pedro Ricote contrató los servicios de un preceptor para instruir a sus hijos en el saber y la cultura de la época, en especial a su hijo, que en el futuro habría de hacerse cargo del negocio familiar. No era aconsejable que asumiera tanta responsabilidad sumido en la más absoluta ignorancia. Debería ser instruido en todos los ámbitos del saber, pero sobre todo en el cálculo y las Matemáticas, como lo había sido él en su momento. Un buen comerciante tenía que ser experto en cuentas si quería que su negocio floreciera. Así, pues, Ismaîl ibn Hasan, que cambió su nombre por el de Ismael Ricote, pasó su infancia y adolescencia rodeado de libros que devoró con fruición bajo la atenta mirada de su preceptor. Se interesó por todas las ramas del saber, pero, por especial deseo de su padre, descolló principalmente en el estudio de las Matemáticas. A la edad de catorce años no había problema ni operación matemática que se le resistiera. Concluida su instrucción, su padre quiso enseñarle todos los secretos de su profesión, por lo que a partir de ese momento se convertiría en su propia sombra hasta el día de su muerte.
Ismael aprovechó los cuatro años de aprendizaje al lado de su padre para adquirir un vasto bagaje de conocimientos comerciales que constituirían la base de su éxito profesional. Al lado de su progenitor aprendió a discernir las mejores técnicas de ventas. Supo cómo debía utilizar los mejores métodos de persuasión ante sus clientes. Qué estrategias seguir según la psicología de cada uno de ellos. Cómo engañarlos sin que jamás se sintieran engañados, antes al contrario, que siempre se fueran satisfechos. Aprendió a utilizar la palabra justa en el momento preciso. A sonreír al cliente en todo momento. A escuchar sus quejas. A ser solícito ante sus exigencias. A no contradecirlo jamás. También aprendió a seleccionar y valorar sus productos. A esconder sus defectos. A sobrevalorar sus virtudes. En definitiva, aprendió a obtener el máximo posible de ganancias en todas las transacciones que realizara y el menor número de pérdidas posible. Ésa era la regla de oro de un buen comerciante.
Pedro Ricote llegó a crear un pequeño imperio familiar durante los quince años que vivió en aquel pueblo manchego. Bien es cierto que no partió de la nada. A su llegada contó con la mayor parte del patrimonio de sus antepasados. Tuvo, eso sí, que adquirir los solares en los que levantaría su nueva casa y su negocio. Tuvo que desembolsar una buena parte de sus ahorros en construir la casa y en adquirir los enseres para la misma. También tuvo que incrementar considerablemente las existencias. Pero al cabo de aquellos años sus inversiones se vieron compensadas con lucrativos beneficios, que vinieron a colmar con creces las expectativas más optimistas. Se marchaba de este mundo con el alma satisfecha y la conciencia tranquila.
Pedro Ricote dejó este mundo un lluvioso día otoñal en la plenitud de su vida. Aún le faltaban algunos años para alcanzar los cincuenta. Siempre había gozado de buena salud y su constitución física era más bien fuerte. Nunca había sabido lo que era una enfermedad ni tan siquiera un leve dolor de cabeza. Siempre había comido de todo sin que nunca nada le hubiera hecho daño. Más de una vez se había vanagloriado de ello ante el pequeño círculo de sus amistades. Era como si los males existieran sólo para los demás. Pero un buen día, un par de meses antes de su malhadado fallecimiento, de súbito se empezó a sentir mal. Al mes de su repentina enfermedad su estado físico comenzó a ser alarmante. Su deterioro se veía de día en día. Mes y medio después del primer achaque ya no era ni la sombra de lo que había sido. Su edad parecía haberse doblado. Apenas podía mantenerse en pie y menos aún erguido. Caminaba con gran dificultad, completamente encorvado y apoyado en un bastón. Una semana más tarde quedó postrado definitivamente en el lecho donde pocos días después lo hallaría la muerte. Hasan abdel Jabbâr se despidió de los suyos encomendándose a Alá y a su profeta Mahoma.

© Julio Noel  

(1) Miguel de Cervantes Saavedra. El Ingenioso Hidalgo Don Quijote de la Mancha. Aguilar, Madrid, 1968, duodécima edición, pág. 197. Edición preparada por Justo García Soriano y Justo García Morales. 


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