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En
un lugar de la Mancha, de cuyo nombre (1)
el propio Miguel de
Cervantes «no quiso acordarse»,
una lluviosa mañana
del mes de octubre del año mil quinientos ochenta y seis, una
comitiva fúnebre se disponía a dar cristiana sepultura a uno de sus
convecinos que acababa de pasar a mejor vida. Sus parientes más
allegados derramaban copiosas lágrimas ante el féretro que se
hallaba presto para ser sepultado en la recién excavada tumba. El
agua que no cesaba de caer ya ocultaba todo el fondo de la fosa y
empapaba por completo la tierra que había de cubrir la sepultura. El
sacerdote apuró los últimos salmos antes de que depositaran el
féretro en el fondo del sepulcro, al tiempo que los convecinos más
rezagados daban el último adiós al finado y el pésame a sus
familiares. No se demoraron en dar cuenta de su trabajo los
sepultureros, que no estaban dispuestos a que la lluvia les obligara
a redoblar su esfuerzo. Momentos más tarde el camposanto quedaba
otra vez en silencio, como una invitación al descanso eterno de los
muertos.
Pedro Ricote, nombre que había
adoptado Hasan abdel Jabbâr al convertirse al cristianismo tras la
expulsión de los moriscos de las Alpujarras granadinas allá por el
año de mil quinientos setenta y uno, después de la larga rebelión
que habían mantenido contra el poder establecido, era el fallecido.
Había llegado a aquel lugar de la Mancha quince años antes con su
mujer, Halima, y sus dos hijos, Ismaîl ibn Hasan y Fatima, de tres y
un año de edad respectivamente.
No tardó en establecerse con
todas las mercaderías que portaba del negocio que acababa de
abandonar con gran dolor en el corazón de las Alpujarras. Negocio
que fundara su bisabuelo poco antes de la rendición de Granada y que
tanta solera había logrado amasar entre las agrestes montañas de
Sierra Nevada. A partir de ese momento le tocaba a él incrementar su
patrimonio en el lugar que acababa de elegir como su nueva
residencia, ubicado en la inmensidad de aquel mar de tierra que
constituye la Mancha.
Pedro Ricote recordaba que su familia siempre había practicado la
religión musulmana desde tiempos inmemoriales. Todos sus antepasados
habían sido fieles seguidores del islamismo más inflexible. Seguían
la norma coránica convencidos de que era la única religión
verdadera. Jamás se habían planteado renunciar a ella en favor de
otra religión y mucho menos en favor de la religión católica, que
para ellos era sinónimo de politeísmo. Pero hacía muchos años que
sus valedores, los reyes granadinos, habían sido obligados a
abandonar el reino de Granada y poco a poco el nuevo régimen había
ido minando sus derechos y los acuerdos que habían firmado los Reyes
Católicos con Boabdil, su último rey, antes de la expulsión de
éste. De poco servían ya casi un siglo más tarde aquellos
acuerdos. La realidad del momento era obstinada y nada se podía
hacer contra las nuevas normas que regían en España. Pedro Ricote,
como tantos otros moriscos, abrazó el catolicismo para salvar su
vida y sus propios intereses, pero nada sentía hacia la nueva
religión, tan sólo pretendía que lo dejaran vivir en paz.
Pedro
Ricote y su familia cumplían con los preceptos divinos como
cualquier cristiano viejo de la localidad. No faltaban a misa ni un
solo día de precepto y guardaban respetuosamente los mandamientos de
la Ley de Dios y de la Santa Madre Iglesia. Durante la Cuaresma
practicaban el ayuno y la abstinencia como los que más. Nadie podía
reprocharles nada y mucho menos acusarlos de su pasado. Pero Pedro
Ricote no había renegado de su fe musulmana. En lo más recóndito
de su morada practicaba las oraciones y los ritos del islam. En él
había sido educado al igual que sus antepasados. En él había
educado a sus propios hijos. En él vivía y quería morir, aunque
aparentemente lo hiciera en la religión cristiana. Nada ni nadie en
este mundo podría apartarlo de su fe en Alá ni de la palabra de
Dios contenida en el Corán y revelada al profeta Mahoma. Ante el
mundo viviría para la Iglesia católica, pero en su interior vivió
para Alá y sólo para Alá. ¿Quién tenía derecho a manipular su
fe y su conciencia?
Pedro Ricote contrató los
servicios de un preceptor para instruir a sus hijos en el saber y la
cultura de la época, en especial a su hijo, que en el futuro habría
de hacerse cargo del negocio familiar. No era aconsejable que
asumiera tanta responsabilidad sumido en la más absoluta ignorancia.
Debería ser instruido en todos los ámbitos del saber, pero sobre
todo en el cálculo y las Matemáticas, como lo había sido él en su
momento. Un buen comerciante tenía que ser experto en cuentas si
quería que su negocio floreciera. Así, pues, Ismaîl ibn Hasan, que
cambió su nombre por el de Ismael Ricote, pasó su infancia y
adolescencia rodeado de libros que devoró con fruición bajo la
atenta mirada de su preceptor. Se interesó por todas las ramas del
saber, pero, por especial deseo de su padre, descolló principalmente
en el estudio de las Matemáticas. A la edad de catorce años no
había problema ni operación matemática que se le resistiera.
Concluida su instrucción, su padre quiso enseñarle todos los
secretos de su profesión, por lo que a partir de ese momento se
convertiría en su propia sombra hasta el día de su muerte.
Ismael aprovechó los cuatro
años de aprendizaje al lado de su padre para adquirir un vasto
bagaje de conocimientos comerciales que constituirían la base de su
éxito profesional. Al lado de su progenitor aprendió a discernir
las mejores técnicas de ventas. Supo cómo debía utilizar los
mejores métodos de persuasión ante sus clientes. Qué estrategias
seguir según la psicología de cada uno de ellos. Cómo engañarlos
sin que jamás se sintieran engañados, antes al contrario, que
siempre se fueran satisfechos. Aprendió a utilizar la palabra justa
en el momento preciso. A sonreír al cliente en todo momento. A
escuchar sus quejas. A ser solícito ante sus exigencias. A no
contradecirlo jamás. También aprendió a seleccionar y valorar sus
productos. A esconder sus defectos. A sobrevalorar sus virtudes. En
definitiva, aprendió a obtener el máximo posible de ganancias en
todas las transacciones que realizara y el menor número de pérdidas
posible. Ésa era la regla de oro de un buen comerciante.
Pedro Ricote llegó a crear un
pequeño imperio familiar durante los quince años que vivió en
aquel pueblo manchego. Bien es cierto que no partió de la nada. A su
llegada contó con la mayor parte del patrimonio de sus antepasados.
Tuvo, eso sí, que adquirir los solares en los que levantaría su
nueva casa y su negocio. Tuvo que desembolsar una buena parte de sus
ahorros en construir la casa y en adquirir los enseres para la misma.
También tuvo que incrementar considerablemente las existencias. Pero
al cabo de aquellos años sus inversiones se vieron compensadas con
lucrativos beneficios, que vinieron a colmar con creces las
expectativas más optimistas. Se marchaba de este mundo con el alma
satisfecha y la conciencia tranquila.
Pedro Ricote dejó este mundo
un lluvioso día otoñal en la plenitud de su vida. Aún le faltaban
algunos años para alcanzar los cincuenta. Siempre había gozado de
buena salud y su constitución física era más bien fuerte. Nunca
había sabido lo que era una enfermedad ni tan siquiera un leve dolor
de cabeza. Siempre había comido de todo sin que nunca nada le
hubiera hecho daño. Más de una vez se había vanagloriado de ello
ante el pequeño círculo de sus amistades. Era como si los males
existieran sólo para los demás. Pero un buen día, un par de meses
antes de su malhadado fallecimiento, de súbito se empezó a sentir
mal. Al mes de su repentina enfermedad su estado físico comenzó a
ser alarmante. Su deterioro se veía de día en día. Mes y medio
después del primer achaque ya no era ni la sombra de lo que había
sido. Su edad parecía haberse doblado. Apenas podía mantenerse en
pie y menos aún erguido. Caminaba con gran dificultad, completamente
encorvado y apoyado en un bastón. Una semana más tarde quedó
postrado definitivamente en el lecho donde pocos días después lo
hallaría la muerte. Hasan abdel Jabbâr se despidió de los suyos
encomendándose a Alá y a su profeta Mahoma.
© Julio Noel
(1) Miguel de Cervantes Saavedra. El Ingenioso Hidalgo Don Quijote de la Mancha. Aguilar, Madrid, 1968, duodécima edición, pág. 197. Edición preparada por Justo García Soriano y Justo García Morales.
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